
Artículo publicado el 23 de septiembre de 2025 en la revista La Tizza de Cuba y elaborado a partir de una intervención del 14 de mayo del mismo año en el Laboratório de Psicanálise Sociedade e Política do Instituto de Psicologia da Universidade de São Paulo (PSOPOL-IPUSP), en São Paulo, Brasil
David Pavón-Cuéllar
Lo particular y lo universal
Suele pensarse en el amor como en algo universal que sería siempre lo mismo en todas las culturas y en todas las épocas de la historia. Esta noción del amor no excluye que haya diversas formas de amar, pero supone que lo variable es la manifestación del amor y no el amor mismo, que sería un sentimiento demasiado íntimo, fundamental y trascendente como para ser afectado por la inmanencia cultural e histórica. Según la misma idea común del amor, todo cambiaría, pero no el amor, que estaría siempre ahí, estremeciendo el corazón de todos los seres humanos.
La noción del amor como algo universal puede encontrarse incluso en autores tan críticos de las ideas comunes como lo son Marx y Freud. Marx cree en un amor que existe desde los albores de la civilización, pero que se degrada, corrompe y prostituye al aburguesarse en el capitalismo, así como Freud pone el amor en general, asimilado a lo sexual y erótico, en el meollo de la vida mental y en el origen de las neurosis y las histerias. Tanto en Freud como en Marx, las manifestaciones del amor pueden variar, pero aquello que manifiestan es algo que trasciende todas sus variaciones y de lo que puede hablarse en términos generales.
Por más incondicional que uno sea de Marx y Freud, quizás esté sintiéndose ahora tentado a discrepar de ellos en lo que se refiere al carácter universal del amor. Todo parece contradecir esa universalidad y dar la razón al relativismo cultural e histórico en el que se reconocería que el amor no es el mismo en distintas culturas y en distintas épocas de la historia. Todo parece indicar, en efecto, que el amor, y no sólo sus manifestaciones, es algo diferente en cada contexto, sin que haya en él casi nada universal, ni siquiera el nombre mismo con el que se universaliza lo que aparece cada vez de modo particular. Cada lengua tiene su nombre para el amor, a veces varios nombres, los cuales, además de recortar de formas distintas la realidad, se refieren a realidades por completo diferentes.
Dialéctica de lo particular y lo universal
El amor no es nunca el mismo, pero el caso es que nuestra lengua se obstina en designarlo siempre igual, con un mismo nombre de “amor” que significa una sola cosa y no sólo cosas diferentes. Podríamos resolver sencillamente la cuestión al sentenciar que nuestra lengua se equivoca, pero sería más justo decir que se contradice, pues da simultáneamente un mismo sentido y sentidos múltiples a la misma palabra. Esta contradicción podría estar expresando el saber que Freud le atribuye a nuestra lengua, el saber que el amor no deja de ser el mismo, aunque nunca sea el mismo[1].
La contradicción entre lo universal y lo particular es lo que Marx y Freud reconocen al pensar en el amor. Su pensamiento dialéctico, tan convincente como esclarecedor, nos permite comprender tanto el sentido común que intuye lo universal del amor como el simple relativismo que lo niega. De ahí que yo no discrepe de Marx y Freud en ese punto.
Pienso que el psicoanálisis tiene razón cuando plantea que el amor de un hombre hacia su madre será simultáneamente idéntico y opuesto al que siente hacia una amante. Considero también que el marxismo acierta cuando percibe que el amor de la monogamia burguesa es al mismo tiempo idéntico y opuesto al amor sexual individual que puede aparecer entre los obreros, así como también hay identidades y oposiciones entre las distintas formas de amar en cada cultura o período prehistórico o histórico. Aunque se trate siempre del mismo amor, este amor no es nunca el mismo.
Amor en Occidente
Que el mismo amor nunca sea el mismo se comprueba no sólo al contrastar diversos tipos de amor como el fraterno y el erótico, sino al comparar distintas versiones de un mismo tipo de amor, como el erótico, en momentos y lugares diferentes. Esta comparación basta para convencernos del carácter específico de aquello que generalizamos abusivamente. En el caso de nuestro amor erótico, el occidental moderno, su compleja especificación cultural e histórica nos ha sido relatada por Denis de Rougemont en su ya clásico El amor y el Occidente[2],el cual, recordemos, le sirvió a Jacques Lacan en sus seminarios siete[3] y veinte[4] para elucidar la contradicción inherente al amor occidental: contradicción entre la identidad y la diferencia de lo deseante y lo amoroso, de lo carnal y lo espiritual, del objeto y de la Cosa, de lo físico y lo estático.
La inmersión de Rougemont en el mar literario europeo, medieval y moderno, le permite reconstituir la genealogía de nuestro amor erótico en la modernidad occidental. Este amor, según Rougemont, resultaría de la confluencia de Eros con Agapé, de la pasión carnal profana con el amor espiritual cristiano. Los dos afluentes serían incompatibles e irreconciliables entre sí, lo cual explicaría el destino trágico de nuestro amor erótico, su consumación en la muerte, así como también, de modo general, su exclusión de verdaderos desenlaces felices.
El paradigma de lo elucidado por Rougemont es el amor imposible de Tristán e Isolda. Recordémoslo: se aman, pero deben renunciar a su amor para mantenerse fieles al rey Marc de Cornualles que se casa con Isolda, pero lo traicionan porque se aman, pero deben ser fieles y renuncian a su amor, pero no consiguen hacerlo porque se aman perdidamente, hasta el punto de morir «cuerpo con cuerpo, boca con boca», según la estremecedora versión de Thomas de Bretaña del siglo XII[5]. Siguiendo esa versión, Tristán e Isolda tan sólo pueden consumar su unión amorosa en la muerte, pues en la vida no hay lugar para su amor.
El gran problema de Tristán e Isolda, como lo explica Rougemont, es que obedecen a dos fidelidades opuestas, la fidelidad al señor o cónyuge y la fidelidad a la pasión y al deseo, la fidelidad «feudal» y la «cortesana», la «matrimonial» y la «caballeresca»[6]. Es por ello que su amor sólo puede realizarse al volverse imposible, «conformándose a las mismas leyes que lo condenan, para conservarse mejor»[7]. La única forma de experimentar con plenitud el amor erótico y pasional, en efecto, sería prohibiéndoselo a sí mismo, sintiéndose culpable de él hasta el punto de privarse de él, como lo hacen Tristán e Isolda, quienes deben morir para llevar esta lógica amorosa hasta sus últimas consecuencias.
El drama de Tristán e Isolda sería el de cualquier amor erótico y pasional en Occidente. Aquí, en el mundo occidental y moderno en el que vivimos, tan sólo podríamos conocer la pasión amorosa en la culpa, en el sufrimiento y en una imposibilidad trágica, potencialmente mortífera. Si un sujeto no ha padecido todo esto, será porque no ha conocido en verdad el amor erótico y pasional, al menos en su forma occidental y moderna, gestada en la Europa de la Edad Media.
Mayahuel y Ehécatl
Fuera del Occidente y de su modernidad, hay otras formas de amar, incluso en clave de tragedia. Recordemos, por ejemplo, la extraña historia trágica de amor, si es que podemos llamarla así, entre Mayahuel, diosa del maguey entre los nahuas de México, y Ehécatl, dios del viento y una de las advocaciones de Quetzalcóatl. Sintetizaré la historia tal como se encuentra en un manuscrito del siglo XVI del francés Andrés Thevet, quien traduce un texto de Fray Andrés de Olmos, el cual, a su vez, está basado en el testimonio de los indígenas mexicanos recién conquistados[8].
El dios Ehécatl se preguntaba cómo hacer para que la humanidad «tomara gusto en vivir en la tierra»[9]. La solución que encontró fue alcohólica: la invención del pulque, bebida que se obtiene por la fermentación de la savia del maguey. Entonces fue a buscar a la diosa Mayahuel que estaba dormida y le dijo: «Te vengo a buscar para llevarte al mundo»[10]. Se nos cuenta que «ella convino en seguida y así descendieron ambos, llevándola él sobre sus espaldas», y «tan luego como llegaron a la tierra, se mudaron ambos en un árbol con dos ramas» correspondientes a Ehécatl y a Mayahuel[11]. Después las dos ramas se desgajaron y la de ella fue quebrada por su abuela, quien se la entregó a otras diosas para que la devoraran, dejando solamente los huesos que Ehécatl recogió y enterró. Fue de esos huesos de los que nació el maguey con el que se produce el pulque.
La historia de Ehécatl y Mayahuel contrasta en varios aspectos con la de Tristán e Isolda. Mientras que los dos europeos consuman su unión a pesar de sí mismos y al final en la muerte, los dioses indígenas consiguen hacerlo en el consentimiento mutuo y siempre en la vida, bajo la hermosa forma de un árbol. Es verdad que finalmente las ramas deben separarse y Mayahuel parece morir, pero no es más que para transferir su vida a algo más, al maguey, en beneficio de la humanidad.
El amor de Ehécatl y Mayahuel, a diferencia del de Tristán e Isolda, no es en vano y tampoco está cerrado sobre sí mismo, sobre su propia inmanencia, y aislado con respecto a lo que lo rodea. Más bien se trata de un amor abierto al universo, con efectos benéficos trascendentes, en una compleja trama de relaciones de los amantes con todo lo demás. Es como si fuera por amor hacia la naturaleza y la humanidad que hubo el amor entre Ehécatl y Mayahuel. Ese amor no tiene sentido por sí mismo, sino por un deseo que lo trasciende, el deseo de crear el maguey para que los seres humanos tomen gusto de vivir en la tierra.
Ideal amoroso del comunismo
La trascendencia del amor de Mayahuel y Ehécatl es por la satisfacción de un deseo y no sólo de la necesidad. El mito de este amor que se trasciende a sí mismo evoca la sexualidad no sólo para la reproducción de la especie humana, sino para la producción de una cultura indígena inextricablemente ligada con la naturaleza. No hay aquí nada parecido a las contradicciones que desgarran a Tristán e Isolda entre la cultura y la naturaleza, entre la inmanencia y la trascendencia, entre la materialidad y la espiritualidad, entre el cuerpo y el alma, entre el deseo y el deber, entre el amor profano y el cristiano, entre la pasión y el matrimonio, entre la masculinidad y la feminidad.
Más que entidades contradictorias, lo que hay en Ehécatl y Mayahuel son fuerzas complementarias que se equilibran, convergen y se unen. El resultado es un amor espiritual en su materialidad, trascendente en su inmanencia, tan del alma como del cuerpo, tan de la cultura como de la naturaleza y tan de la humanidad como de los amantes. Digamos que Mayahuel y Ehécatl se unen en un gesto de amor por la humanidad. ¿Acaso no hay aquí algo del ideal amoroso del comunismo, tal como se manifiesta en conceptos como el del «amor-camaradería» de Aleksandra Kolontái[12]?
Un comunista latinoamericano como yo no podría sino entusiasmarse ante la historia de Mayahuel y Ehécatl. El entusiasmo sería no sólo por aquello que se manifiesta en la historia, sino porque se trata de algo que pudo haberse transmitido soterradamente hasta las actuales relaciones amorosas y eróticas en América Latina. Estas relaciones, después de todo, son herederas de lo que era el amor no sólo en la Europa medieval de Tristán e Isolda, sino en la América precolombina de Mayahuel y Ehécatl.
Ibn Zaydun y Walada
Además de lo autóctono americano y de lo foráneo europeo, nuestro hibridismo latinoamericano tiene otros componentes culturales originarios. Uno de ellos es el africano, pero también están los componentes judío y árabe, ambos por lo general olvidados, aun cuando penetraron e influyeron de modo continuo y profundo en la cultura hispanoportuguesa durante los siglos de la Edad Media. Es en ese contexto, en el siglo XI, que vemos aparecer a un poeta, Ibn Zaydun, cuyos versos despliegan un amor erótico y pasional que también contrasta con el de Tristán e Isolda, aun cuando sea el reflejo de una historia no menos contradictoria y desgarradora, la del mismo Ibn Zaydun con la princesa Walada, quien fuera su amante para después abandonarlo.
En el trágico amor entre Ibn Zaydun y Walada, la contradicción y el desgarramiento no son, como en Tristán e Isolda, entre lo matrimonial y lo pasional, entre lo espiritual y lo carnal, entre lo cristiano y lo profano. Esas dicotomías ni siquiera existen para Ibn Zaydun, quien simplemente, según su poesía, recibe «un mensaje de amor que envía un cuerpo al corazón»[13], al tiempo que reconoce que Walada está hundida en su propio ser como «el alma en el cuerpo»[14]. El amor es un alma en el cuerpo sexuado, así como el deseo es un mensaje de amor para el alma enamorada. Esta comunicación monista entre el alma y el cuerpo es precisamente lo que se rompe trágicamente en la historia de Tristán e Isolda, una historia dualista en la que se anticipan saberes modernos como el psicológico, el cual, por su constitución misma, debe separar su objeto psíquico de todo lo demás.
El dualismo de la psicología proviene de la contradicción cultural que impide la unión de Tristán con Isolda. Esta contradicción occidental entre lo anímico y lo corporal difiere de la contradicción de Walada e Ibn Zaydun, una contradicción entre lo finito y lo infinito, entre la vida breve y el amor eterno, entre lo mundano tan estrecho y lo deseante-amoroso ilimitado. La ilimitación del deseo y del amor, contradictoria en sí misma, se expresa en la poesía de Ibn Zaydun cuando confiesa que nunca dejó de beber en la fuente del amor de Walada, pero «cuanto más bebía, más sed le causaba»[15]. Luego, en el momento de la ruptura, Ibn Zaydun esperaba que la desesperación lo hiciera olvidar, pero «tan sólo aumentaba su deseo»[16]. La contradicción encuentra su mejor síntesis en un verso estremecedor: «Si hubiera durado, mi gozo habría sido eterno, pero noches de la unión han de ser siempre cortas». El amor nunca dura su propia eternidad, la que él mismo demanda y promete, la que se atisba en cada uno de sus instantes.
Trascendencia y sacrificio
Quizás lo eterno del amor estribe en su trascendencia como condición indispensable no sólo para que la especie humana se reproduzca, sino para que la cultura se perpetúe. Es quizás por dicha trascendencia, ya evidente en la historia de Ehécatl y Mayahuel, que Ibn Zaydún puede llegar a decir que amará a sus enemigos porque Walada es «uno de ellos»[17] y que en la presencia de Walada «toda la humanidad» está con él[18]. Amando a Walada, Ibn Zaydún está volcando su amor a todos los seres humanos, tal como sucedía con Ehécatl en su amor por Mayahuel, un amor tan abierto como el de Ibn Zaydún.
La apertura de Ehécatl y de Ibn Zaydún hacia el gran Otro de la humanidad contrasta con el encerramiento especular en el que se pierden Tristán e Isolda. En este encerramiento, lo que domina es el deseo de poseer al otro, en lugar del desconcertante desprendimiento de Ibn Zaydún, quien le dice a Walada «lloro fiel y, si no me regalas con la unión, la imaginación me compensará y el recuerdo será suficiente»[19]. En otro verso, Ibn Zaydún confirma que le «basta respetar como cosa sagrada la ausencia»[20]. Desde luego que la ausencia de Walada es dolorosa para Ibn Zaydún, pero la respeta y es en este respeto en el que se ve desgarrado por la contradicción amorosa.
El amor de Ibn Zaydún es tal que lo hace apartarse y privarse de Walada. Este sacrificio por amor contrasta con el apego, con la pasión posesiva de Tristán, quien hasta el final demanda la presencia de Isolda. Mientras que Tristán e Isolda sucumben y de algún modo se destruyen el uno al otro a través de sus contradicciones, Ibn Zaydún prefiere alejarse, cantándole a Walada: «si el destino pudiera someterse a mi razón, te rescataría de sus contradicciones al precio de mi ser»[21]. La disposición a retraerse y sacrificarse es otro aspecto fundamental por el que la historia de Ibn Zaydún y Walada se distingue de la de Tristán e Isolda.
Retraimiento y desprendimiento
En contraste con el amor de Tristán por Isolda, el de Ibn Zaydún por Walada implica un gesto firme y sostenido, no contradictorio ni titubeante, de retraimiento y desprendimiento. Este gesto resulta extraño en una modernidad occidental en la que el amor suele adoptar unos rasgos apropiadores y celosos, determinados no sólo por la historia del amor en Occidente, sino por su relación esencial con la propiedad privada y con el tipo capitalista normativo de subjetividad. Al subjetivarnos, en efecto, el capital favorece la posesividad, la agresividad y la competitividad que se encuentran lo mismo en los celos que en la visión hobbesiana del hombre como lobo del hombre y en la idea freudiana del complejo de Edipo con el niño que rivaliza con el padre para poseer la madre.
El sentimiento amoroso posesivo, agresivo y competitivo, característico de la subjetivación capitalista liberal edípica, resulta incompatible con el amor de Ibn Zaydún que lo hace retraerse y desprenderse de la mujer a la que ama, precisamente porque la ama. Este gesto de retraimiento y desprendimiento podría también entusiasmar a un comunista latinoamericano, no sólo por ofrecer un ejemplo de amor diferente al inculcado por el capitalismo, sino por formar parte de la genealogía cultural del amor en América Latina.
¿Y si nuestro amor latinoamericano preservara de algún modo, aunque fuera en potencia, esa herencia hispanoárabe de retraimiento y desprendimiento, así como también de trascendencia, por la que Ibn Zaydún percibe a la humanidad en su amada? ¿Y si el sentimiento amoroso de Ibn Zaydún hacia Walada se hubiera transmitido hasta nosotros junto con el de Ehécatl y Mayahuel? ¿Y si estas configuraciones del amor formaran parte de nuestro patrimonio cultural junto con la otra forma de Tristán e Isolda que Rougemont pone en el centro del amor en Occidente? ¿Y si nuestra forma de amar no fuera solamente la de Occidente con sus importantes consecuencias políticas?
Política del amor
Al ocuparse de la forma en que el amor occidental se despliega en lo político, Rougemont observa con gran perspicacia que el amor del siglo XX se encuentra sobre todo fuera de las relaciones entre los sexos, habiendo sido capturado por la política[22]. Es por ello que la política se habría erotizado, como en las masas estudiadas por Freud, las cuales, en Rougemont, aparecen feminizadas y enamoradas de líderes masculinos como Hitler y Mussolini[23]. Aquí lo importante es que el nazismo y el fascismo no sólo atraparían y acapararían el amor típicamente occidental inaugurado por Tristán e Isolda, sino que se configurarían como él, reproduciendo su aspecto escindido, contradictorio, imposible y mortífero.
Lo que se manifiesta en el sentimiento amoroso de Tristán e Isolda retornaría bajo la forma de la pasión de las masas de ultraderecha por Hitler y Mussolini, y quizás ahora por Bolsonaro, Milei y Trump. Hacia el dirigente como hacia el amado, habría siempre el mismo tipo imposible de amor, el contradictoriamente cristiano y profano, el heredado por el medioevo europeo a la modernidad capitalista globalizada. Ese amor estaría siempre ahí en el Occidente del que formamos parte. Estaría por ello también aquí en Latinoamérica, pero quizás aquí haya otras clases de amor, otros amores que puedan politizarse de otros modos que las pasiones fascistas y neofascistas de las masas.
Además del amor patriarcal-filial que Freud atribuyó en general a todas las masas y Reich específicamente a las masas fascistas, podríamos volver a pensar en el sentimiento amoroso matriarcal-fraternal que el freudiano Paul Federn encontró en las masas comunistas que lograban liberarse de la figura paterna[24]. Recordaríamos entonces el amor erótico de las multitudes spinozistas que no es el de los pueblos hobbesianos[25]. Luego habría que pensar en otros amores con otras politizaciones posibles, también afines al comunismo, como aquellos que aquí he invocado, el de Ibn Zaydún hacia Walada y el de Mayahuel con Ehécatl.
Hay otros amores diferentes del de Tristán e Isolda. No estamos condenados a él ni a su politización. Hay otras formas de amar y de politizarse al amar. El amor es diverso incluso en el interior de la estrecha esfera heterosexual de la que aquí nos hemos ocupado, pero hay también el exterior, el espacio LGBTIQ+, el definido precisamente por su infinita diversidad.
[1] Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), en Obras completas XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 86-88.
[2] Denis de Rougemont, L’amour et l’Occident (1939), París, Plon, 1970.
[3] Jacques Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse (1969-1960), París, Seuil, 1986.
[4] Lacan, Le séminaire, Livre XX, Encore (1972-1973). París, Seuil Poche, 1975.
[5] Béroul y Thomas, Tristán e Isolda, Ciudad de México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 154-155.
[6] Rougemont, L’amour et l’Occident, op. cit., pp. 25-28.
[7] Ibid., pp. 27-28.
[8] Andrés de Olmos, De la opinión que ellos tenían de la creación del mundo y de sus dioses, y de la destrucción del mundo y de sus cielos (1533), en Teogonía e historia de los mexicanos, Tres opúsculos del siglo XVI, Ciudad de México, Porrúa, 2005, pp. 102-108.
[9] Ibid., pp. 106-107.
[10] Ibid., p. 107.
[11] Ibid.
[12] Aleksandra Kolontái, El amor en la sociedad comunista (1921), en La mujer nueva y la moral sexual, Ciudad de México, Juan Pablos, 1972, pp. 126-139.
[13] Ibn Zaydun, Casidas de amor profano (1070), Ciudad de México, Porrúa, 2019, p. 46.
[14] Ibid., p. 71.
[15] Ibid., p. 43.
[16] Ibid., p. 41.
[17] Ibid., p. 71.
[18] Ibid., p. 63.
[19] Ibid., p. 43.
[20] Ibid., p. 45.
[21] Ibid., p. 52.
[22] Rougemont, L’amour et l’Occident, op. cit., pp. 226-230.
[23] Ibid., p. 228.
[24] Paul Federn, La société sans pères (1919), Figures de la psychanalyse, 7(2), 2002, pp. 217-238.
[25] David Pavón-Cuéllar, Hijos y hermanos: dos psicologías de las masas, en Más allá de la psicología social: Freud, las masas y análisis del yo, Ciudad de México, Paradiso, 2023, pp. 85-116.