Saberes ancestrales mesoamericanos ante quince tendencias ideológicas de la psicología

Intervención en la mesa de diálogo Psicología y Pueblos Originarios en América Latina con la participación de Nita Tuxá (Brasil), Cristina Herencia (Perú) y Julio César Carozzo (Perú). La mesa, realizada el viernes 10 de marzo de 2023, fue organizada por el Consejo Mexicano de Psicología, la Sociedad del Afecto, el Consejo Nacional del Pueblo Mexicano, la Asociación Latinoamericana para la Formación y Enseñanza de la Psicología y otras organizaciones.

David Pavón-Cuéllar

La psicología que estudiamos y practicamos en América Latina es generalmente una disciplina desarrollada en Europa y en Estados Unidos. Habitantes de esas regiones la han construido sobre la base de lo que experimentan y saben sobre sí mismos, diseñándola de acuerdo a lo que son, reflejándose en ella, creándola por ello a imagen y semejanza de ellos mismos. Ellos, los europeos y estadounidenses, han sido quienes han elaborado las teorías y técnicas psicológicas en función de sus propias culturas, a partir de sus creencias, con sus ideas, a través de sus reflexiones, al investigar lo que ellos son, al observarse a sí mismos y al experimentar consigo mismos.

Los habitantes de Europa y de Estados Unidos han creado una psicología que es de ellos y que tiene sentido para ellos. Si esta psicología puede tener sentido también para nosotros en Latinoamérica, es porque somos producto del colonialismo y el mestizaje cultural, porque tenemos también algo de europeos y estadounidenses, porque lo estadounidense y europeo se ha globalizado y hegemonizado, porque nos hemos europeizado y americanizado. Es por lo mismo que hablamos español o portugués o inglés y que bebemos vino de burdeos o refresco de cola. Sin embargo, que nosotros bebamos estos líquidos o que hablemos esos idiomas, que así nos los apropiemos y los hagamos nuestros, no los hace menos europeos o estadounidenses. Lo mismo sucede con la psicología: por más que la estudiemos y practiquemos en Latinoamérica, no deja por ello de ser tan estadounidense como el refresco de cola y tan europea como el vino de burdeos.

Al igual que otros productos culturales importados, la psicología de Europa y Estados Unidos no existía en tierras latinoamericanas en la época prehispánica. Es verdad que los distintos pueblos originarios de Nuestra América tenían y aún tienen diversos saberes teóricos y prácticos sobre lo que ahora llamaríamos “la subjetividad humana”, pero estos saberes no son exactamente psicológicos. Son tan diferentes de aquello europeo-estadounidense que actualmente denominamos “psicología”, tan diferentes de lo que hoy estudiamos y practicamos bajo tal nombre, que los malinterpretaríamos y nos confundiríamos al llamarlos “psicológicos”.

Lo cierto es que no hay nada que haga pensar en la psicología, nada que haga pensar en lo que pensamos cuando hablamos de la psicología, en todo aquello tan profundo y tan complejo que los pueblos originarios de Abya Yala sabían y siguen sabiendo sobre la subjetividad humana. Estos saberes ancestrales no son psicológicos porque no cometen lo que yo considero el error fundante de la psicología: su error consistente en extraer su objeto de todo lo demás, distinguiéndolo y de algún modo aislándolo, aislando la psique o conciencia o mente o cognición o como la llamen, para luego dedicarle un conocimiento, un discurso, un logos, una psicología. Digamos, como decía Klaus Holzkamp, que la psicología es un conocimiento sin mundo, mientras que los saberes ancestrales americanos sobre la subjetividad son conocimientos del mundo.

Los indígenas americanos comprenden que deben conocer el mundo para saber algo sobre la subjetividad humana. Lo que descubren en esta subjetividad es, de hecho, el mundo mismo: la comunidad, la historia, la naturaleza y muchas otras cosas. No hay aquí ningún repliegue de lo psíquico sobre sí mismo. No hay aquí ninguna psicología.

Lejos de ser psicológicos, los saberes ancestrales de los pueblos originarios americanos resultan incompatibles con la psicología y pueden inspirarnos potentes argumentos para cuestionarla. Es lo que intentaré mostrar al abordar críticamente la ideología subyacente al conocimiento psicológico, discutiéndola con el auxilio de los saberes ancestrales de Abya Yala que mejor conozco, los de la región mesoamericana septentrional hoy ocupada por mi país, México. Estos saberes me aportarán ideas que opondré a quince tendencias ideológicas de la psicología: su etnocentrismo, su universalismo, su normalizacionismo, su antropocentrismo, su androcentrismo, su binarismo, su presentismo, su realismo, su objetivismo, su individualismo, su posesivismo, su asertivismo, su vitalismo, su interiorismo y su dualismo.

La primera tendencia ideológica del conocimiento psicológico a la que deseo referirme es el etnocentrismo. La psicología está centrada y encerrada en su cultura europea-estadounidense, la toma como único parámetro para pensar en la subjetividad y no consigue descentrarse y liberarse de ella para pensar con otras categorías culturales. Resulta significativo que no haya conceptos psicológicos importantes que provengan de otras culturas diferentes de las de Europa y Estados Unidos, mientras que las concepciones mesoamericanas de la subjetividad han ido enriqueciéndose desde el siglo XVI con las categorías europeas, entre ellas la misma alma o ánima judeocristiana, que se ha incluido sin dificultades en los conjuntos anímicos ya existentes.

Un mixteco de Oaxaca, por ejemplo, agrega el “ánima yo” de los procesos intelectuales a sus otras entidades anímicas: una “sombra” que la recubre, un “tachi” que se asocia con los espíritus de los muertos y un “tono” que posee la “sustancia vital” con la que se anima el sujeto. De igual modo, un zoque de Chiapas tiene su ánima individual, incorporal e inmaterial, junto a una “kojama” que reside simultáneamente en el cuerpo y en la montaña. Esta integración entre lo ajeno y lo propio sucede también en la concepción de otros sujetos, entre ellos los sobrenaturales, como el “Qotiti” de los totonacas de Veracruz, en el que se condensan las características de las divinidades locales y el diablo cristiano. Vemos así que el totonaca, el zoque y el mixteco, al igual que otros indígenas de la región, pueden concebirse a sí mismos y concebir a los demás a través de categorías culturales europeas y no sólo mesoamericanas, mientras que el conocimiento psicológico europeo-estadounidense tiende a permanecer herméticamente cerrado a todo lo que no provenga de su propia cultura. Podemos contraponer, entonces, la cerrazón etnocentrista de la psicología y la apertura sincrética de los saberes ancestrales de Mesoamérica.

Los pueblos mesoamericanos pueden abrirse tanto a otra cultura que llegan al extremo de atribuirle una suerte de universalidad, pero sin dejar por ello de arrogarse universalidad a sí mismos. Alcanzan así, como ahora diríamos, una suerte de visión pluriversalista en la que admiten la coexistencia de múltiples universos con lógicas distintas, incomparables, incluso inconmensurables, aunque igualmente válidas unas que otras. Puede ocurrir incluso que estos universos tengan creadores diferentes, como en la creencia lacandona en su propio dios, Hachakyum, y el de los extranjeros, Akyantho.

Llama la atención que los lacandones reconozcan el carácter creador y divino del ser supremo ajeno, en lugar de simplemente considerarlo falso, como lo hacían los evangelizadores y colonizadores españoles y portugueses.  De igual modo, en lugar de un universalismo europeo en el que sólo se admite un universo y se invalidan y absorben los demás, los lacandones y otros pueblos originarios mesoamericanos reconocen múltiples universos con formas diferentes de ser humano. Este pluriversalismo contrasta claramente con el universalismo de una psicología que sólo admite una forma de ser humano, universalizándola y excluyendo cualquier otra forma o aceptándola sólo si puede interpretarla como una variación de sus propios términos universales, como sucede en el modelo psicológico transcultural.

La admisión de una sola forma de ser humano se manifiesta no sólo en el universalismo, sino en el normalizacionismo de la psicología, es decir, en su obsesión de normalidad, en su propensión a normalizarlo todo y a psicopatologizar todo aquello que no corresponde a su norma. Esta propensión contrasta con el respeto de los pueblos mesoamericanos hacia la singularidad única de cada uno: un respeto que puede ilustrarse con la idea nahua del ser humano como in ixtli in yollotl, como rostro y corazón, como un rostro absolutamente diferente de cualquier otro y como un corazón también absolutamente diferente de los demás, como una personalidad única y como un deseo también único. Es así a partir de lo singular de cada uno como se define lo universal de todos.

Lo único universal es lo singular, o, como decía Althusser, la única regla es la excepción. Esta lógica, inaccesible al pensamiento europeo antes del siglo XIX, ya se encuentra desde la noche de los tiempos en la visión mesoamericana, donde la única norma admisible es la falta de norma. Razonando así, conjuramos varios problemas constitutivos de la psicología: el ya referido normalizacionismo, la resultante concepción de la psicopatología como anormalidad y otras dos tendencias ideológicas derivadas: el antropocentrismo, que centra y encierra las representaciones psicológicas en la norma humana, y el androcentrismo, que pone la normatividad masculina en el centro de la psicología.

En lo que se refiere al antropocentrismo, hace que la psique o mente humana se represente psicológicamente como algo centrado y encerrado en sí mismo y en su propia norma, separado y apartado con respecto al resto de la vida espiritual del universo. Esta representación antropocéntrica difiere de concepciones mesoamericanas como la del alma nahua llamada teyolía, que es como un árbol cuyo centro, su tronco principal, es el alma única de todo lo que existe, alma que se ramifica en las almas de las diversas especies animales, vegetales y hasta minerales, entre ellas la humana, que a su vez se ramifica en entidades anímicas étnicas, grupales, comunitarias, familiares y finalmente individuales, de tal modo que el alma de un individuo es también el alma de su comunidad, su pueblo, la humanidad y toda la naturaleza. El alma de la naturaleza es así el centro del alma de cada individuo humano, la cual, entonces, no está ni separada ni apartada con respecto al resto de los seres ni tampoco centrada y encerrada en sí misma como en la psicología antropocéntrica.

El objeto del conocimiento psicológico está centrado y encerrado, no sólo en su aspecto normativo humano, sino en su normatividad masculina, delatando así un androcentrismo por el que se distingue de concepciones mesoamericanas como la nahua, donde la masculinidad y la feminidad, como polos caliente y frío de todo lo existente, se equilibran, compensan, combinan y compenetran en cada ser. No hay aquí ningún centro masculino en el que pueda encerrarse una representación de la psique o de la mente. Si hay algo englobante del psiquismo y de todo lo demás, es más bien lo femenino asociado con la totalidad originaria, personificada por diosas madres como la nahua Tlaltecuhtli, la purépecha Kuerájperi o la huave Mijmeor Cang.

En realidad, las concepciones mesoamericanas de la subjetividad van más allá de una separación tajante de los polos masculino y femenino, precisamente porque los conciben como ingredientes indisociables de todo lo que existe, incluyendo lo subjetivo. Un sujeto de sexo masculino puede tener también aquí facetas femeninas, algunas de ellas fundamentales, como su carácter mortal y su vida sexual, ya que la muerte y la sexualidad son esencialmente femeninas para grupos como los nahuas. Los mismos nahuas, concibiéndose a sí mismos a través de los dioses, pueden representarse incluso a divinidades con dos géneros como Ometéotl, madre-padre de los dioses, o incluso Quetzalcóatl, ave-quetzal masculino y serpiente-cóatl femenina. De igual modo, la trama vital de muchos otomíes está entretejida con la de los nzakis, unas potencias espirituales que tienen cada una dos sexos, desdoblándose en sus manifestaciones femeninas y masculinas. En todos los casos, tenemos a seres híbridos, bisexuales, transexuales o hermafroditas, que desafían el binarismo sexual aún imperante en el conocimiento psicológico.

Además de separar de modo tajante lo masculino y lo femenino, la psicología tiende también a separar tajantemente el presente y el pasado, favoreciendo el presente a costa del pasado, viendo el pasado como algo que debe superarse para vivir en el presente. Este presentismo de la psicología es desafiado por saberes ancestrales mesoamericanos en los que se comprende perfectamente que vivir en el presente es vivir también en el pasado, que el pasado siempre está presente de algún modo, que el presente está hecho de un pasado que nunca termina de pasar. Un tseltal de Cancuc, por ejemplo, debe lidiar constantemente con entidades anímicas llamadas lab que lo habitan y constituyen internamente y que son como sedimentaciones de quinientos años de historia colonial, personificándose por ello en figuras espectrales no-indígenas como conquistadores, sacerdotes, caciques y maestros. Los tseltales nos demuestran que saben muy bien que su pasado, lejos de estar detrás de ellos, está en ellos, poseyéndolos, existiendo a través de ellos, constituyéndolos y siendo ellos, así como está delante de ellos, rodeándolos, acorralándolos, obstruyéndoles el camino y haciéndolos tropezar.

El pasado persiste no sólo de modo real en situaciones como las violencias racistas o las estructuras socioeconómicas neocoloniales, sino también simbólicamente a través de restos de nuestra historia como palabras que nos estorban el paso, nombres que nos inmovilizan al definirnos, gestos cuyo sentido nos enreda y nos atrapa o discursos que se han convertido en laberintos en los que seguimos extraviados. Estos materiales simbólicos suelen ser ignorados o subestimados por la psicología con su incurable realismo, pero no por los saberes teóricos y prácticos mesoamericanos, que le dan su lugar y su valor a los símbolos que nos engendran y nos moldean, que nos animan y nos paralizan, que organizan el mundo en que vivimos y con los que debemos lidiar a cada instante. Los símbolos pueden incluso enfermarnos, así como curarnos, lo que sabían muy bien los mayas yucatecos desde hace muchos siglos, como se pone de manifiesto en su Ritual de los Bacabes, en el que se usaban palabras para tratar las palabras, las “uayasba”, los símbolos que nos enferman y que deben descifrarse para curarnos.

Al enfrentarse a la enfermedad, el curandero del Ritual de los Bacabes habla con ella, la interpela y la interroga, tratándola como un sujeto. La subjetividad, en Mesoamérica, no es el privilegio de uno mismo, sino que es un derecho de todo ser existente, incluyendo a los demás seres humanos, pero también a seres no-humanos, ya sea animales, vegetales, minerales, espirituales o sobrenaturales. Todo tiende a subjetivarse desde el punto de vista mesoamericano, al contrario de la ciencia europea-estadounidense, donde todo tiende a objetivarse, incluso el mismo sujeto, como sucede en la psicología científica o cientificista que neutraliza la subjetividad al descomponerla en sus componentes objetivos, ya sean conductas, cogniciones, emociones o trastornos.

Mientras que el psicólogo obsesionado con la ciencia da rienda suelta a su objetivismo y ejerce todo su poder-saber de experto sobre un enfermo al que ve como un manojo mudo e ignorante de elementos objetivos observables, el curandero mesoamericano les reconoce un saber al enfermo y a su trastorno. Sabe que tienen algo que decir y por eso los escucha. Se relaciona intersubjetivamente con ellos. Los trata como sujetos, como iguales, a través de un principio igualitario de intersubjetividad que los tojolabales de Chiapas expresan con una fórmula que repiten a menudo: lajan lajan aitik, estamos parejos, somos iguales.

El igualitarismo resulta indisociable de la representación mesoamericana de todos los seres humanos y no-humanos como componentes iguales, igualmente necesarios e importantes, de una gran totalidad comunitaria. Este holismo comunitarista es diametralmente opuesto al individualismo dominante en la modernidad europea-estadounidense, el cual, no hay que olvidarlo, subyace a la idea psicológica de lo psíquico, de lo mental o cognitivo, como algo estrictamente individual. Mientras que la psicología suele concentrarse en los problemas del individuo visto como un yo, los saberes ancestrales mesoamericanos resitúan a este individuo en su comunidad y lo reconocen como lo que es: un ser esencialmente comunitario al que los mayas denominan uinic, un ser que no puede reducirse a la mónada yoica, siendo más bien una red nosótrica, un nosotros que no por casualidad es el sujeto mesoamericano por excelencia, el que no deja de insistir cuando un indígena se expresa, como en el enfático ndoo mixteco de Oaxaca o como en el repetitivo tik tseltal y tsotsil de Chiapas.

Desde luego que hay un yo en Mesoamérica, pero es un yo consciente de pertenecer al nosotros de la comunidad que lo constituye por dentro. Esta conciencia tiene dos consecuencias que pueden ilustrarse con virtudes nahuas y contraponerse a tendencias ideológicas de la psicología. La primera consecuencia de la conciencia nosótrica es lo que se expresa con el ideal nahua de tlapalewilistli, consistente en una ayuda generosa basada en el amor desinteresado y en el desprendimiento de sí mismo, todo lo cual puede oponerse al asertivismo promovido por la práctica psicológica y manifestado en formas individualistas de exitismo y hedonismo. La psicología también se inclina ideológicamente a promover un posesivismo, un afán de poseer y poseerse a sí mismo al tomar control sobre su propia vida, que podemos contraponer a lo que se expresa con el otro ideal nahua del onen tacico, del vivir por vivir, sin otro fruto ni provecho que la vida misma. 

No aferrándonos a lo que nos distrae de la vida, podemos al fin relacionarnos directamente con la vida, pero también con la muerte que habita en el seno de la vida y que intentamos recubrir con lo que nos obstinamos en poseer. La conciencia de la vida en la muerte, conciencia de la que suele carecer la psicología en su vitalismo típicamente europeo-estadounidense, resulta bastante clara en los saberes ancestrales mesoamericanos, como podemos comprobarlo en la figura simbólica de malinalli, calavera de la que brota la hierba, signo de muerte y de vida. El sujeto mesoamericano sabe que sólo en la relación con su muerte individual puede vivir de verdad, pero es también porque sabe que la verdadera vida no es la suya individual, sino la nuestra comunitaria.

Comprobamos una vez más que el sujeto mesoamericano radica no tanto en el individuo, sino más bien en las relaciones e interacciones constitutivas de la comunidad. Esto puede apreciarse en las desconcertantes almas interactivas y relacionales que son el ool maya de Yucatán y la mintsita purépecha de Michoacán. Lo que descubrimos aquí es una subjetividad nosótrica reticular que se despliega exteriormente en el tejido comunitario, contrastando así con el objeto yoico monádico de la psicología europea-estadounidense que está encerrado en el supuesto mundo interior de cada individuo. Mientras que el interiorismo psicológico se imagina una interioridad psíquica o mental que puede mueblar y llenar a su antojo, los saberes ancestrales mesoamericanos prefieren atenerse a lo que se percibe en la exterioridad práctica y material de la comunidad con sus relaciones e interacciones, con sus palabras y sus gestos, con sus luchas y sus historias.

No es que los pueblos originarios de Mesoamérica ignoren o nieguen lo psíquico, lo mental o espiritual. Es más bien que no lo separan tajantemente de lo físico, de lo corporal y material. No recluyen el psiquismo en un interior herméticamente cerrado en relación con el exterior. No caen así en el dualismo constitutivo de la psicología, el que la hace distinguir su objeto de todo lo demás, recluyéndolo en el mundo interior, aislándolo del mundo exterior, desmaterializándolo y descorporizándolo. En lugar de estas visiones dualistas, los saberes ancestrales mesoamericanos ofrecen concepciones monistas como las del itonal de los nahuas, que es un alma corpórea, materializada en el cuerpo y en los actos del sujeto.

Los pueblos originarios de Mesoamérica saben que el alma tan sólo puede separarse del cuerpo a causa de un hecho traumático, un acontecimiento patógeno, como el llamado “susto” por el que muchos indígenas continúan enfermándose hoy en día. Un sujeto debe asustarse para que en él se dividan patológicamente el cuerpo y el alma, lo físico y lo psíquico, lo material y aquello espiritual que se condensa en el objeto de la psicología europea-estadounidense globalizada en la modernidad capitalista. Notemos que tal división patológica es nuestra condición moderna de homo psychologicus.

Tal vez nuestra condición dividida nos recuerde la de aquel a quien se le arranca su corazón en los sacrificios aztecas, pero al menos el sacrificado tuvo tiempo de conocer en vida la unidad fundamental entre lo corporal y lo anímico tal como se representa simbólicamente en el mismo corazón, yóllotl, que se le arranca. Esto es algo que nosotros no tenemos derecho a conocer. A nosotros no se nos arranca el corazón al morir, al terminar de vivir, sino al comenzar a vivir, al constituirnos como los sujetos descorazonados que somos.

Digamos que el ser que somos es un ser ya sacrificado: un ser cuyo sacrificio lo hace existir. Mi convicción es que podemos considerarlo un enfermo, desde el punto de vista mesoamericano, porque ha sido y sigue siendo incesantemente asustado por la modernidad capitalista que desgarra su alma del cuerpo a través de operaciones bien estudiadas por Marx, Engels, Kollontái, Freud, Breton, Crevel, Reich, Foucault y muchos otros, entre ellas la división manual/intelectual del trabajo, la represión moral de la sexualidad, la desexualización del amor, la desmaterialización del alma burguesa, la desespiritualización del cuerpo trabajador y la enajenación de un alma convertida en instrumento de poder sobre el cuerpo. Todo esto, el susto y su resultante división dualista, es precisamente lo que está en el origen de la psicología. No habría conocimiento psicológico sin un susto que produzca su objeto al separarlo de todo lo demás y al dejarlo vagando en la maleza ideológica de la psicología.

En su actual forma, el conocimiento psicológico está condenado a ser dualista por su propia definición, así como está condenado también a ser todo lo demás que hemos dicho. Las tendencias ideológicas a las que me he referido no son errores, desviaciones u obstáculos de la psicología, sino que son su propia forma de existencia. La psicología existe ideológicamente como producto cultural histórico de una modernidad capitalista que no deja de ser originariamente europea-estadounidense por el hecho de haberse globalizado a través del colonialismo y el neocolonialismo.

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