Tlacuache y yo

Presentación del libro Miseria del derecho: pensar de otro modo la liberación animal de Hilda Nely Lucano Ramírez en un evento organizado por el Comité de Resistencia contra la Psicologización, el miércoles 24 de septiembre de 2025, en la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, México.

David Pavón-Cuéllar

Hace unos dos meses, mientras caminaba en un jardín urbano de la Ciudad de México, escuché un sonido seco, semejante a nuestra onomatopeya para llamar la atención de alguien: la interjección “pst-pst” que utilizan a veces los hombres que acosan a las mujeres en las calles. Escuché una y otra vez “pst-pst-pst”, como si alguien estuviera llamándome. No soy mujer ni hermoso ni joven y el “pst” no venía acompañado por un “güerita” o “güerito” ni por ningún piropo del estilo “y bajaron los ángeles del cielo”. Sólo era un “pst-pst” que se repetía y que surgía entre las plantas.

No pude resistirme a resolver el misterio, así que me puse a husmear entre las plantas y finalmente me encontré una especie de larva diminuta de ratón, del tamaño de un pulgar, sin ojos ni orejas, inmóvil sobre la tierra y cubierto de hormigas que parecían disponerse a devorarlo. Junto a él había otro ser igual también hormigueante, pero ya muerto y alimentando a las hormigas. Para que el sobreviviente no terminara como su hermano, me apresuré a rescatarlo, a sacudirle sus hormigas y a limpiarlo con el auxilio de mi compañera. No tardamos en identificarlo como una cría de tlacuache, zarigüeya, Didelphis marsupialis, el único marsupial de México.

Hay que decir que mi compañera y yo no somos adeptos a los animales no humanos. En veinticinco años de vida en común, jamás hemos tenido un animal doméstico. Sabiendo además que el tlacuache es un animal no domesticable, nos apresuramos a llamar por teléfono a la PROFEPA, la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente, pero era viernes, ya iban a cerrar y no podrían acoger a la cría de tlacuache hasta después del fin de semana, cuando nosotros ya estaríamos en Morelia.

Nos trajimos entonces al tlacuache a Morelia y comenzamos a recibir consejos de un experto y de amigos sobre su complicada alimentación y su cuidado en casa. Nos recomendaron que lo cuidáramos y alimentáramos un tiempo, antes de entregarlo a la PROFEPA o a un colectivo, para aumentar sus probabilidades de supervivencia. El tlacuache abrió sus ojos, desplegó sus orejas, comenzó a agitarse todo el tiempo, triplicó su tamaño y sigue haciendo “pst-pst-pst”. Ahora es la principal ocupación y preocupación de nuestros días y noches.

Mi compañera y yo hemos descuidado un poco nuestras obligaciones cotidianas para entregarnos al asombro que nos provoca la agilidad acrobática del tlacuache, su desconcertante inteligencia y su enorme sensibilidad, su apego y al mismo tiempo su libertad inclaudicable. Siempre se obstina en hacer lo que desea, pero sin dejar de buscar nuestro contacto. Le gusta seguirnos y escapar, llamarnos y esconderse, y no deja de escrutarnos con la mirada. Lo que ahí vemos, en esas esferitas de obsidiana, es un enigma insondable que nos ve desde sus 60 millones de años de sabiduría acumulada que lo convierten en uno de los mamíferos más antiguos del planeta.

Mi relación con el tlacuache es el contacto más próximo que haya tenido con un animal. He cuidado, alimentado y a veces matado a cerdos, borregos, cabras, conejos, vacas y gallinas al pasar largas temporadas en comunidades indígenas y en una granja en la que trabajé un tiempo. Sin embargo, en cincuenta años de vida, nunca llegué a desarrollar un vínculo tan íntimo y profundo con un animal. Y justo ahora, cuando estoy obsesionado con el tlacuache y su animalidad, súbitamente se me da la ocasión de leer un libro como el que voy a comentar, Miseria del derecho: pensar de otro modo la liberación animal, de Hilda Nely Lucano Ramírez.

Me imagino que se me invitó a comentar este libro al considerar tres cosas que tengo en común con la autora y con su reflexión: mi perspectiva teórica marxista, mi posición práctica política anticapitalista y mi denuncia insistente de la responsabilidad del capitalismo en la devastación de nuestro planeta. Más allá de estas coincidencias, debo confesar desde ahora que no soy vegetariano y mucho menos vegano, lo cual, avergonzándome desde hace muchos años, es incongruente con mis ideas y hace que no sea la persona más autorizada para tratar estos asuntos. Quiero también confesar no solamente la escasez y estrechez de mis conocimientos en las áreas de la biología y el derecho, sino mi ignorancia casi completa sobre las innumerables investigaciones y discusiones en torno a la condición ontológica-jurídica de la animalidad, los derechos de los animales y el horizonte de su liberación como proyecto ético-político. Sólo conocía un poco, muy poco, el trabajo de Peter Singer y Jesús Mosterín, pero lo cierto es que el tema del que se ocupa Lucano me era prácticamente desconocido antes de leer su libro.

Es gracias a Lucano, con su guía y de su mano, que he realizado mi descubrimiento y exploración del campo del derecho animal. Casi todo lo que sé ahora sobre el tema se lo debo al excelente libro de Lucano. He comprobado así, en mi experiencia propia, que este libro es perfecto como introducción para quienes desconozcan todo o casi todo sobre el tema, como era mi caso. A ellos ya puedo recomendarles el libro, esperando que les sirva tanto como a mí para empezar a pensar en las espinosas cuestiones filosóficas, éticas, políticas, económicas y jurídicas implicadas en el derecho animal.

Para ponernos a pensar, Lucano recapitula varios siglos de reflexión humana sobre los “animales no humanos”, como los llama ella y como yo los denominaré en lo sucesivo. Esta denominación quizás nos asuste o nos desconcierte porque nos recuerda lo que intentamos olvidar por todos los medios: que nosotros los humanos también somos animales, que tenemos la animalidad en común con los demás animales, que no diferimos de ellos en el plano genérico animal, sino en el específico por el que hay diversas especies animales, entre ellas la del tlacuache, la del Didelphis marsupialis, y la del humano, la del Homo sapiens. Lucano sabe cómo ponernos al tlacuache y a mí en pie de igualdad al hacer que me reconozca yo animal como el tlacuache, pero él no-humano, sino tlacuache, y yo no-tlacuache, sino humano, cada uno con sus capacidades propias: yo con mi racionalidad crítica y él con su relación armoniosa con su entorno, su talento como actor, su cola prensil y su resistencia contra venenos de arañas y alacranes, por mencionar sólo algunas de sus virtudes, pues tiene muchas más, evidentemente muchas más que yo como humano.

Mi obsesión por el tlacuache me hizo pensar en él, como representante de toda la animalidad no humana, mientras leía el libro de Lucano y su ya mencionado resumen de la historia de la reflexión humana sobre los animales no humanos. Leyendo a Lucano, me enteré con sorpresa y con cierta vergüenza de que muchos grandes filósofos y pensadores, incluso algunos a los que había leído y a los que yo creía conocer bien, habían defendido la condición y el derecho de los animales, sin que yo supiera nada al respecto. Lucano revisa puntualmente las observaciones y los argumentos de Plutarco, Porfirio de Tiro, Michel de Montaigne, Voltaire, Condillac, David Hume, Jeremy Bentham, Henry David Thoreau, Max Horkheimer y Theodor Adorno y Martha Nussbaum, entre otros. Estos pensadores cuestionaron, cada uno a su modo, lo que Lucano llama “humanocentrismo” que nos hace a los humanos considerarnos los únicos sujetos con derechos, objetivar a los demás seres, creernos el centro de la naturaleza e imaginar que los animales tan sólo existen para girar en torno a nosotros, para ser apropiados por nosotros, para servirnos, acompañarnos y alimentarnos. 

Hay que tener claro que el humanocentrismo no sólo tiene expresiones despiadadas, crudas y siniestras, sino que puede también adoptar formas suaves e incluso empáticas hacia el sufrimiento de los animales. Es el caso de lo que Lucano llama bienestarismo, en el que se busca cierto bienestar para los animales, reconociéndolos como sintientes e intentando atenuar su dolor y sufrimiento, pero sin dejar de considerarlos propiedades y recursos explotables y sacrificables. Para pensar en esta cuestión y en otras más, la reflexión de los mencionados pensadores clásicos ya no es suficiente para Lucano, quien debe aportar sus propias ideas que a veces fundamenta en las de múltiples autores actuales a los que yo no conocía, entre ellos Jorge Riechmann, Jean-Marie Schaeffer, Henry Salt, Carol Adams y Josephine Donovan, por mencionar algunos de los que me parecieron más llamativos.

Entre las referencias que llamaron mi atención, hay una a César Nava Escudero, que publicó un librito en la UNAM sobre los derechos de tlacuaches y cacomixtles en contraposición a los derechos de perros y gatos en la reserva ecológica del Pedregal de San Ángel al sur de la Ciudad de México. No leí este librito, pero su título, su referencia explícita a los derechos de los tlacuaches y lo que Lucano dice al respecto me hicieron pensar en la condición de mi tlacuache quizás no como persona en el sentido estricto del término, pero tampoco definitivamente como cosa ni como objeto, sino como sujeto, como un sujeto jurídico, sujeto de derecho, sujeto con derechos. Esta condición de mi tlacuache implica fundamentalmente que yo tenga obligaciones hacia él, como lo entendí gracias a Lucano y a su interpretación de la teoría positivista del derecho de Hans Kelsen, quien separa el derecho de la moral, de la sociología y de la política, y lo hace consistir en el plano de las normas que plantean obligaciones para quien las respeta.

Mis primeras obligaciones con el tlacuache podrían corresponder a los preceptos que el jurista romano Domicio Ulpiano puso en el centro de su derecho natural: vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo suyo. Siguiendo a Lucano al aplicarme tales preceptos en la relación con mi tlacuache, diría que el derecho del tlacuache es que yo me obligue, al relacionarme con él, a no dañarlo y a darle lo suyo: no dañarlo al no intoxicarlo ni enfermarlo al alimentarlo inadecuadamente, pero también darle lo suyo al darle su alimento, el que le corresponde, así como también finalmente al darle su libertad, permitiéndole volver a su medio natural en el que tendrá la ocasión de realizar plenamente sus capacidades y posibilidades existenciales. Esta liberación final es indispensable, pues mi tlacuache, como animal salvaje, no es verdaderamente “mi” tlacuache, como lo describo injustamente, ni tampoco nuestro, de mi compañera y mío, sino que se pertenece a él mismo y tiene derecho a su estilo de vida en libertad, un derecho que debe anteponerse a nuestro deseo de retenerlo.

El deseo de retener un animal salvaje y su representación como algo mío o nuestro, que nos pertenece, nos conduce al que yo considero que es el punto medular del libro de Lucano, punto por el que me gustaría terminar. Este punto es un aspecto del humanocentrismo al que ya me referí: la relación apropiativa y objetivante que yo puedo establecer con mi tlacuache y que los humanos establecen con todos los animales no humanos del planeta. En esta relación, los animales no-humanos están ahí para nosotros: los perros y gatos para acompañarnos y jugar con nosotros, las vacas y cerdos para alimentarnos, las gallinas y codornices para darnos huevos, las jirafas y los elefantes para ofrecerse a nuestra contemplación en los zoológicos, etc. En todos los casos, olvidamos que los animales no-humanos estaban aquí antes de nosotros, que tienen sus propias razones para vivir, que son sujetos al igual que nosotros, y los reducimos a objetos con un valor de uso para nosotros, para ser usado por nosotros, explotado por nosotros.

Además del valor de uso, los animales no-humanos adquieren un valor de cambio expresado en el precio al que se compran y se venden, un valor que se vuelve cada vez más importante en el capitalismo, hasta el punto de anteponerse al valor de uso. Esto se traduce, por ejemplo, en la engorda artificial de ganado que no solamente lo enferma, sino que aumenta su valor de cambio lucrativo a expensas de su valor de uso nutritivo para el ser humano. Es así en detrimento de los animales no-humanos e incluso de los animales humanos que el capitalismo convierte a los primeros en mercancías con un valor de cambio y un valor de uso, mercancías con las que se comercia y se especula para engrosar al capital.

El sistema capitalista, como bien lo muestra Lucano en su libro, agrava e intensifica la objetivación, la cosificación y la mercantilización de los animales no-humanos. Se estima que diariamente, cada 24 horas, matamos a casi un millón de vacas y aproximadamente 200 millones de pollos que tuvieron antes una existencia miserable llena de sufrimientos. Podríamos argumentar con cierto cinismo que esta hecatombe es en beneficio de la humanidad, pero no debemos engañarnos, pues la explotación masiva de los animales no-humanos es sobre todo en beneficio del capital, específicamente del capital de la industria cárnica, y en realidad, como Lucano lo subraya, está contribuyendo a la destrucción de la biósfera que los humanos requieren para sobrevivir.

Lo cierto es que tanto los animales humanos como los no-humanos estamos siendo víctimas del sistema capitalista. Este capital está objetivando, cosificando y mercantilizando no sólo a los animales no-humanos, sino también a los animales humanos. Somos cada vez más los objetos del capital que se impone cada vez más como el único sujeto al que todo lo demás debe quedar subordinado.

Así como el capital del sector cárnico está sacrificando a cientos de millones de animales diariamente, de igual modo el capital de sectores como el militar, el de construcción, el turístico y el inmobiliario está valiéndose del gobierno criminal sionista de Israel para sacrificar a decenas de miles de palestinos. Tanto los palestinos como los animales no-humanos pueden ser inmolados y desechados porque no son reconocidos como los sujetos que son, sino que son reducidos a objetos del capital. No hay que olvidar que esta misma objetivación es la que opera a través de la psicología, la cual, aunque ciertamente no esté exterminándonos como sujetos, sí que nos convierte en objetos y neutraliza nuestra subjetividad, neutralizando así el principal obstáculo ético, político y jurídico para explotarnos y sacrificarnos en el enorme rastro capitalista en el que el capital devora nuestras vidas.

Una vez que somos objetos como los de la psicología o el capital, basta encontrar una buena excusa ideológica para exterminarnos como a los palestinos o a los animales no-humanos. Estas excusas no son difíciles de encontrar. Encontrarlas forma parte de las pericias desarrolladas por ideólogos y políticos profesionales del capital como Trump o Netanyahu.

Para quienes piensan lo que el capital pensaría si pensara, no hay ninguna diferencia entre un objeto vacuno y uno humano, ya sea un inmigrante mexicano para Trump o un indígena palestino para Netanyahu. Este desprecio por los animales humanos que somos no debería llevarnos a insistir en lo que nos distingue de los animales no-humanos, sino más bien reconocer lo que nos une a ellos, la condición de sujetos que tenemos en común con ellos y que puede ser desconocida para sacrificarnos a nosotros al igual que a ellos. El desconocimiento de nuestra condición de sujetos es una constante en el capitalismo para el que no hay más sujeto que el capital y quienes lo personifican porque imaginan poseerlo cuando son poseídos por él.

En contraste con la objetivación de todos los sujetos en la modernidad occidental capitalista, podemos descubrir una subjetivación de todo lo existente en culturas como las originarias mesoamericanas. Esta subjetivación generalizada, a veces desdeñada por los antropólogos como una forma de animismo, es la que les permite aún a muchos indígenas establecer vínculos intersubjetivos con los demás animales, con los vegetales e incluso con los minerales de la tierra. Mi convicción es que sólo una intersubjetividad semejante podrá parar la devastación del planeta y asegurarnos contra la aniquilación final de la humanidad, lo que requiere primeramente ver a los otros seres como nuestros semejantes, como sujetos con derechos y que nos imponen obligaciones. Esto es fácil cuando miramos a ojos de obsidiana como los de un tlacuache que no es tan mío como yo quisiera, pero se vuelve más difícil cuando se trata de un árbol que no parece tener ojos, pero que ahí está, estupefacto, justo antes de ser cortado para impedirle que siga asegurando generosamente nuestra subsistencia en la tierra.

Muerte en Palestina: ecocidio además de genocidio

Artículo publicado el 14 de julio de 2024 por La Haine y el 18 de agosto del mismo año en El Ciudadano. El texto amplía y profundiza una charla ofrecida en el marco de un evento organizado por el Colectivo de Solidaridad con Palestina en Michoacán.

David Pavón-Cuéllar

¿Hacer florecer el desierto?

Se cuenta que Palestina era un pedregal seco, árido, estéril y desolado, hasta que llegaron los israelíes. Ellos, con su genio y con su esfuerzo, habrían cumplido la profecía de Isaías al hacer que el desierto reverdeciera, floreciera y diera frutos. Ellos habrían convertido una tierra ingrata en un paraíso terrenal, en un edén bíblico, en un vergel.

En realidad, antes de la proclamación de Israel en 1948, Palestina ya era un vergel en el que abundaban los huertos con vides, higueras, palmeras datileras, berenjenas, melocotoneros, albaricoqueros, limones y naranjos como los de Jaffa. También había manantiales y tierras de pastoreo, así como una plétora de almendros, algarrobos, imponentes robles y viejos olivos. Por entre los árboles y los arbustos, asomaban unas mil trescientas aldeas y pequeñas poblaciones, cada una subsistiendo con humildad, a su ritmo, de modo sustentable, en armonía con la naturaleza. Esta armonía, preservada cuidadosamente desde hacía miles de años, desapareció de pronto con el advenimiento del ente político israelí, el cual, desencadenando una rápida y profunda modificación del territorio, lo sumió en un caos medioambiental que se ha ido agravando en los últimos años.

Desde el año 2000, los desequilibrios ecológicos de lo que fuera Palestina se han vuelto insostenibles, pero el Estado Israelí, en lugar de intentar atenuarlos o contrarrestarlos, ha permitido y a veces promovido que se profundicen y agudicen. El actual aparato colonial de Israel ha incrementado no sólo el número anual de civiles palestinos a los que asesina, sino también el ritmo al que tala, quema o arranca los árboles que les pertenecían, que demostraban su vínculo ancestral con el territorio y que aseguraban una relación milenaria equilibrada con el medio ambiente. Hemos visto esfumarse así, en poco más de veinte años, tres millones de frutales, más de un millón de olivos cultivados y ochocientos mil olivos nativos de Cisjordania, muchos de ellos ya centenarios.

La destrucción de los olivares palestinos constituye no sólo una catástrofe real biológica para el planeta, sino un gesto simbólico altamente significativo y con un gran alcance jurídico, político e histórico. Según el Código Otomano de 1858 que el Estado Israelí se comprometió a respetar, los olivos garantizan la propiedad legal de la tierra para quienes los plantaron, de modo que arrancarlos es una condición para despojar de las tierras a sus propietarios. Por otro lado, el olivo es el símbolo por excelencia de aquello que ha posibilitado la supervivencia de los palestinos, lo sintetizado por la expresión árabe sumud, la fuerza y la firmeza, la constancia y la perseverancia, la solidez y la tenacidad, la obstinación y la entereza. Los palestinos han logrado sobrevivir inexplicablemente a pesar de la miseria, los despojos, la persecución, el éxodo, las bombas y las demás violencias infligidas por el aparato colonial de Israel, tal como sus olivos consiguen sobreponerse, de modo también inexplicable, a la pobreza del suelo, el sol ardiente, la sequía persistente y las demás inclemencias del tiempo. Al derribar cada olivo, los colonos israelíes pretenden exhibir simbólicamente su capacidad para vencer aquello palestino que se obstina en resistir, en luchar, en vivir.

¿El capital o la vida?

Es a costa de la vida que Israel existe según su modo peculiar de existencia. Desde luego que podría existir de otro modo, pero es así como existe, quizás a causa de la persistente influencia de la derecha sionista entre los colonos y en la cúpula gubernamental. Sea cual sea la razón, el caso es que la reproducción del ente socioeconómico e ideológico-político israelí parece presuponer la neutralización de la vida humana de los palestinos, pero también de la vida no-humana de muchos animales y vegetales, como las cabras y los olivos, que están inextricablemente entrelazados con sus propietarios. El entrelazamiento se pone en evidencia con las industrias israelíes contaminantes que son genocidas por lo mismo que son ecocidas.

Un buen ejemplo es el de la fábrica Geshuri de pesticidas y fertilizantes: una fábrica tan perjudicial para su entorno que los habitantes de Kfar Saba en Israel ganaron un proceso judicial para que saliera definitivamente de sus tierras. ¿Qué mejor entonces que instalarla, con incentivos fiscales de Israel, en el territorio palestino de Cisjordania? Es ahí donde la fábrica opera desde 1987, dañando los cítricos y los viñedos, así como enfermando a los habitantes de aldeas como la de Tulkarem. Lo mismo sucede en otros poblados palestinos, como el de Bruqin, donde la zona industrial israelí de Barqan ha trastornado los cromosomas y el ADN de los habitantes, matándolos de cáncer y de otras enfermedades graves, eliminándolos incluso en los vientres de sus madres al provocar abortos espontáneos. Estos efectos son análogos a los que tienen las inmensas descargas de basura israelí en territorios palestinos, descargas que incluyen desechos contaminantes, a veces patógenos e incluso letales.

Resulta revelador que Palestina se haya convertido en el basurero de Israel, en su vertedero de residuos tóxicos, en el destino preferido para desterrar industrias venenosas. Con todo esto podría estarse corroborando lo que ciertos israelíes, no todos y tal vez ni siquiera mayoritarios, desean para los palestinos: intoxicarlos, envenenarlos, darles muerte. Además de un deseo, los mismos israelíes quizás estén delatando aquí metonímicamente su representación de los palestinos como desechos, como basura, como algo tóxico y venenoso.

Hay israelíes que parecen representarse a los palestinos como algo de lo que hay que deshacerse, como un obstáculo que debe superarse, como un problema que ha de solucionarse. Al igual que el problema judío en la Alemania de los nazis, el problema palestino en el Israel de los sionistas exige una “solución final”, como lo ha advertido Raz Segal, un destacado estudioso judío israelí especializado en el holocausto. ¿Y si esta solución final fuera lo que se va esbozando en los últimos nueve meses de bombardeos en Gaza?

Los recientes bombardeos, con los que se han lanzado ni más ni menos que cincuenta mil bombas altamente contaminantes, podrían convertir la Franja de Gaza en una zona inhabitable. De lo que se trataría, en efecto, es de transformar la región en “un lugar donde ningún ser humano pueda existir”, según lo que ha confesado Giora Eiland, exjefe del Consejo de Seguridad Nacional Israelí. Esta confesión equivale al reconocimiento de que el objetivo de Israel es vaciar por siempre a Gaza de sus habitantes.

Aparentemente, para deshacerse de los palestinos, ya no basta con desalojarlos de sus tierras y desvincularlos de ellas al arrancar sus olivos, sino que se necesita destruir las mismas tierras, quemarlas y envenenarlas, volviéndolas inhóspitas. Esto no impedirá, sino que facilitará, que la economía israelí se beneficie con la extracción de los miles de millones de dólares de gas natural que yacen en el subsuelo de Gaza. De ser así, algo tan inerte como el capital concentrado y acumulado en Israel suplantará una vez más la profusión de vida humana y no-humana de Palestina, pero antes habrá que deshacerse de esta vida con el fuego de las bombas y con el veneno de sus restos químicos.

Infiernos terrenales y paraísos artificiales

Lo que ha creado el aparato colonial israelí son infiernos y no paraísos terrenales, vertederos y no edenes bíblicos, fosas comunes y no lugares habitables, desiertos donde hubo antes vergeles y no vergeles donde el desierto reverdecería, florecería y fructificaría. No se ha hecho brotar lo vivo de lo muerto, sino que se ha dado muerte a la vida que rebosaba por todos lados. He aquí lo que han hecho algunos israelíes, algunos y no todos, con la tierra con la que pretenden tener un vínculo privilegiado. Si la tierra les fue verdaderamente prometida y concedida, ¿fue para que la destruyeran como lo están haciendo? ¿Acaso esta destrucción forma parte de la promesa que hoy se hace llamar “Israel”?

Quizás el nombre de “Israel” se asocie hoy en día simbólicamente con admirables proezas económicas y tecnológicas, pero designa también con seguridad la expoliación y exterminación del pueblo palestino, así como la devastación de la tierra de lo que fue alguna vez realmente Israel. Ha sido al destruir lo terrenal, volviéndolo infernal, como los israelíes han creído construir su paraíso terrenal. Es verdad que han acondicionado por ahí algunos ambientes pretendidamente paradisiacos, pero no han sido más que espejismos, paraísos artificiales tan ilusorios como lo son los fraccionamientos de lujo y los centros comerciales al estilo estadounidense. También es verdad que Israel ha creado algunos vergeles igualmente artificiales que no existían, pero ha sido generalmente a costa del medio ambiente, a través del peor tipo de monocultivos y agroindustria.

Israel ha terminado convirtiéndose, de hecho, en líder mundial en el uso de agrotóxicos. Han bastado unas cuantas décadas para que los fertilizantes y pesticidas israelíes arruinen las tierras arrebatadas a los palestinos en las que se cultivaba de modo limpio, sano y sustentable durante varios miles de años. Es lo mismo que ha ocurrido con fuentes milenarias de agua como el Río Jordán, las cuales, además de convertirse en alcantarillas, han ido agotándose por efecto de la agricultura intensiva y las diversas actividades industriales de Israel. Estas actividades están secando también el Mar Muerto del que se extraen agua y minerales. No hace falta decir que semejantes crímenes medioambientales no son únicamente contra Palestina, sino contra el conjunto de la humanidad. Además, en su aspecto simbólico, los mismos crímenes contra sitios bíblicos tan importantes como el Mar Muerto y el Río Jordán, considerados sagrados por muchos creyentes, podrían interpretarse como atentados contra la misma civilización cristiana occidental que no deja de brindar su apoyo incondicional a Israel.

En cuanto a los acuíferos, primero fueron confiscados a los palestinos, luego han sido sobreexplotados por los israelíes y finalmente se han ido secando a causa de la sobreexplotación. Lo mismo sucede con muchos manantiales. El agua que Israel absorbe de modo ansioso e insaciable no proviene tan sólo de las tierras que se ha ido apropiando, sino también de los cada vez más estrechos territorios que ha dejado a los palestinos. El 91 por ciento de los recursos hídricos de Cisjordania, por ejemplo, son expropiados para uso de los colonos de Israel. A fin de cuentas, mientras que un israelí consume en promedio unos 300 litros diarios de agua, cada palestino debe arreglárselas con un consumo que oscila entre 20 y 80 litros diarios.

El agotamiento del agua es correlativo de la devastación israelí de los territorios palestinos. Los desiertos y los escombros avanzan ahí donde antes podían verse huertos y pequeños pueblos respetuosos de la naturaleza. Mientras tanto, en las amplias regiones ocupadas por Israel, el asfalto de las carreteras y de los estacionamientos aplasta y sofoca tierras donde antes hubo arroyos y piedras cubiertas de líquenes, cabras y pastores, lagartos y pequeños mamíferos, así como los más diversos árboles y arbustos.

En el mejor de los casos, ahí donde antes crecían robles, algarrobos, olivos y otros árboles autóctonos cuyas hojas abonaban el suelo, aparecieron súbitamente monótonos bosques artificiales de pinos, como el de Yatir, con los que se ha intentado complacer la occidental u occidentalizada mirada israelí con un inverosímil entorno europeo en Medio Oriente. Desgraciadamente, además de ser una evidencia fehaciente de la inadecuación cultural-histórica entre el aparato colonial de Israel y el territorio que se adjudica, esos pinos provocan un irreparable daño ambiental al envenenar la tierra con sus hojas ácidas, al no dar alimento a la fauna de la región, al impedir el crecimiento de la maleza y al incendiarse constantemente con sus resinas inflamables. Por si fuera poco, la creación de los tóxicos bosques artificiales israelíes ha servido como justificación para confiscar tierras y desalojar a los habitantes originales que vivían de modo verdaderamente armonioso con la naturaleza.

Los pinos crecen ahora sobre los escombros de las antiguas casas de los palestinos y de otros habitantes originarios, como los mil beduinos árabes que vivían en los pueblos de Néguev, Atir y Umm al-Hiran hasta que fueron desalojados en 2015 para ampliar el bosque de Yatir y de paso construir la ciudad israelí de Hiran. A veces, de hecho, los bosques no han sido más que una justificación engañosa, como en Belén, donde se expulsó a la población palestina de la montaña de Abu Ghuneim para crear ahí una gran área verde que finalmente acogió el asentamiento israelí de Har Homa. En este último caso, los palestinos fueron desalojados con el pretexto de plantar árboles, pero el verdadero propósito fue claramente el de sembrar a colonos israelíes en agradables zonas arboladas.

Lluvia de fuego y calentamiento climático

Quizás haya quien se consuele al pensar que las coníferas de Israel servirán al menos para atenuar el calentamiento climático, pero es todo lo contrario. Al ser vistos desde el espacio, los bosques de pino creados por los israelíes aparecen como pequeñas manchas oscuras, las cuales, por su oscuridad, no reflejan los rayos solares y por consiguiente retienen en la tierra más radiación del sol, más calor, que los claros paisajes preservados por los palestinos. En comparación con estos paisajes, los bosques artificiales de Israel tienen un efecto agravante para el calentamiento global que es considerablemente mayor que su efecto atenuante por la absorción de bióxido de carbono, como lo han demostrado Eyal Rotenberg y Dan Yakir, mediante cálculos bastante precisos, en un artículo publicado en Science.

Israel no sólo calienta el planeta con sus aberrantes bosques de pino, sino también con su devastación de la flora nativa, con sus altos niveles de consumo, con el asfalto de sus autopistas y de sus estacionamientos, con sus industrias y también evidentemente con sus infames actividades militares, como sus actuales bombardeos contra la Franja de Gaza. Estos bombardeos, además de acabar con decenas de miles de vidas palestinas y de paso envenenar la tierra de modo irreversible, han generado, tan sólo entre octubre de 2023 y febrero de 2024, aproximadamente medio millón de toneladas de bióxido de carbono, que es lo equivalente a las emisiones anuales de gases de efecto invernadero de más de 26 países de los más vulnerables al cambio climático. Por lo tanto, en lo que se refiere al calentamiento global con sus consecuencias catastróficas para la humanidad y para la naturaleza, el Estado Israelí tiene también una parte importante de responsabilidad.

Con sus bombardeos y sus demás actos ecocidas, el aparato colonial de Israel no sólo ha convertido a Palestina en un infierno, sino que está contribuyendo, mediante su importante aporte al cambio climático, a que nuestro planeta entero se convierta en el mismo infierno terrenal. Este infierno es una realidad tras la ilusión del paraíso terrenal en el que el Estado Israelí pretendía convertir el desierto. Ningún desierto reverdece ni florece al regarlo con una lluvia de fuego.

Calentador capitalista, calentamiento global y sensación de calor

David Pavón-Cuéllar

Para llegar al meollo del problema, debemos ir más allá de las apariencias y de sus tautologías. El insoportable calor que sentimos es no sólo una sensación térmica, sino una experiencia directa de la combustión del planeta devorado por el sistema capitalista con su lógica de sobreconsumo, sobreproducción y sobreexplotación de los recursos naturales. Esta lógica del capitalismo es la misma que disipa nubes, contamina mares, extingue especies, erosiona suelos, arrasa bosques y seca manantiales, ríos y lagos. La naturaleza es devastada por el mismo capital que nos está sofocando al incrementar las temperaturas.

El calentamiento climático y el colapso ambiental son correlativos de la concentración y acumulación del capital. No es casualidad que las fortunas de los más ricos del mundo aumenten en la misma proporción que la temperatura. Tampoco es casual que la devastación planetaria se esté agudizando exponencialmente como la desigualdad social. En ambos casos, vemos cómo el capitalismo gana terreno sobre la naturaleza y sobre la humanidad.

Si la deforestación y la sequía nos inquietan, inquietémonos por el sistema capitalista que seca y deforesta. Lamentémonos por el capitalismo en lugar de seguir entonando repetitivos y tediosos lamentos por el calor. Si detestamos a los aguacateros y a los funcionarios que los protegen, detestémoslos como lo que son, como siniestras personificaciones del vampiro del capital que vive de succionar todo lo vivo para convertirlo en más y más dinero muerto.