
Presentación de Psicoanálisis y colonialidad: hacia una inflexión anticolonial de la herencia freudiana (Ciudad de México, Fontamara, 2024), el miércoles 30 de abril de 2025 en la Universidad del Claustro de Sor Juana, Ciudad de México
David Pavón-Cuéllar
Ausencia del yo
El último lunes volví a desconcertarme ante una situación en la que me encuentro constantemente en mis frecuentes interacciones con personas provenientes de comunidades indígenas. Charlando con un colega purépecha, no lo escuché identificarse una sola vez con él mismo como individuo, sino siempre con su pueblo, con su comunidad, con su familia y con su pareja. Se expresaba entonces únicamente en la primera persona del plural. Mientras que el “nosotros” aparecía una y otra vez en su palabra, no recuerdo que pronunciara el “yo” una sola vez durante la hora que duró nuestra charla.
El yo ausente en la palabra de mi colega remite al sujeto individualizado, el sujeto identificado con el individuo, que es el único sujeto existente para la psicología individualista dominante, la moderna europea-estadounidense, la generalmente estudiada en todo el mundo. Habría entonces que sospechar, al menos sospechar, que esta psicología no es aplicable a mi colega indígena, al menos en el momento en que este colega está designándose y presentándose como “nosotros” y no como “yo”.
La ausencia del yo como sujeto de la psicología dominante podría confirmar lo que afirmamos y reafirmamos insistentemente en el psicoanálisis: que el yo psicológico no abarca todo lo que es el sujeto, que el sujeto resulta irreductible a su yo, que el yo es la objetivación de un sujeto que lo desafía, lo trasciende y lo contradice. ¿Deberíamos concluir entonces que el saber teórico metapsicológico psicoanalítico, a diferencia del psicológico dominante, sí puede aplicarse al “nosotros” de mi colega indígena? Quienes más confíen en la herencia freudiana dirán que sí: que el “nosotros” puede concebirse con la teoría social de Freud, con su psicología de las masas, en la que aparecería como una fraternidad resultante reactivamente de la rivalidad y como una suma de sujetos que se identifican en su yo porque han puesto a un líder en la posición de su ideal. Sin embargo, si pensamos así el nosotros, lo estaremos reduciendo metapsicológicamente a su constitución yoica individual o en el mejor de los casos transindividual, tal como lo hace la psicología individualista dominante cuando intenta en vano ser una psicología social.
Colonización del nosotros
Mi convicción es que ni la psicología ni la metapsicología freudiana permiten sondear lo que está en juego en el “nosotros” de mi colega indígena. Este nosotros, a mi juicio, no puede elucidarse a través de un análisis del yo como el psicológico o el metapsicológico freudiano. Al elucidarlo así, lo estamos colonizando, impidiéndonos pensar mucho de aquello que designa.
Lo designado por el nosotros de mi colega incluye todo lo que atañe a un sujeto comunitario, no individualizable, y a sus diversas experiencias, entre ellas la experiencia histórica de la colonialidad. Aunque esta experiencia pueda ser también mía o de usted, es fundamentalmente nuestra, de nosotros. Aquí el problema es que el nosotros de nuestra experiencia colonial puede ser disuelto por efecto de la misma experiencia. Esto explica en parte, sólo en parte, que para muchos de nosotros, para casi todos nosotros, no sea nada fácil tomar conciencia de lo que el colonialismo nos ha hecho colectivamente.
Algo que nos distingue a los no-indígenas de los indígenas es que nosotros, los no-indígenas, tendemos a ser borrados por la misma experiencia colonial que nos da origen y en la que deberíamos pensar para comprendernos al comprender nuestro origen. Deberíamos pensar en ella, pero no podemos hacerlo precisamente a causa de ella, pues ella nos impide ser lo que podría pensar en ella. Caemos así en el abismo de un cogito materialista histórico negativo en el que no somos, luego no pensamos, no podemos pensar.
Pensar en lo que ha sido nuestra experiencia colonial exige de nosotros que encontremos la forma de recobrarnos al recobrar a un sujeto de pensamiento, el nosotros, que no tiene cabida ni en la psicología ni en el psicoanálisis. Este sujeto es el que anteayer hablaba por la boca de mi colega purépecha. Reflexionando sobre él después de nuestra charla, decidí que intentaría darle voz al abordar hoy, durante esta presentación, la colonialidad y su relación con el psicoanálisis. El giro anticolonial de la herencia freudiana exige considerar a ese nosotros, contar con él, escucharlo al escuchar como el psicoanálisis nos ha enseñado a escuchar, escuchando al sujeto de nuestra enunciación y no sólo al enunciado.
Escuchar el mestizaje simbólico
Escucharnos como sujetos de la enunciación es escuchar nuestro mestizaje. Escuchándolo, ¿qué escuchamos? Escuchamos a un ser mestizo que radica en lo audible y no en lo visible, no en el color de la piel, no en los rasgos del rostro ni en los demás aspectos de lo racialmente mezclado que pueda ser cada organismo. Lo que nos habla cuando nos escuchamos no es entonces lo real imaginarizado, lo fenotípicamente híbrido, sino lo culturalmente compuesto, lo simbólicamente mestizo.
Es en los símbolos, en los significantes, en los que resuena lo que somos en tanto que mestizos. Lo importante aquí es que nuestro mestizaje simbólico, a diferencia de la imaginarización de lo real de la mezcla biológica, se distingue por ser como en Guillermo Bonfil Batalla y no como en José Vasconcelos: no agregativo ni sintético, sino contradictorio y conflictivo, divisivo y desgarrador.
No es tan sólo que simultáneamente despreciemos y admiremos a los pueblos originarios tal como desdeñamos y enaltecemos a los europeos, menospreciándolos y envidiándolos, odiándolos y amándolos. No se trata únicamente de ambivalencia. El asunto es no sólo afectivo, experiencial y psicológico, sino existencial y ontológico. El asunto, en otras palabras, es que somos y no somos europeos. El asunto es que, aunque hayamos dejado ya de ser indígenas, de algún modo seguimos todavía siendo indígenas.
Tenemos aún algo de indígenas. Ellos viven aún a través de nosotros, como lo que somos al ser nosotros, en lo que decimos al darnos voz. Hay algo que sigue hablando en lo que hablamos, insistiendo en expresarse a través de nuestra palabra, que es lo indígena que somos. Por más indígena que sea, esto que somos no deja por ello de presuponer la irreversible colonización, ya que es como indígenas que estamos colonizados, que somos los colonizados y no solamente los colonizadores, que padecemos la colonización y no sólo nos desempeñamos como sus agentes.
Colonización como psicologización
Como indígenas que aún somos, la colonialidad es algo que nos aprisiona desde el siglo XVI. Primero fue una prisión a la que se nos condenó, en la que se nos encerró a pesar de nosotros mismos, en la que se nos obligó a entrar contra nuestro deseo, pero luego nuestro deseo fue alienado cuando la prisión pasó a ser la matriz en la que nos engendramos y por la que hemos sido moldeados, adquiriendo su forma. Con el paso de los siglos, los barrotes de la prisión fueron hundiéndose dentro de nuestro ser, deformándolo, reformándolo, reconformándolo, pero también torciéndose y anudándose en lo que somos.
Nos hemos ido convirtiendo en la cárcel colonial. Esta cárcel es el alma de cada uno, la prisión de su cuerpo, como en Michel Foucault. Sin embargo, en la experiencia colonial, se trata de un alma individual ideológica europea que se abstrae de la totalidad material indígena, del cuerpo y del mundo, con el fin de aprisionarla en la experiencia de un individuo psicológico. Este individuo es un producto del colonialismo.
La colonización es también una psicologización, la cual, a su vez, nos fragmenta en las partículas individuales recluidas en el yo de cada uno. El psiquismo individualizado, el alma o ánima de los clérigos del siglo XVI, viene a sustituir entidades indígenas anímicas y corporales, comunitarias y mundanas, como el teyolia nahua en el que se condensa todo lo espiritual, animal, vegetal y mineral que existe en el universo. Este poderoso ente, conjugado como nosotros, estalla para dar lugar a cada yo, a cada trozo individual impotente ante los colonizadores.
Edipo colonial
La colonización comienza por la constitución de un objeto colonizable, el objeto de la psicología, el yo. Siendo ese yo, somos fruto y evidencia del éxito de la colonización, pero no dejamos por ello de ser también un resto del nosotros que fuimos, un rastro del nosotros que añoramos, una suerte de residuo reprimido que suele exteriorizarse de forma sintomática. Podemos remontarnos a ese nosotros al recordarnos como aún lo hacíamos en ese genial retorno de lo reprimido que fue el psicoanálisis del mexicano de Jorge Carrión, Santiago Ramírez y Francisco González Pineda, entre muchos otros.
Recordemos al menos algo de lo que aquellos psicoanalistas nos recordaban al recordarnos, al recordarnos como nosotros, como los sujetos colonizados que somos. Como tales, en el revelador mito de nuestro origen, seríamos hijos de una madre indígena violada por el conquistador, por nuestro padre español, europeo. Las figuras paterna y materna de la triada edípica estarían aquí sobredeterminadas por sus posiciones culturales e históricas.
Lo conquistador, europeo y blanco, habitaría inconscientemente en lo masculino y lo paterno, mientras que lo conquistado, indígena y mesoamericano, constituiría también de modo inconsciente lo femenino y lo materno. Tendríamos aquí una ecuación interseccional con la que se agravarían exponencialmente las opresiones colonial y patriarcal: una mujer sería oprimida no sólo patriarcalmente en tanto que mujer y por su vínculo con lo materno, sino colonialmente en tanto que reminiscencia de la madre indígena y en virtud de su vínculo esencial con las culturas mesoamericanas colonizadas; de modo correlativo, un indígena sufriría una opresión resultante no sólo del sistema colonial, sino del patriarcal, ya que sería de alguna forma feminizado por su relación interna con la madre violada en la conquista.
En cuanto a nuestro deseo como hijos mestizos, tendría su insoportable expresión incestuosa en el vínculo no sólo con la madre, sino con la madre indígena, la madre tierra, la naturaleza y las culturas originarias, lo cual podría explicar en parte nuestro malinchismo y nuestra actitud fóbica y a veces profundamente destructiva, autodestructiva, ante nuestro ambiente natural y cultural autóctono. Todo esto sería correlativo de una castración que no sería sólo por el padre, sino por el conquistador, el colonizador, lo colonizador. Lo europeo sería nuestro ideal paterno y nuestra ley del padre a la que nos someteríamos, intentando en vano deslindarnos de lo indígena reprimido que insistiría, que no dejaría de insistir, que retornaría una y otra vez a través de nuestros síntomas.
Tendríamos, en pocas palabras, un complejo edípico racializado por nuestra historia colonial. Esta historia no sólo indigenizaría lo femenino y blanquearía lo masculino, sino que habría engendrado también otras dos figuras oscuras, negadas, fantasmáticas: la madre patria, la española traicionada o simplemente abandonada por el conquistador, y el padre indígena, el que se ocupa del niño engendrado tras la violación de su mujer por el español. Todo esto crea una trama que es evidentemente mítica, teniendo una estructura de ficción, pero que por ello mismo puede revelar algo de nuestra verdad.
Del psicoanálisis a la psicología
Es quizás por su aspecto revelador que el mito de nuestro Complejo de Edipo fascinó a los psicoanalistas mexicanos de hace ochenta años. Luego se olvidó sospechosamente, como si debiera olvidarse, como si aquello reprimido que retornó en él de modo sintomático tuviera que reprimirse una vez más. En lugar de escuchar nuestro síntoma, nos dedicamos a curarlo, acallarlo, aplicándole un método no psicoanalítico, no basado en la verdad como revelación, como aletheia, sino psicológico, fundado en la verdad como adequatio, como adecuación o conformidad empirista o positivista con una supuesta realidad.
Un sensato y tedioso compuesto de realismo, de empirismo y positivismo, es aquello por lo que se distinguen, en efecto, las investigaciones de Rogelio Díaz Guerrero y los demás que dejaron de escuchar nuestra subjetividad para limitarse a mirarnos y objetivarnos. Además de ser psicológicas y psicologizantes, estas investigaciones son profundamente coloniales y colonizadoras, considerando exclusivamente la variabilidad interna de categorías europeas-estadounidenses y reprimiendo nuevamente lo que proviene de las culturas originarias mesoamericanas. Es así como lo colonizado, lo indígena de nosotros, vuelve a reprimirse en un episodio nuevo de la psicologización como forma de colonización.
Volvemos a ser colonizados al ser psicologizados. Para evitar esto, necesitamos de otros métodos, métodos como el psicoanalítico en los que se nos escuche y se nos recuerde, aunque sea mediante mitos. Las construcciones míticas no son prescindibles cuando se trata de lidiar con la verdad que nos concierne colectivamente como nosotros, una verdad sólo accesible a través de “mitos científicos” o “verdaderos”, como fueron denominados respectivamente por Marx y por Freud.
Tanto el método marxista como el freudiano han sido y pueden seguir siendo recursos metodológicos efectivos ante la colonialidad. Es lo que intento demostrar en mi libro al proponer un uso del psicoanálisis en el plano metodológico, aunque no en el teórico metapsicológico, excepto si es con suma prudencia y en clave mítica. De cualquier modo, como intenté demostrarlo ahora, el mito es él mismo parte del método psicoanalítico y no puede prescindirse de él cuando se trata de expresarnos como los indígenas que también somos a pesar de todo aquello colonial que nos ha fragmentado y pulverizado.

