Tlacuache y yo

Presentación del libro Miseria del derecho: pensar de otro modo la liberación animal de Hilda Nely Lucano Ramírez en un evento organizado por el Comité de Resistencia contra la Psicologización, el miércoles 24 de septiembre de 2025, en la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, México.

David Pavón-Cuéllar

Hace unos dos meses, mientras caminaba en un jardín urbano de la Ciudad de México, escuché un sonido seco, semejante a nuestra onomatopeya para llamar la atención de alguien: la interjección “pst-pst” que utilizan a veces los hombres que acosan a las mujeres en las calles. Escuché una y otra vez “pst-pst-pst”, como si alguien estuviera llamándome. No soy mujer ni hermoso ni joven y el “pst” no venía acompañado por un “güerita” o “güerito” ni por ningún piropo del estilo “y bajaron los ángeles del cielo”. Sólo era un “pst-pst” que se repetía y que surgía entre las plantas.

No pude resistirme a resolver el misterio, así que me puse a husmear entre las plantas y finalmente me encontré una especie de larva diminuta de ratón, del tamaño de un pulgar, sin ojos ni orejas, inmóvil sobre la tierra y cubierto de hormigas que parecían disponerse a devorarlo. Junto a él había otro ser igual también hormigueante, pero ya muerto y alimentando a las hormigas. Para que el sobreviviente no terminara como su hermano, me apresuré a rescatarlo, a sacudirle sus hormigas y a limpiarlo con el auxilio de mi compañera. No tardamos en identificarlo como una cría de tlacuache, zarigüeya, Didelphis marsupialis, el único marsupial de México.

Hay que decir que mi compañera y yo no somos adeptos a los animales no humanos. En veinticinco años de vida en común, jamás hemos tenido un animal doméstico. Sabiendo además que el tlacuache es un animal no domesticable, nos apresuramos a llamar por teléfono a la PROFEPA, la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente, pero era viernes, ya iban a cerrar y no podrían acoger a la cría de tlacuache hasta después del fin de semana, cuando nosotros ya estaríamos en Morelia.

Nos trajimos entonces al tlacuache a Morelia y comenzamos a recibir consejos de un experto y de amigos sobre su complicada alimentación y su cuidado en casa. Nos recomendaron que lo cuidáramos y alimentáramos un tiempo, antes de entregarlo a la PROFEPA o a un colectivo, para aumentar sus probabilidades de supervivencia. El tlacuache abrió sus ojos, desplegó sus orejas, comenzó a agitarse todo el tiempo, triplicó su tamaño y sigue haciendo “pst-pst-pst”. Ahora es la principal ocupación y preocupación de nuestros días y noches.

Mi compañera y yo hemos descuidado un poco nuestras obligaciones cotidianas para entregarnos al asombro que nos provoca la agilidad acrobática del tlacuache, su desconcertante inteligencia y su enorme sensibilidad, su apego y al mismo tiempo su libertad inclaudicable. Siempre se obstina en hacer lo que desea, pero sin dejar de buscar nuestro contacto. Le gusta seguirnos y escapar, llamarnos y esconderse, y no deja de escrutarnos con la mirada. Lo que ahí vemos, en esas esferitas de obsidiana, es un enigma insondable que nos ve desde sus 60 millones de años de sabiduría acumulada que lo convierten en uno de los mamíferos más antiguos del planeta.

Mi relación con el tlacuache es el contacto más próximo que haya tenido con un animal. He cuidado, alimentado y a veces matado a cerdos, borregos, cabras, conejos, vacas y gallinas al pasar largas temporadas en comunidades indígenas y en una granja en la que trabajé un tiempo. Sin embargo, en cincuenta años de vida, nunca llegué a desarrollar un vínculo tan íntimo y profundo con un animal. Y justo ahora, cuando estoy obsesionado con el tlacuache y su animalidad, súbitamente se me da la ocasión de leer un libro como el que voy a comentar, Miseria del derecho: pensar de otro modo la liberación animal, de Hilda Nely Lucano Ramírez.

Me imagino que se me invitó a comentar este libro al considerar tres cosas que tengo en común con la autora y con su reflexión: mi perspectiva teórica marxista, mi posición práctica política anticapitalista y mi denuncia insistente de la responsabilidad del capitalismo en la devastación de nuestro planeta. Más allá de estas coincidencias, debo confesar desde ahora que no soy vegetariano y mucho menos vegano, lo cual, avergonzándome desde hace muchos años, es incongruente con mis ideas y hace que no sea la persona más autorizada para tratar estos asuntos. Quiero también confesar no solamente la escasez y estrechez de mis conocimientos en las áreas de la biología y el derecho, sino mi ignorancia casi completa sobre las innumerables investigaciones y discusiones en torno a la condición ontológica-jurídica de la animalidad, los derechos de los animales y el horizonte de su liberación como proyecto ético-político. Sólo conocía un poco, muy poco, el trabajo de Peter Singer y Jesús Mosterín, pero lo cierto es que el tema del que se ocupa Lucano me era prácticamente desconocido antes de leer su libro.

Es gracias a Lucano, con su guía y de su mano, que he realizado mi descubrimiento y exploración del campo del derecho animal. Casi todo lo que sé ahora sobre el tema se lo debo al excelente libro de Lucano. He comprobado así, en mi experiencia propia, que este libro es perfecto como introducción para quienes desconozcan todo o casi todo sobre el tema, como era mi caso. A ellos ya puedo recomendarles el libro, esperando que les sirva tanto como a mí para empezar a pensar en las espinosas cuestiones filosóficas, éticas, políticas, económicas y jurídicas implicadas en el derecho animal.

Para ponernos a pensar, Lucano recapitula varios siglos de reflexión humana sobre los “animales no humanos”, como los llama ella y como yo los denominaré en lo sucesivo. Esta denominación quizás nos asuste o nos desconcierte porque nos recuerda lo que intentamos olvidar por todos los medios: que nosotros los humanos también somos animales, que tenemos la animalidad en común con los demás animales, que no diferimos de ellos en el plano genérico animal, sino en el específico por el que hay diversas especies animales, entre ellas la del tlacuache, la del Didelphis marsupialis, y la del humano, la del Homo sapiens. Lucano sabe cómo ponernos al tlacuache y a mí en pie de igualdad al hacer que me reconozca yo animal como el tlacuache, pero él no-humano, sino tlacuache, y yo no-tlacuache, sino humano, cada uno con sus capacidades propias: yo con mi racionalidad crítica y él con su relación armoniosa con su entorno, su talento como actor, su cola prensil y su resistencia contra venenos de arañas y alacranes, por mencionar sólo algunas de sus virtudes, pues tiene muchas más, evidentemente muchas más que yo como humano.

Mi obsesión por el tlacuache me hizo pensar en él, como representante de toda la animalidad no humana, mientras leía el libro de Lucano y su ya mencionado resumen de la historia de la reflexión humana sobre los animales no humanos. Leyendo a Lucano, me enteré con sorpresa y con cierta vergüenza de que muchos grandes filósofos y pensadores, incluso algunos a los que había leído y a los que yo creía conocer bien, habían defendido la condición y el derecho de los animales, sin que yo supiera nada al respecto. Lucano revisa puntualmente las observaciones y los argumentos de Plutarco, Porfirio de Tiro, Michel de Montaigne, Voltaire, Condillac, David Hume, Jeremy Bentham, Henry David Thoreau, Max Horkheimer y Theodor Adorno y Martha Nussbaum, entre otros. Estos pensadores cuestionaron, cada uno a su modo, lo que Lucano llama “humanocentrismo” que nos hace a los humanos considerarnos los únicos sujetos con derechos, objetivar a los demás seres, creernos el centro de la naturaleza e imaginar que los animales tan sólo existen para girar en torno a nosotros, para ser apropiados por nosotros, para servirnos, acompañarnos y alimentarnos. 

Hay que tener claro que el humanocentrismo no sólo tiene expresiones despiadadas, crudas y siniestras, sino que puede también adoptar formas suaves e incluso empáticas hacia el sufrimiento de los animales. Es el caso de lo que Lucano llama bienestarismo, en el que se busca cierto bienestar para los animales, reconociéndolos como sintientes e intentando atenuar su dolor y sufrimiento, pero sin dejar de considerarlos propiedades y recursos explotables y sacrificables. Para pensar en esta cuestión y en otras más, la reflexión de los mencionados pensadores clásicos ya no es suficiente para Lucano, quien debe aportar sus propias ideas que a veces fundamenta en las de múltiples autores actuales a los que yo no conocía, entre ellos Jorge Riechmann, Jean-Marie Schaeffer, Henry Salt, Carol Adams y Josephine Donovan, por mencionar algunos de los que me parecieron más llamativos.

Entre las referencias que llamaron mi atención, hay una a César Nava Escudero, que publicó un librito en la UNAM sobre los derechos de tlacuaches y cacomixtles en contraposición a los derechos de perros y gatos en la reserva ecológica del Pedregal de San Ángel al sur de la Ciudad de México. No leí este librito, pero su título, su referencia explícita a los derechos de los tlacuaches y lo que Lucano dice al respecto me hicieron pensar en la condición de mi tlacuache quizás no como persona en el sentido estricto del término, pero tampoco definitivamente como cosa ni como objeto, sino como sujeto, como un sujeto jurídico, sujeto de derecho, sujeto con derechos. Esta condición de mi tlacuache implica fundamentalmente que yo tenga obligaciones hacia él, como lo entendí gracias a Lucano y a su interpretación de la teoría positivista del derecho de Hans Kelsen, quien separa el derecho de la moral, de la sociología y de la política, y lo hace consistir en el plano de las normas que plantean obligaciones para quien las respeta.

Mis primeras obligaciones con el tlacuache podrían corresponder a los preceptos que el jurista romano Domicio Ulpiano puso en el centro de su derecho natural: vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo suyo. Siguiendo a Lucano al aplicarme tales preceptos en la relación con mi tlacuache, diría que el derecho del tlacuache es que yo me obligue, al relacionarme con él, a no dañarlo y a darle lo suyo: no dañarlo al no intoxicarlo ni enfermarlo al alimentarlo inadecuadamente, pero también darle lo suyo al darle su alimento, el que le corresponde, así como también finalmente al darle su libertad, permitiéndole volver a su medio natural en el que tendrá la ocasión de realizar plenamente sus capacidades y posibilidades existenciales. Esta liberación final es indispensable, pues mi tlacuache, como animal salvaje, no es verdaderamente “mi” tlacuache, como lo describo injustamente, ni tampoco nuestro, de mi compañera y mío, sino que se pertenece a él mismo y tiene derecho a su estilo de vida en libertad, un derecho que debe anteponerse a nuestro deseo de retenerlo.

El deseo de retener un animal salvaje y su representación como algo mío o nuestro, que nos pertenece, nos conduce al que yo considero que es el punto medular del libro de Lucano, punto por el que me gustaría terminar. Este punto es un aspecto del humanocentrismo al que ya me referí: la relación apropiativa y objetivante que yo puedo establecer con mi tlacuache y que los humanos establecen con todos los animales no humanos del planeta. En esta relación, los animales no-humanos están ahí para nosotros: los perros y gatos para acompañarnos y jugar con nosotros, las vacas y cerdos para alimentarnos, las gallinas y codornices para darnos huevos, las jirafas y los elefantes para ofrecerse a nuestra contemplación en los zoológicos, etc. En todos los casos, olvidamos que los animales no-humanos estaban aquí antes de nosotros, que tienen sus propias razones para vivir, que son sujetos al igual que nosotros, y los reducimos a objetos con un valor de uso para nosotros, para ser usado por nosotros, explotado por nosotros.

Además del valor de uso, los animales no-humanos adquieren un valor de cambio expresado en el precio al que se compran y se venden, un valor que se vuelve cada vez más importante en el capitalismo, hasta el punto de anteponerse al valor de uso. Esto se traduce, por ejemplo, en la engorda artificial de ganado que no solamente lo enferma, sino que aumenta su valor de cambio lucrativo a expensas de su valor de uso nutritivo para el ser humano. Es así en detrimento de los animales no-humanos e incluso de los animales humanos que el capitalismo convierte a los primeros en mercancías con un valor de cambio y un valor de uso, mercancías con las que se comercia y se especula para engrosar al capital.

El sistema capitalista, como bien lo muestra Lucano en su libro, agrava e intensifica la objetivación, la cosificación y la mercantilización de los animales no-humanos. Se estima que diariamente, cada 24 horas, matamos a casi un millón de vacas y aproximadamente 200 millones de pollos que tuvieron antes una existencia miserable llena de sufrimientos. Podríamos argumentar con cierto cinismo que esta hecatombe es en beneficio de la humanidad, pero no debemos engañarnos, pues la explotación masiva de los animales no-humanos es sobre todo en beneficio del capital, específicamente del capital de la industria cárnica, y en realidad, como Lucano lo subraya, está contribuyendo a la destrucción de la biósfera que los humanos requieren para sobrevivir.

Lo cierto es que tanto los animales humanos como los no-humanos estamos siendo víctimas del sistema capitalista. Este capital está objetivando, cosificando y mercantilizando no sólo a los animales no-humanos, sino también a los animales humanos. Somos cada vez más los objetos del capital que se impone cada vez más como el único sujeto al que todo lo demás debe quedar subordinado.

Así como el capital del sector cárnico está sacrificando a cientos de millones de animales diariamente, de igual modo el capital de sectores como el militar, el de construcción, el turístico y el inmobiliario está valiéndose del gobierno criminal sionista de Israel para sacrificar a decenas de miles de palestinos. Tanto los palestinos como los animales no-humanos pueden ser inmolados y desechados porque no son reconocidos como los sujetos que son, sino que son reducidos a objetos del capital. No hay que olvidar que esta misma objetivación es la que opera a través de la psicología, la cual, aunque ciertamente no esté exterminándonos como sujetos, sí que nos convierte en objetos y neutraliza nuestra subjetividad, neutralizando así el principal obstáculo ético, político y jurídico para explotarnos y sacrificarnos en el enorme rastro capitalista en el que el capital devora nuestras vidas.

Una vez que somos objetos como los de la psicología o el capital, basta encontrar una buena excusa ideológica para exterminarnos como a los palestinos o a los animales no-humanos. Estas excusas no son difíciles de encontrar. Encontrarlas forma parte de las pericias desarrolladas por ideólogos y políticos profesionales del capital como Trump o Netanyahu.

Para quienes piensan lo que el capital pensaría si pensara, no hay ninguna diferencia entre un objeto vacuno y uno humano, ya sea un inmigrante mexicano para Trump o un indígena palestino para Netanyahu. Este desprecio por los animales humanos que somos no debería llevarnos a insistir en lo que nos distingue de los animales no-humanos, sino más bien reconocer lo que nos une a ellos, la condición de sujetos que tenemos en común con ellos y que puede ser desconocida para sacrificarnos a nosotros al igual que a ellos. El desconocimiento de nuestra condición de sujetos es una constante en el capitalismo para el que no hay más sujeto que el capital y quienes lo personifican porque imaginan poseerlo cuando son poseídos por él.

En contraste con la objetivación de todos los sujetos en la modernidad occidental capitalista, podemos descubrir una subjetivación de todo lo existente en culturas como las originarias mesoamericanas. Esta subjetivación generalizada, a veces desdeñada por los antropólogos como una forma de animismo, es la que les permite aún a muchos indígenas establecer vínculos intersubjetivos con los demás animales, con los vegetales e incluso con los minerales de la tierra. Mi convicción es que sólo una intersubjetividad semejante podrá parar la devastación del planeta y asegurarnos contra la aniquilación final de la humanidad, lo que requiere primeramente ver a los otros seres como nuestros semejantes, como sujetos con derechos y que nos imponen obligaciones. Esto es fácil cuando miramos a ojos de obsidiana como los de un tlacuache que no es tan mío como yo quisiera, pero se vuelve más difícil cuando se trata de un árbol que no parece tener ojos, pero que ahí está, estupefacto, justo antes de ser cortado para impedirle que siga asegurando generosamente nuestra subsistencia en la tierra.

El amor, sus formas culturales y sus efectos políticos

Artículo publicado el 23 de septiembre de 2025 en la revista La Tizza de Cuba y elaborado a partir de una intervención del 14 de mayo del mismo año en el Laboratório de Psicanálise Sociedade e Política do Instituto de Psicologia da Universidade de São Paulo (PSOPOL-IPUSP), en São Paulo, Brasil

David Pavón-Cuéllar

Lo particular y lo universal

Suele pensarse en el amor como en algo universal que sería siempre lo mismo en todas las culturas y en todas las épocas de la historia. Esta noción del amor no excluye que haya diversas formas de amar, pero supone que lo variable es la manifestación del amor y no el amor mismo, que sería un sentimiento demasiado íntimo, fundamental y trascendente como para ser afectado por la inmanencia cultural e histórica. Según la misma idea común del amor, todo cambiaría, pero no el amor, que estaría siempre ahí, estremeciendo el corazón de todos los seres humanos.

La noción del amor como algo universal puede encontrarse incluso en autores tan críticos de las ideas comunes como lo son Marx y Freud. Marx cree en un amor que existe desde los albores de la civilización, pero que se degrada, corrompe y prostituye al aburguesarse en el capitalismo, así como Freud pone el amor en general, asimilado a lo sexual y erótico, en el meollo de la vida mental y en el origen de las neurosis y las histerias. Tanto en Freud como en Marx, las manifestaciones del amor pueden variar, pero aquello que manifiestan es algo que trasciende todas sus variaciones y de lo que puede hablarse en términos generales.

Por más incondicional que uno sea de Marx y Freud, quizás esté sintiéndose ahora tentado a discrepar de ellos en lo que se refiere al carácter universal del amor. Todo parece contradecir esa universalidad y dar la razón al relativismo cultural e histórico en el que se reconocería que el amor no es el mismo en distintas culturas y en distintas épocas de la historia. Todo parece indicar, en efecto, que el amor, y no sólo sus manifestaciones, es algo diferente en cada contexto, sin que haya en él casi nada universal, ni siquiera el nombre mismo con el que se universaliza lo que aparece cada vez de modo particular. Cada lengua tiene su nombre para el amor, a veces varios nombres, los cuales, además de recortar de formas distintas la realidad, se refieren a realidades por completo diferentes.

Dialéctica de lo particular y lo universal

El amor no es nunca el mismo, pero el caso es que nuestra lengua se obstina en designarlo siempre igual, con un mismo nombre de “amor” que significa una sola cosa y no sólo cosas diferentes. Podríamos resolver sencillamente la cuestión al sentenciar que nuestra lengua se equivoca, pero sería más justo decir que se contradice, pues da simultáneamente un mismo sentido y sentidos múltiples a la misma palabra. Esta contradicción podría estar expresando el saber que Freud le atribuye a nuestra lengua, el saber que el amor no deja de ser el mismo, aunque nunca sea el mismo[1].

La contradicción entre lo universal y lo particular es lo que Marx y Freud reconocen al pensar en el amor. Su pensamiento dialéctico, tan convincente como esclarecedor, nos permite comprender tanto el sentido común que intuye lo universal del amor como el simple relativismo que lo niega. De ahí que yo no discrepe de Marx y Freud en ese punto.

Pienso que el psicoanálisis tiene razón cuando plantea que el amor de un hombre hacia su madre será simultáneamente idéntico y opuesto al que siente hacia una amante. Considero también que el marxismo acierta cuando percibe que el amor de la monogamia burguesa es al mismo tiempo idéntico y opuesto al amor sexual individual que puede aparecer entre los obreros, así como también hay identidades y oposiciones entre las distintas formas de amar en cada cultura o período prehistórico o histórico. Aunque se trate siempre del mismo amor, este amor no es nunca el mismo.

Amor en Occidente

Que el mismo amor nunca sea el mismo se comprueba no sólo al contrastar diversos tipos de amor como el fraterno y el erótico, sino al comparar distintas versiones de un mismo tipo de amor, como el erótico, en momentos y lugares diferentes. Esta comparación basta para convencernos del carácter específico de aquello que generalizamos abusivamente. En el caso de nuestro amor erótico, el occidental moderno, su compleja especificación cultural e histórica nos ha sido relatada por Denis de Rougemont en su ya clásico El amor y el Occidente[2],el cual, recordemos, le sirvió a Jacques Lacan en sus seminarios siete[3] y veinte[4] para elucidar la contradicción inherente al amor occidental: contradicción entre la identidad y la diferencia de lo deseante y lo amoroso, de lo carnal y lo espiritual, del objeto y de la Cosa, de lo físico y lo estático.

La inmersión de Rougemont en el mar literario europeo, medieval y moderno, le permite reconstituir la genealogía de nuestro amor erótico en la modernidad occidental. Este amor, según Rougemont, resultaría de la confluencia de Eros con Agapé, de la pasión carnal profana con el amor espiritual cristiano. Los dos afluentes serían incompatibles e irreconciliables entre sí, lo cual explicaría el destino trágico de nuestro amor erótico, su consumación en la muerte, así como también, de modo general, su exclusión de verdaderos desenlaces felices.

El paradigma de lo elucidado por Rougemont es el amor imposible de Tristán e Isolda. Recordémoslo: se aman, pero deben renunciar a su amor para mantenerse fieles al rey Marc de Cornualles que se casa con Isolda, pero lo traicionan porque se aman, pero deben ser fieles y renuncian a su amor, pero no consiguen hacerlo porque se aman perdidamente, hasta el punto de morir «cuerpo con cuerpo, boca con boca», según la estremecedora versión de Thomas de Bretaña del siglo XII[5]. Siguiendo esa versión, Tristán e Isolda tan sólo pueden consumar su unión amorosa en la muerte, pues en la vida no hay lugar para su amor.

El gran problema de Tristán e Isolda, como lo explica Rougemont, es que obedecen a dos fidelidades opuestas, la fidelidad al señor o cónyuge y la fidelidad a la pasión y al deseo, la fidelidad «feudal» y la «cortesana», la «matrimonial» y la «caballeresca»[6]. Es por ello que su amor sólo puede realizarse al volverse imposible, «conformándose a las mismas leyes que lo condenan, para conservarse mejor»[7]. La única forma de experimentar con plenitud el amor erótico y pasional, en efecto, sería prohibiéndoselo a sí mismo, sintiéndose culpable de él hasta el punto de privarse de él, como lo hacen Tristán e Isolda, quienes deben morir para llevar esta lógica amorosa hasta sus últimas consecuencias.

El drama de Tristán e Isolda sería el de cualquier amor erótico y pasional en Occidente. Aquí, en el mundo occidental y moderno en el que vivimos, tan sólo podríamos conocer la pasión amorosa en la culpa, en el sufrimiento y en una imposibilidad trágica, potencialmente mortífera. Si un sujeto no ha padecido todo esto, será porque no ha conocido en verdad el amor erótico y pasional, al menos en su forma occidental y moderna, gestada en la Europa de la Edad Media.

Mayahuel y Ehécatl

Fuera del Occidente y de su modernidad, hay otras formas de amar, incluso en clave de tragedia. Recordemos, por ejemplo, la extraña historia trágica de amor, si es que podemos llamarla así, entre Mayahuel, diosa del maguey entre los nahuas de México, y Ehécatl, dios del viento y una de las advocaciones de Quetzalcóatl. Sintetizaré la historia tal como se encuentra en un manuscrito del siglo XVI del francés Andrés Thevet, quien traduce un texto de Fray Andrés de Olmos, el cual, a su vez, está basado en el testimonio de los indígenas mexicanos recién conquistados[8].

El dios Ehécatl se preguntaba cómo hacer para que la humanidad «tomara gusto en vivir en la tierra»[9]. La solución que encontró fue alcohólica: la invención del pulque, bebida que se obtiene por la fermentación de la savia del maguey. Entonces fue a buscar a la diosa Mayahuel que estaba dormida y le dijo: «Te vengo a buscar para llevarte al mundo»[10]. Se nos cuenta que «ella convino en seguida y así descendieron ambos, llevándola él sobre sus espaldas», y «tan luego como llegaron a la tierra, se mudaron ambos en un árbol con dos ramas» correspondientes a Ehécatl y a Mayahuel[11]. Después las dos ramas se desgajaron y la de ella fue quebrada por su abuela, quien se la entregó a otras diosas para que la devoraran, dejando solamente los huesos que Ehécatl recogió y enterró. Fue de esos huesos de los que nació el maguey con el que se produce el pulque.

La historia de Ehécatl y Mayahuel contrasta en varios aspectos con la de Tristán e Isolda. Mientras que los dos europeos consuman su unión a pesar de sí mismos y al final en la muerte, los dioses indígenas consiguen hacerlo en el consentimiento mutuo y siempre en la vida, bajo la hermosa forma de un árbol. Es verdad que finalmente las ramas deben separarse y Mayahuel parece morir, pero no es más que para transferir su vida a algo más, al maguey, en beneficio de la humanidad.

El amor de Ehécatl y Mayahuel, a diferencia del de Tristán e Isolda, no es en vano y tampoco está cerrado sobre sí mismo, sobre su propia inmanencia, y aislado con respecto a lo que lo rodea. Más bien se trata de un amor abierto al universo, con efectos benéficos trascendentes, en una compleja trama de relaciones de los amantes con todo lo demás. Es como si fuera por amor hacia la naturaleza y la humanidad que hubo el amor entre Ehécatl y Mayahuel. Ese amor no tiene sentido por sí mismo, sino por un deseo que lo trasciende, el deseo de crear el maguey para que los seres humanos tomen gusto de vivir en la tierra.

Ideal amoroso del comunismo

La trascendencia del amor de Mayahuel y Ehécatl es por la satisfacción de un deseo y no sólo de la necesidad. El mito de este amor que se trasciende a sí mismo evoca la sexualidad no sólo para la reproducción de la especie humana, sino para la producción de una cultura indígena inextricablemente ligada con la naturaleza. No hay aquí nada parecido a las contradicciones que desgarran a Tristán e Isolda entre la cultura y la naturaleza, entre la inmanencia y la trascendencia, entre la materialidad y la espiritualidad, entre el cuerpo y el alma, entre el deseo y el deber, entre el amor profano y el cristiano, entre la pasión y el matrimonio, entre la masculinidad y la feminidad.

Más que entidades contradictorias, lo que hay en Ehécatl y Mayahuel son fuerzas complementarias que se equilibran, convergen y se unen. El resultado es un amor espiritual en su materialidad, trascendente en su inmanencia, tan del alma como del cuerpo, tan de la cultura como de la naturaleza y tan de la humanidad como de los amantes. Digamos que Mayahuel y Ehécatl se unen en un gesto de amor por la humanidad. ¿Acaso no hay aquí algo del ideal amoroso del comunismo, tal como se manifiesta en conceptos como el del «amor-camaradería» de Aleksandra Kolontái[12]?

Un comunista latinoamericano como yo no podría sino entusiasmarse ante la historia de Mayahuel y Ehécatl. El entusiasmo sería no sólo por aquello que se manifiesta en la historia, sino porque se trata de algo que pudo haberse transmitido soterradamente hasta las actuales relaciones amorosas y eróticas en América Latina. Estas relaciones, después de todo, son herederas de lo que era el amor no sólo en la Europa medieval de Tristán e Isolda, sino en la América precolombina de Mayahuel y Ehécatl.

Ibn Zaydun y Walada

Además de lo autóctono americano y de lo foráneo europeo, nuestro hibridismo latinoamericano tiene otros componentes culturales originarios. Uno de ellos es el africano, pero también están los componentes judío y árabe, ambos por lo general olvidados, aun cuando penetraron e influyeron de modo continuo y profundo en la cultura hispanoportuguesa durante los siglos de la Edad Media. Es en ese contexto, en el siglo XI, que vemos aparecer a un poeta, Ibn Zaydun, cuyos versos despliegan un amor erótico y pasional que también contrasta con el de Tristán e Isolda, aun cuando sea el reflejo de una historia no menos contradictoria y desgarradora, la del mismo Ibn Zaydun con la princesa Walada, quien fuera su amante para después abandonarlo.

En el trágico amor entre Ibn Zaydun y Walada, la contradicción y el desgarramiento no son, como en Tristán e Isolda, entre lo matrimonial y lo pasional, entre lo espiritual y lo carnal, entre lo cristiano y lo profano. Esas dicotomías ni siquiera existen para Ibn Zaydun, quien simplemente, según su poesía, recibe «un mensaje de amor que envía un cuerpo al corazón»[13], al tiempo que reconoce que Walada está hundida en su propio ser como «el alma en el cuerpo»[14]. El amor es un alma en el cuerpo sexuado, así como el deseo es un mensaje de amor para el alma enamorada. Esta comunicación monista entre el alma y el cuerpo es precisamente lo que se rompe trágicamente en la historia de Tristán e Isolda, una historia dualista en la que se anticipan saberes modernos como el psicológico, el cual, por su constitución misma, debe separar su objeto psíquico de todo lo demás.

El dualismo de la psicología proviene de la contradicción cultural que impide la unión de Tristán con Isolda. Esta contradicción occidental entre lo anímico y lo corporal difiere de la contradicción de Walada e Ibn Zaydun, una contradicción entre lo finito y lo infinito, entre la vida breve y el amor eterno, entre lo mundano tan estrecho y lo deseante-amoroso ilimitado. La ilimitación del deseo y del amor, contradictoria en sí misma, se expresa en la poesía de Ibn Zaydun cuando confiesa que nunca dejó de beber en la fuente del amor de Walada, pero «cuanto más bebía, más sed le causaba»[15]. Luego, en el momento de la ruptura, Ibn Zaydun esperaba que la desesperación lo hiciera olvidar, pero «tan sólo aumentaba su deseo»[16]. La contradicción encuentra su mejor síntesis en un verso estremecedor: «Si hubiera durado, mi gozo habría sido eterno, pero noches de la unión han de ser siempre cortas». El amor nunca dura su propia eternidad, la que él mismo demanda y promete, la que se atisba en cada uno de sus instantes.

Trascendencia y sacrificio

Quizás lo eterno del amor estribe en su trascendencia como condición indispensable no sólo para que la especie humana se reproduzca, sino para que la cultura se perpetúe. Es quizás por dicha trascendencia, ya evidente en la historia de Ehécatl y Mayahuel, que Ibn Zaydún puede llegar a decir que amará a sus enemigos porque Walada es «uno de ellos»[17] y que en la presencia de Walada «toda la humanidad» está con él[18]. Amando a Walada, Ibn Zaydún está volcando su amor a todos los seres humanos, tal como sucedía con Ehécatl en su amor por Mayahuel, un amor tan abierto como el de Ibn Zaydún.

La apertura de Ehécatl y de Ibn Zaydún hacia el gran Otro de la humanidad contrasta con el encerramiento especular en el que se pierden Tristán e Isolda. En este encerramiento, lo que domina es el deseo de poseer al otro, en lugar del desconcertante desprendimiento de Ibn Zaydún, quien le dice a Walada «lloro fiel y, si no me regalas con la unión, la imaginación me compensará y el recuerdo será suficiente»[19]. En otro verso, Ibn Zaydún confirma que le «basta respetar como cosa sagrada la ausencia»[20]. Desde luego que la ausencia de Walada es dolorosa para Ibn Zaydún, pero la respeta y es en este respeto en el que se ve desgarrado por la contradicción amorosa.

El amor de Ibn Zaydún es tal que lo hace apartarse y privarse de Walada. Este sacrificio por amor contrasta con el apego, con la pasión posesiva de Tristán, quien hasta el final demanda la presencia de Isolda. Mientras que Tristán e Isolda sucumben y de algún modo se destruyen el uno al otro a través de sus contradicciones, Ibn Zaydún prefiere alejarse, cantándole a Walada: «si el destino pudiera someterse a mi razón, te rescataría de sus contradicciones al precio de mi ser»[21]. La disposición a retraerse y sacrificarse es otro aspecto fundamental por el que la historia de Ibn Zaydún y Walada se distingue de la de Tristán e Isolda.

Retraimiento y desprendimiento

En contraste con el amor de Tristán por Isolda, el de Ibn Zaydún por Walada implica un gesto firme y sostenido, no contradictorio ni titubeante, de retraimiento y desprendimiento. Este gesto resulta extraño en una modernidad occidental en la que el amor suele adoptar unos rasgos apropiadores y celosos, determinados no sólo por la historia del amor en Occidente, sino por su relación esencial con la propiedad privada y con el tipo capitalista normativo de subjetividad. Al subjetivarnos, en efecto, el capital favorece la posesividad, la agresividad y la competitividad que se encuentran lo mismo en los celos que en la visión hobbesiana del hombre como lobo del hombre y en la idea freudiana del complejo de Edipo con el niño que rivaliza con el padre para poseer la madre.

El sentimiento amoroso posesivo, agresivo y competitivo, característico de la subjetivación capitalista liberal edípica, resulta incompatible con el amor de Ibn Zaydún que lo hace retraerse y desprenderse de la mujer a la que ama, precisamente porque la ama. Este gesto de retraimiento y desprendimiento podría también entusiasmar a un comunista latinoamericano, no sólo por ofrecer un ejemplo de amor diferente al inculcado por el capitalismo, sino por formar parte de la genealogía cultural del amor en América Latina.

¿Y si nuestro amor latinoamericano preservara de algún modo, aunque fuera en potencia, esa herencia hispanoárabe de retraimiento y desprendimiento, así como también de trascendencia, por la que Ibn Zaydún percibe a la humanidad en su amada? ¿Y si el sentimiento amoroso de Ibn Zaydún hacia Walada se hubiera transmitido hasta nosotros junto con el de Ehécatl y Mayahuel? ¿Y si estas configuraciones del amor formaran parte de nuestro patrimonio cultural junto con la otra forma de Tristán e Isolda que Rougemont pone en el centro del amor en Occidente? ¿Y si nuestra forma de amar no fuera solamente la de Occidente con sus importantes consecuencias políticas?

Política del amor

Al ocuparse de la forma en que el amor occidental se despliega en lo político, Rougemont observa con gran perspicacia que el amor del siglo XX se encuentra sobre todo fuera de las relaciones entre los sexos, habiendo sido capturado por la política[22]. Es por ello que la política se habría erotizado, como en las masas estudiadas por Freud, las cuales, en Rougemont, aparecen feminizadas y enamoradas de líderes masculinos como Hitler y Mussolini[23]. Aquí lo importante es que el nazismo y el fascismo no sólo atraparían y acapararían el amor típicamente occidental inaugurado por Tristán e Isolda, sino que se configurarían como él, reproduciendo su aspecto escindido, contradictorio, imposible y mortífero.

Lo que se manifiesta en el sentimiento amoroso de Tristán e Isolda retornaría bajo la forma de la pasión de las masas de ultraderecha por Hitler y Mussolini, y quizás ahora por Bolsonaro, Milei y Trump. Hacia el dirigente como hacia el amado, habría siempre el mismo tipo imposible de amor, el contradictoriamente cristiano y profano, el heredado por el medioevo europeo a la modernidad capitalista globalizada. Ese amor estaría siempre ahí en el Occidente del que formamos parte. Estaría por ello también aquí en Latinoamérica, pero quizás aquí haya otras clases de amor, otros amores que puedan politizarse de otros modos que las pasiones fascistas y neofascistas de las masas.

Además del amor patriarcal-filial que Freud atribuyó en general a todas las masas y Reich específicamente a las masas fascistas, podríamos volver a pensar en el sentimiento amoroso matriarcal-fraternal que el freudiano Paul Federn encontró en las masas comunistas que lograban liberarse de la figura paterna[24]. Recordaríamos entonces el amor erótico de las multitudes spinozistas que no es el de los pueblos hobbesianos[25]. Luego habría que pensar en otros amores con otras politizaciones posibles, también afines al comunismo, como aquellos que aquí he invocado, el de Ibn Zaydún hacia Walada y el de Mayahuel con Ehécatl.

Hay otros amores diferentes del de Tristán e Isolda. No estamos condenados a él ni a su politización. Hay otras formas de amar y de politizarse al amar. El amor es diverso incluso en el interior de la estrecha esfera heterosexual de la que aquí nos hemos ocupado, pero hay también el exterior, el espacio LGBTIQ+, el definido precisamente por su infinita diversidad.


[1] Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), en Obras completas XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 86-88.

[2] Denis de Rougemont, L’amour et l’Occident (1939), París, Plon, 1970.

[3] Jacques Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse (1969-1960), París, Seuil, 1986.

[4] Lacan, Le séminaire, Livre XX, Encore (1972-1973). París, Seuil Poche, 1975.

[5] Béroul y Thomas, Tristán e Isolda, Ciudad de México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 154-155.

[6] Rougemont, L’amour et l’Occident, op. cit., pp. 25-28.

[7] Ibid., pp. 27-28.

[8] Andrés de Olmos, De la opinión que ellos tenían de la creación del mundo y de sus dioses, y de la destrucción del mundo y de sus cielos (1533), en Teogonía e historia de los mexicanos, Tres opúsculos del siglo XVI, Ciudad de México, Porrúa, 2005, pp. 102-108.

[9] Ibid., pp. 106-107.

[10] Ibid., p. 107.

[11] Ibid.

[12] Aleksandra Kolontái, El amor en la sociedad comunista (1921), en La mujer nueva y la moral sexual, Ciudad de México, Juan Pablos, 1972, pp. 126-139.

[13] Ibn Zaydun, Casidas de amor profano (1070), Ciudad de México, Porrúa, 2019, p. 46.

[14] Ibid., p. 71.

[15] Ibid., p. 43.

[16] Ibid., p. 41.

[17] Ibid., p. 71.

[18] Ibid., p. 63.

[19] Ibid., p. 43.

[20] Ibid., p. 45.

[21] Ibid., p. 52.

[22] Rougemont, L’amour et l’Occident, op. cit., pp. 226-230.

[23] Ibid., p. 228.

[24] Paul Federn, La société sans pères (1919), Figures de la psychanalyse, 7(2), 2002, pp. 217-238.

[25] David Pavón-Cuéllar, Hijos y hermanos: dos psicologías de las masas, en Más allá de la psicología social: Freud, las masas y análisis del yo, Ciudad de México, Paradiso, 2023, pp. 85-116.

Centro y periferia del sujeto, del capitalismo y del psicoanálisis

Presentación de la obra colectiva Descentrar a psicanálise, uma vez mais, coordinada por Carolina Lo Bianco y Tania Rivera, en la Universidad Federal de Río de Janeiro, Brasil, el martes 16 de septiembre de 2025

David Pavón-Cuéllar

La noción de un descentramiento psicoanalítico del sujeto se ha convertido en un lugar común entre quienes seguimos a Freud. En la comunidad lacaniana, el descentramiento suele entenderse como la subversión del sujeto a la que se refería Lacan. El psicoanálisis habría subvertido al sujeto al descentrarlo del sujeto filosófico, el de conocimiento, el trascendental identificado con la res cogitans, con la cosa pensante cartesiana, con el yo del cogito, del yo pienso, luego yo existo.

Freud nos ha enseñado efectivamente que el yo no es el centro del sujeto, que no es el centro ni siquiera de sí mismo, que no es amo ni siquiera en su propia casa. Digamos que su casa está ocupada, encantada, hechizada y acechada por el otro como por un fantasma. La otredad posee al yo, el cual, entonces, como decía Lacan, es un otro, estando fundamentalmente alienado, ya desde su aparición en el exterior del espejo.

El reconocimiento de la alienación fundamental del yo es crucial en el psicoanálisis. Es un umbral que debemos cruzar para internarnos en el campo psicoanalítico. Es una condición ineludible, indispensable, necesaria, pero no suficiente para la efectuación de lo que está en juego en la herencia freudiana.

En el psicoanálisis, el descentramiento del sujeto con respecto al yo no puede ser nuestro punto de llegada, sino sólo nuestro punto de partida. Esto lo entienden muy bien Anna Carolina Lo Bianco y Tania Rivera, las coordinadoras de la obra colectiva Descentrar a psicanálise, uma vez mais. De ahí que la obra se abra, en la introducción escrita por las coordinadoras, por el yo que no es amo ni siquiera en su propia casa.

Comenzamos por donde hay que empezar, pero tan sólo para dar el primer paso y para ir más allá. El descentramiento del sujeto con respecto al yo es insuficiente porque el centro abandonado por el yo puede ser ocupado por algo más que pase a constituir otro centro. Esto puede ocurrir incluso cuando el centro es ocupado por un ello en el que recentramos una psicología del ello que viene a reemplazar la despreciable y bastante desacreditada psicología del yo con su derivación en la psicología del self o del yo mismo entendido como redundante repliegue autoconsciente del yo sobre sí mismo.

En lugar del yo y de su mismidad, el centro puede ser ocupado también por el inconsciente y dar lugar a una psicología del inconsciente, centrada en el inconsciente. El centro puede ser también el sujeto del inconsciente, así como la histeria, el significante y muchas otras cosas. En todos los casos, tenemos un restablecimiento del centro, un recentramiento de la doctrina psicoanalítica sobre sí misma, un recentramiento sobre su núcleo de certezas.

El recentramiento del psicoanálisis es una expresión de lo que Lacan describía como las revoluciones que se resuelven y se consuman en el momento de la reacción, de la restauración, de la reconstitución del amo, de su poder, en tanto que centro. El camarada Stalin viene a ocupar el sitio político central que antes era ocupado por el Zar Nicolás II. La dictadura de una clase, la aristocracia o la burguesía, tan sólo desaparece para ceder su lugar a la dictadura de otra clase, del proletariado.

Lo cierto es que el proletariado tiene que dejar de ser lo que es para imponerse y eternizarse como clase dominante. Si puede aceptarse esta dominación de clase del proletariado, es porque no se comprende que el proletariado es la negación de sí mismo como clase y la negación también de la sociedad de clases y por ende igualmente de la dictadura de una clase, de su dominación, de su poder sobre la sociedad entera, de su posición como centro en torno a lo cual todo tiene que orbitar. Es lo mismo que no se comprende cuando se pone el ello en un lugar central que antes era ocupado por el yo, como si el ello pudiera estar en el centro, como si no fuera precisamente ello, es decir, algo que aparece apartado, allá, no aquí, no siendo yo, sino ello para el yo.

Un ello puesto en el centro ya no es ello, sino una máscara del yo, exactamente como el proletario que sube y se mantiene arriba ya no es proletario, sino un burócrata en el que Lacan descubre una forma patológica del burgués. El riesgo de aburguesar al proletariado al hacerlo ascender es algo con lo que estamos tristemente familiarizados. Para evitar que esto suceda, necesitamos recordar siempre la estrategia política del marxismo en la que es únicamente para destruir el arriba que los de abajo tienen que subir.

Darle el poder al proletariado sólo puede tener sentido, para nosotros los marxistas, como un medio para neutralizar el poder. El poder ejercido por el proletariado se ve neutralizado a causa de la irreductible incompatibilidad entre el poder positivo y un proletariado concebido como negatividad, como vacío esencial de ser y de poder, como un cero que anula cualquier poder multiplicado por él. Un poder multiplicado por 0, ejercido por el 0 proletario, arroja siempre cero como resultado.

Es para que ya no haya un centro que nosotros los marxistas queremos que el centro esté ocupado por los proletarios. De igual modo, poner el ello en el centro sólo puede tener sentido, para nosotros los freudianos, para disolver el centro, para disiparlo, para suprimirlo. Esta supresión del centro, que no es otra que la del arriba concebido como punta de la pirámide, es un punto en el que vemos converger el marxismo y el psicoanálisis consecuentes: es un desenlace del proceso analítico y de un movimiento revolucionario que no tiene absolutamente nada que ver con la restauración del poder.

La revolución que interesa en el psicoanálisis, como la que interesa en el marxismo, no es la que sustituye un centro por otro. Esto lo comprende muy bien Maria Cristina Poli, quien por eso nos recuerda en su capítulo que el referente revolucionario del psicoanálisis no debe ser Copérnico, sino Kepler, quien se distingue por haber demostrado que no hay un centro único. No sólo giramos en torno al sol con el que Lacan representó al amo, sino en torno a un foco vacío que el mismo Lacan asoció con el siempre evasivo objeto de nuestro deseo.

El objeto de nuestro deseo nos impide estar centrados en aquello que parece regir nuestra vida. El significante-amo no deja de ser desafiado por el objeto que subyace a lo que deseamos. Este mismo objeto, el objeto del psicoanálisis, debería impedirle al psicoanálisis recentrarse en cualquier significante-amo que pondría en lugar del yo de la psicología.

Cuando recentramos el psicoanálisis es ciertas nociones, estamos traicionando lo que Lo Bianco y Rivera tienen razón de llamar el “descentramiento constitutivo” del psicoanálisis. Este descentramiento es un giro no sólo metologógico, teórico y epistemológico, sino práctico social y ético-político. Es por esto que nos hemos sentido autorizados a vincular el ello con el proletariado y el yo con con el estado burocrático. Es por lo mismo que Guilherme da Veiga y Marta Rezende Cardoso han podido contraponer en su capítulo el descentramiento psicoanalítico al centramiento mortal de la masa totalitaria.

Lo que Freud nos ha legado no puede operar sino de forma constitutivamente descentrada, tortuosa, indecisa, vacilante, sin un eje rector, sin una orientación predefinida, siempre en la duda, en la incertidumbre. Esto suele olvidarse cuando sucede lo que no deja de suceder: cuando la herencia de Freud se repliega sobre sí misma y se recentra en sí misma, cuando se torna corriente de la psicología, supuesto saber metapsicológico, recetario manualesco, asignatura universitaria o dogma para dar sustento a sectas freudianas, kleinianas, lacanianas y millerianas en las que retorna la horda primordial eterna que nunca deja de retornar. Así como el retorno de la horda es incesante en las asociaciones y escuelas de psicoanálisis, de la misma forma el recentramiento del saber psicoanalítico es incesante y por ello necesitamos constantemente descentrarlo, como lo propone la obra coordinada por Lo Bianco y Rivera.

El argumento de Lo Bianco y Rivera es claro: el psicoanálisis debe descentrarse a sí mismo, descentrándose de todo aquello que él mismo pone en el centro, para poder seguir efectuando los diversos descentramientos que lo caracterizan y que no se reducen al del yo con respecto al sujeto. Hay, en efecto, otros descentramientos freudianos considerados por los autores a los que han convocado Lo Bianco y Rivera en su libro. Por ejemplo, Joel Birman discierne cuatro importantes desplazamientos descentradores en el desarrollo del pensamiento de Freud: primero de la conciencia al inconsciente, luego del yo al gran Otro, después de la representación a la pulsión y finalmente del individuo a su núcleo inconsciente social, político, exterior, éxtimo, como diría Lacan.

Los descentramientos efectuados por Freud no tienen lugar tan sólo en la teoría, como los cuatro discernidos por Birman, sino también en la técnica y en la práctica. Es el caso de al menos dos descentramientos que encontramos en la obra de Lo Bianco y Rivera. El primero de ellos, destacado en el capítulo de Roberta de Oliveira Mendes, Milena da Rosa Silva y Fernanda Pacheco-Ferreira, es el posibilitado por la asociación libre y la atención flotante que descentran al psicoanálisis del control consciente y del principio de productividad. No es necesario destacar el aspecto subversivo de este descentramiento en una sociedad neoliberal crecientemente controlada y productivista.

Otro descentramiento freudiano de índole técnica-práctica, el resaltado por Tania Rivera, es el que va de la racionalidad a la sexualidad femenina pasado por la escucha de las histéricas. La escucha de estas mujeres descentra literalmente a Freud, lo descentra de lo racional aparentemente asexual, pero también de lo sexual patriarcal. Rivera no piensa que el patriarcado haya sido subvertido y superado por Freud, pero sí reconoce en Freud un descentramiento por el que se reproduce tanto como se perturba la estructura patriarcal con su apariencia de racionalidad.

Freud consigue descentrarse por momentos del patriarcado, pero no lo subvierte ni lo supera, ya que el elemento patriarcal se encuentra en la composición estructural de todo aquello que aborda y de las categorías mismas con las que lo aborda. Lo mismo sucede con la colonialidad y con el capitalismo. La estructura capitalista, colonial y patriarcal ordena y organiza por dentro, de modo invisible, a veces a través de la racionalidad misma con la que se procede, el espacio en el que se despliegan la teoría y la práctica psicoanalítica.

El psicoanálisis no puede liberarse de la estructura, pero sí a veces desajustarse, desacoplarse, desfasarse o descentrarse de ella. El descentramiento del campo freudiano con respecto al centro estructural colonial europeo es considerado en varios capítulos. Uno de ellos es el de Miguel Mantovani Martins Gomes y Julio Sergio Verztman, quienes buscan desestabilizar el eurocentrismo del psicoanálisis al aproximarse al trauma y al duelo en poblaciones alterizadas, minorizadas, subalternizadas y ubicadas en espacios considerados simbólicamente periféricos.

La periferia permite desafiar no sólo el centro, sino su distinción con respecto a la periferia. Esta distinción es analizada y problematizada por dos capítulos. Uno es el de Roberta de Oliveira Mendes, Milena da Rosa Silva y Fernanda Pacheco-Ferreira, quienes no se limitan a pensar en las diferencias entre las regiones productoras y las consumidoras de teoría psicoanalítica, sino que se remontan al origen de los centros de producción en la producción de los centros. La pregunta que se plantea entonces es la del cómo es que lo central adviene y se mantiene como tal.

El centro y su distinción con respecto a la periferia se problematizan también en el capítulo de Thais Klein. Este capítulo cuestiona el llamado mismo a la descentralización al observar que presupone un centro como referencia. En lugar de esta polarización entre lo central y lo periférico, Klein prefiere pensar en multiplicidades para historizar la herencia freudiana en Brasil.

Resulta indudable que una historia del psicoanálisis guiada por lo múltiple es una historia más congruente con lo historizado, más psicoanalítica, más coyuntural, mas acontecimental y menos lineal y unidireccional. Esta clase de historia sería también la historia más radicalmente decolonial, descentrada, o mejor dicho, no colonial, no centrada, pues conseguiría escapar a la dualidad centro-periferia incluso antes de su constitución misma, antes de que requiramos descentrarnos. La posibilidad de una historización que prescinda totalmente de la dualidad centro/periferia es una cuestión difícil de resolver. Lo seguro es que tal dualidad forma parte del problema y entonces un gesto que la presupone, como el de descentramiento, podría no ser la solución.

El descentramiento implica el centro como la negación comporta la afirmación en el famoso texto de Freud y como la borradura del sujeto es rastro del sujeto, sutura y no forclusión, en el no menos famoso debate entre Lacan, Alain Badiou y Jacques-Alain Miller sobre el sujeto en la ciencia. Estamos atrapados en la paradoja de siempre, pero las discusiones anteriores nos indican la pregunta relevante: ¿qué es lo que se marca o se afirma implícitamente en la dualidad centro/periferia? Yo respondería que aquí el marcador es el colonial. Es tan sólo al razonar colonialmente como podemos distinguir lo central de lo periférico, aun cuando el centro no sea europeo, aun cuando esté en Pekín o en Moscú para la política o en Sao Paulo o Buenos Aires para el psicoanálisis, aun cuando se trate de un centro latinoamericano, africano o asiático.

La dualidad lógica de centro y periferia fue impuesta precisamente por el centro en la periferia, como lo han mostrado convincentemente los teóricos de la dependencia, entre ellos en especial André Gunther Frank. Este economista alemán, que fue profesor de la Universidad de Brasilia antes del golpe militar de 1964, mostró cómo la oposición entre lo central y lo periférico se introdujo con la colonización y terminó traduciéndose en la estructura satelital interna y externa de todos los países latinoamericanos, todos ellos acentuadamente centralizados no sólo en los planos político y económico, sino también en la cultura y en dispositivos culturales como el psicoanalítico. En los distintos planos y en los diversos países latinoamericanos, hay ciudades que son centros y que de algún modo están más cerca de los centros del mundo en Europa, más cerca de la metrópoli, de España o Portugal. Con respecto a estos centros, todo lo demás aparece como periférico, provinciano, y se toma evidentemente menos en serio que los centros. Además la periferia es dependiente del centro y gira en torno a él, como un satélite, según el esquema copernicano que nos recuerda Maria Cristina Poli en su capítulo inicial ya comentado an principio.

Lo que digo puede apreciarse en el psicoanálisis latinoamericano. Hablaré del caso que yo mejor conozco, el de la lacanósfera mexicana, pero me imagino que lo mismo se repite en Brasil. El psicoanálisis de la región de Michoacán, en la que yo habito, gira en torno al pequeñísimo sol del psicoanálisis de la capital, Morelia, pero este sol gira en torno a otro sol, el del psicoanálisis de la Ciudad de México, el cual, a su vez, gira en torno a París y a veces en torno a Buenos Aires que a su vez gira en torno a París.

En todos los casos, lo satelital gira en torno al centro, se guía por él, lo obedece, lo estudia y aspira a formarse o psicoanalizarse en él. Es como si París nos acercara al meollo del asunto, al Padre, al acercarnos a Lacan y a través de él a Freud. Si uno quiere llegar hasta este núcleo freudiano-lacaniano y tuvo la desgracia de nacer en un pueblito de Michoacán, su camino pasará sucesivamente por Morelia, Ciudad de México, tal vez el rodeo inútil de Buenos Aires y al final París. Este camino es obviamente un camino de vida. La existencia dependiente se confunde con su propia dependencia, como nos lo muestran los teóricos de la dependencia, revelándonos cómo esta dependencia moldea por dentro América Latina.

La Teoría de la Dependencia resulta reveladora sobre el funcionamiento del psicoanálisis, pero puede también revelarnos mucho sobre la teoría psicoanalítica y ayudarnos a adoptarla de la mejor manera en un contexto como el de América Latina. Esto nos lo demuestran Samuel Iauany Martins Silva y Vinicius Anciães Darriba en su capítulo, en el que adoptan el cuerpo económico de la Teoría de la Dependencia para aproximarse críticamente a la lectura de Marx por Lacan y a la afirmación lacaniana de una homología entre el campo marxista y el campo psicoanalítico lacaniano. Tal homología, como bien lo muestran Martins Silva y Anciães Darriba, se establece en el ámbito del consumo excesivo, pero este ámbito es muy limitado en Latinoamérica, excepto en los sectores privilegiados.

Para las mayorías populares, lo que hay es una renuncia excesiva al goce, un plus-de-privación, como lo denominaba Freud. Latinoamérica es predominantemente un espacio de explotación, de producción del plus-valor concentrado y acumulado en otros lugares en los que se realiza y se traduce en un exceso de goce que debe perderse, en un plus-de-gozar. Estos otros lugares están en Nueva York, Londres y París, así como en ciertos barrios de Rio, Sao Paulo y Buenos Aires o Ciudad de México. Tenemos aquí espacios de sobreconsumo, de goce del capital, en los que la idea lacaniana de la homología del marxismo y del psicoanálisis puede tener sentido, pero esta homología se vuelve problemática tras las vitrinas, fuera del mundo interno del capital, en los espacios de trabajo y producción, en las fábricas y en los barrios obreros, en las favelas y en los grandes edificios de interés social.

Yo diría que la homología debe no descartarse, pero sí contextualizarse, relativizarse, precisarse, problematizarse, incluso profundizarse al considerar el punto de vista del Sur Global: el del trabajo, la producción, el proletariado, pero también el importante lumpenproletariado que no deja de crecer a medida que el trabajo se automatiza y la tecnología gana terreno sobre los seres humanos. Es en esta vía en la que yo me esfuerzo desde hace varios años, descentrándome desde un principio del espacio de consumo del Norte Global, pues el centro, para un marxista como yo, está siempre ahí donde se encuentra la producción, esto es, la existencia convertida en fuerza de trabajo explotada por el sistema simbólico de lenguaje cada vez más subsumido en el sistema económico del capitalismo. Aunque esto se encuentre en cualquier lugar en el que haya un sujeto, su lugar es el del Sur Global. Esto es algo sobre lo que he reflexionado mucho, pero ahora mis reflexiones no son lo importante. Lo que importa es este libro maravilloso que me invitaron a presentar y que los invito a leer a todos.