Tlacuache y yo

Presentación del libro Miseria del derecho: pensar de otro modo la liberación animal de Hilda Nely Lucano Ramírez en un evento organizado por el Comité de Resistencia contra la Psicologización, el miércoles 24 de septiembre de 2025, en la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, México.

David Pavón-Cuéllar

Hace unos dos meses, mientras caminaba en un jardín urbano de la Ciudad de México, escuché un sonido seco, semejante a nuestra onomatopeya para llamar la atención de alguien: la interjección “pst-pst” que utilizan a veces los hombres que acosan a las mujeres en las calles. Escuché una y otra vez “pst-pst-pst”, como si alguien estuviera llamándome. No soy mujer ni hermoso ni joven y el “pst” no venía acompañado por un “güerita” o “güerito” ni por ningún piropo del estilo “y bajaron los ángeles del cielo”. Sólo era un “pst-pst” que se repetía y que surgía entre las plantas.

No pude resistirme a resolver el misterio, así que me puse a husmear entre las plantas y finalmente me encontré una especie de larva diminuta de ratón, del tamaño de un pulgar, sin ojos ni orejas, inmóvil sobre la tierra y cubierto de hormigas que parecían disponerse a devorarlo. Junto a él había otro ser igual también hormigueante, pero ya muerto y alimentando a las hormigas. Para que el sobreviviente no terminara como su hermano, me apresuré a rescatarlo, a sacudirle sus hormigas y a limpiarlo con el auxilio de mi compañera. No tardamos en identificarlo como una cría de tlacuache, zarigüeya, Didelphis marsupialis, el único marsupial de México.

Hay que decir que mi compañera y yo no somos adeptos a los animales no humanos. En veinticinco años de vida en común, jamás hemos tenido un animal doméstico. Sabiendo además que el tlacuache es un animal no domesticable, nos apresuramos a llamar por teléfono a la PROFEPA, la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente, pero era viernes, ya iban a cerrar y no podrían acoger a la cría de tlacuache hasta después del fin de semana, cuando nosotros ya estaríamos en Morelia.

Nos trajimos entonces al tlacuache a Morelia y comenzamos a recibir consejos de un experto y de amigos sobre su complicada alimentación y su cuidado en casa. Nos recomendaron que lo cuidáramos y alimentáramos un tiempo, antes de entregarlo a la PROFEPA o a un colectivo, para aumentar sus probabilidades de supervivencia. El tlacuache abrió sus ojos, desplegó sus orejas, comenzó a agitarse todo el tiempo, triplicó su tamaño y sigue haciendo “pst-pst-pst”. Ahora es la principal ocupación y preocupación de nuestros días y noches.

Mi compañera y yo hemos descuidado un poco nuestras obligaciones cotidianas para entregarnos al asombro que nos provoca la agilidad acrobática del tlacuache, su desconcertante inteligencia y su enorme sensibilidad, su apego y al mismo tiempo su libertad inclaudicable. Siempre se obstina en hacer lo que desea, pero sin dejar de buscar nuestro contacto. Le gusta seguirnos y escapar, llamarnos y esconderse, y no deja de escrutarnos con la mirada. Lo que ahí vemos, en esas esferitas de obsidiana, es un enigma insondable que nos ve desde sus 60 millones de años de sabiduría acumulada que lo convierten en uno de los mamíferos más antiguos del planeta.

Mi relación con el tlacuache es el contacto más próximo que haya tenido con un animal. He cuidado, alimentado y a veces matado a cerdos, borregos, cabras, conejos, vacas y gallinas al pasar largas temporadas en comunidades indígenas y en una granja en la que trabajé un tiempo. Sin embargo, en cincuenta años de vida, nunca llegué a desarrollar un vínculo tan íntimo y profundo con un animal. Y justo ahora, cuando estoy obsesionado con el tlacuache y su animalidad, súbitamente se me da la ocasión de leer un libro como el que voy a comentar, Miseria del derecho: pensar de otro modo la liberación animal, de Hilda Nely Lucano Ramírez.

Me imagino que se me invitó a comentar este libro al considerar tres cosas que tengo en común con la autora y con su reflexión: mi perspectiva teórica marxista, mi posición práctica política anticapitalista y mi denuncia insistente de la responsabilidad del capitalismo en la devastación de nuestro planeta. Más allá de estas coincidencias, debo confesar desde ahora que no soy vegetariano y mucho menos vegano, lo cual, avergonzándome desde hace muchos años, es incongruente con mis ideas y hace que no sea la persona más autorizada para tratar estos asuntos. Quiero también confesar no solamente la escasez y estrechez de mis conocimientos en las áreas de la biología y el derecho, sino mi ignorancia casi completa sobre las innumerables investigaciones y discusiones en torno a la condición ontológica-jurídica de la animalidad, los derechos de los animales y el horizonte de su liberación como proyecto ético-político. Sólo conocía un poco, muy poco, el trabajo de Peter Singer y Jesús Mosterín, pero lo cierto es que el tema del que se ocupa Lucano me era prácticamente desconocido antes de leer su libro.

Es gracias a Lucano, con su guía y de su mano, que he realizado mi descubrimiento y exploración del campo del derecho animal. Casi todo lo que sé ahora sobre el tema se lo debo al excelente libro de Lucano. He comprobado así, en mi experiencia propia, que este libro es perfecto como introducción para quienes desconozcan todo o casi todo sobre el tema, como era mi caso. A ellos ya puedo recomendarles el libro, esperando que les sirva tanto como a mí para empezar a pensar en las espinosas cuestiones filosóficas, éticas, políticas, económicas y jurídicas implicadas en el derecho animal.

Para ponernos a pensar, Lucano recapitula varios siglos de reflexión humana sobre los “animales no humanos”, como los llama ella y como yo los denominaré en lo sucesivo. Esta denominación quizás nos asuste o nos desconcierte porque nos recuerda lo que intentamos olvidar por todos los medios: que nosotros los humanos también somos animales, que tenemos la animalidad en común con los demás animales, que no diferimos de ellos en el plano genérico animal, sino en el específico por el que hay diversas especies animales, entre ellas la del tlacuache, la del Didelphis marsupialis, y la del humano, la del Homo sapiens. Lucano sabe cómo ponernos al tlacuache y a mí en pie de igualdad al hacer que me reconozca yo animal como el tlacuache, pero él no-humano, sino tlacuache, y yo no-tlacuache, sino humano, cada uno con sus capacidades propias: yo con mi racionalidad crítica y él con su relación armoniosa con su entorno, su talento como actor, su cola prensil y su resistencia contra venenos de arañas y alacranes, por mencionar sólo algunas de sus virtudes, pues tiene muchas más, evidentemente muchas más que yo como humano.

Mi obsesión por el tlacuache me hizo pensar en él, como representante de toda la animalidad no humana, mientras leía el libro de Lucano y su ya mencionado resumen de la historia de la reflexión humana sobre los animales no humanos. Leyendo a Lucano, me enteré con sorpresa y con cierta vergüenza de que muchos grandes filósofos y pensadores, incluso algunos a los que había leído y a los que yo creía conocer bien, habían defendido la condición y el derecho de los animales, sin que yo supiera nada al respecto. Lucano revisa puntualmente las observaciones y los argumentos de Plutarco, Porfirio de Tiro, Michel de Montaigne, Voltaire, Condillac, David Hume, Jeremy Bentham, Henry David Thoreau, Max Horkheimer y Theodor Adorno y Martha Nussbaum, entre otros. Estos pensadores cuestionaron, cada uno a su modo, lo que Lucano llama “humanocentrismo” que nos hace a los humanos considerarnos los únicos sujetos con derechos, objetivar a los demás seres, creernos el centro de la naturaleza e imaginar que los animales tan sólo existen para girar en torno a nosotros, para ser apropiados por nosotros, para servirnos, acompañarnos y alimentarnos. 

Hay que tener claro que el humanocentrismo no sólo tiene expresiones despiadadas, crudas y siniestras, sino que puede también adoptar formas suaves e incluso empáticas hacia el sufrimiento de los animales. Es el caso de lo que Lucano llama bienestarismo, en el que se busca cierto bienestar para los animales, reconociéndolos como sintientes e intentando atenuar su dolor y sufrimiento, pero sin dejar de considerarlos propiedades y recursos explotables y sacrificables. Para pensar en esta cuestión y en otras más, la reflexión de los mencionados pensadores clásicos ya no es suficiente para Lucano, quien debe aportar sus propias ideas que a veces fundamenta en las de múltiples autores actuales a los que yo no conocía, entre ellos Jorge Riechmann, Jean-Marie Schaeffer, Henry Salt, Carol Adams y Josephine Donovan, por mencionar algunos de los que me parecieron más llamativos.

Entre las referencias que llamaron mi atención, hay una a César Nava Escudero, que publicó un librito en la UNAM sobre los derechos de tlacuaches y cacomixtles en contraposición a los derechos de perros y gatos en la reserva ecológica del Pedregal de San Ángel al sur de la Ciudad de México. No leí este librito, pero su título, su referencia explícita a los derechos de los tlacuaches y lo que Lucano dice al respecto me hicieron pensar en la condición de mi tlacuache quizás no como persona en el sentido estricto del término, pero tampoco definitivamente como cosa ni como objeto, sino como sujeto, como un sujeto jurídico, sujeto de derecho, sujeto con derechos. Esta condición de mi tlacuache implica fundamentalmente que yo tenga obligaciones hacia él, como lo entendí gracias a Lucano y a su interpretación de la teoría positivista del derecho de Hans Kelsen, quien separa el derecho de la moral, de la sociología y de la política, y lo hace consistir en el plano de las normas que plantean obligaciones para quien las respeta.

Mis primeras obligaciones con el tlacuache podrían corresponder a los preceptos que el jurista romano Domicio Ulpiano puso en el centro de su derecho natural: vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo suyo. Siguiendo a Lucano al aplicarme tales preceptos en la relación con mi tlacuache, diría que el derecho del tlacuache es que yo me obligue, al relacionarme con él, a no dañarlo y a darle lo suyo: no dañarlo al no intoxicarlo ni enfermarlo al alimentarlo inadecuadamente, pero también darle lo suyo al darle su alimento, el que le corresponde, así como también finalmente al darle su libertad, permitiéndole volver a su medio natural en el que tendrá la ocasión de realizar plenamente sus capacidades y posibilidades existenciales. Esta liberación final es indispensable, pues mi tlacuache, como animal salvaje, no es verdaderamente “mi” tlacuache, como lo describo injustamente, ni tampoco nuestro, de mi compañera y mío, sino que se pertenece a él mismo y tiene derecho a su estilo de vida en libertad, un derecho que debe anteponerse a nuestro deseo de retenerlo.

El deseo de retener un animal salvaje y su representación como algo mío o nuestro, que nos pertenece, nos conduce al que yo considero que es el punto medular del libro de Lucano, punto por el que me gustaría terminar. Este punto es un aspecto del humanocentrismo al que ya me referí: la relación apropiativa y objetivante que yo puedo establecer con mi tlacuache y que los humanos establecen con todos los animales no humanos del planeta. En esta relación, los animales no-humanos están ahí para nosotros: los perros y gatos para acompañarnos y jugar con nosotros, las vacas y cerdos para alimentarnos, las gallinas y codornices para darnos huevos, las jirafas y los elefantes para ofrecerse a nuestra contemplación en los zoológicos, etc. En todos los casos, olvidamos que los animales no-humanos estaban aquí antes de nosotros, que tienen sus propias razones para vivir, que son sujetos al igual que nosotros, y los reducimos a objetos con un valor de uso para nosotros, para ser usado por nosotros, explotado por nosotros.

Además del valor de uso, los animales no-humanos adquieren un valor de cambio expresado en el precio al que se compran y se venden, un valor que se vuelve cada vez más importante en el capitalismo, hasta el punto de anteponerse al valor de uso. Esto se traduce, por ejemplo, en la engorda artificial de ganado que no solamente lo enferma, sino que aumenta su valor de cambio lucrativo a expensas de su valor de uso nutritivo para el ser humano. Es así en detrimento de los animales no-humanos e incluso de los animales humanos que el capitalismo convierte a los primeros en mercancías con un valor de cambio y un valor de uso, mercancías con las que se comercia y se especula para engrosar al capital.

El sistema capitalista, como bien lo muestra Lucano en su libro, agrava e intensifica la objetivación, la cosificación y la mercantilización de los animales no-humanos. Se estima que diariamente, cada 24 horas, matamos a casi un millón de vacas y aproximadamente 200 millones de pollos que tuvieron antes una existencia miserable llena de sufrimientos. Podríamos argumentar con cierto cinismo que esta hecatombe es en beneficio de la humanidad, pero no debemos engañarnos, pues la explotación masiva de los animales no-humanos es sobre todo en beneficio del capital, específicamente del capital de la industria cárnica, y en realidad, como Lucano lo subraya, está contribuyendo a la destrucción de la biósfera que los humanos requieren para sobrevivir.

Lo cierto es que tanto los animales humanos como los no-humanos estamos siendo víctimas del sistema capitalista. Este capital está objetivando, cosificando y mercantilizando no sólo a los animales no-humanos, sino también a los animales humanos. Somos cada vez más los objetos del capital que se impone cada vez más como el único sujeto al que todo lo demás debe quedar subordinado.

Así como el capital del sector cárnico está sacrificando a cientos de millones de animales diariamente, de igual modo el capital de sectores como el militar, el de construcción, el turístico y el inmobiliario está valiéndose del gobierno criminal sionista de Israel para sacrificar a decenas de miles de palestinos. Tanto los palestinos como los animales no-humanos pueden ser inmolados y desechados porque no son reconocidos como los sujetos que son, sino que son reducidos a objetos del capital. No hay que olvidar que esta misma objetivación es la que opera a través de la psicología, la cual, aunque ciertamente no esté exterminándonos como sujetos, sí que nos convierte en objetos y neutraliza nuestra subjetividad, neutralizando así el principal obstáculo ético, político y jurídico para explotarnos y sacrificarnos en el enorme rastro capitalista en el que el capital devora nuestras vidas.

Una vez que somos objetos como los de la psicología o el capital, basta encontrar una buena excusa ideológica para exterminarnos como a los palestinos o a los animales no-humanos. Estas excusas no son difíciles de encontrar. Encontrarlas forma parte de las pericias desarrolladas por ideólogos y políticos profesionales del capital como Trump o Netanyahu.

Para quienes piensan lo que el capital pensaría si pensara, no hay ninguna diferencia entre un objeto vacuno y uno humano, ya sea un inmigrante mexicano para Trump o un indígena palestino para Netanyahu. Este desprecio por los animales humanos que somos no debería llevarnos a insistir en lo que nos distingue de los animales no-humanos, sino más bien reconocer lo que nos une a ellos, la condición de sujetos que tenemos en común con ellos y que puede ser desconocida para sacrificarnos a nosotros al igual que a ellos. El desconocimiento de nuestra condición de sujetos es una constante en el capitalismo para el que no hay más sujeto que el capital y quienes lo personifican porque imaginan poseerlo cuando son poseídos por él.

En contraste con la objetivación de todos los sujetos en la modernidad occidental capitalista, podemos descubrir una subjetivación de todo lo existente en culturas como las originarias mesoamericanas. Esta subjetivación generalizada, a veces desdeñada por los antropólogos como una forma de animismo, es la que les permite aún a muchos indígenas establecer vínculos intersubjetivos con los demás animales, con los vegetales e incluso con los minerales de la tierra. Mi convicción es que sólo una intersubjetividad semejante podrá parar la devastación del planeta y asegurarnos contra la aniquilación final de la humanidad, lo que requiere primeramente ver a los otros seres como nuestros semejantes, como sujetos con derechos y que nos imponen obligaciones. Esto es fácil cuando miramos a ojos de obsidiana como los de un tlacuache que no es tan mío como yo quisiera, pero se vuelve más difícil cuando se trata de un árbol que no parece tener ojos, pero que ahí está, estupefacto, justo antes de ser cortado para impedirle que siga asegurando generosamente nuestra subsistencia en la tierra.

El amor, sus formas culturales y sus efectos políticos

Artículo publicado el 23 de septiembre de 2025 en la revista La Tizza de Cuba y elaborado a partir de una intervención del 14 de mayo del mismo año en el Laboratório de Psicanálise Sociedade e Política do Instituto de Psicologia da Universidade de São Paulo (PSOPOL-IPUSP), en São Paulo, Brasil

David Pavón-Cuéllar

Lo particular y lo universal

Suele pensarse en el amor como en algo universal que sería siempre lo mismo en todas las culturas y en todas las épocas de la historia. Esta noción del amor no excluye que haya diversas formas de amar, pero supone que lo variable es la manifestación del amor y no el amor mismo, que sería un sentimiento demasiado íntimo, fundamental y trascendente como para ser afectado por la inmanencia cultural e histórica. Según la misma idea común del amor, todo cambiaría, pero no el amor, que estaría siempre ahí, estremeciendo el corazón de todos los seres humanos.

La noción del amor como algo universal puede encontrarse incluso en autores tan críticos de las ideas comunes como lo son Marx y Freud. Marx cree en un amor que existe desde los albores de la civilización, pero que se degrada, corrompe y prostituye al aburguesarse en el capitalismo, así como Freud pone el amor en general, asimilado a lo sexual y erótico, en el meollo de la vida mental y en el origen de las neurosis y las histerias. Tanto en Freud como en Marx, las manifestaciones del amor pueden variar, pero aquello que manifiestan es algo que trasciende todas sus variaciones y de lo que puede hablarse en términos generales.

Por más incondicional que uno sea de Marx y Freud, quizás esté sintiéndose ahora tentado a discrepar de ellos en lo que se refiere al carácter universal del amor. Todo parece contradecir esa universalidad y dar la razón al relativismo cultural e histórico en el que se reconocería que el amor no es el mismo en distintas culturas y en distintas épocas de la historia. Todo parece indicar, en efecto, que el amor, y no sólo sus manifestaciones, es algo diferente en cada contexto, sin que haya en él casi nada universal, ni siquiera el nombre mismo con el que se universaliza lo que aparece cada vez de modo particular. Cada lengua tiene su nombre para el amor, a veces varios nombres, los cuales, además de recortar de formas distintas la realidad, se refieren a realidades por completo diferentes.

Dialéctica de lo particular y lo universal

El amor no es nunca el mismo, pero el caso es que nuestra lengua se obstina en designarlo siempre igual, con un mismo nombre de “amor” que significa una sola cosa y no sólo cosas diferentes. Podríamos resolver sencillamente la cuestión al sentenciar que nuestra lengua se equivoca, pero sería más justo decir que se contradice, pues da simultáneamente un mismo sentido y sentidos múltiples a la misma palabra. Esta contradicción podría estar expresando el saber que Freud le atribuye a nuestra lengua, el saber que el amor no deja de ser el mismo, aunque nunca sea el mismo[1].

La contradicción entre lo universal y lo particular es lo que Marx y Freud reconocen al pensar en el amor. Su pensamiento dialéctico, tan convincente como esclarecedor, nos permite comprender tanto el sentido común que intuye lo universal del amor como el simple relativismo que lo niega. De ahí que yo no discrepe de Marx y Freud en ese punto.

Pienso que el psicoanálisis tiene razón cuando plantea que el amor de un hombre hacia su madre será simultáneamente idéntico y opuesto al que siente hacia una amante. Considero también que el marxismo acierta cuando percibe que el amor de la monogamia burguesa es al mismo tiempo idéntico y opuesto al amor sexual individual que puede aparecer entre los obreros, así como también hay identidades y oposiciones entre las distintas formas de amar en cada cultura o período prehistórico o histórico. Aunque se trate siempre del mismo amor, este amor no es nunca el mismo.

Amor en Occidente

Que el mismo amor nunca sea el mismo se comprueba no sólo al contrastar diversos tipos de amor como el fraterno y el erótico, sino al comparar distintas versiones de un mismo tipo de amor, como el erótico, en momentos y lugares diferentes. Esta comparación basta para convencernos del carácter específico de aquello que generalizamos abusivamente. En el caso de nuestro amor erótico, el occidental moderno, su compleja especificación cultural e histórica nos ha sido relatada por Denis de Rougemont en su ya clásico El amor y el Occidente[2],el cual, recordemos, le sirvió a Jacques Lacan en sus seminarios siete[3] y veinte[4] para elucidar la contradicción inherente al amor occidental: contradicción entre la identidad y la diferencia de lo deseante y lo amoroso, de lo carnal y lo espiritual, del objeto y de la Cosa, de lo físico y lo estático.

La inmersión de Rougemont en el mar literario europeo, medieval y moderno, le permite reconstituir la genealogía de nuestro amor erótico en la modernidad occidental. Este amor, según Rougemont, resultaría de la confluencia de Eros con Agapé, de la pasión carnal profana con el amor espiritual cristiano. Los dos afluentes serían incompatibles e irreconciliables entre sí, lo cual explicaría el destino trágico de nuestro amor erótico, su consumación en la muerte, así como también, de modo general, su exclusión de verdaderos desenlaces felices.

El paradigma de lo elucidado por Rougemont es el amor imposible de Tristán e Isolda. Recordémoslo: se aman, pero deben renunciar a su amor para mantenerse fieles al rey Marc de Cornualles que se casa con Isolda, pero lo traicionan porque se aman, pero deben ser fieles y renuncian a su amor, pero no consiguen hacerlo porque se aman perdidamente, hasta el punto de morir «cuerpo con cuerpo, boca con boca», según la estremecedora versión de Thomas de Bretaña del siglo XII[5]. Siguiendo esa versión, Tristán e Isolda tan sólo pueden consumar su unión amorosa en la muerte, pues en la vida no hay lugar para su amor.

El gran problema de Tristán e Isolda, como lo explica Rougemont, es que obedecen a dos fidelidades opuestas, la fidelidad al señor o cónyuge y la fidelidad a la pasión y al deseo, la fidelidad «feudal» y la «cortesana», la «matrimonial» y la «caballeresca»[6]. Es por ello que su amor sólo puede realizarse al volverse imposible, «conformándose a las mismas leyes que lo condenan, para conservarse mejor»[7]. La única forma de experimentar con plenitud el amor erótico y pasional, en efecto, sería prohibiéndoselo a sí mismo, sintiéndose culpable de él hasta el punto de privarse de él, como lo hacen Tristán e Isolda, quienes deben morir para llevar esta lógica amorosa hasta sus últimas consecuencias.

El drama de Tristán e Isolda sería el de cualquier amor erótico y pasional en Occidente. Aquí, en el mundo occidental y moderno en el que vivimos, tan sólo podríamos conocer la pasión amorosa en la culpa, en el sufrimiento y en una imposibilidad trágica, potencialmente mortífera. Si un sujeto no ha padecido todo esto, será porque no ha conocido en verdad el amor erótico y pasional, al menos en su forma occidental y moderna, gestada en la Europa de la Edad Media.

Mayahuel y Ehécatl

Fuera del Occidente y de su modernidad, hay otras formas de amar, incluso en clave de tragedia. Recordemos, por ejemplo, la extraña historia trágica de amor, si es que podemos llamarla así, entre Mayahuel, diosa del maguey entre los nahuas de México, y Ehécatl, dios del viento y una de las advocaciones de Quetzalcóatl. Sintetizaré la historia tal como se encuentra en un manuscrito del siglo XVI del francés Andrés Thevet, quien traduce un texto de Fray Andrés de Olmos, el cual, a su vez, está basado en el testimonio de los indígenas mexicanos recién conquistados[8].

El dios Ehécatl se preguntaba cómo hacer para que la humanidad «tomara gusto en vivir en la tierra»[9]. La solución que encontró fue alcohólica: la invención del pulque, bebida que se obtiene por la fermentación de la savia del maguey. Entonces fue a buscar a la diosa Mayahuel que estaba dormida y le dijo: «Te vengo a buscar para llevarte al mundo»[10]. Se nos cuenta que «ella convino en seguida y así descendieron ambos, llevándola él sobre sus espaldas», y «tan luego como llegaron a la tierra, se mudaron ambos en un árbol con dos ramas» correspondientes a Ehécatl y a Mayahuel[11]. Después las dos ramas se desgajaron y la de ella fue quebrada por su abuela, quien se la entregó a otras diosas para que la devoraran, dejando solamente los huesos que Ehécatl recogió y enterró. Fue de esos huesos de los que nació el maguey con el que se produce el pulque.

La historia de Ehécatl y Mayahuel contrasta en varios aspectos con la de Tristán e Isolda. Mientras que los dos europeos consuman su unión a pesar de sí mismos y al final en la muerte, los dioses indígenas consiguen hacerlo en el consentimiento mutuo y siempre en la vida, bajo la hermosa forma de un árbol. Es verdad que finalmente las ramas deben separarse y Mayahuel parece morir, pero no es más que para transferir su vida a algo más, al maguey, en beneficio de la humanidad.

El amor de Ehécatl y Mayahuel, a diferencia del de Tristán e Isolda, no es en vano y tampoco está cerrado sobre sí mismo, sobre su propia inmanencia, y aislado con respecto a lo que lo rodea. Más bien se trata de un amor abierto al universo, con efectos benéficos trascendentes, en una compleja trama de relaciones de los amantes con todo lo demás. Es como si fuera por amor hacia la naturaleza y la humanidad que hubo el amor entre Ehécatl y Mayahuel. Ese amor no tiene sentido por sí mismo, sino por un deseo que lo trasciende, el deseo de crear el maguey para que los seres humanos tomen gusto de vivir en la tierra.

Ideal amoroso del comunismo

La trascendencia del amor de Mayahuel y Ehécatl es por la satisfacción de un deseo y no sólo de la necesidad. El mito de este amor que se trasciende a sí mismo evoca la sexualidad no sólo para la reproducción de la especie humana, sino para la producción de una cultura indígena inextricablemente ligada con la naturaleza. No hay aquí nada parecido a las contradicciones que desgarran a Tristán e Isolda entre la cultura y la naturaleza, entre la inmanencia y la trascendencia, entre la materialidad y la espiritualidad, entre el cuerpo y el alma, entre el deseo y el deber, entre el amor profano y el cristiano, entre la pasión y el matrimonio, entre la masculinidad y la feminidad.

Más que entidades contradictorias, lo que hay en Ehécatl y Mayahuel son fuerzas complementarias que se equilibran, convergen y se unen. El resultado es un amor espiritual en su materialidad, trascendente en su inmanencia, tan del alma como del cuerpo, tan de la cultura como de la naturaleza y tan de la humanidad como de los amantes. Digamos que Mayahuel y Ehécatl se unen en un gesto de amor por la humanidad. ¿Acaso no hay aquí algo del ideal amoroso del comunismo, tal como se manifiesta en conceptos como el del «amor-camaradería» de Aleksandra Kolontái[12]?

Un comunista latinoamericano como yo no podría sino entusiasmarse ante la historia de Mayahuel y Ehécatl. El entusiasmo sería no sólo por aquello que se manifiesta en la historia, sino porque se trata de algo que pudo haberse transmitido soterradamente hasta las actuales relaciones amorosas y eróticas en América Latina. Estas relaciones, después de todo, son herederas de lo que era el amor no sólo en la Europa medieval de Tristán e Isolda, sino en la América precolombina de Mayahuel y Ehécatl.

Ibn Zaydun y Walada

Además de lo autóctono americano y de lo foráneo europeo, nuestro hibridismo latinoamericano tiene otros componentes culturales originarios. Uno de ellos es el africano, pero también están los componentes judío y árabe, ambos por lo general olvidados, aun cuando penetraron e influyeron de modo continuo y profundo en la cultura hispanoportuguesa durante los siglos de la Edad Media. Es en ese contexto, en el siglo XI, que vemos aparecer a un poeta, Ibn Zaydun, cuyos versos despliegan un amor erótico y pasional que también contrasta con el de Tristán e Isolda, aun cuando sea el reflejo de una historia no menos contradictoria y desgarradora, la del mismo Ibn Zaydun con la princesa Walada, quien fuera su amante para después abandonarlo.

En el trágico amor entre Ibn Zaydun y Walada, la contradicción y el desgarramiento no son, como en Tristán e Isolda, entre lo matrimonial y lo pasional, entre lo espiritual y lo carnal, entre lo cristiano y lo profano. Esas dicotomías ni siquiera existen para Ibn Zaydun, quien simplemente, según su poesía, recibe «un mensaje de amor que envía un cuerpo al corazón»[13], al tiempo que reconoce que Walada está hundida en su propio ser como «el alma en el cuerpo»[14]. El amor es un alma en el cuerpo sexuado, así como el deseo es un mensaje de amor para el alma enamorada. Esta comunicación monista entre el alma y el cuerpo es precisamente lo que se rompe trágicamente en la historia de Tristán e Isolda, una historia dualista en la que se anticipan saberes modernos como el psicológico, el cual, por su constitución misma, debe separar su objeto psíquico de todo lo demás.

El dualismo de la psicología proviene de la contradicción cultural que impide la unión de Tristán con Isolda. Esta contradicción occidental entre lo anímico y lo corporal difiere de la contradicción de Walada e Ibn Zaydun, una contradicción entre lo finito y lo infinito, entre la vida breve y el amor eterno, entre lo mundano tan estrecho y lo deseante-amoroso ilimitado. La ilimitación del deseo y del amor, contradictoria en sí misma, se expresa en la poesía de Ibn Zaydun cuando confiesa que nunca dejó de beber en la fuente del amor de Walada, pero «cuanto más bebía, más sed le causaba»[15]. Luego, en el momento de la ruptura, Ibn Zaydun esperaba que la desesperación lo hiciera olvidar, pero «tan sólo aumentaba su deseo»[16]. La contradicción encuentra su mejor síntesis en un verso estremecedor: «Si hubiera durado, mi gozo habría sido eterno, pero noches de la unión han de ser siempre cortas». El amor nunca dura su propia eternidad, la que él mismo demanda y promete, la que se atisba en cada uno de sus instantes.

Trascendencia y sacrificio

Quizás lo eterno del amor estribe en su trascendencia como condición indispensable no sólo para que la especie humana se reproduzca, sino para que la cultura se perpetúe. Es quizás por dicha trascendencia, ya evidente en la historia de Ehécatl y Mayahuel, que Ibn Zaydún puede llegar a decir que amará a sus enemigos porque Walada es «uno de ellos»[17] y que en la presencia de Walada «toda la humanidad» está con él[18]. Amando a Walada, Ibn Zaydún está volcando su amor a todos los seres humanos, tal como sucedía con Ehécatl en su amor por Mayahuel, un amor tan abierto como el de Ibn Zaydún.

La apertura de Ehécatl y de Ibn Zaydún hacia el gran Otro de la humanidad contrasta con el encerramiento especular en el que se pierden Tristán e Isolda. En este encerramiento, lo que domina es el deseo de poseer al otro, en lugar del desconcertante desprendimiento de Ibn Zaydún, quien le dice a Walada «lloro fiel y, si no me regalas con la unión, la imaginación me compensará y el recuerdo será suficiente»[19]. En otro verso, Ibn Zaydún confirma que le «basta respetar como cosa sagrada la ausencia»[20]. Desde luego que la ausencia de Walada es dolorosa para Ibn Zaydún, pero la respeta y es en este respeto en el que se ve desgarrado por la contradicción amorosa.

El amor de Ibn Zaydún es tal que lo hace apartarse y privarse de Walada. Este sacrificio por amor contrasta con el apego, con la pasión posesiva de Tristán, quien hasta el final demanda la presencia de Isolda. Mientras que Tristán e Isolda sucumben y de algún modo se destruyen el uno al otro a través de sus contradicciones, Ibn Zaydún prefiere alejarse, cantándole a Walada: «si el destino pudiera someterse a mi razón, te rescataría de sus contradicciones al precio de mi ser»[21]. La disposición a retraerse y sacrificarse es otro aspecto fundamental por el que la historia de Ibn Zaydún y Walada se distingue de la de Tristán e Isolda.

Retraimiento y desprendimiento

En contraste con el amor de Tristán por Isolda, el de Ibn Zaydún por Walada implica un gesto firme y sostenido, no contradictorio ni titubeante, de retraimiento y desprendimiento. Este gesto resulta extraño en una modernidad occidental en la que el amor suele adoptar unos rasgos apropiadores y celosos, determinados no sólo por la historia del amor en Occidente, sino por su relación esencial con la propiedad privada y con el tipo capitalista normativo de subjetividad. Al subjetivarnos, en efecto, el capital favorece la posesividad, la agresividad y la competitividad que se encuentran lo mismo en los celos que en la visión hobbesiana del hombre como lobo del hombre y en la idea freudiana del complejo de Edipo con el niño que rivaliza con el padre para poseer la madre.

El sentimiento amoroso posesivo, agresivo y competitivo, característico de la subjetivación capitalista liberal edípica, resulta incompatible con el amor de Ibn Zaydún que lo hace retraerse y desprenderse de la mujer a la que ama, precisamente porque la ama. Este gesto de retraimiento y desprendimiento podría también entusiasmar a un comunista latinoamericano, no sólo por ofrecer un ejemplo de amor diferente al inculcado por el capitalismo, sino por formar parte de la genealogía cultural del amor en América Latina.

¿Y si nuestro amor latinoamericano preservara de algún modo, aunque fuera en potencia, esa herencia hispanoárabe de retraimiento y desprendimiento, así como también de trascendencia, por la que Ibn Zaydún percibe a la humanidad en su amada? ¿Y si el sentimiento amoroso de Ibn Zaydún hacia Walada se hubiera transmitido hasta nosotros junto con el de Ehécatl y Mayahuel? ¿Y si estas configuraciones del amor formaran parte de nuestro patrimonio cultural junto con la otra forma de Tristán e Isolda que Rougemont pone en el centro del amor en Occidente? ¿Y si nuestra forma de amar no fuera solamente la de Occidente con sus importantes consecuencias políticas?

Política del amor

Al ocuparse de la forma en que el amor occidental se despliega en lo político, Rougemont observa con gran perspicacia que el amor del siglo XX se encuentra sobre todo fuera de las relaciones entre los sexos, habiendo sido capturado por la política[22]. Es por ello que la política se habría erotizado, como en las masas estudiadas por Freud, las cuales, en Rougemont, aparecen feminizadas y enamoradas de líderes masculinos como Hitler y Mussolini[23]. Aquí lo importante es que el nazismo y el fascismo no sólo atraparían y acapararían el amor típicamente occidental inaugurado por Tristán e Isolda, sino que se configurarían como él, reproduciendo su aspecto escindido, contradictorio, imposible y mortífero.

Lo que se manifiesta en el sentimiento amoroso de Tristán e Isolda retornaría bajo la forma de la pasión de las masas de ultraderecha por Hitler y Mussolini, y quizás ahora por Bolsonaro, Milei y Trump. Hacia el dirigente como hacia el amado, habría siempre el mismo tipo imposible de amor, el contradictoriamente cristiano y profano, el heredado por el medioevo europeo a la modernidad capitalista globalizada. Ese amor estaría siempre ahí en el Occidente del que formamos parte. Estaría por ello también aquí en Latinoamérica, pero quizás aquí haya otras clases de amor, otros amores que puedan politizarse de otros modos que las pasiones fascistas y neofascistas de las masas.

Además del amor patriarcal-filial que Freud atribuyó en general a todas las masas y Reich específicamente a las masas fascistas, podríamos volver a pensar en el sentimiento amoroso matriarcal-fraternal que el freudiano Paul Federn encontró en las masas comunistas que lograban liberarse de la figura paterna[24]. Recordaríamos entonces el amor erótico de las multitudes spinozistas que no es el de los pueblos hobbesianos[25]. Luego habría que pensar en otros amores con otras politizaciones posibles, también afines al comunismo, como aquellos que aquí he invocado, el de Ibn Zaydún hacia Walada y el de Mayahuel con Ehécatl.

Hay otros amores diferentes del de Tristán e Isolda. No estamos condenados a él ni a su politización. Hay otras formas de amar y de politizarse al amar. El amor es diverso incluso en el interior de la estrecha esfera heterosexual de la que aquí nos hemos ocupado, pero hay también el exterior, el espacio LGBTIQ+, el definido precisamente por su infinita diversidad.


[1] Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), en Obras completas XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 86-88.

[2] Denis de Rougemont, L’amour et l’Occident (1939), París, Plon, 1970.

[3] Jacques Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse (1969-1960), París, Seuil, 1986.

[4] Lacan, Le séminaire, Livre XX, Encore (1972-1973). París, Seuil Poche, 1975.

[5] Béroul y Thomas, Tristán e Isolda, Ciudad de México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 154-155.

[6] Rougemont, L’amour et l’Occident, op. cit., pp. 25-28.

[7] Ibid., pp. 27-28.

[8] Andrés de Olmos, De la opinión que ellos tenían de la creación del mundo y de sus dioses, y de la destrucción del mundo y de sus cielos (1533), en Teogonía e historia de los mexicanos, Tres opúsculos del siglo XVI, Ciudad de México, Porrúa, 2005, pp. 102-108.

[9] Ibid., pp. 106-107.

[10] Ibid., p. 107.

[11] Ibid.

[12] Aleksandra Kolontái, El amor en la sociedad comunista (1921), en La mujer nueva y la moral sexual, Ciudad de México, Juan Pablos, 1972, pp. 126-139.

[13] Ibn Zaydun, Casidas de amor profano (1070), Ciudad de México, Porrúa, 2019, p. 46.

[14] Ibid., p. 71.

[15] Ibid., p. 43.

[16] Ibid., p. 41.

[17] Ibid., p. 71.

[18] Ibid., p. 63.

[19] Ibid., p. 43.

[20] Ibid., p. 45.

[21] Ibid., p. 52.

[22] Rougemont, L’amour et l’Occident, op. cit., pp. 226-230.

[23] Ibid., p. 228.

[24] Paul Federn, La société sans pères (1919), Figures de la psychanalyse, 7(2), 2002, pp. 217-238.

[25] David Pavón-Cuéllar, Hijos y hermanos: dos psicologías de las masas, en Más allá de la psicología social: Freud, las masas y análisis del yo, Ciudad de México, Paradiso, 2023, pp. 85-116.

Centro y periferia del sujeto, del capitalismo y del psicoanálisis

Presentación de la obra colectiva Descentrar a psicanálise, uma vez mais, coordinada por Carolina Lo Bianco y Tania Rivera, en la Universidad Federal de Río de Janeiro, Brasil, el martes 16 de septiembre de 2025

David Pavón-Cuéllar

La noción de un descentramiento psicoanalítico del sujeto se ha convertido en un lugar común entre quienes seguimos a Freud. En la comunidad lacaniana, el descentramiento suele entenderse como la subversión del sujeto a la que se refería Lacan. El psicoanálisis habría subvertido al sujeto al descentrarlo del sujeto filosófico, el de conocimiento, el trascendental identificado con la res cogitans, con la cosa pensante cartesiana, con el yo del cogito, del yo pienso, luego yo existo.

Freud nos ha enseñado efectivamente que el yo no es el centro del sujeto, que no es el centro ni siquiera de sí mismo, que no es amo ni siquiera en su propia casa. Digamos que su casa está ocupada, encantada, hechizada y acechada por el otro como por un fantasma. La otredad posee al yo, el cual, entonces, como decía Lacan, es un otro, estando fundamentalmente alienado, ya desde su aparición en el exterior del espejo.

El reconocimiento de la alienación fundamental del yo es crucial en el psicoanálisis. Es un umbral que debemos cruzar para internarnos en el campo psicoanalítico. Es una condición ineludible, indispensable, necesaria, pero no suficiente para la efectuación de lo que está en juego en la herencia freudiana.

En el psicoanálisis, el descentramiento del sujeto con respecto al yo no puede ser nuestro punto de llegada, sino sólo nuestro punto de partida. Esto lo entienden muy bien Anna Carolina Lo Bianco y Tania Rivera, las coordinadoras de la obra colectiva Descentrar a psicanálise, uma vez mais. De ahí que la obra se abra, en la introducción escrita por las coordinadoras, por el yo que no es amo ni siquiera en su propia casa.

Comenzamos por donde hay que empezar, pero tan sólo para dar el primer paso y para ir más allá. El descentramiento del sujeto con respecto al yo es insuficiente porque el centro abandonado por el yo puede ser ocupado por algo más que pase a constituir otro centro. Esto puede ocurrir incluso cuando el centro es ocupado por un ello en el que recentramos una psicología del ello que viene a reemplazar la despreciable y bastante desacreditada psicología del yo con su derivación en la psicología del self o del yo mismo entendido como redundante repliegue autoconsciente del yo sobre sí mismo.

En lugar del yo y de su mismidad, el centro puede ser ocupado también por el inconsciente y dar lugar a una psicología del inconsciente, centrada en el inconsciente. El centro puede ser también el sujeto del inconsciente, así como la histeria, el significante y muchas otras cosas. En todos los casos, tenemos un restablecimiento del centro, un recentramiento de la doctrina psicoanalítica sobre sí misma, un recentramiento sobre su núcleo de certezas.

El recentramiento del psicoanálisis es una expresión de lo que Lacan describía como las revoluciones que se resuelven y se consuman en el momento de la reacción, de la restauración, de la reconstitución del amo, de su poder, en tanto que centro. El camarada Stalin viene a ocupar el sitio político central que antes era ocupado por el Zar Nicolás II. La dictadura de una clase, la aristocracia o la burguesía, tan sólo desaparece para ceder su lugar a la dictadura de otra clase, del proletariado.

Lo cierto es que el proletariado tiene que dejar de ser lo que es para imponerse y eternizarse como clase dominante. Si puede aceptarse esta dominación de clase del proletariado, es porque no se comprende que el proletariado es la negación de sí mismo como clase y la negación también de la sociedad de clases y por ende igualmente de la dictadura de una clase, de su dominación, de su poder sobre la sociedad entera, de su posición como centro en torno a lo cual todo tiene que orbitar. Es lo mismo que no se comprende cuando se pone el ello en un lugar central que antes era ocupado por el yo, como si el ello pudiera estar en el centro, como si no fuera precisamente ello, es decir, algo que aparece apartado, allá, no aquí, no siendo yo, sino ello para el yo.

Un ello puesto en el centro ya no es ello, sino una máscara del yo, exactamente como el proletario que sube y se mantiene arriba ya no es proletario, sino un burócrata en el que Lacan descubre una forma patológica del burgués. El riesgo de aburguesar al proletariado al hacerlo ascender es algo con lo que estamos tristemente familiarizados. Para evitar que esto suceda, necesitamos recordar siempre la estrategia política del marxismo en la que es únicamente para destruir el arriba que los de abajo tienen que subir.

Darle el poder al proletariado sólo puede tener sentido, para nosotros los marxistas, como un medio para neutralizar el poder. El poder ejercido por el proletariado se ve neutralizado a causa de la irreductible incompatibilidad entre el poder positivo y un proletariado concebido como negatividad, como vacío esencial de ser y de poder, como un cero que anula cualquier poder multiplicado por él. Un poder multiplicado por 0, ejercido por el 0 proletario, arroja siempre cero como resultado.

Es para que ya no haya un centro que nosotros los marxistas queremos que el centro esté ocupado por los proletarios. De igual modo, poner el ello en el centro sólo puede tener sentido, para nosotros los freudianos, para disolver el centro, para disiparlo, para suprimirlo. Esta supresión del centro, que no es otra que la del arriba concebido como punta de la pirámide, es un punto en el que vemos converger el marxismo y el psicoanálisis consecuentes: es un desenlace del proceso analítico y de un movimiento revolucionario que no tiene absolutamente nada que ver con la restauración del poder.

La revolución que interesa en el psicoanálisis, como la que interesa en el marxismo, no es la que sustituye un centro por otro. Esto lo comprende muy bien Maria Cristina Poli, quien por eso nos recuerda en su capítulo que el referente revolucionario del psicoanálisis no debe ser Copérnico, sino Kepler, quien se distingue por haber demostrado que no hay un centro único. No sólo giramos en torno al sol con el que Lacan representó al amo, sino en torno a un foco vacío que el mismo Lacan asoció con el siempre evasivo objeto de nuestro deseo.

El objeto de nuestro deseo nos impide estar centrados en aquello que parece regir nuestra vida. El significante-amo no deja de ser desafiado por el objeto que subyace a lo que deseamos. Este mismo objeto, el objeto del psicoanálisis, debería impedirle al psicoanálisis recentrarse en cualquier significante-amo que pondría en lugar del yo de la psicología.

Cuando recentramos el psicoanálisis es ciertas nociones, estamos traicionando lo que Lo Bianco y Rivera tienen razón de llamar el “descentramiento constitutivo” del psicoanálisis. Este descentramiento es un giro no sólo metologógico, teórico y epistemológico, sino práctico social y ético-político. Es por esto que nos hemos sentido autorizados a vincular el ello con el proletariado y el yo con con el estado burocrático. Es por lo mismo que Guilherme da Veiga y Marta Rezende Cardoso han podido contraponer en su capítulo el descentramiento psicoanalítico al centramiento mortal de la masa totalitaria.

Lo que Freud nos ha legado no puede operar sino de forma constitutivamente descentrada, tortuosa, indecisa, vacilante, sin un eje rector, sin una orientación predefinida, siempre en la duda, en la incertidumbre. Esto suele olvidarse cuando sucede lo que no deja de suceder: cuando la herencia de Freud se repliega sobre sí misma y se recentra en sí misma, cuando se torna corriente de la psicología, supuesto saber metapsicológico, recetario manualesco, asignatura universitaria o dogma para dar sustento a sectas freudianas, kleinianas, lacanianas y millerianas en las que retorna la horda primordial eterna que nunca deja de retornar. Así como el retorno de la horda es incesante en las asociaciones y escuelas de psicoanálisis, de la misma forma el recentramiento del saber psicoanalítico es incesante y por ello necesitamos constantemente descentrarlo, como lo propone la obra coordinada por Lo Bianco y Rivera.

El argumento de Lo Bianco y Rivera es claro: el psicoanálisis debe descentrarse a sí mismo, descentrándose de todo aquello que él mismo pone en el centro, para poder seguir efectuando los diversos descentramientos que lo caracterizan y que no se reducen al del yo con respecto al sujeto. Hay, en efecto, otros descentramientos freudianos considerados por los autores a los que han convocado Lo Bianco y Rivera en su libro. Por ejemplo, Joel Birman discierne cuatro importantes desplazamientos descentradores en el desarrollo del pensamiento de Freud: primero de la conciencia al inconsciente, luego del yo al gran Otro, después de la representación a la pulsión y finalmente del individuo a su núcleo inconsciente social, político, exterior, éxtimo, como diría Lacan.

Los descentramientos efectuados por Freud no tienen lugar tan sólo en la teoría, como los cuatro discernidos por Birman, sino también en la técnica y en la práctica. Es el caso de al menos dos descentramientos que encontramos en la obra de Lo Bianco y Rivera. El primero de ellos, destacado en el capítulo de Roberta de Oliveira Mendes, Milena da Rosa Silva y Fernanda Pacheco-Ferreira, es el posibilitado por la asociación libre y la atención flotante que descentran al psicoanálisis del control consciente y del principio de productividad. No es necesario destacar el aspecto subversivo de este descentramiento en una sociedad neoliberal crecientemente controlada y productivista.

Otro descentramiento freudiano de índole técnica-práctica, el resaltado por Tania Rivera, es el que va de la racionalidad a la sexualidad femenina pasado por la escucha de las histéricas. La escucha de estas mujeres descentra literalmente a Freud, lo descentra de lo racional aparentemente asexual, pero también de lo sexual patriarcal. Rivera no piensa que el patriarcado haya sido subvertido y superado por Freud, pero sí reconoce en Freud un descentramiento por el que se reproduce tanto como se perturba la estructura patriarcal con su apariencia de racionalidad.

Freud consigue descentrarse por momentos del patriarcado, pero no lo subvierte ni lo supera, ya que el elemento patriarcal se encuentra en la composición estructural de todo aquello que aborda y de las categorías mismas con las que lo aborda. Lo mismo sucede con la colonialidad y con el capitalismo. La estructura capitalista, colonial y patriarcal ordena y organiza por dentro, de modo invisible, a veces a través de la racionalidad misma con la que se procede, el espacio en el que se despliegan la teoría y la práctica psicoanalítica.

El psicoanálisis no puede liberarse de la estructura, pero sí a veces desajustarse, desacoplarse, desfasarse o descentrarse de ella. El descentramiento del campo freudiano con respecto al centro estructural colonial europeo es considerado en varios capítulos. Uno de ellos es el de Miguel Mantovani Martins Gomes y Julio Sergio Verztman, quienes buscan desestabilizar el eurocentrismo del psicoanálisis al aproximarse al trauma y al duelo en poblaciones alterizadas, minorizadas, subalternizadas y ubicadas en espacios considerados simbólicamente periféricos.

La periferia permite desafiar no sólo el centro, sino su distinción con respecto a la periferia. Esta distinción es analizada y problematizada por dos capítulos. Uno es el de Roberta de Oliveira Mendes, Milena da Rosa Silva y Fernanda Pacheco-Ferreira, quienes no se limitan a pensar en las diferencias entre las regiones productoras y las consumidoras de teoría psicoanalítica, sino que se remontan al origen de los centros de producción en la producción de los centros. La pregunta que se plantea entonces es la del cómo es que lo central adviene y se mantiene como tal.

El centro y su distinción con respecto a la periferia se problematizan también en el capítulo de Thais Klein. Este capítulo cuestiona el llamado mismo a la descentralización al observar que presupone un centro como referencia. En lugar de esta polarización entre lo central y lo periférico, Klein prefiere pensar en multiplicidades para historizar la herencia freudiana en Brasil.

Resulta indudable que una historia del psicoanálisis guiada por lo múltiple es una historia más congruente con lo historizado, más psicoanalítica, más coyuntural, mas acontecimental y menos lineal y unidireccional. Esta clase de historia sería también la historia más radicalmente decolonial, descentrada, o mejor dicho, no colonial, no centrada, pues conseguiría escapar a la dualidad centro-periferia incluso antes de su constitución misma, antes de que requiramos descentrarnos. La posibilidad de una historización que prescinda totalmente de la dualidad centro/periferia es una cuestión difícil de resolver. Lo seguro es que tal dualidad forma parte del problema y entonces un gesto que la presupone, como el de descentramiento, podría no ser la solución.

El descentramiento implica el centro como la negación comporta la afirmación en el famoso texto de Freud y como la borradura del sujeto es rastro del sujeto, sutura y no forclusión, en el no menos famoso debate entre Lacan, Alain Badiou y Jacques-Alain Miller sobre el sujeto en la ciencia. Estamos atrapados en la paradoja de siempre, pero las discusiones anteriores nos indican la pregunta relevante: ¿qué es lo que se marca o se afirma implícitamente en la dualidad centro/periferia? Yo respondería que aquí el marcador es el colonial. Es tan sólo al razonar colonialmente como podemos distinguir lo central de lo periférico, aun cuando el centro no sea europeo, aun cuando esté en Pekín o en Moscú para la política o en Sao Paulo o Buenos Aires para el psicoanálisis, aun cuando se trate de un centro latinoamericano, africano o asiático.

La dualidad lógica de centro y periferia fue impuesta precisamente por el centro en la periferia, como lo han mostrado convincentemente los teóricos de la dependencia, entre ellos en especial André Gunther Frank. Este economista alemán, que fue profesor de la Universidad de Brasilia antes del golpe militar de 1964, mostró cómo la oposición entre lo central y lo periférico se introdujo con la colonización y terminó traduciéndose en la estructura satelital interna y externa de todos los países latinoamericanos, todos ellos acentuadamente centralizados no sólo en los planos político y económico, sino también en la cultura y en dispositivos culturales como el psicoanalítico. En los distintos planos y en los diversos países latinoamericanos, hay ciudades que son centros y que de algún modo están más cerca de los centros del mundo en Europa, más cerca de la metrópoli, de España o Portugal. Con respecto a estos centros, todo lo demás aparece como periférico, provinciano, y se toma evidentemente menos en serio que los centros. Además la periferia es dependiente del centro y gira en torno a él, como un satélite, según el esquema copernicano que nos recuerda Maria Cristina Poli en su capítulo inicial ya comentado an principio.

Lo que digo puede apreciarse en el psicoanálisis latinoamericano. Hablaré del caso que yo mejor conozco, el de la lacanósfera mexicana, pero me imagino que lo mismo se repite en Brasil. El psicoanálisis de la región de Michoacán, en la que yo habito, gira en torno al pequeñísimo sol del psicoanálisis de la capital, Morelia, pero este sol gira en torno a otro sol, el del psicoanálisis de la Ciudad de México, el cual, a su vez, gira en torno a París y a veces en torno a Buenos Aires que a su vez gira en torno a París.

En todos los casos, lo satelital gira en torno al centro, se guía por él, lo obedece, lo estudia y aspira a formarse o psicoanalizarse en él. Es como si París nos acercara al meollo del asunto, al Padre, al acercarnos a Lacan y a través de él a Freud. Si uno quiere llegar hasta este núcleo freudiano-lacaniano y tuvo la desgracia de nacer en un pueblito de Michoacán, su camino pasará sucesivamente por Morelia, Ciudad de México, tal vez el rodeo inútil de Buenos Aires y al final París. Este camino es obviamente un camino de vida. La existencia dependiente se confunde con su propia dependencia, como nos lo muestran los teóricos de la dependencia, revelándonos cómo esta dependencia moldea por dentro América Latina.

La Teoría de la Dependencia resulta reveladora sobre el funcionamiento del psicoanálisis, pero puede también revelarnos mucho sobre la teoría psicoanalítica y ayudarnos a adoptarla de la mejor manera en un contexto como el de América Latina. Esto nos lo demuestran Samuel Iauany Martins Silva y Vinicius Anciães Darriba en su capítulo, en el que adoptan el cuerpo económico de la Teoría de la Dependencia para aproximarse críticamente a la lectura de Marx por Lacan y a la afirmación lacaniana de una homología entre el campo marxista y el campo psicoanalítico lacaniano. Tal homología, como bien lo muestran Martins Silva y Anciães Darriba, se establece en el ámbito del consumo excesivo, pero este ámbito es muy limitado en Latinoamérica, excepto en los sectores privilegiados.

Para las mayorías populares, lo que hay es una renuncia excesiva al goce, un plus-de-privación, como lo denominaba Freud. Latinoamérica es predominantemente un espacio de explotación, de producción del plus-valor concentrado y acumulado en otros lugares en los que se realiza y se traduce en un exceso de goce que debe perderse, en un plus-de-gozar. Estos otros lugares están en Nueva York, Londres y París, así como en ciertos barrios de Rio, Sao Paulo y Buenos Aires o Ciudad de México. Tenemos aquí espacios de sobreconsumo, de goce del capital, en los que la idea lacaniana de la homología del marxismo y del psicoanálisis puede tener sentido, pero esta homología se vuelve problemática tras las vitrinas, fuera del mundo interno del capital, en los espacios de trabajo y producción, en las fábricas y en los barrios obreros, en las favelas y en los grandes edificios de interés social.

Yo diría que la homología debe no descartarse, pero sí contextualizarse, relativizarse, precisarse, problematizarse, incluso profundizarse al considerar el punto de vista del Sur Global: el del trabajo, la producción, el proletariado, pero también el importante lumpenproletariado que no deja de crecer a medida que el trabajo se automatiza y la tecnología gana terreno sobre los seres humanos. Es en esta vía en la que yo me esfuerzo desde hace varios años, descentrándome desde un principio del espacio de consumo del Norte Global, pues el centro, para un marxista como yo, está siempre ahí donde se encuentra la producción, esto es, la existencia convertida en fuerza de trabajo explotada por el sistema simbólico de lenguaje cada vez más subsumido en el sistema económico del capitalismo. Aunque esto se encuentre en cualquier lugar en el que haya un sujeto, su lugar es el del Sur Global. Esto es algo sobre lo que he reflexionado mucho, pero ahora mis reflexiones no son lo importante. Lo que importa es este libro maravilloso que me invitaron a presentar y que los invito a leer a todos.

¿Por qué retirar a Fidel Castro y al Che Guevara de su banca en la Colonia Tabacalera?

David Pavón-Cuéllar

Conjeturas:

1. Porque los revolucionarios incomodaban a los nuevos habitantes de un barrio cada vez más gentrificado. Porque estos nuevos habitantes, a diferencia de los demás, gozan de una influencia que les permite ser escuchados y obedecidos por las autoridades. Porque los mismos nuevos habitantes, los de arriba, no podían soportar la visión de quienes tanto lucharon por los de abajo.

2. Porque es más fácil arrancar dos esculturas de bronce que reducir la tasa de criminalidad y la creciente percepción de inseguridad en la alcaldía Cuauhtémoc (del 54% en 2024 al 60% en 2025). Porque es más espectacular deshacerse del patrimonio que preservarlo al restaurar las ruinas de las antiguas edificaciones de la alcaldía. Porque se vende más derribar una obra del fallecido escultor Óscar Ponzanelli que mantener mínimamente limpias las calles aledañas.

3. Porque la tendencia es restar y no sumar, destruir y no crear, olvidar y no recordar, perder y no conservar el espacio público. Porque el Che y Fidel, sin dinero en sus bolsillos, ocupaban tres metros cuadrados que podían ser mejor utilizados por una mesa de los restaurantes que invaden ilegalmente las aceras del barrio a cambio de sobornos para funcionarios de la alcaldía.

4. Porque los dos revolucionarios eran algo demasiado auténtico y veraz, ofensivamente honesto y verdadero, para quienes han tenido poder para borrarlos de su presencia. Porque la alcaldesa que ordenó retirarlos necesitaba una cortina de humo para cubrir los recientes rumores sobre sus gastos, sus vínculos y su viaje a un «país» que ella describe con el nombre de «Madrid». Porque la alcaldesa es quien es, no sólo priista y derechista, no sólo resplandecientemente blanqueada, no sólo rica empresaria e hija de ricos empresarios, no sólo hermana de influencers de fitness, sino alguien que bautizó a sus tres hijos «Martinah», «Lucah» y «Milah», donde la «h» permite acentuar la última sílaba, dando a los nombres una sonoridad elegantemente francesa, europea, extranjera. Con el precedente de esa «h», ¿cómo tolerar todo lo que el Che y Fidel representaban mientras descansaban tranquilamente en su banca de la Colonia Tabacalera?

Raza y racismo del capital: una breve reflexión en clave marxista y lacaniana

Foto: Viktor Forgacs / Unsplash

Artículo publicado el 19 de junio de 2025 en la revista La Tizza de Cuba y elaborado a partir de una intervención del 9 de mayo del mismo año en las Jornadas Autoconvocadas «El psicoanálisis en los márgenes«, en Córdoba, Argentina

David Pavón-Cuéllar

Determinación racial en Marx

La tradición marxista nos ha enseñado a concebir la raza como algo ideológicamente producido por un proceso de racialización que suele ser de índole racista. Como producto ideológico del racismo, la raza es generalmente cuestionada por el marxismo, a través de una crítica de la ideología, con el propósito de revelar su verdad, la verdad subyacente a la ideología racista. Esa verdad, para Marx y quienes lo siguen, ha radicado a menudo en la clase, lo que no quiere decir que la raza, en relación con la clase, deba ser vista como una suerte de epifenómeno, como una cuestión superflua o secundaria, derivada y determinada, no determinante.

Reconociendo la importancia de la determinación racial, Marx ya notaba en El capital cómo «el trabajo de los blancos no puede emanciparse ahí donde esté esclavizado el trabajo de los negros».[1] La convicción de Marx es que la opresión de una raza favorece e incluso posibilita la explotación de clase. En otras palabras, el clasismo se reproduce con el apoyo del racismo.

Las divisiones raciales, como las nacionales y culturales, funcionan para Marx como recursos ideológicos útiles e incluso a veces necesarios para proteger y así perpetuar la división de clases y el sistema capitalista. Como tales, tienen un carácter determinante. De ahí que un «antagonismo» como el que había entre irlandeses e ingleses en el siglo XIX «se alimentara artificialmente y se estimulara con la prensa, los sermones, las revistas humorísticas, en suma, con todos los medios de los que disponían las clases dominantes», las cuales comprendían que dicho antagonismo «era el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa».[2] La clase explotada se debilitaba y subyugaba eficazmente al ser dividida por un antagonismo racial-nacional de naturaleza ideológica.

Raza y racismo en la tradición marxista

El marxismo ha reconocido el carácter determinante del racismo. Ese reconocimiento, empero, no ha llevado a soslayar la determinación económica de clase. Por ejemplo, en su famoso libro Los jacobinos negros, Cyril Lionel Robert James tiene claro que «la cuestión racial es subsidiaria de la cuestión clasista», pero no por ello deja de advertir que la consideración del «factor racial como algo meramente incidental no es un error menos grave que entenderlo como fundamental».[3] Aunque no sea el fundamento del sistema, la raza juega un papel decisivo en él, como bien lo demuestra James en la relación entre blancos y negros en Haití.

Incluso los marxistas más economicistas, los más propensos a reducir o subordinar la cuestión racial a la de clase, han reconocido la importancia del mecanismo ideológico racial. Es con este mecanismo con el que se «racionaliza» la opresión y explotación de los negros para Oliver Cromwell Cox[4] y luego para Walter Rodney.[5] Es también con el mecanismo ideológico racial con el que se «legitima» la misma explotación de los negros y se «compensa» a los explotados blancos para Michael Reich.[6] El racismo sirve finalmente para «dividir» a los explotados y «justificar» su explotación en diversos autores marxistas como Howard Sherman[7] y Alex Callinicos.[8]

A medida que nos alejamos del economicismo, el racismo va tornándose cada vez más determinante. El marxista peruano José Carlos Mariátegui ya observaba cómo las jerarquías raciales coloniales determinaban las posiciones de clase en la sociedad latinoamericana poscolonial, determinándolas estructuralmente a través de la materialidad histórica de la propiedad de la tierra.[9] Esa determinación material y estructural por la raza reaparecerá en la órbita del marxismo estadounidense: primero en Robert Blauner, quien demuestra cómo la formación racial ha organizado la división de clases en los Estados Unidos, haciendo que los sujetos de color sean oprimidos como colonizados por el mismo proceso por el que son explotados como trabajadores,[10] y luego en Cédric Robinson, quien argumenta que aquello que él llama «racialismo» es una «fuerza material» que estructura el capitalismo, el cual, por ende, sería siempre un «capitalismo racial».[11] De modo análogo, en Álvaro García Linera, el racismo sirve no sólo para «etnificar» la explotación capitalista y para naturalizar «condiciones socioeconómicas de exclusión y dominación» en la región andina, sino para «construir objetivamente» esas condiciones materiales, creando su “«base estructural».[12] Tanto en García Linera como en Robinson, Blauner y Mariátegui, la cuestión racial está situada en el nivel determinante de la estructura y de su materialidad.

Que la raza y el racismo operen como factores materiales y estructurales determinantes en los autores mencionados no supone, a mi juicio, que se trate de factores ajenos o exteriores a la esfera ideológica. Lo que aquí se está demostrando es más bien que las ideologías raciales y racistas, como cualesquiera otras, poseen aquello que Louis Althusser habría descrito como un «índice de eficacia» estructural por el que pueden sobredeterminar materialmente cada cosa que ocurre en la estructura, incluso las relaciones de clases.[13] Esa eficacia podría explicarse por una suerte de fetichización por la cual el efecto fetichizado puede tornarse causa incluso de su propia causa.

Racismo determinante y determinado, básico y derivado, infraestructural y superestructural

La eficacia estructural de la raza es confirmada por Frantz Fanon cuando se refiere a la situación colonial en la que «uno es rico porque es blanco, así como uno es blanco porque es rico».[14] Lo que hay aquí es una sobredeterminación recíproca entre las posiciones económica de clase e ideológica racial. En los términos de Fanon, «la infraestructura es igualmente una superestructura».[15] Por eso podemos concluir, siempre con Fanon, que «los análisis marxistas deben distenderse ligeramente» ante la situación colonial.[16] En realidad, más que distenderse, deben dialectizarse e historizarse, con lo que serán auténticamente marxistas, pues el análisis marxista es necesariamente dialéctico e histórico.

Historizar el análisis marxista de la raza es remontarse del producto racial a su producción ideológica en la historia, del estado final de la raza al proceso de racialización, pero es también reconocer, como lo hace Stuart Hall, que la raza y el racismo son prácticas sociales concretas que sólo pueden entenderse en coyunturas históricas específicas.[17] Es lo mismo que reconocen Michael Omi y Howard Winant, quienes observan cómo las significaciones raciales cambian constantemente en la historia, siempre determinadas por fuerzas sociales, económicas y políticas[18]. Las significaciones resultantes son entonces determinadas, pero también determinantes de las mismas fuerzas, indirectamente sobredeterminantes por delegación o representación.

Es por la sobredeterminación racial por la que nuestro análisis, además de historizado, tiene que ser dialectizado. Un análisis dialéctico inspirado por Althusser, con su tan incomprendida sensibilidad marxista y psicoanalítica, reconocerá que la raza fetichizada puede ser tan sobredeterminante como determinada, tan infraestructural como superestructural. Es por esto que la raza, gracias a su fetichización, puede ser tanto una condición ideológica estructurante de la clase como una ideología mistificadora que tiene su verdad en la clase.  

Con todo, por más que se dialectice, un análisis auténticamente marxista no puede ser él mismo racista al aceptar la raza como una realidad originaria, biológica, natural, perceptible, material y objetiva. La raza es todo lo contrario: es el producto ideológico de un proceso de racialización; un producto cambiante y contingente, artificial y engañoso, que tiene su verdad en otra escena y que por ello debe ser interpretado, así como criticado por quienes adoptamos una perspectiva marxista. Para nosotros, la raza debe ser objeto de una crítica de la ideología, tanto cuando procede como un mecanismo que ideológicamente protege, legitima, justifica, naturaliza y racionaliza la explotación de clase, como cuando interviene como una dimensión colonial ideológica determinante, organizadora y estructurante del capitalismo.

Raza y racismo como ideología

La raza es entonces algo criticable para nosotros los marxistas. De hecho, para muchos de nosotros, ni siquiera sería correcto decir que existe la «raza». La palabra no designaría nada en la realidad; carecería de referentes reales, apuntando a un significado ideológico producido por un discurso racista que rige un proceso histórico de racialización. 

Es verdad que el racismo parece referirse a diferencias raciales ya existentes, pero esas diferencias no significan prácticamente nada por sí mismas. ¿Qué podría significar tener tez más oscura, nariz más chata, labios más gruesos o cabello más rizado? Alguien dirá que esas diferencias tienen significados biológicos evolutivos, pero esto no es lo que significan, sino lo que las causa y lo que son, rastros del ambiente en lo que son, marcas de su adaptación a un ambiente que deja huellas que suscitan diferencias.

Diferenciarse racialmente no significa nada más allá de las propias diferencias raciales con sus marcas biológicas perceptibles. En lo que se percibe, no hay más que aquello que se percibe: las diferencias físicas opacas y enigmáticas, tal vez perceptibles, mas no inteligibles. Estas diferencias no son significativas en la realidad, fuera de su interpretación ideológica racista, más allá del significado que se les asigna.

Existencia retroactiva de la raza

Las diferencias raciales no tienen otro significado que el asignado por la ideología racista. Sin embargo, una vez que reciben este significado, las diferencias raciales tienen efectos reales, en cuanto permiten racionalizar, legitimar, justificar, proteger y sostener ciertas relaciones de clase, como en Marx, Cox, Rodney, Reich, Sherman y Callinicos, o bien determinar y estructurar el sistema capitalista, como en Robinson, Blauner, Mariátegui y García Linera. Estos marxistas han apreciado todo lo que puede hacer la raza, pero tan sólo puede hacerlo una vez que ha sido producida por el racismo en el que se realiza el proceso de racialización.

Es en el discurso racista donde se produce la raza como algo sólo significativo en el reino ideológico, pero no por ello menos eficaz, en parte porque se produce en una lógica retroactiva elucidada por Jacques Lacan.[19] Esta lógica es aquella por la que un sujeto cree tener ciertos rasgos antes de recibirlos del discurso que los produce retroactivamente. ¿Acaso no es la misma lógica retroactiva por la que tenemos la impresión de que la raza es anterior al racismo?

La impresión retroactiva de anterioridad, como lo ha notado Lacan, termina materializándose, convirtiéndose en una realidad concreta, cuando actuamos en función de la raza que nos atribuimos retroactivamente. La retroactividad puede expresarse aquí a través de una conjugación en futuro perfecto, donde las diferencias raciales habrán significado algo, haciéndonos actuar de cierto modo, en virtud del significado que reciben del discurso racista. Es así, determinando retroactivamente nuestra actividad, como el racismo consigue que la raza opere como base determinante, como infraestructura y no como superestructura, tal como lo había constatado Fanon. 

Sin discrepar de la hipótesis fanoniana, debemos resaltar que es el mismo racismo, inherente al orden colonial y neocolonial, el que se fundamenta retroactivamente a sí mismo al producir la raza como algo significativo en lo ideológico. Luego, al negar la existencia de esta raza, nosotros los marxistas intentamos socavar el racismo, dejarlo sin fundamento. El intento es honesto, necesario y está más que justificado en la teoría, pero fracasa en la práctica, pues el racismo es autosuficiente, por así decirlo, en la medida en que puede producir cuanta raza necesita para fundamentarse y sostenerse.

Dimensiones real, simbólica e imaginaria de la raza

La existencia de la raza es constantemente asegurada por el proceso de racialización llevado a cabo por el discurso racista. Este discurso procede a través de palabras, de significantes racistas, para producir un significado racial. No hay aquí nada real, excepto las ya mencionadas características en los rasgos faciales o en el color de la piel.

Tenemos entonces tres dimensiones de la raza: una real, otra simbólica y otra más imaginaria, las cuales corresponden aproximadamente a los registros que Lacan ha descrito en los mismos términos[20]. Como en Lacan, las tres dimensiones resultan indisociables entre sí. La dimensión real consiste no en la raza propiamente dicha, sino en genes, aspectos fenotípicos, pigmentos en la piel y otras determinaciones biológicas oscuras, insignificantes e ininteligibles. Estas determinaciones se vuelven significantes en lo simbólico del discurso racista y es así también como se tornan significativas, como adquieren un significado, en lo imaginario de la raza, de la inferioridad o la superioridad racial. Digamos que lo real del cuerpo es racializado por lo simbólico del racismo y es así como aparecen las significaciones raciales en lo imaginario.

Lo imaginario de la raza estriba en la realidad ilusoria que atribuimos a la raza, en la forma en que nos la representamos, en lo que nos imaginamos de ella, en lo que nuestros deseos y angustias proyectan sobre ella, como lo que se pinta en las imágenes del negro brutal e hipersexualizado, el árabe fanático y terrorista, el amarillo sucio y tramposo, el indígena torpe y salvaje, el judío mezquino, avaro y conspirador. Lo simbólico de la raza radica en estas palabras con las que describimos las imágenes, en los significantes y discursos racistas que subyacen a lo imaginario, pero también en sus complejas relaciones históricas inconscientes con otros discursos y significantes en el sistema simbólico de la cultura, como las relaciones entre el judaísmo y el origen, entre el árabe y la violencia, entre el indígena y la naturaleza, entre el blanco y la civilización o la modernidad. Finalmente, lo real de la raza, lo imposible por lo que la raza no puede ser más que ideológica, es el vacío en el que todo lo anterior está desplegado y suspendido, lo que falta y sobra en lo simbólico y lo imaginario, aquello del cuerpo que no significa nada por sí mismo, pero padece todo lo que se hace que signifique.

Blancura y blanquitud

Podemos utilizar palabras distintas para designar lo real, lo simbólico y lo imaginario de la raza. Tratándose de lo blanco, por ejemplo, el término de «blancura» suele referirse a lo real de la coloración genética o fenotípica de la piel, mientras que el concepto de «blanquitud» ha sido empleado por autores como el marxista ecuatoriano Bolívar Echeverría para nombrar algo que yo describiría como un complejo simbólico-imaginario de significantes y significados vinculados con la blancura. El color blanco de la piel, históricamente asociado con el poder político y económico, terminaría significando ese poder y luego siendo significado por él, de tal modo que lo blanco empoderaría tanto como el poder blanquearía.

El blanqueamiento por el poder político y económico produce un color blanco o blanquecino que no es real, sino simbólico e imaginario. Un millonario nigeriano educado en Harvard se blanquea por su educación y sus millones, por la forma en que esto se manifiesta en su lenguaje o en su vestimenta, y no forzosamente por su menor pigmentación cutánea, lo que no excluye, desde luego, que el mismo nigeriano consiga reducir esta pigmentación a través de cremas blanqueadoras. Las cremas pueden servir para dar un aparente sustento real a lo simbólico e imaginario de la blanquitud, pero no son lo decisivo. Aunque nuestro millonario de Nigeria no use tales cremas y el color de su piel sea realmente muy negro, será blanqueado, parecerá más blanco gracias al reflejo imaginario del valor simbólico de su educación y de sus millones, pero gracias también a las conexiones igualmente simbólicas de esa educación y esos millones con la historia y con la cultura, particularmente con el capitalismo y con el colonialismo y el neocolonialismo en el mundo moderno. Es en estas conexiones en las que se concentra Echeverría cuando elabora su concepto de blanquitud.

En su conceptualización por Echeverría, la blanquitud se distingue de la blancura por no ser «étnica», sino «ética» e «identitaria».[21] La blanquitud, en efecto, corresponde a lo que Max Weber concibió como la ética protestante en el espíritu del capitalismo.[22] Es dicha «ética encarnada», la ética del «autosacrificio» en el altar del sistema capitalista, una «pura funcionalidad ética o civilizatoria» de los individuos en la acumulación del capital[23].  Someterse al capital de modo ético, voluntario y voluntarioso, reflexivo y disciplinado, no es ni más ni menos que blanquearse de modo simbólico e imaginario, alcanzando así la blanquitud a la que se refiere Echeverría.

La raza blanca del capital

Podemos ir más allá de Echeverría y afirmar que la blanquitud es el color simbólico e imaginario del capital. Cuando el capital adquiere visibilidad, se nos muestra blanco, no de blancura, sino de blanquitud. Es por esta blanquitud que el capital puede blanquear a los capitalistas que lo personifican, a los intelectuales que lo interpretan y a los políticos y gobernantes que lo representan. Estas diversas formas de subjetivación del capital intentan y frecuentemente consiguen ser blancas, en la medida en que hacen aparecer al capital en su blanquitud, la del sujeto de la psicología dominante, el sujeto distintivamente blanco, el descorporizado, el aislado y atomizado, individualizado y disciplinado, asertivo y agresivo, posesivo y acumulativo, ahorrativo y consumista, voraz e insaciable, conquistador y expansionista.

Si la blanquitud comprende todas las disposiciones subjetivas funcionales para el capitalismo, es porque ella misma constituye la identidad ideológica racial del sistema capitalista. Podemos decir entonces que el capital es de raza blanca, no sólo por ser originariamente europeo, no sólo por haber sido históricamente engendrado y formado por la matriz cultural de Europa, sino por ser él mismo constitutivamente blanco en su particularidad cultural, culturalmente blanco en su complexión ideológica, ideológicamente blanco incluso en su funcionamiento económico. Es por esto que la ideología racista no es algo derivado ni secundario para el capitalismo, no limitándose a legitimarlo, justificarlo, naturalizarlo y racionalizarlo, sino sosteniéndolo, determinándolo, organizándolo y estructurándolo.

El capital necesita del racismo no sólo para todo lo que se ha dicho, sino para preservarse al preservar su blanquitud, su forma ideológicamente blanca de subjetividad siempre amenazada por otras culturas con otras formas éticas-políticas de subjetivación. Mientras el sistema económico del capitalismo va subsumiendo y así degradando los sistemas simbólicos de otras culturas, su ideología racista y colonial protege al capital contra esas otras culturas. Es aquí, a mi parecer, donde radica la clave de la concepción marxiana del racismo como un mecanismo ideológico protector.

La ideología racista, en términos lacanianos, es una suerte de barrera que protege no exactamente al Gran Otro de una civilización europea que siempre se ha enriquecido por el contacto con otras culturas, sino al Capital en el que va convirtiéndose el Gran Otro a medida que el sistema simbólico de la cultura europea o de cualquier otra va quedando realmente subsumido en el sistema capitalista. Es el goce del capital el que se protege con el racismo.[24] Es la acumulación capitalista la que debe defenderse contra quienes la desafían, contra los sujetos que no quieren o no pueden adaptarse y sacrificarse ante el capital gozoso al subjetivarlo, al aislarse e individualizarse, al disciplinarse y capitalizarse, al blanquearse y al asumir la blanquitud.


[1] Karl Marx, El capital I (1867), Ciudad de México, FCE, 2008, p. 239.

[2] Marx, «Carlos Marx a Sigfrido Meyer y a Augusto Vogt» (1870), en Marx y Engels, Acerca del colonialismo, Moscú, Progreso, 1970, p. 146.

[3] Cyril Lionel Robert James, Los jacobinos negros: Toussaint L´Ouverture y la revolución de Saint-Domingue (1938), La Habana, Casa de las Américas, 2010, p. 213.

[4] Oliver Cromwell Cox, Caste, Class and Race, Nueva York, Monthly Review Press, 1948, p. 528.

[5] Walter Rodney, The groundings with my brothers (1969), Kingston, Miguel Lorne, 2001, p. 25.

[6] Michael Reich, «The Economics of Racism», en Political Economy, Lexington, Heath, 1971, p. 320.

[7] Howard Sherman, Radical Political Economy, Nueva York, Basic Books, 1972, pp. 180-181.

[8] Alex Callinicos, «Race and class», International Socialism 2.55 (1992), pp. 3-39

[9] José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), Lima, Amauta, 1989.

[10] Robert Blauner, Racial Oppression in America, Nueva York, Harper and Row, 1972.

[11] Cedric Robinson, Black Marxism: The Making of the Black Radical Tradition (1983), Durham, University of North Carolina, 2000, pp. 9, 317.

[12] Álvaro García Linera, La potencia plebeya, La Habana, Casa de las Américas, 2011, pp. 179-186.

[13] Louis Althusser, «L’objet de Capital» (1965), en Lire le Capital (1965), París, PUF, 1996, p. 283.

[14] Frantz Fanon, Les damnés de la terre (1961), París, La Découverte, 2012, p. 43.

[15] Ibid.

[16] Ibid.

[17] Stuart Hall, «Race, articulation and societies structured in dominance», en Sociological Theories: Race and Colonialism, París, UNESCO, 1980, pp. 305-345.

[18] Michael Omi y Howard Winant, Racial Formation in the United States from the 1960s to the 1980s, Nueva York, Routledge y Kegan Paul, 1986.

[19] Jacques Lacan, Le séminaire, livre XVI, D’un Autre à l’autre (1968-1969), París, Seuil, 2006, pp. 50-53.

[20] Lacan, “Le symbolique, l’imaginaire et le réel”, en Des Noms-du-Père, París, Seuil, 2005, pp. 65-104.

[21] Bolívar Echeverría, Modernidad y blanquitud (2010), Ciudad de México, Era Bolsillo, 2016, pp. 61, 67.

[22] Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904),Ciudad deMéxico: FCE, 1984. 

[23] Bolívar Echeverría, Modernidad y blanquitud, op. cit., pp. 57-60, 86.

[24] David Pavón-Cuéllar, «Ontología del capitalismo: violencia estructural y reducción del ser al goce del capital», Castalia 39 (2022), pp. 9-18.

Infamias de Israel

David Pavón-Cuéllar

Que Israel desate su guerra contra Irán con el pretexto del programa nuclear iraní: programa que Irán estaba dispuesto a negociar y que de hecho negociaría en estos días.

Que Israel, teniendo medio centenar de bombas atómicas, ataque a Irán por querer tener algunas de tales bombas, como si únicamente Israel gozara del privilegio de tenerlas en Medio Oriente y como si el afán de Irán de tenerlas no hubiera sido ya desmentido recientemente por expertos e incluso por Tulsi Gabbard, la Directora Nacional de Inteligencia de Estados Unidos.

Que Israel presente a Irán como la gran amenaza nuclear para el mundo, cuando sabemos que Irán, a diferencia de Israel, no tiene bombas atómicas, ha firmado el Tratado de no Proliferación de Armas Nucleares y se ha sometido a varias inspecciones del Organismo Internacional de Energía Atómica.

Que se culpe de la violencia en Medio Oriente a Irán, un país que jamás atacó a sus vecinos, excepto defensivamente a Irak entre 1980 y 1988, mientras que Israel atacó en el último año a Palestina, Siria, Yemén, Líbano y ahora Irán.

Que Israel mate, por cada uno de sus muertos, aproximadamente a 10 iraníes y 50 palestinos, y que sean mayoritariamente civiles, ancianos, mujeres y niños.

Que Israel esté utilizando la cortina de fuego y humo de la infame guerra contra Irán para ocultar la mayor de las infamias, la del genocidio en Gaza, donde los israelíes están hambreando a la población, han exterminado con sus bombas al menos a 50 mil inocentes y ahora se dedican a masacrar diariamente a decenas de civiles que hacen filas por alimentos.

Que las infames acciones militares israelíes estén destruyendo, contaminando y calentando el planeta más que las existencias de los centenares de millones de habitantes más pobres de África, Asia y América Latina, que son quienes más habrán de sufrir las consecuencias de la devastación planetaria.

Que tantos gobiernos del mundo, entre ellos los más aficionados a dar lecciones morales, apoyen a Israel o permanezcan mudos e indiferentes ante sus infamias, aun cuando las conocen perfectamente.

Palestina y California

David Pavón-Cuéllar

Nos arrebataron Palestina y California, pero nos aferramos a lo nuestro. Nos quedamos o volvimos, no para exigir que nos devolvieran lo que de cualquier modo siempre será nuestro, sino para estar ahí, para trabajar, vivir y amar.

Nos dejamos despreciar, humillar y explotar por los mismos que nos habían robado la tierra. Les permitimos que se enriquecieran a costa de nosotros, pero ahora sienten que les estorbamos y quieren expulsarnos, deshacerse de nosotros, arrancarnos de la tierra en la que nos arraigamos con la fuerza del olivo y del mezquite.

Quizás nos quieran fuera de su vista porque somos testigos de lo que han hecho, porque saben que sabemos lo que son, porque les recordamos el origen de su riqueza, porque tienen mala conciencia. Tal vez teman que reclamemos una parte de todo aquello de lo que nos han despojado. Lo seguro es que se aferran a su botín, a sus shekels y a sus dólares, al cascarón vacío de Israel y Estados Unidos.

Nosotros nos quedaremos con el contenido, con la médula, con lo importante, con lo verdadero. Somos quienes tenemos la razón, la humanidad, las raíces que hundimos en la tierra. Es por eso que preservamos también la solidaridad por la que navegamos hasta Gaza con medicamentos y alimentos. Nos han impedido llegar porque se obstinan en matarnos de hambre, pero seguiremos viviendo.

No se van a deshacer tan fácilmente de nosotros. Somos demasiados. Somos la inmensa mayoría. Somos todos los que siguen siendo humanos.

Gaza: tres notas ante el genocidio

David Pavón-Cuéllar

Primera nota, 18 de mayo de 2025

La israelí Yuval Raphael acaba de ganar el segundo lugar en Eurovisión, el mayor concurso anual de música popular comercial de Europa. Su empalagosa «New day will rise» fue la canción favorita de un público previamente movilizado por la extrema derecha europea. Si este público prefirió a Yuval que a otros cantantes, fue principalmente por una motivación política y no por un criterio artístico ni por un gusto personal, como se ha reconocido en medios tanto derechistas como centristas e izquierdistas.

Hay cierto consenso en el diagnóstico de que el público europeo de Eurovisión, al igual que sus actuales gobiernos, ha hecho un importante gesto simbólico de respaldo a la actual política de Israel. Aquí lo escalofriante es que a estas alturas, con todas las informaciones que han estado circulando, los votantes de Yuval saben perfectamente qué es aquello por lo que han votado: un genocidio, un programa de limpieza étnica, una hambruna que está matando a cada vez más niños de Gaza y unos bombardeos que han provocado ya la muerte de aproximadamente 50 mil palestinos desde octubre de 2023.

Ayer, en el mismo día en que se realizó el concurso de Eurovisión, los medios informaban sobre un centenar de palestinos asesinados por bombardeos israelíes. Hoy, mientras nos enteramos de los 34 gazatíes asesinados por drones de Israel en el campo de refugiados en Mawasi, nos llega la noticia del triunfo de la canción de Yuval. Esta canción tan sólo tiene algo que anunciar ante la catástrofe: «Dreams are coming true» («los sueños están cumpliéndose»).

Lo seguro es que estamos acercándonos precipitadamente al cumplimiento de los sueños del sionismo israelí. ¿Por qué será que este cumplimiento entusiasma tanto a las extremas derechas europeas? Quizás porque se trata del cumplimiento de los sueños de cierta Europa antisemita que ahora se prolonga en Israel para despojar y exterminar al nuevo semita, ya no el judío, sino el palestino.

Segunda nota, 20 de mayo de 2025

Hoy más que nunca, si queremos honrar la sagrada memoria de la Shoah, tendremos que honrar la igualmente sagrada memoria de la Nakba. Condenar el genocidio en Gaza es una condición indispensable para demostrar nuestra sinceridad al condenar el holocausto en la Europa dominada por los nazis. Rechazar el nazismo que exterminó a los judíos nos exige repudiar el sionismo que está masacrando a los gazatíes.

Hoy más que nunca, solidarizarse con los palestinos es la única forma de estar entre los justos que alguna vez mostraron solidaridad con los judíos perseguidos por el nazismo. Si queremos luchar de verdad contra el antisemitismo, tendremos que oponernos al odio hacia el palestino como actual figura del semita racializado y perseguido. Amar al habitante de Gaza es la mejor manera de amar a quien antes estuvo recluido en Dachau, Buchenwald y Auschwitz.

Hoy más que nunca, defender el judaísmo es también defenderlo contra su nazificación, degradación e instrumentalización en el indefendible régimen sionista israelí de Netanyahu. El actual Estado de Israel, atroz cara política del capitalismo neoliberal en su fase neofascista, ha traicionado la milenaria herencia cultural judía y se ha convertido en una amenaza para ella. Es como si lo peor del antisemitismo europeo hubiera sido inoculado en algunas de sus víctimas para que fueran ellas mismas las que se destruyeran.

Tercera nota, 24 de mayo de 2025

Lo preocupante no es tan sólo eso que ya somos y por lo que puede ocurrir lo que está ocurriendo, sino algo más que habremos llegado a ser como consecuencia de lo que ocurre. ¿Cómo estaremos dañándonos, mutilándonos, insensibilizándonos y pervirtiéndonos al presenciar en vivo el exterminio, al reconocernos impotentes ante él y al mismo tiempo culpables de él por acción u omisión? ¿Cómo nos veremos al recordar que, mientras Israel vaciaba la Franja de Gaza, nosotros inevitablemente nos ocupábamos de nuestros asuntos, nos distraíamos y mirábamos hacia otro lado, sonreíamos y disfrutábamos la vida? ¿Cómo nos juzgaremos y nos trataremos al reconocernos como partícipes, al saber que votamos por gobiernos cómplices o indiferentes, al pensar en que no pasó un instante sin que dejáramos de sostener al sistema responsable de todo esto?

¿Qué pasará con lo que somos al haber formado parte de la generación que está perpetrando el genocidio? ¿Qué será de nosotros por haberlo presenciado, por sentir que lo hemos permitido, por haber estado entre quienes lo relativizaban por números de muertos o lo justificaban por un atentado terrorista o lo celebraban con banderas de Israel? Tolerando todo esto, ¿qué seremos? ¿En qué nos estaremos convirtiendo a través de fenómenos como el de los enjambres de emoticones que sonríen gozosamente ante las imágenes de los niños palestinos asesinados, amputados o hambreados?

Una vez que todo esto haya sucedido, ¿qué será lo que sigue? ¿Qué permitiremos ahora? ¿De qué seremos capaces? ¿Qué será lo que habremos llegado a ser? ¿Qué veremos cada uno en su espejo? ¿Cómo nos veremos unos a otros? ¿Qué sentiremos y qué dejaremos de sentir? ¿Qué nos permitiremos ahora? ¿Qué nos haremos? ¿Qué puede ocurrir en lo sucesivo?

¿Qué significa para mí ser comunista hoy en día?

David Pavón-Cuéllar

¿Qué significa para mí ser comunista hoy en día?

Significa insistir en llamarse comunista. Perseverar en el comunismo a pesar de todo y de uno mismo. Seguir desgarrándose de su propia individualidad al identificarse con lo común y al asimilarse a la comunidad.

Esforzarse en optar por nosotros y no por mí, por el interés comunitario y no el individual, por la democracia directa popular y no la representativa individualista liberal, por la propiedad pública y no la propiedad privada, por el beneficio de todos y no el de unos cuantos. Estar así del buen lado: a la izquierda y no en el centro ni a la derecha, con los de abajo y no con los de arriba, con el Sur y no con el Norte, con los trabajadores y no con su patrón, con los débiles y no con los poderosos, con las víctimas y no con los verdugos, con el pueblo palestino y no con el estado israelí. En todos los casos, estar con los oprimidos y no con los opresores.

Organizarse contra los opresores, contra las clases dominantes, contra su dominación económica y sociopolítica. Sólo disciplinarse para liberarse. Valerse de los necesarios medios partidistas y estatales únicamente para volverlos innecesarios. No tomar el poder sino para ejercerlo contra él mismo y neutralizarlo, pero ser consciente de que sólo puede neutralizarse al dejar de extraerse de la vida explotada como fuerza de trabajo.

Sublevarse contra la explotación, contra la expoliación de plusvalía y contra la acumulación de capital a costa de la naturaleza y la cultura. No resignarse a la devastación capitalista generalizada. No perder la esperanza, pero tampoco una lucidez orientada por Marx y quienes lo han seguido.

Gracias a la tradición marxista, reconocer que el capitalismo es algo insostenible, que es una contradicción esencial tan destructiva como autodestructiva, que es él mismo ni más ni menos que el fin del mundo. Saber que la única salida es acabar con el proceso capitalista, repartir la riqueza y colectivizar los medios productivos. Comprender que sólo habrá futuro si la producción y sus productos vuelven a ser de todos y no sólo de los privilegiados en los que se personifica un capital que devora todo lo vivo para convertirlo en dinero muerto.

Rechazar el mortífero privilegio de los capitalistas y reinvindicar del modo más radical el derecho vital de cada uno. Apostar por una igualdad socioeconómica y no sólo jurídica, real y no sólo formal, entre sujetos diferentes y no sólo entre ciudadanos equivalentes. Más allá de un intercambio equitativo, anhelar un pacto generoso por el que se aporte a cada uno según sus necesidades y se obtenga de cada uno según sus capacidades.

Anteponer la singularidad universal de cada uno con su deseo a cualquier particularidad normalizada como ideal. Obstinarse en superar el heterosexismo, el clasismo, el racismo y el nacionalismo para elevarse al internacionalismo y al humanismo y finalmente lanzarse más allá de cualquier antropocentrismo. Defender la causa del planeta, del universo, del conjunto, de cada uno de sus elementos y no únicamente de algunos de ellos.

Comprometerse no sólo con una lucha, sino con todas nuestras luchas contra las diversas formas de opresión. Con una sensibilidad espontáneamente interseccional, oponerse tanto al capitalismo como al burocratismo, la estatalidad, el elitismo, la colonialidad, el racismo, el patriarcado, la cisnormatividad, el edadismo, el especismo y todo lo demás que nos oprime. Aliarse con trincheras anarquistas, feministas, ecologistas y otras, no estando con una sola de ellas para poder estar simultáneamente con todas ellas en una revolución que será de todas ellas o no será.

Desdeñar la estrategia reformista y adoptar una perspectiva revolucionaria de totalidad al aspirar a otro mundo para sustituir el existente. En lugar de todo lo que hay, proponer la única alternativa global que se haya concebido en la modernidad. Concebir el comunismo no como una utopía, sino como algo que ya se ha realizado parcialmente en comunidades indígenas, en comunas históricas, en otras experiencias comunales, en ciertas organizaciones comunistas y en momentos excepcionales de la historia del comunismo.

Hacer vivir y mantener vivo aquello que animó a los comunistas asesinados por el fascismo, el nazismo, el franquismo, el imperialismo y otros frentes anticomunistas. No permitir que los verdugos triunfen sobre sus víctimas. No claudicar en el comunismo por el que se movilizaron y se inmolaron sus militantes del pasado.

Nosotros, nuestra prisión colonial y nuestro complejo edípico racializado

Presentación de Psicoanálisis y colonialidad: hacia una inflexión anticolonial de la herencia freudiana (Ciudad de México, Fontamara, 2024), el miércoles 30 de abril de 2025 en la Universidad del Claustro de Sor Juana, Ciudad de México

David Pavón-Cuéllar

Ausencia del yo

El último lunes volví a desconcertarme ante una situación en la que me encuentro constantemente en mis frecuentes interacciones con personas provenientes de comunidades indígenas. Charlando con un colega purépecha, no lo escuché identificarse una sola vez con él mismo como individuo, sino siempre con su pueblo, con su comunidad, con su familia y con su pareja. Se expresaba entonces únicamente en la primera persona del plural. Mientras que el “nosotros” aparecía una y otra vez en su palabra, no recuerdo que pronunciara el “yo” una sola vez durante la hora que duró nuestra charla.

El yo ausente en la palabra de mi colega remite al sujeto individualizado, el sujeto identificado con el individuo, que es el único sujeto existente para la psicología individualista dominante, la moderna europea-estadounidense, la generalmente estudiada en todo el mundo. Habría entonces que sospechar, al menos sospechar, que esta psicología no es aplicable a mi colega indígena, al menos en el momento en que este colega está designándose y presentándose como “nosotros” y no como “yo”.

La ausencia del yo como sujeto de la psicología dominante podría confirmar lo que afirmamos y reafirmamos insistentemente en el psicoanálisis: que el yo psicológico no abarca todo lo que es el sujeto, que el sujeto resulta irreductible a su yo, que el yo es la objetivación de un sujeto que lo desafía, lo trasciende y lo contradice.  ¿Deberíamos concluir entonces que el saber teórico metapsicológico psicoanalítico, a diferencia del psicológico dominante, sí puede aplicarse al “nosotros” de mi colega indígena? Quienes más confíen en la herencia freudiana dirán que sí: que el “nosotros” puede concebirse con la teoría social de Freud, con su psicología de las masas, en la que aparecería como una fraternidad resultante reactivamente de la rivalidad y como una suma de sujetos que se identifican en su yo porque han puesto a un líder en la posición de su ideal. Sin embargo, si pensamos así el nosotros, lo estaremos reduciendo metapsicológicamente a su constitución yoica individual o en el mejor de los casos transindividual, tal como lo hace la psicología individualista dominante cuando intenta en vano ser una psicología social.

Colonización del nosotros

Mi convicción es que ni la psicología ni la metapsicología freudiana permiten sondear lo que está en juego en el “nosotros” de mi colega indígena. Este nosotros, a mi juicio, no puede elucidarse a través de un análisis del yo como el psicológico o el metapsicológico freudiano. Al elucidarlo así, lo estamos colonizando, impidiéndonos pensar mucho de aquello que designa.

Lo designado por el nosotros de mi colega incluye todo lo que atañe a un sujeto comunitario, no individualizable, y a sus diversas experiencias, entre ellas la experiencia histórica de la colonialidad. Aunque esta experiencia pueda ser también mía o de usted, es fundamentalmente nuestra, de nosotros. Aquí el problema es que el nosotros de nuestra experiencia colonial puede ser disuelto por efecto de la misma experiencia. Esto explica en parte, sólo en parte, que para muchos de nosotros, para casi todos nosotros, no sea nada fácil tomar conciencia de lo que el colonialismo nos ha hecho colectivamente.

Algo que nos distingue a los no-indígenas de los indígenas es que nosotros, los no-indígenas, tendemos a ser borrados por la misma experiencia colonial que nos da origen y en la que deberíamos pensar para comprendernos al comprender nuestro origen. Deberíamos pensar en ella, pero no podemos hacerlo precisamente a causa de ella, pues ella nos impide ser lo que podría pensar en ella. Caemos así en el abismo de un cogito materialista histórico negativo en el que no somos, luego no pensamos, no podemos pensar.

Pensar en lo que ha sido nuestra experiencia colonial exige de nosotros que encontremos la forma de recobrarnos al recobrar a un sujeto de pensamiento, el nosotros, que no tiene cabida ni en la psicología ni en el psicoanálisis. Este sujeto es el que anteayer hablaba por la boca de mi colega purépecha. Reflexionando sobre él después de nuestra charla, decidí que intentaría darle voz al abordar hoy, durante esta presentación, la colonialidad y su relación con el psicoanálisis. El giro anticolonial de la herencia freudiana exige considerar a ese nosotros, contar con él, escucharlo al escuchar como el psicoanálisis nos ha enseñado a escuchar, escuchando al sujeto de nuestra enunciación y no sólo al enunciado.

Escuchar el mestizaje simbólico

Escucharnos como sujetos de la enunciación es escuchar nuestro mestizaje. Escuchándolo, ¿qué escuchamos? Escuchamos a un ser mestizo que radica en lo audible y no en lo visible, no en el color de la piel, no en los rasgos del rostro ni en los demás aspectos de lo racialmente mezclado que pueda ser cada organismo. Lo que nos habla cuando nos escuchamos no es entonces lo real imaginarizado, lo fenotípicamente híbrido, sino lo culturalmente compuesto, lo simbólicamente mestizo. 

Es en los símbolos, en los significantes, en los que resuena lo que somos en tanto que mestizos. Lo importante aquí es que nuestro mestizaje simbólico, a diferencia de la imaginarización de lo real de la mezcla biológica, se distingue por ser como en Guillermo Bonfil Batalla y no como en José Vasconcelos: no agregativo ni sintético, sino contradictorio y conflictivo, divisivo y desgarrador.

No es tan sólo que simultáneamente despreciemos y admiremos a los pueblos originarios tal como desdeñamos y enaltecemos a los europeos, menospreciándolos y envidiándolos, odiándolos y amándolos. No se trata únicamente de ambivalencia. El asunto es no sólo afectivo, experiencial y psicológico, sino existencial y ontológico. El asunto, en otras palabras, es que somos y no somos europeos. El asunto es que, aunque hayamos dejado ya de ser indígenas, de algún modo seguimos todavía siendo indígenas.

Tenemos aún algo de indígenas. Ellos viven aún a través de nosotros, como lo que somos al ser nosotros, en lo que decimos al darnos voz. Hay algo que sigue hablando en lo que hablamos, insistiendo en expresarse a través de nuestra palabra, que es lo indígena que somos. Por más indígena que sea, esto que somos no deja por ello de presuponer la irreversible colonización, ya que es como indígenas que estamos colonizados, que somos los colonizados y no solamente los colonizadores, que padecemos la colonización y no sólo nos desempeñamos como sus agentes.

Colonización como psicologización

Como indígenas que aún somos, la colonialidad es algo que nos aprisiona desde el siglo XVI. Primero fue una prisión a la que se nos condenó, en la que se nos encerró a pesar de nosotros mismos, en la que se nos obligó a entrar contra nuestro deseo, pero luego nuestro deseo fue alienado cuando la prisión pasó a ser la matriz en la que nos engendramos y por la que hemos sido moldeados, adquiriendo su forma. Con el paso de los siglos, los barrotes de la prisión fueron hundiéndose dentro de nuestro ser, deformándolo, reformándolo, reconformándolo, pero también torciéndose y anudándose en lo que somos.

Nos hemos ido convirtiendo en la cárcel colonial. Esta cárcel es el alma de cada uno, la prisión de su cuerpo, como en Michel Foucault. Sin embargo, en la experiencia colonial, se trata de un alma individual ideológica europea que se abstrae de la totalidad material indígena, del cuerpo y del mundo, con el fin de aprisionarla en la experiencia de un individuo psicológico. Este individuo es un producto del colonialismo.

La colonización es también una psicologización, la cual, a su vez, nos fragmenta en las partículas individuales recluidas en el yo de cada uno. El psiquismo individualizado, el alma o ánima de los clérigos del siglo XVI, viene a sustituir entidades indígenas anímicas y corporales, comunitarias y mundanas, como el teyolia nahua en el que se condensa todo lo espiritual, animal, vegetal y mineral que existe en el universo. Este poderoso ente, conjugado como nosotros, estalla para dar lugar a cada yo, a cada trozo individual impotente ante los colonizadores.

Edipo colonial

La colonización comienza por la constitución de un objeto colonizable, el objeto de la psicología, el yo. Siendo ese yo, somos fruto y evidencia del éxito de la colonización, pero no dejamos por ello de ser también un resto del nosotros que fuimos, un rastro del nosotros que añoramos, una suerte de residuo reprimido que suele exteriorizarse de forma sintomática. Podemos remontarnos a ese nosotros al recordarnos como aún lo hacíamos en ese genial retorno de lo reprimido que fue el psicoanálisis del mexicano de Jorge Carrión, Santiago Ramírez y Francisco González Pineda, entre muchos otros.

Recordemos al menos algo de lo que aquellos psicoanalistas nos recordaban al recordarnos, al recordarnos como nosotros, como los sujetos colonizados que somos. Como tales, en el revelador mito de nuestro origen, seríamos hijos de una madre indígena violada por el conquistador, por nuestro padre español, europeo. Las figuras paterna y materna de la triada edípica estarían aquí sobredeterminadas por sus posiciones culturales e históricas.

Lo conquistador, europeo y blanco, habitaría inconscientemente en lo masculino y lo paterno, mientras que lo conquistado, indígena y mesoamericano, constituiría también de modo inconsciente lo femenino y lo materno. Tendríamos aquí una ecuación interseccional con la que se agravarían exponencialmente las opresiones colonial y patriarcal: una mujer sería oprimida no sólo patriarcalmente en tanto que mujer y por su vínculo con lo materno, sino colonialmente en tanto que reminiscencia de la madre indígena y en virtud de su vínculo esencial con las culturas mesoamericanas colonizadas; de modo correlativo, un indígena sufriría una opresión resultante no sólo del sistema colonial, sino del patriarcal, ya que sería de alguna forma feminizado por su relación interna con la madre violada en la conquista. 

En cuanto a nuestro deseo como hijos mestizos, tendría su insoportable expresión incestuosa en el vínculo no sólo con la madre, sino con la madre indígena, la madre tierra, la naturaleza y las culturas originarias, lo cual podría explicar en parte nuestro malinchismo y nuestra actitud fóbica y a veces profundamente destructiva, autodestructiva, ante nuestro ambiente natural y cultural autóctono. Todo esto sería correlativo de una castración que no sería sólo por el padre, sino por el conquistador, el colonizador, lo colonizador. Lo europeo sería nuestro ideal paterno y nuestra ley del padre a la que nos someteríamos, intentando en vano deslindarnos de lo indígena reprimido que insistiría, que no dejaría de insistir, que retornaría una y otra vez a través de nuestros síntomas.

Tendríamos, en pocas palabras, un complejo edípico racializado por nuestra historia colonial. Esta historia no sólo indigenizaría lo femenino y blanquearía lo masculino, sino que habría engendrado también otras dos figuras oscuras, negadas, fantasmáticas: la madre patria, la española traicionada o simplemente abandonada por el conquistador, y el padre indígena, el que se ocupa del niño engendrado tras la violación de su mujer por el español. Todo esto crea una trama que es evidentemente mítica, teniendo una estructura de ficción, pero que por ello mismo puede revelar algo de nuestra verdad.

Del psicoanálisis a la psicología

Es quizás por su aspecto revelador que el mito de nuestro Complejo de Edipo fascinó a los psicoanalistas mexicanos de hace ochenta años. Luego se olvidó sospechosamente, como si debiera olvidarse, como si aquello reprimido que retornó en él de modo sintomático tuviera que reprimirse una vez más. En lugar de escuchar nuestro síntoma, nos dedicamos a curarlo, acallarlo, aplicándole un método no psicoanalítico, no basado en la verdad como revelación, como aletheia, sino psicológico, fundado en la verdad como adequatio, como adecuación o conformidad empirista o positivista con una supuesta realidad.

Un sensato y tedioso compuesto de realismo, de empirismo y positivismo, es aquello por lo que se distinguen, en efecto, las investigaciones de Rogelio Díaz Guerrero y los demás que dejaron de escuchar nuestra subjetividad para limitarse a mirarnos y objetivarnos. Además de ser psicológicas y psicologizantes, estas investigaciones son profundamente coloniales y colonizadoras, considerando exclusivamente la variabilidad interna de categorías europeas-estadounidenses y reprimiendo nuevamente lo que proviene de las culturas originarias mesoamericanas. Es así como lo colonizado, lo indígena de nosotros, vuelve a reprimirse en un episodio nuevo de la psicologización como forma de colonización.

Volvemos a ser colonizados al ser psicologizados. Para evitar esto, necesitamos de otros métodos, métodos como el psicoanalítico en los que se nos escuche y se nos recuerde, aunque sea mediante mitos. Las construcciones míticas no son prescindibles cuando se trata de lidiar con la verdad que nos concierne colectivamente como nosotros, una verdad sólo accesible a través de “mitos científicos” o “verdaderos”, como fueron denominados respectivamente por Marx y por Freud.

Tanto el método marxista como el freudiano han sido y pueden seguir siendo recursos metodológicos efectivos ante la colonialidad. Es lo que intento demostrar en mi libro al proponer un uso del psicoanálisis en el plano metodológico, aunque no en el teórico metapsicológico, excepto si es con suma prudencia y en clave mítica. De cualquier modo, como intenté demostrarlo ahora, el mito es él mismo parte del método psicoanalítico y no puede prescindirse de él cuando se trata de expresarnos como los indígenas que también somos a pesar de todo aquello colonial que nos ha fragmentado y pulverizado.