La inteligencia artificial en el cruce entre Marx y Freud: proletarización generalizada en el Gran Otro digitalizado

Conferencia inaugural dictada el 16 de octubre de 2024 por el autor para abrir el Primer Encuentro Latinoamericano de Psicoanálisis, Psicología Crítica y Marxismo, y el XVII Encuentro Nacional Colombiano y V Encuentro Internacional de Semilleros de Investigación desde el Psicoanálisis, realizado en Joinville (Brasil)

David Pavón-Cuéllar

¿Las manos o las herramientas?

Permítanme comenzar con un recuerdo personal. Una de mis grandes aficiones infantiles y juveniles fue la talla de madera. Para satisfacer esta afición, tenía la fortuna de contar con la amplia colección de gubias profesionales de mi padre. Contaba entonces con el mejor instrumental, el más diverso y sofisticado, pero mis creaciones eran simplonas, toscas e imperfectas, especialmente cuando las comparaba con algunas prodigiosas artesanías de madera que fabricaban y siguen fabricando los creadores indígenas mexicanos.

Entre los pueblos originarios que destacan por sus artesanías de madera, están los purépechas de Michoacán, la región en la que ahora vivo. Antes de instalarme aquí, en la época de mi afición de la talla de madera, viajé por esta región y visité el taller en el que se producían unas piezas de ebanistería particularmente asombrosas por su nivel de perfección y de complejidad. Mi asombro fue aún mayor al conocer la única herramienta con la que se tallaban esas piezas: una vieja gubia plana, mellada y oxidada.

¿Cómo era posible que un medio tan simple y rudimentario permitiera crear obras tan perfectas y tan complejas? Había que ver las hábiles manos del ebanista para comprenderlo. Era en las manos en las que se operaba el prodigio que luego se plasmaba en la madera.

Después de conocer el taller michoacano, renuncié a las múltiples gubias de mi padre y me quedé con una sola de ellas, la más elemental, que aprendí a manejar con una destreza cada vez mayor, aunque jamás comparable a la del artesano purépecha que había conocido. Nunca tuve manos prodigiosas como él, pero sí descubrí atónito que mi habilidad manual se desarrollaba mejor cuando no tenía las herramientas más sofisticadas. A falta de estas herramientas, las manos debían arreglárselas para hacer con una sola gubia las diferentes incisiones para las que existían las diversas gubias de la colección de mi padre. El mismo resultado podía obtenerse entonces tanto con el perfeccionamiento de las gubias como con la destreza del carpintero.

En otras palabras, una técnica puede radicar ya sea en las manos o bien en las herramientas, ya sea en el trabajador o bien en sus instrumentos de trabajo. La técnica puede manifestarse así ya sea como una habilidad subjetiva o bien como una tecnología objetiva. Estas dos manifestaciones tienen un carácter fundamental y estructuralmente contradictorio que puede pasar desapercibido a simple vista.

Más allá del cíborg: de la compensación a la contradicción

La primera impresión que tenemos es que la mano se prolonga, supera sus límites y adquiere más capacidades a través de una herramienta que no es nada sin la mano. Tenemos aquí la imagen del cíborg en la que el cuerpo se dota de prótesis tecnológicas, de modo que la tecnología objetiva simplemente compensa las carencias de la habilidad subjetiva, complementándola y perfeccionándola. Sin embargo, como hemos visto con mi ejemplo de carpintería, la relación entre las manos y las herramientas es más compleja e implica una contradicción estructural por la cual es posible que la perfección de la herramienta y la destreza de la mano se excluyan mutuamente.

Sabemos, en efecto, que las prótesis pueden atrofiar los miembros. También sabemos que la tecnología objetiva se ha desarrollado constantemente a costa de la habilidad subjetiva. Es como si la técnica, el saber práctico, el saber-hacer, se fueran desplazando poco a poco de los sujetos a sus instrumentos, a sus máquinas y hoy en día especialmente a sus dispositivos electrónicos.

Por así decir, la tecnología objetiva sería cada vez más inteligente, ganando la inteligencia que los sujetos perderían, perdiéndola al objetivarla, al convertir la habilidad subjetiva en tecnología objetiva. Los sujetos serían así cada vez menos hábiles, menos inteligentes, mientras que sus instrumentos serían cada vez más avanzados, más complejos, más poderosos, más inteligentes. Este fenómeno fue bien estudiado por Marx.

Enajenación y fetichización

Ya en su juventud, Marx se percató de que el desarrollo tecnológico moderno había enajenado la inteligencia del ser humano. Esta inteligencia dejaba de ser de los trabajadores para ser de las máquinas cada vez más complejas, cada vez más inteligentes, y aparecer como algo ajeno, enajenado, ante los trabajadores manuales proletarizados. Los proletarios son precisamente aquellos a los que se les ha despojado no sólo de su propiedad, sino de su inteligencia y de sus demás habilidades, viéndose reducidos a la condición de pura fuerza de trabajo. Esta fuerza no requiere ser muy inteligente, a diferencia de las máquinas que se utilizan en la gran industria, las cuales, de algún modo, se han quedado con la inteligencia que antes era de los artesanos y que ahora brilla por su ausencia en el proletariado.

El proletario es el trabajador al que se le ha arrebatado una inteligencia como la del artesano calificado. A diferencia de este artesano, el proletario no tiene la inteligencia en sí mismo bajo la forma de una habilidad subjetiva, sino que se relaciona externamente con la inteligencia humana que se encuentra enajenada en la tecnología objetiva. Esta enajenación es correlativa de una fetichización que podemos deducir de la reflexión del viejo Marx. En los Grundrisse, en El capital y en manuscritos de la misma época, la inteligencia enajenada, objetivada, contribuye a fetichizar los objetos a los que se ha transferido. Estos objetos parecen ser inteligentes por sí mismos, parecen tener su propia inteligencia, como si esta inteligencia fuera de ellos y no de la humanidad que se las ha transferido.

El fetichismo hace que la inteligencia humana, una vez enajenada, se presente como una inteligencia de los objetos y no de los sujetos. La apariencia fetichista resultante es la de una humanidad menos inteligente que su tecnología. El mismo fetichismo hace que entidades objetivas como las mercancías, el dinero y el capital parezcan más vivas que los sujetos, más sujetos que los sujetos mismos. Finalmente, el capital se impone como el sujeto por excelencia en el mundo capitalista, el único sujeto en el que se conservan todos los rasgos distintivos que las diversas doctrinas filosóficas han atribuido al sujeto, entre ellos la voluntad, la decisión, la racionalidad y la autonomía con respecto al mundo objetivo.

El capital en la tecnología fetichizada

En su fracción constante, el capital se despliega como tecnología y hoy en día como inteligencia artificial. No hay que olvidar que la inteligencia artificial no es pública, sino privada, siendo ella misma el capital de grandes empresas capitalistas como OpenAI, Anthropic, Databricks y DeepMind, subsidiaria de Google. El capital de estas empresas es el mejor ejemplo de ciertas cosas que Marx pensaba en el siglo XIX. En aquellos tiempos, algunas intuiciones geniales de Marx carecían de un correlato claro en la realidad material, pero ahora sí lo han adquirido con la inteligencia artificial, con otros avances tecnológicos y con diversos fenómenos culturales y socioeconómicos.

La inteligencia artificial ilustra elocuentemente los conceptos marxianos de enajenación y de fetichismo. En lo que se refiere a la enajenación, la inteligencia artificial es una inteligencia humana enajenada, una inteligencia humana que se nos aparece como ajena a la humanidad, como propia de los programas y aplicaciones de inteligencia artificial como ChatGPT o Gemini, cuando en realidad no es más que una operativización de un cúmulo enorme de informaciones y datos obtenidos y reunidos por la humanidad a lo largo de su historia. Este saber humano acumulado es público y tendría que seguir siéndolo, pero se ve enajenado, es decir, privatizado y subsumido por las grandes corporaciones de inteligencia artificial que lo explotan, lucrando con él como si les perteneciera, como si no fuera patrimonio de todos los seres humanos.

En lo que se refiere al fetichismo, la idea misma de inteligencia artificial es una idea fetichista, un fetiche, pues nos hace imaginar que se trata de una inteligencia que existe por sí misma y que es diferente de la inteligencia natural de la humanidad. En realidad, ni esta inteligencia humana es natural, siendo una creación cultural y por tanto artificial, ni la inteligencia artificial es diferente de ella, siendo tan sólo su implementación o su operativización, como lo dijimos hace un momento. Sin embargo, todo esto suele perderse de vista cuando fetichizamos la inteligencia artificial y nos la representamos como una inteligencia más poderosa que la nuestra, como algo más inteligente que nosotros, como una rival de la humanidad, como si no emanara de la humanidad inteligente, como si no fuera una de tantas expresiones de la inteligencia humana.

El fetichismo nos hace fantasear incluso con una lucha terminal entre la humanidad y la tecnología, entre los humanos y los robots, entre la inteligencia humana y la artificial. Esta fantasía puede apreciarse en películas como The Creator o Resistencia de Gareth Edwards, Matrix de las hermanas Wachowski o Yo Robot de Alex Proyas, entre otras. En todos los casos, tenemos una trama fantasmática ideológica en la que vemos a la tecnología fetichizada sublevarse contra la humanidad, como si no fuera una expresión de la humanidad. En esta fantasía, como siempre sucede con la ideología, presenciamos no sólo una distorsión y mistificación de la realidad, sino la revelación de una verdad bajo una forma distorsionada y mistificada. La verdad que se revela es la lucha de clases, el conflicto entre la vida humana y lo mortífero del capital desplegado en la tecnología, pero esta verdad solamente se revela al distorsionarse y mistificarse como un simple conflicto entre humanos y robots.

En la imagen cinematográfica del conflicto entre la humanidad y la tecnología robotizada, el robot suele ser más inteligente que los humanos, los cuales, empero, tienen algo que los robots no tienen. Hay aquí también algo que se está revelando. Lo que se revela es una inteligencia compuesta de saber, datos e informaciones, pero en la que falta la verdad singular de cada sujeto en la que se especializa el psicoanálisis.

La proletarización y su generalización

Como lo demuestran en los mismos años Lenin y las histéricas de Freud, una verdad singular como la del deseo puede ser todopoderosa cuando se trata de enfrentarse al saber, desafiándolo, interpelándolo y cuestionándolo. Sin embargo, el saber ilimitado y absolutizado, no limitado ni relativizado por la verdad, tiene también un poder abrumador que se revela igualmente en las películas de ciencia ficción a las que nos hemos referido. Este saber, a fin de cuentas, es la acumulación de miles de años del saber-poder al que ya se refería Francis Bacon.

El célebre aforismo baconiano Scientia potentia est, con sus precedentes en Thomas Hobbes e incluso en el poeta persa Ferdousí, designa la fuerza del torrente cultural inteligente que terminó desembocando en la inteligencia artificial. Esta inteligencia, en efecto, es una condensación de la inteligencia humana perfeccionada y desarrollada a lo largo de la historia de la cultura. Si la inteligencia humana radica hoy en las herramientas objetivas y no en las habilidades subjetivas, esto es porque se ha enajenado, pero su enajenación puede explicarse a su vez por la división del trabajo correlativa de la división de clases. Podemos distinguir aquí, siguiendo a Marx y a Engels, dos fases claramente diferenciadas.

En una primera fase, la clase dominante acapara el trabajo intelectual, el de planear, administrar y decidir, y condena a la clase dominada al trabajo manual consistente en ejecutar lo que se decide. En una segunda fase, al contrario de lo que esperaban teóricos de la sociedad del conocimiento como Bell, Drucker y otros, la progresiva tecnificación del proceso productivo hace que el trabajo intelectual sea realizado por máquinas cada vez más inteligentes, mientras que los sujetos humanos quedan reducidos a la condición de proletarios, de trabajadores manuales, en tanto que simples ejecutores de lo concebido tecnológicamente por la inteligencia artificial. En esta proletarización generalizada, la humanidad entera se transforma en la fuerza de trabajo del capital inteligente, del capital desplegado en la inteligencia artificial y en el conjunto de la tecnología digital de los capitales que se concentran en Silicon Valley. Estos capitales, en efecto, deciden cada vez más lo que hacemos y cómo lo hacemos, lo que decimos y cómo lo decimos, incluso lo que pensamos y cómo lo pensamos.

El mes pasado, en mi universidad, una profesora nos ofreció a sus colegas una conferencia magistral sobre práctica docente cuyo contenido fue enteramente decidido por la inteligencia artificial. El ChatGPT apareció como única referencia al pie de cada una de las diapositivas que se nos presentaron. El trabajo manual de la profesora consistió en ejecutar, expresar y a veces explicar lo decidido, concebido y articulado por el trabajo intelectual de la inteligencia artificial. ChatGPT fue el amo y mi colega fue su esclava. Peor aún: la profesora dejó de ser una trabajadora intelectual para convertirse en una trabajadora manual proletarizada, subordinada completamente al intelecto del capital inteligente de ChatGPT, el de la empresa OpenAI con sus accionistas y sus intereses.

Capital inteligente: Big Data como Gran Otro Digitalizado

El capital inteligente, el que posee la inteligencia artificial, tiende a convertirse en el gran amo de nuestra época. Este amo posee aquello de lo que nos ha despojado: lo que Marx describía como el “cerebro social” de la humanidad. Nuestro órgano inteligente, materializado tecnológicamente, dejó de ser nuestro al ser privatizado y subsumido por el capital. Este capital retiene así lo más humano de lo humano: la inteligencia, la cultura, el saber. Nuestro cúmulo de saber, acumulado por varios siglos de progreso cultural, es cada vez menos de nosotros y cada vez más del capital inteligente.

Al ser del capital y ya no de nosotros, el saber pierde su verdad y se convierte en datos e informaciones. Tenemos entonces el Big Data que podemos concebir como un Gran Otro de nuestra época: el Gran Otro Digitalizado, el Gran Otro subsumido en el capital, convertido en capital inteligente que posee la inteligencia artificial. Con esta inteligencia compuesta de lo que alguna vez fue nuestro, el capital se torna una exterioridad en la que habitamos cada vez más al habitar cada vez más en el espacio virtual, un espacio predominantemente privado, apropiado por las grandes empresas y corporaciones como Google.

El lugar del Otro, como tesoro del saber, es cada vez menos un lugar público de la cultura o de la naturaleza y cada vez más un lugar privado, un lugar del capital como las viejas galerías de Walter Benjamin y como los actuales centros comerciales. El mundo interno del capital al que se refería Sloterdijk tiende a globalizarse y abarcar el mundo entero, pero sólo puede cerrarse y absolutizarse de verdad al virtualizarse, al digitalizarse, al convertirse en un espacio virtual cibernético sin otra consistencia que no sea la informacional. Este espacio de los datos y las informaciones, de todo lo que resta del saber cuando se nos despoja de él, es el reino casi absoluto del capital que sólo puede reinar así al volverse inteligente, al poseer nuestra inteligencia, nuestro saber convertido en datos e informaciones.

De la expoliación de saber a la inteligencia artificial

El capital inteligente, el que posee la inteligencia artificial, es el punto en el que ha culminado el proceso que Lacan ha leído en Marx y ha descrito como una expoliación del saber del esclavo para convertirlo en un saber de amo. En este proceso, tal como lo describe Lacan, el saber de los trabajadores, de los antiguos esclavos y artesanos, pasa a ser un saber universitario, científico y profesional, al ser legitimado epistemológicamente, al ser puesto así en la buena posición, que es la posición del amo y del poder, aquella en la que se encuentra actualmente el capital. El capital que se torna inteligente es el que ha expoliado el saber que originalmente fue de los trabajadores manuales, esclavos y artesanos, y que sólo pasó por las mentes de los trabajadores intelectuales, científicos y profesionistas, para terminar en un programa de inteligencia artificial en el que se despliega el capital constante.

En una primera etapa, el saber es de los trabajadores manuales que también son trabajadores intelectuales, esclavos o siervos que saben todo lo que ignoran sus amos, artesanos que deciden por sí mismos lo que hacen y cómo lo hacen. En una segunda etapa, el saber se transfiere de los trabajadores manuales a los trabajadores intelectuales de la clase dominante, quienes acaparan todo el saber por el mismo gesto por el que se apartan de los trabajadores de la clase dominada, condenándolos a no ser más que trabajadores manuales. En una tercera etapa, el saber se transfiere de los trabajadores intelectuales a sus creaciones tecnológicas, las cuales condensan un saber cada vez mayor, acumulándolo bajo la forma de los datos y de las informaciones que subyacen a la inteligencia artificial.

Con la inteligencia artificial de la tercera etapa, de pronto se nos revela algo crucial que se mantenía velado en el desarrollo anterior del capitalismo. De pronto comprendemos que la división de clases y de trabajo, tal como se manifestaba en la división entre el trabajo manual y el intelectual, no era más que aparentemente el conflicto empírico personal entre la burguesía y el proletariado. Tras esta apariencia que reina en la segunda etapa, la tercera etapa nos enseña que la verdadera división de clases y del trabajo radica en la contradicción estructural impersonal entre el sistema capitalista y la humanidad proletarizada. Esta contradicción es la que vislumbramos hoy en día en la contradicción entre la inteligencia artificial del capital inteligente y el trabajo manual de una humanidad cada vez menos inteligente.

La ciencia y la universidad

La humanidad cada vez menos inteligente es paradójicamente aquella que se forma en las universidades. Es aquello que Lacan formalizó a través de su discurso universitario. Es el proletario generalizado, el sujeto barrado en el lugar de la producción, el sujeto supuesto saber sin un saber anclado en su verdad, el profesionista o académico sin otra inteligencia que no sea la que puede convertirse en inteligencia artificial.

Antes de pertenecer directamente al capital inteligente con sus dispositivos electrónicos, la inteligencia artificial es generada por las universidades. La inteligencia artificial existe gracias a la ciencia universitaria que Lacan supo definir como la ideología de la supresión del sujeto. Una vez que se depura ideológicamente del sujeto y de su verdad, el saber puede ya no ser de un sujeto, pudiendo ser un enunciado sin enunciación y así convertirse en los datos y las informaciones que están en el fundamento de la inteligencia artificial.

Nótese que la inteligencia artificial, con su falta de sujeto, nos demuestra negativamente que no es la inteligencia la que nos distingue como sujetos humanos. Como sujetos que forman parte de la humanidad, no nos distinguimos por ser inteligentes, pues cosas como el capital y sus dispositivos electrónicos pueden poseer nuestra inteligencia, volviéndose tan inteligentes como nosotros, y pueden también privarnos de ella, sin por ello privarnos de nuestra condición de sujetos humanos. Lo que nos confiere esta condición no es la inteligencia ni el saber transformable en datos e informaciones, como lo imaginan muchos psicólogos cognitivos, quienes por ello pueden compararnos con computadoras.

Lo que nos distingue de las computadoras, lo que nos distingue como humanos, es no lo inteligentes que somos o lo informados que estamos, sino la verdad singular de nuestro deseo, una verdad inconsciente no inteligible ni mucho menos informable. A diferencia de la inteligencia y de la información, esta verdad no puede transmitirse ni replicarse ni reproducirse por ningún programa ni dispositivo electrónico. Los avances tecnológicos del capital, el capital inteligente con su inteligencia artificial, pueden sustituirse a los académicos y profesionistas producidos por la universidad, los de la psicología y las demás ciencias humanas, pero no al sujeto del psicoanálisis, no al sujeto del deseo, no al sujeto con su verdad que subyace a cada profesionista o académico.

El producto del discurso universitario no es el sujeto del inconsciente, pero sí lo implica por el hecho mismo de implicar la ciencia que lo suprime. Aunque suprimido, el sujeto existe, resistiendo siempre a su asimilación al saber y especialmente al saber sin verdad, al saber asimilable a los datos y a las informaciones. Este saber universitario, finalmente asimilable al Big Data, presupone al mismo sujeto al que excluye, el sujeto que irrumpe a través de los movimientos estudiantiles y otras provocaciones de los estudiantes.

El retorno sintomático de lo reprimido

El sujeto que retorna con los movimientos estudiantiles es precisamente el del psicoanálisis. Es el sujeto del deseo y del inconsciente, el sujeto suprimido por la ciencia, el sujeto cuya verdad falta en el saber criticado por Paulo Freire: el saber de la educación bancaria, el que se reduce a puros datos e informaciones y que por ello puede convertirse en la base de la inteligencia artificial. Irreductible a esta inteligencia, el sujeto de los movimientos estudiantiles tiene un cuerpo sexuado como el que le reconoce la doctrina freudiana.

El psicoanálisis puede concebirse él mismo, al igual que los movimientos estudiantiles, como un retorno sintomático del cuerpo sexuado reprimido. La represión de este cuerpo es un fenómeno característico no sólo de los estudiantes destinados al trabajo intelectual, sino de los miembros de la clase dominante que suelen acaparar el mismo trabajo intelectual y condenar a los dominados al trabajo manual. Esta división del trabajo, como se ha mostrado en la tradición marxista, se traduce en una reducción de los dominados a sus cuerpos correlativa de una identificación de quienes dominan a sus almas. Así, en el capitalismo, hay una espiritualización y desexualización de los burgueses, así como también una corporización y sexualización de los obreros proletarizados.

El proletariado se ve condenado a no ser más que puro cuerpo, así como la burguesía pretende ser pura alma, puro espíritu, sufriendo una represión de su corporeidad sexuada que fue denunciada por Freud en su tiempo. Así como Freud constituye el retorno sintomático de la sexualidad corporal inconsciente reprimida en los burgueses, de igual modo Marx irrumpe como el retorno igualmente sintomático de la conciencia reprimida en los proletarios. Ambos síntomas, el de Marx y el de Freud, son igualmente subversivos y potencialmente revolucionarios, pero no pueden manifestarse de la misma forma en la etapa del capitalismo inteligente y de su inteligencia artificial.

Ante la perspectiva idealista de la inteligencia artificial con su fundamento en los datos y las informaciones, el materialista Freud nos recordaría la verdad ininteligible del sujeto, la verdad inconsciente singular de su deseo y de su cuerpo sexuado, una verdad que solamente puede plasmarse materialmente a través de los matices literales del síntoma y de la palabra. El materialista Marx podría también ciertamente recordarnos aquí la verdad material del sujeto particular, de su deseo y de sus intereses, de su lugar en la trama histórica y socioeconómica, todo lo cual resulta igualmente inasimilable a la inteligencia artificial con su base ideal informacional. Sin embargo, antes que todo esto, lo primero que Marx nos recordaría es lo que he intentado exponer en estos minutos: la enajenación de nuestra inteligencia en la inteligencia artificial fetichizada, el origen cultural colectivo de esta inteligencia en el cerebro social de la humanidad, su apropiación y subsunción en el capital inteligente y su filiación con el trabajo intelectual acaparado por la clase dominante. En el mismo sentido, quizás Marx emprendiera también una crítica tanto del rastro ideológico de la filiación burguesa de la inteligencia artificial como de la noción idealista de una inteligencia carente de un cuerpo y de un lugar en el mundo material de la historia y del sistema socioeconómico.

Tanto Marx como Freud, tan materialista el uno como el otro, nos harían pensar en aquello material que se pierde a cambio de todo lo ideal que se gana con la inteligencia artificial. Atraerían así nuestra atención hacia el precio del avance tecnológico, hacia lo que debemos pagar por los datos y las informaciones, hacia lo que nos convierte en explotados por el capital inteligente. Quizás concluyamos entonces que a veces conviene más tener la inteligencia en las manos, en el cuerpo, que en herramientas como las gubias y los dispositivos electrónicos. 

El mundo mental a costa del mundo material: aburguesamiento generalizado y psicologización de la subjetividad ante la devastación del planeta

Conferencia dictada el viernes 13 de septiembre de 2024 en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) en el marco del Coloquio “Lecturas críticas y miradas sociales de la salud mental y la psicología”

David Pavón-Cuéllar

Introducción

Se me ha pedido que hable hoy sobre los temas de psicología y de salud mental. Es lo que haré, no como un experto, que no lo soy ni quiero serlo, sino como alguien preocupado por la importancia que dichos temas han cobrado en la actualidad, por el enorme interés que despiertan, por el modo en que están literalmente obsesionando a amplios sectores de la sociedad. Si esta obsesión me preocupa, es por lo que me parece que está revelando: algo que me atrevo a describir aproximativamente como un avance ideológico del mundo interno mental sobre el mundo externo material, un avance correlativo del aburguesamiento generalizado y de la resultante psicologización de la subjetividad, una psicologización por la que nos retraemos y replegamos dentro de nosotros mismos ante los conflictos políticos y ante la imparable devastación del planeta. Me explicaré mejor en los siguientes minutos.

Para empezar, permítanme resaltar que tanto la psicología como la salud mental presuponen la existencia de algo, la psique o la mente, que se distingue al diferenciarse de todo lo demás, particularmente el cuerpo y el mundo. Esta diferenciación dualista es un fenómeno cultural e histórico, no encontrándose ni en todas las culturas ni en todos los momentos de la historia. Sabemos que hay antiguas concepciones monistas occidentales, entre ellas la de los atomistas y la de Aristóteles, que no separaban sustancialmente lo mental de lo corporal. Sabemos también que esta separación es inexistente en otras culturas, como lo demuestran las representaciones indígenas mesoamericanas de las almas corporales, entre ellas la mintsita de los purépechas de Michoacán y el itonal de los nahuas de Puebla. 

Si lo mental y lo corporal se presentan como una unidad para muchos pueblos del mundo, ¿por qué nosotros los occidentales modernos los concebimos como entes separados? La única explicación convincente sigue siendo, a mi juicio, la explicación histórica materialista que recibimos de Marx y Engels, quienes historizan la oposición entre el monismo y el dualismo, fundándola en una historia material de la producción económica y de la organización de la sociedad. Recordemos esta historia, deteniéndonos en cada uno de sus actos sucesivos, pero teniendo en mente que lo que hay aquí es una sucesión lógica y no cronológica, una concatenación estructural y no empírica, una serie de actos que sólo puede aprehenderse a través del microscopio marxiano de la abstracción y no mediante observaciones antropológicas, históricas o sociológicas.

El dualismo en cinco actos

El primer acto es el de un proceso tradicional de trabajo en el que lo mental y lo corporal se encuentran inextricablemente unidos, haciéndose lo que se piensa y pensándolo al hacerlo, haciéndolo también para pensarlo, pensándolo de algún modo con el cuerpo, con los movimientos de las manos en el mundo externo, y no sólo con la mente, no sólo con los movimientos de las ideas en el mundo interno. El trabajo mental es entonces también manual, corporal, material y mundano, siendo imposible separar la mente de las manos, del cuerpo y del mundo. La indistinción monista entre lo mental y lo demás es la concepción que se impone espontáneamente en este primer acto de la historia, un acto que aún ha sabido preservarse, a veces intacto, entre artesanos y campesinos de comunidades en las que no hay ni división de clases ni división del trabajo. 

En un segundo acto, vemos aparecer la división de clases entre los poseedores y los no-poseedores, los no-poseedores que inmediatamente se convierten en desposeídos. Por un lado, tenemos la clase dominante, la de quienes poseen riqueza: quienes pueden, con esa riqueza, poner a trabajar a otros para ellos. Por otro lado, tenemos a los otros, los de la clase dominada, quienes carecen de riqueza, no poseyendo otra cosa que su vida y debiendo venderla como fuerza de trabajo para mantenerla, para mantenerse con vida, para sobrevivir. Esta división de clases existe ya en sociedades precapitalistas o no-capitalistas, pero es en el capitalismo en el que se consuma, llevándose hasta sus últimas consecuencias. 

En un tercer acto, la división de clases da lugar a una división del trabajo, a una división entre el trabajo intelectual y el manual. Esta división ocurre cuando quienes pertenecen a la clase dominante se percatan de algo demasiado evidente: que es menos trabajoso, menos duro y cansado, hacer algo con la mente, con las ideas, imaginando que se hace, que hacerlo efectivamente, haciéndolo con las manos, con las cosas. Entonces los poseedores dejan de trabajar manualmente para dedicarse a trabajar intelectualmente. Acaparan el trabajo intelectual y condenan a los desposeídos al trabajo manual. Es el momento en que los de abajo comienzan a realizar corporalmente lo figurado mentalmente por los de arriba. Por ejemplo, el amo, señor o terrateniente decide con su mente qué sembrar y planea cómo sembrarlo, mientras que a sus esclavos, siervos o jornaleros les toca realizar la siembra y otras faenas con sus cuerpos y sus manos.

En un cuarto acto, la división del trabajo se traduce en las concepciones dualistas del ser humano, en el homo dúplex, el hombre que es dos seres diferentes a la vez, mente y cuerpo al mismo tiempo. Este dualismo aparece cuando la división entre el trabajo manual y el intelectual nos hacen imaginar que, más allá del trabajo dividido, lo manual y lo intelectual son dos esferas sustancialmente diferentes y separadas. ¿Cómo no imaginarlo cuando vemos que la mente y el cuerpo se disocian hasta el punto de repartirse entre diferentes personas? Cuando miramos hacia arriba, divisamos las mentes de quienes pertenecen a la clase dominante, quienes monopolizan el trabajo intelectual, y cuando volvemos nuestras miradas hacia abajo, descubrimos las manos y el cuerpo de quienes forman parte de la clase dominada, quienes están forzados al trabajo manual y corporal. Viendo lo mental en un lugar de la sociedad y lo manual y corporal en otro lugar, ¿cómo no convencernos de que son dos cosas sustancialmente diferentes?

En un quinto acto, la convicción dualista de que lo psíquico y lo físico son dos cosas diferentes nos hace distinguir lógicamente la salud propia de lo primero y la de lo segundo, así como también ciencias específicas de lo uno y de lo otro. Es así como se disocian la salud física y la salud mental por el mismo proceso por el que se distinguen la psicología y la fisiología. Tenemos así dos esferas diferentes que se vinculan cada una esencialmente con una de las dos grandes clases dominante y dominada.

Nuestro delirio compartido

La clase dominada se ha percibido tradicionalmente como una clase más física y fisiológica, más manual y corporal, más material que la clase dominante, la cual, de modo correlativo, se ha presentado por lo general como una clase más ideal o espiritual, más mental y psicológica. Mientras que los aristócratas y los burgueses han dedicado su tiempo a obrar con sus almas, a estudiar, meditar, calcular, deliberar, juzgar y decidir, sus siervos y obreros han debido gastar sus vidas laborando con sus músculos, con sus manos, brazos y hombros, al arar, sembrar, cosechar, ordeñar, desplumar, cargar, atornillar, desatornillar y mover poleas y palancas. Los desposeídos han sido como cuerpos gobernados por las mentes de los poseedores.

Desde luego que los poseedores han tenido siempre un cuerpo, así como los desposeídos han tenido una mente, pero los desposeídos han sido reducidos por lo general a sus existencias corporales, mientras que los poseedores han intervenido como seres predominantemente mentales, espirituales o anímicos. Las mismas tendencias pueden apreciarse en la historia de la salud y la patología. Cuando nos asomamos a esta historia, vemos que los miembros de la clase dominante han sufrido manía, melancolía, hipocondría, neurastenia, histeria, anorexia, bulimia y otros males nerviosos o mentales muy poco frecuentes en la clase dominada, la cual, por su parte, ha padecido más bien enfermedades corporales que terminan inhabilitándola o matándola prematuramente. 

Aquí en México, alguien podría objetarme con razón que muchos indígenas de comunidad, aunque sin pertenecer a la clase dominante, viven tan acechados por los trastornos del alma como por los del cuerpo. Sin embargo, si esto es así, es precisamente porque no hay en los pueblos originarios una división del trabajo y una concepción dualista que sean tan marcadas como para suscitar las tendencias correlativas a la corporeización de los desposeídos y la espiritualización de los poseedores. De hecho, si diagnosticáramos las experiencias de los asustados y embrujados como casos de locura o de trastorno psiquiátrico, nos estaríamos equivocando en el diagnóstico, pues el susto y el embrujo no son males puramente mentales, así como tampoco son males exclusivamente corporales, constituyendo más bien ejemplos elocuentes de una visión monista donde el cuerpo resulta indiscernible de la mente. 

La unidad esencial de la mente y del cuerpo es precisamente lo amenazado por males como el susto y el embrujo. Estos males, por lo tanto, no tienen por qué existir entre quienes vivimos en la modernidad capitalista occidental y desconocemos esa unidad esencial entre el cuerpo y la mente. Al desconocer nuestra unidad, no puede ser amenazada, y al no poder ser amenazada, no es posible que suframos ni sustos ni embrujos.

Quizás en realidad fuera más exacto decir, como yo lo digo a menudo, que aquí, fuera de las comunidades indígenas, todos estamos de algún modo embrujados y asustados. Tan embrujados y asustados estamos que nos concebimos cada uno de forma dualista, como homo dúplex, como homo psychologicus y como homo physiologicus. Tal vez no sea descabellado afirmar que estas concepciones psicológicas y fisiológicas de nuestro ser constituyen formaciones sintomáticas en las que se revela el modo histórico en que hemos sido embrujados y asustados por la sociedad de clases y específicamente por la sociedad capitalista, enloqueciendo hasta el extremo de asumir que nuestra alma no es nuestro cuerpo, que podemos padecer enfermedades únicamente mentales o corporales y que estas enfermedades se distribuyen de forma diferente en las clases de la sociedad. 

Quizás el dualismo no sea entonces más que nuestro delirio compartido. Se trataría de un delirio ideológico absurdo contra el que otros estarían inmunizados gracias a saberes ancestrales como los mesoamericanos. Con todo, por más delirante que sea, nuestro dualismo debe ser tomado en serio porque no deja de escindirnos y de organizar la realidad material en la que nos encontramos, realizándose aquí de forma concreta, evidente y efectiva.

Las clases mental y corporal

Una vez que estamos en el contexto urbano y moderno de la sociedad occidental capitalista, lo que observamos es que la preocupación principal de los de abajo ha sido generalmente la salud física, mientras que los de arriba se han mostrado más propensos a obsesionarse con la salud mental. Es por esta obsesión, y en general por la obsesión con la mente, que vemos nacer, entre el siglo XIX y el XX, la higiene mental con su conceptualización de la salud mental, pero también simultáneamente la psicología como especialidad científica, académica y profesional, y, además, al mismo tiempo, el psicoanálisis fundado por Sigmund Freud. La simultaneidad en los tres nacimientos del psicoanálisis, de la psicología moderna y de la higiene mental no es casual, confirmándonos algo que ya fue vislumbrado por el clásico marxista Gueorgui Plejánov justamente en aquella misma época, lo cual, desde luego, tampoco es casualidad.

Lo que vislumbra Plejánov en 1907 es que el factor psicológico puede volverse el más determinante dentro de la clase dominante. Sin embargo, para Plejánov, esto sólo es posible por la dominación material de la misma clase en la esfera de la economía. Es la dominación económica, en efecto, lo que les permite a los poseedores despreocuparse de la economía y obsesionarse con asuntos más elevados y etéreos como el psiquismo, la mente, la personalidad, las ideas y las emociones, la enfermedad y la salud mental. De ahí que estos asuntos acabaran siendo aparentemente los más importantes para los burgueses justo en el momento en que los burgueses llegaron al apogeo de su poderío histórico en los siglos XIX y XX.

Una vez que afianzaron y consolidaron su dominación económica sobre el mundo en su materialidad, los burgueses pudieron desatender lo material y volcarse a lo mental, dedicándose a producir y consumir de modo apasionado y frenético, masivo e intensivo, todo tipo de expresiones del factor psicológico. Encontramos aquí la psicología, el psicoanálisis y la higiene mental, pero también la superación personal y el desarrollo humano, la autoayuda y el autocuidado, el coaching y el pastoreo evangélico. Paralelamente, vemos proliferar novelillas, luego películas y ahora series donde todo gira en torno a motivos individuales psíquicos o mentales como el deseo y el amor, los celos y el despecho, la esperanza y la desesperanza, el temor y el dolor, el orgullo y la envidia, la ambición y la avidez insaciable, el cálculo y la manipulación, la seducción y el afán de aventura. 

Lo que hay que entender aquí es que lo ideal, mental y emocional ha llegado a reinar en la burguesía gracias al poder material de la burguesía en la sociedad. Sin determinación económica, no habría sobredeterminación ideológica por la mente con sus ideas, con sus cogniciones y sus emociones. El factor psicológico superestructural se impone como factor sobredeterminante con la fuerza determinante del factor económico infraestructural, como bien lo comprendió Plejánov en su tiempo, avanzando por una vía que fue abierta por Marx y Engels, ya desde la Ideología alemana, y que habría de ser también la vía de Louis Althusser y del althusserianismo. 

Lo que acabo de explicar se puede inferir a partir de un par de libros de Plejánov, El materialismo militante y Las cuestiones fundamentales del marxismo, ambos publicados en 1907. Justo en este año, como por casualidad, Clifford Whittingham Beers estaba preparando su texto del año siguiente, de 1908, A Mind That Found Itself, con el que se inaugura el movimiento de higiene mental en el que se conceptualiza la salud mental. Es también como por casualidad que Freud publica en el mismo año de 1908 un ensayo clave, “La moral sexual ‘cultural’ y la nerviosidad moderna”, en el que llega por otro camino al meollo de la tesis de Plejánov.

Freud nos demuestra en 1908 que el psicoanálisis es algo diferente de la psicología y de la higiene mental, aunque sea tan sólo por su autoconciencia, por su conciencia de la idealización y psicologización que están en la raíz del árbol de la cultura burguesa dominante y de sus frutos, entre ellos el psicoanalítico. Sin embargo, en la raíz del árbol, Freud nos descubre algo más. Lo que nos descubre es el precio de la idealización y la psicologización, que es la mutilación, la descorporeización, la desexualización, la represión.

Obsesión por la psicología y represión de la economía

La burguesía tan sólo puede psicologizarse al reprimir tanto la economía política-sexual en la que se interesa Freud como la economía sociopolítica de la que se ocupan Marx, Engels y Plejánov. Esta doble represión del factor económico está en la raíz de la dominación cultural del factor psicológico. Si la psicología y la ideología en general pueden reinar, lo hacen a costa de la economía política social y sexual, a expensas de la fuerza de trabajo y de las pulsiones, una fuerza reprimida, sublimada y explotada, como lo sabemos por Marx y Freud. 

Marx nos ha enseñado que el poder superestructural de la ideología descansa en la base material de explotación de la fuerza de trabajo. De forma homóloga, sabemos por Freud que el reino cultural ideológico de la psicología se basa en el fundamento material de renuncia a la satisfacción pulsional, de renunciación al goce, como decía Lacan. Tanto en el materialismo freudiano-lacaniano como en el marxiano-marxista, se comprende que la obsesión burguesa por lo psicológico, por lo mental en todas sus formas, entre ellas la salud mental, no tiene su verdad en sí misma, sino en otro nivel más fundamental, que es el nivel material de la economía sociopolítica y política sexual o libidinal. Es en este nivel en el que la dominación económica de una clase, una clase identificada hegemónicamente con la cultura, le permite a esta clase obsesionarse con el factor ideológico y específicamente psicológico.

La obsesión burguesa por la ideología y por la psicología es correlativa de la represión de la economía sociopolítica y política-sexual. El mundo externo y el cuerpo sexuado se reprimen en una burguesía tan ideologizada como psicologizada. El ideólogo burgués criticado por Marx, ya sea el filósofo alemán o el economista inglés, evade el mundo material económico. Su evasión es como la del neurótico burgués, el atendido por Freud, cuando escapa de su propio cuerpo material sexuado. 

El burgués de Freud está fuera de su cuerpo como el de Marx está fuera del mundo, “sin mundo”, como diría Klaus Holzkamp con respecto al sujeto de la psicología. Este sujeto de la psicología subvertido por Freud es el mismo sujeto de la ideología subvertido por Marx, lo cual, por cierto, fue bien comprendido por Louis Althusser cuando equiparó la crítica freudiana-lacaniana del homo psychologicus con la crítica marxiana-marxista del homo oeconomicus, o más bien del homo ideologicus, definido precisamente no por la economía, sino por una ideologización y represión ideológica de lo real de la economía. 

Tanto el homo ideologicus refutado por Marx como el homo psychologicus impugnado por Freud representan facetas de un mismo burgués que sólo es capaz de verse a sí mismo, en el espejo de su autoconciencia, de modo puramente ideológico y psicológico, reprimiendo su materialidad, su lugar político económico material en el mundo social y en su cuerpo sexuado. Este burgués es como un ángel, como una pura alma incorpórea y asexuada volando en el cielo, como una mente sin cuerpo y sin pies en la tierra. ¿No es acaso así como se concibe al ser humano en la filosofía idealista y en la psicología científica-académica hegemónica?

El marxismo y el psicoanálisis como retornos sintomáticos de lo reprimido

Si el materialismo de Marx ha subvertido el idealismo filosófico, es porque ha bajado al ángel del cielo y ha puesto sus pies en la tierra. De forma homóloga, si el materialismo de Freud ha subvertido el animismo psicológico, es porque le ha devuelto el cuerpo sexuado al ángel incorpóreo y asexuado. El psicoanálisis representa un retorno sintomático del cuerpo sexuado reprimido por la psicología tal como el marxismo constituye un retorno igualmente sintomático del mundo socioeconómico reprimido la ideología.

Marx y Freud son como síntomas en los que retorna lo reprimido, en los que se revierte la represión de lo material, una represión que Freud asocia con la neurosis y que en Marx opera en cierto saber filosófico y económico-político marcadamente neurótico. Este saber, el más difundido entre los actuales académicos, dispone de mecanismos defensivos capaces de prevenir cualquier sintomatología como la marxiana o la freudiana. Sin embargo, hay otro saber, otro saber que Lacan describe como un saber con fallas por las que retorna la verdad, otro saber que me atrevo a calificar de “histérico” por las resonancias de este concepto en Freud. 

El otro saber al que me refiero es el de Hegel y el de Adam Smith y David Ricardo por el que vemos retornar sintomáticamente el mundo material. Es también el saber del síntoma por el que retorna el cuerpo sexuado. Es el saber de Anna O., Emmy von N., Miss Lucy R. y las demás histéricas de Freud. 

Notemos que la histeria freudiana es un retorno de la materialidad económica sexual reprimida en la burguesía: un retorno sintomático perfectamente homólogo al retorno sintomático marxiano de la materialidad económica política reprimida en la misma burguesía. Marx percibe lo material que retorna gracias a su lectura sintomal de lo sintomático en los textos de economistas ingleses y filósofos alemanes, tal como Freud capta igualmente lo que retorna gracias a su escucha sintomal de la palabra de las histéricas vienesas. Althusser describió muy bien lo que significa esta forma sintomal de leer y escuchar, mostrándonos como le permitió a Marx descubrir su materialismo.  

Intentando ir más allá de Althusser por el camino que él nos indica, nos percatamos de que Marx, al igual que Freud, revierte la represión de lo material en los burgueses ideológicamente representados como almas puras desmaterializadas y descorporeizadas, carentes de cuerpo y de mundo. Sin embargo, en el mismo sentido, Marx y sus seguidores hacen algo más, algo quizás aún más importante. Lo que hacen es revertir la represión de lo ideal e intelectual, de lo mental y espiritual, en unos obreros proletarizados y pauperizados, reducidos a sus cuerpos, asimilados a sus brazos y a sus manos, privados así de su alma, de su mente, de su intelecto, de su conciencia. Esto fue conseguido por el marxismo al contribuir a que cierto proletariado recobrara el saber, que adquiriera una conciencia de clase, que ya no fuera simple fuerza de trabajo, que ya no fuera sólo un sujeto en sí, an sich, sino para sí, für sich, como lo ha constatado Lacan. 

Aburguesamiento generalizado

El problema detectado por el mismo Lacan es que el proletario para sí, el que recupera un saber a través de su autoconciencia, ya no puede ser exactamente lo que era, el proletario que era, la encarnación de la verdad más íntima del capitalismo, así como la presencia de un horizonte subjetivo post-capitalista, la promesa de un hombre nuevo y de una mujer nueva. Todo esto es imposible porque el saber que recobra el proletariado no es ni el suyo propio ni tampoco un saber neutro, sino que es el saber prevaleciente y a veces el único disponible en la sociedad burguesa, un saber ideológico burgués, correspondiente a lo que Marx y Engels describían como la ideología de la clase dominante que es la ideología dominante en la sociedad. La consecuencia es que la conciencia de clase del proletariado es una conciencia de clase burguesa.

La autoconciencia del proletario se convierte en la del burgués. Esto le sucede al trabajador no sólo al adquirir una conciencia de clase en el partido, el sindicato o el movimiento colectivo, sino también y sobre todo cuando se educa en escuelas y universidades o bien en la radio, en la televisión, en el internet, en la esfera mediática, en la cultura de masas y en el consumo en general, pues al tener un consumo burgués, el trabajador se aburguesa, dejándose poseer por lo burgués al que se vende al precio de todo lo que compra. Una vez que se disfraza de burgués, el obrero puede corroborar su identidad ideológica en cualquier espejo, en cualquier foto compartida en redes sociales, en cualquier pantalla o vitrina.

Los espejos del sujeto le devuelven la imagen de quienes lo explotan. Es así como el explotado termina profesando las opiniones de sus explotadores y votando por los partidos que sirven los intereses de los mismos explotadores. Es así también como el trabajador termina creyéndose un empresario, a veces un empresario de sí mismo como el sujeto neoliberal evocado por Foucault: un sujeto que no se percata de que él en realidad sólo es la empresa, mientras que su identidad empresarial es aquello en lo que se aliena, su imagen en el espejo, una personificación ideológica imaginaria del capital.

Es verdad que el trabajador no sólo se aliena en la ideología, en lo imaginario del capitalismo, sino también en lo real de la economía capitalista, no siendo sino capital humano, capital variable, y asumiéndose a sí mismo como tal, como cuando se asume como su propia empresa. Esta empresa, por lo demás, puede ser bastante lucrativa, aportando un poder adquisitivo con el que el trabajador se termina de convencer de que es un empresario. El mismo convencimiento puede obtenerse a través de mejoras salariales como las que se tienen en países desarrollados y emergentes. En todos los casos, constatamos que el aburguesamiento de los trabajadores es un fenómeno económico y no sólo ideológico, pero también siempre ideológico, desde luego. 

El caso es que el proletariado viene a engrosar las filas de la burguesía. Este aburguesamiento generalizado se refleja en la obsesión burguesa generalizada que aquí nos interesa, la obsesión por la psicología y por la salud mental, que antes era distintiva de la burguesía y que se ha convertido en una obsesión de toda la sociedad. Mientras que los poseedores escapan a sus retiros espirituales y alternan sesiones de psicoanálisis y de meditación, los desposeídos cuentan con el coaching laboral y con la sugestión de las iglesias cristianas evangélicas, pero todos consumen también lo mental y psicológico por otras vías, como la psicología profesional y popularizada, las publicaciones y emisiones de autoayuda y autocuidado, la consejería sentimental y las interpretaciones psicológicas de los periodistas y un largo etcétera. 

Psicologización

La creciente obsesión por lo mental y lo psicológico se ha ido traduciendo en la psicologización denunciada por Ian Parker, Jan De Vos y otros. Como estos autores lo han mostrado, la psicologización implica una despolitización de la sociedad y de la política misma. Los sujetos y sus relaciones tienden a perder su aspecto político, su carácter estructurante social y su vínculo esencial con el poder, a medida que se perciben tan sólo en su lado psicológico, personal y emocional. 

El triunfo de la psicología sobre la política se pone en evidencia cada vez que hablamos de motivaciones por no hablar de reivindicaciones, o de actitudes en vez de posicionamientos, o de rasgos de personalidad en lugar de principios o puntos de programas. La psicologización y despolitización resultan igualmente evidentes en sociedades en las que votamos cada vez más por la personalidad, la inteligencia, los valores o la sinceridad que atribuimos a los actores políticos, en lugar de considerar sus partidos y banderas, los intereses y sectores que representan, las tradiciones de lucha de las que forman parte y sus proyectos de reproducción o transformación del sistema. Sobra decir que todo esto favorece lo mismo a los candidatos independientes que a los charlatanes carismáticos y a los dirigentes neofascistas de nuevo tipo en los que la psicologización, el maquillaje psicológico, resulta indisociable de la estetización de la política de la que hablaba Walter Benjamin. Tal como la entendía Benjamin, esta estetización podía ser despolitizadora por lo mismo que la psicologización produce también una despolitización de la sociedad.

Al igual que la vieja estetización, la nueva psicologización de la política se ha ido convirtiendo en un peligro para los regímenes democráticos liberales. Esto es bastante paradójico, pues la democracia liberal ha contribuido a la psicologización al poner el factor psicológico en su fundamento, como ya lo constataron, desde hace casi un siglo, José Carlos Mariátegui y Max Horkheimer. Ambos autores observaron cómo el moderno liberalismo democrático sitúa el poder en la esfera de los votantes, en su esfera mental y psicológica, pues necesita contar con su consentimiento, con sus votos, con sus preferencias electorales, y ahora también con sus opiniones y con su nivel de satisfacción para las encuestas. 

Digitalización

El caso es que la seducción y manipulación, como tareas mentales y psicológicas, van ganando terreno sobre la coerción y la dominación en el terreno político-económico. Esto implica también un retroceso de lo material y un avance de lo ideal que se ven favorecidos a su vez por la digitalización tecnológica de los sujetos y de sus relaciones. Los actores que interactúan en las redes sociales, por ejemplo, no ponen el cuerpo y se encuentran fuera del mundo material, en una situación desmaterializada en la que realizan el sueño burgués de ser como ángeles, como almas descorporeizadas, como perfectos ejemplares del homo psychologicus.   

La digitalización puede contribuir entonces a la psicologización, pero no sólo al privarnos de nuestro cuerpo y de nuestro mundo material, sino también, como lo ha notado Jan De Vos, al realizar digitalmente el modelo psicológico de subjetividad, permitiéndole al fin desplegarse y expandirse a través de likes, emoticones, emojis, kaoanis, memes y otras imágenes y pautas de comunicación en un mundo paralelo. Aunque sólo sea virtual, este mundo tiende a parecer más real que lo real, como lo hiperreal de Jean Baudrillard. La hiperrealidad inherente a lo digital refuerza las formas psicológicas de subjetividad a costa de las formas no-psicológicas. 

Los rostros de los sujetos van tornándose máscaras de emoticones en un perfecto ejemplo de transposición fetichista en el sentido marxiano del término. Así como en Marx las cosas y las personas terminan representando los valores económicos fetichizados que tendrían que representarlas, de igual modo vemos ahora cómo las representaciones digitales de lo real se convierten en lo hiperreal que es representado por lo real. Es así como lo real de la subjetividad se ve cada vez más reducido a una representación imaginaria de lo mental y psicológico digitalizado.

En lugar de que las pantallas nos reflejen, somos cada vez más reflejos de las pantallas. Las pantallas de televisores, computadoras y teléfonos celulares inteligentes no deberían ser más que espejos de nuestra subjetividad, pero tienden a convertirse en matrices especulares de las imágenes mentales y psicológicas en las que nos convierten. Es previsible que estas imágenes que somos queden recluidas en la profundidad imaginaria de las pantallas, como realización virtual del mundo interno mental de la psicología, después de haber abandonado el mundo externo, el planeta material cada vez más devastado, la realidad natural cada vez más desertificada, transformada en el desierto de lo real, como decía Baudrillard y como lo repite Morfeo en Matrix

Cuando más habría que estar mirando afuera, más estamos ensimismados, mirando en el interior imaginario de nosotros y de las pantallas. Más estamos pensando en psicología y en salud mental cuando más deberíamos estar pensando en la preservación material de los universos naturales y culturales arrasados por el capitalismo. Cuando más deberíamos estar luchando en el mundo externo, más estamos encerrados en el reconfortante mundo interno burgués de lo mental y de lo psicológico, de lo experiencial y de lo empírico, de lo ideal y de lo ideológico. 

Capitalismo y proletarización generalizada

Estamos presenciando una extraña victoria histórica del idealismo, pero no en el sentido hegeliano de absolutización del saber como realización final del espíritu, ni mucho menos en el sentido marxista de emancipación comunista con respecto a las restricciones materiales, como en Pavel Axelrod y de algún modo en Rosa Luxemburgo. La victoria del idealismo que presenciamos es más bien la contraria del comunismo: es una consecuencia del capital que privatiza, que acapara, que subsume realmente el mundo exterior con su materialidad natural y cultural, y que debe asegurarse de que no lo estorbemos, lo que sólo puede conseguir al exiliarnos en el mundo interior de las pantallas y de la ideología, de nuestras mentes y de la psicología. 

Nuestro exilio es el peor imaginable, ya que se trata de un destierro a ninguna parte, a un remoto lugar sólo ideológico, extramundano, hasta cierto punto inexistente. Sin embargo, como lo advertía André Breton con respecto a la existencia onírica, la existencia mental o digital, ideológica y psicológica, forma parte del mundo externo material subsumido realmente en el capital. No hay metalenguaje, como diría Lacan. 

Estamos en un lenguaje y permanecemos en él aun cuando creemos escapar de él al meternos dentro de nosotros mismos. Nuestro interior consciente no es más que un rincón del exterior inconsciente. No es posible salir del universo que es el sistema simbólico de la cultura: un sistema que tiende a quedar subsumido en el capital. 

No dejamos de estar en el sistema capitalista, sirviendo su lógica de producción y reproducción, cuando estamos dentro de nosotros mismos o dentro de las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos. Por un lado, el interior de las pantallas es un espacio en su mayor parte ya poseído, organizado, administrado y explotado por el capital, por capitales como los de Silicon Valley. Por otro lado, al reflejar cada vez más este espacio digital del capital y cada vez menos el espacio público de la sociedad y la cultura, nuestro interior va siendo privatizado y subsumido por el capitalismo. 

No dejamos de estar en el sistema capitalista, pero lo importante para el capital es que esto nos pase desapercibido. Y nos pasa desapercibido. Esta falta de percepción es el meollo de nuestra fantasía de ser libres y obedecer únicamente a nosotros mismos cada vez que generamos dividendos para el capital a través de lo que tecleamos, vemos, escuchamos, pensamos y sentimos al estar atrapados en el interior de nuestra mente que se confunde con el interior de la pantalla.

Nuestra ilusión de libertad es la misma del capitalista de Marx que imagina servir libremente sus intereses cuando solamente sirve los del capital. Esta ilusión era un lujo, un privilegio que se ha convertido en derecho, que se ha democratizado con el aburguesamiento generalizado en el capitalismo neoliberal. Ahora, por debajo de la burguesía propiamente dicha, somos cada vez más los aburguesados en el mundo interno de la mente y de la psicología, lo que sólo ha sido posible al proletarizarnos en el mundo externo de la materialidad económica de la cultura subsumida en el capitalismo. 

Conclusión

La proletarización generalizada, correlativa del aburguesamiento generalizado, produce innumerables síntomas que nos dedicamos a curar a través de la psicología, la psicoterapia, la psiquiatría y otros medios análogos. En lugar de precipitarnos a curarlos, mejor habría que darnos tiempo de percibir lo que revelan. Habría que someter las expresiones sintomáticas de lo que sufrimos a una lectura sintomal como la enseñada por Marx o a una escucha sintomal como la que Freud nos ha legado. 

Percibiendo sintomalmente nuestros síntomas, nos percataríamos de que no somos tan burgueses como creemos. Caeríamos en la cuenta de que no somos el empresario de sí mismo, sino su empresa poseída y explotada por el capital que personificamos. El capital, en efecto, nos posee como un demonio y nos hace verlo al ver al empresario en el espejo mágico de la ideología.

Que no seamos el reflejo consciente de lo que somos es una de las mayores lecciones del marxismo y del psicoanálisis. Es una lección que puede ser liberadora en unos tiempos, como los nuestros, en los que imaginamos, con la garantía de la psicología, que podemos dejarnos reabsorber totalmente por el espejo. Esto es imposible, pero aun si fuera posible, sería lo más contrario a la salud mental, a pesar de lo que imaginen muchos psicólogos.

Yo, ello y superyó en el capitalismo: hacia una interpretación materialista histórica de la segunda tópica freudiana

Intervención en línea para un encuentro organizado el 24 de noviembre de 2023 por el Círculo de Psicoanálisis y Marxismo de Monterrey, Nuevo León, México, para conmemorar los 100 años de publicación de El yo y el ello de Sigmund Freud

David Pavón-Cuéllar

Las ideologías del superyó

En 1932, en las Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, Freud le reprochó al marxismo un desconocimiento de que “las ideologías del superyó” son determinantes “independientemente de las relaciones económicas” (Freud, 1932, p. 63). El peso de la economía sería exagerado y absolutizado en la perspectiva materialista marxista, en la cual, por lo tanto, no se apreciaría la importancia de la determinación ideológica superyóica. Este juicio de Freud es crucial porque utiliza la terminología marxista de economía e ideología, porque se enfrenta así al marxismo en su propio terreno, porque admite la constitución ideológica del superyó y porque traza nítidamente una línea de demarcación entre la perspectiva marxista y la psicoanalítica.

El psicoanálisis reconocería entonces la determinación ideológica superyóica y así contrastaría con el marxismo que la ignoraría o la subestimaría. Es al menos lo que Freud pensaba en 1932. Sin embargo, tres años después, en una carta de 1935 a Ralph Worrall a la que se refiere Ernest Jones, Freud rectificó esta idea y admitió que Marx y Engels “no negaron de ningún modo la influencia de las ideas y las estructuras del superyó”, lo que “invalidaba el principal contraste entre marxismo y psicoanálisis” que antes él “creía que existía” (citado por Jones, 1957, pp. 344-345). Es como si Freud aceptara una reconciliación entre su perspectiva y la marxista sobre la base de la coincidencia de ambas en el reconocimiento de la poderosa determinación ideológica superyóica.

La ideología del superyó debería estar en el centro de cualquier pensamiento que se guiara por el propio juicio de Freud al tratar de integrar, articular o simplemente aproximar el marxismo y el psicoanálisis. Es el caso, en México, de la clarividente reflexión de Raúl Páramo-Ortega (2013), quien equipara lo superyóico freudiano a lo ideológico marxista, viendo en ambos la misma “racionalización” y la misma justificación de la opresión por el “sistema social”, y oponiéndolos tanto al “ejercicio más libre y racional del yo” como al ello con “sus exigencias de placer” (pp. 358-359). La segunda tópica freudiana, tal como Freud la delinea en El yo y el ello, se reinterpreta de modo freudomarxista en Páramo-Ortega, reapareciendo entonces como una dialéctica en la que se oponen un ello pulsional e irracional, un superyó opresivo, ideológico y racionalizador, y un yo verdaderamente racional y liberador.

Es como si el yo, por un lado, enfrentara críticamente su principio yoico de racionalidad a las racionalizaciones de la ideología superyóica, y, por otro lado, nos liberara políticamente de la opresión del sistema social representado por el superyó. Los dos objetivos marxistas de la crítica racional y de la liberación política se condensarían en la instancia freudiana del yo. Este yo se presenta como un bastión de lucha teórica y práctica para el freudomarxismo de Páramo Ortega.

Yo ideológico

La reinterpretación freudomarxista de la segunda tópica freudiana en Páramo-Ortega no sólo es rigurosamente consistente con Freud, sino que resulta reveladora, esclarecedora y orientadora para quienes trabajamos en la relación entre el marxismo y el psicoanálisis. Quizás el único detalle que uno tendría que reconsiderar es el relativo al doble aspecto racional y libre, incluso potencialmente liberador, atribuido a la instancia del yo. Suponiendo que las palabras de Páramo-Ortega no estén siendo sobredimensionadas, la atribución de libertad y racionalidad al yo parece obedecer más a una idealización de esta instancia que a su constitución misma tal como es descrita por Freud.

En una clara discrepancia con respecto a la representación de un yo libre y liberador, Freud (1923) caracteriza alyo como una “pobre cosa sometida a tres servidumbres” y a “tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó” (p. 56). Al mismo tiempo, con respecto a la noción de un yo racional, es verdad que Freud considera que “el yo es el representante de lo que puede llamarse razón” (p. 27), pero esto no le impide ser “adulador, oportunista y mentiroso” (p. 57). El engaño es constitutivo de la idea freudiana del yo como fachada, como simple apariencia, como algo puramente superficial, como superficie y como “la proyección de una superficie” que da una falsa profundidad a la superficie (p. 27). Todo esto justifica sobradamente que Jacques Lacan asimile el yo a la ilusión y a la imagen, a la imagen proyectada en el espejo, a la superficie especular de lo imaginario, de lo ilusorio, de lo ideal y de lo ideológico.

El elemento de idealidad y de ideología es tan definitorio del yo como del superyó. Si el superyó es heredero del ideal del yo o Ichideal freudiano, el yo no deja nunca de ser para Freud un Idealich, un yo ideal, un yo ideológico. Su carácter ideológico se confirma en su aspecto realmente superficial, pero imaginariamente profundo, en tanto que espacio ideológico imaginario proyectado en un plano superficial. En este espacio, gracias a la ideología, se puede penetrar sin penetrar, sin atravesar la superficie, quedándose en ella.

Tras la superficie, está el sujeto propiamente dicho. Está lo que Freud (1923) asocia con “un ello psíquico, no conocido (no discernido) e inconsciente, sobre el cual, como una superficie, se asienta el yo” (pp. 25-26). Este yo es la imagen superficial en la que se disimula el ello profundo.

El ello es el fondo real del yo, mientras que el yo es la máscara ideológica, ilusoria, imaginaria. Sin embargo, aunque imaginariamente constituido, el yo tiene un poder y lo ejerce realmente sobre el sujeto, gobernando sus “accesos a la motilidad”, como lo señala Freud (1923, p. 27). La concepción freudiana de este poder ejercido por el yo corresponde también al del poder de la ideología en la teoría marxista.

En el marxismo, la superestructura ideológica no posee un poder propio, sino que sólo tiene el poder que extrae de la base, de la infraestructura socioeconómica en la que se apoya. De igual modo, como lo explica Freud, el yo no dispone de “fuerzas propias”, sino de “fuerzas prestadas” que obtiene del ello (p. 27). La economía sexual del ello, como fuente de las pulsiones, le da su poder a la ideología del yo. Este yo es efectivamente algo ideológico superestructural animado y sostenido por aquello mismo pulsional e infraestructural a lo que se opone, por el ello que Lacan tiene razón de representarse como gran Otro, como estructura en la que se generan las pulsiones.

Las mociones pulsionales del ello son la fuerza no sólo de la ideología del yo, sino también de la del superyó, el cual, al igual que el yo, también se opone al ello con su propia fuerza. Esta recuperación y explotación de la fuerza pulsional del ello para combatirlo es un ejemplo elocuente de la enajenación en el sentido marxista del término. Tiene también el mismo origen en un sistema simbólico de la cultura cada vez más confundido con el sistema económico del capitalismo al que va quedando subordinado y asimilado.

Así como el sistema enajena la fuerza vital de trabajo de los obreros al volverla exteriormente contra ellos bajo la forma del poder económico del capital, de igual modo el mismo sistema enajena la fuerza pulsional del ello de los mismos sujetos al volverla interiormente contra ellos bajo la forma del poder ideológico del yo burgués y del superyó no menos burgués. Todo esto fue vislumbrado por el freudomarxista Otto Fenichel (1934) cuando observó cómo las “condiciones económicas” actúan sobre el sujeto y “modifican su estructura psíquica” mediante ideologías que logran que “las energías sustraídas a los impulsos instintivos originales actúen ahora en contra de éstos” (Fenichel, 1934, pp. 168-169. Las configuraciones ideológicas del yo y del superyó se apoderan así de la energía pulsional del ello y la enajenan, la tornan ajena al ello al volverla contra él mismo, reprimiéndolo para continuar explotándolo, bajo la determinación en última instancia de un sistema simbólico de la cultura progresivamente subsumido en el sistema económico del capitalismo.

Escisiones

La subsunción de la cultura en el capitalismo es el proceso histórico por el cual, de modo cada vez más acelerado, el sistema simbólico por el que se rige el mundo humano va subordinándose y asimilándose al sistema capitalista, operando cada vez más en función de su lógica de mercantilización, explotación, producción de plusvalor y acumulación de capital. A medida que el Gran Otro queda subsumido en el Gran Capital, sus expresiones ideológicas yoícas y superyóicas adoptan rasgos típicamente capitalistas y comienzan a servir los intereses del capital y no los de la cultura humana en general. Hay que insistir en que este cambio de amo no acontece de un momento a otro, sino de modo paulatino, en un largo proceso que se dilata durante varios siglos en los que el yo y el superyó están escindidos entre la cultura y el capital, entre la cultura que retrocede y el capital que avanza incesantemente a costa de la cultura, devorándola, transmutándola en él mismo. Esta escisión es una condición del sujeto distintiva de la modernidad.

Además de escindir internamente las instancias ideológicas del yo y del superyó, la contradicción moderna entre la cultura y el capital divide también por dentro la instancia económica pulsional del ello. Esta división del ello, de hecho, es ella misma la forma real histórica de existencia del ello y se expresa ideológicamente a través de la escisión del yo y del superyó. Podemos decir entonces que todas las instancias de la segunda tópica freudiana están históricamente divididas entre el capital y la cultura, entre el dinero y los demás significantes, entre el sistema económico del capitalismo y el sistema simbólico de la civilización humana.

La división a la que me refiero es una manifestación histórica particular de la oposición pulsional que Freud establece entre lo erótico y lo tanático. Antes de complicarse y embrollarse ideológicamente en el yo y en el superyó, la contradicción aparece nítidamente plasmada en la división del ello, el cual, para Freud, está desgarrado por “Eros y la pulsión de muerte” que “luchan en el ello” (p. 59). Este desgarramiento se manifiesta históricamente en la división del ello moderno entre, por un lado, lo vital y vivificante de la cultura, y, por otro lado, lo destructor y mortífero del capital que Marx (1867) compara con un vampiro que succiona lo vivo para transmutarlo en más y más dinero muerto.  

Goce del capital

La masiva transmutación capitalista de lo vivo en lo muerto es la que hace que la vida humana, animal y vegetal vaya cediendo su lugar a la existencia inerte mineral de las tierras erosionadas, los continentes de basura y las montañas de mercancías y dinero. Este resultado final del capitalismo es la más clara manifestación histórica de lo que Freud concibió como pulsión de retorno a lo inerte o inanimado. El retorno a un mundo sin vida se ha puesto en evidencia en el cataclismo ambiental de los últimos cincuenta años, en los que hemos asistido a la mayor extinción de seres vivos desde el final del cretácico, la mayor deforestación de la historia de la humanidad y la desaparición de más de la mitad de las poblaciones animales del planeta.

El ecocidio generalizado es un rasgo saliente del capitaloceno, de la era del dominio del capital, cuando la vida se ha destruido más en sólo cincuenta años que en 15,000 años de existencia de la cultura humana o en 200,000 años de existencia de la humanidad.  Hay que tener claro entonces que no es ni la humanidad ni la cultura humana las que destruyen la vida. El cataclismo vital no es consecuencia del antropoceno, sino del capitaloceno, del reino del capitalismo que nos impulsa frenéticamente a la producción y al consumo para mantener sus tasas de ganancia y para asegurar la acumulación del capital. Es el capital el que ha devastado y sigue devastando todo lo vivo en la tierra.

La devastación capitalista, como retorno a lo inanimado, puede ser concebida psicoanalíticamente como un goce del capital, dándole al goce el sentido lacaniano de posesión por la posesión y de mortífera satisfacción pulsional. Es la pulsión de muerte, en efecto, la que logra satisfacerse a través del goce del capital, del goce de la acumulación capitalista, del goce de la posesión por la posesión de más y más capital a costa de la vida humana y de todo lo vivo en la tierra. Este goce del capital se presenta como una satisfacción de la pulsión de muerte no sólo por su aspecto posesivo-acumulativo y mortífero-destructivo, sino también por su propensión a buscar la satisfacción pulsional del modo más económico, por la vía más corta, en corto-circuito, en línea recta. 

División del ello

Conviene recordar que Freud asocia la recta con la pulsión de muerte, mientras que la pulsión de vida preferiría las vueltas y los rodeos. Eros nos extravía en la vida, mientras que Tánatos nos hace ir por el camino más corto a la muerte, a nuestra muerte, que es el destino al que todos nos dirigimos. Para llegar de modo rápido y económico a la muerte, nada mejor que el capitalismo que exalta la rapidez y que por ello acorta los tiempos y las distancias, repudiando las demoras, las esperas y los rodeos.

Mientras que los rodeos constituyen la trama erótica vital de la cultura humana, las rectas corresponden a la geometría tanática del capitalismo. El goce del capital satisface así la pulsión de muerte de forma directa, inmediata, mientras que la cultura la satisface de modo mediato, indirecto, desviado, manteniendo así la pulsión en suspenso, haciéndola girar y extraviarse como pulsión de vida. Los extravíos de Eros dejan margen para el deseo, mientras que el goce del capital cierra y colmata el espacio para el deseo, impidiendo incluso que emerja. 

No hay lugar para el deseo en la satisfacción pulsional económica directa e inmediata del goce del capital, pero sí en los extravíos culturales de la pulsión de vida en la trama simbólica de la civilización humana. Tenemos aquí dos configuraciones libidinales diferentes que vemos coexistir en el ello característico de la modernidad. Este ello está dividido entre la cultura y el capitalismo, entre el espacio cultural para el deseo y el dominio económico del goce del capital, entre los tortuosos caminos de la pulsión de vida y los eficientes atajos de la pulsión de muerte.

La división moderna del ello desgarra irremediablemente al sujeto entre el goce mortífero del capital y el deseo vivificante del Gran Otro de la civilización humana. Cualquiera de nosotros conoce la experiencia desgarradora en la que nuestro impulso erótico civilizatorio a unirnos, a solidarizarnos unos con otros y a crear comunidad, se enfrenta con el goce capitalista que nos aísla en una inercia posesiva y acumulativa, agresiva y competitiva, que nos hace ver al otro como un rival o como un medio para gozar, como algo apropiable, intercambiable, utilizable y explotable. Este goce del capital suele también desgarrarnos al oponerse a nuestro deseo de otra cosa, de algo absolutamente diferente, de un más allá del horizonte del gran mercado en el que se ha convertido el mundo. Tanto el deseo como el goce y las pulsiones provienen del mismo ello, pero de un ello dividido entre el capital y la cultura. 

Superyó escindido

La división del ello se transmite al superyó, pues el superyó, tal como lo describe Freud (1923), es el “abogado del mundo interior, del ello” (p. 37). El ello dividido entre lo deseante y lo gozoso, entre lo cultural erótico y lo tanático del capital, requiere lógicamente un representante superyóico disociado que abogue simultáneamente por el sistema simbólico de la cultura y por el sistema económico del capitalismo. Dado que estos dos sistemas se contradicen diametralmente, el superyó que los represente a ambos estará necesariamente escindido entre uno y el otro, cada uno con sus respectivas lógicas, normas, reglas, intereses, aspiraciones e ideales.

El polo capitalista del superyó nos insta imperativamente a gozar, acumular, enriquecernos, consumir y consumirnos, poseernos y vendernos, competir con los otros, explotarlos y explotarnos. Por el contrario, el polo cultural puede prohibirnos gozar y exigirnos respetar a los demás, no hacerles daño, compartir y fraternizar con ellos, constituir comunidad y enriquecer a la civilización. Esta contradicción entre el imperativo superyóico civilizatorio y el capitalista es flagrante y profundiza e intensifica nuestro sentimiento de culpa.

El sujeto no puede sino sentirse culpable ante los valores más altos de la civilización por someterse a las reglas del juego capitalista y así actuar inmoralmente, de modo bajo y mezquino, al publicitarse, prostituirse, venderse y vender a los amigos, instrumentalizar al otro, enriquecerse a costa de él, desposeerlo y explotarlo. Sin embargo, si el sujeto se mantiene fiel a la elevada ley de la cultura, entonces habrá de sentirse culpable por desobedecer la despiadada ley de la selva del capitalismo y por condenarse así a ser alguien débil, un ingenuo, un paria, un improductivo, un fracasado, un explotado, un marginado.

Quizás podamos decir que el sujeto es denigrado, criticado y atormentado tanto por el capital que lo posee por dentro como por la figura paterna interiorizada como ideal del yo. Aquí hay que recordar que Freud (1923) se representa el superyó como una “formación sustitutiva de la añoranza del padre” (p. 38), lo considera “generado precisamente por aquellas vivencias que llevaron al totemismo” (p. 39) y lo explica por una “identificación inicial cuando el yo era todavía endeble, heredero del Complejo de Edipo, conservando su carácter de origen” y presentándose como un “monumento recordatorio de la endeblez y dependencia” ante el padre (p. 49). Todos estos aspectos paternos del superyó van transfiriéndose al capital a medida que el capitalismo subsume una cultura intrínsecamente patriarcal.

Sabemos por Durkheim, Federn, Lacan y otros que el patriarcado y la entidad simbólica paterna han ido perdiendo terreno, poder y autoridad en favor del capital. Es cada vez más ante el capital ante el que nos sentimos endebles y dependientes, débiles e impotentes, incapaces y fracasados. Nuestro consuelo puede ser a veces que obedecemos la más alta ley paterna de la moral y la civilización, pero este consuelo es cada vez más insuficiente para calmar nuestra culpabilidad ante un capitalismo cada vez más moralizador, cada vez más voraz y poderoso, más exigente y severo, más competitivo y segregativo.  Este capitalismo lleva cotidianamente a millones de sujetos a deprimirse, angustiarse y hasta suicidarse por no poder satisfacer el goce del capital, el goce de la posesión por la posesión, el goce de poseer dólares, líneas de crédito, marcas, seguidores o visualizaciones de videos.

Ahora bien, el polo capitalista ascendente del superyó, al igual que su menguante polo paterno, implica el doble imperativo contradictorio de ser y no ser como el ideal. En el caso del padre, Freud (1923) resume este doble imperativo con las dos fórmulas “así como el padre debes ser” y “así como el padre no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están reservadas” (p. 36). Lo prohibido es todo aquello que, en el triángulo edípico, nos haría usurpar de modo incestuoso la posición de nuestro padre en su relación con la madre como objeto último de nuestro deseo.

Así como el polo superyóico paterno puede hacernos fracasar al proscribirnos el éxito de nuestro padre, de igual modo el polo capitalista del superyó habrá de rebajarnos y someternos ante el capital, prohibiéndonos una victoria que siempre será del capitalismo y nunca de nosotros. El polo capitalista del superyó hará entonces que nunca lleguemos a ser tan poderosos como el capital que nos posee por dentro. Esto podrá tener como consecuencia tanto nuestro sometimiento y nuestro empobrecimiento como nuestra sensación de ser insuficientemente opulentos por más opulentos que seamos.

Al menos las aberraciones superyóicas ideológicas del capitalismo pueden aún ser criticadas, tal como las estamos criticando ahora mismo y tal como se les ha criticado muchas veces en más de un siglo de tradición marxista de crítica de la ideología. Esta crítica evidencia y confirma la escisión del superyó en el que Freud (1923) sitúa la función fundamental de la “crítica” (p. 53). Lo que denominamos “crítica de la ideología” en el marxismo puede concebirse, en clave freudiana, como una ofensiva del reducto cultural del superyó contra aquello que en él ha cedido al capitalismo y lo sirve ideológicamente a través de la adopción de sus ideales e imperativos.

Yo escindido

Además de ser la ofensiva ideológica del polo cultural contra el polo capitalista del superyó, la crítica marxista de la ideología puede ser también indudablemente un cuestionamiento yoico racional de la ideología superyóica irracional y racionalizadora. Este cuestionamiento, que podemos inferir del pasaje de Páramo-Ortega al que me referí al principio, es la forma canónica de crítica de la ideología que encontramos tanto en el estructuralismo althusseriano de los años 1960 como en el positivismo del marxismo dogmático de las academias de la Unión Soviética. Estamos aquí ante una forma de crítica racionalista y cientificista sin duda efectiva e imprescindible, pero también insuficiente, debiendo completarse con otra crítica de la ideología que se realice en el nombre de nuestros ideales y no en función de lo real y racional, desde la trinchera ético-política y no desde el puesto científico de observación, desde un reducto interior militante del mismo superyó y no desde la posición exterior y pretendidamente neutra del yo.

Además de completarse con la potencia de lo superyóico, la noción de la crítica yoica de la ideología necesita matizarse y reformularse en una época en la que resulta cada vez más difícil deslindar la racionalidad científica de la racionalización ideológica. No podemos ya simplemente argumentar que una crítica proveniente del yo es infalible porque se guía, como lo planteaba Freud (1923), por el “principio de realidad” (p. 27). Es preciso rendirnos a la evidencia de que el principio de realidad por el que se guía el yo es también siempre aquello que Herbert Marcuse (1953) llamaba “principio de actuación”, definiéndolo como una “forma histórica prevaleciente del principio de realidad”, una forma determinada por cierta organización de la sociedad que estaría determinada por “modos de dominación del hombre y de la naturaleza” (pp. 48-49). Es la dominación capitalista la que gobierna internamente el principio de actuación por el que se guía el yo al creer guiarse únicamente por el principio de realidad.

Al atenerse a la realidad, el yo está sometiéndose imperceptiblemente al sistema capitalista que, al menos en parte, domina y organiza la realidad. Esto puede corroborarse con facilidad al apreciar cuán funcionales son para el capitalismo los sujetos perfectamente adaptados a la realidad que les rodea. Su realidad es también la del capitalismo y adaptarse a ella es aceptar el capitalismo y reforzarlo con esta aceptación.

Al hacer que aceptemos el capitalismo al adaptarnos a la realidad, el yo estará claramente al servicio del capital, impidiendo que nos sublevemos contra él no sólo al seguir los deseos del ello, sino también quizás al obedecer imperativos superyóicos de solidaridad, justicia o realización comunitaria. De igual modo, al criticar la ideología del superyó en el nombre de la realidad, el yo quizás termine criticando el ideal político ideológico de otro mundo no-capitalista, criticándolo en el nombre del mundo existente, en el nombre de la realidad y en favor del capitalismo que rige esa realidad. La crítica yoica de la ideología será entonces una crítica del comunismo y de otros mundos posibles en lugar del mundo capitalista.

Debemos entender que el mundo capitalista es el mundo exterior en el que está pensando Freud (1923) cuando nos dice que el yo es la “parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior” que “se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior” (p. 27). Al representar este mundo exterior, el yo no solamente lo hace valer contra el mundo interior del ello, sino también, para Freud, contra el representante de este mundo interior, contra el superyó que puede abogar por los deseos más íntimos del sujeto a través de ideales como el comunista. El movimiento hacia el comunismo no puede ser sino un movimiento mediado por el superyó, por el polo cultural del superyó y por su orientación anticapitalista, por su tensión y contradicción con respecto al polo capitalista.

El superyó es necesario para luchas como la comunista, lo que no excluye, desde luego, que estas luchas también requieran del yo, al menos de la parte del yo no subsumida en el capitalismo, pues no hay que olvidar que hay también una escisión política del yo. El yo está escindido porque la realidad a la que se atiene también está disociada, porque no sólo es la realidad creada por el sistema económico del capitalismo, sino también la realidad internamente constituida y organizada por el sistema simbólico de la cultura. Es también en el nombre de la cultura que nos rodea que podemos combatir al capitalismo, combatiéndolo por su degradación de la cultura y no sólo por su devastación de la naturaleza. Tanto al hacer valer la realidad natural como la realidad cultural, el yo deberá oponerse al polo capitalista del superyó con sus imperativos ideológicos insostenibles e irrealistas de goce del capital, de acumulación, de sobreproducción y de consumo desenfrenado.   

Referencias

Adorno, T. W. (1955). Acerca de la relación entre sociología y psicología. En H. Jensen (comp.), Teoría crítica del sujeto: ensayos sobre psicoanálisis y materialismo dialéctico (pp. 36-76). México: Siglo XXI, 1986.

Fenichel, O. (1934). Sobre el psicoanálisis como embrión de una futura psicología dialéctico materialista. En J.-P. Gente (Comp.), Marxismo, psicoanálisis y Sexpol I (pp. 160-183). Buenos Aires, Argentina: Granica, 1972.

Freud, S. (1923). El yo y el ello. En Obras completas, volumen XIX (pp. 1-66). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1927). El porvenir de una ilusión. En Obras completas, volumen XXI (pp. 1-56). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1932). Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. En Obras completas, volumen XXII (pp. 1-168). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Jones, E. (1957). The life and work of Sigmund Freud, Volume 3. Nueva York: Basic Books.

Marcuse, H. (1953). Eros y civilización. Madrid: Sarpe, 1983.

Marx, K. (1867). El Capital I. México: FCE, 2008.

Osborn, R. (1937). Marxisme et psychanalyse. Paris: Payot, 1967.

Páramo-Ortega, R. (2013). Marxismo y Psicoanálisis – un intento de una breve mirada ante un viejo problema. Teoría y crítica de la psicología 3, 344–372

Pavón-Cuéllar, D. (2016). Sigmund Freud y las dieciocho psicologías de Karl Marx.Teoría y Crítica de la Psicología 8 (2016), 92-124

Traición como liberación: marxismo, psicoanálisis y luchas irlandesas en la historia mexicana

Joven capitán, posible retrato de Guillén de Lampart, por Peter Paul Rubens

Versión en español de la intervención en el simposio Psychoanalysis and Revolution in Ireland, Dublin, Irlanda, 6 de julio de 2023

David Pavón-Cuéllar

Hay un pasaje de nuestro manifiesto Psicoanálisis & revolución. Psicología crítica para movimientos de liberación en el que Ian Parker y yo nos referimos a cómo nuestro yo nos domina, cómo nos traiciona al dominarnos y cómo podemos liberarnos de él gracias a los movimientos de liberación. Liberarnos es aquí liberarnos de nuestro yo que aparece como nuestro amo que nos traiciona y a través del cual nos traicionamos. Como siempre con los amos, debemos elegir entre ellos y nosotros: o nos traicionan o los traicionamos; o nos traicionamos al someternos a ellos, o nos liberamos de ellos al traicionarlos.

Debemos traicionar a nuestros amos para liberarnos de ellos. Una de las razones por las que nuestra liberación es tan difícil es porque implica una traición, una traición hacia el amo y hacia lo que hay del amo dentro de nosotros, precisamente bajo la forma del yo. Traicionar y traicionarse no es fácil, por más liberador que sea.

Le daré aquí un sentido positivo y no sólo negativo a la traición, cuando lo habitual es que le demos un sentido sólo negativo, como cuando sentimos que hemos sido traicionados por alguien. Me imagino que este sentimiento es conocido por todos nosotros. Yo lo sentí, por ejemplo, cuando tenía aproximadamente veinte años de edad y leí a Marx y especialmente a Engels celebrando a Estados Unidos cuando invadió mi país, México, entre 1846 y 1847, robándonos la mitad de nuestro territorio. Engels se alegraba de que “la espléndida California les fuera arrebatada a los perezosos mexicanos” y consideraba sin ambages que lo mejor para México sería “colocarse bajo la tutela de los Estados Unidos”.

Las frases de Engels que acabo de citar han sido evocadas recientemente por los nacionalistas derechistas de México para explicar por qué no son marxistas, pero todos sabemos que su nacionalismo sólo es una máscara ideológica para ocultar su complicidad con el neocolonialismo, con el nuevo imperialismo y con el capitalismo extractivista globalizado. En países del Sur Global como el mío, el único auténtico nacionalismo es el de izquierda radical, el anticolonial, el antiimperialista, el anticapitalista, el paradójicamente internacionalista. Esto es algo que ustedes seguramente entienden muy bien en Irlanda.

Estoy seguro de que también entenderán por qué, siendo un joven marxista mexicano, sentí que Marx y Engels me traicionaban al celebrar a Estados Unidos en su intervención en México. Esta primera intervención imperialista estadounidense en América Latina estaba siendo apoyada por los referentes de nuestro antiimperialismo latinoamericano. Y lo peor de todo: el apoyo a Estados Unidos era en el nombre de la expansión y el desarrollo de la economía capitalista en ese país.

El capitalismo y el imperialismo de Estados Unidos eran apoyados por Marx y Engels en el contexto latinoamericano. ¿Cómo alguien como yo, un joven marxista de Latinoamérica, no habría de sentirse decepcionado, traicionado en su anticapitalismo y antiimperialismo, traicionado en su deseo de libertad e igualdad real socioeconómica para todos, traicionado en el deseo atribuido a Marx y Engels, que imagina compartido con ellos, transmitido a través de ellos? Recuerdo que acusé a Marx y Engels de lo único por lo que uno puede ser culpable para Jacques Lacan. Marx y Engels habían sido culpables de ceder sobre su deseo que era igualmente mío, habrían claudicado en él, y así habrían traicionado a los marxistas latinoamericanos. Lacan observa que siempre hay algún tipo de traición en el hecho de ceder sobre su deseo. Ésta era la traición que les imputaba cuando era un joven marxista de 20 años.

Estoy seguro de que los marxistas irlandeses me entenderían. Es como si Marx y Engels hubieran apoyado el colonialismo británico en Irlanda. Sin embargo, como sabemos, ustedes corrieron con mejor suerte que los mexicanos. Marx y Engels apoyaron decididamente la independencia irlandesa desde la década de los 1850.

¿Por qué ustedes no fueron traicionados como nosotros por Marx y Engels? Pienso que una de las razones fue el momento en que Marx y Engels se manifestaron sobre cada caso. Como lo ha mostrado Pedro Scaron, hay un desarrollo en las posiciones de Marx y Engels sobre el colonialismo, desde la mayor insensibilidad ante el caso mexicano hasta las posiciones abiertamente anticoloniales a partir del caso irlandés. Es casi como si Irlanda le hubiera enseñado a Marx y a Engels ese anticolonialismo que luego será tan importante para nuestro Sur Global.

Lo seguro es que los irlandeses se adelantaron a Marx y a Engels en la conciencia de lo que estaba en juego en el colonialismo. Esto se puede comprobar en la misma intervención de Estados Unidos a México entre 1846 y 1847, cuando centenares de soldados irlandeses desertaron el Ejército de Estados Unidos y se alistaron en el Batallón de San Patricio para defender a los mexicanos con los que se identificaban, a la vez que asociaban a los invasores estadounidenses con los opresores ingleses en Irlanda. Muchos irlandeses perdieron su vida peleando por México en el Batallón de San Patricio que también incluía a alemanes, escoceses e ingleses en un hermoso espíritu que hoy describiríamos como “internacionalista”. De los pocos supervivientes, cincuenta irlandeses serán colgados por el Ejército de Estados Unidos. La horca era la pena que les correspondía como culpables de traición, sí, traición, pero una traición que no tiene nada que ver con la traición que yo imputaba a Marx y a Engels cuando era joven.

Hace treinta años, yo sentí que Marx y Engels me traicionaban porque cedían sobre nuestro deseo, porque traicionaban este deseo. Por el contrario, los irlandeses eran considerados traidores porque habían seguido su propio deseo, porque no habían cedido sobre él, lo que los llevó a traicionar a los Estados Unidos, al Ejército de Estados Unidos, a los generales del Ejército de los Estados Unidos. Los irlandeses en México traicionaron a su amo para seguir su deseo, para no ceder sobre él, para no traicionarse a sí mismos.

Fue para luchar por su deseo de libertad que los irlandeses debieron traicionar al opresor entre 1846 y 1847. No es la primera vez que lo hacían en México. Veinticinco años antes, México obtenía su independencia de España en parte gracias al último jefe político español, Juan O’Donojú, hijo de los nobles irlandeses Richard Dunphy O’Donnohue, procedente del condado de Limerick, y Alicia O’Ryan, originaria del condado de Kerry, quienes tuvieron que refugiarse en España al huir de la persecución contra los católicos de los reyes Jorge I y Jorge II de Gran Bretaña.

Quizás la herencia de persecución fuera lo que hizo que Juan O’Donojú luchara por la libertad primero contra los invasores franceses en España y luego contra el absolutismo de la corona española. Esto hizo que fuera encarcelado y torturado en dos ocasiones. Luego, como máxima autoridad española en México, supo escuchar diez años de luchas de los mexicanos contra España y firmó el acta de independencia de México justo antes de morir. Él también fue considerado un traidor en España.

La traición contra España era la única forma en que Juan O’Donojú podía estar del buen lado de la historia. Este lado el siempre el del deseo, pero también el de la libertad. Es por ello el lado de quienes quieren ser libres, de los oprimidos, ya sean los colonizados por España, los judíos en el régimen nazi, los palestinos en Israel o los inmigrantes africanos en Francia o en cualquier otro país europeo. El lado de estos oprimidos no puede ser sino una trinchera contra sus opresores. Vencer al opresor español exigía traicionarlo.

La traición de Juan O’Donojú contra la Corona de España fue la misma traición liberadora en la que incurrió otro irlandés en México, William Lamport o Guillén de Lampart, nacido en Wexford a principios del siglo XVII, en el seno de una familia católica noble abiertamente hostil a la ocupación inglesa de Irlanda. Primero William, como estudiante en Londres, fue condenado a muerte por escribir un texto contra Inglaterra, pero consiguió huir a España. Luego llegará a México y urdirá el plan de hacerse pasar por hijo del rey de España para gobernar la colonia española y así poder liberar a indígenas, negros y mestizos. Su plan será descubierto y morirá quemado en la hoguera.

Como los 50 soldados irlandeses colgados en 1847, el noble irlandés William Lamport murió quemado en México en 1659. Fue así cómo perdió su yo, su individualidad, por mantenerse fiel a nosotros. Por no traicionarnos, traicionó a su amo, a España.

El delito de Lamport fue también traicionar al opresor, aliarse con los oprimidos, luchar por su deseo de libertad. Su culpa fue paradójicamente no ser culpable de ceder sobre su deseo. Fue por no ser culpable a los ojos del psicoanálisis que William Lamport fue culpable para el poder.  

El programa político de Lamport se pone en evidencia en sus escritos en los que se presenta como un sorprendente precursor de nuestras luchas antirracistas, anticoloniales y antiimperialistas. El deseo de libertad e igualdad se manifiesta de forma elocuente en su Salmo número 632. Ahí recuerda que los africanos “nacieron libres” como los demás seres humanos, que “no es lícito” reducirlos a “cruel servidumbre” como tampoco sería lícito que ellos nos hicieran “cautivos” a nosotros, y les pregunta a los mexicanos por qué compran etíopes cuando no quieren ser “comprados por ellos”.

Defendiendo una libertad igual para todos, una libertad en la igualdad, William Lamport se dirige a los mexicanos, a los sujetos que se identifican con el amo, y los pone en su lugar, en el lugar de sujetos. Lo que hace no es simplemente decirles que no hagan a otros lo que no quieren que les hagan a ellos. No es tampoco pedirles que se pongan en el lugar de los otros. Es algo más radical: es decirles que su lugar es el de los otros, el de los sujetos, y no el de los amos. Es como si le dijéramos a un nazi que su lugar es el del judío, o a un soldado israelí que su lugar es el del palestino al que asesina, o a un policía francés que su lugar es el del inmigrante al que dispara.

Nuestro verdadero lugar, el lugar de nuestra verdad, siempre es el que nos ha enseñado Lacan y el que los marxistas deberíamos conocer bien: el lugar del sujeto y no el del amo, el del deseo y no el del goce del gran Otro, el de la impotencia y no el del poder, el de los pueblos oprimidos y no el de los pueblos opresores. Este lugar de la verdad es aquel desde el cual hablaba William Lamport. Era un lugar que él conocía muy bien, quizás por haber sido un irlandés perseguido por la corona inglesa, o tal vez por estar loco, pues hay que decir que Lamport era eso que hoy describiríamos como un psicótico, tenía eso que llamamos delirios y alucinaciones.

A veces debemos estar locos para estar en la verdad. A veces la verdad es la que nos enloquece. No sabemos exactamente si esto fue lo que le ocurrió a Lamport. Lo que sí sabemos es que su locura le hizo hablar con la verdad, con la verdad de su deseo de igualdad y libertad, al traducir y traicionar el discurso del amo, el discurso del poder y el saber, el discurso de la monarquía, del cristianismo y catolicismo. Su ferviente religiosidad y su aspiración a ser emperador mexicano eran la escenificación teatral en la que él podía articular su deseo, eran el saber que él podía subvertir al expresar su verdad, eran el discurso en el que él podía tomar la palabra, eran lo que debía ser traducido y podía ser traicionado al ser traducido.

La traducción y traición de Lamport fue detenidamente analizada por la Inquisición. Los inquisidores escucharon a Lamport, escucharon la verdad de su deseo, y por eso lo condenaron a la hoguera. Hoy sus delirios habrían sido escuchados por un psicólogo o un psiquiatra que lo habrían condenado al internamiento psiquiátrico. La verdad siempre tiene que ser acallada. Es algo propio de la modernidad, ya desde la época clásica, especialmente desde el siglo XVII, como nos los enseña Foucault al detenerse precisamente en ese siglo de Lamport.

En el mismo siglo XVII, en un pasaje que atrajo la atención de Lacan, el escritor jesuita español Baltasar Gracián cuenta cómo la verdad aterra y hace escapar a los sujetos de su tiempo que sigue siendo el nuestro. No soportamos la verdad y ahora la perseguimos con la psicología o la psiquiatría como antes con la Inquisición. Esto también lo comprendió muy bien Foucault, quien también comprendió que el psicoanálisis debería ser otra cosa. Debería permitirnos escuchar la verdad, la verdad del deseo, del síntoma, de la palabra de los sujetos que traicionan el discurso del amo al tratar de traducirlo.

Al traicionar el discurso del amo, estamos en lo que Lacan llamó el discurso de la histérica. Este discurso de la subversión está en el origen de cualquier movimiento revolucionario. La revolución comienza por la expresión y la escucha de un deseo. Luego este deseo es lo que permite que la revolución se mantenga abierta, que describa un movimiento en espiral, que se vuelva una revolución permanente en lugar de volver a su punto de partida y reconstituir el discurso del amo. Todo esto es lo que nos dice Lacan al explicarnos lo que él mismo describe como interés del psicoanálisis para la revolución: un interés consistente en permitir la expresión y la escucha del deseo que mantiene abierto el círculo revolucionario.

Lo que hace el psicoanálisis es histerizarnos y sostener el discurso de la histérica. En este discurso de la histérica, somos nosotros, como sujetos, quienes hablamos en lugar del amo, en lugar del yo, al usurpar su posición de amo, como Lamport intentó usurpar el lugar del rey. Sólo así podemos expresarnos como sujetos al expresar nuestro deseo, expresándonos como sujetos deseantes, pero también como sujetos divididos, atravesados por el poder.

La división es flagrante en el caso de Lamport. Es como hijo del rey de España que Lamport quiere liberar a los mexicanos de España. Su creencia en la libertad es tan sólida como su creencia en la monarquía. Su catolicismo es el de un hereje.

Lamport es un sujeto dividido porque sólo puede hablar de libertad e igualdad en el discurso del amo, el discurso de la política de su tiempo, el discurso de la monarquía, el discurso del catolicismo y el colonialismo. Es lo mismo que sucedía con Marx y Engels al referirse a la invasión estadounidense a México entre 1845 y 1847. Marx y Engels también requirieron del discurso del amo, el del colonialismo y el imperialismo, para poder expresar su deseo que terminará convirtiéndose en un deseo anticolonialista y antimperialista.

Podemos decir que Marx y Engels, al igual que Lamport, debieron ceder sobre su deseo para no ceder sobre su deseo, debieron traicionarse para no traicionarse, debieron hacer concesiones para no hacer concesiones. Esta ética paradójica será pensada por Lacan en su seminario ocho sobre La Transferencia, donde la considerará la ética moderna por excelencia, por contraste con la ética antigua de la inflexible Antígona que no cede nada sobre su deseo. La nueva figura ética ya no es Antígona, sino un personaje de Claudel, Sygne de Coufontaine, que acepta casarse con el peor enemigo de su familia para preservar el patrimonio familiar.

Sygne deber ceder sobre su deseo para no ceder sobre su deseo de preservar el patrimonio familiar. ¿Acaso no tenemos aquí la ética realista, la ética de la política real, de los revolucionarios que deben hacer concesiones para avanzar en la revolución, que deben traicionarse para no traicionarse, que deben desviarse del camino hacia el comunismo al dirigirse al horizonte comunista en un terreno tan montañoso y accidentado como el de la realidad? Estoy parafraseando a Lenin porque él comprendió muy bien esta nueva ética. La comprendió en su estrategia revolucionaria y la explicitó en su crítica del infantilismo izquierdista.

Lenin comprendió que el texto mismo de Marx debía traicionarse al traducirse en la política real. Vislumbró que había opresión en el camino hacia cualquier liberación. Por esto y por más, Lenin habló desde la división del sujeto. Aceptó esta división y la asumió como una contradicción en su dialéctica materialista. Es lo mismo que hicieron Marx y Engels. Es por esto y por más que hoy deberíamos escucharlos en el psicoanálisis. Esta escucha está en la base de nuestro manifiesto.

Marx / Lacan: el abismo, la homología, la compatibilidad y el reverso

Versión en español de la conferencia dictada en el coloquio En finir avec la psychanalyse?, organizado por la asociación Le Pari de Lacan en el auditorio del IRIS, París, 12 de junio de 2022.

David Pavón-Cuéllar

El tema de mi conferencia me fue propuesto por Pierre Bruno bajo la forma de una diagonal entre los nombres de “Marx” y de “Lacan”. Mi interpretación de esta diagonal es aquello de lo que hablaré ahora. Examinaré lo que hay entre los campos designados por los nombres de “Marx” y “Lacan” desde el punto de vista del propio Lacan.

Me ocuparé de lo que Lacan descubre entre él y Marx, entre sus respectivos campos, entre el psicoanálisis y el marxismo. Las indicaciones de Lacan al respecto son muy variadas, pero pueden reagruparse bajo las rúbricas de cuatro expresiones del propio Lacan: el abismo, la homología, la compatibilidad y el reverso. Comencemos por el abismo.

Abismo

En el Acta de fundación de la Escuela Freudiana de París, Lacan descubre un “abismo incolmable” entre Marx y Freud[1]. Este abismo excluye no sólo el intento freudomarxista de aproximar e integrar los campos marxista y freudiano, sino también la propensión a enfrentar los dos campos de tal modo que uno comprendería, cuestionaría y eventualmente refutaría al otro. Los campos no pueden comunicar así entre ellos porque están separados por un abismo que los vuelve inalcanzables el uno para el otro.

El abismo debería detener a marxistas y freudianos a la hora de intentar descalificarse unos a otros. Por un lado, como lo advierte Lacan en su misma Acta de Fundación, la “sospecha no disipada” en el campo de Marx no puede nada contra la “esperanza de la verdad” en el campo freudiano[2]. Por otro lado, como lo reconoce Lacan en sus Respuestas a estudiantes de filosofía, “el psicoanálisis no tiene el más mínimo derecho a interpretar la práctica revolucionaria” del marxismo[3].

Los marxistas no deberían dejarse afectar por las interpretaciones psicoanalíticas de la revolución en términos de Edipo no resuelto y revuelta contra el padre, así como el psicoanálisis no tendría que preocuparse por su caracterización marxista como pseudociencia burguesa decadente. Los reproches de un campo no tienen mucho sentido para el otro campo, lo que no supone que los campos deban abstenerse de referirse el uno al otro. Lacan vislumbra incluso una mutua interpelación: él mismo cuestionó a Marx y al marxismo, pero también fue receptivo a críticas marxistas del psicoanálisis.

Por ejemplo, en Posición del inconsciente, Lacan “encuentra justificada la prevención con que el psicoanálisis tropieza en el Este”, considerando que al psicoanálisis “le tocaba no merecerla”, no sometiéndose a “la clase de interés que la psicología viene a servir en nuestra sociedad presente”[4]. De modo análogo, en Radiofonía, Lacan se alía con los marxistas al reprocharles a los psicoanalistas que “hagan profesión” de política por más que “no quieran saber nada” sobre ella[5]. En ambos casos, Lacan está de acuerdo con los marxistas que denuncian las implicaciones políticas de la práctica psicoanalítica y su complicidad con el sistema capitalista. Esta complicidad es evidente para Lacan, al menos en lo que se refiere a cierto psicoanálisis americanizado y psicologizado.

Homología

Lacan recurre al discurso marxista para criticar el psicoanálisis en lugar de limitarse a emplear ideas freudianas para cuestionar el marxismo. Puede así desplazarse entre las dos perspectivas porque parece asumir entre ellas una profunda continuidad y no sólo un abismo incolmable. De hecho, hay múltiples aserciones en las que Lacan acentúa simultáneamente la irreductible diferencia y la total coincidencia entre Marx y Freud.

En una conferencia de 1967 en Estrasburgo, Lacan observa que Freud tiene “un prestigio del mismo orden” que el de Marx, pero sin sus “consecuencias cataclísmicas”[6]. La diferencia reside aquí solamente en que el psicoanálisis no trastornara el mundo como lo hizo el marxismo. Sin embargo, aunque los efectos fueran diferentes, la causa marxiana y la freudiana coinciden en aquello por lo que son descritas de las mismas formas, como propuestas inmorales o subversivas, como factores disolventes de la sociedad burguesa, como síntomas de una crisis de la modernidad, como expresiones de una escuela de la sospecha y como muchas otras cosas. 

En el mismo año de 1967, en el seminario de la Lógica del fantasma, Lacan aclara lo que entiende por el prestigio del mismo orden. Marx y Freud coinciden en enseñarnos que “el sujeto es perfectamente cósico”, una “burbuja” que “puede reventarse”, pero difieren otra vez porque el triunfo de Freud es menos evidente, quizás paradójicamente porque “fue más lejos”[7]. Ahora entendemos por qué Freud no produce cataclismos como las revoluciones de los marxistas: no los produce porque va más lejos que Marx, pero va más lejos que él en la misma dirección marcada por él, hacia la misma concepción materialista del sujeto como cosa que puede reventarse, lo que explica por qué Marx y Freud tienen un prestigio del mismo orden.

El marxismo y el psicoanálisis pueden tener las mismas resonancias porque Freud va en la misma dirección que Marx. Es por esto que Lacan ya detectaba desde 1960, desde el seminario sobre La ética del psicoanálisis, un “lado marxista del sentido en el que se articula la experiencia indicada por Freud”[8]. Lacan sabía desde luego que Freud no profesaba el marxismo, pero discernía el aspecto marxista de una investigación freudiana que se cruzaba constantemente con la de Marx.

Como lo observa Lacan en 1968 durante su seminario De un Otro al otro, el marxismo y el psicoanálisis “pasan por los mismos puntos radicales”, aunque “no se desarrollan absolutamente, desde luego, sobre el mismo campo”[9]. Hay aquí dos campos con un abismo incolmable entre ellos, pero podemos tropezar con lo mismo en los dos. El discurso marxiano y el freudiano convergen, intersectan, ya que llegan hasta los mismos lugares, como el del sujeto perfectamente cósico.

El marxismo y el psicoanálisis, en suma, son homólogos. En los términos de Lacan, la homología no es la analogía, sino que “se trata de lo mismo”, de “la misma cosa”[10]. Ya vimos cómo tropezamos con las mismas cosas, no sólo con cosas semejantes, en los campos de Marx y de Freud y Lacan. Los dos campos nos ofrecen manifestaciones o versiones homólogas de lo mismo y es por esto que hay una homología entre ellos.

La homología implica lo que Lacan describe como una “identidad” en la referencia[11]. Lo idéntico son los puntos radicales de cruce entre el marxismo y el psicoanálisis. Varios de estos puntos fueron identificados por Lacan. Ya nos referimos al sujeto cósico, pero conviene recordar también el síntoma, el inconsciente, el sujeto y el objeto pequeño a. Conociendo todo esto, Marx se adelantó a una parte fundamental de lo que Lacan teorizó un siglo después.

¿Qué nos quedaría de la teoría lacaniana sin lo anticipado por Marx, sin el objeto a, el sujeto, el inconsciente y el síntoma? Es revelador que Lacan haya puesto estos conceptos, no sólo en el centro de su teoría, sino en el centro de la relación homológica entre él y Marx. Comprobamos que esta homología es central en la teoría lacaniana, lo que justifica sobradamente que nos detengamos al menos un instante en cada uno de los conceptos que tienen manifestaciones homológicas en Marx y en Lacan.

El primero de los conceptos aparece ya desde 1946 en Acerca de la causalidad psíquica. Es la verdad como objeto de la “pasión de revelar” de Marx, Freud y otros[12]. Esta verdad se asocia en 1966, en los Escritos, con la idea freudiana del síntoma como retorno de lo reprimido, como “retorno de la verdad como tal en la falla de un saber”[13]. Lacan insiste en que tal idea no fue inventada por Freud, sino por Marx, quien supo desentrañar una verdad como la del capitalismo en la sintomatología de sus crisis, sus contradicciones y el sufrimiento de los sujetos.

Los dos siguientes puntos de cruce entre el marxismo y el psicoanálisis lacaniano, ambos enunciados en 1967 en el seminario sobre La lógica del fantasma, son el ya mencionado reconocimiento del sujeto cósico y la consideración de la “estructura”, de lo “latente”, que Lacan atribuye a Marx[14]. Un año después, en el seminario De un Otro al otro, la consideración de esta estructura convierte a Marx en el primer “estructuralista”[15]: el primero que refuta la posibilidad lógica de un “metalenguaje”[16]. Al evidenciar que no puede pensarse al exterior de la estructura económica y del horizonte de la historia, Marx efectúa ya el gesto que repiten Freud y Lacan al mostrarnos que no hay Otro del Otro, sino sólo el lugar del Otro, el inconsciente como discurso del Otro, los significantes que remiten a otros significantes y no a cosas ni a significados, no a la realidad ni a la conciencia.

Finalmente, en 1968, Lacan sitúa su homología con Marx en “la función del objeto pequeño a” que emerge con la interpretación marxiana de la “plusvalía” y se “aísla” en la noción lacaniana de “plus-de-gozar” [17]. El único problema de Marx fue simbolizar y contabilizar este objeto como plusvalor, pero siempre supo que había ahí un objeto perdido y sin sentido que resistía a cualquier simbolización, valorización y contabilización. Este objeto del psicoanálisis fue también atribuido por Lacan a Marx, en 1972, bajo dos otras formas: en El atolondradicho, como una “pérdida” implicada en el “progreso” de los progresistas[18]; en el seminario Ou Pire, como un sinsentido que “decolora” el idealismo filosófico hegeliano[19]. Si Marx es materialista y no idealista ni progresista, es precisamente, para Lacan, porque ha descubierto el objeto que luego será el del psicoanálisis.

Al llegar a manifestaciones homólogas de cosas idénticas, los discursos marxista y freudiano-lacaniano son también homólogos entre sí. La homología es aquí una coincidencia de esos discursos en el materialismo, en el estructuralismo y en la pasión por la verdad, pero también en la poesía. En 1977, en el seminario El momento de concluir, Lacan describe a Marx y a Freud, en efecto, como poetas porque logran hacer pasar la “relación sexual” en sus discursos, lo que explicaría quizás los flujos transferenciales a través de instituciones psicoanalíticas y movimientos comunistas[20].

Compatibilidad

Los marxistas y freudianos viven a su modo la homología entre Marx y Freud. Se relacionan de formas homólogas con sus maestros no sólo en el amor, sino en una traición que adopta diferentes formas en Lacan: en 1959, marxistas y freudianos traicionan a sus maestros al idealizar el pasado en una “ficción pastoral”[21] ; en 1960, al profesar el “prejuicio burgués” del progresismo[22]; en 1964, al aceptar las “falsas evidencias” del yo y el sentido común de la koiné[23]; en 1966, al dejarse llevar por el “humanismo”[24]; y en 1972 y 1973, al confundir sus legados con “concepciones del mundo”[25]. Si los marxistas y los freudianos pueden coincidir así en sus traiciones, es porque hay también una coincidencia en lo que traicionan. Marx y Freud coinciden en algo que puede ya definirse negativamente como una posición incompatible con la Weltanschauung, con el humanismo, con el sentido común, con el progresismo y con las ficciones pastorales.

Resulta, curiosamente, que para Lacan la incompatibilidad de los marxistas y los freudianos con sus respectivos maestros es mayor que la que existe entre Marx y Freud. Entre Marx y Freud, de hecho, no hay ninguna incompatibilidad para Lacan. En el seminario …o peor, en efecto, Lacan afirma sin ambages que Marx y Freud “son perfectamente compatibles” y que por lo tanto no tiene sentido ni “acordarlos” ni mucho menos hacer una “mezcla” entre ellos[26].

Como intento de mezcla, el freudomarxismo no fue para Lacan sino un “embrollo inextricable”, como lo dice en 1973 en su Introducción a la edición alemana de los Escritos[27]. ¿Cómo no embrollar los términos homólogos con sus referencias idénticas al intentar acordar y mezclar todo esto consigo mismo? Es verdad que el marxismo y el psicoanálisis resultan compatibles entre sí, pero esto sólo implica, según la etimología, compatior, sufrirse o tolerarse juntos, pero sólo juntos, el uno con el otro, sin pretender superar el abismo entre ellos.

Reverso

Ahora que recordamos el abismo, quizás nos preguntemos cómo puede abrirse entre dos manifestaciones de lo mismo, entre dos cosas que son compatibles e incluso homólogas entre sí. Pienso que la respuesta lacaniana se encuentra en la topología del reverso. Freud y Lacan están del otro lado de Marx. El anverso y el reverso están separados por un abismo, pero no por ello dejan de ser los dos lados de lo mismo, dos lados complementarios, homólogos, que remiten a una identidad.

Lacan sitúa su campo más de una vez al reverso del de Marx y del marxismo. Primero, en el seminario De un Otro al otro, invoca el concepto marxiano de plusvalor y “cuelga, superpone, reviste en su reverso la noción de plus-de-gozar”[28]. Luego, en el seminario intitulado precisamente El reverso del psicoanálisis, identifica este reverso con un discurso del amo cuyo “mantenimiento” es asegurado por Marx[29] y que “puede aclararse en una especie de pureza” en la política, la revolución y el marxismo[30]. Finalmente, en el mismo seminario, nos dice que podremos haber leído Marx y no “comprenderemos nada” si no leemos El reverso de la historia contemporánea de Balzac[31]. Lo que encontramos en esta novela de 1848, al reverso de las revoluciones y las luchas de clases de las que se ocupaba Marx, es un grupo secreto de caridad “sabia” y “razonada” que intenta elucidar los resortes más íntimos de la miseria única de cada sujeto singular, en una suerte de prefiguración del psicoanálisis[32]

El campo lacaniano del síntoma singular y del plus-de-gozar aparece al reverso del campo marxiano de la plusvalía y de la trama sintomática de la historia. Cada campo nos dice mucho sobre el otro. Nos dice su verdad, lo que oculta en su reverso, un reverso que “es consonante con verdad”, como nos dice Lacan[33].

Según lo que Lacan también observa en La ciencia y la verdad, el psicoanálisis nos revela una “dimensión de la verdad”, la del “drama subjetivo”, que está en la base de la base del marxismo[34]. Esta idea, central para la teoría lacaniana y su relación con Marx, podría provenir de una lectura que impresionó al joven Lacan, la del Carácter materialista del psicoanálisis de Jean Audard, quien planteaba en 1933 que el marxismo, para ser auténticamente materialista, debería profundizar hasta la base material inconsciente “primitivamente sexual” de la base consciente científica-tecnológica de las fuerzas productivas, es decir, hasta el nivel del sujeto del que se ocupa el psicoanálisis[35]. Audard intuye que profundizar en el discurso marxista significa atravesarlo y llegar hasta su verdad, hasta su reverso, hasta el psicoanálisis.

A manera de conclusión

La intuición de Audard fue compartida por Siegfried Bernfeld, quien también entrevió el reverso freudiano del marxismo al sondear ya desde los años 1920 las “pulsiones humanas” en el fondo inconsciente de la economía[36]. Esto le hizo merecer la crítica de Wilhelm Reich, quien prefería penetrar hasta el fondo socioeconómico del inconsciente, viendo en él una suerte de extimidad lacaniana, lo que le permitió llegar entre 1933 y 1934 al reverso marxista del psicoanálisis[37]. Reconciliando a Reich con Bernfeld, Otto Fenichel planteó en el mismo año de 1934 que en el mundo exterior la economía es la base del psiquismo, mientras que en el mundo interior “la base material se torna superestructura”[38].

En Fenichel el mundo externo y el interno son el mismo, pero al revés, como en la cinta de Moebio o en la Botella de Klein. Si los freudomarxistas hubieran conocido la topología lacaniana, tal vez le habrían parecido menos embrollados a Lacan. Yo pienso que algunos de ellos iban por el buen camino al atravesar fantasías usuales del marxismo y del psicoanálisis.

Audard y Bernfeld atravesaron cierto economicismo marxista para llegar a su verdad, a su reverso freudiano, el de las pulsiones y otros factores que rigen el sistema capitalista. Reich supo atravesar cierto psicologismo psicoanalítico para llegar a su verdad, a su reverso marxista, el de un sistema capitalista que subsume cada vez más el sistema simbólico de lenguaje, convirtiendo el discurso y el goce del Otro en discurso y goce del capital. Fenichel supo cómo hacer ambas cosas al afrontar el mismo abismo.

Los freudomarxistas afrontan el abismo, no para colmarlo, sino para cruzarlo. Audard, Bernfeld y Reich profundizan en cada lado hasta llegar a su reverso. Fenichel avanza por la superficie hasta que el mismo lado se convierta en su reverso a través de su torsión moebiana. Por su parte, Lacan intenta desembrollar todo esto al enunciar lo que hay entre los dos lados: el reverso, la compatibilidad, la homología y el abismo.


[1] Jacques Lacan, « Acte de fondation », in Autres écrits, , París, Seuil, 2001, p. 237.

[2] Ibid.

[3] Lacan, « Réponses à des étudiants en philosophie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 208.

[4] Lacan, « Position de l’inconscient », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, p. 313.

[5] Lacan, « Radiophonie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 438.

[6] Lacan, « Conférence à la Faculté de Médecine de Strasbourg ». Inédito.

[7] Lacan, Le séminaire, Livre XIV, La logique du Fantasme, 22.02.67. Inédito.

[8] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse, París, Seuil, 1986, 04.05.60, p. 246.

[9] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 12.02.69, p. 172

[10] Ibid., 27.11.68, pp. 45-46

[11] Ibid.

[12] Lacan, « Propos sur la causalité psychique », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, p. 192.

[13] Lacan, « Du sujet enfin mis en question », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, pp. 231-232

[14] Lacan, Le séminaire, Livre XIV, La logique du fantasme, 12.04.67. Inédito.

[15] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 13.11.68, pp. 16-17.

[16] Lacan, « Radiophonie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 434.

[17] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, op. cit., 13.11.68, pp. 16-18.

[18] Lacan, « L’étourdit », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 494.

[19] Lacan, Le séminaire, Livre XIX, …ou pire, París, Seuil, 2011, 08.03.72, p. 118.

[20] Lacan, Le séminaire, Livre XXV, Le moment de conclure. Inédito.

[21] Lacan, « À la mémoire d’Ernest Jones : sur sa théorie du symbolisme », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, pp. 190-191.

[22] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse, París, Seuil, 1986, 04.05.60, p. 246.

[23] Lacan, « Position de l’inconscient », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, pp. 316-317.

[24] Lacan, « Note à ‘Subversion du sujet et dialectique du désir’ », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, p. 308.

[25] Lacan, « Séance extraordinaire de l’École belge de psychanalyse », Quarto, n° 5, 1981, p. 12. Ver también: Le séminaire, Livre XX, Encore, París, Seuil (poche), 1999, 09.01.73, p. 42.

[26] Lacan, Le séminaire, Livre XIX, …ou pire, París, Seuil, 2011, 21.06.72, p. 224.

[27] Lacan, « Introduction à l’édition allemande des Écrits », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 555.

[28] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 20.11.68, p. 29.

[29] Lacan, Le séminaire, Livre XVII, L’envers de la psychanalyse, París, Seuil, 1991, 17.12.69, pp. 33-35.

[30] Ibid., 18.02.70, p. 99

[31] Ibid., 17.06.70, p. 219

[32] Balzac, L’envers de l’histoire contemporaine (1848), París, Librairie Nouvelle, 1860, pp. 84-85, 148.

[33] Lacan, Le séminaire, Livre XVII, L’envers de la psychanalyse, op. cit., 21.01.70, p. 61.

[34] Lacan, « La science et la vérité », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, pp. 349-350.

[35] Jean Audard, Du caractère matérialiste de la psychanalyse (1933), Littoral 27/28 (1989), p. 208.

[36] Siegfried Bernfeld, Sisyphus or The Limits of Education (1925), Berkeley, University of California Press, 1973, p. 64.

[37] Wilhelm Reich, La psicología de masas del fascismo (1933), Ciudad de México, Roca, 1973, p. 27. Materialismo dialéctico y psicoanálisis (1934), Ciudad de México, Siglo XXI, 1989, pp. 10-15.

[38] Otto Fenichel, Sobre el psicoanálisis como embrión de una futura psicología dialéctico materialista (1934), en Ian Parker y David Pavón-Cuéllar (coord.), Marxismo, psicología y psicoanálisis, Ciudad de México, Paradiso, p. 229.

Freudomarxismo y pulsión de muerte

Intervención en el Encuentro Latinoamericano sobre el Concepto de Pulsión de Muerte, organizado por el Círculo de Psicoanálisis y Marxismo, de Monterrey, Nuevo León, México, el 4 de diciembre de 2020

David Pavón-Cuéllar

El concepto freudiano de “pulsión de muerte” provocó reacciones contradictorias entre los freudomarxistas de los años 1920 y 1930. Siegfried Bernfeld, Lev Vygotsky, Aleksandr Luria y el surrealista André Breton la aceptaron con entusiasmo, mientras que Erich Fromm, Otto Fenichel y especialmente Wilhelm Reich la rechazaron a veces con escepticismo y otras veces con cierta irritación. Las razones que se dieron para estas reacciones fueron muy diversas, algunas de ellas con alcance político, aunque también otras de índole estrictamente epistemológica y teórica.

Lo más elemental por lo que se rechazó el concepto de “pulsión de muerte” fue su falta de evidencia empírica. El concepto no designaría nada que pudiera conocerse directamente en la vida o en la experiencia clínica. Reich nos recuerda que Freud mismo había reconocido que se trataba de una simple “hipótesis” y que “no se podía asir en el trabajo diario con los enfermos” [1]. No habría manifestaciones evidentes de la pulsión de muerte como las hay de Eros, de la sexualidad, del inconsciente o del retorno de lo reprimido.

Reich no duda en decir que “nunca pudo encontrar en su trabajo clínico una voluntad de morir, un instinto de muerte como impulso primario”, análogo “al instinto sexual o a la necesidad de alimento”[2]. El hambre y el sexo están ahí, operando constantemente en la existencia y en la experiencia, y cuando no se manifiestan visiblemente, pueden inferirse a partir de sus efectos. Por el contrario, la pulsión de muerte parece consistir más bien en un producto de la especulación de Freud. Es así como la consideraron sus detractores en el freudomarxismo, entre ellos Fromm, quien estimó que lo introducido por Freud en Más allá del principio de placer era algo “más especulativo y menos empírico que la posición original”[3].

Es claro que hay un fuerte ingrediente especulativo en la elaboración freudiana de la pulsión de muerte. Una de las razones por las que este elemento molestó a Fromm y Reich fue que lo juzgaron incompatible con el imperativo materialista del marxismo. Confundieron así el materialismo con el empirismo, lo que ocurría muy a menudo en su tiempo, bajo el dominio de un marxismo oficial que olvidó tanto las tendencias idealistas de la tradición empirista como las prevenciones de Marx y Engels contra un empirismo acéfalo que se ahorraba el esfuerzo de la especulación.

La orientación empirista y anti-especulativa de Reich y Fromm hizo primero que rechazaran la pulsión de muerte, pero luego los llevó por caminos que los alejaron del marxismo y no sólo del psicoanálisis. El empirismo reichiano desembocó en experimentos pseudocientíficos de captadores y acumuladores de orgón, mientras que la aversión frommiana a la especulación se deslizó hacia banalidades culturalistas y humanistas. Estos desenlaces nos dicen mucho sobre lo que estaba en juego en el cuestionamiento de Más allá del principio de placer por sus especulaciones y por su falta de sustento en la experiencia.

Además de rechazar la pulsión de muerte por su carácter no-empírico y especulativo, Reich también la descartó por su extrema generalidad y por su falta de una referencia precisa y concreta. La noción freudiana permitiría explicarlo todo, lo mismo la dificultad de la cura que el crimen, el robo o el asesinato, como sucedería en Franz Alexander con su generalización del “deseo inconsciente de castigo”[4]. Los más diversos males del sujeto podrían interpretarse como efectos de un mismo principio mortífero, destructivo, que sería la fuente de todo mal.

Según Otto Fenichel, el concepto mismo de “pulsión de muerte” favorecería su empleo indiscriminado al hacernos reducir “fenómenos como el masoquismo, el autocastigo y otros” a un mismo “hecho biológico primario que no puede analizarse más, en lugar de proceder a buscar las experiencias determinantes del sujeto”[5]. Dejaríamos de analizar cada caso en su particularidad porque ya tendríamos una clave universal para todos los casos. Esto nos haría abandonar el acercamiento histórico a lo particular, el cual, para Fenichel, es tan característico del psicoanálisis como del marxismo.

Es verdad que Marx y Freud inauguran ciencias de lo particular, de la historia particular del sujeto individual y colectivo, y que no hay nada menos particular que la pulsión de muerte que engloba y disuelve todo en su generalidad. El argumento de Fenichel es válido, sin duda, pero no se entiende por qué se reserva para la pulsión de muerte. ¿Acaso no podríamos emplearlo para impugnar todas las nociones metapsicológicas freudianas, como lo hiciera Georges Politzer al esbozar una psicología concreta que se inspira del marxismo y selectivamente del psicoanálisis? Al igual que Politzer, el afán de concreción puede hacernos descartar el ello y el superyó, la pulsión de vida y el concepto mismo de pulsión, y no sólo el de pulsión de muerte.

¿Por qué la fidelidad a lo concreto, a lo histórico particular, nos haría descartar únicamente la pulsión de muerte y no las demás nociones metapsicológicas de Freud? Ni Reich ni Fenichel responden esta pregunta. Sencillamente optan por deshacerse de un concepto en lugar de otros. Lo más que Reich puede hacer, por ejemplo, es argumentar que su concepto preferido, el de libido, puede explicar indirectamente lo que se explica directamente por la pulsión de muerte.

Reich ofrece toda clase de explicaciones alternativas y sustitutivas para convencernos de que no precisamos de la pulsión de muerte. Donde Freud encuentra esta pulsión, Reich descubre ya sea un “alivio orgástico de la tensión”, o bien un “producto de la neurosis” [6] o una “insatisfacción sexual que aumenta la agresión”, una “reacción psicológica ante la ausencia de satisfacción”, aunque también una “función del instinto de alimentación que aumenta cuando no se ha satisfecho adecuadamente la necesidad de comer”[7]. La idea reichiana del ser humano es demasiado rudimentaria. Es la de un animal dominado por su hambre y su sexualidad. No hay aquí lugar para algo tan extraño y misterioso como la pulsión de muerte.

Cuando alguien se deja llevar por sus impulsos destructivos o autodestructivos, es simplemente porque se trata de un neurótico o porque está hambriento o sexualmente insatisfecho. Aun cuando se está sexualmente satisfecho, la sensación relajada y disminuida es por la propia satisfacción, por el alivio de la tensión, y no por la pulsión de muerte. Podemos prescindir entonces de este concepto porque todo lo que explica puede explicarse de otro modo. No importa que el otro modo sea menos directo y más embrollado. Reich lo prefiere. ¿Por qué lo prefiere? Como ya lo vimos, porque es más evidente, porque es empíricamente observable, implicando menos especulación. Esto mismo hace que sea más verosímil.

Es más fácil creer que un comportamiento es violento y destructivo por causa del hambre o de la frustración sexual que atribuirlo a una pulsión de retorno a lo inanimado. La hipótesis freudiana va contra el sentido común, mientras que la reichiana es una explicación casi automática en la sociedad moderna. En esta sociedad, cuando un jefe o colega se muestra demasiado violento, es común que digamos que no ha comido o no ha follado. La explicación es verosímil, pero no es por ello verdadera. Su fundamentación en el sentido común debe hacernos pensar en su trasfondo ideológico. ¡La ideología siempre está operando en las ideas más sensatas, más banales, más acordes con el sentido común!

Decir que alguien es violento por su hambre o por su insatisfacción sexual es asimilarlo a su vida y a la conservación y reproducción de esta vida. ¿No es acaso lo mismo que hace el capitalismo al reducirnos a nuestra vida, nuestra vida explotable como fuerza de trabajo, nuestra vida que sólo debe conservarse y reproducirse a través de su trabajo necesario para luego efectuar el trabajo excedente con el que se produce el plusvalor del capital? Para el capitalismo, nuestra vida es lo mismo que es para el anticapitalista Reich: hambre y sexo.

La propuesta reichiana es ciertamente revolucionaria y emancipadora porque busca liberar el sexo de la reproducción, pero al mismo tiempo tiene un aspecto conservador, el de mantener la idea moderna del ser humano como un animal dominado por su estómago y sus genitales. Este animal es el mejor trabajador para el capitalismo, el más productivo y reproductivo, el que trabaja para comer y luego engendra futuros trabajadores al follar. El trabajador es aquí pura vida, poseedor y transmisor de vida, porque la vida es lo que el capitalismo necesita, necesitándola para explotarla, para producir plusvalor, para constituir la parte variable del capital.

La vida es y sigue siendo la fuente de valor por excelencia. Es y sigue siendo, por así decir, el capital del capital. Entendemos entonces que se le cuide tan escrupulosamente como se le cuida en la biopolítica estudiada por Foucault. Entendemos también que sea tan extremadamente valorizada en el capitalismo. Desde luego que se le cuida y se le valoriza tan sólo para sacrificarla al capital, pero es por esto mismo que se le cuida y se le valoriza de manera tan extrema.

La extrema valorización de la vida forma parte de la ideología dominante subyacente al sentido común del que se ha nutrido Reich. Quizás fuera por esta ideología burguesa, y por los intereses del capital a los que obedece, que Reich rechazó escandalizado la pulsión de muerte y sólo aceptó la pulsión de vida y sus expresiones en el hambre y en el sexo. Tal vez fuera por la misma determinación ideológica por la que Reich terminó teniendo esa actitud tan ambivalente ante la vida: exaltándola y absolutizándola en la experiencia humana, pero también cosificándola y concibiéndola en términos exclusivamente energéticos: los más determinantes en la fuerza de trabajo explotada por el capital.

Reich descartaría todo lo que estoy diciendo. Para él, su consideración exclusiva de la pulsión de vida preserva el elemento revolucionario del psicoanálisis, mientras que la propuesta de la pulsión de muerte sirve para disipar lo que de Freud es “peligroso para la ideología burguesa”[8]. Es por esto que Reich adopta, según sus propios términos, “una actitud firme” contra la pulsión de muerte[9]. Su actitud, compartida por Fromm y Fenichel, está motivada por consideraciones políticas y no sólo epistemológicas y teóricas.

El problema del concepto de pulsión de muerte no es tan sólo su carácter no-empírico, especulativo, demasiado general, abstracto e inverosímil, sino su complicidad con la ideología burguesa. Esta complicidad se pondría en evidencia en tres operaciones ideológicas: la confusión entre lo biológico, lo psicológico y lo sociológico, la idealización filosófica de la ciencia y la escisión dualista de la totalidad. Veremos ahora cómo se denuncian estas operaciones en Reich y a veces en Fromm y en Fenichel. Finalmente las discutiremos sobre la base de argumentos provistos por Luria y Vygotsky.

La primera operación ideológica de la pulsión de muerte es la confusión entre las esferas de la biología, la psicología y la sociología. Reich explica esta confusión por la “psicologización de la sociología y de la biología”[10], mientras que Fenichel prefiere explicarla por la “biologización” de lo psicológico y de su relación con lo social[11]. Estas dos explicaciones son completamente diferentes, incluso contradictorias, y dejan clara la divergencia entre Fenichel y Reich. El pensamiento reichiano tiende a ser cada vez más biológico o biologicista y es por eso que se subleva contra la psicologización de lo biológico en la pulsión de muerte, mientras que el de Fenichel es de índole más psicológica y es por eso que rechaza la biologización de lo psicológico en la misma pulsión de muerte. Por su parte, al referirse a la misma pulsión, Fromm sólo cuestiona la “mezcla de hechos biológicos y de tendencias psicológicas”[12].

La coincidencia entre Fromm, Fenichel y Reich es que los tres denuncian la neutralización freudiana de lo sociológico. La pulsión de muerte de Freud nos haría soslayar la esfera de la sociología y específicamente el conflicto del individuo con la sociedad, ya sea porque lo ignora en Fromm, porque lo biologiza en Fenichel o porque lo psicologiza en Reich. Los tres freudomarxistas rechazan la pulsión de muerte porque pone un conflicto entre pulsiones de vida y de muerte ahí donde antes había un conflicto entre los deseos o las pulsiones individuales y el medio social.

En los términos de Fenichel, la pulsión de muerte nos hace desconocer “la relación entre el individuo con sus instintos y el mundo externo que prohíbe esos instintos” y así comporta un “riesgo de total eliminación del factor social en la etiología de las neurosis”[13]. El sufrimiento neurótico y otros problemas del sujeto dejan de ser atribuibles a la sociedad. Es así como deja de haber lugar para una crítica política de la cultura, de las instituciones o del sistema socioeconómico.

En lugar de acusar al capitalismo o al patriarcado por el sufrimiento del sujeto, descargaríamos la culpa en la pulsión de muerte. Ofreceríamos una simple explicación biológica o psicológica en lugar de un cuestionamiento de la sociedad represiva. Como dice Reich, el “frustrante y punitivo mundo exterior pasa a un segundo plano”, lo que “bloquea el camino de acceso a la sociología” e impide realizar una “crítica del orden social”[14]. Dejaríamos de criticar la sociedad capitalista para entregarnos a una filosofía pesimista como la que Reich cree encontrar en El Malestar en la Cultura de Freud.

De los argumentos de Reich, Fromm y Fenichel contra la pulsión de muerte, el que acabo de resumir es el más conocido y convincente, pero es también muy discutible. ¡No vamos a dejar de criticar el capitalismo por aceptar el concepto de pulsión de muerte! Podemos emplear este concepto, como yo lo he hecho, para explicar sin disculpar el funcionamiento mortífero del vampiro del capital que absorbe todo lo vivo para transmutarlo en más y más dinero muerto.

El capitalismo es un sistema enteramente encaminado a la inmediata satisfacción de la pulsión de muerte que yo he denominado “goce del capital”. Reich me advertiría con mucha razón que esta idea presupone implícitamente que deshacerse del capital no basta para deshacerse de la pulsión de muerte. ¿Entonces para qué lucharíamos contra el capitalismo? Yo podría simplemente responderle a Reich, en unos términos que le resultaran familiares y comprensibles, que una lucha anticapitalista busca otra economía de la pulsión de muerte, otra economía en la que se le pongan límites, quizás a veces reprimiéndola, pero también y sobre todo sublimándola, desviándola de sus fines, impidiendo su inmediata satisfacción en corto circuito, canalizándola de otro modo y hacia otros destinos, impidiendo que todo se organice directamente en función de ella para devastar la naturaleza y aniquilar a la humanidad, que es lo que sucede en el capitalismo.

Reich me objetaría que estoy psicologizando lo sociológico. Yo le replicaría que él, por más que repudie la psicologización, está psicologizando la pulsión de muerte, que no es de ningún modo algo psíquico, sino una tendencia que subyace al psiquismo y que al mismo tiempo lo trasciende. Esto lo entendieron muy bien Vygotsky y Luria, quienes celebraron que en Más allá del principio de placer las pulsiones de Freud “pierden su carácter original de poderes psicológicos y llegan a significar sólo tendencias generales”[15], “tendencias básicas de la biología pura” e incluso más fundamentales y elementales que la biología, como es el caso de la pulsión de muerte entendida como “principio general de la preservación del equilibrio, tendencia general observada en el mundo inorgánico a mantener un nivel distribuido uniformemente de tensión energética” [16].

Reich podría todavía objetar que el nivel de abstracción en el que situamos la pulsión de muerte impide abordarla críticamente en el plano sociológico. Aquí habría que replicarle que lo más abstracto se concretiza en las expresiones políticas de las tendencias generales y en los conflictos correspondientes: entre el pacifismo y el belicismo, entre la defensa de la humanidad y la inercia del capitalismo, entre una lucha de izquierda por la vida y lo resumido por la consigna derechista de “¡viva la muerte!” de José Millán-Astray. Vygotsky y Luria ven aquí “dos tendencias, la conservadora-biológica y la progresista-sociológica”, la del impulso interno de retorno a lo inanimado y la que subyace a “fuerzas externas que nos permiten escapar de este estado de conservadurismo biológico y que pueden impulsarnos hacia el progreso y la actividad”[17].

Siguiendo a Luria y Vygotsky, digamos que es en la sociedad y en la comunidad, en el socialismo y en el comunismo, donde escapamos de la pulsión de muerte que nos devora por dentro a cada uno de nosotros. Esta idea es perfectamente consecuente con el psicoanálisis. Basta leer a Freud como lo hicieron Luria y Vygotsky para descubrir que el sujeto sólo puede conquistar cierta libertad con respecto a su inercia interior, con respecto a su autodestrucción motivada por la pulsión de muerte, a través del exterior, de Eros, de la sexualidad, de lo que se ve sublimado en la sociedad y la comunidad. Tenemos aquí un buen argumento freudomarxista para defender el socialismo y el comunismo contra el individualismo burgués y contra su dispositivo psicológico.

Luria y Vygotsky llegan a una conclusión contraria de la de Reich, Fromm y Fenichel. Mientras que estos freudomarxistas austriacos y alemanes consideran que la propuesta freudiana de la pulsión de muerte es incompatible con la sociología, los soviéticos Vygotsky y Luria estiman que esta propuesta confirma que “la psicología de Freud es completamente sociológica” y que tiene “fundamentos materialistas”[18]. Esta segunda idea contradice también a Reich, quien deploró abiertamente que el concepto de pulsión de muerte “careciera de una base material tan clara” como “la necesidad sexual y de la alimentación”, lo que habría “facilitado el desarrollo de especulaciones idealistas y metafísicas”, inaugurando una “corriente idealista” en el psicoanálisis[19].

Reich considera que la teoría materialista freudiana se desvió hacia el idealismo burgués en Más allá del principio de placer. Lo que habría en esta obra sería más filosofía que ciencia. La pulsión de muerte sería un concepto filosófico, especulativo, idealista, sin sustento científico ni fundamento material. Contra estas ideas, uno puede argumentar que la pulsión de muerte carece de fundamento material porque es como la sustancia misma de la materia, su materialidad, su pesadez intrínseca, su gravedad, su inercia más fundamental. Si nos parece una categoría más del ámbito de la filosofía que de la ciencia, es porque se trata de algo trascendente, quizás podamos decir incluso trascendental, que se encuentra en la base misma de la ciencia, en una base en la que ya ni siquiera es posible distinguir lo físico, lo biológico y lo psicológico, es decir, lo mineral, lo vegetal, lo animal y lo mental, como bien lo han constatado Luria y Vygotsky.

La pulsión de muerte es algo más fundamental que las diferencias que pueden existir entre los entes materiales. Es la pulsión misma de la materia que no puede ser desdeñada en un pensamiento radicalmente materialista como el marxista. En la elaboración teórica freudiana de la pulsión de muerte, como bien lo han sostenido Luria y Vygotsky,  “la ciencia burguesa está dando a luz al materialismo; tal labor es muchas veces difícil y prolongada, pero sólo tenemos que encontrar en qué parte de sus entrañas asoman los brotes materialistas, encontrarlos, rescatarlos y hacer buen uso de ellos”[20]. Es precisamente lo que hacen Vygotsky y Luria al leer Más allá del principio de placer. Es así como pueden explicitar lo que describen como la “respuesta profundamente materialista” de Freud a la pregunta sobre “la raíz de la tormentosa progresión del proceso histórico”: esta respuesta, para el médico vienés, está “en los profundos recovecos de la psique humana”, donde “todavía persisten tendencias conservadoras de la biología primordial”[21]. Vygotsky y Luria aceptan esta respuesta de Freud y celebran su formulación y demostración en Más allá del principio de placer.

Al referirse a la argumentación freudiana, escriben exaltados que “no hay filosofía de ningún tipo en ella; sus orígenes están en la ciencia exacta y se dirige hacia la ciencia exacta, pero lo que sí hace es dar un salto gigantesco y vertiginoso desde el punto más extremo de los hechos científicos firmemente establecidos hacia la esfera por descubrir más allá de lo obvio”[22]. Esto mismo hace que lo planteado por Freud parezca más filosófico, puramente especulativo, pero es porque “tiene como objetivo abrirse paso más allá de lo aparente”, lo cual, para Luria y Vygotsky, es “el papel de todo conocimiento científico”, a saber, “no sólo verificar lo obvio, sino descubrir hechos que son más creíbles y reales de lo que es evidente por sí mismo”[23].

La pulsión de vida es evidente por sí misma. Lo no evidente es la pulsión de muerte. Sentirnos arrastrados hacia el anonadamiento no es algo que pueda ni pensarse fácilmente ni entenderse ni aceptarse.

Lo que nos desconcierta y contradice nuestro sentido común es que el sujeto esté desgarrado entre una pulsión de vida y una pulsión de muerte. Aún más desconcertante y extravagante es la atrevida idea freudiana, generalmente pasada por alto, de que la pulsión de vida no es más que un desvío y un rodeo de la pulsión de muerte. No comprendiendo esto, Reich atribuyó a Freud una perspectiva dualista, una “completa dualidad de instintos”, en la que sólo había “antítesis” y no “conexión alguna entre la sexualidad y su supuesta contraparte biológica, el instinto de muerte”[24].

Lo cierto es que la idea freudiana del impulso de retorno a lo inanimado es la de algo que abarca toda la dinámica pulsional. Como lo dice Freud en Más allá del principio de placer, “la meta de toda vida es la muerte”, los “fenómenos vitales” no son más que “rodeos para llegar a la muerte”, la “vida pulsional en su conjunto sirve a la provocación de la muerte”, la tensión de lo animado “pugna por nivelarse”[25]. Lo inorgánico y lo inanimado tienden a restablecerse. Lo vivo recae en lo inerte. La vida se disuelve en la materia. Lo mineral termina reabsorbiendo lo vegetal, animal y mental.

Hay que reiterar que la pulsión de vida no es más que un rodeo de la pulsión de muerte. No hay aquí dos pulsiones tajantemente diferenciadas en un enfoque dualista como el que Reich atribuye a Freud. Lo que hay es una concepción monista, perfectamente compatible con el marxismo, en la que lo vivo tiende a lo muerto. El fin es lo inerte. No hay un fin diferente del principio. No hay ninguna teleología que pudiera entrar en contradicción con una visión materialista coherente.

Como bien lo entendieron Luria y Vygotsky, la hipótesis freudiana de la pulsión de muerte “rompe completamente con cualquier concepto teleológico en las esferas de la psicología y la biología”, pues cada pulsión “depende causalmente de su condición previa que se esfuerza por restablecer”, y por ello “tiene un carácter conservador y se impulsa hacia atrás y no hacia adelante” [26]. Es así, también para Vygotsky y Luria, como “se tiende un puente (hipotético) entre la ciencia de la vida orgánica y la que se ocupa de la materia inorgánica”, de tal modo que “el todo orgánico se integra decisivamente en el contexto general del mundo”[27]. La materialidad con su pulsión de muerte abarca todo lo existente en una visión materialista y monista en la que no puede haber un fin diferente de las causas, una idea independiente de sus condiciones materiales, una vida libre de la muerte. Esta visión freudiana entusiasmó lógicamente a un par de freudomarxistas genialmente congruentes como lo fueron los jóvenes Vygotsky y Luria, quienes percibieron el “enorme potencial” de Freud para una “comprensión monista del mundo”[28].

Lo cierto es que Luria y Vygotsky no fueron los únicos freudomarxistas que se entusiasmaron con el monismo de la teoría freudiana de las pulsiones. Encontramos el mismo entusiasmo en el surrealista André Breton, quien también comprendió perfectamente que la pulsión de vida, como él mismo lo sostiene, “sólo puede ser humanamente válida” en función de la pulsión de muerte, que ambas pulsiones “tienden a restaurar un estado que ha sido perturbado por la aparición de la vida”[29]. Esto que Breton y Vygotsky y Luria comprendieron tan bien, esto mismo que tanto los entusiasmó como buenos marxistas que eran, fue lo que Reich no entendió al atribuir a Freud un dualismo rígido en su teoría de las pulsiones.

Ya vimos que Freud expuso explícitamente su monismo en Más allá del principio de placer. Incluso antes de Freud, en Sabina Spielrein y en su primer atisbo de la pulsión de muerte, nos encontramos ya con una perspectiva claramente monista. No tenemos en Spielrein dos pulsiones tajantemente separadas, sino el “componente destructivo del instinto sexual”[30], el “instinto de destrucción contenido en el instinto de procreación”[31], el “instinto de procreación que exige la destrucción del individuo”[32], que es “tanto instinto constructivo como destructivo”[33]. Así, por ejemplo, como dice Spielrein, “el hombre, de predisposición más activa, tiene también más deseos sádicos: quiere destruir a la amada”, mientras que “la mujer, que se presenta más como objeto de amor, quiere ser destruida”[34]. La destrucción y la autodestrucción resultan indisociables de la generación y la reproducción.  La vida y la muerte no pueden concebirse por separado.  

La concepción unilateral de la vida es idealista. De idea en idea puede conducir lo mismo al orgón que a la vida eterna. En ambos casos, tenemos hermosas entidades ideales que nos consuelan de la muerte material en la que no deja de precipitarse nuestra vida.

El reconocimiento de la forma en que morimos al vivir exige un pensamiento materialista y monista, pero también dialéctico, en el que pueda concebirse la unidad material contradictoria de la vida y la muerte. Este pensamiento es necesario para defender, contra el capitalismo, nuestro derecho a vivir lo más posible mientras morimos: nuestro derecho a las escalas, a las pausas y a las vueltas, a los más amplios rodeos, a las mayores desviaciones con respecto al “camino más corto” hacia la muerte, como decía Freud en Más allá del principio de placer[35]. Necesitamos reconocer la pulsión de muerte para no entregarnos inermes a la última y más implacable de sus manifestaciones históricas.


Referencias

[1] Reich, Función del orgasmo (1942), Barcelona, Paidós, 2010, p. 125

[2] Ibid., p. 150

[3] Fromm, Sobre métodos y objetivos de una psicología social analítica (1932), en Marxismo, psicoanálisis y sexpol, Buenos Aires, Granica, 1972, p. 113.

[4] Reich, Función del orgasmo (1942), op. cit., p. 125

[5] Fenichel, A Critique of the Death Instinct (1935), en The Collected Papers of Otto Fenichel (pp. 363-372). Nueva York: Norton, 1953, pp. 370-371.

[6] Reich, Función del orgasmo (1942), op. cit., pp. 150-151

[7] Reich, Materialismo dialéctico y psicoanálisis (1934), Ciudad de México, Siglo XXI, 1989, pp. 23-24.

[8] Reich, Materialismo dialéctico y psicoanálisis (1934), op. cit., p. 31.

[9] Reich, Función del orgasmo (1942), op. cit., p. 126

[10] Ibid., p. 211

[11] Fenichel, A Critique of the Death Instinct (1935), op. cit., pp. 370-371.

[12] Fromm, Sobre métodos y objetivos de una psicología social analítica (1932), op. cit., p. 113.

[13] Fenichel, A Critique of the Death Instinct (1935), op. cit., pp. 370-371.

[14] Reich, Análisis del carácter (1933), Madrid, Paidós, 2010, pp. 234-235

[15] Lev Vygotsky y Aleksandr Luria, Introduction to the Russian translation of Freud’s Beyond the pleasure principle (1925), en R. Van der Veer y J. Valsiner (Eds), The Vygotsky Reader, Oxford, Blackwell, 1994, p. 14

[16] Ibid., p. 16

[17] Ibid

[18] Ibid.

[19] Reich, Materialismo dialéctico y psicoanálisis (1934), op. cit., pp. 22-23.

[20] Vygotsky y Luria, Introduction to the Russian translation of Freud’s Beyond the pleasure principle, op. cit., p. 17

[21] Ibid., p. 16

[22] Ibid., p. 14.

[23] Ibid., p. 14.

[24] Reich, Función del orgasmo (1942), op. cit., p. 244

[25] Sigmund Freud, Más allá del principio de placer, en Obras completas XVIII, Buenos Aires, Amorrorttu, 1997, pp. 38-39.

[26] Vygotsky y Luria, Introduction to the Russian translation of Freud’s Beyond the pleasure principle, op. cit., p. pp. 14-15

[27] Ibid.

[28] Ibid, pp. 16-17

[29] André Breton, L’instinct sexuel et l’instinct de mort (1930).

[30] Sabina Spielrein, La destrucción como origen del devenir, p. 3

[31] Ibid., p. 18

[32] Ibid., p. 24

[33] Ibid., p. 30

[34] Ibid., p. 15

[35] Sigmund Freud, Más allá del principio de placer, op. cit., p. 39.

Engels y Freud ante el origen: entre el comunismo primitivo y la horda primordial

Intervención en la mesa «Engels, una propuesta de emancipación», coordinada por María Haydeé García Bravo y con la participación de Alejandra Ciriza y Maria Lygia Quartim de Moraes, en el marco del Seminario Engels 200: dialéctica y revolución, organizado el 27 de noviembre de 2020 por el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM y el GT CLACSO Herencias y Perspectivas del Marxismo, para conmemorar los 200 años del natalicio de Friedrich Engels.

David Pavón-Cuéllar

Engels y Freud no eran paleontólogos ni antropólogos ni biólogos evolutivos. No eran expertos ni en la evolución de las especies ni en la génesis del hombre. Sus investigaciones y reflexiones transcurrían por otros caminos, pero estos caminos los condujeron a la cuestión del origen de la humanidad y de la civilización.

Engels y Freud tenían que remontarse hasta el origen porque tan sólo así podían mantener su radicalidad en la dimensión histórica. Esta radicalidad los hizo ir a la raíz de la humanidad y de la civilización. Los llevó así, por la misma ruta de Marx, hasta el hombre mismo, pero de ahí al origen del hombre y finalmente a la explicación del origen.

Engels y Freud explican el origen. Lo explican en lugar de limitarse a relatarlo. Engels y Freud saben que no basta relatar el origen porque el origen sencillamente no explica nada, sino que debe ser explicado. Es explanandum y no explanans.

Engels y Freud tienen que explicar el origen porque no pueden emplearlo para explicar nada. Podemos entonces afirmar sobre Freud lo mismo que Althusser observa sobre Engels en La querella del humanismo[1]. Ni su teoría es evolucionista ni su método es genético.

Engels y Freud no relatan el origen para explicar genéticamente lo que se origina. Más bien, como ya lo he dicho, explican el origen. Lo explican a través de lo que Freud mismo[2] designó con la hermosa expresión de “mito científico”: mito por su carácter fantaseado y especulado, no descubierto ni demostrado, pero científico por su fundamentación teórica y por su rigurosidad argumentativa.

Lo científico a veces requiere de lo mítico para abrirse paso. El mito científico del que habla Freud es como el cuento verdadero del que habla Marx en sus artículos contra la censura. Tanto para Marx como para Freud, puede ocurrir que la verdad tenga que vestirse de mentira, de cuentos y mitos, para manifestarse ante nosotros. Es lo que sucede, para Marx, en los cuentos verdaderos de la prensa amarillista, pero también de la ideología en general. Es lo mismo que sucede, para Freud, en lapsus, en sueños y en mitos científicos tales como el freudiano y el engelsiano sobre el origen de la humanidad y la civilización.

El mito científico de Engels se encuentra sintetizado en su maravilloso libro El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, publicado en 1884, aunque su primer acto puede rastrearse en la Dialéctica de la naturaleza y especialmente en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre de 1876. En cuanto al mito científico freudiano, se halla desperdigado entre Totem y tabú de 1913, la Psicología de las masas y análisis del yo de 1921, El malestar en la cultura de 1930 y Moisés y la religión monoteísta de 1938. Me refiero a los años porque, por un lado, el aspecto mítico de las ideas freudianas y engelsianas deriva en parte del contexto histórico en el que se conciben, el contexto que se proyecta en la pantalla prehistórica, así como también, por otro lado, el elemento científico se nutre de los recursos teóricos disponibles y más influyentes de la época.

El evolucionismo, especialmente en la versión darwinista de la evolución biológica por selección natural, es decisivo para el primer acto de los mitos científicos de Engels y Freud. Ambos presuponen que los humanos provienen de los animales, de los primates superiores. Ambos adoptan una perspectiva radicalmente monista y materialista donde el psiquismo, la mente o el espíritu, son productos de un desarrollo del sistema nervioso que es un proceso material estrictamente biológico y fisiológico. Engels y Freud también suponen que la postura corporal erecta fue decisiva para el surgimiento de la mente humana.

Los trabajos de Bachofen y Morgan también están entre las referencias compartidas por Engels y Freud. En consonancia con estas referencias, tanto Engels como Freud consideran que la civilización humana se origina en ciertas formas de configuración de la familia y de relación entre los sexos. Ambos coinciden también al aceptar la tesis de un orden matriarcal anterior al sistema patriarcal.

Tanto Engels como Freud asocian el patriarcado con la desigualdad, con las relaciones verticales y opresivas, y el matriarcado con la igualdad, la horizontalidad y la comunidad. Para Engels, desde los matrimonios por grupos hasta la familia sindiásmica, tenemos una forma primitiva de “comunismo” gracias al “predominio de la mujer”[3]. De igual modo, en Freud, el “derecho materno” se vincula con un “liga de hermanos” que pactan “una suerte de contrato social” basado en la igualdad[4].

Tanto Engels como Freud consideran que la sociedad matriarcal e igualitaria es la matriz de la humanidad y de la civilización. Es como si el salto de lo animal a lo humano, de lo natural a lo cultural, tan sólo pudiera efectuarse con la fuerza de la igualdad, la fraternidad, la comunidad y la unidad aseguradas por el matriarcado. Como lo dice Engels, necesitábamos de la “unión de fuerzas”, de la “falta de celos” y de otros medios matriarcales para “salir de la animalidad” y así “realizar el mayor progreso que presenta la naturaleza”[5].

Después de que el matriarcado nos humanizara y civilizara, llegó el patriarcado a recolectar sus frutos. Engels y Freud conciben la transición del matriarcado al patriarcado como un acontecimiento decisivo para la historia. Engels ve aquí una revolución, “una de las mayores que la humanidad haya visto”[6]. Freud nos habla de una “subversión social”[7], de un “trastrueque de relaciones” y de una “revolución” cuyo eco se percibiría en la Orestíada de Esquilo, particularmente en Las Coéforas y Las Euménides, cuando Orestes mata a su madre Clitemnestra, es perseguido por las furias y finalmente absuelto por el Areópago[8].

La transición del matriarcado al patriarcado, tal como aparece en Engels y en Freud, representa sin duda un paso importante en el desarrollo de la civilización, pero implica también el triunfo de la verticalidad y la dominación a costa de la igualdad y la comunidad. En la visión freudiana, el final del matriarcado nos hace pasar del clan fraterno igualitario a cierta restauración de la estructura vertical de la horda primordial prehumana. En la visión engelsiana, de modo aún más claro, la abolición del derecho materno resulta indisociable de la supresión del comunismo primitivo, el principio de la concentración y la acumulación de la riqueza, la esclavización de la mujer, el surgimiento de la sociedad de clases y el comienzo de la explotación del hombre por el hombre, la cual, en sus inicios, es principalmente una explotación de la mujer por el hombre.

Tanto para Engels como para Freud, el patriarcado tiene una estructura vertical, opresiva, mientras que el matriarcado se caracteriza por su estructura horizontal, fraterna, igualitaria y comunitaria. En el mito freudiano, además, la comunidad matriarcal se basa en lo que Freud describe como “sentimientos y quehaceres homosexuales”[9]. Este elemento de homosexualidad proviene de la época prehumana en la que el padre todopoderoso de la horda primordial expulsaba a los hermanos que se reunían en un grupo exterior a la horda y establecían ahí vínculos homosexuales igualitarios. Desde entonces la homosexualidad quedará intrínsecamente anudada con la igualdad y con la sociedad misma, pero también con el matriarcado, todo esto en contradicción a lo que ahora denominamos “heteropatriarcado”.

En el esquema freudiano, entonces, el elemento homosexual debe sumarse al matriarcal en el origen igualitario de la civilización, de la sociedad propiamente humana y de la humanidad misma. Este origen, tal como lo describe Freud, consiste en el “violento asesinato del jefe”, del padre primitivo, y “la transformación de la horda paterna en una comunidad de hermanos”[10], una comunidad regida por el “derecho materno”[11]. Si estamos aquí en el matriarcado, es porque, según Freud, “buena parte de la plenipotencia vacante por la eliminación del padre pasó a las mujeres”[12].

En la concepción freudiana del matriarcado, las mujeres tienen ciertamente el poder, pero lo ejercen en un sentido igualitario. Es exactamente lo mismo que observamos en la concepción engelsiana. En Engels al igual que en Freud, es como si el poder se aboliera por el hecho mismo de ser ejercido por las mujeres en lugar de los hombres. Las mujeres intervienen aquí exactamente como los proletarios en la teoría marxista del Estado que el propio Engels formula claramente en el Anti-Dühring. Al tomar el poder, el proletariado lo “destruye”, hace que se “extinga”[13].

El poder proletario es un poder que se neutraliza a sí mismo y es por eso que el Estado obrero, la dictadura del proletariado, conduce al comunismo. Es de la misma forma que en Freud y en Engels el poder matriarcal interviene como un poder que asegura la igualdad, que acaba con el poder, que igualmente se neutraliza a sí mismo. Parafraseando a Marx, digamos que la mujer, además de un sexo definido en la estructura patriarcal, puede significar ella misma la abolición del patriarcado y de sus relaciones sexuales, así como el proletariado, además de una clase, aparecía él mismo como la disolución de la sociedad de clases. ¿Y si los proletarios por los que apuesta el marxismo hubieran dejado vacante su lugar, como sujetos de la historia, para las mujeres que tanto le enseñaron al psicoanálisis a través de la histeria? Tenemos aquí un punto neurálgico en un momento, como el presente, en el que asistimos a una suerte de feminización y despatriarcalización de la izquierda radical en todo el mundo.

El actual giro feminista y antipatriarcal del comunismo tal vez pueda aprender algo de los errores del momento de hegemonía proletaria. Uno de ellos fue la esencialización y fetichización del proletariado que impidió percatarse de lógicas estructurales que provocaron su aburguesamiento y burocratización en el socialismo real. Sabemos que las  compañeras feministas denuncian cotidianamente procesos análogos de patriarcalización de ciertos liderazgos en el seno de sus propias organizaciones feministas.

Quizás una militante antipatriarcal consciente sea capaz de neutralizar el poder que ejerce, pero también es posible que este poder esté estructuralmente sobredeterminado por el patriarcado y neutralice de modo inconsciente la feminidad misma de quien lo ejerce. Fue así como la constitución estructural burguesa del poder en la modernidad aburguesó a los mismos proletarios que debían abolirlo. Después de todo, es la estructura la que decide, y es por esto que el proletario für sich, para sí, dejó de ser el proletario que era al ser an sich, en sí, como bien lo denunciara Lacan en su momento.

Lacan atrae nuestra atención hacia un aspecto decisivo. Quizás el proletariado sea simultáneamente una clase y la disolución de las clases, pero su conciencia de clase, ya por el simple hecho de ser de clase, no es precisamente de él y es por eso que puede ponerlo en su lugar e impedirle ser lo que está predestinado a ser. El proletariado no puede ser consciente, autoconsciente, sino al ser inconscientemente otro. Simplificando la cuestión, digamos que la única ideología disponible para la autoconciencia, para que alguien como el proletario se conciba reflexivamente a sí mismo, es la ideología dominante, la de la clase dominante, la burguesa, que reviste a menudo la forma de la psicología. 

Vayamos un poco más lejos y reconozcamos que la única forma de subjetivación concebible en el capitalismo es la impuesta por la burguesía mediante los más diversos recursos ideológicos, desde la moral familiar hasta la mejor literatura, pasando por la educación, la psicoterapia, la publicidad y la industria cultural. Esto es cada vez más cierto en todos los estratos sociales y en todas las naciones del mundo. Como lo decían Marx y Engels en el Manifiesto, la burguesía “crea un mundo hecho a su imagen y semejanza”. El resultado, ya constatado por Flaubert en la misma época del Manifiesto, es que el mundo entero se ha vuelto burgués, que no hay más que burgueses, que incluso los menos burgueses tienen algo de burgueses.

El modelo burgués es el único modelo de subjetividad que tenemos en existencias. Ocurre lo mismo con el modelo patriarcal. Se trata, de hecho, del mismo modelo, al menos en el contexto moderno capitalista, donde el patriarcado reviste formas burguesas. Es casi como si ser burgués y patriarcal fuese aquí la única forma en que nos es dable ser humanos.

Entendemos entonces a Freud cuando naturaliza y universaliza al sujeto moderno de la burguesía y del patriarcado. Es lo que hace, en efecto, cuando proyecta a este sujeto sobre la pantalla de la prehistoria, del origen de la humanidad y de la civilización, en el momento inmediatamente anterior al del matriarcado. Llegamos aquí a la encrucijada en la que Freud y Engels toman diferentes caminos.

Antes del matriarcado, lo que tenemos en Engels es algo un tanto borroso: el estado salvaje, el incesto, la animalidad, así como el proceso de transformación del mono en hombre por el que un primate baja de las ramas, adopta la postura erecta, libera las manos, las utiliza, trabaja y habla y así va humanizándose al desarrollar el cerebro y la mente. Esta concepción materialista, en la se explica el desarrollo de la esfera mental por la actividad corporal en el mundo, se encuentra igualmente en Freud, quien reconoce, en sus propios términos, que “la postura vertical del ser humano” está “en el comienzo del fatal proceso de la cultura”[14]. Sin embargo, si Freud discrepa de Engels, es porque hay algo más en ese origen prehumano que precede al matriarcado. Lo que hay aquí para Freud es la horda primordial en la que un padre, macho dominante, acapara sexualmente a las mujeres, protege a los niños y expulsa a sus rivales, a los demás hombres con vida sexual, quienes forman otro grupo exterior, aquel grupo al que ya nos referimos en el que se establecían vínculos homosexuales que darán lugar después a relaciones sociales igualitarias.

Al final de la fase prehumana, según el mito científico freudiano, los hombres expulsados de la horda asesinan al padre primitivo, se lo comen y se reparten a sus mujeres. Tenemos entonces y sólo entonces la fase igualitaria del matriarcado y del comunismo, del derecho materno y del clan fraterno. Esta fase es la del umbral de la humanidad y la civilización, pero es una fase transitoria, pues debe dar lugar a lo que Freud describe como un “retorno de lo reprimido”[15]. Lo que retorna es la horda primordial. Es así como se reinstaura el patriarcado, ahora bajo una forma plenamente humana y civilizada, cuando “el padre vuelve a ser el jefe de la familia”[16].

El problema es que el animal humano se engendró en la horda primordial y nunca dejó de ser, como dice Freud, un “animal de horda” y no “gregario”[17]. Para Freud, en efecto, la naturaleza humana no es la de un animal gregario constituyendo grupos horizontales de miembros iguales, sino un animal de horda organizándose en grupos verticales o triangulares con un macho dominante. En esto, por cierto, el homo sapiens, como primate superior, no se distinguiría de otros primates que también se organizan en hordas autocráticas, dominadas por jefes, y no en rebaños democráticos, igualitarios, en los que todos siguen a todos.

La igualdad es antinatural en Freud y es por esto que la desigualdad reprimida tenía que retornar. La fase matriarcal y comunista no podía durar. En Engels esta fase termina por causa de los avances técnicos y la acumulación de riqueza que los padres quieren heredar a sus hijos, pero en Freud termina simplemente porque no correspondía a nuestra naturaleza de animales de horda sometidos a un macho todopoderoso.

La gran cuestión es si podemos admitir la tesis freudiana de nuestra naturaleza de animales de horda. ¿Somos naturalmente patriarcales? ¿Nuestra naturaleza nos condena a ser machos dominantes o sujetos dominados? ¿La horda es la matriz estructural a la que deben adecuarse todas nuestras organizaciones sociales?

Es verdad que la horda se reconfigura una y otra vez después de los movimientos revolucionarios. El padre tiránico vuelve siempre a reaparecer, ya sea con el rostro de Napoleón tras la Revolución Francesa, de Huerta y Calles tras la Revolución Mexicana, de Stalin tras la Revolución de Octubre. Es como si lo reprimido tuviera siempre que retornar. Es como fuera efectivamente nuestra naturaleza.

¿Cómo no creer en el mito científico freudiano? ¿Cómo no devorar los textos de Freud para intentar desentrañar en ellos la naturaleza que vuelve por la ventana cuando la expulsamos por la puerta? Es lo que hacemos y leemos todo lo que Freud tiene que decirnos, y entonces, por más que nos dejemos llevar por la aguda y convincente argumentación del autor, no podemos resistirnos a la impresión de que su famosa horda primordial es una moderna familia nuclear, patriarcal y burguesa, proyectada sobre la pantalla de la prehistoria. Corresponde a la concepción engelsiana de la familia monógama, cuya monogamia, como dice Engels, “tan sólo es monogamia para la mujer, y no para el hombre”[18]. Nacido y educado en esta familia, el animal de horda es un perfecto hijo de la burguesía y del patriarcado. Es un ser jerárquico, tan sumiso como autoritario, tan pusilánime como violento. Es posesivo, agresivo y competitivo. Es egoísta, mezquino y celoso. Es lo que se aprende a ser en la configuración edípica.

El Complejo de Edipo le da su estructura al mito científico freudiano de la horda primordial. Esto es algo que Freud mismo reconoce. Al reconocerlo, confirma nuestra impresión de que la horda es una sagaz representación de nuestro presente y no una descripción fiel de los orígenes de la civilización y de la humanidad en su conjunto.

No es ahora el momento de referirnos a los argumentos de Malinowski, Lacan, Deleuze, Guattari y otros para insistir en la especificidad cultural e histórica del Edipo y de su expresión en la horda primordial. Lo que sí hay que decir es algo que aprendemos del famoso debate sobre la especificidad y la universalización del mito freudiano. Lo que aprendemos es que aquello que nos hace universalizar este mito es lo mismo que nos hace reproducirlo, repetirlo, hacer que retorne una y otra vez después de cada movimiento revolucionario social o individual.

El padre primitivo reaparece después de cada revolución porque es una parte esencial de nuestra constitución edípica en la modernidad occidental. Somos hijos del patriarcado y de la burguesía y es por esto que Freud tiene razón al atribuirnos la naturaleza de animales de horda. Es verdad que nos hemos vuelto naturalmente burgueses y patriarcales. Después de todo, no tenemos otra naturaleza que la producida por nuestra cultura y nuestra historia.

Es la modernidad patriarcal y capitalista la que cierra los dos horizontes del pasado y del futuro, convirtiéndolos en espejos que nos devuelven nuestra imagen, la de un animal de horda. Estamos envueltos y aprisionados en la piel de este animal que se multiplica al infinito en el juego imaginario de espejos. Es por esto que no dejamos de reconstituir la horda primordial después de cada movimiento revolucionario. Es por lo mismo que la consideramos natural, eterna, inescapable, proyectándola en el futuro, pero también en el pasado, en el origen.

Estamos atrapados entre dos espejos, uno atrás y otro adelante, ambos ofreciéndonos la imagen de lo que somos en el patriarcado y en el capitalismo. Quizás tan sólo podamos imaginar lo que somos. Tal vez no sea posible romper los espejos, pero sí que podemos ser otros y así reflejarnos de otro modo. Fue lo que hicieron Marx y Engels al ser comunistas y al descubrir su comunismo en el futuro por el que lucharon y en el pasado con el que lo justificaron. Sin duda reflejaron sus ideales en los espejos, ¿pero acaso Freud no lo hizo también al mantener su realismo pesimista?

La realidad que imaginamos es tan imaginaria, tan ideológica, tan ideal como los ideales por los cuales intentamos transformarla. Nuestros ideales, de hecho, podrían ser incluso más verdaderos que la realidad, en la medida en que manifiestan directamente algo de nuestro deseo. Esto nos lo enseña Freud. Su enseñanza nos da una razón más para tomar en serio el mito científico de Engels y actuar en consecuencia, realizando su verdad en el presente, en el único tiempo del que disponemos.


Referencias

[1] Louis Althusser, La querelle de l’humanisme, en Écrits philosophiques et politiques, tome II, París, STOCK/IMEC, 1997, p. 507.

[2] Sigmund Freud, Psicología de las masas, en Obras Completas XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1997, p. 128.

[3] Friedrich Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado (1884), Ciudad de México, Colofón, 2011, p. 55.

[4] Freud, Moisés y la religión monoteísta, Obras Completas XXIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1997, p. 79.

[5] Engels, El origen de la familia, op. cit., p. 40.

[6] Ibid., p. 64

[7] Freud, Moisés y la religión monoteísta, op. cit., p. 80

[8] Ibid., p. 110.

[9] Freud, Totem y tabú, Obras Completas XIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1997, p. 146.

[10] Freud, Psicología de las masas, op. cit., p. 116.

[11] Freud, Totem y tabú, op. cit., p. 146

[12] Freud, Moisés y la religión monoteísta, op. cit., p. 79

[13] Engels, Anti-Dühring, en Obras filosóficas, Ciudad de México, FCE, 1986, pp. 246-247.

[14] Freud, Malestar en la cultura, en Obras Completas XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1997,  p. 97.

[15] Freud, Moisés y la religión monoteísta, op. cit., p. 127.

[16] Ibid., p. 128.

[17] Freud, Psicología de las masas, op. cit., p. 115.

[18] Engels, Origen de la familia, op. cit., p. 71.

Lacan y su Marx ante el marxismo y el psicoanálisis

Conferencia dictada a distancia el viernes 18 de septiembre de 2020 en una actividad organizada por el Colectivo Subversión del Sujeto

David Pavón-Cuéllar

Es usual que los teóricos lacanianos opongan a Lacan y a Marx. Esta oposición adopta las más diversas formas, pero todas ellas suelen ser favorables a Lacan. Es a él a quien se le da la razón contra Marx, ya sea que lo matice, lo profundice, lo rebase o simplemente lo rectifique o corrija.

¿Cómo explicar la propensión a establecer entre Marx y Lacan una oposición que favorece al segundo a costa del primero? Una razón es que las relaciones entre Marx y Lacan han sido predominantemente abordadas no por marxistas, sino por lacanianos. Una segunda razón es que estos lacanianos reflexionaron, casi todos ellos, en una época marcada por la desacreditación de la figura de Marx. Una razón más, quizás la más importante, está en la compleja lectura que Lacan hace de Marx, una lectura provocadora, incluso a veces desafiante, seguramente siempre desviante, heterodoxa, indócil, insumisa.

Lacan procede con Marx como con otros de sus principales referentes, entre ellos Descartes, Kant y Hegel. No puede leer sus textos sin desviarse de ellos, entrar en tensión con su perspectiva y contradecirlos al problematizarlos, cuestionar sus evidencias e ir más allá de sus límites. Es así como Lacan entra en contradicción con Marx, por ejemplo, cuando lo critica por su explicación insuficiente de la cuestión judía[1], por su concepción del síntoma como “signo” y no como “significante”[2], por su función como “restaurador del orden”[3] o por su manía de “castrarse” y su resultante contabilización del plus-de-gozar bajo la forma de la plusvalía[4].

Ciertas críticas puntuales de Lacan a Marx han sido incansablemente repetidas, comentadas e hiperbolizadas en los medios lacanianos. Es así como se ha ido imponiendo la reconfortante imagen, tan extraña como simplemente errónea, de un Marx desdeñado y superado por Lacan. Esta imagen hace que perdamos de vista lo que hay detrás de ella, lo más característico y fundamental del acercamiento lacaniano a Marx, lo que deseo enfatizar ahora.

Empecemos recordando algunos de los ardientes elogios que Lacan le dirigió a Marx. Lo alabó primero por su pasión de la verdad y por su resultante lado irrefutable e insuperable, “siempre nuevo”[5]. Luego le atribuyó, de modo general, un “fuerte pensamiento”[6], argumentaciones “salubres” y “educativas” para el entendimiento[7] y “una buena y sana medida de una cierta honestidad intelectual”[8]. Finalmente, de modo específico, Lacan celebró a Marx por haber sido ya estructuralista antes del estructuralismo[9], por haber inventado el síntoma y por haber llegado incluso a vislumbrar el objeto pequeño a, el objeto del psicoanálisis, al tropezar con el plus-de-gozar formalizado en el plusvalor[10].

Notemos que los aportes que Lacan atribuye a Marx están en la base misma de la teoría lacaniana. ¿Qué nos quedaría de Lacan sin el objeto a, sin el síntoma, sin el estructuralismo y sin la falta de metalenguaje de la que se infiere el inconsciente? Sin estos elementos clave, sencillamente se nos derrumbaría todo el edificio teórico lacaniano.

Lacan homenajea una y otra vez a Marx por haberse adelantado a lo que se desarrollará después en el psicoanálisis, particularmente en su versión lacaniana. Esto no quiere decir que Lacan y Freud no hayan encontrado nada nuevo, pero sí que algunos y sólo algunos de sus hallazgos más fundamentales fueron antecedidos por los de Marx. Lo último tampoco significa, desde luego, que Freud y Lacan le deban esos hallazgos a Marx, pues no hay certeza de que los recibieran directamente o indirectamente de él. Más bien parece que se trata de algo que se descubre y se redescubre en cierta coyuntura de la historia. Es al menos lo que nos ha sido sugerido por el propio Lacan.

Lo seguro es que hay un sector amplio y central de la teoría lacaniana que intersecta con el pensamiento de Marx. Es como si hubiera un Lacan marxista y un Marx ya lacaniano. Este Marx es precisamente el que se adelantó a Lacan. Es el Marx de Lacan.

Además de reconocer que fue precedido por varios aportes de su Marx, Lacan afirmó de manera explícita coincidir con él en al menos tres posiciones estrechamente ligadas entre sí. Estas posiciones fueron el materialismo, la antifilosofía y la decoloración del discurso hegeliano. Detengámonos en cada una de ellas por separado.

Materialismo

Lacan y su Marx coinciden primeramente en su posición materialista. Esta posición, tal como la define Lacan, es la que “no acepta como existentes sino los significantes” entendidos como “signos materiales”[11]. El materialista se atiene a la materialidad del significante, mientras que el idealista se deja llevar por las significaciones ideales que atribuye a los significantes al intentar comprenderlos.

El rechazo de la comprensión es un gesto materialista que Lacan repitió incesantemente durante varios años. En el primer seminario aconsejaba “evitar comprender”[12], en el segundo advertía que “siempre comprendemos demasiado”[13] y en el tercero descartaba cualquier comprensión de lo que las palabras “quieren decir”, prescribiendo en su lugar que nos limitáramos a considerar “lo que dicen”[14]. Esta consideración exclusiva de las palabras ya fue definida entonces, por primera vez, como una opción materialista, cuando Lacan presentó su perspectiva como un “materialismo” de “los significantes plenamente encarnados, materializados, que son las palabras que se pasean”[15].

Veinte años después del seminario 3, en su conferencia de Ginebra sobre el síntoma, Lacan seguía insistiendo en su opción materialista por las palabras. Forjó entonces el neologismo intraducible “moterialismo”, sustituyendo la primera sílaba de “materialismo” por “mot”, que significa en francés “palabra”[16]. Si nos obstináramos en traducirlo, habría que decir algo así como “palabramaterialismo”. El término le sirve a Lacan para designar cómo “la forma en que una lengua ha sido hablada y oída por cada uno en su particularidad” es aquello en lo que se decide “lo que emerge en los sueños, en todo tipo de tropiezos, en todo tipo de formas de decir”[17]. En otras palabras, el inconsciente se configura en la materialidad de la palabra, lo que nos exige una escucha materialista, moterialista.

A primera vista, la opción materialista lacaniana por la palabra material, por el significante en lugar del significado, no es aplicable a Marx. El materialismo de Marx, en efecto, parece dar otro sentido a la materialidad. La sitúa, como sabemos, en la existencia que precede la conciencia, la práctica indisociable de la teoría, la sociedad civil que subyace al Estado o la base económica de la superestructura ideológica.

Sin embargo, si escudriñamos en Marx, encontraremos en él un equivalente exacto del materialismo lacaniano del significante. Este moterialismo se aprecia muy bien en La ideología alemana, en la que Marx y Engels, criticando a los jóvenes hegelianos de su generación, conducen el combate a un campo de lenguaje. Las palabras textuales, materiales, están en el primer plano de su crítica materialista de las ideas, lo cual, por sí mismo, hace que tengamos aquí un precedente desconcertante de lo que después llamaremos “análisis de discurso”.

Antes de enfrentarse con la materialidad discursiva de lo que se critica, La ideología alemana parte de una observación perfectamente moterialista que me permito citar en su totalidad: “el ‘espíritu’ nace ya tarado con la maldición de estar ‘preñado’ de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje”[18]. Marx y Engels nos recuerdan aquí, en congruencia con su materialismo, que siempre hay un lenguaje material implicado en el pensamiento, que no hay ideas puras, sino que todas ellas están contaminadas por las palabras. Luego Marx y Engels nos dicen algo aún más importante (vuelvo a citarlos): que “el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres”[19]. Esto les permite afirmar categóricamente que “la realidad inmediata del pensamiento es el lenguaje”[20].

Las precisiones de Marx y Engels elucidan su manera de proceder. Si llevan la crítica de la ideología al terreno material del lenguaje, es porque sitúan aquí la realidad inmediata del pensamiento, porque saben que el sustrato real de las ideas está en las palabras materiales. Es por esto que Marx y Engels, al igual que Lacan, prefieren concentrarse  en lo que dicen las palabras en lugar de comprender lo que supuestamente quieren decir.

El rechazo materialista de la comprensión continúa siendo fundamental cuando las investigaciones de Marx pasan del campo filosófico a la historia y la economía. En su análisis del capitalismo y de las revoluciones del Siglo XIX, Marx no deja de mantenerse fiel a su materialismo al esforzarse en describir y explicar lo que ocurre en su materialidad, ya sean los procesos económicos o las circunstancias históricas, en lugar de intentar comprender la profunda significación de lo que observa, el sentido atribuible a la historia o a la economía y las motivaciones o intenciones de los involucrados. Todo esto no le interesa a Marx.

El interés materialista de Marx está centrado en los hechos, tratados como significantes materiales, y no en sus posibles significaciones ideales. Así como en La ideología alemana Marx analiza lo dicho textualmente por los jóvenes hegelianos, así en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte o en El Capital se concentra en los hechos materiales históricos y económicos. Hay que subrayar que estos hechos son para Marx como las palabras en La ideología alemana. Le interesan como significantes, por lo que dicen por sí mismos, y no por su posible significación o por lo que supuestamente quieren decir. Evitando así cualquier deslizamiento hacia el idealismo que domina en su época, Marx se mantiene fiel a un materialismo del significante.

El moterialismo de Marx lo inmuniza contra las más poderosas ideologías de su época, entre ellas el progresismo que atribuye un sentido a los hechos históricos materiales, comprendiéndolos como expresiones de una significación ideal progresiva, siempre ascendente o hacia adelante, consistente en una ganancia incesante. Marx no se deja llevar por estas ilusiones y denuncia la “pérdida” en la ganancia, el costo del “progreso”[21], la pobreza de la riqueza, la explotación y la devastación en el seno del capitalismo. Rechazando el idealismo progresista, Marx se muestra “materialista” como Lacan y como cualquier persona “sensata”, según el propio Lacan[22]. Vemos cómo Lacan reconoce aquí explícitamente su coincidencia con Marx, una coincidencia en la sensatez del materialismo, de un materialismo entendido lacanianamente como un materialismo del significante.

Antifilosofía

Lo segundo en lo que Lacan se ve coincidir a sí mismo con Marx es lo que podemos llamar su “antifilosofía”, utilizando un término propuesto por el mismo Lacan en 1975 para designar “la investigación de lo que el discurso universitario debe a su suposición educativa”[23]. Esta deuda es algo que, según Lacan, empezó a ser investigado precisamente por Marx al elucidar cómo la educación, con el apoyo invaluable de la filosofía, le había permitido a la clase dominante apoderarse de los conocimientos que antes eran de los trabajadores, inaugurando así el discurso universitario. Tenemos aquí, en términos lacanianos, el origen filosófico del “saber de amo”, la transición del viejo discurso del amo al nuevo discurso universitario, la “sustracción” del saber del esclavo y la “extracción de su esencia” por una filosofía que no ha sido para Lacan “más que una empresa fascinante en beneficio del amo”[24]. Veamos cómo sucede todo esto.

Como se evidencia en el Menón de Platón, el esclavo sabía muchas cosas. Las podía saber no por la teoría platónica de la reminiscencia, sino simplemente por lo que le enseñaba su trabajo, a partir de un saber-hacer, tal como ocurría y sigue ocurriendo también con los demás trabajadores tradicionales, entre ellos los artesanos y los campesinos. Los trabajadores sabían mucho antes de verse proletarizados, reducidos a la condición de pura fuerza de trabajo, en la modernidad capitalista.

El saber que antes era de los trabajadores manuales ahora se ha desplazado a los trabajadores intelectuales. Ingenieros y científicos poseen el saber que antes era de los esclavos, sirvientes y los demás trabajadores. Lo que sabía el campesino ahora es sabido por el biólogo, el ingeniero agrónomo y otros, así como por los artículos que escriben y las máquinas que diseñan. Evidentemente ya no es el mismo saber, sino uno científico, refinado epistemológicamente, que sólo ha podido constituirse gracias y a partir de la filosofía y de su función como epistemología.

Como lo indica la palabra episteme, los filósofos han puesto el saber en lo que Lacan llama “la buena posición”[25]. Esta posición es la indicada por el prefijo griego epi, que significa “sobre” o “encima de”. Es efectivamente por encima del saber empírico de los trabajadores tradicionales que se ubica hoy en día el saber científico. El saber del médico, materializado en los medicamentos o en la tecnología hospitalaria, se presenta como superior o más alto que el del curandero indígena, pero no sólo por su carácter científico, sino por su carácter de clase, porque es el saber de los de arriba, de los que estudiaron medicina, pero principalmente de empresas como las farmacéuticas, del capital, del amo de los amos en el sistema capitalista moderno.

El caso es que el saber de amo fue posible gracias a una suerte de ascensión epistemológica del saber del esclavo. Esta ascensión, posibilitada por el servicio que la filosofía rindió a la ciencia, fue una verdadera expoliación de saber que transformó al expoliado, al esclavo, en un proletario, en un puro trabajador, en pura fuerza de trabajo desprovista de saber. El proceso, del que resulta el discurso universitario de la ciencia, fue investigado por Marx y por Lacan. Al investigarlo, Marx y Lacan denunciaron el papel de la filosofía. Procedieron así como “anti-filósofos” al “sublevarse” contra la filosofía[26].

La anti-filosofía de Marx y Lacan es la denuncia del proceso filosófico de robo del saber del esclavo para convertirlo en un saber de amo epistemológicamente acreditado. Este despojo no sólo ha ocurrido en las ciencias exactas y naturales, sino en todos los campos del saber científico, incluyendo las ciencias de la salud, como ya lo vimos con la medicina, y las ciencias humanas y sociales, como la psicología, que sabe lo que antes debía saber cualquier sujeto. Es así como surge un discurso universitario en el que apreciamos cómo el saber se disocia cada vez más de los sujetos y adquiere cada vez más poder sobre ellos, un poder que se les impone desde el exterior, como en la tecnología y en la tecnocracia, pero también en todas las demás áreas de la cultura moderna, en las que el saber es invariablemente del Otro.

A contracorriente de la orientación prevaleciente en la modernidad, el marxismo y el psicoanálisis intentan restablecer la relación del sujeto con el saber. Es a este restablecimiento al que se refieren tanto los marxistas que aún hablan de toma conciencia de clase del proletariado como los psicoanalistas que todavía intentan hacer consciente lo inconsciente. Unos y otros mantienen proyectos antifilosóficos porque buscan revertir los efectos epistemológicos de la filosofía, devolviéndole al sujeto el saber sobre su experiencia y su existencia, un saber acaparado por los supuestos sabios, por herederos de los filósofos como economistas y psiquiatras, sociólogos y psicólogos, y los demás científicos burgueses o intelectuales orgánicos de la clase dominante, como se diría en al marxismo.

Como ya lo comenté antes, uno de los principales problemas del saber científico, epistemológicamente acreditado, es que se encuentra en la posición del poder, en la posición de la clase dominante. Es desde esta posición elevada que los científicos ofrecen un supuesto saber objetivo, universal, pretendidamente válido para cualquier sujeto y exterior a cualquier lenguaje. Los científicos pretenden así ofrecer un metalenguaje que no existe ni para Marx ni para Lacan y que permitiría conocer la significación de cualquier significante. Este metalenguaje, indisociable del idealismo de la significación del que nos ocupamos anteriormente, aparece como posible porque los filósofos han puesto epistemológicamente cierto saber por encima de cualquier saber, en la posición del poder, en una cima cuyo punto de vista permite ver y comprender todo en el mundo, tener una visión o concepción del mundo.

La Weltanschauung es rechazada tanto en el pensamiento de Marx como en el freudiano y lacaniano. En 1973, en el seminario Aún, Lacan afirma explícitamente su coincidencia con Marx en su exclusión de cualquier concepción del mundo. Tras observar que la idea misma de un mundo sólo puede asegurarse dentro de un discurso filosófico, Lacan insiste en que ese discurso no es el suyo ni el de Marx, y agrega que el discurso de Marx es más bien una suerte de “evangelio” que anuncia la buena nueva de “la posibilidad de subvertir completamente” la función del “discurso filosófico en tanto que sobre él descansa una concepción del mundo”[27]. Este programa de subversión de la filosofía tiene evidentemente una connotación positiva en la perspectiva antifilosófica lacaniana.

Decoloración

Lacan valoró positivamente a Marx no sólo por haber anunciado la subversión de la filosofía, sino por haberla realizado, al menos en parte, a través de su crítica de Hegel. Esta crítica materialista del idealismo filosófico por excelencia recibió múltiples muestras de apoyo por parte de Lacan. Conviene recordar algunas brevemente, pues nos muestran a un Lacan acentuadamente antifilosófico y mucho más próximo a Marx que a Hegel, lo que tal vez resulte desconcertante, en especial en tiempos en los que se ha impuesto, bajo la valiosa y fecunda influencia de Slavoj Žižek, una cierta filosofización y hegelianización de la herencia lacaniana.  

Lacan celebró sucesivamente a Marx: en 1960, por haber conseguido refutar la “armonía” ideal hegeliana entre la razón y la necesidad[28]; en 1966, por haber posibilitado el “retorno de la verdad en la falla del saber” absolutizado por Hegel[29]; en 1968, por haber impugnado con un “acto político” el retorno hegeliano de la  “astucia de la razón”[30]; al final, en 1972, por haber “decolorado” el discurso de Hegel, un discurso coloreado por su totalización, por su plenitud, por su ausencia de “correlato”[31]. En todos los casos, Lacan respalda lo realizado por Marx, apoyando su gesto materialista antifilosófico y antihegeliano, pero también aprovecha cada ocasión para unir su cuestionamiento de Hegel al ya realizado por Marx.

Desde la posición antifilosófica materialista compartida por Marx y Lacan, Hegel es cuestionado por varias operaciones típicamente filosóficas: por totalizar la filosofía, por dejarlo todo en manos de la razón, por absolutizar el saber y excluir la verdad, y por armonizar artificialmente la razón y la necesidad, ocultando la pulsión y el deseo. Todas estas operaciones están articuladas entre sí en la filosofía hegeliana. Para excluir la verdad y para ocultar la pulsión y el deseo, Hegel debe absolutizar el saber, totalizando su filosofía y dejando todo en manos de la razón, lo que le permite imaginar una armonía entre la razón y la necesidad.

La filosofía de Hegel se caracteriza por su aspecto armónico, totalitario, absolutista, pleno de sí mismo y de todo lo demás, universalizado, sin verdadero exterior, sin resto ni excedente, sin lo que subyace a la plusvalía, como lo observa Lacan. Esta falta de plus-de-gozar, esta falta de correlato, es precisamente aquello por lo que el sistema hegeliano es tan colorido. Luego se decolora en la subversión de Marx, con su descubrimiento del plus-de-gozar en la plusvalía, y termina de perder su color con la elucidación freudiana y lacaniana del plus-de-gozar.

Primero Marx y luego Freud y Lacan descubren un exceso y un producto en la totalidad hegeliana. Es así como la subvierten al descompletarla. Esta subversión revierte cada una de las operaciones hegelianas, la totalización, la absolutización, la armonización y la racionalización, que no sólo son el punto al que llegan siglos de especulación filosófica, sino el punto del que parte la universidad moderna con su noción del trabajo científico subordinado al capitalismo. 

El resultado final de todas las operaciones hegelianas está más allá de la consumación idealista del grandioso proyecto histórico de la filosofía. No se trata de un producto estrictamente filosófico, sino que es la universidad que ha servido para despojar del saber a los sujetos, universalizando este saber, sistematizándolo y concentrándolo todo en la posición del poder, que es ahora la del capital. El capitalismo, en efecto, es el usufructuario de aquella larga historia de la filosofía que se consuma en Hegel y que termina desembocando en el discurso universitario, que será concebido por Lacan, significativamente, como un discurso del capitalismo.

Ante el marxismo

Es verdad que Lacan llegó a sostener que lo elaborado por Marx tuvo la consecuencia indeseable de afianzar directamente el discurso universitario e indirectamente el capitalismo. Sin embargo, además de involuntaria, esta consecuencia parece haber sido inevitable y haber obedecido precisamente a una suerte de astucia de la razón, a una lógica de la historia que trasciende lo realizado por cualquier agente individual, incluso Marx. Lo seguro es que Marx logró subvertir las condiciones filosóficas de posibilidad del discurso universitario y del capitalismo a través de su crítica materialista antifilosófica y su decoloración de un discurso como el hegeliano. Es por esto que Marx pudo ganarse la adhesión de Lacan hasta el punto de hacerlo coincidir con él en varias de sus posiciones más fundamentales y determinantes.

La coincidencia es lo que domina entre Marx y Lacan. Esta coincidencia no excluye, desde luego, que haya entre ellos aquellas divergencias puntuales a las que nos hemos referido. Huelga decir que la misma coincidencia tampoco excluye que Lacan discrepe de los marxistas y del marxismo.

Lacan mostró hacia los marxistas menos respeto y aprecio que hacia Marx. No dudó en compararlos con su maestro y reprocharles que recayeran en vicios ideológicos que Marx había evitado escrupulosamente. Uno de estos vicios fue el “prejuicio burgués” del progresismo[32]. Otro fue un humanismo tan “cándido” como “astuto”[33]. Otro fue la reincidencia en una “concepción del mundo”[34]. Otro más fue la “ficción pastoral” en la que parece limitarse el “horizonte mental” a través de la idealización de lo natural, original y primitivo[35].

Además de percibir las recaídas ideológicas de los marxistas, Lacan vio también claramente el giro violento, despótico, reaccionario, conservador y normativo de ciertos marxismos, particularmente el oficial de la Unión Soviética y los Partidos Comunistas. Los marxistas, para Lacan, recurrirían a la violencia para materializar las operaciones de la dialéctica. Transformándose en revolucionarios, habrían trastornarlo todo para volver al punto de partida. Finalmente, como burócratas, los marxistas se habrían “alojado en el discurso del amo Marx” donde harían “obligación de las insignias de la normalización conyugal”[36]. Buscarían así reproducir el “orden burgués” al constituirse en él como “contra-sociedad”[37]. Sin embargo, al tratar de reproducirlo, solamente lo falsificarían, “adulterando aquello con lo que se honra, trabajo, familia, patria”, con lo que harían “tráfico de influencia, y sindicato contra cualquiera que vaciara las paradojas de su discurso”[38].

Podemos estar seguros de que la corrupción de los partidos y de otras organizaciones comunistas resulta indisociable de la idea que Lacan se hace del marxismo. Lacan está pensando también seguramente en marxistas cuando se inspira del teatro isabelino inglés para caracterizar al intelectual de izquierda como individualmente “fool”, tonto, pero colectivamente canalla, al contrario del intelectual de derecha, que sería individualmente “knave”, canalla, pero tonto en lo colectivo[39]. Esta perspicaz distinción puede servirnos para esclarecer la relación que Lacan establece con los intelectuales marxistas de su tiempo, repudiados en bloque por su “canallería colectiva”, pero individualmente apreciados, pues el personaje de fool, el tonto y loco, el bufón, es alguien “de cuya boca salen verdades”, tal como lo enfatiza Lacan[40]

No hay que olvidar que muchos de los intelectuales a los que más admiró Lacan fueron marxistas, lo que no le impidió admirarlos, aunque también criticarlos, desde luego. Fue el caso, por ejemplo, de Alexandre Kojève, Henri Wallon y Claude Lévi-Strauss, entre muchos otros. La admiración de Lacan por estos intelectuales marxistas, así como todo lo que aprendió y recibió de ellos, nos obliga a problematizar cualquier juicio acerca de una supuesta actitud negativa de Lacan ante el marxismo.

De hecho, aunque tendiera ciertamente a cuestionar la trinchera marxista, Lacan a veces encontró sus propias ideas en ella, coincidiendo así con ella como con Marx. La mejor ilustración de esto se encuentra sin duda en el reconocimiento que Lacan hizo al marxismo en general y de modo específico a la incursión de Stalin en la lingüística por haber implicado, respectivamente de modo “lógico” e “histórico”, la teoría lacaniana del lenguaje como “estructura del inconsciente”[41]. Procediendo así como lo hace con Marx, Lacan presenta con entusiasmo a un Stalin que sería ya de alguna forma lacaniano al haber mostrado su “buen sentido”, situándose “muy por encima del neopositivismo logicista”, cuando reconoció que el lenguaje “no era una superestructura”[42]. Stalin insistió, en efecto, en que una lengua “se diferencia esencialmente de la superestructura” porque no es “engendrada” por la base, porque no existe para “servir” a una clase y porque no puede ser “cambiada”, como lo pretendían Nikolai Yakovlevich Marr y sus seguidores[43].

El punto en el que Lacan coincide con Stalin es uno en el que ya había coincidido con Marx. Es el moterialismo ratificado por Stalin cuando postula sin ambages que “sólo idealistas” pueden “hablar de un pensamiento sin lengua”, ya que las ideas “únicamente pueden surgir y existir sobre la base del material idiomático, sobre la base de los términos y las frases de la lengua”[44]. Este materialismo estalinista del significante, de la palabra como base material de las ideas, es perfectamente lacaniano y nos muestra que las coincidencias entre Lacan y el marxismo pueden ser profundas y fundamentales.

Nadie mejor que Stalin para encarnar el objeto del ya mencionado cuestionamiento político dirigido por Lacan al marxismo por su resolución violencia de las contradicciones dialécticas, por su alojamiento en el discurso del amo y por su falsificación del orden burgués. Todo esto no impidió que Lacan aplaudiera las ideas estalinistas sobre lingüística y se reconociera en ellas, demostrando, por así decir, que no tenía prejuicio alguno contra el marxismo y ni siquiera contra el estalinismo, al menos en el plano de la teoría. Esto debe hacernos también reconsiderar si es justo hablar de una actitud negativa de Lacan hacia el marxismo.

Ante el psicoanálisis

Antes de precipitarnos a atribuirle a Lacan una actitud negativa hacia el marxismo, habría que recordar asimismo que muchas de sus críticas al marxismo se dirigen también simultáneamente al psicoanálisis. El “prejuicio burgués” del progresismo, por ejemplo, es imputado por Lacan a los freudianos y no solamente a los marxistas[45]. Lo mismo sucede con la “ficción pastoral”, en la cual, según Lacan, incurrirían lo mismo el marxismo que el psicoanálisis[35]. Es como si hubiese algo en común entre los marxistas y los freudianos que los hiciera caer exactamente en los mismos errores, traicionando lo que les enseñaron sus maestros, Marx y Freud. Esto, que es bastante significativo, refuerza la idea lacaniana de la homología entre los campos y objetos del marxismo y del psicoanálisis.

Algo más que debe considerarse antes de hablar de una la actitud negativa de Lacan ante los marxistas, algo tan asombroso como escandaloso, es que por más negativa que haya sido esta actitud, nunca lo fue tanto como la actitud ante los freudianos. De hecho, cuando Lacan se decide a comparar a los marxistas con los freudianos, la comparación tiende a ser favorable a los primeros y despiadada con los segundos. Lacan observa, por ejemplo, que lo propagado “bajo el nombre de Freud” en la cultura suscita “servidumbres más confusas” que lo que se asocia con el nombre de Marx[46].

Quizás lo más desconcertante y divertido es cuando Lacan se alía con los marxistas para criticar a los freudianos. Es lo que sucede cuando justifica la “prevención” contra el psicoanálisis en los países socialistas de Europa oriental[47]. Ocurre lo mismo cuando le da la razón a los marxistas que acusan al psicoanálisis de “hacer profesión” de la misma política “de la que no quieren saber nada”[48].

Lacan se alió entonces más de una vez con los marxistas contra los freudianos, pero no conozco ningún pasaje en el que hiciera lo contrario, aliándose explícitamente con los freudianos contra los seguidores de Marx. Esto parece revelador, especialmente cuando se considera que Lacan era no sólo freudiano y aún más favorable a Freud que a Marx, sino también alguien aparentemente orientado hacia la derecha del espectro político, desde su veneración juvenil por el ultraderechista Charles Maurras hasta su voto adulto por Charles De Gaulle. El aparente derechismo de Lacan fue insuficiente para contrarrestar su irresistible atracción hacia Marx.

Referencias

[1] Jacques Lacan, Première version de la ‘Proposition du 9 octobre 1967’ sur le psychanalyste de l’école’ (1967), en Autres écrits, Paris, Seuil, 2001, p. 588.

[2] Lacan, Du sujet enfin mis en question (1966), en Écrits I, Paris, Seuil (poche), 1999, pp. 231-232

[3] Lacan, Dissolution. Inédito.

[4] Lacan, Le séminaire, Livre XVII, L’envers de la psychanalyse, Paris, Seuil, 1991, pp. 123-124

[5] Lacan, Propos sur la causalité psychique (1946), en Écrits I, Paris, Seuil (poche), 1999, p. 192.

[6] Lacan, Situation de la psychanalyse en 1956, en Écrits I, Paris, Seuil (poche), 1999, p. 482.

[7] Lacan, Le séminaire, Livre VI, Le désir et son interprétation (1958-1959), Paris, La Martinière, 2013, p. 135.

[8] Lacan, Le séminaire VII, L’éthique de la psychanalyse (1959-1960), Paris, Seuil, 1986, p. 246

[9] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre (1968-1969), Paris, Seuil, 2006, pp. 16-17.

[10] Ibid., pp. 16-19.

[11] Lacan, Le séminaire, Livre XV, Problèmes cruciaux pour la psychanalyse, 16/12/64. Inédito.

[12] Lacan, Le séminaire, Livre I, Les écrits techniques de Freud, París, Seuil (poche), 1998, p. 120.

[13] Lacan, Le séminaire, Livre II, Le moi, París, Seuil (poche), 2001, p. 144.

[14] Lacan, Le séminaire, Livre III, Les psychoses, París, Seuil, 1981, p. 31.

[15] Ibid., p. 325.

[16] Lacan, Le symptôme (1975), Le Bloc-notes de la psychanalyse 5 (1985), p. 12.

[17] Ibid.

[18] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana (1846), Madrid, Akal, 2014, p. 25

[19] Ibid.

[20] Ibid., p. 396

[21] Lacan, L’étourdit (1972), en Autres écrits, Paris, Seuil, 2001,  p. 494.

[22] Ibid.

[23] Lacan, Peut-être à Vincennes, en Autres écrits, Paris, Seuil, 2001, p. 314.

[24]Lacan, Le séminaire, Livre XVII, L’envers de la psychanalyse, Paris, Seuil, 1991, pp. 20-23.

[25] Ibid.

[26] Lacan, Monsieur A (1980), inédito, p. 2. En http://ecole-lacanienne.net/wp-content/uploads/2016/04/1980.03.18.pdf

[27] Lacan, Le séminaire, Livre XX, Encore, Paris, Seuil (poche), 1999, p. 42

[28] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse (1959-1960), París, Seuil, 1986, pp. 246-248.

[29] Lacan, Du sujet enfin mis en question (1966), en Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, pp. 231-232.

[30] Lacan, Le séminaire, Livre XV, L’acte psychanalytique. Sesión del 17/01/68.

[31] Lacan, Le séminaire, Livre XIX, …ou pire (1971-1972), París, Seuil, 2011, p. 118.

[32] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse (1959-1960), op. cit., p. 246

[33] Lacan, Note à ‘Subversion du sujet et dialectique du désir’ (1966), in Écrits II, Paris, Seuil (poche), 1999, p. 308.

[34] Lacan, Séance extraordinaire de l’École belge de psychanalyse (1972), Quarto, n° 5, 1981, p. 12

[35] Lacan, À la mémoire d’Ernest Jones : Sur sa théorie du symbolisme (1959), in Écrits I, Paris, Seuil (poche), 1999, pp. 190-191.

[36] Lacan, Radiophonie, en Autres écrits, Paris, Seuil, 2001, p. 438.

[37] Ibid., pp. 439-440.

[38] Ibid.

[39] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse, op. cit., p. 215

[40] Ibid.

[41] Lacan, Réponses à des étudiants en philosophie, en Autres écrits, Paris, Seuil, 2001, p. 208.

[42] Ibid.

[43] Iósif Stalin, El marxismo y los problemas de lingüística (1950), Pekín, Ediciones de Lenguas extranjeras, 1976, pp. 1-8.

[44] Ibid., p. 37.

[45] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse (1959-1960), op. cit., p. 246.

[46] Lacan, La psychanalyse et son enseignement (1957), en Écrits I, Paris, Seuil (poche), 1999, p. 438.

[47] Lacan, Position de l’inconscient (1964), in Écrits II, Paris, Seuil (poche), 1999, p. 313

[48] Lacan, Radiophonie, en Autres écrits, Paris, Seuil, 2001, p. 438.

Trece coincidencias entre el marxismo y el psicoanálisis

Marx et Freud

Notas para una charla ofrecida el martes 17 de septiembre en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Costa Rica, en Heredia, Costa Rica

David Pavón-Cuéllar

Se han conjeturado y establecido las más diversas relaciones positivas entre la herencia de Marx y la de Freud: afinidades, armonías, analogías, compatibilidades, complementariedades, consonancias, articulaciones, homologías, etc. Ahora deseo referirme a las coincidencias por las que el marxismo y el psicoanálisis concuerdan y se encuentran el uno con el otro en ciertos puntos. De los innumerables puntos en los que los vemos coincidir, me referiré a trece que juzgo particularmente importantes:

1. Crítica. El mundo moderno entra en crisis y se vuelve críticamente sobre sí mismo hasta el punto de percutirse y atravesarse. Hay un desgarramiento de la superficie de la modernidad. Lo más evidente se delata como apariencia, carnada, trampa.

2. Sospecha. Lo más confiable se torna sospechoso. Cada cosa nos encubre y descubre algo latente. Las razones reaparecen como racionalizaciones, los ideales como idealizaciones, los motivos aducidos como pretextos, las ideas como ideología.

3. Materialismo. Se reconoce la impotencia de las ideas que no pueden pensar totalmente lo que es y ni siquiera lo que ellas mismas piensan, lo que dicen y callan, lo que expresan e implican, lo que las causa o las motiva. Lo pensado trasciende y desborda el pensamiento. Hay una opacidad material que resiste siempre a las ideas. Es económica y somática, social y sexual, pero también ideológica y simbólica.

4. Monismo. De pronto es claro que las ideas exteriorizan y despliegan la materialidad que las constituye. Son un eslabón imprescindible de tal materialidad. Forman parte de ella. Si parecen consistir en algo diferente, inmaterial, es por la división del trabajo intelectual con respecto al manual, pero también por la idealización de los objetos, por la sublimación de las pulsiones, por la represión tanto del cuerpo en el alma de la clase dominante como de lo anímico en la corporeidad trabajadora de la clase dominada.

5. Síntoma. Hay un retorno sintomático de lo reprimido. El cuerpo sexuado con su deseo retorna en el proceso analítico de la histérica. El alma con su autoconciencia y sus aspiraciones retorna en el movimiento revolucionario del proletario. La conciencia de clase de los de abajo amenaza con reencontrarse con el inconsciente de los de arriba. Los dos trozos pueden llegar a reunirse y reconstituir su verdad, una verdad pendiente que está por hacerse, que falta en lo que existe.

6. Verdad. La verdad no radica en una adaequatio rei et intellectus. No corresponde a la realidad. Más bien la contradice y se manifiesta como revelación, como aletheia, en formas irreales como configuraciones ideológicas, lapsus y actos fallidos, alucinaciones y delirios, sueños y ficciones literarias. Primero se miente para decir la verdad que falta en la realidad. Luego hay que transformar la realidad a fin de realizar la verdad.

7. Sujeto. La verdad es del sujeto, de cada sujeto singular, que no debe anularse y convertirse en un objeto generalizado para poder ser abordado científicamente. El conocimiento científico no sólo se cumple al objetivar y generalizar. Puede haber ciencias del sujeto y de lo singular, ciencias de la historia colectiva o individual, ciencias como la marxista o la freudiana, que no siguen el ejemplo de la psicología, la sociología, la economía y las demás especialidades científicas pretendidamente objetivas y generales.

8. Práctica. Al ser de cada sujeto, la ciencia debe ser practicada por cada uno, ya sea en la clínica o en la política, en el diván o en la calle, con el análisis o con la militancia revolucionaria. La práctica no es aquí una aplicación de la teoría, sino una continuación y profundización de la teoría por otros medios que permiten pensar lo impensable para la teoría. El saber teórico sin el momento práctico no sólo es algo abstracto, desconectado con respecto a cada sujeto y su verdad única y singular, sino también algo intrínsecamente limitado, incompleto, inacabado. Cuando el pensamiento encuentra un obstáculo infranqueable, tan sólo puede seguir adelante a través de la práctica. Hacer es una manera de pensar lo que a veces no puede pensarse de otro modo.

9. Historicidad. Se entiende al fin que no se hace nada ni se piensa nada en el vacío y con absoluta libertad. El espacio en el que nos movemos está ya enteramente ocupado, acondicionado y organizado por nuestra historia. La trama histórica incluye todos y cada uno de nuestros gestos. Por un lado, pensar es una manera de recordar o de reflexionar sobre lo que recordamos. Por otro lado, cuando no conseguimos recordar, tenemos que repetir y al repetir de algún modo recordamos. Estamos así atrapados en la tela de araña de nuestra memoria, de nuestros olvidos y nuestros fantasmas, de nuestra infancia que nunca termina, del capital ya producido anteriormente y de las estructuras legadas por épocas pretéritas. El pasado no está detrás de nosotros, sino que nos rodea por todos lados, nos arrastra o nos paraliza y se interpone entre nosotros y nuestro futuro. No podemos llegar al mañana sin enfrentarnos con el ayer, sin abrirnos camino en él, tanto en el exterior como en el fondo insondable de nosotros mismos.

10. Extimidad. Lo más íntimo se revela como lo que es: como lo más externo. El afuera se repliega en sí mismo para constituir el adentro. El mundo interno es un pliegue de la historia, de la economía, de la cultura. La sociedad es la que se individualiza en lugar de que sean los individuos los que socialicen o se encuentren en un ambiente social. No hay un ambiente diferente de quienes lo son para otros y para sí mismos. Tampoco hay una sociedad que esté compuesta de individuos. Es cada individuo el que está conformado por identificaciones de masa en Freud o por anudamientos de relaciones sociales en Marx. El mundo entero existe de manera diferente en cada uno de sus elementos.

11. Escisión. El individuo está dividido entre instancias contradictorias tal como la sociedad está disociada entre clases en lucha. Un mismo conflicto atraviesa la esfera social y la individual. Este conflicto es precisamente lo que hace que se presenten como esferas distintas.

12. Verticalidad. La esfera social y la individual están atravesadas por el conflicto porque están configuradas por el poder. Este poder hace que uno se relacione verticalmente con los demás y consigo mismo. El eje vertical es fundamental en las sociedades históricas. Todas ellas han estado jerarquizadas y estratificadas. Todas ellas han sido lugares en los que se ejerce la dominación, la explotación, la opresión y la represión, la frustración y la castración. Tras la comunidad primitiva real o imaginaria, el ser humano se ha convertido en un animal de horda y no de rebaño. Su grupo de pertenencia no es la masa ni la sociedad, sino la clase.

13. Destructividad. Existe la pulsión de muerte, el retorno a lo inanimado, la transmutación de la vida en algo inerte como el dinero. Hay eso que reviste actualmente, desde hace ya medio milenio, la forma histórica del capital.

Generalización, cuantificación, objetivación: del sujeto del comunismo y del psicoanálisis al todohombre del capitalismo y del paratodeo psicológico

The Many Faces Of Che Guevara

Ponencia presentada el 18 de julio de 2019 en el Simposio de Psicología Crítica originalmente organizado por Fernando González Rey, con participaciones de Erica Burman, Ian Parker y Daniel Goulart, y enmarcado en el Congreso Interamericano de Psicología, el 18 de julio de 2019, en el Palacio de Convenciones de Cuba, en La Habana, Cuba

David Pavón-Cuéllar

La psicología como ciencia de lo general

La psicología suele presentarse como una ciencia de lo general. Sus conceptos pretenden tener validez para todos los sujetos. Desde luego que se acepta la posibilidad de que algunos sujetos contradigan ciertos conceptos, pero esta contradicción constituye un problema que debe solucionarse. Conocemos la solución: o se rectifican los conceptos, depurándolos de lo no universalizable, o se patologiza a los sujetos, responsabilizándolos por contradecir la generalidad conceptual.

Comprendemos la propensión generalizadora de la psicología. Esta propensión es correlativa de su aspiración a la cientificidad. Tradicionalmente, desde Aristóteles hasta hoy, la única ciencia digna de ese nombre debe tener un alcance general y relacionarse con la generalidad a través de operaciones como la interpretación de observaciones, la inferencia o inducción a partir de lo observado, la conceptualización y teorización de lo inferido, la deducción de lo teorizado, el método hipotético deductivo, la demostración, la replicación y la previsión, la verificación de leyes generales, etc.

Todas las operaciones constitutivas del trabajo científico buscan una generalización. Alcanzar adecuadamente saberes generales es la tarea central de una ciencia convencional. Así, para ser convencionalmente científica, la psicología debe encontrar la manera de generalizar de modo adecuado. Tiene que ser o pretender ser, por lo tanto, una ciencia de lo general.

El marxismo y el psicoanálisis como ciencias de lo particular

A diferencia de la mayor parte de la psicología, el psicoanálisis no es una ciencia de lo general. Es más bien lo contrario. El psicoanalista francés Jacques Lacan (1954) llega incluso a postular, en su primer seminario, que el psicoanálisis “como ciencia es siempre una ciencia de lo particular” (p. 38).

La noción de una ciencia de lo particular puede resultar sumamente paradójica, incluso contradictoria y aberrante, para quien estén habituados a pensar que la generalidad es inseparable de la cientificidad, que la ciencia no puede ser sino de lo general, que tan sólo algo que se repite, algo que es común a muchos momentos, objetos o individuos, puede ser tema de un saber científico. Estas ideas están bastante arraigadas, forman parte del sentido común de la comunidad científica, y, como hemos visto, son las que hacen que la psicología se presente habitualmente como una ciencia de lo general. Son también lo que hace que muchos psicólogos descarten automáticamente la idea misma de una ciencia de lo particular como la psicoanalítica.

En realidad, mucho tiempo antes del surgimiento del psicoanálisis, hubo ya otra ciencia de lo particular que no ha sido tan descalificada como la inaugurada por Freud. Me refiero a la historia. Es verdad que la ciencia histórica fue a menudo convertida en lo que no era, en una ciencia de lo general, a través de la formulación de supuestas leyes de la historia o de la elucidación de un sentido histórico global y unidireccional con el que se justificaba la tesis delirante del progreso del género humano. Esta generalización de lo histórico fue una ingenuidad en la que incurrió incluso un saber tan poco ingenuo como el marxista. Sin embargo, lo mismo en Marx que en sus seguidores consecuentes, no se ha olvidado jamás el aspecto irreductiblemente particular de lo histórico. Esto hace que la investigación materialista histórica marxista, como ciencia por excelencia de la historia, deba ser una ciencia de lo particular, al igual que el psicoanálisis.

Lacan ante la particularidad en psicoanálisis

En lo que se refiere a la ciencia psicoanalítica, su enfoque en la particularidad fue resaltado especialmente por Lacan en una serie de reflexiones con las que fue justificando y profundizando cada vez más, a lo largo de veinte años, su definición inaugural del psicoanálisis como una ciencia de lo particular. Lo primero en lo que Lacan insistirá es que la práctica psicoanalítica resulta indisociable de la casuística, parte de ella, es ella. No se trata solamente de que el psicoanálisis aborde cada vez un caso particular. El caso no es únicamente lo que se aborda, sino que es el psicoanálisis mismo. Cada tratamiento psicoanalítico es un caso particular. La particularidad está en cada tratamiento psicoanalítico y no sólo en quien lo recibe.

El psicoanálisis no sólo es una ciencia de lo particular, sino que es, por así decir, una ciencia particular, en el sentido preciso de que sólo existe en cada una de sus expresiones particulares, en cada análisis personal, en cada caso diferente de todos los demás. Según los términos del propio Lacan (1954), “la realización de un análisis es siempre un caso singular” y “representa la singularidad llevada hasta el extremo” (p. 38). Lo irreductiblemente singular de la existencia de cada sujeto, su carácter único e irrepetible, es aquello que se despliega en cada tratamiento psicoanalítico. Lo que pasa en el diván es la manifestación de una existencia irreductiblemente particular.

La particularidad estará en lo que Lacan (1960) describe como la “verdad liberadora” que se “busca” en el análisis, “una verdad particular” que es única para cada sujeto, que “se presenta para cada uno en su especificidad íntima” (p. 32). Esta verdad particular no es algo que pueda socializarse, compartirse ni saberse en un plano de generalidad. El saber general no sabe la verdad de cada sujeto. No puede llegar a designarla ni relatarla ni explicarla. Ella sólo aparece como ruptura del saber, como su perturbación, como error, confusión, no saber. Es así, negativamente, como se manifiesta la verdad única de cada sujeto en la positividad general del saber. Es a pesar de este saber que la verdad existe.

El psicoanálisis asocia la verdad única de cada sujeto con el deseo de cada uno, un deseo en el que Lacan (1960) destaca el “carácter particular irreductible” que lo hace imponer una ley diferente a cada sujeto, una ley que no es, pues, “universal” como la de la moral kantiana, sino la “más particular” (p. 33). Esta ley es la que debe desentrañarse en el proceso analítico. Es ella el único punto fijo en cada momento. Es también por ella que el análisis tiene un sentido y un fin. Su fin, según la famosa frase de Lacan (1964), es “obtener la diferencia absoluta” (p. 307).

Desde luego que todo sujeto es ya absolutamente diferente de cualquier otro sujeto aun antes de empezar un tratamiento psicoanalítico. Lo que hace el psicoanálisis no es crear la diferencia absoluta, sino obtenerla de lo que hay, inferirla de lo que nos impide reconocerla, exhumarla de aquello que la mistifica y la relativiza, considerarla y luego actuar en consecuencia, reconociéndola y respetándola. Esto no significa, desde luego, que la experiencia del análisis tenga una orientación individualista y solipsista por la que encierre al sujeto dentro de sí mismo, aislándolo, rodeándolo de su diferencia absoluta como de un abismo que lo apartaría de todos los demás y de todo lo demás, de los otros y de lo otro, de la sociedad y del universo. La irreductible particularidad, tal como se concibe en el psicoanálisis, no descarta la universalidad ni se aparta de ella, sino que es la única forma concreta de existencia y experiencia de lo universal. Digamos que la universalidad tan sólo puede existir a través de una particularidad que la contradice.

Lo único de cada sujeto resiste contra lo mismo universal de lo que es la marca, lo evidencia por el gesto mismo por el que lo delimita en la existencia, es decir, empleando los términos de Lacan (1972), lo “conjuga” al constituir su “límite”, lo “afirma” o lo “confirma” por lo mismo por lo que lo “excluye” y le impide “cumplir” su función (p. 459). Digamos que lo universal debe retraerse ante lo particular, debe dejarse desafiar y contradecir por el sujeto, para poder ser lo universal que es en sí mismo y con respecto a la particularidad en el sujeto. En otras palabras, para que haya esa generalización con la que procede la psicología, tiene que haber también cada vez, en cada caso, un espacio no generalizable en el que la generalización pueda efectuarse limitadamente, sin efectuarse del todo. Tal espacio del sujeto es aquel en el que opera la práctica psicoanalítica.

Si el psicoanálisis es ciencia de lo particular, no lo es por ignorar o abstraer la universalidad, sino por todo lo contrario: por considerarla en su manifestación más concreta, cuando tropieza y sucumbe al intentar particularizarse, cuando se refracta y se padece en la existencia particular de cada sujeto. No hay que suponer que esta manifestación es contingente y circunstancial con respecto a la universalidad. En realidad, como nos lo muestra el psicoanálisis, lo particular constituye el punto preciso en el que lo universal es lo que es al realizarse y concebirse. Para poder ser lo que es, en efecto, la universalidad requiere de un sujeto que la realice y la conciba, un sujeto particular que no puede ser tan sólo un reflejo de lo que ella es.

La psicología, su paratodeo y su todohombre

La particularidad no sólo es la única manifestación concreta de la universalidad. Es también su condición de existencia. Es aquello histórico, circunstancial, en lo que se nos puede ocurrir una idea general. Corresponde así, para Lacan (1965), a “las peripecias de las que nace” una ciencia general y que esta ciencia termina olvidando por falta de “memoria” (pp. 349-350). Este olvido es constitutivo de la universalidad. Lo universal tan sólo es tal cuando consigue olvidar lo particular de lo que proviene.

La particularidad radica, por ejemplo, en la posición de un filósofo que afirma un día que “todo hombre es mortal”. Para enunciar este postulado universal, requerimos de alguien particular que lo enuncie en circunstancias particulares y con fines también particulares. Es tan sólo en tal suelo de la particularidad en el que puede brotar la universalidad del todo hombre que es mortal. Este ejemplo es el que Lacan (1972) utiliza cuando postula que “no hay universal que no tenga que contenerse con una existencia que lo niega” (p. 451). Tal existencia es o debería ser el tema del psicoanálisis, mientras que lo universal o general, el todohombre, suele ser el objeto de la psicología.

Para estudiar lo general, primero necesitamos crearlo, es decir, necesitamos generalizar. La generalización, como ya vimos, es el método por excelencia de una ciencia de lo general como la psicología. Es con este método con el que los psicólogos hacen existir su objeto. Formulándolo en los términos de Lacan (1972), es “paratodeando”, enunciando afirmaciones pretendidamente válidas para todos los sujetos, como los psicólogos engendran su objeto, el “todohombre” (pp. 459-472). Este objeto general, el todohombre, es el producto del método psicológico generalizador del paratodear.

Los psicólogos, paratodeando, producen el objeto universal del que se ocupan en lugar de los sujetos particulares de los que pretendían ocuparse. Tales sujetos ni siquiera parecen manifestarse a través del objeto que usurpa su lugar. Por un lado, como lo notaría Kant en su crítica de la psicología, se trata de un objeto, es decir, precisamente de aquello que ellos no son como sujetos. Por otro lado, como agregaría Hegel, no fueron ellos quienes lo concibieron, sino que fueron los psicólogos o más bien cada uno de los psicólogos en su particularidad.

Cada psicólogo, cada uno de los tantos que hay, es el único sujeto de la psicología. Es él quien encarna la verdad particular en la que se funda esta ciencia de lo general. Si el todohombre psicológico universaliza una particularidad, es la de los académicos y profesionales de la psicología que lo engendran al paratodear.

Es en los psicólogos en los que radica la verdad particular del saber psicológico pretendidamente general, una verdad que podríamos indagar al preguntarnos por qué paratodean, por qué necesitan engendrar a un todohombre con ciertas características y no otras, por qué no dedican su tiempo a otra actividad. Cada psicólogo podría plantearse estas preguntas y podría también empezar a dar sus propias respuestas en un diván del psicoanalista, claro, si confiara en el psicoanálisis, que no es generalmente el caso.

Para una crítica marxista de la generalización y la cuantificación

Afortunadamente la experiencia analítica no es la única vía de acceso a la verdad particular del saber psicológico general. Hay otras vías, entre ellas una que ya mencioné, la ofrecida por la otra gran ciencia de lo particular en nuestra civilización, la ciencia marxista de la historia, que también sabe que debe ceñirse a la particularidad, en este caso la particularidad histórica, para esclarecer la verdad involucrada en un saber general. Para explicar un hecho como el de la muchedumbre de psicólogos que pululan a nuestro alrededor, puede ser muy provechoso, en efecto, pensar este hecho a través del método crítico legado por Marx y algunos de sus seguidores.

Pensemos rápidamente a través del marxismo por qué hay tantos académicos y profesionales de la psicología dedicados a paratodear en un contexto histórico tan particular como el de la sociedad moderna capitalista. ¿Qué hay en este contexto que podría favorecer que haya tanta generalización psicológica promoviendo al todohombre? Mi respuesta hipotética es la siguiente: lo que hace que haya tanta generalización psicológica es precisamente el capitalismo con el predominio del dinero y del valor de cambio sobre el valor de uso. Me explico.

Marx nos ha mostrado cómo en el capitalismo el valor de cambio gana más y más terreno sobre el valor de uso. Esta evolución afecta no sólo a las cosas, sino también a las personas. Lo que vale de las personas es cada vez más su valor de cambio y cada vez menos su valor de uso, cada vez más lo que representan en el sistema económico y cada vez menos lo que son por sí mismas, cada vez más su precio en el mercado y cada vez menos su valía propia. Lo interesante aquí es que la valía propia de una persona, su valor de uso, es algo único e incomparable, irreductiblemente particular, mientras que su valor de cambio, lo expresado por su precio, es una categoría general y es por eso que puede compararse con la de otras personas.

Cuando somos valorados por nuestro valor de cambio, se nos puede comparar con otros porque somos exactamente lo mismo que ellos son, pero lo somos en mayor o menor medida. La única diferencia es cuantitativa y no cualitativa. No somos cualitativamente diferentes, sino que somos los mismos, pero lo somos menos o más.

Somos cuantitativamente más o menos lo mismo que todos somos. Por ejemplo, tanto ustedes como yo somos de algún modo nuestro precio o salario, pero nuestro precio o salario es menor o mayor. De igual modo, somos nuestro crédito y nuestro poder adquisitivo que pueden ser menores o mayores en cada uno de nosotros. Y somos igualmente nuestra capacidad cognitiva o nuestro coeficiente intelectual que también pueden ser mayores o menores. Y ocurre lo mismo con todo lo demás que somos para la psicología, como nuestra inteligencia emocional y nuestra resiliencia que pueden ser mayores o menores, o nuestra personalidad que es menos o más sana, que está menos o más integrada, que es menos o más adaptativa, que es menos o más asertiva, etc. En todos los casos, en la psicología dominante como en el mundo capitalista en el que vivimos, todos somos más o menos lo mismo que somos, el mismo valor de cambio que tenemos, un valor de cambio en el que “se funda la sociedad burguesa” y que “se pone como algo puro” en el dinero, como lo explica Marx en los Grundrisse (1858, p. 87).

A medida que el valor de cambio y su equivalente universal dinerario van devorando todo lo demás, vemos cómo la generalidad con sus variaciones puramente cuantitativas se impone a costa de la particularidad con sus diferencias cualitativas. El mundo concreto infinitamente diverso va cediendo su lugar a un sistema capitalista infinitamente reiterativo en el que todo se generaliza, todo se cuantifica, todo se deja “reducir” cada vez más, directa o indirectamente, a la “abstracción” del valor de cambio y de su expresión en el dinero, cuya “única propiedad importante es cada vez más la cantidad”, como lo dice el joven Marx en sus Manuscritos económico-filosóficos (1844, p. 157). Tenemos aquí un proceso de cuantificación y generalización, o bien, si se prefiere, desparticularización, como decía George Politzer (1928): un proceso que fue sagazmente analizado por Marx en varios pasajes de su obra. Mencionemos algunos.

Los recién citados Manuscritos nos muestran cómo el dinero que reina en el capitalismo “es la confusión y el trueque universal de todo”, de “todas las cualidades naturales y humanas”, ya que “no se cambia por una cualidad determinada”, sino “por la totalidad del mundo objetivo natural y humano” en el que así pueden relativizarse y disolverse todas las particularidades y diferencias entre los seres (Marx, 1844, p. 181). La Ideología alemana se refiere a la forma en que el capitalismo elimina el ser único e incomparable de las personas al medirlas y compararlas con la “medida universal” del dinero que por ello excluye cualquier “incomparabilidad” y cualquier “unicidad en el sentido de originalidad” (Marx y Engels, 1846, p. 391). Los Grundrisse acusan al capitalismo de sustituir la “comunidad” compuesta de seres diferentes por la “equiparación” entre los mismos seres (Marx, 1858, p. 89), mientras que la Contribución a la crítica de la economía política es particularmente explícita cuando expone cómo las “diferencias individuales” van desapareciendo en el capitalismo al reducirse “diversidades cuantitativas” entre seres “cualitativamente idénticos” (Marx, 1859, pp. 239-240).

La psicología y su método generalizador y cuantificador

Todos los pasajes citados hacen referencia a un mismo proceso histórico de progresiva cuantificación y generalización, anulación de las particularidades y diferencias individuales, neutralización de los seres únicos e incomparables. Este proceso, que resulta lógicamente del avance del capitalismo, del valor de cambio y de su expresión pura dineraria, enmarca la expansión de la psicología y la creciente proliferación de los psicólogos. La ciencia psicológica, después de todo, es una ciencia de lo general que no puede obtener su objeto, como hemos visto, sino a través de un método generalizador, el cual, además, como también hemos visto, posibilita una cuantificación que no sólo se realiza en los estudios estadísticos o en las evaluaciones cuantitativas, sino en todos los juicios psicológicos formulados en términos de más o menos.

El método generalizador y cuantificador que atribuimos a la psicología dominante no es más que una manifestación de la operación ontológica fundamental del capitalismo que siempre encuentra la manera de transformar a cada entidad única, incomparable e irreductiblemente particular, en una mercancía que puede compararse a las demás por su precio, por su valor cuantificable y generalizable por el que se vuelve algo comprable y vendible en el mercado. Es exactamente lo mismo que hace el psicólogo al efectuar sus evaluaciones psicológicas cuantitativas, como pruebas de inteligencia o de aptitud, en las que determina cuantitativamente la forma relativa del valor de cambio de cada mercancía humana que podrá venderse y comprarse entonces al precio de su salario. Como nos lo ha mostrado Ian Parker (2010), esta misma forma de proceder se encuentra más o menos disimulada en las diversas especialidades de la psicología.

Los psicólogos no dejan de paratodear, es decir, de trabajar incansablemente para transmutar las diferencias cualitativas entre los sujetos, cada uno de ellos con su valor intrínseco único e incomparable a los demás, en variaciones cuantitativas entre los valores de cambio de las distintas ocurrencias del mismo objeto, del mismo todohombre, que puede ser más o menos inteligente, más o menos adaptado, más o menos asertivo, más o menos lo mismo que los demás. Ahora bien, cuando pensamos en estas variaciones cuantitativas a la luz de las diferencias cualitativas entre los sujetos, reparamos en algo muy importante que no debemos perder de vista. Los sujetos cualitativamente diferentes no pueden ser desiguales, no pueden ser más o menos unos que otros, precisamente porque no son lo mismo en mayor o menor medida, sino que son cosas diferentes e inconmensurables. Son entes absolutamente diferentes que no pueden medirse unos en relación con otros ni compararse en una escala vertical de más o menos. Por el contrario, una vez que los reducimos a ser expresiones distintas de un mismo valor de cambio, ya podemos considerarlos más o menos lo mismo que son. En otras palabras, su generalización y cuantificación permite situarlos en una dimensión vertical en la que son desiguales, en la que unos son más que otros, mientras que su particularidad y las diferencias cualitativas absolutas entre ellos los mantenían en una misma dimensión horizontal en la que ninguno podía ser más o menos que otro, pues no había nada idéntico entre ellos que pudiera ser más o menos en cada uno de ellos.

El sujeto del comunismo y del psicoanálisis

La desigualdad vertical resulta indisociable del proceso de generalización y cuantificación por el que la psicología dominante, siguiendo la misma lógica del capitalismo, elimina la diferencia horizontal entre sujetos irreductiblemente particulares y cualitativamente diversos. Tan sólo esta diferencia absoluta, buscada por la práctica psicoanalítica, puede asegurar una igualdad factual y no sólo jurídica, de hecho y no sólo de derecho, como la buscada por una lucha como la comunista.

El sujeto del comunismo al que aspiramos, el que es lo que es con los demás y no puede ser más ni menos que ningún otro, es así el mismo sujeto del psicoanálisis, el único e igual a todos los demás en su particularidad irreductible. Es también el sujeto que viene a confluir con los demás en su propia soledad. Esta soledad no es lugar de introspección y reclusión de quien se acuesta en un diván, sino trinchera y punto de encuentro: es una soledad en común, según la fórmula de Jorge Alemán (2012), que permite hacer comunidad y concebir un comunismo como aquel por el que luchamos.

El sujeto solo como los demás, único e incomparable como ellos, igual a ellos en su particularidad y su diferencia absoluta, es el sujeto del comunismo y de cierto psicoanálisis. Es el mismo sujeto neutralizado por la objetivación, la generalización y la cuantificación que se consuman en el capitalismo y en una gran parte de la psicología. El sistema capitalista y su dispositivo psicológico, en efecto, sacan a los sujetos de su soledad en común, de su igualdad y particularidad cualitativa, para pulverizarlos y masificarlos al transformarlos en expresiones objetivas de un mismo objeto: expresiones que sí pueden compararse cuantitativamente, ser más o menos lo mismo que son y así distribuirse en una sola dimensión vertical en la que reina la desigualdad.

Los sujetos del capitalismo y de la psicología mainstream, que no merecen ya ni siquiera el nombre de “sujetos”, son relativamente desiguales unos de otros porque se reducen a un mismo valor de cambio que sólo varía en una única dimensión vertical de más o menos, es decir, como diría Marcuse (1964), en un solo plano unidimensional en el que todos los seres son expresiones de un mismo objeto generalizado correspondiente al todohombre del paratodeo psicológico. Por el contrario, en el comunismo y en cierto psicoanálisis, tenemos a sujetos irreductiblemente particulares que pueden ser verdaderamente iguales entre sí porque son absolutamente diferentes unos de otros, porque no hay nada general que sea lo mismo en todos ellos y que pueda ser más o menos en cada uno.

Es habitual asociar el comunismo con la igualdad real y el psicoanálisis con la diferencia absoluta. Lo que no es nada común es lo contrario: asociar el psicoanálisis con la igualdad real y el comunismo con la diferencia absoluta. Esto se debe a que no suele considerarse que los sujetos absolutamente diferentes y realmente iguales son los mismos sujetos. Esto ha contribuido a dificultar la relación entre el comunismo de los marxistas y el psicoanálisis de los freudianos. Unos y otros suelen ignorar que lo que están haciendo va en la misma dirección.

Muchos marxistas no ven que se necesitan prácticas de singularización como la del psicoanálisis, que no es la única, para que el comunismo sea posible y para que no degenere en formas de totalitarismo burocrático en las que se restaura la desigualdad entre seres nada singulares. Por su lado, muchos freudianos tampoco ven que una igualdad real, como la que algunos buscamos a través del comunismo, es condición indispensable y conclusión inevitable de un trabajo psicoanalítico en el que sencillamente no puede haber seres evaluables, comparables y situables en una misma escala vertical. ¿Cómo ver esto cuando se conserva el prejuicio general de que la igualdad real comunista excluye la diferencia absoluta entre los sujetos? Dicho prejuicio, que se le puede perdonar a los freudianos, resulta imperdonable para los marxistas, pues el propio Marx tuvo siempre muy claro que los sujetos realmente iguales del comunismo eran también los únicos absolutamente diferentes.

Es bien conocido aquel pasaje de la Ideología alemana en el que Marx y Engels (1846) advierten que la sociedad comunista es “la única donde el desarrollo original y libre de los individuos no es una frase” (p. 390). Tal desarrollo sólo es una frase en el capitalismo, pero no en el comunismo, en el que se realizan las suposiciones que el joven Marx (1844b) plantea en los Cuadernos de París: los sujetos “afirman su vida individual” y despliegan la “peculiaridad de su individualidad” en su existencia (pp. 156-157). Esta preservación de la particularidad irreductible de los sujetos hace que el comunismo al que aspira Marx (1844a) se distinga claramente del capitalismo, pero también de lo que él mismo llama “comunismo grosero” en los Manuscritos del 44 (p. 141).

Acerca del comunismo grosero, que nos recuerda algunas formas de socialismo real, Marx (1844a) nos dice que es “la envidia general y constituida en poder”, que “niega por completo la personalidad del hombre” y que se entrega a un simple “deseo de nivelación” (p. 141). Huelga decir que la nivelación no tiene nada que ver con una igualdad real con la que se posibilita, según Marx, un libre desarrollo de la personalidad del hombre, la cual, para él, recordemos, implica el despliegue de la peculiaridad de la individualidad de cada sujeto. Esta peculiaridad es lo que se pierde o al menos erosiona lo mismo en el comunismo grosero que en el capitalismo en general. Entendemos, pues, que el suelo capitalista y algunas tierras socialistas hayan sido tan fértiles para el desarrollo de una psicología dominante cuyo funcionamiento, como hemos visto, forma parte del mismo proceso de pérdida o erosión de lo peculiar, de lo particular de cada sujeto.

Referencias

Alemán, J. (2012). Soledad: común. Políticas en Lacan. Buenos Aires: Capital Intelectual.

Lacan, J. (1954). Le Séminaire. Livre II. Les écrits techniques de Freud. Paris: Seuil (poche), 1998.

Lacan, J. (1960). Le Séminaire. Livre VII. L’éthique de la psychanalyse. Paris: Seuil, 1986.

Lacan, J. (1964). Le Séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse. Paris: Seuil (poche), 1990.

Lacan, J. (1965). La science et la vérité. En Écrits II (pp. 335-358). París: Seuil (Poche), 1999.

Lacan, J. (1972). L’étourdit. En Autres écrits (pp. 449-495). París: Seuil, 2001.

Marcuse, H. (1964). El hombre unidimensional. Barcelona: Planeta, 2010.

Marx, K. (1844a). Manuscritos: economía y filosofía. Madrid: Alianza, 1997.

Marx, K. (1844b). Cuadernos de París. Ciudad de México: Era, 1974

Marx, K. y F. Engels (1846). La ideología alemana. Madrid: Akal, 2014.

Marx, K. (1858). Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858. México: Siglo XXI, 2009.

Marx, K. (1859). Contribución a la crítica de la economía política. Ciudad de México: Siglo XXI, 2013.

Parker, I. (2010). La psicología como ideología. Contra la disciplina. Madrid: Catarata.

Politzer, G. (1928). Critique des fondements de la psychologie. París: PUF, 1974.