¿Por qué retirar a Fidel Castro y al Che Guevara de su banca en la Colonia Tabacalera?

David Pavón-Cuéllar

Conjeturas:

1. Porque los revolucionarios incomodaban a los nuevos habitantes de un barrio cada vez más gentrificado. Porque estos nuevos habitantes, a diferencia de los demás, gozan de una influencia que les permite ser escuchados y obedecidos por las autoridades. Porque los mismos nuevos habitantes, los de arriba, no podían soportar la visión de quienes tanto lucharon por los de abajo.

2. Porque es más fácil arrancar dos esculturas de bronce que reducir la tasa de criminalidad y la creciente percepción de inseguridad en la alcaldía Cuauhtémoc (del 54% en 2024 al 60% en 2025). Porque es más espectacular deshacerse del patrimonio que preservarlo al restaurar las ruinas de las antiguas edificaciones de la alcaldía. Porque se vende más derribar una obra del fallecido escultor Óscar Ponzanelli que mantener mínimamente limpias las calles aledañas.

3. Porque la tendencia es restar y no sumar, destruir y no crear, olvidar y no recordar, perder y no conservar el espacio público. Porque el Che y Fidel, sin dinero en sus bolsillos, ocupaban tres metros cuadrados que podían ser mejor utilizados por una mesa de los restaurantes que invaden ilegalmente las aceras del barrio a cambio de sobornos para funcionarios de la alcaldía.

4. Porque los dos revolucionarios eran algo demasiado auténtico y veraz, ofensivamente honesto y verdadero, para quienes han tenido poder para borrarlos de su presencia. Porque la alcaldesa que ordenó retirarlos necesitaba una cortina de humo para cubrir los recientes rumores sobre sus gastos, sus vínculos y su viaje a un «país» que ella describe con el nombre de «Madrid». Porque la alcaldesa es quien es, no sólo priista y derechista, no sólo resplandecientemente blanqueada, no sólo rica empresaria e hija de ricos empresarios, no sólo hermana de influencers de fitness, sino alguien que bautizó a sus tres hijos «Martinah», «Lucah» y «Milah», donde la «h» permite acentuar la última sílaba, dando a los nombres una sonoridad elegantemente francesa, europea, extranjera. Con el precedente de esa «h», ¿cómo tolerar todo lo que el Che y Fidel representaban mientras descansaban tranquilamente en su banca de la Colonia Tabacalera?

Dos oraciones para el 12 de diciembre

Primera oración, por David Pavón-Cuéllar

Hoy en su día, que viva la Virgen, la de Guadalupe, la Virgen Morena, la indígena y mestiza, la semita y palestina, la perseguida y humillada, la indignada y encapuchada, la que resiste contra el sionismo, contra el imperialismo, contra el capitalismo, contra el extractivismo.

Que viva la Madre Tierra, Tlalli Nantli, Virgen de la Tierra, Virgen del Tepeyac, de color de tierra, de piel morena.

Que viva la Tonantzin, la Tlecuauhtlacupeuh, la Coatlicue, la Coatlalopeuh, la Guadalupe, la del estandarte de nuestra Independencia.

Que viva la Virgen, la de las Barricadas, la de lxs guerrillerxs, la de lxs zapatistas, la de las feministas, la de lxs comunistas, la de nuestro marxismo descolonizado, reinventado, abigarrado, feminizado, guadalupano.

Que viva nuestra Virgen, la de carne y hueso, la verdadera, la humana, la trabajadora, la que se reza, la que se refleja en la tilma de Juan Diego.

Que viva la Virgen, la sólo virginal por su fuego intacto, por su deseo irrenunciable, por su voluntad sin concesiones, por no haber sido jamás colonizada, por no ceder a la seducción del capital, por no dejarse doblegar por el patriarcado.

Segunda oración, por Rosario Herrera Guido

Viva la Virgen de Morelos, el Siervo de la Nación, dócil título que evoca un infinito tañer de campanas en la larga cabalgata de la historia.

Viva la Virgen del Siervo de la Nación, un suave y recio nombre por el que la Patria se llegue jeroglífico, códice, poema de piedra, Sentimientos de la Nación.

Viva la Virgen del Siervo de la Nación, grito a la mesura por vocación y gracia, virtudes extraviadas por la clase política que todo lo reduce a estatua, ofrenda e incuria.

Lucio Cabañas Barrientos

Intervención en un homenaje a Lucio Cabañas Barrientos, en el cincuenta aniversario de su muerte, el 2 de diciembre de 2024

David Pavón-Cuéllar

Nació en 1938 entre la Sierra Madre y el Océano Pacífico, en la ranchería El Porvenir del municipio de Atoyac, en el seno de una familia campesina revolucionaria. Su abuelo había combatido en las tropas de Emiliano Zapata. Su tío Pablo había sido también zapatista y luego había participado en la guerrilla de los Hermanos Vidales contra empresarios españoles que monopolizaban el comercio de productos agrícolas, obtenían enormes beneficios a costa de los campesinos y mandaban asesinar a los inconformes.

Estudió en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Fue líder estudiantil y Secretario General de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México. Se formó políticamente en el movimiento dirigido por Genaro Vázquez para después vincularse con el Partido Comunista Mexicano, el Movimiento de Liberación Nacional fundado por Lázaro Cárdenas y la disidencia magisterial encabezada por Othón Salazar. 

Emprendió su labor docente en Mezcaltepec, en su municipio natal de Atoyac, donde lideró a los ejidatarios en su lucha contra una compañía maderera que arrasaba los bosques. Los talamontes consiguieron que fuera transferido a una escuela en Atoyac, donde siguió su lucha, fundando una Delegación de la Central Campesina Independiente. Esto hizo que lo alejaran de la región, llevándolo al norte de México, a Durango, donde se unió a quienes ocuparon el Cerro del Mercado para demandar la expropiación y la socialización de la minería de hierro. Entonces fue devuelto al pueblo de Atoyac. Ahí, en 1967, participó en una protesta en la que policías dispararon contra la multitud y mataron a once personas. Querían asesinarlo y luego intentaron culparlo de la matanza. Él huyó a la sierra y se volvió guerrillero. 

Según lo que él mismo explicaba, tomó las armas contra quienes masacraban al pueblo, contra los policías, contra los militares y contra las guardias blancas, pero también contra sus amos, contra gobernantes, caciques, talamontes, grandes terratenientes y ricos empresarios. Conservamos sus discursos indignados ante la represión, la impunidad, el despojo, la miseria de los campesinos, la desigualdad, la demagogia del gobierno, la desunión del pueblo e incluso la violencia contra las mujeres. Dejó claro también que su lucha era contra el imperialismo estadounidense y coincidía por ello con la del Che Guevara, Fidel Castro y Salvador Allende, pero prefería poner el acento en los gobiernos mexicanos que empobrecían y reprimían al pueblo. 

Desconfiaba de la izquierda urbana intelectual y particularmente de los estudiosos del marxismo-leninismo. Su lema era «ser pueblo, hacer pueblo y estar con el pueblo». Hablando siempre de forma popular, sencilla y un tanto exuberante, se identificaba con los despojados, con los empobrecidos, con los pobres.

Fundó el Partido de los Pobres y su Brigada Campesina de Ajusticiamiento. Sus columnas llegaron a tener a unos 120 guerrilleros. Fueron muchos, pero no suficientes al ser perseguidos y rodeados por más de 7 mil soldados bien armados. Él siempre fue la presa principal.

Cazándolo, el Ejército Mexicano se lanzó contra los habitantes de la sierra y la costa de Guerrero. Miles de campesinos y campesinas inocentes sufrieron torturas, violaciones, asesinatos y desapariciones. También se hambreó a la población para que dejara de alimentar a la guerrilla.

Lucio Cabañas murió en combate el 2 de diciembre de 1974. Fue hace exactamente cincuenta años. Eran sólo cuatro guerrilleros y fueron acorralados por treinta militares.

El cadáver de Lucio fue exhibido como un trofeo. Se le clavaron grapas en el abdomen para acelerar la descomposición de su cuerpo. Un automóvil se paseó por Atoyac y anunció festivamente que «el bandido» había muerto. 

Ya desde antes de su muerte, los policías y militares comenzaron a investigar concienzudamente su árbol genealógico. Muchos de sus familiares, incluidos los más lejanos y menores de edad, fueron perseguidos, secuestrados, torturados, asesinados y desaparecidos. 

La última esposa de Lucio, la también guerrillera Isabel Anaya Nava, sufrió torturas y violaciones sexuales por parte de militares. Luego fue liberada por el gobernador guerrerense Rubén Figueroa Figueroa, quien también la violó y la dejó embarazada. Finalmente, el 3 de julio de 2011, Isabel fue asesinada a balazos junto con su hermana Reyna cuando ambas salían de una iglesia en la comunidad de Xaltianguis del municipio de Acapulco.

Poco más de tres años después del asesinato de Isabel, el 26 de septiembre de 2014, ocurrió la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa en la que Lucio había estudiado. Uno de los estudiantes desaparecidos, Cutberto Ortiz Ramos, era nieto de un pariente de Lucio, Felipe Ramos Cabañas, quien también desapareció junto con su padre y sus tres hermanos después de ser detenidos por soldados en 1975.

Es como si hubiera una maldición contra Lucio, contra su estirpe, contra los suyos, contra los pobres. Tal vez no sea más que la maldición de la pobreza. Quizás esta maldición explique la impunidad que sigue reinando en relación con los crímenes de los que fueron víctimas.

Mi balance del gobierno de López Obrador: límites y contradicciones de una voluntad entrampada en la estructura

Artículo publicado el 1 de octubre de 2024 en El Ciudadano y el 8 de octubre del mismo año en Rebelión

David Pavón-Cuéllar

Soy de aquellos a quienes López Obrador no decepcionó, pero quizás porque nunca esperé demasiado. Jamás imaginé que fuera capaz de liberarnos de las inercias de corrupción y simulación que se acumularon, solidificaron y sedimentaron durante varias décadas. Mucho menos abrigué el sueño de que su izquierda pudiera ser tan consecuente, radical y atrevida como las de Cárdenas, Fidel, Allende o incluso Chávez. El proyecto de López Obrador era diferente, las circunstancias eran otras, el margen de maniobra era muy limitado y había un cálculo de riesgos del que tal vez nos hayamos beneficiado todos en México, incluso los más vulnerables, quizás especialmente ellos.

El gobierno de López Obrador no fue lo que no podía ser, lo que no pretendía ser, lo que no intentaba ser. No fue socialista, sino capitalista, liberal e incluso en parte neoliberal, pero tuvo el mérito de no ser tan sólo eso que parecía estar condenado a ser. Fue algo más y mejor que eso. Fue algo desafiante y contradictorio consigo mismo.

Tal vez no sea exagerado afirmar que el gobierno de Lopez Obrador siempre nos hizo ganar algo a cambio de sus concesiones. Aunque manteniéndonos vergonzosamente subordinados a la política migratoria y comercial estadounidense, nos permitió recobrar cierta soberanía y dignidad en relación con Estados Unidos y otras naciones como Bolivia, España, Ucrania, Israel, Ecuador y Argentina. Detuvo sin revertir el despojo de nuestra industria energética. Nacionalizó nuestro litio para consolarnos del saqueo de nuestros otros minerales. Obligó a pagar impuestos al menos a una parte de la oligarquía. Elevó el salario mínimo y el poder adquisitivo de aquellos que no dejaron por ello de ser explotados. Atenuó la pobreza de los que siguieron siendo los más pobres. Pidió perdón y exigió que se pidiera perdón a los pueblos originarios a los que no se dejó de violentar, marginar y empobrecer. Admitió sin aclarar lo que ocurrió con los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Reconoció y evitó matanzas como las antes perpetradas por el mismo Ejército al que recompensó con poder e impunidad.

Las contradicciones del gobierno de López Obrador fueron las de una voluntad entrampada en la estructura y debatiéndose contra ella. Quizás esta voluntad fuera directamente impotente ante lo real de la estructura, pero supo incidir en ella indirectamente, de modo simbólico, a través de gestos puntuales. Uno fue el de exponer públicamente la degradación de los poderes económicos, políticos y mediáticos. Otro fue el de reducir los salarios de los altos funcionarios y acabar con el despilfarro de la cúpula gubernamental, deshaciéndose de la residencia oficial de Los Pinos, del avión presidencial y de las pensiones para expresidentes. Quizás todo esto no cambiara la existencia, pero sí la conciencia de muchos mexicanos.

El gobierno de López Obrador contribuyó a que la sociedad se repolitizara y reconociera su carácter polarizado. Le reveló su verdad estructural en la división de clases. La revelación podría tener efectos imprevisibles en el futuro.

No es por error que un amplio sector de la élite aborrece a López Obrador. Lo aborrece por diversas razones ideológicas, pero también por el conocimiento de que afectó sus intereses. Es por lo mismo que lo acusa de comunista. Desde luego que no hay aquí ningún comunismo, pero sí tal vez algo por lo cual el gobierno de López Obrador tendría que revalorizarse a los ojos de aquellos que nos consideramos comunistas.

¿O acaso nos elevaremos hasta el punto de menospreciar la política real desde la altura de nuestras convicciones ideales? ¿Gozaremos de un lujo como el de mostrarnos indiferentes ante los millones que salieron de la pobreza en los últimos años? ¿Nos arrogaremos el privilegio de minimizar y desdeñar el torrente de ayudas económicas para estudiantes, madres y ancianos?

¿Repudiaremos a los de abajo al repudiar a quien ha logrado tal comunión con ellos? Despreciando a quien tanto aprecian, ¿los despreciaremos aún más a ellos por suponer que lo aprecian porque se dejan engañar, manipular y sobornar por él? ¿Llegaremos hasta el extremo de pensar que el pueblo es tan ingenuo y estúpido?

No es por ingenuidad o estupidez que las masas populares han respaldado a López Obrador. Si respetamos a estas masas, deberíamos intentar al menos comprenderlas. Si no lo conseguimos, no será su problema, sino el nuestro.

Independencia de México

David Pavón-Cuéllar

Además del acontecimiento que celebramos el 16 de septiembre, ¿qué es nuestra independencia? ¿Una promesa incumplida, un proceso interrumpido, un asunto pendiente, una idea que no termina de realizarse? ¿Una deuda con lo que somos, un afán de recobrarnos, una esperanza que nos une?

¿Un marco jurídico para que tal vez algún día consumemos nuestra descolonización ideológica, política y económica? ¿O quizás, por el contrario, una condición formal de posibilidad para perpetuar nuestra dependencia material?

¿Una ilusión para consolarnos del racismo, la pigmentocracia, el colonialismo interno, la enajenación cultural y la subordinación al sistema capitalista globalizado? ¿Una reconfortante fachada para ocultar y olvidar el neocolonialismo, las injerencias extranjeras, el control exterior de nuestra economía y el saqueo de nuestro suelo? ¿Un privilegio del que sólo gozan plenamente los poseedores, los que poseen la nación independiente, y no los desposeídos, no los miserables, no quienes han debido migrar, no los pueblos originarios a los que se les ha negado el derecho a la autonomía?

El guerrillero y el presidente

David Pavón-Cuéllar

Marcos y López Obrador nos dicen cada uno la verdad que el otro calla, pero diciéndola del único modo posible para Lacan, a medias, en una estructura de ficción. López Obrador nos hace imaginar que nada es ya igual, que todo ha cambiado, al revelarnos todo lo que sí ha cambiado como si fuera todo lo que hay, con lo que nos oculta lo que sigue igual, el dinosaurio que aún está ahí, la serpiente que no es otra después de su cambio de piel. Esto es lo que Marcos nos recuerda, pero extraviándonos con otra ficción, pues López Obrador no es la serpiente ni condensa los atributos negativos de sus predecesores. De ser así, habríamos tenido matanzas de manifestantes como con Díaz Ordaz, una sangrienta guerra sucia contra opositores como la de Echeverría, crisis y devaluaciones como con López Portillo y De la Madrid, una ola de privatizaciones y centenares de zapatistas asesinados como con Salinas, un Acteal y una agudización de la pobreza como con Zedillo, un distanciamiento de América Latina como el de Fox, un aumento exponencial de la violencia criminal como en tiempos de Calderón y otro Ayotzinapa como el de Peña Nieto.

Algo cambió, pero no todo, lo que no significa, desde luego, que todo siga igual. Para conocer aquí la verdad, hay que escuchar y tomar en serio a Marcos y a López Obrador, a los dos y no sólo a uno, pues cada uno miente sin la rectificación del otro. El problema no es que mientan al decir la verdad, sino que nos dejemos engañar al escuchar la mentira sin la verdad, lo que nos ocurre por creer sólo en uno y no en el otro. Concluimos entonces que todo cambió para mejor, o que todo sigue igual o peor, y de paso descalificamos y despreciamos a quienes creen lo contrario, quienes respaldan la voz que nos dice una verdad que no queremos escuchar, sin importar que sean compañerxs de izquierda, miles de indígenas de las bases del EZLN o millones de votantes de Morena.

Mi voto en las elecciones federales de 2024

David Pavón-Cuéllar

Votaré por México y Latinoamérica, por lo que somos, por nuestro ser mestizo, colonizado y en resistencia, esperanzador y decepcionante, inconsecuente y perseverante. Votaré así por algo contradictorio, conflictivo, desgarrador. Sintiéndome desgarrado, votaré por la imposible síntesis de Cortés y Cuauhtémoc, Iturbide y Guerrero, Huerta y Madero, Carranza y Zapata, la reacción y la revolución, la derecha y la izquierda, el capital y lxs trabajadorxs, el privilegio y el derecho, la corrupción y la honestidad, la mentira y la verdad, el oportunismo de los chapulines y la obstinación de quienes luchan desde siempre.

Votaré por nuestro desgarramiento, por nosotrxs y no sólo por ellxs, no sólo por Cortés e Iturbide, no sólo por Huerta y Carranza, no sólo por la reacción, la derecha, el capital, el privilegio, la corrupción, la mentira y el oportunismo. No daré mi voto a quienes dominan el mundo. Mi voto no será para quienes de cualquier modo no lo necesitan para ganar, quienes ganarán independientemente de quien gane, quienes encontrarán la manera de seguir ejerciendo su poder, evadiendo impuestos, amasando fortunas, despojando a nuestros pueblos y saqueando y devastando nuestros cuerpos y territorios.

Discurso, trauma y contradicción: el caso de la inacabada Independencia de México

Conferencia para la mesa Irrupciones de lo real: el Análisis Lacaniano de Discurso en la interpretación de traumas colectivos, realizada el viernes 8 de octubre de 2021 y organizada por José Cabrera Sánchez en el Instituto de Psicología de la Universidad Austral de Chile

David Pavón-Cuéllar

Introducción: historia e inconsciente

Jacques Lacan tenía razón al considerar que la historia “es coextensiva del registro del inconsciente”[1]. El discurso del Otro, como lo llamaba el propio Lacan, resulta indiscernible de la trama de los acontecimientos históricos. Estos acontecimientos aparecen como formaciones del inconsciente. Descubrimos en ellos las operaciones básicas del inconsciente que Sigmund Freud supo desentrañar en el sueño, entre ellas la condensación y la sobredeterminación.

Es mucho lo que se condensa en cada acontecimiento histórico y lo sobredetermina por dentro, constituyéndolo, haciendo que sea lo que es, algo irreductiblemente singular y siempre insondable, inabarcable e inagotable para quien lo estudia. Esto lo entendió muy bien Louis Althusser. Fue por eso que aplicó el concepto freudiano de sobredeterminación a la historia. Fue por lo mismo que propuso el otro concepto de “causalidad estructural” para designar “la existencia de la estructura en sus efectos”[2].

Cada efecto, cada suceso de la historia, condensa la estructura que lo sobredetermina. Es también por esto que los acontecimientos históricos, al igual que los contenidos inconscientes, desafían el principio lógico de no contradicción y tienen siempre sentidos contradictorios como los que Freud observó en sueños, síntomas, lapsus y otros fenómenos análogos. Las observaciones de Freud en la esfera psíquica le permitieron vislumbrar lo que Mao Tse-Tung conoció a su modo en el campo histórico, en la “coexistencia” e “identidad de los contrarios” en cada suceso de la historia, cada uno teniendo “aspectos contradictorios que se excluyen mutuamente o luchan entre sí”[3].

Mao se percató de que los acontecimientos históricos, al igual que los sueños interpretados por Freud, están atravesados por contradicciones que son también conflictos, enfrentamientos, luchas. En Mao, estas luchas son políticas y disocian políticamente cada suceso de la historia. Cada uno representa, por ejemplo, un avance revolucionario y un retroceso reaccionario, una victoria y una derrota para cada una de las fuerzas históricas involucradas en lo sucedido.

Las contradicciones inherentes a cada acontecimiento, así como su origen en la condensación y la sobredeterminación, pueden apreciarse de manera bastante clara en la trama histórica-discursiva que analizaremos ahora: la que va de la Independencia de México, iniciada con el “grito de Dolores” de 1810, hasta su conmemoración de 2021 en la que López Obrador introdujo un elemento perturbador. Veremos cómo la historia en cuestión se despliega en discursos que pueden analizarse como tales. Estos discursos nos descubrirán finalmente un meollo inanalizable: el de algo que ni siquiera puede pensarse y que nos representaremos como un trauma colonial indeterminado que escapa a la sobredeterminación, la condensación y la contradicción.

Cada suceso histórico es contradictorio por lo que se condensa en él y lo sobredetermina, pero también fundamentalmente por su vínculo con lo traumático: por lo que sortea y repite, por lo que olvida e insiste, por lo real que no deja de no escribirse. El trauma colonial, incidiendo además y a través de la sobredeterminación y la condensación, ha sido así decisivo para que el carácter independiente de México sea insolublemente contradictorio, verdadero y ficticio, acabado e inacabado, real y posible, posible e imposible. El mismo trauma colonial parece haber introducido ya la contradicción en la Independencia misma de la nación mexicana, en su inicio, en su desarrollo y en su consumación.

Contradicciones en el inicio de la Independencia de México

La Independencia de México es contradictoria en cada uno de sus episodios. Cada uno es y no es lo que suele pensarse que es. Esto resulta evidente cuando situamos cada episodio en su contexto histórico, tal como éste se despliega discursivamente a través de los discursos de la nación y de la independencia, de la ilustración y de la Revolución Francesa, de los criollos y de los peninsulares.

Lo primero que debemos recordar es que aquello que podemos denominar “identidad nacional” surge en la misma época en España y en sus colonias en América. Los americanos comenzamos a pensarnos de modo nacional-identitario y a luchar por nuestra independencia no después de los españoles, sino al mismo tiempo que ellos. No hay que olvidar que la Guerra de Independencia Española, su guerra para liberarse del Primer Imperio napoleónico francés, ocurrió entre 1808 y 1814, exactamente en los mismos años en que los países hispanoamericanos emprendíamos nuestra lucha para independizarnos del Imperio Español.

Vemos aparecer aquí la primera contradicción. Tal vez nuestra lucha latinoamericana por la independencia fuera ella misma un signo inequívoco de nuestra dependencia, de nuestra condición colonial, de nuestra profunda subordinación a las dinámicas ideológico-políticas de España y Europa. Quizás los españoles debían luchar por su independencia contra los franceses para que se nos ocurriera en América luchar por nuestra independencia contra los españoles. ¿O acaso todo sucedió por cierto fantasma patriótico y liberal que recorrió el mundo y que parece haberse originado en la Ilustración y especialmente en la Revolución Francesa?

Algo seguro es que la influencia intelectual y política francesa fue decisiva para la emergencia del sentimiento nacional e independentista en España. La contradicción de los españoles fue semejante a la de los americanos: tal parece que desarrollaron su nacionalismo independentista gracias a los mismos franceses contra los que lucharon en su Guerra de Independencia. Esta guerra era ella misma una evidencia de la dependencia de España con respecto al espíritu francés, ese espíritu burgués moderno, patriótico y liberal, que encontraba una de sus mejores expresiones en la figura del invasor, del opresor y liberador Napoleón, heredero igualmente contradictorio de los valores de la Ilustración y de la Revolución Francesa.

Mucho tiempo se pensó que la herencia ilustrada y revolucionaria de Francia fue determinante para la Independencia de México, pero esta idea tiene que ser matizada hoy en día. El factor francés, como lo ha mostrado Luis Villoro, no parece haber intervenido ni desde el principio ni de modo inmediato, sino por una mediación española, especialmente a través del espíritu liberal de las Cortes Generales y de la Constitución de Cádiz, y tardíamente, a partir de los años de 1812 y 1813, en los tiempos del periódico liberal El Pensador Mexicano de Fernández de Lizardi y de las propuestas radicales del Congreso de Chilpancingo[4]. Antes de este momento, el movimiento independentista mexicano parece hundir sus raíces en el pensamiento de dos jesuitas, el famoso teólogo español Francisco Suárez y el mexicano Francisco Javier Alegre, quienes fundan el poder monárquico en el pueblo y en su pacto con el monarca.

El pacto fue roto el 1808 con las abdicaciones de los reyes españoles Carlos IV y Fernando VII en favor del emperador francés Napoleón y de su hermano José Bonaparte. Las llamadas “Abdicaciones de Bayona” fueron el elemento detonante de un movimiento independentista mexicano que fue al principio, entre 1808 y 1813, más antifrancés que antiespañol. Esto resulta evidente en el discurso de los precursores e iniciadores de la Independencia de México: Primo de Verdad proponiendo una defensa contra la “inmoralidad” de Francia, Ignacio Aldama reivindicando una “sana libertad” en lugar de la “libertad francesa contra la religión”, José María Cos presentando a los americanos como el último baluarte moral contra las ideas disolventes del “francesismo” y Severo Maldonado afirmando que los insurgentes mexicanos son ahora “los verdaderos españoles”[5].

Llegamos aquí a otra contradicción. La Independencia de México, su independencia con respecto a España, comienza como una suerte de confesión de fidelidad a España, como una reivindicación de lo verdaderamente español, contra lo francés y lo afrancesado. El movimiento independentista mexicano es al principio contra el francesismo y en el nombre de la herencia moral y cultural española. Es por la Independencia de España, por su libertad con respecto a Francia, por lo que se está luchando cuando se lucha por la Independencia de México, de la Nueva España, de la América española que se presenta como el último reducto de España tras la invasión francesa de la península.

De hecho, como lo dice Maldonado, los insurgentes mexicanos se veían a sí mismos como los verdaderos españoles que luchaban para liberarse de la falsa España que se dejó someter por los franceses. El único medio para no afrancesarse y para seguir siendo un verdadero español era paradójicamente convertirse en mexicano. Dar nacimiento a México, al independizarse de España, era una forma de preservar algo de España. Se estaba luchando por esto español cuando se luchaba contra los españoles que lo traicionaban. 

Sabemos que las contradicciones recién expuestas despliegan la visión de los criollos, nacidos en México, sobre su lucha contra los peninsulares, los nacidos en España. La invasión francesa de España les permite a los criollos presentarse al fin como los verdaderos españoles contra los peninsulares que se han presentado siempre como los auténticos españoles. El conflicto de legitimidad entre las dos Españas termina resolviéndose en la guerra de Independencia de México, de la Nueva España, con respecto a la Vieja España.

Contradicciones en el Grito de Hidalgo

Todo lo dicho hasta este momento, y mucho más imposible de abarcar, se condensa en el Grito de Dolores y lo sobredetermina por dentro. Es verdad que ni siquiera sabemos exactamente lo que Miguel Hidalgo habría dicho en este acontecimiento con el que da inicio la Guerra de Independencia de México, pero las diversas versiones de sus palabras expresan invariablemente las contradicciones a las que nos hemos referido. Estas contradicciones oponen América, la Virgen de Guadalupe y el rey español Fernando VII, al mal gobierno y a los españoles peninsulares presentados como gachupines.

Permítanme citar únicamente las referencias del mismo año de 1810 al Grito de Dolores. De acuerdo al obispo michoacano Manuel Abad y Queipo, Hidalgo habría gritado “¡Viva nuestra madre santísima de Guadalupe!, ¡viva Fernando VII y muera el mal gobierno!”. Según un testimonio anónimo citado por el historiador Ernesto Lemoine Villicaña, lo que se gritó fue “¡Viva la religión católica!, ¡viva Fernando VII!, ¡viva la patria y reine por siempre en este continente americano nuestra sagrada patrona la santísima Virgen de Guadalupe!, ¡muera el mal gobierno!”. Según Fray Diego Miguel Bringas, el grito fue “¡Viva la América!, ¡viva Fernando VII!, ¡viva la religión y mueran los gachupines!”.

Bringas inserta el grito en un discurso más amplio en el que Hidalgo se habría dirigido a los “americanos oprimidos” para decirles que “llegó ya el día suspirado de salir del cautiverio y romper las duras cadenas con que nos hacían gemir los gachupines: la España se ha perdido; los gachupines, por aquel odio con que nos aborrecen, han determinado degollar inhumanamente a los criollos, entregar este floridísimo reino a los franceses, e introducir en él las herejías; la patria nos llama a su defensa, los derechos inviolables de Fernando VII nos piden de justicia que le conservemos estos preciosos dominios, y la religión santa que profesamos nos pide a gritos que sacrifiquemos la vida antes que ver manchada su pureza; hemos averiguado estas verdades, hemos hallado e interceptado la correspondencia de los gachupines con Bonaparte: ¡guerra eterna, pues, contra los gachupines!”[6].

El discurso de Hidalgo reportado por Bringas, al igual que las diferentes versiones del Grito de Dolores, ponen de manifiesto el conflicto fundamental entre los americanos y los gachupines, entre los criollos y los peninsulares, pero también, sobredeterminando ese conflicto, entre la patria y el mal gobierno, entre Fernando VII y Bonaparte, entre el españolismo y el francesismo, entre lo verdaderamente español y lo falsamente español, entre la religión católica y las herejías de los franceses. Resulta extraño, por decir lo menos, que estas coordenadas conflictivas tan esencialmente europeas estén en el origen de la independencia de lo americano con respecto a lo europeo. Es verdad que ya aparece lo americano, lo criollo que se opone a lo peninsular, pero lo hace bajo la forma europea de una reivindicación de lo católico, de lo español, contra lo hereje, contra lo francés.

Lo americano carece aún de un sentido propio suficientemente preciso y definido en las versiones del grito y el discurso de Hidalgo. Lo que aquí aparece como americano es básicamente lo opuesto a lo francés. Esto es así desde el punto de vista de Hidalgo y de sus partidarios, ya que para el bando opuesto Hidalgo es el afrancesado. Esta representación de un Hidalgo afrancesado, promovida por los enemigos del movimiento independentista, será paradójicamente la que se imponga en el México independiente. 

Vemos ahora que las contradicciones revisadas se interpretan a su vez contradictoriamente desde las perspectivas opuestas de los partidarios y opositores al movimiento iniciado por Hidalgo. Este movimiento se ve simultáneamente, desde las dos perspectivas, como un movimiento afrancesado y antifrancés, antiespañol y pro-español, contra Fernando VII y a favor de él, anticatólico y en defensa del catolicismo. Como hemos visto, con el paso del tiempo, especialmente a partir de 1812, el movimiento acaba tiñéndose de una coloración francesa y claramente independentista, como si los detractores de Hidalgo hubieran presentido o profetizado algo.

Contradicciones en la consumación de la Independencia

El caso es que lo iniciado por Hidalgo en 1810, fuera lo que fuera, se convirtió en la gesta por la independencia que se consumó en 1821. Esta consumación fue tan contradictoria como lo que la precedió. Todo fue lo contrario de lo que se imaginaba, de lo que se preveía, de lo que era.

Conviene recordar que la Constitución de Cádiz contribuyó a que el movimiento comenzado por Hidalgo adoptara un espíritu ahora sí afrancesado, ilustrado y revolucionario, liberal y nacionalista, claramente independentista. La Independencia de México le debe mucho a las Cortes Generales de Cádiz y a su constitución liberal de 1812. Esta constitución creó un clima propicio para el independentismo, aseguró cierta libertad de prensa para los periódicos favorables a la Independencia, influyó en el primer Congreso de Chilpancingo, inspiró la primera Constitución de Apatzingán y motivó a Francisco Xavier Mina a venir a México a luchar contra la corona española.

Sin embargo, si la Independencia de México se consumó en 1821, no fue sólo gracias a la Constitución de Cádiz, sino también contra ella. Fue al sublevarse contra el espíritu anticlerical y liberal de esta constitución, a través de lo que se conoce como Conspiración de La Profesa, que la élite aristocrática y eclesiástica de la Nueva España impulsó decisivamente el movimiento independentista con el propósito de establecer en México una monarquía encabezada por Fernando VII o por un infante español. En una situación tan contradictoria como las anteriores, fue por la Monarquía de España que triunfó la Independencia de México. Esta independencia, tan favorecida por la Constitución de Cádiz, fue al final consumada por una reacción contra esa constitución.

El movimiento independentista sólo pudo triunfar al ser apoyado por sus peores enemigos. Uno de ellos, Agustín de Iturbide, jefe militar que peleó incansablemente contra los insurgentes entre 1810 y 1820, fue el protagonista de la consumación de la independencia y el primer gobernante del México independiente. El país logró independizarse para ser gobernado por uno de los mayores opositores a su independencia.

El grito de López Obrador

En el México independiente, desde el siglo XIX hasta ahora, las fiestas cívicas nacionales más importantes del año son el 15 y el 16 de septiembre, los días en los que Hidalgo habría dado el grito de 1810 con el que se inició la Guerra de Independencia. Poco a poco se ha ido imponiendo un ritual por el que los presidentes, así como gobernantes locales o representantes diplomáticos, dan un grito como el de Hidalgo. Sin embargo, en lugar de aclamar a Fernando VII y a la Virgen de Guadalupe, los funcionarios mexicanos han adoptado una fórmula canónica en la que lanzan vivas a los “héroes que nos dieron patria y libertad”, mencionan los nombres de Hidalgo, Morelos y otros, y terminan gritando “¡Viva la independencia nacional!” y tres veces “¡Viva México!”.

La fórmula canónica no impide que el funcionario en turno le dé su toque personal al grito. Por ejemplo, el presidente izquierdista Lázaro Cárdenas vitoreó “la revolución social”, Adolfo López Mateos “la revolución mexicana” y Luis Echeverría “los países del tercer mundo”. Así también, el 15 de septiembre de 2021, el presidente Andrés Manuel López Obrador gritó “¡vivan las culturas del México prehispánico!”.

La frase de López Obrador provocó cierto malestar, lo que se explica en parte por la coyuntura política. Debe recordarse que López Obrador ha insistido en solicitar al gobierno de España y al rey Felipe VI que pidan perdón por los abusos cometidos en la conquista contra los pueblos originarios. Los gobernantes españoles han ignorado la petición y no han pedido perdón, lo que ha hecho que el presidente mexicano los acuse de soberbia y arrogancia.

Las tensiones entre España y México han sido acompañadas por otros hechos altamente simbólicos. En la conmemoración por los 500 años de la caída de Tenochtitlán, el 13 de agosto, López Obrador habló en el nombre del Estado para pedir perdón a los indígenas por los excesos de la conquista. Luego, el 5 de septiembre, se anunció que la escultura de una mujer indígena, la diosa de la tierra Tlalli, se levantaría en lugar del monumento a Cristóbal Colón en la famosa glorieta del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México. Fue a la semana siguiente del anuncio de esta sustitución, así como un mes después de pedir perdón a los indígenas, que López Obrador gritó “¡vivan las culturas del México prehispánico!” al conmemorar la independencia nacional.

El grito del presidente se inserta en un discurso más amplio, en una cadena significante, en una serie de gestos simbólicos insistentes que se refieren de un modo u otro a la colonización española. Al igual que el perdón gubernamental por la conquista y que la sustitución de la escultura de Colón, el grito de López Obrador es a favor de los pueblos originarios conquistados y colonizados, pero también contra el gobierno de España que no ha querido pedir perdón por la conquista y la colonización. Tenemos aquí un grito contra lo español que es como un eco del real o legendario “¡mueran los gachupines!” de 1810.

No debe olvidarse que el grito de Hidalgo fue también un grito contra los gachupines, contra los peninsulares, por parte de los criollos, quienes se presentaban como los verdaderos españoles. Tampoco hay que olvidar que López Obrador, aunque mestizo, es también alguien a quien podríamos llamar “criollo”, descendiente de español. De hecho, según un rumor bastante difundido cuya exactitud carece de importancia, el presidente mexicano descendería no de cualquier tipo de español, sino de uno comunista que tendría buenas razones históricas para decir que ayudó a traer a México una verdad que falta en el Estado Español, una verdad que debió exiliarse fuera de España, la verdad republicana del pueblo, de la igualdad y de la auténtica democracia.

Desde luego que la verdad a la que me refiero subsiste y resiste en la Vieja España gracias a lo representado por organizaciones o coaliciones como Unidas Podemos, las cuales, no por casualidad, han comprendido y apoyado la posición de López Obrador. Sin embargo, exceptuando a la auténtica izquierda minoritaria, esta posición ha sido rechazada por la mayor parte del rancio y espurio Estado Español, que ha oscilado entre la indignación, la mofa y observaciones francamente delirantes como la de Isabel Díaz Ayuso, presidenta de Madrid, quien ha declarado que “el indigenismo es el nuevo comunismo”. Como suele suceder, el delirio nos revela una verdad que no puede revelarse de otro modo: esta verdad es que el nuevo comunismo será indigenista o no será.

Indigenismo en el comunismo: la opción por los oprimidos entre los oprimidos

Desde luego que López Obrador no es exactamente un indigenista ni mucho menos un comunista. Sin embargo, tenga o no un abuelo comunista, su renegación de lo colonial y su reivindicación de lo indígena le están dando voz a una verdad universal que es también la del comunismo: la verdad encarnada por los oprimidos, escenificada en cualquier lucha contra la opresión, despreciada por el actual Estado Español y frenéticamente borrada por treinta y cinco años de franquismo. Esta verdad es la que se exilió en tierras mexicanas en 1939. Es una verdad constantemente reprimida que ya existía antes en México y que intentó abrirse paso a través de los movimientos revolucionario de 1910 e independentista de 1810. Esta verdad universal del comunismo, que Hidalgo apenas balbuceó al gritar “¡muera el mal gobierno!”, es la misma verdad particular del indigenismo que resonó como un susurro a través de los gritos “¡viva la América!” y “¡viva la Virgen de Guadalupe!”.

Con su elemento indígena, lo guadalupano y lo americano parecen representar ya la piel morena y la condición originaria de los oprimidos entre los oprimidos. Quizás Hidalgo no los mencionara, pero les hablaba en otomí, purépecha y nahua, y ellos lo seguían y componían la mayor parte de su ejército insurgente. Los pueblos originarios, los oprimidos entre los oprimidos, fueron la verdad viva de los criollos que se presentaban como los verdaderos españoles en lucha contra los falsos, los peninsulares, los afrancesados.

Entre 1810 y 1812, el movimiento por la Independencia de México parecía confundirse con el movimiento por la Independencia de España con respecto a la Francia de Napoleón. En ambos casos, después de todo, se trataba de un movimiento contra el invasor, contra el opresor. Después de 1812, en Cádiz y en México, se toma conciencia de que luchar verdaderamente contra la opresión exige luchar, no contra Napoleón y a favor de Fernando VII, sino contra cualquier corona, contra la monarquía y sus diversas formas de opresión de la época, entre ellas el absolutismo y el colonialismo. Es así como los luchadores se vuelven liberales en Cádiz y anticoloniales en México, y al volverse tales, advienen de algún modo ya como españoles y como mexicanos.

El verdadero nacionalismo, no el pseudo-nacionalismo de las derechas opresivas de México y España, surge de una lucha contra la opresión, lucha que hoy es recogida por la izquierda y que sólo se realiza de modo universal en el comunismo. En el contexto mexicano, esta lucha tomó una forma definida en el Congreso de Chilpancingo de 1813 que ordenó la soberanía popular, el reparto de latifundios, la igualdad entre castas y la abolición de la esclavitud. Estas ordenanzas debían favorecer a los oprimidos entre los oprimidos, a los esclavos africanos, a los más pobres y especialmente a los indígenas aún mayoritarios en el país.

Finalmente, a través de las contradicciones que hemos revisado, la Independencia terminó siendo lo contrario de lo que era. Inauguró un poder independiente opresivo que ha violado sistemáticamente las ordenanzas del Congreso de Chilpancingo al usurpar la soberanía popular, impedir el reparto de latifundios y reproducir las castas y la esclavitud bajo las formas aceptables de la discriminación pigmentocrática y la explotación capitalista. El capitalismo periférico, racista y no sólo clasista, ha perpetuado una colonialidad tan discriminatoria y explotadora como el viejo colonialismo.

Los más discriminados y explotados han sido siempre los pueblos originarios. Estos pueblos han seguido siendo los oprimidos entre los oprimidos en los siglos XIX, XX y XXI. Sus opresores no han dejado nunca de constituir una oligarquía predominantemente criolla que a veces representa directamente los intereses de capitales extranjeros, entre ellos los españoles. Mientras tanto, los gritos de cada 15 de septiembre tan sólo han servido para vitorear a México, botín y festín de los opresores, sin alusión alguna a los oprimidos y mucho menos a los oprimidos entre los oprimidos, los pueblos originarios.

Trauma colonial

Comprendemos, entonces, que haya un pequeño acontecimiento discursivo cuando López Obrador grita, el 15 de septiembre de 2021, “¡vivan las culturas del México prehispánico!”. Esta exclamación es primeramente un retorno sintomático de la verdad particular del indigenismo: la verdad reprimida en gritos anteriores, la verdad de lo americano de América y de la piel morena de la Virgen de Guadalupe, la verdad de los oprimidos entre los oprimidos en México. Esta verdad particular, como bien lo presintió Díaz Ayuso en su delirio, es también la verdad universal de los oprimidos, la que se rebela contra cualquier opresión, la que adopta su forma definitiva en el comunismo.

Además, como en cualquier síntoma, el retorno de la verdad en el grito de López Obrador nos permite vislumbrar algo más que subyace a la represión: algo traumático asociado con la devastadora colonización española del continente americano. El trauma colonial, como cualquier otro, puede percibirse ahí donde supo situarlo el psicoanálisis, en lo que Lacan describe como un “meollo primitivo” que se encontraría en “otro nivel que los avatares de la represión” y que operaría como su “fondo y soporte”[7]. En la Independencia de México y en sus conmemoraciones anuales, el fondo y soporte de la represión de los pueblos originarios parece radicar efectivamente en lo traumático de la colonización que nos desgarra de lo indígena y nos encierra en el horizonte de lo europeo.

Es en última instancia por el trauma colonial que tenemos los diversos efectos desgarradores de la represión que revisamos en los discursos de principios del siglo XIX, entre ellos la Independencia de México pensada como una Independencia de España con respecto a Francia, la extremeña Virgen de Guadalupe representada como único reducto para la piel morena del indígena, el mexicano concibiéndose a sí mismo como un verdadero español y el rey peninsular Fernando VII y el emperador criollo Agustín de Iturbide apareciendo como los únicos gobernantes admisibles para el México independiente. Estas extrañas relaciones lógicas, flagrantes contradicciones cuando se juzgan desde nuestro presente, no sólo resultan de todo aquello sobredeterminante que se condensa en cada una de ellas, de la estructura en la que sólo podemos afirmarnos al negarnos, sino de lo traumático de la colonización con la que se ha instaurado la estructura en el vacío dejado por lo aniquilado. Lo mismo traumático también parece haber contribuido, entre los siglos XIX y XXI, a que haya una larga serie de presidentes criollos, blancos o blanqueados, que se contradigan al gritar vivas a la Independencia cada 15 de septiembre mientras ayudan el resto del año a sostener la dependencia colonial o neocolonial del México pretendidamente independiente.

Lo que se repite cada año no es tan sólo el grito, sino lo que resiste contra lo que se grita. La resistencia contra la independencia es aquí, al igual que en el psicoanálisis, lo que Lacan describe como una “repetición en acto” de lo traumático, en este caso de lo traumático de la colonización[8]. El trauma colonial, siendo imposible de recordar, tiene que repetirse una y otra vez, y lo hace cada vez que resistimos contra la descolonización, cada vez que repetimos así el gesto colonizador que nos ha constituido al traumatizarnos.

La repetición de lo traumático, bajo las más diversas formas simbólicas, perpetúa incesantemente la colonialidad. Nuestra condición colonial se mantiene así gracias a su origen traumático y su resultante lógica repetitiva. Esta lógica de repetir en lugar de recordar obstaculiza cualquier liberación, la detiene, resiste contra ella, resistiendo contra la evocación de lo traumático y contra el retorno sintomático de la verdad reprimida.

Al gritar “¡vivan las culturas del México prehispánico!”, López Obrador está dando voz a la verdad indígena incesantemente reprimida en los gritos de Independencia. Es así como el grito de 2021 está interrumpiendo la despiadada lógica repetitiva del trauma colonial, intentando recordar para dejar de repetir, como ya lo había hecho el presidente mexicano en intervenciones anteriores a las que ya nos referimos.

En una de ellas, el 11 de septiembre del mismo año de 2021, el presidente mexicano llegó quizás demasiado lejos al referirse explícitamente a lo traumático de la colonización. Afirmó que el gobierno español y “sobre todo la monarquía” reaccionaron “con soberbia” al no pedir perdón “por lo que se llevó a cabo de manera abusiva en nuestro país con las comunidades originarias, la represión que hubo, los asesinatos masivos, el exterminio”. Lo traumático apareció así en el discurso.

La designación directa de lo que está en juego en el trauma colonial ocurrió sólo cuatro días antes del grito del 15 de septiembre. La aclamación de las “culturas del México prehispánico” presuponía la referencia inmediatamente anterior a su “exterminio” por los españoles. Esta evocación de lo traumático duró sólo un instante, pero un instante eterno que planteó la posibilidad subversiva de que todo fuera diferente. Planteando esta posibilidad, entendemos que la intervención de López Obrador haya provocado una resistencia, una repetición en acto, que pudo apreciarse claramente en las reacciones de la derecha de los siguientes días.

Reacción y resistencia

Hay dos reacciones que merecen que nos detengamos en ellas. Se trata de un par de tweets, uno de Vicente Fox y otro de Felipe Calderón, quienes fueron presidentes de México por el derechista Partido de Acción Nacional. Sus tweets fueron enviados el mismo 15 de septiembre en el que López Obrador aclamó a las “culturas del México prehispánico”.

El tweet de Vicente Fox comenta un video en el que las personas aplauden y sacan fotos a unos mariachis en Madrid. Fox se dirige al presidente y le dice: “Mira López cómo nos quieren allá y tú cómo los tratas; además, no reniegues de tu sangre y origen Español”. Fox escribe “Español” con mayúscula y emplea el imperativo, “no reniegues de tu sangre y origen”, al enunciar esa ley implacable del criollo y del mestizo, del blanco y del blanqueado, que ha obligado a perpetuar la colonialidad y a callar el exterminio colonial a muchos de los predecesores de López Obrador.

La despiadada ley de Fox es la misma que llevó a los criollos a considerarse los “verdaderos españoles” y a repudiar a los peninsulares “afrancesados”. Es la misma ley por la que una Independencia de México debía asimilarse a la Independencia de España. Es un ejemplo insuperable de aquella ley superyóica subjetivante, identitaria, que Lacan describe como “ciega y repetitiva”, reconduciéndola precisamente a un “acontecimiento traumático”, tal como el de la colonización, que “reduce la ley a una punta de carácter inadmisible e inasimilable”[9].

¿Cómo podríamos, en tanto que sujetos del significante y no simples organismos biológicos, asimilar y admitir el imperativo de no renegar de nuestra sangre? ¿Cómo y por qué juraríamos fidelidad a lo español que nos excluye de aquello mismo que designa? ¿Por qué no seríamos libres de repudiar un origen que nos avergüenza? ¿Por qué no tendríamos derecho de pedir perdón por lo que somos?

¿Por qué los mexicanos deberíamos querer ser españoles? Fox tiene una respuesta infalible: porque los españoles “nos quieren”. Es verdad que el deseo del Otro está en el origen traumático de nuestro deseo. Como lo ha mostrado Lacan, el deseo nace del “trauma” que vivimos al entrar en contacto con el “deseo del Otro”, un deseo “informulable” en el que brota nuestro deseo bajo la forma de un “deseo de saber”[10].  

Deseamos saber no sólo por qué y para qué nos quieren los españoles, sino qué diablos quieren de nosotros. Quizás encontremos respuestas en los turistas y en Repsol o en el Banco Santander. Estas respuestas serán convincentes, pero no suficientes. Hay siempre algo más que sólo podremos saber al pensar en lo traumático de nuestra colonización.

El problema es que el trauma colonial, como cualquier otro, se caracteriza por tener un aspecto radicalmente impensable y refractario al saber. Imposible tener ideas claras y distintas acerca de lo traumático de la colonización. Como lo ha notado Lacan, el trauma “desmantela” nuestro pensamiento y nos reduce a la posición de “no saber”[11].

La falta de saber y de pensamiento se aprecia muy bien en el tweet de Felipe Calderón: “Mi bisabuela era una indígena purépecha, el abuelo del Presidente era español cantábrico. Los mexicanos tenemos orgullosamente raíces indígenas y españolas indisolubles. Pretender arrancarnos una vertiente es antinacional. ‘Descolonizar’ sólo refleja complejos y problemas mentales”. Pasando por alto la burda estrategia de psicopatologización y resultante despolitización de lo político, hay que notar que las supuestamente inseparables raíces indígenas y españolas están siendo separadas por el mismo discurso de Calderón: las raíces indígenas son las de él con su bisabuela purépecha, mientras que las raíces españolas son las de López Obrador con su abuelo cantábrico.

Calderón está procediendo antinacionalmente, como él mismo diría, al arrancarse lo español y al arrancarle también lo indígena a López Obrador. Al final, tenemos a dos entes arrancados el uno del otro ahí donde uno habría esperado encontrar a un mestizo. Lo que pasa es que este mestizo, como lo muestra Calderón en su tweet, no puede concebir el trauma colonial sin dividirse a sí mismo. La división del sujeto de la colonialidad es la experiencia inmediata de lo traumático de la colonización.

Como ya lo constató Lacan, el trauma es el “punto al que el sujeto no puede acercarse sin dividirse”, perdiendo la “unidad del psiquismo totalizante y sintético”[12]. El mestizaje, entendido en sentido cultural y no biológico, se revela entonces como lo que es, como un campo de batalla y como la batalla misma, como una lucha, como un conflicto desgarrador. Este conflicto que divide al sujeto del tweet de Calderón, desdoblándolo en Calderón y en López Obrador, es el mismo que ha provocado, en última instancia, el aspecto contradictorio de los demás gestos asociados con la Independencia y con su conmemoración.

Conclusión: eternidad y causalidad subsistente

Las contradicciones pueden explicarse, desde luego, por lo que se condensa en cada gesto y lo sobredetermina por dentro. Cada gesto está internamente dividido por determinaciones históricas opuestas como lo español y lo indígena mesoamericano, lo católico y lo ilustrado-revolucionario, lo monárquico y lo republicano, lo colonial y lo anticolonial, lo conservador y lo progresista, lo racista y lo indigenista, lo capitalista y lo comunista, etc. Sin embargo, si estas contradicciones persisten o se transforman en lugar de resolverse dialécticamente de un modo sintético positivo, es porque provienen de situaciones traumáticas insuperables, de heridas que permanecen abiertas, como es el caso de la devastadora colonización de América.

El trauma colonial es una causa, pero una causa que subsiste en sus efectos. Es así una parte fundamental de todo aquello sobredeterminante que se condensa en cada elemento de la historia del México independiente y de la vida cotidiana de los mexicanos. De algún modo somos lo traumático de la colonización: lo somos, lo sentimos, lo pensamos y lo actuamos a cada momento.

El trauma colonial se repite y se eterniza en la historia que resulta de él. Su eternidad es como la intemporalidad que Freud encontró en el inconsciente. Llegamos así, al final de este recorrido, a otro aspecto que el inconsciente y la historia tienen en común.

Lo histórico, al igual que lo inconsciente, no es tan sólo algo que sucede cada vez de modo contradictorio, condensado y sobredeterminado, sino que implica también algo traumático intemporal que no se ha superado. Este meollo de la historia, que subyace a la represión constitutiva del inconsciente, asegura la incesante repetición con la que suele cerrarse cualquier horizonte histórico. Para abrir el horizonte, necesitamos pasar de la repetición a la memoria, del eterno retorno de lo mismo al retorno sintomático de la verdad reprimida, lo que sólo será posible al enfrentarnos a la colonialidad en lugar de limitarnos a reproducirla.

Tan sólo una descolonización radical puede posibilitar la apertura de posibilidades por la que apostamos en el comunismo. Es también por esto que nuestro comunismo, aquí en América Latina, debe ser una suerte de indigenismo. Los pueblos originarios no dejan de ser la verdad siempre nueva de la que nos aparta el trauma colonial.


Referencias

[1] Jacques Lacan, Sartre contre Lacan, bataille perdue mais…, Interview par Gilles Lapouge, Figaro Littéraire, 1080, p. 4

[2] Louis Althusser, L’objet du Capital, en Lire le capital (1965), París, PUF, 1996, p. 405.

[3] Mao Tse-Tung, Sobre la contradicción (1937), en Textos escogidos, Pekín, 1976, pp. 128-129.

[4] Luis Villoro, Rousseau en la Independencia mexicana, Casa del Tiempo, VII.80 (2005), pp. 55-61.

[5] Citados por Villoro, op. cit.

[6] Diego Miguel Bringas, Sermón de la reconquista de Guanajuato, 7 de diciembre de 1810

[7] J. Lacan, Le Séminaire, Livre I, Les écrits techniques de Freud, Paris, Seuil (poche), 1998, pp. 73-74.

[8] J. Lacan, Le séminaire, Livre XI, Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse. Paris, Seuil (poche), 1990, p. 61.

[9] J. Lacan, Le Séminaire, Livre I, op. cit., p. 307.

[10] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, Paris, Seuil, 2006, pp. 273-274.

[11] Ibid.

[12] J. Lacan, Le séminaire, Livre XI, op. cit., p. 61.

Aspiracionismo y derechización

Artículo publicado en Revolución 3.0 el 23 de junio de 2021

David Pavón-Cuéllar

Errar para acertar

El presidente Andrés Manuel López Obrador arremetió recientemente contra un tipo de mexicano “integrante de clase media-media, media alta, incluso con licenciatura, con maestría, con doctorado”. El 11 de junio le atribuyó “una actitud aspiracionista, un triunfar a toda costa, salir adelante, muy egoísta”. Luego, el 14 de junio, lo caracterizó como un sujeto “individualista que le da la espalda al prójimo, aspiracionista que lo que quiere es ser como los de arriba y encaramarse lo más que se pueda, sin escrúpulos morales de ninguna índole, partidario del que no transa no avanza”.

Los juicios de López Obrador han merecido los más duros cuestionamientos. Aparentemente contribuirían al enrarecimiento del ambiente político. En lo que se refiere a la forma, no sólo delatarían pasiones indignas de una figura presidencial, sino que excederían la función de su investidura al tomar partido y al descalificar el criterio de aquellos mismos a los que el presidente debería limitarse a respetar y representar. En el plano estratégico, los juicios serían imprudentes, incluso torpes y hasta suicidas, ya que profundizarían la desavenencia de López Obrador con un amplio sector que ayudó a llevarlo al poder en 2018. Además, los juicios en cuestión serían aplicables a una gran parte no sólo de los aún seguidores de MORENA, sino de sus militantes, cuadros, candidatos electos, funcionarios y miembros de gabinete. Incluso varias de las políticas de la Cuarta Transformación, como la reforma educativa o las becas para jóvenes, podrían asociarse justamente con el aspiracionismo.

A pesar de todo, López Obrador consigue una vez más acertar a través de sus aparentes errores. Aquello mismo que le reprochamos podría llevarnos a celebrarlo. Es algo que sucede a menudo con el presidente. No es tan sólo que sus deslices, arrebatos y exabruptos inspiren confianza después de ochenta años de impecables máscaras presidenciales que tan sólo sirvieron para ocultar el saqueo y la destrucción del país. Es también y sobre todo que la incorrección política del presidente ha servido para manifestar de modo ciertamente sintomático, irregular y errático, diversas verdades cuyo encubrimiento lastra la reciente historia de México. Es el caso del aspiracionismo, pero también de muchas otras verdades, entre ellas la del clasismo y la del colonialismo.

Blanquearse, olvidar y subir

La sociedad mexicana se agota, se lastima y se enferma en su esfuerzo por blanquearse y olvidar lo que López Obrador le recuerda al pedir perdón a los mayas o al instar a España y al Vaticano a que pidan perdón a México. La verdad que así retorna como síntoma fue la que ya irrumpió en la Revolución Mexicana, la que se elaboró simbólicamente en el nacionalismo posrevolucionario y la que fue nuevamente reprimida por el neoliberalismo posnacionalista de Salinas de Gortari con su justificación ideológica posmoderna en intelectuales como Roger Bartra. Esta verdad es ni más ni menos que la de nuestro ser histórico, nuestro desgarramiento interno, nuestro origen indígena y nuestra herencia colonial, el racismo constitutivo de nuestra cultura, nuestra deuda impagable con los pueblos originarios, así como aquella otra deuda también impagable de Europa con Latinoamérica.

Nuestra historia de colonialismo se traduce hoy en día en lo que deberíamos diagnosticar, parafraseando a Hipólito Villarroel, como la mayor enfermedad política de México. Ésta es el clasismo, la nueva sociedad de castas con su elemento racista, pigmentocrático, y con esas desigualdades abismales que al fin se exteriorizan en la polarización de la que se acusa repetidamente a López Obrador. En realidad, lo único imputable al presidente es una vez más la torpeza de revelar una verdad, la verdad de la polarización, en lugar de proceder con la astucia de sus predecesores que dominaban el arte de velar demagógicamente la polarización de la sociedad mexicana.

Quienes realmente nos han polarizado han sido primero los conquistadores y los encomenderos, luego los caciques y los hacendados con sus capataces, finalmente los empresarios voraces, los explotadores de siempre, ahora con sus periodistas y políticos a sueldo. Los que siguen polarizándonos son también los mismos que acusan al presidente de polarizar la sociedad mexicana. Son los mismos que terminaron tomando el control del PRI, del PAN y del PRD, y que ahora se esfuerzan en apropiarse interna y externamente de MORENA. Al menos hemos tenido tiempo de que la consecuencia de sus actos sostenidos, la extrema polarización de la sociedad, sea evidenciada por la impericia política de López Obrador.

El mapa de la Ciudad de México partida en dos, escindida entre los barrios populares que se aferran a la izquierda y los más elitistas que se inclinan a la derecha, es como un reflejo de la realidad social en que vivimos. No habíamos visto esta imagen reveladora simplemente porque la política era demagógica, engañosa, impidiendo votar según los propios intereses. La política, en efecto, mistificaba una verdad que siempre estuvo ahí, la verdad fundamental de nuestra lucha de clases y de sus efectos, entre ellos la polarización entre los de arriba y los de abajo, así como el aspiracionismo de los de en medio, su afán obsesivo por ser de arriba y no de abajo, que es la última verdad revelada sintomáticamente por la boca floja de López Obrador.

Vivir entre escaleras

Lo dicho por el presidente deja claro que su denuncia no es de las aspiraciones que toda persona tiene, sino de su manifestación patológica e ideológica sugerida por el sufijo “ismo”. El aspiracionismo parece indicar aquí una ambición desmedida, una suerte de insaciabilidad o voracidad, y vincularse directamente con los llamados “exitismo” y “emprendedurismo”. Sobra decir, continuando con los “ismos”, que estamos aquí ante formas de subjetivación del capitalismo y especialmente del neoliberalismo.

El aspiracionismo abarca una serie de orientaciones personales altamente valoradas en la moderna sociedad capitalista, especialmente en su variante neoliberal, entre ellas el ímpetu emprendedor, el cálculo estratégico, el deseo de superación y el espíritu asertivo y competitivo. Estas actitudes, cada vez más promovidas en la familia, en la escuela, en el trabajo y en la cultura de masas, tienden a convertirse en reglas supremas de conducta, imponiéndose a costa de otros principios morales como la solidaridad, la generosidad, el respeto por la dignidad ajena y la consideración del interés comunitario. Perfectamente adaptadas a una sociedad tan estratificada como la mexicana, las actitudes aspiracionistas impulsan a los sujetos a escalar a cualquier precio.

Da igual sacrificarse o pervertirse, dejarse atrás o abajo al perder su vida o al abandonar su propia humanidad, mientras se haya conseguido avanzar, pasar a la etapa siguiente, al nivel superior. Mientras uno suba, no importa pasar por encima de los demás ni verlos únicamente como escalones. Carece de importancia cómo se asciende, siempre y cuando se ascienda. El único imperativo es tener éxito. El fin justifica los medios, que pueden ser el esfuerzo, el estudio y el trabajo, pero también la destrucción, la violencia, la estafa o la corrupción.

Independientemente de los medios a los que recurra, el aspiracionismo tiende a convertirse en el sentido común de la llamada “clase media”. Es parte de su pensamiento único neoliberal. Tanto se ha difundido y naturalizado que pasa desapercibido. No lo vemos porque impele a todos por igual.

Aspiracionistas son el joven que estudia un doctorado para ser doctor, su profesor que investiga y publica para estar en el SNI, el empleado que se endeuda e hipoteca su futuro para tener casa o coche de lujo, el que da golpes bajos para subir de puesto, el funcionario que se deja corromper o que instrumentaliza al sindicato para ganar poder y dinero, el que explota el amor o la amistad para obtener favores y alcanzar un cierto estatus, el que no duda en traicionar a su comunidad para estar por encima de ella, el que incendia el bosque para cambiar el uso del suelo y enriquecerse con algún cultivo, el que roba, trafica, amenaza, tortura y mata no para sobrevivir, sino simplemente para ser el más rico de la familia o del pueblo o del barrio. Por más diferentes que sean, todos estos sujetos son ejemplares de la misma especie: todos ellos son aspiracionistas. Todos ellos, como diría López Obrador, aspiran a “triunfar y salir adelante a toda costa”, quieren ser “como los de arriba”, intentan ascender “lo más que pueden”.

Arriba y a la derecha

El afán de subir es un síntoma no sólo de la desigualdad social objetiva, de la dimensión vertical dominante en una sociedad, sino de su correlato político subjetivo, el de la derecha con su opción por el arriba y con su reivindicación de la desigualdad justificada en términos de jerarquía, mérito, crédito, capacidad, excelencia, calidad, marca, raza, educación, cultura, herencia, puntaje, grado académico, etc. Cualquier justificación vale cuando se trata de hacer una distinción entre lo que se desprecia y aquello a lo que se aspira.

El aspiracionismo necesita la verticalidad. Esta verticalidad es implícitamente afirmada y reproducida por quien se afana en subir. El aspiracionista es derechista por el modo vertical en que siente, piensa, actúa e interactúa con los demás, y no simplemente por su aspiración al arriba en su proyecto de vida.

La derecha es una opción casi natural de una clase media tan atraída por lo que está encima de ella, por aquello a lo que aspira, como aterrada por el vacío que se abre a sus pies. El miedo a caer y la ambición de ascender, afectos exacerbados en el neoliberalismo, imponen una lógica vertical y así derechizan al sujeto de clase media por el mismo gesto por el que dominan y arruinan su existencia. El derechista clasemediero es un aspiracionista que nace con el doble vértigo del abismo y de la cúspide.

El miedo y la ambición inquietan y angustian al aspiracionista, lo conducen al exceso en el consumo y a veces en el trabajo, pero también lo vuelven cada vez menos desinteresado, cada vez más nervioso y ansioso, cada vez más estratégico y calculador. Lo encierran en una cárcel de proyectos y recursos, de instrumentos y propósitos, de escaleras y otros medios para subir. Es así como lo exilian en un futuro incierto y lo apartan de la vida misma, la inexplotable de cada instante, al tiempo que lo aíslan, alejándolo de personas que dejan de ser lo que son cuando se reducen a instrumentos. Este aislamiento y este exilio son también situaciones existenciales con las que el neoliberalismo consigue derechizar de modo reactivo a los clasemedieros, los cuales, atenazados por la ambición y el miedo, se convierten en esos perfectos derechistas obsesionados por el arriba y por el abajo hasta el punto de olvidar todo lo que hay a su alrededor.

La derecha es una reacción irreflexiva de la clase media, mientras que la izquierda exige cierta reflexión por la que se comprende que el problema no es el abajo ni los de abajo, sino la verticalidad misma, es decir, que haya un abajo y un arriba. Ser de izquierda es no dejarse arrastrar por la inercia de la derecha: no ceder ni a la fascinación aspiracionista por el arriba y los de arriba, ni al terror o la repulsión racista o clasista, aporofóbica, por el abajo y los de abajo. Elegir la derecha es más sencillo, pues consiste simplemente en ceder, quizás tan sólo por la tentación de la facilidad, o tal vez por comodidad o por mezquindad, o a lo mejor por el cansancio de la edad o por el temor ante la inseguridad propia del neoliberalismo.

Hacer como si uno subiera

A falta de esfuerzo reflexivo, el derechista de clase media cede también a las engañosas evidencias que lo rodean. Cree firmemente que es pobre el que quiere, que el cambio está en uno mismo, que basta esforzarse para alcanzar aquello a lo que se aspira. Sin embargo, al no ser capaz de realizar sus aspiraciones en la realidad, nuestro aspiracionista sólo puede realizarlas en la imaginación.

El clasemediero aspiracionista es el que se imagina rico por consumir como rico, aunque este consumo paradójicamente lo endeude, lo empobrezca. Es el que se imagina estar arriba porque vota por los partidos que benefician a los de arriba, aunque estos partidos afecten a los de en medio, precipitándolos a menudo hacia abajo. Es el mismo que se imagina ser un intelectual por haber estudiado un doctorado o ser un científico por pertenecer al Sistema Nacional de Investigadores, aun cuando sus actividades no sean precisamente científicas o intelectuales, consistiendo únicamente en tareas burocráticas manuales como combinar citas, juntar puntos y llenar formatos o formularios.

La simulación es lo que reina en el aspiracionismo de clase media. Los aspiracionistas de en medio simulan ser todo lo que aspiran a ser, lo que no son de verdad, lo que está por encima de su medianía, ya sea grandes intelectuales o geniales científicos o valientes periodistas o ricos aristócratas. De lo que se trata, en definitiva, es de hacer como si se estuviera arriba, en las cimas de la riqueza o del talento, lo que se consigue simulando: gastando el dinero prestado que no se tiene, haciendo pasar por doctorado un simple trámite de cuatro años, considerándose periodista por escribir libelos en Reforma, incluyéndose en el parnaso mexicano por estar en las pandillas de Nexos o Letras Libres.

La simulación lo devora todo. Es ella una de las consecuencias más dañinas del aspiracionismo, pero no es la única. Las actitudes aspiracionistas de los individuos acarrean también otras consecuencias como la corrupción, la criminalidad, el consumismo, el sobreendeudamiento, la contaminación, la devastación de la naturaleza, la desintegración de las comunidades y la derechización de los sujetos.

El poder en lugar de la izquierda

La victoria de la derecha en los barrios clasemedieros de la Ciudad de México fue lo que motivó a López Obrador a denunciar el aspiracionismo. Ciertamente, como lo hemos visto, las actitudes aspiracionistas contribuyen a derechizar a los sujetos al hacerlos optar por el arriba y reforzar así la dimensión vertical de la sociedad. Sin embargo, durante los últimos comicios, esto no sólo se puso en evidencia en los resultados electorales de la capital mexicana, sino también en una izquierda que a veces apareció tan derechizada que resultaba difícil continuar situándola en la izquierda.

La derechización es un efecto inevitable del aspiracionismo que a veces motiva internamente a quienes aspiran a gobernar. Querer alcanzar las cúpulas del gobierno puede ser tan sólo una actitud aspiracionista que lo incline a uno, aunque sea imperceptiblemente, hacia la derecha del espectro político. Uno se derechiza entonces por querer subir a cualquier precio.

Es a costa de la misma izquierda como algunos izquierdistas consiguen llegar a la cima del poder. No es algo que siempre ocurra, pero sí es una constante de la historia moderna y parece haber ocurrido más de una vez en las últimas elecciones. Fue al menos la impresión con la que nos quedamos quienes juzgamos todo esto desde abajo y a la izquierda.

Subjetividad, deseo y potencia. ¿Cómo repolitizar la pandemia?

Gabriela Mistral

David Pavón-Cuéllar

Entrevista por Claudia Calquín Donoso, publicada en Disenso, revista de pensamiento político, el 7 de julio de 2020

¿Cuál es tu impresión del panorama latinoamericano en relación a la crisis social que ha acelerado la pandemia?

Es verdad que el fenómeno pandémico parece tener un efecto de aceleración. Este efecto quizás nos esté sorprendiendo a muchas y a muchos. Yo estoy entre quienes creyeron ingenuamente que la pandemia serviría para desacelerar, pero ha ocurrido lo contrario.

Nos movemos cada vez más rápido hacia el abismo. Nuestro movimiento acelerado es el del sistema capitalista. Si menciono ahora este sistema, es porque subyace a la aceleración de la crisis social que estamos viviendo en todo el mundo.

Nuestra crisis es del capitalismo. En esto, al menos en esto, es como cualquier otra de las innumerables crisis que hemos conocido en los últimos quinientos años. Las mundiales acontecen cada cierto número de años, pero las regionales, nacionales y locales están sucediendo todo el tiempo en diversos lugares del mundo

Las crisis resultan indisociables del sistema capitalista. Este sistema es tan prodigioso, tan monstruoso, que no deja de operar a través de sus propias crisis. El disfuncionamiento constituye su propio funcionamiento, exactamente como si fuera una enfermedad, lo que nos dice mucho sobre la naturaleza del capitalismo.

El sistema capitalista está hecho de crisis, desastres, pérdidas, ruinas, aberraciones, desequilibrios, contradicciones, conflictos, guerras. Todo esto hace que el capitalismo sea extremadamente resistente y que nos parezca invencible. Nuestra oposición lo refuerza, incluso cuando lo hace entrar en crisis, ya que la crisis es ni más ni menos que su forma de existir.

El funcionamiento disfuncional del capitalismo, su verdad sintomática, es algo que tal vez no se vea con suficiente claridad en el gran espacio gerencial y comercial del Primer Mundo. Allá debe conservarse un ambiente armonioso, próspero, equilibrado, estable, sereno y agradable que favorezca las mejores decisiones y el mayor consumo, lo que no excluye, desde luego, las dificultades y agitaciones que se han agravado recientemente. Sin embargo, aunque allá también haya momentos de verdad, nunca será como aquí, detrás de los escaparates, donde el capitalismo se nos revela de modo sistemático y cotidiano tal como es, absurdo y violento, opresor y devastador.

El capital desintegra y desgarra nuestras sociedades latinoamericanas, las vuelve contra sí mismas, las disloca y las trastorna continuamente, condenándolas a una crisis incesante, permanente, crónica. Esta crisis, tan inherente al capitalismo como resultante de la resistencia contra él, es la que ha ido agudizándose desde hace algunos años y la que finalmente se ha traducido en el clima convulsionado que precedió la pandemia, con los excesos del régimen en Brasil, el golpe en Bolivia y las protestas en Haití, Ecuador, Chile, Colombia, Panamá, Costa Rica y otros países. El denominador común ha sido una reveladora polarización de las sociedades, con una radicalización de la izquierda y de la derecha que se han vuelto más consecuentes, claras y francas.

La derecha radicalizada boliviana, por ejemplo, nos ha mostrado su cara golpista y además elitista, clasista y sobre todo racista, así como su nostalgia del colonialismo y su complicidad con el capitalismo global y con el imperialismo norteamericano. Mucho de esto ha sido también descaradamente desplegado por el gobierno derechista chileno, el cual, además, nos ha dejado ver su fondo represivo, dictatorial, pinochetista. Mientras tanto, la izquierda no se ha preocupado en disimular su fondo subversivo y necesariamente anticapitalista, antipatriarcal y anticolonial. Todo esto ha hecho que la crisis constituya un momento de verdad, un momento en el que la verdad se nos revela sintomáticamente, revelándose al desgarrar el semblante de la posmodernidad y de la posverdad, un semblante que de cualquier modo nunca pudo consolidarse en una región como la nuestra. Latinoamérica es como una herida abierta, un lugar donde la verdad no deja de exponerse, conocerse, hablar y doler.

¿Y México?

Andrés Manuel López Obrador encabeza el primer gobierno de izquierda en México desde los tiempos de Lázaro Cárdenas. Hay que entender que se trata de una izquierda bastante moderada, tímida, insegura, indecisa, conciliadora, más defensiva que ofensiva, con un estrecho margen de maniobra y forzada constantemente a ceder y retroceder. Sus mayores logros han sido hasta ahora el incremento histórico del salario mínimo, un ambicioso programa de becas para niños y jóvenes, la pensión universal para los adultos mayores, la disminución de las altas remuneraciones de los altos funcionarios, la supresión de lujos innecesarios en el gobierno, la inédita severidad en la exigencia de pago de impuestos a las grandes corporaciones, la firme resolución de no endeudar más al país, la interrupción de la vertiginosa y devastadora serie de reformas neoliberales de los anteriores gobiernos y una política exterior más digna, más orientada hacia América Latina y menos dominada por los intereses estadounidenses.

Los diversos logros de López Obrador han contribuido a que mantenga un alto nivel de aceptación y popularidad, pero han sido insuficientes para satisfacer a muchos de sus votantes, en particular aquellos claramente situados en la izquierda. Sin embargo, al mismo tiempo, algunos de esos logros han sido más que suficientes para encender la furia de la derecha y de los sectores privilegiados y conservadores que representa. Lo que tenemos ahora es una radicalización tanto de la derecha enfurecida como de la izquierda insatisfecha. Esta radicalización, que ya se observó antes en Brasil y en otros países latinoamericanos, viene a sobredeterminar y así acentuar en el contexto mexicano la polarización que se está viviendo en todo el mundo.

Los derechistas han acusado una y otra vez a López Obrador por estar polarizando la sociedad mexicana. Esta acusación ignora, por un lado, que la polarización está ocurriendo en todo el mundo, no sólo en México, y, por otro lado, que la sociedad mexicana fue polarizada más bien por los gobiernos anteriores que favorecieron la desigualdad al beneficiar invariablemente a los de arriba a costa de los de abajo. Es verdad que estamos observando también, como lo comenté antes, un fenómeno de polarización distintivo del momento actual en México, pero debemos entender bien por qué está ocurriendo.

Tras ochenta años de regímenes totalmente subordinados al capital global y a las oligarquías nacionales, tenemos por primera vez en México a un gobierno que juega el papel de árbitro y que ya no sólo gobierna para las clases pudientes y dominantes. Estas clases, asociadas con la derecha, se vuelven más extremas por sentirse destronadas, humilladas y amenazadas, al tiempo que la izquierda se radicaliza por considerar lógicamente que debe irse más allá de lo conseguido por el gobierno para superar casi un siglo de abusos contra los de abajo. El resultado es la polarización, cuyo efecto más preocupante, a mi juicio, es el reforzamiento de una extrema derecha que ha logrado constituir un amplio frente opositor (FRENA) con presencia en todo el país.

Preguntarte por el sujeto de la pandemia. ¿Cómo ves las relaciones entre un sujeto de deseo y que a la vez demanda mayor seguridad?

El problema de la pandemia es que se trata de una situación en la que no parece haber lugar ni para el sujeto ni para su deseo ni para su palabra. Es como si el sujeto deseante y hablante debiera ser totalmente excluido, exceptuado o descontado, para concebir de manera objetiva la situación y actuar de la mejor manera frente a ella. Lo más cuerdo y prudente que podemos hacer es aparentemente bajar la cabeza, guardar silencio y someter nuestros actos al saber científico de los expertos.

El problema de la ciencia es que anula totalmente al sujeto con su deseo y su palabra. No los escucha. Los calla. Los forcluye, como dijo Lacan, y al decirlo, por cierto, explicó el trabajo científico por un mecanismo distintivamente psicótico.

Al igual que el sujeto que se pierde en su delirio y que se vuelve objeto de lo que delira, nosotros nos perdemos ahora en las informaciones e indicaciones médicas, viéndonos reducidos a la condición de objeto del saber científico. Es algo que muchos de nosotros ya hemos experimentado en momentos de enfermedad, cuando sólo somos objetivamente nuestro cuerpo bajo la mirada médica, sin que haya ninguna escucha, ningún reconocimiento de nosotros como sujetos hablantes y deseantes. Esta forclusión es algo que se ha generalizado en la pandemia. Todos somos presuntos enfermos objetivados, forcluidos, enmudecidos. El cubrebocas adquiere aquí un valor simbólico tan profundo como revelador.

Si somos algo más que simples objetos de la ciencia, es a veces únicamente porque nos atrevemos a demandar informaciones e indicaciones, así como protección y seguridad para nosotros y nuestras familias. Esto ya es mejor que ser objetos mudos, pero el sujeto deseante sigue acallado, no siendo sino un organismo necesitado queriendo vivir y pidiendo amparo. ¿Cómo abrir aquí un lugar para el deseo del sujeto? No lo conseguiremos al permitir que lo forcluido en los discursos médicos retorne en lo real bajo la forma de teorías conspiratorias basadas en la falta de creencia, la Unglauben de la psicosis, que es la misma que se afirma en la ciencia, pero que simultáneamente puede negarla y optar por una pseudociencia que a veces parece más convincente que la ciencia. Esta vía no sirve de mucho, no por ilusoria, sino porque sigue acallando al sujeto y a su deseo que no tienen absolutamente nada que decir, por ejemplo, en un discurso delirante sobre la propagación del coronavirus agravada por la red de telecomunicaciones de quinta generación.

Pienso que la única posibilidad de recobrar a los sujetos con su deseo es abrir un espacio político en el que puedan hacerse escuchar. Esto exige repolitizar la pandemia, no desconociendo su aspecto objetivo, desde luego, pero sí reconociendo la forma en que lo subjetivo ha intervenido en ella. El reconocimiento político del sujeto de la pandemia puede hacerse de muchas formas diferentes. La que yo he elegido, por mi posicionamiento anticapitalista, me ha llevado a desentrañar los vínculos de la pandemia con el capitalismo, recordar que la aparición del agente viral podría explicarse por la devastación capitalista del planeta, indignarme por quienes no han podido ser curados por falta de recursos económicos o de seguro médico, insistir en que el desmantelamiento neoliberal de los sistemas de salud ha causado miles de muertes y denunciar cómo el confinamiento fue un privilegio de unos cuantos y no un derecho de todos.

¿Crees que hay potencia en la precariedad?

Esta idea es fundamental para las dos tradiciones en las que me sitúo, la marxista y la freudiana, pues ambas apuestan por lo que podemos designar de modo amplio como “la potencia de la negatividad”. Lo negativo se refiere aquí a la falta de algo. Lo que nos falta en la precariedad, por ejemplo, es una situación estable o ciertos medios y recursos. Si esto no nos faltara, si lo tuviéramos, nos daría sentimientos de seguridad, comodidad y tranquilidad. Sin embargo, al mismo tiempo, lo que tendríamos nos ataría y limitaría nuestros movimientos. Estas ataduras y limitaciones son aquellas de las que se libera quien se encuentra en la precariedad. Su libertad con respecto a lo que le falta es ya una primera potencia de la negatividad, pero también hay una segunda potencia de la misma negatividad en el deseo de conseguir lo que falta. Una tercera potencia, enfatizada por Marcuse, es la que se encuentra en la imaginación correlativa de la falta, la imaginación que nos hace imaginar lo que nos falta, una imaginación que puede atrofiarse en quienes todo lo tienen.

El problema de la riqueza no es que se tenga todo y ya no se necesite ni desear ni imaginar nada. El deseo es tan insaciable como la imaginación es inagotable. Sin embargo, en una situación de abundancia y prosperidad, la potencia deseante y la imaginativa pueden quedar atrapadas con mayor facilidad en el sistema que les provee los medios y los recursos para su realización. Estos medios y recursos predeterminan los fines y los objetos, lo deseable y lo imaginable, asimilándolo todo a la esfera ideológica de lo realizable. Cuando carecemos de medios y recursos, también ellos deben ser imaginados y puede ser que sean muy diferentes de los disponibles en el sistema.

Quizás debamos destruir el sistema para hacerle un lugar a lo que nos falta. Es precisamente por esto que la falta debe ser obturada para quienes tienen poder. Su poder no puede aliarse a la potencia inherente a la falta. Sería demasiado peligroso. La potencia de la falta sólo puede subsistir entre los más impotentes, como los proletarios de los que nos habla Marx, los que sólo tienen vida, su fuerza de trabajo, que tienen que vender para poder sobrevivir.

Si Marx y los marxistas le apuestan al proletariado, es también por la potencia de su falta, por la potente falta de lo que es mejor que le falte, pues así no lo estorba ni lo esclaviza ni lo compromete con lo existente ni tampoco nubla su vista. La vista se nubla con una ideología que está en el saber mismo. Es mucho lo que un trabajador pobre no sabe, pero es mejor que no lo sepa, ya que sólo podría saberlo bajo una forma ideológica burguesa que nos aleja más de lo que nos acerca a la verdad.

La potencia está en una verdad que aparece de modo negativo como ignorancia, como carencia, porque no es una verdad que pueda saberse bajo las formas ideológicas dominantes que son dominantes precisamente porque dominan lo que sabemos. Desde luego que el obrero puede llegar a conocer algo de esta verdad a través de su conciencia de clase, pero tan sólo podrá llegar a conocerla de verdad, conociéndola como la potente verdad que es, al no pretender saberla de verdad, al saberla sólo a medias y al permitirle subvertir el saber. Si no hay esta subversión, la verdad termina disolviéndose en las formas ideológicas del saber existente, aburguesándose y traicionándose, como sucedió en cierto marxismo oficial denunciado por Lacan en su lúcido comentario de Lenin. La potente verdad a la que apuesta el marxismo es la que se revela en su falta, la que no puede ser englobada por la conciencia de clase, la que sólo puede saberse a medias y al subvertir el saber, la misma verdad del inconsciente que está en juego en los síntomas de las histéricas de Freud.

¿De qué manera ves las revueltas en EE.UU y el manejo informativo de este movimiento que, hasta cierto punto, le quita radicalidad al movimiento black lives matters?

Independientemente de los poderes económicos y políticos a los que sirvan, los filtros mediáticos suelen estar configurados por la ideología dominante y por ello tienden a neutralizar cualquier potente verdad que se abra paso a través de ellos. Todo termina falsificándose, adulterándose, banalizándose y sabiéndose de la única manera inofensiva en que puede saberse. Ya ni siquiera se trata de un saber estructurado, sino de una suerte de vómito informativo, un sucio torrente de información masiva y amorfa en el que vienen a confluir todos los acontecimientos históricos desde hace algún tiempo. Estamos perdiendo nuestra historia, con todas las oportunidades que abre a cada momento, por dejar que se vaya de inmediato por esas cañerías de los medios existentes en los que todo termina confundiéndose.

Desde luego que hay honrosas excepciones, especialmente en los medios marginales, alternativos y comprometidos con ciertas causas, pero la regla es que todo lo que ocurre se disuelva en la inmanencia de la ideología dominante impuesta por los filtros mediáticos. No hay aquí lugar para ninguna trascendencia histórica, para ninguna profundidad acontecimental, para ninguna radicalidad como la del movimiento que se ha propagado ahora en los Estados Unidos. En el mejor de los casos, este movimiento se ve individualizado, psicologizado y reducido a una cólera quizás justificada, comprensible, pero pasajera y bien acotada a ciertos hechos criminales cubiertos por los medios.

Los filtros mediáticos reducen el racismo a ciertos crímenes puntuales perpetrados contra individuos en ciertos contextos específicos. La idea es disimular que el racismo es también contra sujetos colectivos, que es constitutivo de la sociedad estadounidense y mundial, que se trata de un fenómeno estructural, esencialmente vinculado con la modernidad capitalista, con su fundamento colonial y con su estructura neocolonial. Todo esto no puede verse, pero se obstina en ser visto, como cuando se derriban y decapitan estatuas de Colón en los Estados Unidos. Este gesto simbólico nos descubre de pronto, bajo una forma sintomática, todo lo que los medios intentan encubrir.

Los medios están ahí para invisibilizar, por un lado, la blanquitud inherente al capitalismo, tal como fue elucidada por Bolívar Echeverría, y, por otro lado, la elevación de lo blanco a través de la inferiorización de lo negro, de la que nos habló elocuentemente Frantz Fanon. Se trata de invisibilizar también el enriquecimiento de ciertas clases y naciones blancas o blanqueadas a expensas de poblaciones racializadas, así como la correlación universal entre la pigmentación de la piel y los índices de marginación, el papel de la colonización en el racismo y en la constitución del Tercer Mundo, la división internacional del trabajo, el comercio inequitativo entre el norte y el sur, la forma en que Europa subdesarrolló a los africanos, como decía Walter Rodney, y todo lo demás de lo que tendríamos que estar hablando ahora mismo.

Aunque los medios pretendan a veces lo contrario, la ecuación colonial clasista-racista no es de ningún modo ajena a Latinoamérica, donde hay un vínculo histórico profundo entre la lucha de clases y una compleja guerra de castas entre blancos generalmente privilegiados, mestizos internamente desgarrados e indios, mulatos y negros oprimidos o marginados. Lo hemos confirmado recientemente en el golpe de Bolivia y en las protestas de Ecuador. Lo comprobamos antes con las matanzas de las favelas en Brasil o con la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa en México. Aquí en tierras mexicanas, en este preciso instante, podemos apreciar esa misma lucha de clases racializadas en la movilización de la ultraderecha blanca o blanqueada, reunida en el ya mencionado FRENA o FRENAAA, contra el gobierno de López Obrador y de su Movimiento de Regeneración Nacional, simbólicamente abreviado MORENA.

Hace poco escribiste un bello texto sobre Chile y nuestro octubre revolucionario ¿Qué es lo que más te llamó la atención? ¿Crees que se trata de un movimiento local o que responde a dinámicas más globales? O, mejor dicho, ¿cómo ves la articulación entre lo local y global en este caso?

La dinámica local es mejor conocida por ustedes que por mí. Sólo me gustaría enfatizar que el motivo inmediato de las protestas, el alza tarifaria del transporte público, es un simple detonante en el que se condensan múltiples factores, entre ellos el alto costo de la vida y en especial de la salud y la educación, así como las bajas pensiones, la brecha social, el descrédito de los políticos y las instituciones, la total subordinación del gobierno al empresariado y los casos de corrupción y de colusión en los precios de medicamentos y otros bienes de primera necesidad. Todo esto proviene del pasado contra el que también se ha sublevado el pueblo chileno, ese pasado que se mantiene presente a través de la sombra del pinochetismo, su legado constitucional y el rastro de las políticas neoliberales implementadas en las últimas décadas.

Al referirnos al neoliberalismo, ya salimos de una dinámica puramente local, especialmente en el caso chileno, por su carácter de modelo, punta de lanza o campo de experimentación para el proyecto global del capitalismo neoliberal. Es también contra este proyecto global contra el que se han levantado las chilenas y los chilenos al protestar contra sus diversos efectos locales que no son muy diferentes en Chile que en otros lugares del mundo. Pueblos como el francés, el egipcio, el libanés, el haitiano y el ecuatoriano se movilizaron en el mismo año de 2019, antes de octubre, contra efectos análogos del mismo capitalismo neoliberal. Después vinieron los panameños, costarricenses, colombianos y otros. La ola de protesta fue mundial y especialmente latinoamericana.

La sublevación chilena se inserta, pues, en una insurrección global que se asocia con la polarización a la que me referí antes y que no está circunscrita al año de 2019, ya que sus orígenes parecen remontarse a la crisis de 2008 e incluso más allá, desde los noventa, cuando se fue disipando la ilusión del fin de la historia. En esta insurrección global, Chile ha estado constantemente presente, en especial a través de las periódicas movilizaciones de los estudiantes. La continuidad, la perseverancia transgeneracional de estas movilizaciones, es uno de los aspectos que me ha llamado siempre la atención en el caso chileno.

Cuando veo a Chile desde lejos, me lo represento como un país aún oscurecido por la sombra del pinochetismo, pero también con un pueblo digno, vivo, despierto, que no ha perdido ni su cohesión colectiva ni su espíritu de rebeldía. Uno debe admirarse al comprobar que este pueblo sigue resistiendo, que no se ha dejado neutralizar, triturar y pulverizar en sus elementos individuales ni por el neoliberalismo salvaje ni por la violencia del golpe y la dictadura con esa infame guerra psicológica orquestada inicialmente por Hernán Tuane Escaff.

No es tan sólo el pinochetismo el que sigue aquí, sino también eso que se expresó en Allende y en el gobierno de la Unidad Popular. Y quiero insistir en que eso no es tampoco únicamente local, sino global. En todo el mundo encontraremos a sujetos involucrados en la contradicción entre las dos trincheras ocupadas respectivamente por Allende y Pinochet.

Los nombres de Pinochet y Allende tienen ambos una significación universal. Son como los nombres de Zapata, Fidel o el Che Guevara, Evita o incluso Chávez, también latinoamericanos, pues la universalidad no es monopolio europeo, como lo hubiera querido Hegel, ni mucho estadounidense, como se pretendía en la doctrina del Destino Manifiesto. De hecho, sólo por incomodar y no por entrar en una rivalidad especular, me atreveré a decir que en el último medio siglo se me dificulta más encontrar figuras políticas universales en Europa o en Estados Unidos que en América Latina, quizás por esa universalidad inherente a nuestra síntesis cultural que José Vasconcelos intentó aprehender a través de su noción tan equívoca de “raza cósmica”.

La universalidad cósmica latinoamericana se aprecia muy bien en la figura de Salvador Allende. Su rostro, pintado sobre muros e impreso en carteles, ha recorrido el mundo entero. Su nombre se ha convertido en sinónimo universal de lealtad con el pueblo y resistencia contra el imperialismo estadounidense. Allende ha inspirado canciones y ha dado nombre a edificios, auditorios, plazas, calles, barrios y hasta pueblos.

En México, por ejemplo, hay ese pueblo huichol de Nayarit que se llama “Salvador Allende” y al que Eduardo Galeano dedicó un bello texto. En Tepic, la capital del mismo estado, hay una calle céntrica, de nombre Salvador Allende, que atraviesa los barrios denominados “Venceremos” y “La Esperanza”. Una de las canciones más famosas de nuestro cantautor Óscar Chávez, quien murió ahora de coronavirus, está dedicada a Allende. Hace poco López Obrador se atrevió a decir que Allende había sido el mejor presidente de América Latina. Su admiración por él ha hecho que sea criticado por Jorge Castañeda Gutman y otros derechistas. Estas críticas eran previsibles, pues esa batalla entre Allende y Pinochet continúa en todos lados y también aquí, en tierras mexicanas.

Hace un par de años, mientras daba clase, debí interrumpirme porque la voz de Allende resonó con altavoces en toda mi facultad gracias a un homenaje que organizó un grupo de estudiantes. Muchas y muchos de mis estudiantes, al igual que yo, le negaríamos nuestro aprecio, nuestra confianza y nuestra amistad a un mexicano que celebrara el golpe de 1973. Su actitud ante el golpe nos permitiría saber mucho sobre sus demás actitudes ante el capitalismo, el neoliberalismo, el imperialismo yanqui e incluso el patriarcado y la colonialidad. Todo viene junto.

¿Cómo te imaginas el futuro post-pandémico? ¿Ves alguna salida o alternativa a las miradas de los intelectuales del primer mundo, que creo que van entre el nihilismo y una especie de optimismo maníaco?

Lenin se reiría de esas miradas y las descalificaría de inmediato como “infantiles” y “pequeñoburguesas”. Hace un siglo ya predominaban en el izquierdismo europeo y particularmente alemán. Desde luego que son miradas lúcidas y puede aprenderse mucho de ellas, pero sufren de esa puerilidad eterna propia de los sectores privilegiados. Además padecen generalmente de miopía, quizás porque se acostumbran a mirar solamente lo que les rodea en sus santuarios académicos europeos o estadounidenses. Luego, cuando intentan mirar el resto del mundo, aparece borroso.

No es tan sólo un problema de los intelectuales. A medida que pierden influencia e importancia, Europa y Estados Unidos tienden a centrarse y encerrarse en sí mismos, como despechados por el mundo, y a volverse cada vez más provincianos. Esta provincianización forma parte de su derechización. El verdadero cosmopolitismo y universalismo de izquierda que aún subsiste en el Primer Mundo suele ser sostenido significativamente por los inmigrantes y por las mal llamadas “minorías”. Y a quienes lo sostienen se les acusa paradójicamente de comunitarismo y particularismo tan sólo porque defienden el derecho de existencia de otros mundos y otros discursos diferentes del europeo-estadounidense. Es el caso de los decoloniales franceses y de su Partido de los Indígenas de la República.

Hay una relación esencial entre el movimiento decolonial-indígena francés, el antirracista estadounidense y el anti-neoliberal latinoamericano del año pasado. Estos movimientos se relacionan también esencialmente con las recientes huelgas feministas y movilizaciones por el planeta. Pienso que nuestra capacidad para articular estas luchas diferentes será decisiva para el futuro post-pandémico.

Antes de la pandemia ya conocimos los primeros esbozos de articulación. En Chile, por ejemplo, el movimiento que empezó protestando contra el neoliberalismo se volvió primero contra el colonialismo, derribando las estatuas de Pedro de Valdivia en Cañete, Concepción y Temuco, y luego contra el patriarcado, reactivando el movimiento feminista que ya nos había mostrado toda su fuerza en el mes de marzo. El performance “Un violador en tu camino”, que se convirtió en una suerte de himno feminista mundial, supo identificar al “macho violador” con el “Estado opresor”.

Hemos ido comprendiendo poco a poco, gracias a las feministas, cómo el funcionamiento del Estado Opresor traduce una violenta lógica patriarcal. Sabemos además que ese Estado es heredero del colonialismo y que existe para defender el capitalismo neoliberal que está devastando la naturaleza en Chile y en otros lugares. También sabemos que la defensa del capitalismo neoliberal puede hacer que el mismo Estado adopte una frenética forma neofascista y actitudes abiertamente racistas y sexistas, homófobas y xenófobas, especistas y ecocidas, como ha ocurrido en Brasil y en cierta medida también en Bolivia.

Reflexionar sobre los acontecimientos recientes en Latinoamérica nos permite vislumbrar, como lo dije hace un momento, que todo viene junto. Reunimos así las piezas del rompecabezas gracias a la polarización de la sociedad. Esta polarización es un momento de verdad. Al descararse en sus formas autoritarias y neofascistas, el capitalismo neoliberal se delata como algo indisociable de la colonialidad y el heteropatriarcado, y por ende también de las violencias racistas y sexistas, así como especistas-ecocidas.

Quienes estamos en la trinchera opuesta, la anticapitalista y antifascista, debemos esforzarnos en feminizar, despatriarcalizar, descolonizar, indigenizar y ecologizar nuestros movimientos. Necesitamos estar completos para vencer a nuestros enemigos. Ya empezamos a completarnos desde hace algunos años, lo que dio lugar a prácticas radicales, como la zapatista, que luchan simultáneamente contra el capitalismo, el patriarcado, la colonialidad y la devastación de la naturaleza. En este mismo camino, como sociedad latinoamericana, quizás jamás avanzamos tanto como el último año, al menos hasta que nos interrumpió el coronavirus. Esperemos que la pandemia sea tan sólo un paso atrás que nos permita saltar después con más fuerza, como lo dice Marx al referirse a la vergüenza en la que nos retraemos tan sólo para lanzarnos hacia adelante.