Por más que profundicemos, nunca tocamos fondo. Nunca terminamos de comprender la naturaleza, pero comprendemos algo, algo que nos permite utilizarla, explotarla para nuestro beneficio. Al hacerlo, estamos explotando también lo incomprensible que hay en su interior.
Ante lo que no comprendemos, ¿qué es más razonable? ¿Escrutarlo y explotarlo con la ciencia y la tecnología u honrarlo y divinizarlo a través del arte y la religión? ¿Violarlo al arrancarle sus favores o pedírselos con respeto y esperar con paciencia? ¿Proceder como la humanidad moderna o bien como aquellos pueblos originarios que resisten contra la modernidad?
Ya sabemos qué es lo más rápido, efectivo, provechoso y lucrativo, pero… ¿qué es lo más razonable? ¿Qué es lo más prudente y sensato? ¿Qué es lo más justo, correcto y honesto?
II
Entre las diversas enseñanzas que recibimos de las culturas prehispánicas mesoamericanas, hay una que nos revela el enternecedor simplismo de los términos occidentales por los que se ha regido tradicionalmente nuestro vínculo con el universo. Ni siquiera el ateísmo y la religiosidad permiten describir cosmovisiones indígenas de México y Centroamérica en las que hay un dios único desplegado como totalidad y ramificado en múltiples entidades espirituales, tan culturales como naturales, que no se distinguen de los seres materiales animales, vegetales e incluso minerales que nos rodean y de los que somos parte. Como en Spinoza, da igual decir «Dios» o «la naturaleza», pero también da lo mismo hablar de «los dioses» o de «la cultura» y de muchas otras cosas, trascendiéndose las dicotomías de lo unitario y lo múltiple, de lo espiritual y lo material, de lo cultural y lo natural, de lo creador y lo creado.
Podría suponerse que estamos aquí ante una perspectiva tan atea como religiosa, tan materialista como espiritualista y tan panteísta como animista, politeísta y monoteísta. Sin embargo, si estas categorías contradictorias deben agregarse, es porque resultan claramente insuficientes y reduccionistas cuando intentamos aplicarlas a un pensamiento ancestral en el que se refleja y se respeta la complejidad inherente al universo.
¿Para qué afanarse con un pensar complejo, tan complejo como el ser, cuya complejidad lo vuelve poco operativo y difícilmente instrumentalizable, poniéndolo en desventaja cuando se enfrenta con el simplista pensamiento europeo moderno? Superando el abismo entre la orilla epistémica y la ontológica, las culturas mesoamericanas aseguran cierta relación armoniosa con el mundo, así como cierta convivencia natural en comunidades que nunca se dividirían entre posiciones tan forzadas y artificiales, tan pueriles e ingenuas, como el ateísmo y la religiosidad o como el monoteísmo y el politeísmo. Este beneficio epistemológico y ético-político habría compensado sobradamente la desventaja tecnológica si los pueblos originarios de Mesoamérica no hubieran debido enfrentarse militarmente con españoles y portugueses.
Intervención en una sesión dedicada a la vida y la obra del autor en el V Ciclo «Resgatando a Memória da Psicologia Latino-Americana», organizado por Pedro Costa y por el colectivo brasileño Psicologia e Ladinidades y con la participación de Anna Turriani, el 14 de marzo de 2023
David Pavón-Cuéllar
Mis reflexiones e investigaciones avanzan por líneas aparentemente muy diferentes y distantes entre sí. Lo cierto es que estas líneas convergen y se anudan unas con otras, como intentaré mostrarlo ahora. Me gustaría dedicar unos minutos a ocuparme de cualquier tema, como podría ser el de los sacrificios humanos entre los aztecas, para exponer ante un objeto preciso y concreto las relaciones internas entre algunas de mis obsesiones que pareciera que no tienen absolutamente nada que ver unas con otras, como es el caso de mi atracción hacia los saberes indígenas mesoamericanos, mi posicionamiento anticolonial, mi orientación política militante hacia el horizonte comunista, mis opciones teóricas-metodológicas por el marxismo y el psicoanálisis y mis críticas del capitalismo, de su expresión ideológica en la psicología y de sus pasiones fascista y neofascista.
Comencemos por admitir algo tan obvio como que el fascismo y el neofascismo no son anticapitalistas. Más bien constituyen reacciones pasionales de un capital irritado, exasperado, enfurecido, cuyo enfurecimiento lo hace perder toda compostura y delatarse como lo que es. Pensemos, por ejemplo, en la furia que llevó al capital a proclamar imprudentemente su verdad en la consigna “¡viva la muerte!” de los falangistas y franquistas. Estos fascistas españoles, al echarle vivas a la muerte, confesaban el secreto del fascismo y del neofascismo: el del vampiro del capital que hace vivir su muerte, manteniendo vivo aquello muerto que es, viviendo al nutrirse con la vida que succiona de la humanidad y la naturaleza.
La transmutación capitalista de todo lo vivo en más y más dinero muerto parece expresarse elocuentemente en la fascinación de los fascistas y los neofascistas por lo muerto, inerte o inanimado, ya sean suásticas, banderas, embriones humanos, toros masacrados, trofeos de caza, junglas amazónicas devastadas o cadáveres de judíos, gitanos, palestinos, afrodescendientes o inmigrantes. La necrofilia se descubre así en diversas inclinaciones pletóricas de sentido al mismo tiempo que se encubre con etiquetas vacías como la de “provida”. Este juego de encubrimiento y descubrimiento se torna flagrante en México y en España cuando las actuales derechas y ultraderechas, tan fascistoides unas como otras, aparentan un horror necrófobo ante los sacrificios humanos de los aztecas justamente cuando efectúan su revelador festejo necrófilo de una colonización que provocó la muerte de varios millones de indígenas equivalentes al 90% del total de la población.
Los indígenas de América no sólo murieron de enfermedades provenientes de Europa. También fueron masivamente exterminados por los españoles y los portugueses, directamente masacrados con espadas y armas de fuego, pero también indirectamente aniquilados a fuego lento con el hambre, con el exceso de trabajo, con la devastación de los ecosistemas y con la dislocación de los efectivos sistemas locales de producción y distribución de alimentos y medicamentos. Este genocidio puede ser minimizado y desdeñado por los más canallas cuando lo comparan, en clave de posverdad, con un espectáculo pornográfico del que no dejan de gozar: el de un sacerdote indígena que arranca el corazón del pecho del sacrificado y lo eleva para ofrecérselo a los dioses.
La imagen espectacular del sacrificio humano les sirve a los canallas para justificar todo el horror de la colonización, para presentar este horror como una gran hazaña civilizatoria, para olvidar que los nativos del Nuevo Mundo ya tenían civilizaciones o para convencerse de que estas civilizaciones eran inferiores a la del Viejo Mundo. En realidad, si entráramos al tonto y peligroso juego imaginario especular de las comparaciones, podríamos juzgar a las civilizaciones americanas como superiores a la europea en aspectos que tendríamos derecho a considerar los más importantes, entre ellos la relación con el entorno de la que depende la subsistencia de la naturaleza y de la humanidad. Tal relación, de hecho, está en el centro de la profunda significación de los sacrificios humanos para los aztecas, una significación que hace aparecer los sacrificios como auténticos homenajes a la vida, homenajes por eso mismo incomprensibles para una mirada necrófila fascista o neofascista.
Es verdad que el fascismo, especialmente en su variante nazi alemana, cultivaba una doctrina sacrificial en la que se prescribía a los jóvenes que encontraran su máxima realización y satisfacción existencial en el hecho mismo de entregar su existencia como carne de cañón. Sin embargo, en este caso, la vida tenía que ofrendarse a cosas tan inertes y abstractas como una suástica, la superioridad aria, la pureza de la sangre o la idea nazi de la nación. De igual modo, en el sistema capitalista, debemos inmolar sistemáticamente nuestras vidas concretas en aras de algo tan muerto y mortífero como el vampiro del capital con sus diversos avatares abstractos, entre ellos la productividad, el desarrollo, la calidad, el éxito, la competitividad, el nivel de consumo y la línea de crédito.
No hay aquí en el capitalismo nada vivo, así como tampoco lo hay en el fascismo. No hay, pues, ninguna vida en los altares capitalista y fascista en los que inmolamos nuestra vida. Por el contrario, entre los aztecas, el sacrificio de la vida era por la vida misma.
Era por la vida que los aztecas debían inmolarse e inmolar a sus vecinos. Los inmolados perdían su vida para que se transfiriera de ellos al sol y a través del sol a todo lo que existía. Era para que todo siguiera existiendo que el sacerdote abría el pecho del sacrificado y extraía el corazón, el yóllotl, que era la fuente de vida y que por ello se entregaba al sol en sacrificio. El sol necesitaba de esa fuente de vida para no extinguirse, para continuar viviendo e irradiando su vida en el mundo, para mantener así el ciclo de la vida.
Era para que todo viviera, para que no hubiera una catástrofe universal que acabara con todo, que los individuos tenían que morir en la cima del teocali. Su generosa inmolación individual era necesaria para la subsistencia de un universo que los pueblos mesoamericanos se representaban y a veces continúan representándose como un gran tejido comunitario en el que se entrelazan todos los seres espirituales, animales, vegetales y hasta minerales. Para que esta comunidad ontológica siguiera viva, se necesitaba que hubiera individuos que murieran.
La justificación del sacrificio individual por la subsistencia comunitaria universal tiene un evidente carácter ideológico, pero no por ello deja de tener también un sentido profundo y verdadero para los pueblos originarios de Mesoamérica. No estoy pensando tan sólo en la controvertida hipótesis de que los sacrificios humanos habrían contribuido a una regulación demográfica necesaria para la preservación de las poblaciones indígenas y de su medio ambiente. La validación de tal hipótesis confirmaría efectivamente que cierta comunidad humana y natural habría subsistido gracias a la inmolación de los individuos, pero esta inmolación puede ser también aceptada como verdadera por sí misma, por lo que expresa en su literalidad simbólica, y no sólo por sus efectos beneficiosos en la realidad.
Independientemente de que los sacrificios de individuos en Mesoamérica sirvieran para preservar cierta comunidad y la naturaleza viva en su generalidad, lo seguro es que evidencian una visión mesoamericana caracterizada por la preeminencia de la vida común y general sobre la individual y específicamente humana. Los sacrificios de individuos humanos demuestran, por lo tanto, una orientación política no individualista y tampoco especista ni androcéntrica, sino más bien, de algún modo, comunista y ecologista. Notemos que esta orientación anticipa varias de las orientaciones modernas definitorias de la izquierda radical en la que yo me sitúo, entre ellas el propio comunismo en general, así como también, de modo específico, el comunismo verde, el ecosocialismo anticapitalista y los movimientos de las comunidades latinoamericanas que luchan por sus territorios.
Muchos de los mártires izquierdistas latinoamericanos del último siglo, desde los guerrilleros comunistas hasta los actuales defensores del medio ambiente, se han sacrificado como individuos para la preservación de la comunidad humana y de la naturaleza en general, exactamente como los indígenas mesoamericanos inmolados en la época prehispánica. Los antiguos indígenas morían por la vida, por la vida representada simbólicamente por el sol, tal como los nuevos activistas mueren también por la vida, por la misma vida que se representa en lo simbólico por el territorio, por la comunidad y por el comunismo. Estas muertes dignas y heroicas, tan desbordantes de sentido, tienen que distinguirse de las muertes absurdas, indignas y miserables, de los millones de latinoamericanos que mueren hoy en día prematuramente, no por la vida, sino por la muerte, por lo muerto y lo mortífero, por el vampiro del capital que devora sus vidas para convertirlas en más y más dinero muerto.
Lo peor de la inmolación a la divinidad oscura del capital es que no se trata de una muerte súbita como la del indígena sacrificado cuando la obsidiana se hunde en su pecho. Ese indígena sólo muere al expirar al final de su vida, pero vive plenamente durante varios años antes de morir, viviendo una vida que le pertenece a él. Por el contrario, con una vida poseída por el sistema capitalista, el sujeto moderno muere continuamente mientras vive, mientras el capital devora su vida, explotándola como fuerza de trabajo y de consumo.
La inmolación del sujeto moderno dura toda su vida, mientras que la del antiguo indígena mesoamericano duraba sólo el instante de su muerte, cuando se le arrancaba su corazón, el yóllotl, de su pecho abierto por la obsidiana. Esta extracción de la principal entidad anímica subjetiva sólo llegaba en el punto final de la existencia: era su desenlace, mientras que para nosotros es lo contrario, la apertura, inaugurando la existencia de lo que somos cada uno de nosotros. Lo que se nos ha hecho ser a cada uno, en efecto, sólo existe al desgarrarse cada uno de sí mismo, al arrancar su alma de su cuerpo y al convertirla en un dispositivo de poder sobre el cuerpo, enajenándola en el sistema capitalista, separándola de todo lo demás y así convirtiéndola en el objeto de nuestra psicología.
La idea psicológica de lo que somos, esa entidad ideológica encarnada por cada uno de nosotros, es comparable al alma que se extrae del indígena sacrificado por los aztecas. No exagero al decir que hay una inmolación del ser humano, una inmolación como la de los sacrificios mesoamericanos, en la actual psicologización de nuestra humanidad. El homo psychologicus es el trozo palpitante arrancado a nuestro pecho: es la mitad anímica del homo dúplex de la modernidad.
La psicología forma parte de la concepción moderna dualista del ser humano, la cual, siendo percibida con sensibilidad mesoamericana, se nos aparece desdoblada en los dos restos que nos quedan tras un sacrificio prehispánico. Sobre la piedra sacrificial, tenemos el cadáver ahuecado, el cuerpo sin alma, el objeto de la fisiología, de la anatomía, de la medicina, de la neurología. En la mano del sacerdote, vemos el corazón arrancado aún palpitante, la vida inmaterial, el alma sin cuerpo, el objeto de la psicología.
Son los mismos despojos los que restan después de la inmolación capitalista de la totalidad humana en la sociedad de clases con su división manual/intelectual del trabajo. Por un lado, está el cuerpo inconsciente explotado, sin espíritu, sin intelecto ni emociones, al que se reduce la existencia proletaria de los trabajadores manuales. Por otro lado, está el alma consciente explotadora, desmaterializada y desexualizada, en la que se confina la existencia burguesa de los trabajadores intelectuales, cuyas almas los rodean como cárceles para sus cuerpos, como bien lo notaba Foucault.
Tanto la burguesía como el proletariado son reprimidos, la primera en su cuerpo, el segundo en su alma. Estas represiones dan lugar a dos grandes síntomas de los siglos XIX y XX: el retorno revolucionario de la conciencia reprimida entre los proletarios y el retorno histérico del cuerpo reprimido entre los burgueses. Ya sabemos que ambos síntomas serán escuchados y tomados en serio por Marx y Freud.
Mientras que el método psicoanalítico freudiano busca devolverle el cuerpo sexuado a una existencia burguesa que se esfuerza en ser puro espíritu, la estrategia revolucionaria marxista intenta restablecer la conciencia de clase en una existencia proletaria que se reduce a no ser más que músculos y brazos. Desde luego que el cuerpo del trabajador tiene un alma, pero no es exactamente su alma, estando aburguesada, enajenada, tal como el alma del burgués tiene un cuerpo igualmente alienado y proletarizado. Las dos mitades han sido separadas por el gran sacrificio humano capitalista que el comunismo y el psicoanálisis intentan revertir.
El problema es que las prácticas analítica y comunista retroceden, retroceden cuando más las necesitamos, retroceden a medida que avanza lo que intentan revertir. La represión del alma se generaliza con una proletarización generalizada que da lugar a esa liberación sexual que es más bien la desublimación represiva de la que hablaba Marcuse. Paralelamente, la represión del cuerpo también se generaliza con un aburguesamiento generalizado que se manifiesta en la psicologización de nuestro ser en la que han profundizada Ian Parker y Jan De Vos.
Perdemos tanto el cuerpo como el alma, perdemos así nuestra vida entera psíquica y somática, exactamente como el indígena sacrificado, pero no, como él, después de vivir nuestra vida, sino antes de vivirla, para que toda ella le pertenezca únicamente al capital que la explota. Desde luego que podríamos recobrar el alma consciente con recursos como los marxistas, así como podríamos también recuperar el cuerpo sexuado con medios como los freudianos. El problema es que también estamos perdiendo estos medios que podrían ayudarnos a tratar nuestra pérdida. Estamos perdiendo, en efecto, las herencias revolucionaria marxiana y analítica freudiana, que ceden su lugar a pequeñas agitaciones psicoterapéuticas y contorsiones micropolíticas.
Resistiendo a la insignificancia posmoderna, tan sólo podremos preservar lo que Marx y Freud nos han legado al enfrentarnos decididamente al capitalismo con sus pasiones fascistas y neofascistas, al oponernos así también a la inmolación capitalista del sujeto y a su expresión ideológica en la psicología. Nuestra oposición anticapitalista, antipsicológica y antifascista debe apuntar a otra forma de ser humano: a un sujeto no desgarrado, mutilado y sacrificado por el capitalismo. Alcanzamos a vislumbrar a este sujeto en las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Atisbamos en ellas algo que es, para mí, el único verdadero fin de análisis: el del horizonte comunista por el que apostamos algunos de nosotros.
Comunismo y psicoanálisis, crítica de la psicología, anticapitalismo, antifascismo y anticolonialismo, descolonización e indigenización. He aquí algunos de los principales hilos de lo que pienso. Espero haber mostrado cómo se entretejen en un pensamiento, el mío, que es tan intrincado como cualquier otro, siendo nuestro y no sólo mío, pues el telar es el del mundo en el que todos vivimos.
Intervención en la mesa de diálogo Psicología y Pueblos Originarios en América Latina con la participación de Nita Tuxá (Brasil), Cristina Herencia (Perú) y Julio César Carozzo (Perú). La mesa, realizada el viernes 10 de marzo de 2023, fue organizada por el Consejo Mexicano de Psicología, la Sociedad del Afecto, el Consejo Nacional del Pueblo Mexicano, la Asociación Latinoamericana para la Formación y Enseñanza de la Psicología y otras organizaciones.
David Pavón-Cuéllar
La psicología que estudiamos y practicamos en América Latina es generalmente una disciplina desarrollada en Europa y en Estados Unidos. Habitantes de esas regiones la han construido sobre la base de lo que experimentan y saben sobre sí mismos, diseñándola de acuerdo a lo que son, reflejándose en ella, creándola por ello a imagen y semejanza de ellos mismos. Ellos, los europeos y estadounidenses, han sido quienes han elaborado las teorías y técnicas psicológicas en función de sus propias culturas, a partir de sus creencias, con sus ideas, a través de sus reflexiones, al investigar lo que ellos son, al observarse a sí mismos y al experimentar consigo mismos.
Los habitantes de Europa y de Estados Unidos han creado una psicología que es de ellos y que tiene sentido para ellos. Si esta psicología puede tener sentido también para nosotros en Latinoamérica, es porque somos producto del colonialismo y el mestizaje cultural, porque tenemos también algo de europeos y estadounidenses, porque lo estadounidense y europeo se ha globalizado y hegemonizado, porque nos hemos europeizado y americanizado. Es por lo mismo que hablamos español o portugués o inglés y que bebemos vino de burdeos o refresco de cola. Sin embargo, que nosotros bebamos estos líquidos o que hablemos esos idiomas, que así nos los apropiemos y los hagamos nuestros, no los hace menos europeos o estadounidenses. Lo mismo sucede con la psicología: por más que la estudiemos y practiquemos en Latinoamérica, no deja por ello de ser tan estadounidense como el refresco de cola y tan europea como el vino de burdeos.
Al igual que otros productos culturales importados, la psicología de Europa y Estados Unidos no existía en tierras latinoamericanas en la época prehispánica. Es verdad que los distintos pueblos originarios de Nuestra América tenían y aún tienen diversos saberes teóricos y prácticos sobre lo que ahora llamaríamos “la subjetividad humana”, pero estos saberes no son exactamente psicológicos. Son tan diferentes de aquello europeo-estadounidense que actualmente denominamos “psicología”, tan diferentes de lo que hoy estudiamos y practicamos bajo tal nombre, que los malinterpretaríamos y nos confundiríamos al llamarlos “psicológicos”.
Lo cierto es que no hay nada que haga pensar en la psicología, nada que haga pensar en lo que pensamos cuando hablamos de la psicología, en todo aquello tan profundo y tan complejo que los pueblos originarios de Abya Yala sabían y siguen sabiendo sobre la subjetividad humana. Estos saberes ancestrales no son psicológicos porque no cometen lo que yo considero el error fundante de la psicología: su error consistente en extraer su objeto de todo lo demás, distinguiéndolo y de algún modo aislándolo, aislando la psique o conciencia o mente o cognición o como la llamen, para luego dedicarle un conocimiento, un discurso, un logos, una psicología. Digamos, como decía Klaus Holzkamp, que la psicología es un conocimiento sin mundo, mientras que los saberes ancestrales americanos sobre la subjetividad son conocimientos del mundo.
Los indígenas americanos comprenden que deben conocer el mundo para saber algo sobre la subjetividad humana. Lo que descubren en esta subjetividad es, de hecho, el mundo mismo: la comunidad, la historia, la naturaleza y muchas otras cosas. No hay aquí ningún repliegue de lo psíquico sobre sí mismo. No hay aquí ninguna psicología.
Lejos de ser psicológicos, los saberes ancestrales de los pueblos originarios americanos resultan incompatibles con la psicología y pueden inspirarnos potentes argumentos para cuestionarla. Es lo que intentaré mostrar al abordar críticamente la ideología subyacente al conocimiento psicológico, discutiéndola con el auxilio de los saberes ancestrales de Abya Yala que mejor conozco, los de la región mesoamericana septentrional hoy ocupada por mi país, México. Estos saberes me aportarán ideas que opondré a quince tendencias ideológicas de la psicología: su etnocentrismo, su universalismo, su normalizacionismo, su antropocentrismo, su androcentrismo, su binarismo, su presentismo, su realismo, su objetivismo, su individualismo, su posesivismo, su asertivismo, su vitalismo, su interiorismo y su dualismo.
La primera tendencia ideológica del conocimiento psicológico a la que deseo referirme es el etnocentrismo. La psicología está centrada y encerrada en su cultura europea-estadounidense, la toma como único parámetro para pensar en la subjetividad y no consigue descentrarse y liberarse de ella para pensar con otras categorías culturales. Resulta significativo que no haya conceptos psicológicos importantes que provengan de otras culturas diferentes de las de Europa y Estados Unidos, mientras que las concepciones mesoamericanas de la subjetividad han ido enriqueciéndose desde el siglo XVI con las categorías europeas, entre ellas la misma alma o ánima judeocristiana, que se ha incluido sin dificultades en los conjuntos anímicos ya existentes.
Un mixteco de Oaxaca, por ejemplo, agrega el “ánima yo” de los procesos intelectuales a sus otras entidades anímicas: una “sombra” que la recubre, un “tachi” que se asocia con los espíritus de los muertos y un “tono” que posee la “sustancia vital” con la que se anima el sujeto. De igual modo, un zoque de Chiapas tiene su ánima individual, incorporal e inmaterial, junto a una “kojama” que reside simultáneamente en el cuerpo y en la montaña. Esta integración entre lo ajeno y lo propio sucede también en la concepción de otros sujetos, entre ellos los sobrenaturales, como el “Qotiti” de los totonacas de Veracruz, en el que se condensan las características de las divinidades locales y el diablo cristiano. Vemos así que el totonaca, el zoque y el mixteco, al igual que otros indígenas de la región, pueden concebirse a sí mismos y concebir a los demás a través de categorías culturales europeas y no sólo mesoamericanas, mientras que el conocimiento psicológico europeo-estadounidense tiende a permanecer herméticamente cerrado a todo lo que no provenga de su propia cultura. Podemos contraponer, entonces, la cerrazón etnocentrista de la psicología y la apertura sincrética de los saberes ancestrales de Mesoamérica.
Los pueblos mesoamericanos pueden abrirse tanto a otra cultura que llegan al extremo de atribuirle una suerte de universalidad, pero sin dejar por ello de arrogarse universalidad a sí mismos. Alcanzan así, como ahora diríamos, una suerte de visión pluriversalista en la que admiten la coexistencia de múltiples universos con lógicas distintas, incomparables, incluso inconmensurables, aunque igualmente válidas unas que otras. Puede ocurrir incluso que estos universos tengan creadores diferentes, como en la creencia lacandona en su propio dios, Hachakyum, y el de los extranjeros, Akyantho.
Llama la atención que los lacandones reconozcan el carácter creador y divino del ser supremo ajeno, en lugar de simplemente considerarlo falso, como lo hacían los evangelizadores y colonizadores españoles y portugueses. De igual modo, en lugar de un universalismo europeo en el que sólo se admite un universo y se invalidan y absorben los demás, los lacandones y otros pueblos originarios mesoamericanos reconocen múltiples universos con formas diferentes de ser humano. Este pluriversalismo contrasta claramente con el universalismo de una psicología que sólo admite una forma de ser humano, universalizándola y excluyendo cualquier otra forma o aceptándola sólo si puede interpretarla como una variación de sus propios términos universales, como sucede en el modelo psicológico transcultural.
La admisión de una sola forma de ser humano se manifiesta no sólo en el universalismo, sino en el normalizacionismo de la psicología, es decir, en su obsesión de normalidad, en su propensión a normalizarlo todo y a psicopatologizar todo aquello que no corresponde a su norma. Esta propensión contrasta con el respeto de los pueblos mesoamericanos hacia la singularidad única de cada uno: un respeto que puede ilustrarse con la idea nahua del ser humano como in ixtli in yollotl, como rostro y corazón, como un rostro absolutamente diferente de cualquier otro y como un corazón también absolutamente diferente de los demás, como una personalidad única y como un deseo también único. Es así a partir de lo singular de cada uno como se define lo universal de todos.
Lo único universal es lo singular, o, como decía Althusser, la única regla es la excepción. Esta lógica, inaccesible al pensamiento europeo antes del siglo XIX, ya se encuentra desde la noche de los tiempos en la visión mesoamericana, donde la única norma admisible es la falta de norma. Razonando así, conjuramos varios problemas constitutivos de la psicología: el ya referido normalizacionismo, la resultante concepción de la psicopatología como anormalidad y otras dos tendencias ideológicas derivadas: el antropocentrismo, que centra y encierra las representaciones psicológicas en la norma humana, y el androcentrismo, que pone la normatividad masculina en el centro de la psicología.
En lo que se refiere al antropocentrismo, hace que la psique o mente humana se represente psicológicamente como algo centrado y encerrado en sí mismo y en su propia norma, separado y apartado con respecto al resto de la vida espiritual del universo. Esta representación antropocéntrica difiere de concepciones mesoamericanas como la del alma nahua llamada teyolía, que es como un árbol cuyo centro, su tronco principal, es el alma única de todo lo que existe, alma que se ramifica en las almas de las diversas especies animales, vegetales y hasta minerales, entre ellas la humana, que a su vez se ramifica en entidades anímicas étnicas, grupales, comunitarias, familiares y finalmente individuales, de tal modo que el alma de un individuo es también el alma de su comunidad, su pueblo, la humanidad y toda la naturaleza. El alma de la naturaleza es así el centro del alma de cada individuo humano, la cual, entonces, no está ni separada ni apartada con respecto al resto de los seres ni tampoco centrada y encerrada en sí misma como en la psicología antropocéntrica.
El objeto del conocimiento psicológico está centrado y encerrado, no sólo en su aspecto normativo humano, sino en su normatividad masculina, delatando así un androcentrismo por el que se distingue de concepciones mesoamericanas como la nahua, donde la masculinidad y la feminidad, como polos caliente y frío de todo lo existente, se equilibran, compensan, combinan y compenetran en cada ser. No hay aquí ningún centro masculino en el que pueda encerrarse una representación de la psique o de la mente. Si hay algo englobante del psiquismo y de todo lo demás, es más bien lo femenino asociado con la totalidad originaria, personificada por diosas madres como la nahua Tlaltecuhtli, la purépecha Kuerájperi o la huave Mijmeor Cang.
En realidad, las concepciones mesoamericanas de la subjetividad van más allá de una separación tajante de los polos masculino y femenino, precisamente porque los conciben como ingredientes indisociables de todo lo que existe, incluyendo lo subjetivo. Un sujeto de sexo masculino puede tener también aquí facetas femeninas, algunas de ellas fundamentales, como su carácter mortal y su vida sexual, ya que la muerte y la sexualidad son esencialmente femeninas para grupos como los nahuas. Los mismos nahuas, concibiéndose a sí mismos a través de los dioses, pueden representarse incluso a divinidades con dos géneros como Ometéotl, madre-padre de los dioses, o incluso Quetzalcóatl, ave-quetzal masculino y serpiente-cóatl femenina. De igual modo, la trama vital de muchos otomíes está entretejida con la de los nzakis, unas potencias espirituales que tienen cada una dos sexos, desdoblándose en sus manifestaciones femeninas y masculinas. En todos los casos, tenemos a seres híbridos, bisexuales, transexuales o hermafroditas, que desafían el binarismo sexual aún imperante en el conocimiento psicológico.
Además de separar de modo tajante lo masculino y lo femenino, la psicología tiende también a separar tajantemente el presente y el pasado, favoreciendo el presente a costa del pasado, viendo el pasado como algo que debe superarse para vivir en el presente. Este presentismo de la psicología es desafiado por saberes ancestrales mesoamericanos en los que se comprende perfectamente que vivir en el presente es vivir también en el pasado, que el pasado siempre está presente de algún modo, que el presente está hecho de un pasado que nunca termina de pasar. Un tseltal de Cancuc, por ejemplo, debe lidiar constantemente con entidades anímicas llamadas lab que lo habitan y constituyen internamente y que son como sedimentaciones de quinientos años de historia colonial, personificándose por ello en figuras espectrales no-indígenas como conquistadores, sacerdotes, caciques y maestros. Los tseltales nos demuestran que saben muy bien que su pasado, lejos de estar detrás de ellos, está en ellos, poseyéndolos, existiendo a través de ellos, constituyéndolos y siendo ellos, así como está delante de ellos, rodeándolos, acorralándolos, obstruyéndoles el camino y haciéndolos tropezar.
El pasado persiste no sólo de modo real en situaciones como las violencias racistas o las estructuras socioeconómicas neocoloniales, sino también simbólicamente a través de restos de nuestra historia como palabras que nos estorban el paso, nombres que nos inmovilizan al definirnos, gestos cuyo sentido nos enreda y nos atrapa o discursos que se han convertido en laberintos en los que seguimos extraviados. Estos materiales simbólicos suelen ser ignorados o subestimados por la psicología con su incurable realismo, pero no por los saberes teóricos y prácticos mesoamericanos, que le dan su lugar y su valor a los símbolos que nos engendran y nos moldean, que nos animan y nos paralizan, que organizan el mundo en que vivimos y con los que debemos lidiar a cada instante. Los símbolos pueden incluso enfermarnos, así como curarnos, lo que sabían muy bien los mayas yucatecos desde hace muchos siglos, como se pone de manifiesto en su Ritual de los Bacabes, en el que se usaban palabras para tratar las palabras, las “uayasba”, los símbolos que nos enferman y que deben descifrarse para curarnos.
Al enfrentarse a la enfermedad, el curandero del Ritual de los Bacabes habla con ella, la interpela y la interroga, tratándola como un sujeto. La subjetividad, en Mesoamérica, no es el privilegio de uno mismo, sino que es un derecho de todo ser existente, incluyendo a los demás seres humanos, pero también a seres no-humanos, ya sea animales, vegetales, minerales, espirituales o sobrenaturales. Todo tiende a subjetivarse desde el punto de vista mesoamericano, al contrario de la ciencia europea-estadounidense, donde todo tiende a objetivarse, incluso el mismo sujeto, como sucede en la psicología científica o cientificista que neutraliza la subjetividad al descomponerla en sus componentes objetivos, ya sean conductas, cogniciones, emociones o trastornos.
Mientras que el psicólogo obsesionado con la ciencia da rienda suelta a su objetivismo y ejerce todo su poder-saber de experto sobre un enfermo al que ve como un manojo mudo e ignorante de elementos objetivos observables, el curandero mesoamericano les reconoce un saber al enfermo y a su trastorno. Sabe que tienen algo que decir y por eso los escucha. Se relaciona intersubjetivamente con ellos. Los trata como sujetos, como iguales, a través de un principio igualitario de intersubjetividad que los tojolabales de Chiapas expresan con una fórmula que repiten a menudo: lajan lajan aitik, estamos parejos, somos iguales.
El igualitarismo resulta indisociable de la representación mesoamericana de todos los seres humanos y no-humanos como componentes iguales, igualmente necesarios e importantes, de una gran totalidad comunitaria. Este holismo comunitarista es diametralmente opuesto al individualismo dominante en la modernidad europea-estadounidense, el cual, no hay que olvidarlo, subyace a la idea psicológica de lo psíquico, de lo mental o cognitivo, como algo estrictamente individual. Mientras que la psicología suele concentrarse en los problemas del individuo visto como un yo, los saberes ancestrales mesoamericanos resitúan a este individuo en su comunidad y lo reconocen como lo que es: un ser esencialmente comunitario al que los mayas denominan uinic, un ser que no puede reducirse a la mónada yoica, siendo más bien una red nosótrica, un nosotros que no por casualidad es el sujeto mesoamericano por excelencia, el que no deja de insistir cuando un indígena se expresa, como en el enfático ndoo mixteco de Oaxaca o como en el repetitivo tik tseltal y tsotsil de Chiapas.
Desde luego que hay un yo en Mesoamérica, pero es un yo consciente de pertenecer al nosotros de la comunidad que lo constituye por dentro. Esta conciencia tiene dos consecuencias que pueden ilustrarse con virtudes nahuas y contraponerse a tendencias ideológicas de la psicología. La primera consecuencia de la conciencia nosótrica es lo que se expresa con el ideal nahua de tlapalewilistli, consistente en una ayuda generosa basada en el amor desinteresado y en el desprendimiento de sí mismo, todo lo cual puede oponerse al asertivismo promovido por la práctica psicológica y manifestado en formas individualistas de exitismo y hedonismo. La psicología también se inclina ideológicamente a promover un posesivismo, un afán de poseer y poseerse a sí mismo al tomar control sobre su propia vida, que podemos contraponer a lo que se expresa con el otro ideal nahua del onen tacico, del vivir por vivir, sin otro fruto ni provecho que la vida misma.
No aferrándonos a lo que nos distrae de la vida, podemos al fin relacionarnos directamente con la vida, pero también con la muerte que habita en el seno de la vida y que intentamos recubrir con lo que nos obstinamos en poseer. La conciencia de la vida en la muerte, conciencia de la que suele carecer la psicología en su vitalismo típicamente europeo-estadounidense, resulta bastante clara en los saberes ancestrales mesoamericanos, como podemos comprobarlo en la figura simbólica de malinalli, calavera de la que brota la hierba, signo de muerte y de vida. El sujeto mesoamericano sabe que sólo en la relación con su muerte individual puede vivir de verdad, pero es también porque sabe que la verdadera vida no es la suya individual, sino la nuestra comunitaria.
Comprobamos una vez más que el sujeto mesoamericano radica no tanto en el individuo, sino más bien en las relaciones e interacciones constitutivas de la comunidad. Esto puede apreciarse en las desconcertantes almas interactivas y relacionales que son el ool maya de Yucatán y la mintsita purépecha de Michoacán. Lo que descubrimos aquí es una subjetividad nosótrica reticular que se despliega exteriormente en el tejido comunitario, contrastando así con el objeto yoico monádico de la psicología europea-estadounidense que está encerrado en el supuesto mundo interior de cada individuo. Mientras que el interiorismo psicológico se imagina una interioridad psíquica o mental que puede mueblar y llenar a su antojo, los saberes ancestrales mesoamericanos prefieren atenerse a lo que se percibe en la exterioridad práctica y material de la comunidad con sus relaciones e interacciones, con sus palabras y sus gestos, con sus luchas y sus historias.
No es que los pueblos originarios de Mesoamérica ignoren o nieguen lo psíquico, lo mental o espiritual. Es más bien que no lo separan tajantemente de lo físico, de lo corporal y material. No recluyen el psiquismo en un interior herméticamente cerrado en relación con el exterior. No caen así en el dualismo constitutivo de la psicología, el que la hace distinguir su objeto de todo lo demás, recluyéndolo en el mundo interior, aislándolo del mundo exterior, desmaterializándolo y descorporizándolo. En lugar de estas visiones dualistas, los saberes ancestrales mesoamericanos ofrecen concepciones monistas como las del itonal de los nahuas, que es un alma corpórea, materializada en el cuerpo y en los actos del sujeto.
Los pueblos originarios de Mesoamérica saben que el alma tan sólo puede separarse del cuerpo a causa de un hecho traumático, un acontecimiento patógeno, como el llamado “susto” por el que muchos indígenas continúan enfermándose hoy en día. Un sujeto debe asustarse para que en él se dividan patológicamente el cuerpo y el alma, lo físico y lo psíquico, lo material y aquello espiritual que se condensa en el objeto de la psicología europea-estadounidense globalizada en la modernidad capitalista. Notemos que tal división patológica es nuestra condición moderna de homo psychologicus.
Tal vez nuestra condición dividida nos recuerde la de aquel a quien se le arranca su corazón en los sacrificios aztecas, pero al menos el sacrificado tuvo tiempo de conocer en vida la unidad fundamental entre lo corporal y lo anímico tal como se representa simbólicamente en el mismo corazón, yóllotl, que se le arranca. Esto es algo que nosotros no tenemos derecho a conocer. A nosotros no se nos arranca el corazón al morir, al terminar de vivir, sino al comenzar a vivir, al constituirnos como los sujetos descorazonados que somos.
Digamos que el ser que somos es un ser ya sacrificado: un ser cuyo sacrificio lo hace existir. Mi convicción es que podemos considerarlo un enfermo, desde el punto de vista mesoamericano, porque ha sido y sigue siendo incesantemente asustado por la modernidad capitalista que desgarra su alma del cuerpo a través de operaciones bien estudiadas por Marx, Engels, Kollontái, Freud, Breton, Crevel, Reich, Foucault y muchos otros, entre ellas la división manual/intelectual del trabajo, la represión moral de la sexualidad, la desexualización del amor, la desmaterialización del alma burguesa, la desespiritualización del cuerpo trabajador y la enajenación de un alma convertida en instrumento de poder sobre el cuerpo. Todo esto, el susto y su resultante división dualista, es precisamente lo que está en el origen de la psicología. No habría conocimiento psicológico sin un susto que produzca su objeto al separarlo de todo lo demás y al dejarlo vagando en la maleza ideológica de la psicología.
En su actual forma, el conocimiento psicológico está condenado a ser dualista por su propia definición, así como está condenado también a ser todo lo demás que hemos dicho. Las tendencias ideológicas a las que me he referido no son errores, desviaciones u obstáculos de la psicología, sino que son su propia forma de existencia. La psicología existe ideológicamente como producto cultural histórico de una modernidad capitalista que no deja de ser originariamente europea-estadounidense por el hecho de haberse globalizado a través del colonialismo y el neocolonialismo.
Intervención en el Encuentro presencial internacional Cuerpo, patología social y política: saberes orientales, ancestrales y psicosociales en América Latina, organizado por la Cátedra Libre Martín-Baró y llevado a cabo el 16 y 17 de septiembre en la Unión Sindical Obrera en Bogotá, Colombia.
David Pavón-Cuéllar
Patologías de nuestra normalidad
Cualquier acercamiento crítico al campo de la patología debe comenzar por distinguir tajantemente la salud y la normalidad. Lo normal es lo conforme a la norma, lo más frecuente, lo habitual u ordinario, mientras que lo saludable o sano es lo acorde a la salud, entendiendo por “salud” el adecuado cumplimiento de las funciones vitales, el mejor estado para la vida, el buen vivir. Tenemos aquí dos cualidades completamente diferentes, dos variables independientes, ajenas la una a la otra.
Por ejemplo, fumar era normal hace algunos años, pero no era nada saludable, pudiendo incluso matar a los fumadores al provocarles cáncer de pulmón y otras enfermedades respiratorias. De igual modo, tener y conducir un automóvil propio es lo más normal en los países ricos o en las clases medias o altas de los países pobres, pero no por ello deja de ser poco saludable para el planeta contaminado, para la humanidad envenenada por las exhalaciones de los motores e incluso para los automovilistas inmovilizados en el volante. Lo mismo sucede con el burnout o desgaste laboral, con la frustración permanente de los trabajadores o con su total enajenación en el trabajo, que son condiciones tan patológicas, tan dañinas y devastadoras para la vida, como perfectamente normales, encontrándose en una gran proporción de los sujetos de nuestra época.
Precisamente a causa de su normalidad, los factores normales patógenos y los estados normales patológicos son los más generalizados y por lo mismo suelen ser también los más peligrosos para la sociedad y para el género humano. Deberían ser, por lo tanto, el mayor motivo de preocupación para los trabajadores de la salud, pero paradójicamente sucede lo contrario, en especial en el campo de la salud mental. Los psiquiatras y los psicólogos se preocupan tanto por los cuadros patológicos anormales que tienden a olvidar por completo las patologías de nuestra normalidad. Estas patologías no han sido aún inventariadas ni clasificadas. Constituyen así un terreno virgen para la investigación en salud mental.
Normosis y normopatía
Al incursionar en el terreno de la patología de la normalidad, quizás lo primero que llame nuestra atención es que hay ahí dos clases de sujetos claramente diferenciadas. Por un lado, están los infelices, los atormentados, los sufrientes, los que tienden a sufrir su condición, los que no se adaptan a ella. Por otro lado, están los adaptados, los felices, los voluptuosos, los que tienden a gozar de su patológica normalidad.
Al gozar de su patología, los normales voluptuosos tienen algo de perversos, de psicópatas o sociópatas, lo que me ha hecho sentirme autorizado a llamarlos “normópatas”, adoptando la designación originalmente propuesta por Joyce McDougall y posteriormente llevada al terreno político por Christophe Dejours y por Enrique Guinsberg. La normopatía se encuentra, por ejemplo, en el jubiloso capitalista, en el empresario ávido y sin escrúpulos, en el consumista insaciable, en el neofascista cínico y obsceno, en el paramilitar necrófilo, en el torturador sádico y despiadado, en el tecnócrata pedante y exultante, en el burócrata orgulloso de su rigidez y su estupidez. Estos normópatas, estos sujetos que gozan de su normalidad patológica, deben distinguirse de aquellos que suelen sufrirla, como quienes padecen insatisfacción ante la vida que se les impone en el capitalismo, fastidio y aburrimiento crónico ante la sociedad de consumo, sentimientos de vacuidad y de absurdo en sus trabajos alienantes, desesperación ante un presente asfixiante o angustia permanente ante la falta de futuro. Quienes tienen tales emociones son así como neuróticos, pero normales, y por ello pueden ser denominados “normóticos”, retomando la expresión introducida por Christopher Bollas.
Debo advertir que Bollas, McDougall y los demás tan sólo han introducido y utilizado los términos de “normosis” y de “normopatía”, pero no les asignan a estos dos términos los sentidos contradictorios que yo les doy y que provienen más bien de una distinción que encontramos en la tradición marxista en la que me ubico, primero en La Sagrada Familia de Marx y Engels y luego en el sexto capítulo inédito de El Capital de Marx. La distinción a la que me refiero es la que trazan Marx y Engels entre dos formas opuestas en que puede uno relacionarse con su propia alienación en el capitalismo, una alienación que no es más que otro nombre, un viejo nombre marxista, con el que podemos designar la patología de la normalidad.
Para Marx y Engels, es posible sufrir su condición alienada, sentirse mutilado y aniquilado por ella, como suele suceder entre los dominados, pero también es posible arraigarse en la misma condición, complacerse con ella, tener en ella su poder, lo que ocurriría frecuentemente entre quienes dominan en los planos económico y político. Los empresarios y funcionarios exitosos, empoderados y complacidos por su alienación, arraigados en ella, son aquellos a quienes atribuyo el diagnóstico de normopatía, mientras que aquellos que experimentan su alienación como una mutilación y aniquilación de su propio ser parecen corresponder a quienes padecen de normosis.
Goce del capital y patologías de nuestra normalidad
Los normóticos y los normópatas quizás tengan experiencias contrarias, pero se asemejan por ser normales, por estar enfermos de su normalidad y porque su patología normal resulta de una alienación en el capitalismo. Alienarse así en el capitalismo tiene efectos patológicos porque, retomando la definición dada en un principio, impide el adecuado cumplimiento de las funciones vitales, el mejor estado para la vida, el buen vivir. La vida ni siquiera es vivida como vida por el sujeto, ya que es poseída por el capital que la subsume, que la explota como simple fuerza de trabajo y de consumo, que la reduce a una suerte de combustible, a un recurso energético para su funcionamiento.
No es tan sólo que la mayor parte del género humano sea normatizado al tener que sacrificar sus vidas para que una minoría de normópatas goce del capitalismo. Es, además, que ni siquiera estos pocos privilegiados gozan de verdad, ya que su goce no es verdaderamente de ellos, sino más bien de aquello en lo que se alienan, del capital que los posee por dentro y que personifican. Es el capital el que está gozando siempre a través de los normópatas que sólo creen gozar en la medida en que están identificados con el capital.
Es el goce del capital el que suele enfermar tanto a los normópatas como a los normóticos de nuestra época. Para unos y para otros, el capital es un agente patógeno porque se opone a la vida en la que se basa la salud. Si lo saludable es lo favorable para la vida, el capital es exactamente lo contrario: es aquello letal que Marx compara con un vampiro porque devora todo lo vivo para convertirlo más y más dinero muerto. Esta conversión, en la que radica el goce mismo del capital, no es tan sólo aquello que está devastando actualmente al planeta y que amenaza con aniquilar toda la vida humana sobre la tierra, sino que es algo que ya está enfermando a los sujetos normales, normópatas y normóticos, al despojarlos cotidianamente de sus vidas para convertirlas en el propio funcionamiento mortífero del sistema capitalista.
Saberes ancestrales y vida buena mesoamericana
Lo esperanzador es que la muerte capitalista no es la única forma de vida. Es verdad que esta forma patológica de vivir se ha convertido en la mayoritaria, en la normal, pero no es la única. Existen aún otras formas de vida como las preservadas a veces en los pueblos originarios: formas de vida quizás ya marginales y percibidas como anormales, pero generalmente buenas, saludables, no malas, no patológicas, no mortales ni mortíferas para la naturaleza y la humanidad.
Hay diversos indicadores que demuestran las virtudes inherentes al vivir indígena. Por un lado, sabemos que este vivir tiene un costo ambiental incomparablemente menor que la vida moderna en el capitalismo. Por otro lado, sabemos que la misma costosa vida moderna tiende a ser para los seres humanos menos feliz o satisfactoria, menos plena, menos saludable que el buen vivir aún transmitido y cultivado a través de los saberes ancestrales de aquellas comunidades originarias no amenazadas ni pauperizadas ni degradadas por la modernidad capitalista.
Los saberes ancestrales no sólo nos enseñan otra forma de vivir: una vida buena en lugar de la mala vida en el capitalismo. También pueden ayudarnos a tratar las patologías de la normalidad capitalista al permitirnos comprender qué las causa, qué anda mal en la vida mala en el capitalismo, qué hace que el capital produzca la pandemia de normosis y normopatía que afecta actualmente a la mayor parte de la población mundial.
Vida buena mesoamericana
El aspecto patógeno del capital y patológico de su normalidad puede ser elucidado y explicado, por ejemplo, a través de saberes ancestrales como los que subyacen a las ideas mesoamericanas de la vida buena. El buen vivir de los mayas quichés de Guatemala, expresado a través del concepto utz k’aslemal, se refiere a un estado armonioso y equilibrado en la relación con uno mismo y con la naturaleza en el que no hay lugar para los excesos extractivos del capital sobre el cuerpo de la tierra y de la humanidad. Estos excesos implican también abusos de unos seres humanos sobre otros y de los seres humanos sobre los demás seres: abusos que frustran un buen vivir, como el lekil kuxlejal tseltal o el ma’alob kuxtal maya yucateco, centrado en la reciprocidad y el respeto mutuo. Si debemos respetarnos y complementarnos unos a otros para vivir bien, entonces la desigualdad y la explotación constitutivas del capitalismo nos condenan lógicamente a la vida mala de la normosis y la normopatía.
Uno de los problemas fundamentales del sistema capitalista es que pulveriza la comunidad y hace imaginar a los individuos que pueden estar bien, sanos y felices, por sí mismos e incluso a costa de los demás. Esta ilusión es descartada por los saberes ancestrales de los pueblos originarios mesoamericanos. Los indígenas de Mesoamérica son conscientes de que el buen vivir tan sólo puede ser como el lekilaltik de los tojolabales, en el que “lek” es bueno y “tik” se refiere a nosotros como totalidad de seres humanos y no-humanos, de tal modo que “lekilaltik” significa el bien de todos.
Los pueblos originarios mesoamericanos saben que el buen vivir será comunitario o no será, que será de todos o no será de nadie, que ningún ser humano puede estar verdaderamente bien cuando lo rodea una frustración generalizada y una devastación planetaria como las que nos ofrece el capitalismo. Resistiendo contra la vida mala en el sistema capitalista, es únicamente la comunidad la que puede estar bien en el buen vivir entendido como armonía y como calma, como ausencia de problemas, en el “ch’ijcaj” de los chontales, en el “susu chúnu, ssacru te juís chúnu” de los zapotecos y en el “kualli sechantis” de los nahuas. Tenemos aquí una buena vida comunitaria prácticamente inexistente en la sociedad individualista del capitalismo: una buena vida en comunidad que podría ser el tratamiento más efectivo contra las normosis y las normopatías de las que adolecemos.
Las patologías de nuestra normalidad podrían ser también tratadas con efectividad, como hemos visto, mediante otros componentes del buen vivir mesoamericano, entre ellos los vínculos recíprocos, respetuosos, armoniosos y equilibrados. Tan sólo estos vínculos pueden impedir que unos sujetos enfermen por sus relaciones violentas e injustas con los otros: que haya, por ejemplo, funcionarios y empresarios que se trastornen, tornándose normópatas, al gozar patológicamente a costa de los demás, los cuales, pagando ese goce patológico, serían dañados hasta el punto de caer en la normosis.
Las patologías de la normalidad son relacionales porque son estructurales. Tan sólo al cambiar las estructuras culturales y socioeconómicas podemos alcanzar una vida buena como la preservada por los pueblos originarios. La curación exige así una transformación del mundo y no sólo de los individuos. Esto ha sido bien comprendido por diversos movimientos indígenas, como el zapatista, que saben que no podrán salvaguardar su vida buena sino al unirse a nosotros para luchar juntos y curarnos así del capitalismo que nos aqueja.
Conferencia para el Encuentro Internacional de Jóvenes por las Autonomías de los Pueblos Originarios, organizado por el Consejo Supremo de Jóvenes Indígenas de Michoacán y realizado el sábado 23 de abril de 2022 en Chupícuaro, comunidad de Santa Fe de la Laguna
David Pavón-Cuéllar
Fin del mundo
Nosotros, los seres humanos, estamos en este planeta desde hace trescientos mil años. Ha sido un tiempo largo en el que hemos creado grandes civilizaciones que han vivido en armonía con la naturaleza. Esta armonía se rompió de pronto, hace unos quinientos años, cuando comenzamos a destruirlo todo a nuestro alrededor.
La destrucción comenzó en Europa. Luego, con el colonialismo, se extendió al resto del planeta. Se fue agudizando cada vez más, especialmente desde hace un par de siglos, y al final, desde 1970, se ha vuelto incontrolable, devastándolo todo en la tierra y amenazando incluso la subsistencia de la humanidad.
Cada vez hay más humanos que mueren a causa de la devastación planetaria. La contaminación atmosférica, por ejemplo, está provocando casi 9 millones de muertes por año (ONU, 2022). De las mil personas a las que el hambre mata cada hora en el mundo, la mayor parte son víctimas de la deforestación, la desertificación y la erosión de los suelos. El calentamiento global es considerado el responsable directo de la actual hambruna que se ha cobrado ya más de un millón de vidas en Madagascar (ONU, 2021a).
Los muertos por la devastación planetaria son cada vez más y quizás al final seamos todos. Nuestra extinción parece cada vez más inevitable al considerar la destrucción de nuestro entorno. Un tercio de la tierra cultivable del planeta desapareció en los últimos cuarenta años (Schauenberg, 2021). Cada minuto perdemos un equivalente a cuarenta campos de fútbol de bosque (Soto, 2019). 150 especies de plantas y animales se extinguen diariamente en la mayor extinción desde la que acabó con los dinosaurios (ONU, 2007). Las poblaciones de vertebrados han disminuido un 60 por ciento desde 1970 (WWF, 2018). En los últimos años, la cantidad de insectos disminuye a un ritmo de al menos 2.5% anual (Carrington, 2019).
Hay que entender que los animales y los vegetales son la vida en el planeta. Ya nos acabamos aproximadamente la mitad de esta vida en los últimos cincuenta años. Nos queda la otra mitad y la estamos destruyendo cada vez más rápido. Una vez que hayamos terminado, llegará el turno de nuestra extinción.
Hay quienes dicen que la humanidad merece desaparecer después de haberlo destruido todo en el planeta. Otros pensamos que el problema no es la humanidad, que no es ella la destructora, que no es ella la que merece desaparecer. Consideremos, por ejemplo, que la mitad más pobre de la humanidad contamina menos de la mitad que el 1% más rico (OXFAM, 2020). Por otro lado, hay que recordar que los seres humanos estamos en la tierra desde hace unos 300 mil años y que en ese lapso enorme de tiempo hemos demostrado que podemos vivir sin destruirlo todo a nuestro alrededor. La destrucción ha sido muy reciente, sólo en los últimos quinientos años y especialmente en los últimos cincuenta años, que son tan sólo un instante en la historia de la humanidad.
Capitalismo como fin del mundo
¿Qué diablos ocurrió desde el siglo XVI y especialmente desde 1970? Lo que ocurrió en este breve lapso de tiempo es el surgimiento, la expansión y el desarrollo cada vez más vertiginoso del sistema capitalista, primero mercantil, después industrial y finalmente financiero. La historia del capitalismo es la historia del fin del mundo.
Lo que ha devastado el planeta no es la humanidad, sino el capitalismo que también amenaza con aniquilarnos a los seres humanos. ¿Por qué toda la humanidad tendría que sacrificarse por culpa del capitalismo? ¿No es más bien el sistema capitalista el que debería desaparecer?
El presidente cubano Fidel Castro (1992) ya denunciaba en los años noventa que las sociedades de consumo del capitalismo eran “las responsables fundamentales de la atroz destrucción del medio ambiente”. Más de veinte años después, el presidente boliviano Evo Morales (2015) sigue alertándonos que “la madre tierra está acercándose peligrosamente al crepúsculo de su ciclo vital, cuya causa estructural y responsabilidad corresponde al sistema capitalista”. Evo también nos advierte que “si continuamos en el camino trazado por el capitalismo estamos condenados a desaparecer”.
Evo y Fidel tienen razón: el problema es el capitalismo. Es verdad que este problema nació en Europa y que podemos por ello responsabilizar del fin del mundo a ese continente y a sus tentáculos culturales, como el estadounidense, el canadiense, el israelí o el australiano. También es verdad que las poblaciones indígenas de Asia, África y América son los grupos humanos que menos dañan los ambientes naturales en los que viven, como lo confirman diversos estudios e informes. Pero no hay que olvidar que hay igualmente ciertos pueblos europeos que han vivido por miles de años en armonía con la naturaleza y que han resistido contra la expansión del capitalismo. Tampoco debe olvidarse que el sistema capitalista se expandió a todo el mundo y consiguió absorber a otros pueblos a través del colonialismo y el neocolonialismo.
Pueblos originarios como protectores del mundo
Lo importante, aquello por lo que aún estamos con vida, es que la colonización y la resultante absorción por el capitalismo no se han consumado en todo el mundo. Hay quienes resisten contra el avance del capital. Son principalmente los pueblos originarios.
No es casualidad que sean precisamente los pueblos indígenas, estos pueblos espontáneamente anticapitalistas, los que hoy mejor conservan y protegen el poco planeta que nos queda. Su conservación y protección del mundo son a pesar y en contra del capitalismo entendido como fin del mundo. Resistiendo contra el capitalismo, los indígenas forman parte del mundo que resiste contra su destrucción por el sistema capitalista.
Permítanme proporcionar algunos datos reveladores. El Fondo Mundial por la Naturaleza (WWF por sus siglas en inglés) ha informado hace pocos meses que el 91 % de los ecosistemas administrados por los pueblos originarios se encuentran en condiciones ecológicas buenas o moderadamente buenas, en todo caso mejores que otros ecosistemas (Fischer, 2021). Por su parte, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (la FAO) ha descrito a los pueblos indígenas como los “guardianes esenciales del medio ambiente”, recordándonos cómo “conservan y restauran los bosques y los recursos naturales”, y cómo sus territorios, aunque abarquen sólo 22% de la superficie terrestre, preservan el 80% de la biodiversidad que nos queda. El año pasado la ONU (2021b) ha exhortado a los gobiernos latinoamericanos a reforzar los derechos territoriales de las comunidades indígenas, destacando que son ellas las que mejor salvaguardan los bosques de la región, con tasas de deforestación considerablemente menores que en los territorios no-indígenas; por ejemplo, en el Amazonas, los bosques retrocedieron 0.3% en territorios indígenas, 0.6% en territorios protegidos no-indígenas y 3.6% en las demás zonas.
Los pueblos originarios, los que mejor saben preservarse del sistema capitalista, son lógicamente los que mejor saben también preservar los bosques y los demás ecosistemas. Cuando los indígenas protegen la naturaleza, la están protegiendo contra el capitalismo con todo lo que supone, como el consumismo, el extractivismo, la voracidad insaciable, el afán de lucro, la explotación frenética de los recursos naturales y la transmutación de todo lo vivo en más y más dinero muerto. Este estilo capitalista de vida, constituyendo en realidad un estilo de muerte, es aquello contra lo que resisten las comunidades indígenas.
Buen vivir de los pueblos originarios de Sudamérica
Resistiendo contra la vida mortífera en el capitalismo, los pueblos originarios defienden otra forma de vida inherentemente anticapitalista. La designan a veces con los términos españoles de “buena vida”, “bien vivir” o “buen vivir”, pero en cada lengua se expresa de formas distintas con diferentes connotaciones. Lo bueno del buen vivir no es lo mismo para cada pueblo.
Quienes más han difundido el buen vivir como programa político, los quechuas de lo región andina, utilizan el concepto de “sumak kawsay”, en el que la palabra “kawsay” es vida, “ser estando, ser siendo”, mientras que “sumak” significa plenitud, belleza, excelencia, realización completa (Niel, 2011, p. 6). El “sumak kawsay” es entonces una suerte de vida plena, pero esta vida, tal como lo explica el ya mencionado Evo Morales, “es pensar no sólo en términos de ingreso per-cápita sino de identidad cultural, de comunidad, de armonía entre nosotros y con nuestra madre tierra”, pues no se trata de un “progreso y desarrollo ilimitado a costa del Otro y de la naturaleza; tenemos que complementarnos; debemos compartir” (citado por Silva, 2014). En otras palabras, el buen vivir implica para los quechuas una complementariedad y un equilibrio entre los seres humanos y entre ellos y los demás seres. Es el equilibrio “h’ampi” del planeta con el que los quechuas, como lo dice el filósofo Javier Lajo (2008), intentan contribuir “a la solución de problemas planetarios como la pobreza endémica, las guerras, el calentamiento y la inestabilidad global del clima, fenómenos humanos y naturales que ya han matado a muchos miles y que amenazará, muy pronto, la existencia misma del planeta”. Conviene resaltar que la devastación planetaria es vista por los mismos pueblos indígenas como una consecuencia del mal vivir: de la falta de un buen vivir como el que ellos nos enseñan tanto en su filosofía como en sus prácticas de cuidado que los ha convertido en los grandes guardianes de la naturaleza.
Otro pueblo andino que ha contribuido a la conceptualización política del buen vivir es el aimara, que emplea el concepto “suma qamaña”, que también quiere decir algo así como “vida plena”, ya que “suma” es lo pleno además de lo sublime, lo excelente, lo magnífico y lo hermoso, y “qamaña” es vivir, pero también convivir (Niel, 2011, p. 6). La buena convivencia entre seres humanos y entre la humanidad y la naturaleza vuelve a ser aquí un elemento clave de la buena vida. Tan sólo podemos vivir bien al establecer vínculos horizontales y respetuosos entre nosotros y con el entorno, lo que resulta imposible en el sistema capitalista, como lo resalta Simón Yampara Huarachi (2016) al reconstruir la crítica al capitalismo inherente al suma qamaña de los aimaras.
La incompatibilidad entre el buen vivir y el sistema capitalista resulta evidente para otros pueblos originarios de Sudamérica. Entre ellos están los guaraníes, que entran en conflicto con el capitalismo desarrollista y extractivista al defender su buen vivir, su “ñande reko”, que podemos traducir como “nuestro modo de ser” o de “estar” (Wahren, 2015). El buen vivir mapuche, el “küme mongen”, también tiene un carácter implícitamente anticapitalista al exigir un “equilibrio” económico en una “equidad” y una “reciprocidad” que se logran con medios como los “intercambios de productos, semillas o conocimiento” (Viera Bravo, 2021, p. 104).
Buen vivir de los pueblos originarios de Mesoamérica
Ideales igualitarios como los de equilibrio y reciprocidad forman parte de la noción de buen vivir no sólo entre los mapuches, los aimaras y los quechuas de Sudamérica, sino también entre los pueblos originarios mesoamericanos. Los mayas quichés de Guatemala, por ejemplo, expresan el buen vivir con el concepto “utz k’aslemal”, que implica “equilibrio y armonía” con uno mismo y con la naturaleza, como lo explica el académico maya Ajpub’ Pablo García Ixmatá (2010, pp. 225-226). El también guatemalteco Juan León Alvarado resume la noción del buen vivir quiché diciendo que el utz k’aslemal es “vivir la vida en toda su plenitud (…); vivir en armonía consigo mismo; construir equilibrio con la familia y el resto de la sociedad; convivir en armonía con la Madre Naturaleza y el Cosmos; cuidar de la Madre Naturaleza; ser útil a los demás” y “trabajar en la búsqueda del bien del otro y de sí mismo”. En el buen vivir maya quiché, como en el quechua y el aimara, volvemos a encontrar la plenitud y el equilibrio en la relación entre los seres humanos y entre la humanidad y la naturaleza. En esta misma relación, como hemos visto, los mayas quichés incluyen la relación de cada sujeto consigo mismo.
La relación consigo mismo, como parte indisociable de la relación con los demás y con el mundo, aparece igualmente en el concepto maya yucateco del buen vivir, el “ma’alob kuxtal”, en el que “ma’alob” significa “buena” y “kuxtal” quiere decir “vida. El ma’alob kuxtal, según lo explica Fidencio Briceño Chel (2016), supone “la tranquilidad de aceptarse como uno es y aceptar a los demás formando una comunidad con sus múltiples relaciones interpersonales”. Estas relaciones “llevan a la persona a tener diversas personalidades y diversos estados anímicos”, pero tan sólo pueden asegurar de modo permanente el buen vivir al estar basadas en la “reciprocidad” y el “respeto mutuo”. Los mayas yucatecos piensan, en suma, que debemos respetamos y aceptarnos a nosotros mismos y a los demás para vivir bien unos con otros en el espacio comunitario, que es el único espacio en el que podemos vivir bien, viviendo bien unos con otros, en comunidad.
El elemento comunitario es esencial en todas las concepciones mesoamericanas del buen vivir. En todas ellas, vivimos bien al vivir en comunidad, compartiendo lo que tenemos, dando y recibiendo en la igualdad y la reciprocidad, a través de relaciones interpersonales horizontales o equilibradas. Es todo esto lo que asegura la serenidad como aspecto definitorio del buen vivir en la mayor parte de las sabidurías ancestrales de la región mesoamericana.
Para la mayor parte de los indígenas de México y Centroamérica, en efecto, vivir bien significa estar serenos, tranquilos, sin dificultades. La buena vida es así quietud y sosiego en el “etsáán olal” de los mayas, tranquilidad y armonía en el “ch’ijcaj” de los chontales, calma y tranquilidad en el “susu chúnu, ssacru te juís chúnu” de los zapotecos, estar sin problemas en el “kualli sechantis” de los nahuas. Esta forma de concebir el buen vivir a veces parece vincular interiormente la tranquilidad con el silencio y la armonía, como en la “pinantikua” de los p’urhépechas, entendida como vida armoniosa y silenciosa, y especialmente la paz de los tzeltales, el “slamalil kinal”, que describe un “estado de silencio” y de “armonía con el ecosistema”, y que está indisociablemente unido al “buen vivir” de los mismos tzeltales, el “lekil kuxlejal”, en el que “lekil” significa “bueno” y “kuxlejal” quiere decir “vida” (Paoli, 2003, pp. 71-72).
Como lo muestra Antonio Paoli en el caso de los tzeltales, hay una relación profunda entre el silencio y la armonía en el buen vivir. El silencio parece indicar la falta de peleas, discusiones, pero es también algo sagrado con lo que se asegura una relación respetuosa con la palabra en el seno de la comunidad. Respetar la palabra de uno y del otro implica saber guardar silencio. Este silencio, indispensable para el respeto y la escucha, genera la armonía con la comunidad y con la naturaleza como parte de la comunidad. La armonía, a su vez, es un aspecto fundamental del buen vivir tzeltal, del lekil kuxlejal.
El buen vivir tzeltal implica una relación armoniosa y respetuosa con la comunidad y con la naturaleza. Esta relación es hermosamente expresada por Manuel Hernández Aguilar, comunero de Betania en Chiapas, cuando asocia el lekil kuxlejal con la naturaleza que preserva su belleza, con los árboles que no han sido cortados, con el monte “donde no hay maltrato”, y también con las palabras de las asambleas, describiéndolas como “palabras que dan vida, palabras que le dan armonía a nuestros corazones, palabras con las que la vida toca el corazón de tu compañero y el corazón de todo tu pueblo” (en Paoli, 2003, pp. 80, 85). Si la naturaleza y la comunidad son aquí tan importantes para el buen vivir, es porque tan sólo podemos vivir bien cuando los que vivimos bien somos todos, los humanos de la comunidad, pero también los demás y los animales y vegetales de la naturaleza.
En unas comunidades indígenas en las que no reina el individualismo imperante en las sociedades capitalistas, el vivir bien es un estado colectivo y no individual. Yo no puedo vivir bien solo, sino que somos nosotros los que vivimos bien. Esto se expresa muy bien en el “lekilaltik” de los tojolabales de Chiapas, en el que “lek” es bueno y “tik” es nosotros como totalidad de seres humanos y no-humanos, de tal modo que “lekilaltik” puede traducirse como “el bien de todos, el bien nuestro, el bien de nosotros”.
Buen vivir p’urhépecha
Otra forma en que podemos confirmar el carácter colectivo y comunitario del buen vivir mesoamericano es apreciar las situaciones vitales concretas en las que se encuentra, como lo hizo Daisy Azucena Magaña Mejía (2017) en una investigación sobre el buen vivir p’urhépecha, el “sesi irekani”, “sesi” refiriéndose a buena e “irekani” a la vida. El buen vivir tiende a desplegarse aquí a través de relaciones con el otro. Ya los niños y las niñas encuentran el buen vivir encuentran el buen vivir en “la no violencia, la paz, el amor, el cariño, la compasión, y vivir sin regaños, sin burlas ni humillaciones” (p. 139). Luego las señoritas y los jóvenes consideran que vivir bien requiere “convivir, llevarse bien” con el otro, estar integrado en la comunidad a través de la “ayuda mutua”, “no contaminar” la naturaleza y “ser respetuoso, honesto, amable, dadivoso, fiel, o todo aquello que no implique atentar contra el otro” (p. 140).
Las señoras y los señores p’urhépechas también tienden siempre a incluir al otro en un buen vivir que incluye el “amor”, excluye los “rencores”, implica ser “obedientes, responsables, sencillos, atentos, solidarios, dadivosos y respetuosos”, y exige “conservar las tradiciones, practicar las costumbres y hablar p’urhépecha”, así como “establecer vínculos comunitarios” y tener “reconocimiento comunitario” a través del ejercicio de cargos y el cumplimiento de obligaciones (Magaña Mejía, 2017, p. 142). Finalmente, las ancianas y los ancianos insisten en los kaxumbekua, valores como “ser justos, honestos y respetuosos”, y la reproducción de las costumbres y del idioma p’urhé, “porque si éste desaparece, desaparecen muchas cosas en el mundo que se enuncian desde él” (p. 143). Como vemos, desde la infancia hasta la tercera edad, los p’urhépechas conciben el buen vivir como algo fundamentalmente relacional, comunitario, compuesto de emociones, actitudes y conductas normativas que nos relacionan a unos con otros, con la comunidad, con la cultura y con la naturaleza.
Vemos que las normas del sesi irekani p’urhépecha, como las normas del buen vivir de otros pueblos mesoamericanos y sudamericanos, contradicen diametralmente las pautas normativas por las que se rige la vida mortífera en el sistema capitalista. Donde el capitalismo sólo piensa en desarrollo e innovación, los p’urhépechas desean la preservación de la cultura, la comunidad y la naturaleza. Los indígenas sitúan el buen vivir en el respeto, la sencillez, la fidelidad y la honestidad, mientras que el capitalismo sólo promueve la ambición, la posesividad bajo las formas del consumismo y de la avidez insaciable. Ahí donde el capitalismo quiere competencia, ahí los indígenas quieren convivencia, solidaridad y ayuda mutua. Mientras que los jóvenes p’urhépechas consideran que vivir bien es no-contaminar, el capitalismo está contaminando constantemente sus tierras y sus aguas tan sólo para producir más y más dividendos.
Buen vivir indígena y luchas contra el capitalismo
En un mundo cada vez más dominado y destruido por el capitalismo, el buen vivir de los pueblos originarios está cada vez más asediado y amenazado. Esto hace que el buen vivir, como lo han observado Massimo Modonesi y Mina Lorena Navarro Trujillo (2014), no pueda ser ya solamente “una construcción subjetiva orientada e inspirada en la convivencia humana, una relación armoniosa con la naturaleza”, pues requiere también del “antagonismo como experiencia de insubordinación y de lucha anticapitalista”, una lucha que no puede ser totalmente pacífica, sino que “implica diversos grados de enfrentamiento” (p. 210). El enfrentamiento con el capitalismo no puede ser evitado porque la mala vida capitalista intenta sustituirse por todos los medios al buen vivir de los pueblos originarios. Este buen vivir tan sólo puede resistir y subsistir al enfrentarse con aquello que intenta destruirlo.
Como lo han observado Luciano Concheiro y Violeta Núñez (2014), es a través de una “permanente confrontación y lucha de clases” como “los pueblos ‘insisten’ en defender sus cosmovisiones y cosmovivencias como parte de ese Otro vivir que implica el bien para todos, incluidos hombres, mujeres, plantas, animales, tierra, agua, viento, montañas, muertos, sol, luna, entre muchos otros”, pues los indígenas saben que todos esos seres “son complementarios y necesarios en un universo conformado por una compleja diversidad” (p. 185). Este universo, como lo muestran los mismos autores, está como concentrado en la milpa, la cual, a diferencia de los monocultivos del capitalismo, no sólo es el maíz, pues en ella “conviven una diversidad de plantas y de animales”, como diversos maíces, “frijol, calabaza, chile, quelites, tomatillo, chayote, entre otros”, que “son complementarios entre sí”, que “se necesitan, son una unidad constituida por la diversidad”, pues “unos alimentan, enriquecen y apoyan a los otros”, como el frijol y otras leguminosas que “aportan nitrógeno a la tierra”, las amplias hojas de las calabazas que “conservan la humedad de la tierra”, el maíz que “sirve de guía al frijol” que se enreda en él y que “aporta sombra a la calabaza”. (p. 197).
La milpa es así una buena ilustración del buen vivir mesoamericano, del buen vivir entendido como complementariedad, reciprocidad, solidaridad, apoyo mutuo, armonía, respeto del otro y todo lo demás. Todo esto hace también que la milpa, como lo ha dicho Armando Bartra, sea “profundamente anticapitalista” (Concheiro Bórquez y Núñez, 2014, p. 198). La milpa es anticapitalista como el buen vivir de los pueblos originarios de Mesoamérica y de Sudamérica.
El buen vivir indígena se opone irremediablemente al capitalismo. Es por ello que puede operar como brújula para nuestra praxis anticapitalista. Es por lo mismo que Jaime Schlittler Álvarez (2012), en su tesis sobre el buen vivir tseltal y tsotsil, entiende el lekil kuxlejal como “horizonte de lucha”, como “condensación de ideales”, como “alternativa al capitalismo” y como “una forma de nombrar nuestra lucha antisistémica, una forma de condensar nuestra mirada y lineamiento de praxis, el para qué de nuestra autonomía” (p. 16).
El buen vivir de los pueblos originarios les da un contenido positivo a nuestras luchas, un ideal por el que luchar, un horizonte hacia el cual avanzar. Es como el comunismo para quienes nos identificamos como comunistas. Es quizás otro nombre para el comunismo, un nombre que tiene la ventaja de corresponder a una realidad concreta ya existente, pues algo del buen vivir se preserva en muchas de las comunidades indígenas que hunden sus raíces en América antes de América, en el Mayab de los mayas, en el Ixachitlan de los nahuas, en el Apeika de los guaraníes y en todos los demás territorios ancestrales americanos ahora englobados por el nombre “Abya Yala” del pueblo guna.
A través de sus concepciones y realizaciones prácticas del buen vivir, muchas comunidades nos enseñan otra forma de ser humanos, una forma que no significa la devastación de la naturaleza y la inminente aniquilación de la humanidad. Para salvarnos del capitalismo como fin del mundo, necesitamos nuestras luchas anticapitalistas, y para orientar nuestras luchas, tenemos aquí la brújula infalible de ideas indígenas del buen vivir como el sumak kawsay quechua y el suma qamaña aimara, el küme mongen mapuche y el ñande reko guaraní, el utz k’aslemal maya quiché y el ma’alob kuxtal maya yucateco,el lekilaltik tojolabal y el lekil kuxlejal tseltal, el kualli sechantis nahua y el sesi irekani p’urhépecha. Esta brújula nos indica muy bien hacia dónde ir: hacia ese horizonte que no se ha perdido en los pueblos originarios de nuestro continente.
Concheiro Bórquez, L., y Núñez, V. (2014). El “Buen Vivir” en México: ¿fundamento para una perspectiva revolucionaria? En Delgado Ramos, G. C. (Coord.), Buena Vida, Buen Vivir: imaginarios alternativos para el bien común de la humanidad (pp. 185-204). Ciudad de México: UNAM.
Modonesi, M., y Navarro Trujillo, M. L. (2014). El Buen Vivir, lo común y los movimientos antagonistas en América Latina. Elementos para una aproximación marxista. En Delgado Ramos, G. C. (Coord.), Buena Vida, Buen Vivir: imaginarios alternativos para el bien común de la humanidad (pp. 205-216). Ciudad de México: UNAM.
Magaña Mejía, D. A. (2017). Educación p’urhépecha: la configuración del sesi irekani y la reproducción cultural. Ethos Educativo 50, 129-172.
ONU (2021b). Los pueblos indígenas latinoamericanos sufren cada vez más presiones pese a su papel crucial contra el cambio climático. En https://news.un.org/es/story/2021/03/1490062
Paoli, A. (2003). Educación, autonomía y lekil kuxlejal: aproximaciones sociolinguísticas a la sabiduría de los tzeltales. Ciudad de México: UAM Xochimilco.
Niel, M. (2011). El concepto del buen vivir. Madrid: Universidad Carlos III.
Schlittler Álvarez, J. (2012). ¿Lekil Kuxlejal como horizonte de lucha? Una reflexión colectiva sobre la autonomía en Chiapas. San Cristóbal de las Casas: CIESAS.
Viera Bravo P. (2021). Principios del mapuche mongen para la resignificación de la economía en tiempos de crisis del capitalismo neoliberal, desde el sur de Chile. Iberoamerican Journal of Development Studies 10(1), 84-107.
Wahren, J. (2015). Alternativas al desarrollo desde los movimientos sociales. El Ñande Reko y la búsqueda de la “tierra sin mal” del pueblo guaraní de Tarija, Bolivia. Revista Geonordeste, 26(1), 8-43.
Yampara Huarachi, S. (2016). Suma Qama Qamaña. Paradigma cosmo-biótico Tiwanakuta. Crítica al sistema mercantil kapitalista. La Paz: Ediciones Qamañ Pacha.
Conferencia inaugural en el Congreso Internacional de Psicología Forense, Pueblos Indígenas e Interculturalidad, Universidad Católica de Temuco, Chile, jueves 13 de enero de 2022
David Pavón-Cuéllar
Testimonio
Me gustaría comenzar por mi testimonio personal como profesor de psicología en una universidad pública mexicana. Muchos de mis estudiantes provienen de comunidades indígenas de Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Cuando les doy clases en primer semestre, a veces les pregunto cómo conciben ellos mismos todo aquello que habrán de estudiar en la psicología, como la persona, las emociones, la inteligencia o las relaciones interpersonales. Sus respuestas despliegan generalmente la ideología psicológica del catecismo, de la época de oro del cine mexicano, de las telenovelas, del reggaetón, de la narco-cultura y de las películas hollywoodenses, pero también a veces me descubren concepciones completamente diferentes de la subjetividad que poco a poco he ido identificando como concepciones propias de los pueblos originarios de México y Centroamérica.
Mis investigaciones sobre las concepciones mesoamericanas de la subjetividad, investigaciones que resumo en algunos artículos y en un libro que he publicado, tienen su origen en mi interés por entender mejor las ideas que me han comunicado algunos de mis estudiantes indígenas recién ingresados en la Facultad de Psicología. Muchos de estos estudiantes poseen ya saberes psicológicos indígenas precisos, extensos y profundos que aparentemente han aprendido en sus comunidades y en sus familias, con padres y madres, compadres y comadres, tíos y tías, abuelos y abuelas. Desde luego que los saberes a los que me refiero son intuitivos, fragmentarios, elípticos, a veces implícitos, otras veces bastante vagos, pero permiten vislumbrar una suerte de psicología que yo personalmente prefiero no llamar psicología, pues me parece mucho más penetrante y apasionante que todas esas banalidades que denominamos habitualmente “psicología”.
Los saberes ancestrales de los estudiantes de nuevo ingreso no sólo suelen ser menos banales que la psicología que aprenderán en la facultad, sino que además corresponden más a sus realidades, a sus creencias, a sus formas de ser y de vivir en comunidad. Lo triste es que los estudiantes indígenas de psicología tienden a olvidar todo lo formidable que saben sobre ellos mismos como purépechas, nahuas o tsotsiles, para sustituirlo por las banalidades que les enseñamos en la facultad y que a veces no tienen mucho que ver con lo que ellos son. Esto sucede en parte por culpa de los docentes obtusos que desestimamos y despreciamos los saberes de nuestros estudiantes, juzgándolos no científicos, no basados en evidencias, productos de la tradición, la superstición o la imaginación.
Poco a poco he ido percatándome de que las concepciones mesoamericanas de la subjetividad pueden encontrarse no sólo en jóvenes provenientes de comunidades indígenas, sino también en otros estudiantes, especialmente los que vienen de poblaciones rurales, pero también los demás. Ellos también, los culturalmente mestizos, tienden a sustituir sus insondables saberes ancestrales por los paquetes de conocimientos, datos e informaciones que se les enseñan en la facultad. Esto me ha hecho llegar a la conclusión de que los estudios universitarios de psicología en México tienen un propósito esencialmente colonial: el de remplazar lo mesoamericano por lo europeo-estadounidense, lo indígena por lo extranjero, lo propio y local por lo ajeno e importado.
Los actuales profesores mexicanos de psicología, como seguramente nuestros colegas latinoamericanos, efectuamos una tarea semejante a la que realizaban los evangelizadores del siglo XVI. Traemos un evangelio psicológico, se lo imponemos a los estudiantes y hacemos todo lo posible para extirpar de ellos sus saberes propios. Nuestra labor colonizadora y evangelizadora es exitosa. Los estudiantes que se titulan se distinguen por haber olvidado todo lo que sabían y por haberlo sustituido ya por otros saberes. Permítanme dar tres ejemplos.
Ejemplos
Hace algunos años, visitando una comunidad indígena para aprender algo sobre la noción purépecha del alma, una colega y yo pudimos entrevistar a varias personas que desplegaron la maravillosa dialéctica de las categorías psíquicas relacionales corazón y vida, mintsita y tsipekua, tan materiales como espirituales, tan individuales como comunitarias, tan del ser humano como del mundo que lo rodea. Se nos ocurrió finalmente entrevistar a una psicóloga, egresada precisamente de mi facultad, que parecía haber olvidado todo esto. A la pregunta “qué es el alma”, nuestra psicóloga sólo supo decirnos lo que se le había enseñado en la facultad y concluyó categóricamente que el alma era la cabeza, evidenciando así la pérdida enorme de sabiduría y de cultura de la que sólo podemos responsabilizarnos a nosotros mismos, docentes de la Facultad de Psicología.
Otro psicólogo que egresó de mi facultad comenzó a trabajar en una prisión en Guerrero y un día intentó explicarme cómo las comunidades nahuas, con sus exigencias y creencias, aparentemente psicotizaban a sus miembros y los convertían en criminales potenciales, haciéndoles perder el sentido de responsabilidad individual. Mi antiguo estudiante, de origen nahua, me comentó que él mismo experimentó eso en su infancia y adolescencia. Le enseñamos así en la facultad a psicologizar, patologizar, criminalizar y despolitizar algo tan complejo y trascendente como la vida comunitaria mesoamericana.
Por último, hace un par de años, conocí el caso de un par de psicólogas egresadas también de mi facultad y que ahora trabajan en una fiscalía para delitos contra las mujeres. Fue ahí donde realizaron entrevistas y aplicaron pruebas psicológicas, en momentos separados, a tres jóvenes purépechas que habían sido víctimas de violaciones sexuales. En los tres casos, las psicólogas concluyeron que las mujeres o no habían sido violadas o no habían sufrido ningún trauma u otro daño psicológico porque faltaba la expresión emocional correspondiente. Nunca se les ocurrió pensar a las profesionales de la psicología que las purépechas podían expresar de otro modo sus emociones, que sus emociones podían ser diferentes, que cierta sobriedad expresiva podía ser inseparable de la dignidad, que la experiencia traumática podía situarse en otro nivel, que su procesamiento podía ser familiar y comunitario y no sólo individual. Todo esto sencillamente no pasó por la cabeza de las psicólogas.
Ladinización
Los tres ejemplos que acabo de ofrecer bastan para comprender una inquietud que he escuchado más de una vez entre compañeros de pueblos originarios. Las familias y las comunidades hacen grandes esfuerzos para que algunos jóvenes puedan estudiar. A veces hay que vender tierras o sacrificar a un hijo que se irá trabajar a los Estados Unidos para pagar la educación universitaria de su hermana o hermano. Al final, tantos esfuerzos rinden frutos, pero frutos amargos y no sólo dulces: los jóvenes terminan titulados, lo que es motivo de orgullo para la familia y la comunidad, pero también a menudo motivo de un gran sufrimiento, pues no es raro que los profesionistas ya nunca más vuelvan a sus comunidades o bien regresen diferentes, desfigurados, irreconocibles, desindigenizados o ladinizados, como decimos en México.
Los jóvenes profesionistas que regresan ladinizados son los que se muestran egoístas y pedantes, los que reniegan de sus orígenes indígenas, los que renuncian a sus principios éticos y políticos, los que pierden esa nobleza y generosidad características de los pueblos originarios. Los profesionistas ladinizados son los que aprenden malas mañas de ladinos, como la corrupción, la ambición, la traición, la manipulación y la explotación del otro para sus propios fines. Es como si estas mañas fueran el aprendizaje básico general de los universitarios, pero también hay los conocimientos mañosos especializados.
Los especialistas en administración y negocios aprenden a enriquecerse a costa del trabajo de campesinos y artesanos. Los abogados aprenden a violar compromisos con la comunidad o a eludir lealtades, obligaciones y leyes comunitarias. Los médicos aprenden a no escuchar, a ver sin ver y a despreciar los saberes ancestrales de brujas, hierberos, curanderos y parteras. Los ingenieros agrónomos aprenden a envenenar la tierra y los alimentos con fertilizantes y pesticidas.
Y las psicólogas, las psicólogas, pues aprenden lo que vimos que aprendieron quienes egresaron de mi facultad. Una aprendió a simplificar el psiquismo, contraerlo, banalizarlo y meterlo dentro de la cabeza. El otro psicólogo aprendió a ver criminalidad y patología mental donde hay complejos problemas que sólo pueden solucionarse de modo político y comunitario. Las otras dos psicólogas aprendieron a desdeñar a las mujeres, a desconfiar de su palabra, a creer más en sus manuales diagnósticos y en sus pruebas psicológicas.
Al igual que los demás profesionistas, lo que aprenden las psicólogas y los psicólogos, en suma, es a ejercer su profesión de modo europeo-estadounidense, colonial y colonizador, necesariamente disolvente para su cultura y para sus comunidades. Los pueblos originarios, en efecto, se ponen a sí mismos en peligro cuando reciben de regreso a profesionistas que operan como agentes activos de la colonialidad, que no creen ya en lo indígena, que lo menosprecian, lo criminalizan y lo patologizan, y lo remplazan por algo más cuyo único valor intrínseco es el prestigio de ser no-indígena, ladino, citadino, extranjero. Es lo que vimos que ocurre en los tres ejemplos que ofrecí.
Razones
Los tres ejemplos ilustran en un contexto específico, el mexicano, por qué necesitamos descolonizar la psicología latinoamericana. Por un lado, esta descolonización es necesaria para dejar de cometer ciertos errores ante los pueblos originarios, para no encerrar su psiquismo dentro de la cabeza de cada individuo, para no esperar que se comporten y se expresen de acuerdo a las normas occidentales y para no psicologizar, patologizar, criminalizar y despolitizar la vida comunitaria. Por otro lado, necesitamos también descolonizarnos como psicólogos para ver y entender mejor las expresiones subjetivas de las culturas indígenas, para ser capaces de considerar otras formas de experiencia y expresión de las emociones, para saber discernir el psiquismo exterior desplegado en las relaciones comunitarias y para vislumbrar las complejas concepciones de la subjetividad que aún subsisten en los pueblos originarios.
El problema del funcionamiento colonial de la psicología es que nos impide percibir y entender adecuadamente aspectos subjetivos de procedencias culturales diferentes de la europea-estadounidense. Las culturas mesoamericanas, por ejemplo, determinan formas comunitarias y relacionales de existencia que nosotros los psicólogos podríamos interpretar como síntomas de una falta de asertividad o de una grave despersonalización o desintegración de la personalidad. Existe incluso el riesgo de que nuestra psicología nos haga fantasear con signos de esquizofrenia o delirios de posesión o de influencia en subjetividades indígenas cuyo meollo anímico esencial, como el teyolía nahua o la mintsita purépecha, las conecta internamente con una comunidad no sólo humana, sino espiritual, animal, vegetal y hasta mineral.
El imperativo mesoamericano de humildad y desprendimiento podría ser interpretado por nosotros los psicólogos como la manifestación de una baja autoestima o incluso de un grave trastorno depresivo. Quizás también creamos que escuchamos al individuo cuando estamos escuchando a la comunidad, conjeturemos una falta de pensamiento positivo donde sólo hay respeto por los ancestros y no podamos enfrentarse a la dignidad indígena sin imaginar paradójicamente que nos encontramos ante una personalidad antisocial o ante un trastorno oposicional desafiante. O tal vez pensemos que hemos detectado un bajo coeficiente intelectual ahí donde hay una potente inteligencia que uno sólo puede ejercer comunitariamente.
En todos los casos, vemos cómo las formas indígenas de subjetivación pueden ser incomprendidas, malinterpretadas, patologizadas e incluso criminalizadas cuando se juzgan con las categorías psicológicas tradicionales y convencionales. No hay que olvidar que estas categorías corresponden precisamente a la cultura moderna europea-estadounidense contra la que resisten los pueblos originarios. Al resistir contra esa cultura y al definirse por esta resistencia, los indígenas están resistiendo también contra la psicología dominante, contra su modelo de subjetividad y contra las categorías que lo representan.
Las categorías de la psicología dominante han sido creadas a partir de una subjetividad específica y culturalmente determinada: la subjetividad moderna europea-estadounidense. Esta subjetividad sólo ha podido generalizarse porque se ha impuesto en todo el mundo a través del colonialismo y el neocolonialismo del sistema capitalista globalizado. La globalización del capitalismo ha sido también una psicologización global de la humanidad. Ha sido una universalización del homo psychologicus occidental.
Es verdad que la expansión colonial y neocolonial de la subjetividad moderna europea-estadounidense le da cierta aplicabilidad universal a la psicología dominante que estudiamos en las universidades. Pero siempre hay aspectos subjetivos que no corresponden a esa psicología y que no pueden ser comprendidos y ni siquiera discernidos por ella. Estos aspectos, por circunstancias históricas evidentes, serán proporcionalmente más importantes fuera de Europa, en Asia, África y Latinoamérica, en especial en los pueblos originarios, los cuales, por ello, resultan aún más inaccesibles para la perspectiva psicológica occidental.
Escapando a la psicología dominante, los pueblos originarios están resistiendo contra la colonialidad. Están resistiendo también lógicamente contra lo que subyace a la colonialidad: contra el capitalismo en el que se inserta la psicología dominante. Al no ceder a la psicologización generalizada, la subjetividad indígena está impidiendo su absorción o subsunción en el sistema capitalista. Esta subsunción, después de todo, es la que ha engendrado al homo psychologicus de los dos últimos siglos.
No hay que olvidar que la subjetividad psicológica es la más funcional para el capitalismo. Es la del sujeto del capital, o, mejor dicho, la del objeto del capital, pues el capital es el único sujeto del capitalismo. Su objeto, el objeto de la psicología, es un ser positivo, propositivo, adaptativo, asertivo, agresivo, posesivo, acumulativo y competitivo que representa el modelo subjetivo perfecto para la sociedad capitalista.
Siendo refractarios al modelo psicológico, los pueblos originarios están resistiendo contra el capitalismo. Esta resistencia explica en parte que sean ellos quienes suelen mantener vínculos más respetuosos y armoniosos con la naturaleza. No se trata de recaer en la ficción pastoral del buen salvaje, sino de admitir simplemente que al capital se le está dificultando personificarse en los indígenas, cuya subjetividad no es la psicológica, no es la colonial y por ende tampoco puede ser la capitalista, la posesiva y acumulativa del empresario voraz o del insaciable consumista que están arrasando el planeta.
Los pueblos originarios no suelen formar parte de quienes están devastando la naturaleza porque no se han dejado colonizar y subsumir en el capitalismo devastador a través de su psicologización. Defender la subjetividad indígena contra la psicología dominante es también una opción política por el planeta y contra la colonialidad y contra el capitalismo. Un psicólogo sin ilusiones de neutralidad, un psicólogo con una clara posición anticolonial y anticapitalista, deberá defender el derecho de los indígenas a no ser objetos de la psicología, de la colonialidad y del capitalismo.
Medios
Para no reducir a los indígenas a la condición de objetos, lo primero es reconocerlos como sujetos. Este reconocimiento nos exige, como ahora se dice, un cambio de paradigma. Debemos renunciar al método paradigmático de la mirada objetiva, el mismo de la observación y de la experimentación, para darle su lugar a la escucha del sujeto. Debemos escuchar atentamente la palabra de los indígenas, aguzando nuestros oídos ante lo que tienen que decir, en lugar de continuar observándolos como objetos de nuestro conocimiento psicológico y luego hablando sobre ellos también como objetos de los discursos de la psicología.
Debemos callarnos para escuchar a los indígenas. Escucharlos no es tan sólo escuchar sus respuestas a nuestras preguntas. No es imponerles así nuestras categorías, haciéndolos hablar en nuestros propios términos, a través de pruebas psicológicas, entrevistas más o menos estructuradas u otros métodos o instrumentos análogos. Estos instrumentos, por más validados que estén, sólo nos permiten escucharnos a nosotros mismos, escuchar nuestra psicología, nuestros planteamientos psicológicos en los que encasillamos a los indígenas, enmudeciéndolos para observarlos mejor.
Escuchar a los indígenas como sujetos nos exige dejarlos hablar con libertad, autorizarlos a expresar lo que desean expresar, y si no desean decir nada, respetar su silencio y escucharlo también, ya que de seguro tiene algo que expresarnos. Escuchar de verdad es no arrancar las palabras y mucho menos aquellas palabras que deseamos escuchar, las que vienen a validar o invalidar nuestras hipótesis, como lo hacemos en un método hipotético-deductivo. Sobra decir que este método es incompatible con la escucha del otro.
Lo que escuchamos en el método hipotético-deductivo no es la palabra del otro como sujeto. Lo que escuchamos es la hipótesis, nuestra hipótesis, y el modelo psicológico general a partir del cual se formula esta hipótesis por vía deductiva. Esta vía no permite acceder al otro como sujeto, sino solamente observarlo como objeto de nuestro conocimiento, como caso objetivo individual o singular de una teoría o modelo general. Esta supuesta generalidad, que no es sino una generalización de la particularidad cultural europea-estadounidense, es lo que usurpa el lugar del indígena como sujeto, hablando en su lugar, hablando sobre él como objeto, al aplicarle aquellos conceptos que se deducen del modelo general.
En lugar de una metodología hipotética-deductiva irremediablemente objetivista, necesitamos de métodos inductivos o abductivos que no partan de ninguna supuesta generalidad teórica, sino de la particularidad indígena, para luego ascender a su alcance universal. Permítanme referirme brevemente a cuatro expresiones particulares de universalidad que descubrí en las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Estas cuatro expresiones, dos políticas y dos jurídicas, no son más que una muestra minúscula de todo lo que los pueblos originarios de Mesoamérica pueden enseñar a toda la humanidad.
En el ámbito jurídico, la opción particular de los pueblos originarios mesoamericanos por una lógica civil en lugar de una penal, por las compensaciones y los resarcimientos en lugar de los castigos y los escarmientos, nos da una lección universal sobre una convivencia basada más en la responsabilidad que en la culpabilidad, más en el desagravio que en la represalia, más en el cuidado que en la violencia, más en la justicia que en la venganza. De modo análogo, en el mismo ámbito jurídico, las comunidades indígenas que asumen la responsabilidad por los actos de cada uno de sus miembros nos están enseñando a rechazar nuestra injusta justicia de linchamientos y chivos expiatorios.
En el ámbito político, el rechazo particular mesoamericano de la democracia representativa por mayoría, en favor de un régimen democrático directo asambleario por consenso, contiene una enseñanza universal sobre los límites de la representación, la insuficiencia del número, el valor de la palabra y el respeto por las minorías. Paralelamente, en el mismo ámbito político, el reconocimiento de los seres no-humanos animales, vegetales y minerales como sujetos de la comunidad soberana, como partes sustanciales de una gran subjetividad comunitaria territorial, está enseñándole universalmente a toda la humanidad un camino seguro para no aniquilarse al devastar el planeta.
Es mucho lo que aprendemos de los pueblos originarios cuando los escuchamos con atención y dejamos de limitarnos a observarlos para escucharnos a nosotros mismos. En lugar de seguir concentrados en el aburrido monólogo de nuestra psicología europea-estadounidense, necesitamos escuchar a los indígenas como escucharíamos a maestros o a colegas de los que esperamos aprender algo. Esto nos permitirá también descubrir en cada uno de nosotros, como productos del mestizaje cultural en América Latina, lo indígena que no se ha dejado colonizar y que debe estar en la base de cualquier proyecto psicológico descolonizador.
Una psicología que pueda contribuir a la descolonización de nuestros pueblos, como la psicología de la liberación de Ignacio Martín-Baró, debe comenzar por liberarse, por descolonizarse a sí misma. Esta descolonización exige abandonar la actitud colonial pasiva, receptiva, mimética, dependiente y subordinada en relación con la psicología europea y estadounidense. Nuestro punto de referencia no debe ya ser tan sólo el de esa psicología, sino el nuestro, el de nuestro mestizaje cultural, en el que no deja de fluir el caudal milenario de los saberes ancestrales de nuestros pueblos originarios.
La indigenización resulta inseparable de la descolonización. Tan sólo podremos descolonizar la psicología latinoamericana si dejamos de ignorar o menospreciar las concepciones indígenas de la subjetividad. Estas concepciones existen y necesitamos estudiarlas, no como objetos de los saberes psicológicos, etnológicos o antropológicos, sino como saberes con la misma legitimidad epistémica y con la misma capacidad cognoscente que las ciencias humanas y sociales de la cultura occidental globalizada.
Los europeos y los estadounidenses tienen sus saberes científicos, pero nosotros latinoamericanos tenemos además los saberes ancestrales de los pueblos originarios. Estos saberes son también sobre la subjetividad y por ello pueden guiarnos en la descolonización e indigenización de la psicología, llevándonos más allá de la psicología, lo que he intentado mostrar en un libro que por ello he titulado Más allá de la psicología indígena: concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Mi idea rectora es que la esfera psicológica se ve desbordada y trascendida por las concepciones mesoamericanas de la subjetividad que desentraño en mitos prehispánicos, en huehuehtlahtolli nahuas, en historias novohispanas, en estudios etnológicos y antropológicos, en testimonios de informantes indígenas, en cantos chamánicos, en creaciones literarias de autores indígenas y en otras fuentes directas e indirectas.
Obstáculos
Las informaciones recabadas me permitieron comenzar una reconstrucción de las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Estas concepciones, como acabo de señalarlo, resultan irreductibles en la estrecha esfera psicológica tal como nos la representamos en la psicología dominante que se estudia y se investiga en las universidades y que se comunica en revistas y congresos. El ámbito psicológico académico y profesional suele ser demasiado simple, superficial y estrecho como para poder acoger los saberes indígenas, los cuales, por su complejidad, su profundidad y su amplitud, no caben dentro de la psicología dominante.
El problema es que el objeto de la psicología se extrae y se abstrae de todo lo demás, corporal y espiritual, que no deja de considerarse en las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Es por esto que dichas concepciones dejan de tener cabida en la psicología, no pudiendo penetrar en ella sin hacerla estallar, disipándola en todo aquello de lo que se distingue para delimitar su campo de estudio. La consecuencia es el primer y principal obstáculo para la descolonización de la psicología, un obstáculo bastante paradójico y un tanto desconcertante, que podemos formular de la siguiente forma: no podemos indigenizar la psicología sin destruirla y convertirla en otra cosa, en algo ciertamente mejor que ella, menos reduccionista que ella, pero que ya no sería psicología.
Los psicólogos demasiado aferrados a su profesión en sí misma, o quizás a los beneficios económicos y simbólicos asociados con ella, difícilmente aceptarían perderla al indigenizarla. Desde luego que podemos pensar en una indigenización que nos lleve a redefinir el campo psicológico, dándole otro sentido en lugar de renunciar a él. Sin embargo, si tomamos este camino, llegaremos a una psicología indígena que sólo será psicología por el nombre y que no corresponderá ni a las expectativas de sus usuarios ni a los encargos sociales e institucionales por los que existe la especialidad psicológica.
La cuestión de los encargos impuestos a la psicología nos conduce a otro obstáculo para su descolonización e indigenización. Aun si pudiéramos indigenizarla sin perderla, no podría cumplir con sus encargos fundamentales en la colonialidad y en el capitalismo. Una psicología indigenizada, para empezar, no serviría ni para ajustar o reajustar al sujeto, ni para despolitizar sus problemas, ni para disciplinarlo y encerrarlo en su individualidad, ni mucho menos para convertirlo en objeto de la ciencia, del capital y de su dispositivo colonial.
Digamos que una psicología indígena, aun suponiendo que pudiera existir, sería inútil y prescindible para el sistema capitalista y colonial para el que existe el instrumento psicológico. Este sistema no tendría interés alguno en una psicología indígena, la cual, por lo tanto, no tendría ninguna razón para existir. Quienes la teorizaran y practicaran tampoco servirían de mucho a quienes pudieran contratarlos.
Finalmente, aun si los teóricos y practicantes de una psicología indígena fueran contratados, no harían lo que se les pediría. No aplicarían pruebas ni diagnosticarían trastornos ni ofrecerían tratamientos como los existentes ni harían todo lo demás que se esperaría de ellos. La indigenización les impediría el ejercicio de su profesión.
Desde luego que una psicología indígena podría saber y hacer muchas cosas, pero no serían útiles y quizás incluso fueran consideradas indeseables y peligrosas. De cualquier modo, aun suponiendo que pudieran y quisieran saberse y hacerse, ¿quién las enseñaría? ¿Dónde se aprenderían?
Los psicólogos leen psicología y estudian en centros de enseñanza donde otros psicólogos les enseñan lo mismo que aprendieron de otros psicólogos. No hay aquí lugar ni para los etnólogos o antropólogos ni mucho menos para los curanderos, chamanes y sabios de los pueblos originarios. Tan sólo hay lugar aquí para los psicólogos, para los estudiantes y docentes de psicología, para una psicología tremendamente autorreferencial que no deja de reproducirse a sí misma y que se mantiene herméticamente cerrada en relación con el exterior. Esta cerrazón, reproducción y auto-referencialidad son también obstáculos insalvables para la descolonización e indigenización de la psicología.
A manera de conclusión
Tan sólo podremos descolonizar la psicología cuando incluyamos a los pueblos originarios en ella, pero incluyéndolos en una relación de igualdad epistémica y política. Esto supone incluir a sus curanderos, chamanes y sabios no como objetos de estudio ni como pacientes ni como estudiantes, sino como lo que son, como sujetos y como sabios, maestros, expertos, depositarios de saberes de los que podemos aprender mucho. Nuestro aprendizaje será la base para la descolonización del ámbito psicológico.
Descolonizaremos la psicología cuando la indigenicemos, cuando incluyamos a los indígenas en su enseñanza, cuando los escuchemos, cuando nos instruyamos en sus concepciones de la subjetividad, cuando leamos los testimonios escritos que nos han dejado. Todo esto debería permitirnos descolonizar la psicología, pero descolonizarla será también descolonizarnos de ella, descolonizarnos al menos de lo que es ahora, quedándonos tan sólo con el nombre para designar algo diferente que sea más adecuado a nuestra particularidad cultural e histórica. Tal vez habría que encontrar otro nombre para describir mejor eso que surgiría de la contradicción y de la síntesis imposible entre la psicología europea-estadounidense y las concepciones indígenas latinoamericanas de la subjetividad.
Por lo pronto, mientras decidimos qué hacer con la psicología, debemos al menos aceptar humildemente que los pueblos originarios pueden enseñarnos mucho en este campo, mucho más de lo que se les puede aún enseñar después de más de cinco siglos de imposición de enseñanzas occidentales. Ha llegado el momento de que aprendamos de ellos y así también de nosotros: de lo que nosotros compartimos con ellos. Ha llegado el turno de lo que son y de lo que somos con ellos, como ellos, al ser también ellos.
Intervención en el lanzamiento del libro Por los caminos de las psicologías ancestrales nativoamericanas, de Marcelo Calegare, Rosa Suárez Prieto, Luis Eduardo León Romero y Paola Andrea Pérez Gil (Manaus, Alexa, 2021), el 9 de diciembre de 2021
David Pavón-Cuéllar
Quiero felicitar a Marcelo Calegare, Rosa Suárez Prieto, Luis Eduardo León Romero y Paola Andrea Pérez Gil por haber coordinado la obra colectiva Por los caminos de las psicologías ancestrales nativoamericanas. Esta obra es un paso decisivo hacia la descolonización de lo que nosotros los psicólogos pensamos y hacemos en las tierras de nuestro continente. De pronto descubrimos que nuestra psicología puede ser diferente, indígena y ancestral, y no exclusivamente europea-estadounidense y moderna o posmoderna.
Los saberes psicológicos globalizados, irremediablemente limitados por su particularidad cultural e histórica, resultan insatisfactorios para quienes los juzgamos desde acá. Es claro que no corresponden a todo lo que somos. Tan sólo abarcan una parte de nuestro ser, la europea, la originada en la colonización, la explotada por el capitalismo, la resultante de la alienación fundamental que nos constituye.
Nuestra parte alienada no es todo lo que somos. Por eso necesitamos otra psicología que sea verdaderamente nuestra, que sea también de acá y no sólo de allá, que provenga de nuestro pasado más remoto, que hunda sus raíces en la misma tierra de la que brotamos. Reconciliándonos con la tierra de la que se nutre nuestro ser, necesitamos una psicología que nos enseñe otra forma de ser humanos, una forma diferente de aquella globalizada que está devastando el mundo y que amenaza con aniquilar también a la humanidad entera.
El fin del mundo será la mayor hazaña del individuo que se refleja en la psicología europea-estadounidense globalizada. Ese individuo asertivo, competitivo, agresivo, posesivo y acumulativo es el sujeto del capital y de la psicología. El primero de sus rasgos característicos, el que le permite globalizarse, es su desvinculación absoluta con respecto a su comunidad, su origen y su ambiente natural. Esto lo distingue claramente de subjetividades indígenas como las mesoamericanas y como las nahuas a las que me refiero en mi capítulo: subjetividades comunitarias, con historia y arraigadas en su tierra, en el planeta, en su ambiente natural.
Como intento mostrarlo en mi texto, el nahua sabe que su vida es corta, que es todo lo que tiene y que habrá de perderlo al morir. Su intimidad con la muerte lo hace valorar el instante de su vida individual. Se entristece, pero no teme a la muerte. Recuerda muy bien lo que nosotros no dejamos de olvidar: que el individuo es tan insignificante como breve es su vida, pues el sujeto que dura y debe durar es el comunitario, el cual, en el contexto mesoamericano, incluye no sólo a los seres humanos, sino también a los espirituales, animales, vegetales y hasta minerales. Todos estos seres son las ramas y hojas del árbol comunitario de todo lo que existe, un árbol que toma forma de alma en cada uno de nosotros, en lo más profundo, en el teyolía de los nahuas.
El árbol comunitario de lo existente debe durar, no debe destruirse como ha sucedido en otras ocasiones, en las extinciones anteriores que fueron conocidas por los pueblos mesoamericanos. Ahora sabemos que el mundo está llegando una vez más a su fin. Para salvarlo, habría que sacrificarse, como lo hacían los antiguos nahuas, pero ya nadie parece estar dispuesto a ningún sacrificio para mantener con vida todo lo demás.
Tan sólo podremos salvarnos como comunidad al sacrificarnos como individuos. El sacrificio individual es indispensable para la vida comunitaria. Ésta es una de las mayores enseñanzas que recibimos de los pueblos mesoamericanos.
Conferencia para la mesa Irrupciones de lo real: el Análisis Lacaniano de Discurso en la interpretación de traumas colectivos, realizada el viernes 8 de octubre de 2021 y organizada por José Cabrera Sánchez en el Instituto de Psicología de la Universidad Austral de Chile
David Pavón-Cuéllar
Introducción: historia e inconsciente
Jacques Lacan tenía razón al considerar que la historia “es coextensiva del registro del inconsciente”[1]. El discurso del Otro, como lo llamaba el propio Lacan, resulta indiscernible de la trama de los acontecimientos históricos. Estos acontecimientos aparecen como formaciones del inconsciente. Descubrimos en ellos las operaciones básicas del inconsciente que Sigmund Freud supo desentrañar en el sueño, entre ellas la condensación y la sobredeterminación.
Es mucho lo que se condensa en cada acontecimiento histórico y lo sobredetermina por dentro, constituyéndolo, haciendo que sea lo que es, algo irreductiblemente singular y siempre insondable, inabarcable e inagotable para quien lo estudia. Esto lo entendió muy bien Louis Althusser. Fue por eso que aplicó el concepto freudiano de sobredeterminación a la historia. Fue por lo mismo que propuso el otro concepto de “causalidad estructural” para designar “la existencia de la estructura en sus efectos”[2].
Cada efecto, cada suceso de la historia, condensa la estructura que lo sobredetermina. Es también por esto que los acontecimientos históricos, al igual que los contenidos inconscientes, desafían el principio lógico de no contradicción y tienen siempre sentidos contradictorios como los que Freud observó en sueños, síntomas, lapsus y otros fenómenos análogos. Las observaciones de Freud en la esfera psíquica le permitieron vislumbrar lo que Mao Tse-Tung conoció a su modo en el campo histórico, en la “coexistencia” e “identidad de los contrarios” en cada suceso de la historia, cada uno teniendo “aspectos contradictorios que se excluyen mutuamente o luchan entre sí”[3].
Mao se percató de que los acontecimientos históricos, al igual que los sueños interpretados por Freud, están atravesados por contradicciones que son también conflictos, enfrentamientos, luchas. En Mao, estas luchas son políticas y disocian políticamente cada suceso de la historia. Cada uno representa, por ejemplo, un avance revolucionario y un retroceso reaccionario, una victoria y una derrota para cada una de las fuerzas históricas involucradas en lo sucedido.
Las contradicciones inherentes a cada acontecimiento, así como su origen en la condensación y la sobredeterminación, pueden apreciarse de manera bastante clara en la trama histórica-discursiva que analizaremos ahora: la que va de la Independencia de México, iniciada con el “grito de Dolores” de 1810, hasta su conmemoración de 2021 en la que López Obrador introdujo un elemento perturbador. Veremos cómo la historia en cuestión se despliega en discursos que pueden analizarse como tales. Estos discursos nos descubrirán finalmente un meollo inanalizable: el de algo que ni siquiera puede pensarse y que nos representaremos como un trauma colonial indeterminado que escapa a la sobredeterminación, la condensación y la contradicción.
Cada suceso histórico es contradictorio por lo que se condensa en él y lo sobredetermina, pero también fundamentalmente por su vínculo con lo traumático: por lo que sortea y repite, por lo que olvida e insiste, por lo real que no deja de no escribirse. El trauma colonial, incidiendo además y a través de la sobredeterminación y la condensación, ha sido así decisivo para que el carácter independiente de México sea insolublemente contradictorio, verdadero y ficticio, acabado e inacabado, real y posible, posible e imposible. El mismo trauma colonial parece haber introducido ya la contradicción en la Independencia misma de la nación mexicana, en su inicio, en su desarrollo y en su consumación.
Contradicciones en el inicio de la Independencia de México
La Independencia de México es contradictoria en cada uno de sus episodios. Cada uno es y no es lo que suele pensarse que es. Esto resulta evidente cuando situamos cada episodio en su contexto histórico, tal como éste se despliega discursivamente a través de los discursos de la nación y de la independencia, de la ilustración y de la Revolución Francesa, de los criollos y de los peninsulares.
Lo primero que debemos recordar es que aquello que podemos denominar “identidad nacional” surge en la misma época en España y en sus colonias en América. Los americanos comenzamos a pensarnos de modo nacional-identitario y a luchar por nuestra independencia no después de los españoles, sino al mismo tiempo que ellos. No hay que olvidar que la Guerra de Independencia Española, su guerra para liberarse del Primer Imperio napoleónico francés, ocurrió entre 1808 y 1814, exactamente en los mismos años en que los países hispanoamericanos emprendíamos nuestra lucha para independizarnos del Imperio Español.
Vemos aparecer aquí la primera contradicción. Tal vez nuestra lucha latinoamericana por la independencia fuera ella misma un signo inequívoco de nuestra dependencia, de nuestra condición colonial, de nuestra profunda subordinación a las dinámicas ideológico-políticas de España y Europa. Quizás los españoles debían luchar por su independencia contra los franceses para que se nos ocurriera en América luchar por nuestra independencia contra los españoles. ¿O acaso todo sucedió por cierto fantasma patriótico y liberal que recorrió el mundo y que parece haberse originado en la Ilustración y especialmente en la Revolución Francesa?
Algo seguro es que la influencia intelectual y política francesa fue decisiva para la emergencia del sentimiento nacional e independentista en España. La contradicción de los españoles fue semejante a la de los americanos: tal parece que desarrollaron su nacionalismo independentista gracias a los mismos franceses contra los que lucharon en su Guerra de Independencia. Esta guerra era ella misma una evidencia de la dependencia de España con respecto al espíritu francés, ese espíritu burgués moderno, patriótico y liberal, que encontraba una de sus mejores expresiones en la figura del invasor, del opresor y liberador Napoleón, heredero igualmente contradictorio de los valores de la Ilustración y de la Revolución Francesa.
Mucho tiempo se pensó que la herencia ilustrada y revolucionaria de Francia fue determinante para la Independencia de México, pero esta idea tiene que ser matizada hoy en día. El factor francés, como lo ha mostrado Luis Villoro, no parece haber intervenido ni desde el principio ni de modo inmediato, sino por una mediación española, especialmente a través del espíritu liberal de las Cortes Generales y de la Constitución de Cádiz, y tardíamente, a partir de los años de 1812 y 1813, en los tiempos del periódico liberal El Pensador Mexicano de Fernández de Lizardi y de las propuestas radicales del Congreso de Chilpancingo[4]. Antes de este momento, el movimiento independentista mexicano parece hundir sus raíces en el pensamiento de dos jesuitas, el famoso teólogo español Francisco Suárez y el mexicano Francisco Javier Alegre, quienes fundan el poder monárquico en el pueblo y en su pacto con el monarca.
El pacto fue roto el 1808 con las abdicaciones de los reyes españoles Carlos IV y Fernando VII en favor del emperador francés Napoleón y de su hermano José Bonaparte. Las llamadas “Abdicaciones de Bayona” fueron el elemento detonante de un movimiento independentista mexicano que fue al principio, entre 1808 y 1813, más antifrancés que antiespañol. Esto resulta evidente en el discurso de los precursores e iniciadores de la Independencia de México: Primo de Verdad proponiendo una defensa contra la “inmoralidad” de Francia, Ignacio Aldama reivindicando una “sana libertad” en lugar de la “libertad francesa contra la religión”, José María Cos presentando a los americanos como el último baluarte moral contra las ideas disolventes del “francesismo” y Severo Maldonado afirmando que los insurgentes mexicanos son ahora “los verdaderos españoles”[5].
Llegamos aquí a otra contradicción. La Independencia de México, su independencia con respecto a España, comienza como una suerte de confesión de fidelidad a España, como una reivindicación de lo verdaderamente español, contra lo francés y lo afrancesado. El movimiento independentista mexicano es al principio contra el francesismo y en el nombre de la herencia moral y cultural española. Es por la Independencia de España, por su libertad con respecto a Francia, por lo que se está luchando cuando se lucha por la Independencia de México, de la Nueva España, de la América española que se presenta como el último reducto de España tras la invasión francesa de la península.
De hecho, como lo dice Maldonado, los insurgentes mexicanos se veían a sí mismos como los verdaderos españoles que luchaban para liberarse de la falsa España que se dejó someter por los franceses. El único medio para no afrancesarse y para seguir siendo un verdadero español era paradójicamente convertirse en mexicano. Dar nacimiento a México, al independizarse de España, era una forma de preservar algo de España. Se estaba luchando por esto español cuando se luchaba contra los españoles que lo traicionaban.
Sabemos que las contradicciones recién expuestas despliegan la visión de los criollos, nacidos en México, sobre su lucha contra los peninsulares, los nacidos en España. La invasión francesa de España les permite a los criollos presentarse al fin como los verdaderos españoles contra los peninsulares que se han presentado siempre como los auténticos españoles. El conflicto de legitimidad entre las dos Españas termina resolviéndose en la guerra de Independencia de México, de la Nueva España, con respecto a la Vieja España.
Contradicciones en el Grito de Hidalgo
Todo lo dicho hasta este momento, y mucho más imposible de abarcar, se condensa en el Grito de Dolores y lo sobredetermina por dentro. Es verdad que ni siquiera sabemos exactamente lo que Miguel Hidalgo habría dicho en este acontecimiento con el que da inicio la Guerra de Independencia de México, pero las diversas versiones de sus palabras expresan invariablemente las contradicciones a las que nos hemos referido. Estas contradicciones oponen América, la Virgen de Guadalupe y el rey español Fernando VII, al mal gobierno y a los españoles peninsulares presentados como gachupines.
Permítanme citar únicamente las referencias del mismo año de 1810 al Grito de Dolores. De acuerdo al obispo michoacano Manuel Abad y Queipo, Hidalgo habría gritado “¡Viva nuestra madre santísima de Guadalupe!, ¡viva Fernando VII y muera el mal gobierno!”. Según un testimonio anónimo citado por el historiador Ernesto Lemoine Villicaña, lo que se gritó fue “¡Viva la religión católica!, ¡viva Fernando VII!, ¡viva la patria y reine por siempre en este continente americano nuestra sagrada patrona la santísima Virgen de Guadalupe!, ¡muera el mal gobierno!”. Según Fray Diego Miguel Bringas, el grito fue “¡Viva la América!, ¡viva Fernando VII!, ¡viva la religión y mueran los gachupines!”.
Bringas inserta el grito en un discurso más amplio en el que Hidalgo se habría dirigido a los “americanos oprimidos” para decirles que “llegó ya el día suspirado de salir del cautiverio y romper las duras cadenas con que nos hacían gemir los gachupines: la España se ha perdido; los gachupines, por aquel odio con que nos aborrecen, han determinado degollar inhumanamente a los criollos, entregar este floridísimo reino a los franceses, e introducir en él las herejías; la patria nos llama a su defensa, los derechos inviolables de Fernando VII nos piden de justicia que le conservemos estos preciosos dominios, y la religión santa que profesamos nos pide a gritos que sacrifiquemos la vida antes que ver manchada su pureza; hemos averiguado estas verdades, hemos hallado e interceptado la correspondencia de los gachupines con Bonaparte: ¡guerra eterna, pues, contra los gachupines!”[6].
El discurso de Hidalgo reportado por Bringas, al igual que las diferentes versiones del Grito de Dolores, ponen de manifiesto el conflicto fundamental entre los americanos y los gachupines, entre los criollos y los peninsulares, pero también, sobredeterminando ese conflicto, entre la patria y el mal gobierno, entre Fernando VII y Bonaparte, entre el españolismo y el francesismo, entre lo verdaderamente español y lo falsamente español, entre la religión católica y las herejías de los franceses. Resulta extraño, por decir lo menos, que estas coordenadas conflictivas tan esencialmente europeas estén en el origen de la independencia de lo americano con respecto a lo europeo. Es verdad que ya aparece lo americano, lo criollo que se opone a lo peninsular, pero lo hace bajo la forma europea de una reivindicación de lo católico, de lo español, contra lo hereje, contra lo francés.
Lo americano carece aún de un sentido propio suficientemente preciso y definido en las versiones del grito y el discurso de Hidalgo. Lo que aquí aparece como americano es básicamente lo opuesto a lo francés. Esto es así desde el punto de vista de Hidalgo y de sus partidarios, ya que para el bando opuesto Hidalgo es el afrancesado. Esta representación de un Hidalgo afrancesado, promovida por los enemigos del movimiento independentista, será paradójicamente la que se imponga en el México independiente.
Vemos ahora que las contradicciones revisadas se interpretan a su vez contradictoriamente desde las perspectivas opuestas de los partidarios y opositores al movimiento iniciado por Hidalgo. Este movimiento se ve simultáneamente, desde las dos perspectivas, como un movimiento afrancesado y antifrancés, antiespañol y pro-español, contra Fernando VII y a favor de él, anticatólico y en defensa del catolicismo. Como hemos visto, con el paso del tiempo, especialmente a partir de 1812, el movimiento acaba tiñéndose de una coloración francesa y claramente independentista, como si los detractores de Hidalgo hubieran presentido o profetizado algo.
Contradicciones en la consumación de la Independencia
El caso es que lo iniciado por Hidalgo en 1810, fuera lo que fuera, se convirtió en la gesta por la independencia que se consumó en 1821. Esta consumación fue tan contradictoria como lo que la precedió. Todo fue lo contrario de lo que se imaginaba, de lo que se preveía, de lo que era.
Conviene recordar que la Constitución de Cádiz contribuyó a que el movimiento comenzado por Hidalgo adoptara un espíritu ahora sí afrancesado, ilustrado y revolucionario, liberal y nacionalista, claramente independentista. La Independencia de México le debe mucho a las Cortes Generales de Cádiz y a su constitución liberal de 1812. Esta constitución creó un clima propicio para el independentismo, aseguró cierta libertad de prensa para los periódicos favorables a la Independencia, influyó en el primer Congreso de Chilpancingo, inspiró la primera Constitución de Apatzingán y motivó a Francisco Xavier Mina a venir a México a luchar contra la corona española.
Sin embargo, si la Independencia de México se consumó en 1821, no fue sólo gracias a la Constitución de Cádiz, sino también contra ella. Fue al sublevarse contra el espíritu anticlerical y liberal de esta constitución, a través de lo que se conoce como Conspiración de La Profesa, que la élite aristocrática y eclesiástica de la Nueva España impulsó decisivamente el movimiento independentista con el propósito de establecer en México una monarquía encabezada por Fernando VII o por un infante español. En una situación tan contradictoria como las anteriores, fue por la Monarquía de España que triunfó la Independencia de México. Esta independencia, tan favorecida por la Constitución de Cádiz, fue al final consumada por una reacción contra esa constitución.
El movimiento independentista sólo pudo triunfar al ser apoyado por sus peores enemigos. Uno de ellos, Agustín de Iturbide, jefe militar que peleó incansablemente contra los insurgentes entre 1810 y 1820, fue el protagonista de la consumación de la independencia y el primer gobernante del México independiente. El país logró independizarse para ser gobernado por uno de los mayores opositores a su independencia.
El grito de López Obrador
En el México independiente, desde el siglo XIX hasta ahora, las fiestas cívicas nacionales más importantes del año son el 15 y el 16 de septiembre, los días en los que Hidalgo habría dado el grito de 1810 con el que se inició la Guerra de Independencia. Poco a poco se ha ido imponiendo un ritual por el que los presidentes, así como gobernantes locales o representantes diplomáticos, dan un grito como el de Hidalgo. Sin embargo, en lugar de aclamar a Fernando VII y a la Virgen de Guadalupe, los funcionarios mexicanos han adoptado una fórmula canónica en la que lanzan vivas a los “héroes que nos dieron patria y libertad”, mencionan los nombres de Hidalgo, Morelos y otros, y terminan gritando “¡Viva la independencia nacional!” y tres veces “¡Viva México!”.
La fórmula canónica no impide que el funcionario en turno le dé su toque personal al grito. Por ejemplo, el presidente izquierdista Lázaro Cárdenas vitoreó “la revolución social”, Adolfo López Mateos “la revolución mexicana” y Luis Echeverría “los países del tercer mundo”. Así también, el 15 de septiembre de 2021, el presidente Andrés Manuel López Obrador gritó “¡vivan las culturas del México prehispánico!”.
La frase de López Obrador provocó cierto malestar, lo que se explica en parte por la coyuntura política. Debe recordarse que López Obrador ha insistido en solicitar al gobierno de España y al rey Felipe VI que pidan perdón por los abusos cometidos en la conquista contra los pueblos originarios. Los gobernantes españoles han ignorado la petición y no han pedido perdón, lo que ha hecho que el presidente mexicano los acuse de soberbia y arrogancia.
Las tensiones entre España y México han sido acompañadas por otros hechos altamente simbólicos. En la conmemoración por los 500 años de la caída de Tenochtitlán, el 13 de agosto, López Obrador habló en el nombre del Estado para pedir perdón a los indígenas por los excesos de la conquista. Luego, el 5 de septiembre, se anunció que la escultura de una mujer indígena, la diosa de la tierra Tlalli, se levantaría en lugar del monumento a Cristóbal Colón en la famosa glorieta del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México. Fue a la semana siguiente del anuncio de esta sustitución, así como un mes después de pedir perdón a los indígenas, que López Obrador gritó “¡vivan las culturas del México prehispánico!” al conmemorar la independencia nacional.
El grito del presidente se inserta en un discurso más amplio, en una cadena significante, en una serie de gestos simbólicos insistentes que se refieren de un modo u otro a la colonización española. Al igual que el perdón gubernamental por la conquista y que la sustitución de la escultura de Colón, el grito de López Obrador es a favor de los pueblos originarios conquistados y colonizados, pero también contra el gobierno de España que no ha querido pedir perdón por la conquista y la colonización. Tenemos aquí un grito contra lo español que es como un eco del real o legendario “¡mueran los gachupines!” de 1810.
No debe olvidarse que el grito de Hidalgo fue también un grito contra los gachupines, contra los peninsulares, por parte de los criollos, quienes se presentaban como los verdaderos españoles. Tampoco hay que olvidar que López Obrador, aunque mestizo, es también alguien a quien podríamos llamar “criollo”, descendiente de español. De hecho, según un rumor bastante difundido cuya exactitud carece de importancia, el presidente mexicano descendería no de cualquier tipo de español, sino de uno comunista que tendría buenas razones históricas para decir que ayudó a traer a México una verdad que falta en el Estado Español, una verdad que debió exiliarse fuera de España, la verdad republicana del pueblo, de la igualdad y de la auténtica democracia.
Desde luego que la verdad a la que me refiero subsiste y resiste en la Vieja España gracias a lo representado por organizaciones o coaliciones como Unidas Podemos, las cuales, no por casualidad, han comprendido y apoyado la posición de López Obrador. Sin embargo, exceptuando a la auténtica izquierda minoritaria, esta posición ha sido rechazada por la mayor parte del rancio y espurio Estado Español, que ha oscilado entre la indignación, la mofa y observaciones francamente delirantes como la de Isabel Díaz Ayuso, presidenta de Madrid, quien ha declarado que “el indigenismo es el nuevo comunismo”. Como suele suceder, el delirio nos revela una verdad que no puede revelarse de otro modo: esta verdad es que el nuevo comunismo será indigenista o no será.
Indigenismo en el comunismo: la opción por los oprimidos entre los oprimidos
Desde luego que López Obrador no es exactamente un indigenista ni mucho menos un comunista. Sin embargo, tenga o no un abuelo comunista, su renegación de lo colonial y su reivindicación de lo indígena le están dando voz a una verdad universal que es también la del comunismo: la verdad encarnada por los oprimidos, escenificada en cualquier lucha contra la opresión, despreciada por el actual Estado Español y frenéticamente borrada por treinta y cinco años de franquismo. Esta verdad es la que se exilió en tierras mexicanas en 1939. Es una verdad constantemente reprimida que ya existía antes en México y que intentó abrirse paso a través de los movimientos revolucionario de 1910 e independentista de 1810. Esta verdad universal del comunismo, que Hidalgo apenas balbuceó al gritar “¡muera el mal gobierno!”, es la misma verdad particular del indigenismo que resonó como un susurro a través de los gritos “¡viva la América!” y “¡viva la Virgen de Guadalupe!”.
Con su elemento indígena, lo guadalupano y lo americano parecen representar ya la piel morena y la condición originaria de los oprimidos entre los oprimidos. Quizás Hidalgo no los mencionara, pero les hablaba en otomí, purépecha y nahua, y ellos lo seguían y componían la mayor parte de su ejército insurgente. Los pueblos originarios, los oprimidos entre los oprimidos, fueron la verdad viva de los criollos que se presentaban como los verdaderos españoles en lucha contra los falsos, los peninsulares, los afrancesados.
Entre 1810 y 1812, el movimiento por la Independencia de México parecía confundirse con el movimiento por la Independencia de España con respecto a la Francia de Napoleón. En ambos casos, después de todo, se trataba de un movimiento contra el invasor, contra el opresor. Después de 1812, en Cádiz y en México, se toma conciencia de que luchar verdaderamente contra la opresión exige luchar, no contra Napoleón y a favor de Fernando VII, sino contra cualquier corona, contra la monarquía y sus diversas formas de opresión de la época, entre ellas el absolutismo y el colonialismo. Es así como los luchadores se vuelven liberales en Cádiz y anticoloniales en México, y al volverse tales, advienen de algún modo ya como españoles y como mexicanos.
El verdadero nacionalismo, no el pseudo-nacionalismo de las derechas opresivas de México y España, surge de una lucha contra la opresión, lucha que hoy es recogida por la izquierda y que sólo se realiza de modo universal en el comunismo. En el contexto mexicano, esta lucha tomó una forma definida en el Congreso de Chilpancingo de 1813 que ordenó la soberanía popular, el reparto de latifundios, la igualdad entre castas y la abolición de la esclavitud. Estas ordenanzas debían favorecer a los oprimidos entre los oprimidos, a los esclavos africanos, a los más pobres y especialmente a los indígenas aún mayoritarios en el país.
Finalmente, a través de las contradicciones que hemos revisado, la Independencia terminó siendo lo contrario de lo que era. Inauguró un poder independiente opresivo que ha violado sistemáticamente las ordenanzas del Congreso de Chilpancingo al usurpar la soberanía popular, impedir el reparto de latifundios y reproducir las castas y la esclavitud bajo las formas aceptables de la discriminación pigmentocrática y la explotación capitalista. El capitalismo periférico, racista y no sólo clasista, ha perpetuado una colonialidad tan discriminatoria y explotadora como el viejo colonialismo.
Los más discriminados y explotados han sido siempre los pueblos originarios. Estos pueblos han seguido siendo los oprimidos entre los oprimidos en los siglos XIX, XX y XXI. Sus opresores no han dejado nunca de constituir una oligarquía predominantemente criolla que a veces representa directamente los intereses de capitales extranjeros, entre ellos los españoles. Mientras tanto, los gritos de cada 15 de septiembre tan sólo han servido para vitorear a México, botín y festín de los opresores, sin alusión alguna a los oprimidos y mucho menos a los oprimidos entre los oprimidos, los pueblos originarios.
Trauma colonial
Comprendemos, entonces, que haya un pequeño acontecimiento discursivo cuando López Obrador grita, el 15 de septiembre de 2021, “¡vivan las culturas del México prehispánico!”. Esta exclamación es primeramente un retorno sintomático de la verdad particular del indigenismo: la verdad reprimida en gritos anteriores, la verdad de lo americano de América y de la piel morena de la Virgen de Guadalupe, la verdad de los oprimidos entre los oprimidos en México. Esta verdad particular, como bien lo presintió Díaz Ayuso en su delirio, es también la verdad universal de los oprimidos, la que se rebela contra cualquier opresión, la que adopta su forma definitiva en el comunismo.
Además, como en cualquier síntoma, el retorno de la verdad en el grito de López Obrador nos permite vislumbrar algo más que subyace a la represión: algo traumático asociado con la devastadora colonización española del continente americano. El trauma colonial, como cualquier otro, puede percibirse ahí donde supo situarlo el psicoanálisis, en lo que Lacan describe como un “meollo primitivo” que se encontraría en “otro nivel que los avatares de la represión” y que operaría como su “fondo y soporte”[7]. En la Independencia de México y en sus conmemoraciones anuales, el fondo y soporte de la represión de los pueblos originarios parece radicar efectivamente en lo traumático de la colonización que nos desgarra de lo indígena y nos encierra en el horizonte de lo europeo.
Es en última instancia por el trauma colonial que tenemos los diversos efectos desgarradores de la represión que revisamos en los discursos de principios del siglo XIX, entre ellos la Independencia de México pensada como una Independencia de España con respecto a Francia, la extremeña Virgen de Guadalupe representada como único reducto para la piel morena del indígena, el mexicano concibiéndose a sí mismo como un verdadero español y el rey peninsular Fernando VII y el emperador criollo Agustín de Iturbide apareciendo como los únicos gobernantes admisibles para el México independiente. Estas extrañas relaciones lógicas, flagrantes contradicciones cuando se juzgan desde nuestro presente, no sólo resultan de todo aquello sobredeterminante que se condensa en cada una de ellas, de la estructura en la que sólo podemos afirmarnos al negarnos, sino de lo traumático de la colonización con la que se ha instaurado la estructura en el vacío dejado por lo aniquilado. Lo mismo traumático también parece haber contribuido, entre los siglos XIX y XXI, a que haya una larga serie de presidentes criollos, blancos o blanqueados, que se contradigan al gritar vivas a la Independencia cada 15 de septiembre mientras ayudan el resto del año a sostener la dependencia colonial o neocolonial del México pretendidamente independiente.
Lo que se repite cada año no es tan sólo el grito, sino lo que resiste contra lo que se grita. La resistencia contra la independencia es aquí, al igual que en el psicoanálisis, lo que Lacan describe como una “repetición en acto” de lo traumático, en este caso de lo traumático de la colonización[8]. El trauma colonial, siendo imposible de recordar, tiene que repetirse una y otra vez, y lo hace cada vez que resistimos contra la descolonización, cada vez que repetimos así el gesto colonizador que nos ha constituido al traumatizarnos.
La repetición de lo traumático, bajo las más diversas formas simbólicas, perpetúa incesantemente la colonialidad. Nuestra condición colonial se mantiene así gracias a su origen traumático y su resultante lógica repetitiva. Esta lógica de repetir en lugar de recordar obstaculiza cualquier liberación, la detiene, resiste contra ella, resistiendo contra la evocación de lo traumático y contra el retorno sintomático de la verdad reprimida.
Al gritar “¡vivan las culturas del México prehispánico!”, López Obrador está dando voz a la verdad indígena incesantemente reprimida en los gritos de Independencia. Es así como el grito de 2021 está interrumpiendo la despiadada lógica repetitiva del trauma colonial, intentando recordar para dejar de repetir, como ya lo había hecho el presidente mexicano en intervenciones anteriores a las que ya nos referimos.
En una de ellas, el 11 de septiembre del mismo año de 2021, el presidente mexicano llegó quizás demasiado lejos al referirse explícitamente a lo traumático de la colonización. Afirmó que el gobierno español y “sobre todo la monarquía” reaccionaron “con soberbia” al no pedir perdón “por lo que se llevó a cabo de manera abusiva en nuestro país con las comunidades originarias, la represión que hubo, los asesinatos masivos, el exterminio”. Lo traumático apareció así en el discurso.
La designación directa de lo que está en juego en el trauma colonial ocurrió sólo cuatro días antes del grito del 15 de septiembre. La aclamación de las “culturas del México prehispánico” presuponía la referencia inmediatamente anterior a su “exterminio” por los españoles. Esta evocación de lo traumático duró sólo un instante, pero un instante eterno que planteó la posibilidad subversiva de que todo fuera diferente. Planteando esta posibilidad, entendemos que la intervención de López Obrador haya provocado una resistencia, una repetición en acto, que pudo apreciarse claramente en las reacciones de la derecha de los siguientes días.
Reacción y resistencia
Hay dos reacciones que merecen que nos detengamos en ellas. Se trata de un par de tweets, uno de Vicente Fox y otro de Felipe Calderón, quienes fueron presidentes de México por el derechista Partido de Acción Nacional. Sus tweets fueron enviados el mismo 15 de septiembre en el que López Obrador aclamó a las “culturas del México prehispánico”.
El tweet de Vicente Fox comenta un video en el que las personas aplauden y sacan fotos a unos mariachis en Madrid. Fox se dirige al presidente y le dice: “Mira López cómo nos quieren allá y tú cómo los tratas; además, no reniegues de tu sangre y origen Español”. Fox escribe “Español” con mayúscula y emplea el imperativo, “no reniegues de tu sangre y origen”, al enunciar esa ley implacable del criollo y del mestizo, del blanco y del blanqueado, que ha obligado a perpetuar la colonialidad y a callar el exterminio colonial a muchos de los predecesores de López Obrador.
La despiadada ley de Fox es la misma que llevó a los criollos a considerarse los “verdaderos españoles” y a repudiar a los peninsulares “afrancesados”. Es la misma ley por la que una Independencia de México debía asimilarse a la Independencia de España. Es un ejemplo insuperable de aquella ley superyóica subjetivante, identitaria, que Lacan describe como “ciega y repetitiva”, reconduciéndola precisamente a un “acontecimiento traumático”, tal como el de la colonización, que “reduce la ley a una punta de carácter inadmisible e inasimilable”[9].
¿Cómo podríamos, en tanto que sujetos del significante y no simples organismos biológicos, asimilar y admitir el imperativo de no renegar de nuestra sangre? ¿Cómo y por qué juraríamos fidelidad a lo español que nos excluye de aquello mismo que designa? ¿Por qué no seríamos libres de repudiar un origen que nos avergüenza? ¿Por qué no tendríamos derecho de pedir perdón por lo que somos?
¿Por qué los mexicanos deberíamos querer ser españoles? Fox tiene una respuesta infalible: porque los españoles “nos quieren”. Es verdad que el deseo del Otro está en el origen traumático de nuestro deseo. Como lo ha mostrado Lacan, el deseo nace del “trauma” que vivimos al entrar en contacto con el “deseo del Otro”, un deseo “informulable” en el que brota nuestro deseo bajo la forma de un “deseo de saber”[10].
Deseamos saber no sólo por qué y para qué nos quieren los españoles, sino qué diablos quieren de nosotros. Quizás encontremos respuestas en los turistas y en Repsol o en el Banco Santander. Estas respuestas serán convincentes, pero no suficientes. Hay siempre algo más que sólo podremos saber al pensar en lo traumático de nuestra colonización.
El problema es que el trauma colonial, como cualquier otro, se caracteriza por tener un aspecto radicalmente impensable y refractario al saber. Imposible tener ideas claras y distintas acerca de lo traumático de la colonización. Como lo ha notado Lacan, el trauma “desmantela” nuestro pensamiento y nos reduce a la posición de “no saber”[11].
La falta de saber y de pensamiento se aprecia muy bien en el tweet de Felipe Calderón: “Mi bisabuela era una indígena purépecha, el abuelo del Presidente era español cantábrico. Los mexicanos tenemos orgullosamente raíces indígenas y españolas indisolubles. Pretender arrancarnos una vertiente es antinacional. ‘Descolonizar’ sólo refleja complejos y problemas mentales”. Pasando por alto la burda estrategia de psicopatologización y resultante despolitización de lo político, hay que notar que las supuestamente inseparables raíces indígenas y españolas están siendo separadas por el mismo discurso de Calderón: las raíces indígenas son las de él con su bisabuela purépecha, mientras que las raíces españolas son las de López Obrador con su abuelo cantábrico.
Calderón está procediendo antinacionalmente, como él mismo diría, al arrancarse lo español y al arrancarle también lo indígena a López Obrador. Al final, tenemos a dos entes arrancados el uno del otro ahí donde uno habría esperado encontrar a un mestizo. Lo que pasa es que este mestizo, como lo muestra Calderón en su tweet, no puede concebir el trauma colonial sin dividirse a sí mismo. La división del sujeto de la colonialidad es la experiencia inmediata de lo traumático de la colonización.
Como ya lo constató Lacan, el trauma es el “punto al que el sujeto no puede acercarse sin dividirse”, perdiendo la “unidad del psiquismo totalizante y sintético”[12]. El mestizaje, entendido en sentido cultural y no biológico, se revela entonces como lo que es, como un campo de batalla y como la batalla misma, como una lucha, como un conflicto desgarrador. Este conflicto que divide al sujeto del tweet de Calderón, desdoblándolo en Calderón y en López Obrador, es el mismo que ha provocado, en última instancia, el aspecto contradictorio de los demás gestos asociados con la Independencia y con su conmemoración.
Conclusión: eternidad y causalidad subsistente
Las contradicciones pueden explicarse, desde luego, por lo que se condensa en cada gesto y lo sobredetermina por dentro. Cada gesto está internamente dividido por determinaciones históricas opuestas como lo español y lo indígena mesoamericano, lo católico y lo ilustrado-revolucionario, lo monárquico y lo republicano, lo colonial y lo anticolonial, lo conservador y lo progresista, lo racista y lo indigenista, lo capitalista y lo comunista, etc. Sin embargo, si estas contradicciones persisten o se transforman en lugar de resolverse dialécticamente de un modo sintético positivo, es porque provienen de situaciones traumáticas insuperables, de heridas que permanecen abiertas, como es el caso de la devastadora colonización de América.
El trauma colonial es una causa, pero una causa que subsiste en sus efectos. Es así una parte fundamental de todo aquello sobredeterminante que se condensa en cada elemento de la historia del México independiente y de la vida cotidiana de los mexicanos. De algún modo somos lo traumático de la colonización: lo somos, lo sentimos, lo pensamos y lo actuamos a cada momento.
El trauma colonial se repite y se eterniza en la historia que resulta de él. Su eternidad es como la intemporalidad que Freud encontró en el inconsciente. Llegamos así, al final de este recorrido, a otro aspecto que el inconsciente y la historia tienen en común.
Lo histórico, al igual que lo inconsciente, no es tan sólo algo que sucede cada vez de modo contradictorio, condensado y sobredeterminado, sino que implica también algo traumático intemporal que no se ha superado. Este meollo de la historia, que subyace a la represión constitutiva del inconsciente, asegura la incesante repetición con la que suele cerrarse cualquier horizonte histórico. Para abrir el horizonte, necesitamos pasar de la repetición a la memoria, del eterno retorno de lo mismo al retorno sintomático de la verdad reprimida, lo que sólo será posible al enfrentarnos a la colonialidad en lugar de limitarnos a reproducirla.
Tan sólo una descolonización radical puede posibilitar la apertura de posibilidades por la que apostamos en el comunismo. Es también por esto que nuestro comunismo, aquí en América Latina, debe ser una suerte de indigenismo. Los pueblos originarios no dejan de ser la verdad siempre nueva de la que nos aparta el trauma colonial.
Referencias
[1] Jacques Lacan, Sartre contre Lacan, bataille perdue mais…, Interview par Gilles Lapouge, Figaro Littéraire, 1080, p. 4
[2] Louis Althusser, L’objet du Capital, en Lire le capital (1965), París, PUF, 1996, p. 405.
[3] Mao Tse-Tung, Sobre la contradicción (1937), en Textos escogidos, Pekín, 1976, pp. 128-129.
[4] Luis Villoro, Rousseau en la Independencia mexicana, Casa del Tiempo, VII.80 (2005), pp. 55-61.
Artículo publicado en Revolución 3.0 el 14 de agosto de 2021
David Pavón-Cuéllar
1. Quienes conquistaron la capital azteca no fueron unos cuantos centenares de superhéroes europeos. Los conquistadores fueron 75000 tlaxcaltecas, texcocanos, huejotzingas y otros, entre ellos unos 800 españoles que se distinguieron por engañar a sus aliados y robarles el fruto de la conquista. Los más efectivos recursos estratégicos de las huestes de Hernán Cortés fueron el robo y el engaño. Los usaron tanto con sus amigos como con sus enemigos. Fueron sus primeros aportes morales al naciente mundo hispanoamericano.
2. El Nuevo Mundo también le debe a los españoles el aprendizaje de cierto estilo de violencia. Las masacres de Cholula y el Templo Mayor no fueron las únicas grandes matanzas de indígenas confiados y desarmados. Hubo muchas más. En una de ellas, poco antes de la caída final de Tenochtitlán, Hernán Cortés ordenó matar a más de ochocientas personas indefensas, en su mayoría mujeres y niños, que buscaban comida entre las hierbas de las chinampas en barrios habitacionales próximos a la calzada de Iztapalapa. El único propósito de la carnicería fue infundir terror en los aztecas. Desde luego que los pueblos mesoamericanos y especialmente los aztecas podían ser violentos, pero lo eran de otro modo que el que nos enseñaron los conquistadores europeos.
3. La fuerza de los españoles fue el terror y no sólo el robo y el engaño. Sí, claro, también fue la viruela, otras enfermedades y la tecnología que hoy en día está devastando el mundo y que amenaza con destruir a la humanidad entera.
4. Es verdad que había importantes avances tecnológicos en las culturas prehispánicas mesoamericanas, pero hay de tecnología a tecnología. Sin entrar en detalles, notemos que los europeos diseñaban cañones y arcabuces para sus guerras mientras los indígenas creaban maíces y jitomates en un paciente diálogo con la naturaleza que se prolongó durante miles de años. Hoy seguimos alimentándonos de los inventos indígenas. Las armas europeas del siglo XVI están arrumbadas en los museos, pero sus descendientes, como las pistolas y las metralletas, continúan ensangrentado a México y al mundo entero.
5. El 13 de agosto de 1521 no se podía entrar a Tenochtitlán por el hedor tan intenso de la carne en putrefacción. Eran decenas de miles de cadáveres. No eran sólo cuerpos, sino almas, historias e ideas que se perdían para siempre. Luego los cadáveres se multiplicaron y fueron millones de indígenas los que murieron en el siglo XVI. Sus descendientes no están entre nosotros. Han dejado un vacío que nos rodea y que también se abre dentro de nosotros. Es un abismo en el que se escucha, ensordecedor, el silencio de todo lo que no puede resonar en él.
6. Los españoles que llegaron a México eran tan sensibles y civilizados que destruyeron un patrimonio cultural milenario tan sólo para obtener su peso en metales preciosos. Las más bellas y elaboradas filigranas fueron fundidas y convertidas en lingotes de oro. Únicamente se quería más y más de lo mismo. No se veía todo lo demás que se destruía. Era el principio de la destrucción capitalista. La diversidad cualitativa se disolvía en la acumulación cuantitativa.
7. Los traidores no fueron los tlaxcaltecas. Ellos únicamente lucharon contra sus enemigos aztecas, pero cometieron el error de confiar en unos forasteros barbudos que no eran dignos de su confianza. Quienes traicionaron a su pueblo fueron y siguen siendo los herederos de indígenas que ya saben lo que hacen al aliarse con los viejos y nuevos conquistadores.
8. La capital azteca no cayó definitivamente un 13 de agosto de 1521. Su caída final es una caída infinita, la eternización de un deseo, la persistencia de una falta simbólica por la que se insiste y se resiste en la historia. La insistencia y la resistencia continúan porque la conquista no ha quedado atrás: la estamos viviendo incesantemente, cada uno en sí mismo y en las relaciones con los demás, a través de esa lucha encarnizada que disimulamos con la designación equívoca de “mestizaje”. No pudiendo reconciliarnos con lo que somos, a cada momento debemos decidirnos entre claudicar o resistir, entre olvidar o recordar los Acuerdos de San Andrés, entre aliarnos con los conquistadores o permanecer fieles a sus víctimas, entre ser conquistados o perseverar en el tortuoso camino de nuestro ser, entre dejarnos arrastrar por el goce de la derecha u obstinarnos en seguir nuestro deseo al serpentear hacia la izquierda.
9. El símbolo puede liberarnos de lo real. No estamos obligados a reconocernos como hijos de progenitores que violaron y destruyeron una parte de lo que somos. Uno de los grandes aciertos de la historia de México ha sido el de renegar de padres criminales, como los victoriosos antihéroes Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, para optar por la paternidad simbólica de los héroes derrotados Cuitláhuac o Cuauhtémoc. Si queremos reconocer nuestra filiación europea, quizás nos queden figuras paternas tan honorables como las de Bartolomé de Las Casas y Francisco de Vitoria, pero siempre llegaron demasiado tarde, cuando Europa ya se había revelado como lo que nunca dejaría de ser.
10. La transición de Moctezuma Xocoyotzin a Cuitláhuac y Cuauhtémoc es una dolorosa revelación de lo que Europa significa para lo no-europeo de lo mexicano. Los que parecían dioses no tardaron en revelarse como unos entes diabólicos, intrínsecamente malos, que significativamente no existían en las cosmovisiones prehispánicas. El efecto de conciencia es constitutivo de nuestra identidad. Somos lo que somos al ser conscientes de cierta maldad radical de la civilización occidental. Esta maldad nos habita, pero no por ello deja de acosarnos e invadirnos desde fuera. No hablar de ella, considerándola una entidad anticuada o irracional o indigna de la impasibilidad intelectual o académica, es invisibilizar uno de los puntos nodales de la herencia europea que nos constituye. Somos también europeos al ser capaces de concebir la maldad y encarnarla en lo que somos. No había nada semejante en las culturas prehispánicas mesoamericanas.
11. Quinientos años no han bastado para cerrar la herida, quizás porque habitamos en ella, porque nos confundimos con ella, porque somos ella. No dejamos que cicatrice porque aún existimos. De algún modo sabemos que nos dejaremos atrás al seguir los consejos de los psicólogos en los que se ha convertido todo el mundo: al asumir nuestras propias responsabilidades, al dejar de victimizarnos, al no acusar a los europeos de nuestras miserias, al ver hacia el futuro y pensar propositivamente.
12. Algunos historiadores quieren acaparar la historia y llaman a la serenidad y la inteligencia. Desdeñan las pasiones que atribuyen a la ignorancia. En lugar de juzgar, deplorar y condenar la conquista de México, aparentemente deberíamos contextualizarla, comprenderla y aceptarla. Si es así, ¿por qué no de una vez contextualizamos, comprendemos y aceptamos la nakba palestina, el holocausto judío, el genocidio armenio, el tráfico de esclavos africanos y otras infamias históricas?
El 9 de agosto de 1982, en la ciudad suiza de Ginebra, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) realizó la primera de sus reuniones de trabajo sobre población autóctona. Doce años después, en 1994, la Asamblea General de la misma ONU eligió el 9 de agosto como Día Internacional de los Pueblos Originarios del Mundo. Este día sirve desde entonces para celebrar anualmente a casi 500 millones de indígenas que representan el 5% de la población mundial.
Sobran las razones para la celebración de los pueblos originarios del mundo. Una de ellas, la que aquí nos interesa, es que nos enseñan otra forma de ser humanas y humanos, una forma diferente de aquella devastadora que en sólo medio siglo ha creado continentes de basura sobre los océanos, ha provocado la mayor extinción de especies desde la época de los dinosaurios y ha exterminado a más de la mitad de poblaciones de vegetales silvestres y de animales salvajes. Mientras nosotros destruimos el planeta y ponemos en peligro nuestra propia supervivencia en el futuro, los pueblos originarios nos ofrecen un ejemplo de convivencia más equilibrada y armoniosa con la naturaleza.
Un reciente informe de la ONU, por ejemplo, ha caracterizado a los pueblos originarios latinoamericanos como “los mejores guardianes de los bosques”, demostrando con datos duros cómo impiden la deforestación de sus territorios y así “mitigan el cambio climático”. Los indígenas cobijan a la naturaleza, la defienden contra nosotros, amortiguan los golpes mortales que le asestamos y compensan en parte los daños inmensos que no dejamos de infligirle. Es así como frenan un poco la vertiginosa espiral destructiva que nos está llevando hacia nuestra propia extinción como humanidad.
Los pueblos originarios nos protegen de nosotros mismos. Por esto, por todo lo que les hemos arrebatado y por mucho más, estamos en deuda con ellos. Desde luego que jamás podríamos pagar la enorme deuda que hemos contraído, pero sí deberíamos al menos reflexionar en ella cada 9 de agosto. Esta reflexión anual podría ser una buena forma de celebrar a quienes han sido y siguen siendo tanto nuestras víctimas como nuestros benefactores.
Una celebración reflexiva de los pueblos originarios nos exige, ciertamente no idealizarlos ni denigrarnos, pero sí revalorizarlos y cuestionarnos. Tenemos que hacer un examen de conciencia, un balance de nuestros errores y de los aciertos de los indígenas, preguntándonos qué son ellos y qué somos nosotros para que estemos tan endeudados con ellos y para que necesitemos que nos protejan de nosotros mismos. Esta pregunta no presupone forzosamente que haya diferencias naturales, constitucionales o esenciales entre las razas humanas, pero sí plantea la cuestión de las divergencias y contradicciones existentes entre diversas formas culturales de subjetivación. Estamos aquí en el terreno de la cultura, el de la etnología y la antropología, pero también en el de la subjetividad, que es o debería ser el de la psicología.
Los psicólogos están entre los profesionistas que más pueden aportar en una celebración reflexiva de los pueblos originarios. Este aporte puede ser muy significativo, pero siempre y cuando parta del reconocimiento de que hay otras formas culturales de subjetivación además de aquella noroccidental moderna, indisociable del capitalismo y hoy prevaleciente en el mundo, a la que se refiere la mayor parte de nuestro saber psicológico. De lo que se trata, en otras palabras, es de aceptar que nuestra psicología es particular y no universal, culturalmente determinada y no independiente de la cultura, lo que no será admisible sino para muy pocos psicólogos y no precisamente los culturales o transculturales, que suelen reducir las diferencias entre culturas a simples variaciones de los mismos temas europeos y estadounidenses.
Los psicólogos mayoritarios, los que siguen pretendiendo poseer un saber universalmente válido sobre la subjetividad, no están en condiciones de entender el profundo sentido psicológico de lo que celebramos cada 9 de agosto: el de la existencia de otras configuraciones culturales de la subjetividad que difieren de aquella individual asertiva, agresiva, destructiva, posesiva, acumulativa y competitiva que se asocia con el sistema capitalista y que está devastando actualmente el planeta. Esta forma devastadora de subjetivación es una entre otras, no es la única posible, no es nuestro destino inescapable, como lo evidencian los pueblos originarios que saben ser sujetos de otro modo que nosotros. Al celebrarlos a ellos, tenemos que celebrar también la esperanzadora evidencia de que el ser humano puede ser otro, que no está condenado a ser eso que somos, eso que lo destruye todo a su paso por el mundo.
Conviene recordar que eso que somos tiene su origen histórico en el ávido y arrogante blanco europeo heredero de varios legados culturales, entre ellos: el grecorromano de esclavismo, conquista imperial, desnaturalización de lo humano y racionalización de lo irracional; el judeocristiano de universalismo, intolerancia, individualización de los sujetos y extracción de sus almas para dominar sus cuerpos; el bárbaro y feudal-medieval de violencia, privilegio y abuso; y el burgués-moderno de represión, privación, apropiación privada, explotación del semejante e insaciable acumulación de riqueza. El engendro subjetivo de estos valiosos legados se apropió del mundo entero y se dedicó a saquearlo y arrasarlo mientras imponía su especial modelo de subjetividad. La humanidad entera debió renunciar a su diversidad y rehacerse a imagen y semejanza del supuesto hombre universal.
La imposición colonial del modelo subjetivo europeo, correlativa de la expansión global del capitalismo, hizo que la blancura biológica se trascendiera en una blanquitud simbólica bien descrita por Bolívar Echeverría y hoy compartida por no-indígenas blancos, amarillos, negros y morenos de todos los rincones del mundo. Cualquiera puede ser ahora el sujeto simbólicamente blanco del que se ocupa la psicología. Es por esto que los psicólogos y las psicólogas pueden hacer carrera y ganarse la vida en todos los rincones de la tierra, o más bien casi todos, pues los hay en los que aún se resiste contra la subjetivación dominante, a veces bajo la influencia de concepciones indígenas de la subjetividad incompatibles con el saber psicológico europeo y estadounidense.
La psicología noroccidental dominante no tiene casi nada relevante que decir, por ejemplo, ante el modo particular en que el sujeto es concebido por los pueblos originarios mesoamericanos que aún viven en México y Centroamérica. Para estos pueblos, como he intentado mostrarlo en un libro publicado recientemente, la subjetividad resulta irreductible al objeto del saber psicológico: no está artificialmente objetivada, ni encerrada en el interior del individuo, ni separada con respecto al cuerpo y al mundo. La concepción indígena mesoamericana de la subjetividad, mucho menos forzada y reduccionista que la psicológica dominante, suele ser la de algo tan mundano y corporal como psíquico o anímico, tan comunitario como individualizado, e inseparablemente unido a los demás seres del universo, ya sean materiales o espirituales, humanos o no-humanos, animales o vegetales o incluso minerales.
El reconocimiento de la unidad inseparable con el resto de la naturaleza explica en parte el respeto de los pueblos originarios mesoamericanos hacia el entorno natural. Estos pueblos no han olvidado que destruir un ecosistema significa destruirse a sí mismos, destruyendo una parte de su más íntimo núcleo subjetivo, de aquello que los antiguos nahuas denominaban teyolía, que era un alma compartida entre los diversos seres del universo, todos ellos representados como ramas de un mismo árbol. Cada planta o animal del bosque y cada integrante humano de una comunidad constituyen aquí las últimas ramificaciones de un mismo tronco del universo que de algún modo está contenido en el centro del corazón de cada ser.
Huelga decir que no hay manera de pensar el concepto de teyolía con las categorías de la psicología europea-estadounidense que hoy en día estudiamos en Latinoamérica. Estas categorías tan sólo podrían traducir un concepto semejante al cercenarlo, simplificarlo y disolverlo en las banalidades psicológicas de siempre.Nuestra psicología debería transformarse radicalmente, hasta el punto de trascenderse y superarse a sí misma, para ser capaz de concebir algo que no cabe en ella ni en ninguna otra de las estrechas casillas científicas especializadas en las que se ha dividido el saber en la tradición moderna occidental. Hay que entender que la división del saber forma parte del problema, siendo como un aserradero en el que se corta y se tritura el árbol del universo para convertirlo en tablas, trozos, virutas y aserrines que luego pueden ya sea desecharse o bien manipularse, utilizarse, explotarse y venderse.
Después de haber talado y fraccionado el árbol con toda su vida y su extrema complejidad, tan sólo nos quedan sus partes inertes y demasiado simples, entre ellas la psicológica. No hay en la psicología ninguna reminiscencia ni del teyolía ni de todo lo demás que un indígena sabe discernir en el árbol. Tan sólo hay el exiguo saber de los especialistas en psicología y el sujeto que le corresponde: el objetivable y objetivado, el centrado y atrapado en sí mismo, el desvinculado y desnaturalizado, el vaciado interiormente de su comunidad y de la naturaleza. Es el mismo sujeto asertivo, agresivo, destructivo, posesivo, acumulativo y competitivo al que ya nos referimos. Es el normalizado por y para el capitalismo. Es el sujeto que está devastando el mundo y que se nos ha obligado a ser: el único reconocido por un saber psicológico fundado en la ignorancia de todo lo que está en juego en las sabidurías ancestrales de los pueblos originarios.
Lo mejor que podemos hacer las psicólogas y los psicólogos ante la sabiduría de los indígenas es primeramente celebrarlos por no haber asimilado nuestra ignorancia, por no estar ciegos, por ser capaces de ver el árbol del universo y sus ramas humanas, alcanzando así una concepción de la subjetividad más fiel y menos dañina que la nuestra. Luego, tras la celebración anual del 9 de agosto, deberíamos adoptar dos principios de conducta en relación con los pueblos originarios: por un lado, no llevarles ya nuestra psicología, dejar de obstinarnos en instruirlos y evangelizarlos con ella; por otro lado, esforzarnos en escucharlos atentamente y aprender algo de todo lo que sólo ellos pueden enseñarnos acerca de la subjetividad. Lo que nos enseñen quizás nos permita contribuir a proteger el mundo, como lo hacen ellos, al cultivar a un ser humano diferente del reproducido y promovido por la psicología.