Presentación del libro Freud en México de Raúl Páramo-Ortega (Ciudad de México, Paradiso, 2023) en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, Guadalajara, Jalisco, el viernes 9 de febrero de 2024.
David Pavón-Cuéllar
Me honra y me emociona estar aquí entre ustedes para presentar el maravilloso libro Freud en México, de mi admirado maestro, colega y amigo Raúl Páramo-Ortega. Antes de incursionar en el texto, me gustaría detenerme unos pocos minutos en un problema que suele presentarse tanto en el psicoanálisis como en los relatos de su historia. La ausencia de este problema en el texto de Páramo-Ortega es para mí uno de los aspectos fundamentales en los que radica su valor.
El problema al que me refiero tiene que ver con la discursividad. Un discurso como el psicoanalítico requiere lógicamente su propia terminología. Cada término propio le permite decir algo que antes era inexpresable, algo para lo que no había nombre en el vocabulario común, algo como el hallazgo resultante de una larga investigación de Freud o como el producto de una compleja elaboración conceptual de la teoría psicoanalítica. Necesitaríamos demasiadas palabras en español para explicar lo que puede expresarse con un solo concepto freudiano, el de pulsión o el de represión, el de ello o el de superyó, el de transferencia o el de abstinencia.
Que el psicoanálisis tenga sus propios términos es comprensible, incluso inevitable, y no debería considerarse un problema. Lo problemático es que la terminología psicoanalítica pierda precisión, designe cada vez más cosas ajenas a su esfera y expanda su espacio referencial hasta el punto de suplantar el vocabulario común y suministrar los componentes de una jerga con la que sus hablantes comunican ya no sólo su práctica y su teoría, sino su vida cotidiana, sus creencias y prejuicios o la actualidad política. Lo que ocurre, entonces, es que la comunidad de hablantes va aislándose de la sociedad y convirtiéndose en una subcultura, una subcultura más tribal que gremial, que sólo puede ver el mundo cuando se refracta en los términos del psicoanálisis. Es así como el psicoanálisis termina siendo lo que no debería ser, una visión del mundo, mientras que sus hablantes, practicantes y adherentes, van constituyendo lo que no deberían constituir, una suerte de secta, iglesia o congregación religiosa, horda reunida por amor a su padre Freud o a su profeta Lacan.
Aquello a lo que me refiero es particularmente patente entre los hablantes de lacanés. Esta lengua termina convirtiéndose en un dispositivo automático productor de palabras vacías, combinaciones previsibles que siempre dicen lo mismo, la misma pedacería de lo ya dicho por Lacan. Entre lo que Lacan ya dijo, por cierto, está el famoso postulado materialista “no hay metalenguaje”, que traigo a colación porque, paradójicamente, un muy buen ejemplo del inexistente metalenguaje es ese lacanés tal como suele ser usado, como un lenguaje que pretende situarse por fuera del lenguaje transindividual tal como se despliega en la política y de modo único a través del inconsciente que atañe a cada sujeto.
Los casos expuestos en lacanés pierden su carácter singular para convertirse en simples ilustraciones del metalenguaje lacaniano. Este metalenguaje es un poderoso disolvente no sólo de la singularidad propia de la casuística, sino también de la particularidad inherente al entramado material cultural, socioeconómico e histórico. El mundo en su materialidad se disipa entre las elípticas frases en lacanés, convirtiéndose en una humareda idealista consistente en fantasmas, grafos y sujetos barrados, forclusiones y obturaciones. Es lo mismo que se observa en otras corrientes del psicoanálisis donde el mundo material se volatiliza en ideas tales como objetos internos o transicionales, pechos malos o buenos, mecanismos defensivos o proyectivos y toda clase de conflictos edípicos.
El idealismo de los psicoanalistas puede llegar a delatarse incluso cuando les da por historiar la herencia freudiana. Hemos tenido recientemente en México, por ejemplo, historias psicoanalíticas del psicoanálisis en las que se reinterpretan freudianamente los sueños de Freud o se aplican las categorías de Lacan para entender las dinámicas de las instituciones lacanianas. Prefiero no mencionar los nombres de los autores. Tampoco me gustaría devaluar su arduo trabajo que ha dado resultados convincentes y fascinantes. Únicamente me permitiré poner de relieve que se ha llegado a estos resultados a costa de la volatilización del mundo cultural, socioeconómico e histórico en el que transcurre la historia del psicoanálisis. Es como si esta historia fuera celestial o extra-mundana, como si en ella no incidieran de ningún modo ni la situación periférica y dependiente de México, ni su estructura social clasista y racista, ni el desarrollo del capitalismo hasta sus actuales fases neoliberal y neocolonial.
El mundo se disipa en el vacío porque no hay lugar para él en las historias psicoanalíticas del psicoanálisis. Desde luego que estas historias no pueden evitar las referencias al mundo, pero estas referencias son como ecos vagos y fragmentarios, atenuados por la distancia y desmaterializados a menudo al ser codificados en clave freudiana o lacaniana. Los relatos psicoanalíticos de la historia del psicoanálisis tienden a quedar así encerrados en el horizonte mismo del psicoanálisis del que relatan la historia. Esto hace que sean relatos limitados que abstraen lo que relatan, lo deshistorizan y despolitizan, lo descontextualizan y desmaterializan, lo idealizan y psicologizan al refractarlo en ideas como las freudianas o lacanianas.
Tan sólo estoy refiriéndome a los vicios de los relatos psicoanalíticos del psicoanálisis para destacar ahora la importancia de que estos vicios no se encuentren en el libro Freud en México de Raúl Páramo-Ortega, publicado primero en 1992 en alemán y luego el año pasado en español por la editorial Paradiso. Este libro narra la historia del psicoanálisis en México desde 1922, fecha de la publicación de un trabajo del pionero moreliano José Torres Orozco, hasta los años 1980 y 1990, los años de Marie Langer y Néstor Braunstein, de Fernando Césarman y José Cueli, de Avelino González y Enrique Guinsberg, entre muchos otros. El recorrido histórico es extenso y profundo, ilumina territorios desconocidos en la historiografía del psicoanálisis en México, está muy bien documentado y es tan riguroso y minucioso como ágil y ameno, pero lo que ahora deseo resaltar en él es que no cae en los mencionados vicios de los relatos psicoanalíticos del psicoanálisis.
Páramo-Ortega no idealiza ni psicologiza lo que relata. Su relato es plenamente histórico y materialista. Nunca olvida ni la trama histórica ni la escena cultural y socioeconómica en la que aparece y se desarrolla el psicoanálisis en México.
El contexto siempre está considerado en el relato de Páramo Ortega. Leyendo su libro, tropezamos una y otra vez con el mundo material, con la cultura y la historia, con la sociedad y la economía. Tenemos referencias explícitas, por ejemplo, a la historia política de México en los siglos XIX y XX, a su condición de subdesarrollo, a sus crisis económicas y sociales, a la marginación de los pueblos originarios, al peso ideológico del catolicismo o a las influencias culturales francesa y estadounidense.
Cuando se juzga relevante, se mencionan las convicciones intelectuales, religiosas y políticas de los autores expuestos, como el positivismo ateo de José Torres Orozco o el conservadurismo católico de Oswaldo Robles. También hay numerosas menciones a acontecimientos históricos precisos, entre ellos la Revolución Mexicana y el movimiento revolucionario socialista yucateco encabezado por Felipe Carrillo Puerto. Refiriéndose a este movimiento en un libro de historia de la herencia freudiana en México, es como si Páramo-Ortega presintiera un detalle que todavía se ignoraba en 1992. Estoy pensando en el papel del régimen de Alvarado y Carrillo Puerto, de los docentes revolucionarios de Yucatán y particularmente del psiquiatra cubano-yucateco Eduardo Urzaiz en la introducción del psicoanálisis en México.
Al narrar la historia del psicoanálisis en México, Páramo-Ortega no olvida nunca la historia del mundo. Es así como nos demuestra que tiene bien claro lo que Marx y Engels nos enseñaban en la Ideología Alemana: que las ciencias y las ideologías no tienen una historia propia independiente, que su historia es la historia, no pudiendo separarse de ella. La historia del psicoanálisis en México, en efecto, es parte de la historia de México.
Sin conocer la historia socioeconómica y política de México, sería imposible comprender algo de la historia del psicoanálisis en el país. Esto lo sabe muy bien Páramo-Ortega, quizás gracias a su conocimiento de Marx y del marxismo, quizás también simplemente por su buen sentido. Sea cual sea la razón, Páramo-Ortega tiene los pies en la tierra, es materialista y por ello entiende que, al ocuparnos del psicoanálisis, no podemos hacer abstracción de la historia y de la cultura. Es por lo mismo que les reprocha explícitamente a los psicoanalistas de México aquello en lo que él no incurre, a saber, la “deficitaria reflexión sobre la realidad histórica y cultural, en la que estamos envueltos todos, tanto psicoanalistas como psicoanalizados”.
Todos en el psicoanálisis estamos involucrados en una sola historia que no es únicamente la del psicoanálisis. No hay una historia del psicoanálisis diferente de la historia por la misma razón por la que no hay forma de salir de la historia política y socioeconómica, no hay un exterior de esa historia, no hay metalenguaje, sino tan sólo un lenguaje transindividual. Es con este lenguaje de la economía y de la cultura, de la política y de la sociedad, con el que está escrito el libro de Páramo-Ortega, el cual, también por esto, se distingue de otras historias del psicoanálisis que están escritas en supuestos metalenguajes como el kleinés o el lacanés.
Páramo-Ortega tiene un perfecto dominio de la terminología freudiana, pero ha sabido acotarla y dejarla de lado cuando se trata de narrar la historia del psicoanálisis en México. Su narración es clara y transparente, pero también polifacética y compleja, dando voz a diversos discursos que resultan inasimilables a la jerga psicoanalítica. No recluyéndose en esta jerga y abriéndose a diversos discursos, el relato de Páramo-Ortega es auténticamente psicoanalítico. Lo es por saber escuchar, por no formularse tan sólo en la terminología freudiana, por no transmutarla en el ilusorio léxico de un metalenguaje, por dejarse atravesar por múltiples registros discursivos y convertirse en su caja de resonancia.
El estilo de Páramo-Ortega combina y articula discursos culturales, políticos, psicoanalíticos y otros. El conjunto refleja la historia de la que forma parte el psicoanálisis. No hay una pretensión idealista de situarse por fuera de tal historia, en un metalenguaje, en una perspectiva psicoanalítica transhistórica. Por el contrario, Páramo-Ortega se ubica de modo materialista en el único lenguaje sin metalenguaje, en la única historia con sus tensiones y contradicciones, y no hace nada por disimular su posicionamiento político ateo y a la izquierda.
Páramo-Ortega tampoco nos oculta sus posiciones en el ámbito psicoanalítico. En este ámbito, él es una de las figuras mexicanas más originales y prominentes, así como una de las que se posicionan de modo más claro, firme y consecuente. Su aversión hacia el campo lacaniano, por cierto, resulta evidente y me hace temer su inconformidad ante algunos de los términos utilizados ahora para presentar su libro Freud en México. Espero contar con su indulgencia, pero me temo que no la tendré.
Páramo-Ortega no se ha caracterizado por ser indulgente. Más bien se nos presenta como alguien severo y a veces despiadado, pero siempre de modo bien fundado y argumentado. Es también por esto que hay quienes lo apreciamos y admiramos tanto como yo.
Charla inaugural del Seminario Internacional “Nuevas Perspectivas de Intervención y Retos en la Salud Mental del Siglo XXI organizado por la Universidad de Santiago de Chile y realizado el 11 de diciembre de 2023
David Pavón Cuéllar
Nuestro susto y su origen
El trastorno más difundido entre los indígenas de Mesoamérica es quizás el traducido con el término “susto” en español. Este susto adquiere nombres diferentes en distintas naciones originarias. Es el nemoujtil de los nahuas, el pekwa de los totonacas, el gal ryá’ld de los zapotecas, el xi’el de los tsotsiles, el hak’ olal de los mayas yucatecos.
En todos los casos, el susto se caracteriza por separar el alma del cuerpo. Lo interesante es que esta separación, patológica para los indígenas mesoamericanos, es constitutiva de la subjetividad normal en sus representaciones occidentales modernas psicológica, psicoterapéutica o psiquiátrica. La existencia de nuestros saberes y tratamientos del psiquismo presupone, en efecto, la separación de su objeto, el psiquismo, con respecto al cuerpo y al mundo. ¿Cómo es que esta separación ha terminado normalizándose entre nosotros y no entre los indígenas que habitan en México y Centroamérica?
Los pueblos originarios han seguido su propio camino cultural e histórico, logrando resistir a su total asimilación a nuestra cultura y a nuestra historia, y esto es lo que ha hecho que, a diferencia de nosotros, no padezcan masivamente la condición del homo dúplex moderno y puedan continuar diagnosticándola como una grave patología. Nuestra extraña escisión entre lo anímico y lo corporal, como nos lo han enseñado Marx y Engels, no se justifica sino por la división entre el trabajo intelectual del alma y el trabajo manual del cuerpo, división que a su vez proviene históricamente de la división de clases, división entre la clase dominante que acapara lo anímico y la dominada confinada en la esfera corporal. El esclavo antiguo al igual que el siervo feudal y especialmente el proletario moderno, el que sólo puede sobrevivir al vender su vida como fuerza de trabajo, son cuerpos que trabajan para las almas de quienes los dominan.
Acostumbrándonos a ver las almas de los poderosos que deciden y los cuerpos de los oprimidos obedeciéndolas, hemos terminado convenciéndonos de algo tan disparatado, tan delirante, como que las almas y los cuerpos son seres diferentes y aparte. De algún modo los hemos diferenciado, apartado, separado. Esta separación es una enfermedad que todos padecemos. Es, en la visión mesoamericana, un susto que todos tenemos. Todos hemos sido asustados por la sociedad de clases y por su acentuación capitalista que nos quiebran, que nos disocian, que nos desgarran.
Sintomatología de nuestra enajenación
Desgarrar nuestro psiquismo, desgarrarlo de nuestro cuerpo y de nuestro mundo, nos produce las más diversas experiencias patológicas, entre ellas dos que fueron características de los siglos XIX y XX. La primera es la enajenación proletaria en la que nuestro cuerpo se nos presenta sin alma o poseído por un alma ajena, el alma de la clase dominante con su control del proceso productivo, con su determinación del consumo y con su ideología que domina en la sociedad. La segunda experiencia patológica de los siglos XIX y XX, igualmente resultante de la división entre el cuerpo y el alma, es la correlativa enajenación histérica típicamente burguesa en la que sentimos nuestro cuerpo sexuado como algo ajeno a nosotros, a nuestra conciencia y a nuestra identidad. Sabemos que estas dos patologías normales de la modernidad fueron tratadas respectivamente por Marx y por Freud, el primero ayudando a los obreros a recobrar su alma, impulsándolos a adquirir una autoconciencia, una conciencia de clase, y el segundo ayudando a mujeres burguesas a recuperar su cuerpo, haciendo consciente lo corporal inconsciente.
Después de algunos éxitos pasajeros, las herencias marxista y freudiana enfrentan una dura derrota, por decir lo menos. Los comunistas y psicoanalistas que aún merecen tales nombres están pasmados ante una situación que es exactamente la contraria de aquella que intentaron crear. En lugar de que se haya restituido lo espiritual-anímico al proletariado y lo sexual-corporal a la burguesía, nos encontramos ante una enajenación general de los cuerpos y de las almas en el sentido pleno de los términos.
Aquello a lo que asistimos en la fase avanzada neoliberal del capitalismo, en efecto, es una suerte de aburguesamiento de los proletarios y de proletarización de los burgueses, unos y otros confundidos en una masa amorfa de sujetos que sienten sus cuerpos tan enajenados como sus almas, sin que esto haya significado una reconciliación de lo corporal con lo anímico. Por el contrario, nunca las dos mitades en las que se nos quebró se han sentido tan ajenas la una a la otra: ni el cuerpo enajenado redime su espiritualidad a través de antidepresivos, medicinas alternativas, servicios de coaching, libros de autoayuda, mercancías esotéricas o iglesias lucrativas, ni el alma enajenada consigue reconquistar su corporeidad y su lugar en el mundo a través de marcas de ropa, maquillajes, gimnasios, dietas, hormonas, prótesis, operaciones quirúrgicas, avatares en videojuegos, editores de cuerpos y otras acrobacias imaginarias en redes sociales.
Nuestros esfuerzos para desenajenarnos tan sólo sirven para enajenar cada vez más nuestras existencias anímica y corporal, enajenándolas entre sí, pero también con respecto al mundo. El resultado son patologías normales, normalizadas, como la condición autista y narcisista generalizada, las disociaciones de personalidad entre la realidad y la virtualidad, la evitación fóbica del contacto de los cuerpos, la automatización mecánica perversa de la sexualidad y la pornografía exhibicionista-voyerista y a veces también sadomasoquista en redes sociales. Estas patologías y muchas más igualmente pandémicas pueden ser interpretadas como expresiones sintomáticas del susto sufrido por la mayor parte de la humanidad en el capitalismo avanzado neoliberal.
El atroz y horrendo capital es el que nos asusta. El susto, como hemos visto, se traduce en los más diversos síntomas. Además de los reveladores síntomas que sufrimos y en los que retorna lo reprimido, están aquellas elaboraciones culturales igualmente sintomáticas, llamémoslas “encubridoras”, en las que se despliegan mecanismos defensivos con los que la cultura intenta revertir el retorno de lo reprimido al redoblar ideológicamente su represión, lo que a su vez implica un retorno aún más oscuro de lo reprimido. Un buen ejemplo de tales síntomas culturales es la psicología que no consigue curar ni encubrir aquello mismo que se descubre en ella, que la instaura y que ella reproduce, a saber, la separación de su objeto, el psiquismo, con respecto al cuerpo y al mundo.
Salud mental y buen vivir
Otro síntoma cultural con el que se busca en vano encubrir el susto generalizado es la idea misma de salud mental. Para concebir semejante idea, tenemos primero que habernos asustado, enfermado, al separar lo mental de lo demás. Uno de los síntomas de esta separación patológica es la llamada “salud mental”, que es un oxímoron, ya que, si es tan sólo mental, entonces no puede ser de verdad salud, la salud no pudiendo atribuirse tan sólo a una esfera mental que se disocia patológicamente del cuerpo y del mundo.
Conviene recordar que la etimología del término “salud” nos remite a lo intacto, a lo entero, a lo completo. Esta saludable completud inherente a lo humano y a su mundo es precisamente lo que se pierde al separar lo mental de lo no-mental, al concebir lo mental por sí mismo, independientemente de lo demás. Es por esto que me atrevo a sostener que lo mental es por sí mismo algo patológico. Es por lo mismo que afirmo que la salud mental es una salud enferma, una salud que se contradice, una salud que se mutila de lo mundano y corporal, que no está por tanto intacta o entera, que no es entonces algo que merezca el nombre de “salud”, como nos lo enseñan los pueblos originarios mesoamericanos al no separar los diferentes aspectos de la salud.
Gracias a los saberes ancestrales de Mesoamérica, entendemos que no puede haber ninguna salud en lo que identificamos con el nombre de “salud mental”, no sólo por ser únicamente mental, sino además porque suele encerrarse en la esfera humana individual, aislándose así de una comunidad que es también espiritual, animal, vegetal y mineral. Este aislamiento humano e individual, implicando un tejido comunitario deshilachado, se nos revela igualmente como una enfermedad cuando lo juzgamos desde la misma perspectiva de los pueblos originarios mesoamericanos. Como lo sabemos también por ellos, lo saludable humano, lo intacto y entero en la humanidad, es necesariamente lo comunitario, siempre lo también comunitario y no-humano, jamás lo exclusivamente individual.
Es por comprender el aspecto patológico de lo exclusivamente mental, humano e individual, que los pueblos originarios de Mesoamérica no conciben la salud como algo que pueda estar situado en la mente del individuo como elemento de la humanidad. En lugar de elucubrar sobre esta salud mental, los indígenas mesoamericanos prefieren hablar de aquello que se ha traducido en español como “buen vivir”, como es el kualli sechantis de los nahuas, el sesi irekani de los p’urhépechas, el lekil kuxlejal de los tseltales, el ma’alob kuxtal de los mayas yucatecos o el utz k’aslemal de los mayas quichés. En todos los casos, el buen vivir no se confunde con la salud mental, no siendo ni sólo mental ni sólo individual ni sólo humano, sino comunitario, corporal y mundano. Siendo también del mundo, implica un buen vivir de la tierra en sus componentes animales, vegetales, minerales y espirituales.
Todo tiene que estar bien para que los seres humanos puedan tener un buen vivir. Siendo este buen vivir el equivalente mesoamericano de la salud, no puede haber salud en una salud concebida como únicamente mental, individual y humana. Esto ha sido bien comprendido por los pueblos originarios de Mesoamérica y es por ello que no dejan de ser quienes mejor preservan la vida comunitaria y el ambiente natural en la región. Se asemejan así a otros indígenas, como los sudamericanos, quienes también tienen sus conceptos de buen vivir muy próximos a los mesoamericanos, como el sumak kawsay quechua, el suma qamaña aimara, el ñande reko guaraní y el küme mongen mapuche, por mencionar sólo algunos.
En todas las naciones originarias a las que me he referido, el buen vivir es un concepto saludable de lo saludable, de lo intacto, de lo entero que deja de ser tal cuando se abstraen partes de él, partes como la corporal o la comunitaria o la no-humana en la salud mental. Esta abstracción es ya una enfermedad y es la que da lugar a nuestro concepto de “salud mental” reservado para las mentes de los individuos humanos. Insistamos entonces en que nuestra salud mental es un concepto enfermo, un síntoma de nuestra enfermedad moderna occidental consistente en separarnos de nuestro cuerpo y de los demás seres humanos y no-humanos, un síntoma de esta enfermedad especista, individualista y dualista que se agrava cada vez más en el capitalismo avanzado neoliberal, hasta el punto de convertirse en una enfermedad terminal, una enfermedad que está devastando la vida en el planeta y que a este ritmo terminará por aniquilar a la humanidad entera.
Imposible salud mental en el capitalismo
En los últimos cincuenta años, hemos asistido a la desaparición de la mitad de las poblaciones animales y suelos fértiles del planeta, mientras que el calentamiento global se acelera y amenaza con destruir lo que nos queda. El mundo está literalmente acabándose a nuestro alrededor mientras nosotros nos reunimos aquí a reflexionar sobre salud mental, sí, mental. Nuestro comportamiento, admitámoslo, es marcadamente patológico.
Entenderán que una voz en mí se haya exclamado, al recibir la gentil invitación para este evento, ¡cuán enfermos hemos de estar para organizar un seminario internacional de salud mental! Es algo que suelo decirme ante eventos que ostentan el título de “salud mental”. Este concepto me preocupa no sólo por ser un síntoma de nuestra enfermedad cultural e histórica, sino también, como lo dije antes, por ser un síntoma encubridor, por encubrir o intentar encubrir tanto la enfermedad que se descubre en él como las causas de esta enfermedad en la sociedad de clases y en su forma exacerbada capitalista neoliberal.
Es preciso no ver el capitalismo que nos rodea y nos enferma para imaginar que puede haber aquí algo pensable que merezca el nombre de “salud mental”. Sin duda puede haberlo como una ilusión encubridora, pero no como una realidad, ya que la salud y el capital son mutuamente excluyentes, no pudiendo coexistir en el mismo espacio. Mientras habitemos en el espacio histórico del sistema capitalista que nos enajena, que nos mutila y nos desgarra, no hay manera de estar intactos, enteros, saludables.
No puede haber salud en el capitalismo. Hay aquí una imposibilidad lógica. Esta imposibilidad es la que se nos descubre sintomáticamente en la salud mental que no puede ser de verdad salud al ser tan sólo mental. Es la misma imposibilidad que se encubre en la misma salud mental que se presenta como posible, simulando su posibilidad al disimular su imposibilidad y las condiciones de esta imposibilidad, que son todos los factores que nos impiden estar saludables en el capitalismo neoliberal avanzado. Mencionemos algunos de estos factores, tan sólo algunos, ya que son demasiados, innumerables.
No podemos gozar de salud en el sistema capitalista, en primer lugar, porque nos transmuta en sus mercancías, en sus apéndices, en sus eslabones y engranes, en sus momentos y sus avatares, en capital variable o personificado. Al convertirnos en todo esto, el capitalismo nos enajena, volviéndonos ajenos a nosotros, alienándonos en él. Esta alienación ya es una alienación mental.
No podemos estar saludables en el capitalismo, en segundo lugar, porque nos hace disociarnos de nosotros mismos para vendernos, para efectuar el trabajo del capital e incluso para encarnar el capital. Esta disociación tiende a agravarse en la fase neoliberal en la que debemos publicitarnos y explotarnos a nosotros mismos al desempeñar simultáneamente, como lo ha mostrado Michel Foucault (1979), los papeles del empresario y su empresa, el capitalista y su obrero, el explotador y su explotado, con roles e intereses contradictorios. El resultado es un sujeto disociado como el ilustrado por la película Fight Club y el analizado por Marx en textos como la Cuestión judía y la Ideología alemana. Sobra decir que esta disociación de la personalidad, que todos padecemos de un modo u otro en el capitalismo, es perfectamente patológica.
La salud subjetiva es imposible en el sistema capitalista, en tercer lugar, porque este sistema objetiva la subjetividad, neutralizándola, destruyéndola como subjetividad para convertirla en objetividad, en objeto del saber científico, de la psicología basada en evidencias y otras ciencias objetivas humanas y sociales, pero sobre todo en objeto del poder económico y político del capital. Digamos que el capital monopoliza toda la subjetividad en el sistema capitalista, mientras que los sujetos nos vemos reducidos a la condición de objetos del capital que decide en lugar de nosotros. Nuestra conversión en objetos del gran Otro capitalista ya es una forma social de psicosis que vivimos todos en el capitalismo, una suerte de paranoia normal, una experiencia persecutoria en la que somos perseguidos por las diversas cabezas de la hidra capitalista, ya sean las amenazantes cabezas crediticias, las severas cabezas evaluadoras, las seductoras cabezas publicitarias, las manipuladoras cabezas mediáticas o las omniscientes cabezas algorítmicas del Big Data. Es como si todo conspirara contra nosotros, pero es porque realmente hay una conspiración contra nosotros, una gran conspiración capitalista globalizada contra la humanidad, una conspiración real que nada tiene que ver, desde luego, con el conspiracionismo delirante de la ultraderecha. Quizás no estemos delirando, pero no dejamos por ello de vivir un delirio incompatible con cualquier fantasía de salud mental.
No podemos estar saludables en el capitalismo y especialmente en el capitalismo avanzado neoliberal, en cuarto lugar, porque aquí, en el nivel más concreto, el sujeto no sólo siente una angustia permanente por sus deudas, por la amenaza del desempleo y por el futuro en general. Además de sentirse angustiado, el sujeto vive deprimido por la falta de futuro, por la falta de un futuro diferente del presente, pues no hay alternativas, sino solamente la cadena perpetua en una realidad eterna de la que no puede escaparse. Este realismo capitalista, como nos lo ha enseñado Mark Fisher, ya es un realismo depresivo inherentemente patológico.
Por último, en quinto lugar, la salud es imposible en el sistema capitalista porque este sistema nos impone de modo autoritario y totalitario sus normas y así nos impide ejercer nuestra propia “normatividad”, nuestra capacidad para instituir y seguir nuestras propias normas, una capacidad en la que radica la esencia de la salud, como nos lo ha enseñado Georges Canguilhem (1943). Además, como también lo sabemos por Canguilhem, la salud siempre corresponde a la norma biológica de la preservación de la vida, mientras que la norma capitalista de sobreproducción y sobreconsumo que se nos impone es algo que amenaza la subsistencia de la vida en la tierra y que así tiene un “valor negativo” en “la polaridad dinámica de la vida” (pp. 77-95). Nuestro comportamiento mortífero normado por el capitalismo, un comportamiento siempre ecocida y a veces también suicida, es perfectamente patológico.
Normosis y normopatía
El capitalismo no puede ofrecer ninguna salud, pero sí tiene sus normas y con ellas puede imponer cierta normalidad patológica. En la patología de esta normalidad, yo he propuesto una distinción entre dos cuadros que designo con dos términos provenientes de la clínica psicoanalítica: el de normosis, propuesto por Christopher Bollas (1987), y el de normopatía, introducido por Joyce McDougall (1978) y luego trasladado al análisis político por Joseba Atxotegui (1982), Enrique Guinsberg (1994) y Christophe Dejours (1998). Retomando las reflexiones de estos últimos autores y completándolas con mi reinterpretación política de la normosis, he distinguido el cuadro normótico, entendido como una suerte de normalidad neurótica, y el cuadro normopático, definido como una forma de normalidad psicopática perversa o antisocial.
Mientras que los normópatas gozan perversamente del sistema capitalista con el que se mimetizan, los normóticos mantienen su diferencia con respecto al sistema, debiendo adaptarse a él y tan sólo consiguiéndolo parcialmente al sufrir las más dolorosas lesiones, afectaciones, perturbaciones y alteraciones en su esfera subjetiva. Es por todo esto que los describimos como normóticos, el “sis” de la normosis designando etimológicamente una alteración, a diferencia del “pathos” de la normopatía, que se refiere a una pasión como el goce.
Los normópatas gozan del mismo capitalismo que altera, lastima y daña dolorosamente a los normóticos. Unos y otros están enfermos, alienados, enajenados, pero experimentan su enajenación en los modos opuestos que Marx y Engels (1845) atribuyen a los burgueses y a los proletarios. La burguesía y el proletariado están respectivamente en las posiciones de la normopatía y de la normosis en relación con la patología de la normalidad capitalista. En esta normalidad, la enajenación que los proletarios normóticos resienten como su “impotencia” es gozosamente experimentada como “poder” por los burgueses en tanto que normópatas (Marx y Engels, 1845, p. 53). La normopatía es un empoderamiento patológico, así como la normosis es una patología que debilita y vulnerabiliza.
Los normóticos, los explotados en Marx (1866), aparecen como “víctimas del proceso de enajenación” y por ello “lo sienten como un proceso de avasallamiento”, mientras que los normópatas, los explotadores, “han echado raíces en el proceso y encuentran en él su satisfacción absoluta” (p. 20). La normopatía les permite gozar del goce del capital porque los convierte en perfectos clones del capital, en sujetos voraces e insaciables, sin escrúpulos y perfectamente asertivos, agresivos, posesivos, acumulativos y destructivos, a diferencia de los normóticos, los cuales, de modo espontáneo, suelen ser más bien sumisos, escrupulosos, aprensivos, tímidos, inseguros e inofensivos, manipulables y explotables. Mientras que los normóticos tienden a sentirse culpables, fracasados o internamente desgarrados, los normópatas gozan perversamente de los papeles que desempeñan, como los de político genocida, soldado sanguinario, jefe sádico, burócrata desalmado, funcionario corrupto, empresario ávido y despiadado.
Patologías anormales
Además de quienes padecen patologías normales como la normopatía y la normosis, están los sujetos que sufren patologías anormales como las diagnosticadas, catalogadas y tratadas por la psicología, la psicoterapia y la psiquiatría. Estas enfermedades mentales también suelen ser causadas por el capitalismo que luego las explota y las rentabiliza mediante la industria de la salud mental con sus medicamentos, sus clínicas privadas, sus psiquiatras y psicoterapeutas. Para explotar así la anormalidad psicopatológica provocada por el capitalismo, primero es preciso privatizarla, individualizarla e interiorizarla, como lo han denunciado varios autores, entre ellos Mark Fisher y Mikkel Krause Frantzen, quienes por ello proponen repolitizar la psicopatología, resituándola en el debate público y curándola de modo “colectivo y político”, tal como lo sostiene Franzen (2021, párr. 3).
La repolitización de la enfermedad mental debe llevarnos a reconocer, con Mark Fisher (2009), que “el capitalismo es inherentemente disfuncional” y que pagamos un precio demasiado alto para hacer que “parezca funcionar bien” (p. 19). Es contra esta apariencia de buen funcionamiento del capitalismo contra la que suelen sublevarse los anormales de nuestra época moderna e hipermoderna, lo que ha sido muy bien comprendido por Anne Boyer y especialmente por Johanna Hedva en su fabulosa Teoría de la Mujer Enferma. Como lo postula Hedva (2020), las enfermedades constituyen frecuentemente “protestas políticas interiorizadas, vividas, encarnadas, sufrientes e invisibles” (Hedva, 2020, p. 6). Enfermarnos puede ser así nuestra forma de protestar contra el capitalismo. El posicionamiento anticapitalista es entonces el fundamento subjetivo de la patología.
Nuestras enfermedades, como Boyer (2018) lo argumenta, nos permiten rechazar el capitalismo, decir “no” contra el insistente “sí” capitalista “producir endógenamente nuestra propia incapacidad para siquiera intentarlo”, y entonces “nos enfermamos, nos deprimimos y nos quedamos inmóviles bajo todas las condiciones despiadadas y circulatorias de todas las afirmaciones capitalistas, y simplemente no podemos” (pp. 10-11). No podemos porque no estamos dispuestos a padecer la normalidad patológica del capitalismo. No conseguimos resignarnos a la normosis ni a la normopatía y es por eso que sufrimos de los llamados “trastornos psiquiátricos”.
Es común que seamos anormales porque no aceptamos enfermarnos de las patologías de la normalidad que se nos imponen en el capitalismo. En una sociedad tan enferma como la capitalista, existe la posibilidad efectiva de que nos desviemos de la norma porque no podemos ser normales sino al enloquecer, como bien lo comprendió Erich Fromm (1953, 1955). Es lo mismo que ya vislumbraron en el siglo XIX el Doctor Bacamarte de Machado de Assis (1882) y el Doctor Andrei Efímich Raguin de Antón Chejov (1892). Uno y otro descubrieron lo saludable que podía ser el enloquecimiento cuando la salud mental era una enfermedad tan grave como lo es en el mundo moderno capitalista.
Referencias
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Intervención en línea para un encuentro organizado el 24 de noviembre de 2023 por el Círculo de Psicoanálisis y Marxismo de Monterrey, Nuevo León, México, para conmemorar los 100 años de publicación de El yo y el ello de Sigmund Freud
David Pavón-Cuéllar
Las ideologías del superyó
En 1932, en las Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, Freud le reprochó al marxismo un desconocimiento de que “las ideologías del superyó” son determinantes “independientemente de las relaciones económicas” (Freud, 1932, p. 63). El peso de la economía sería exagerado y absolutizado en la perspectiva materialista marxista, en la cual, por lo tanto, no se apreciaría la importancia de la determinación ideológica superyóica. Este juicio de Freud es crucial porque utiliza la terminología marxista de economía e ideología, porque se enfrenta así al marxismo en su propio terreno, porque admite la constitución ideológica del superyó y porque traza nítidamente una línea de demarcación entre la perspectiva marxista y la psicoanalítica.
El psicoanálisis reconocería entonces la determinación ideológica superyóica y así contrastaría con el marxismo que la ignoraría o la subestimaría. Es al menos lo que Freud pensaba en 1932. Sin embargo, tres años después, en una carta de 1935 a Ralph Worrall a la que se refiere Ernest Jones, Freud rectificó esta idea y admitió que Marx y Engels “no negaron de ningún modo la influencia de las ideas y las estructuras del superyó”, lo que “invalidaba el principal contraste entre marxismo y psicoanálisis” que antes él “creía que existía” (citado por Jones, 1957, pp. 344-345). Es como si Freud aceptara una reconciliación entre su perspectiva y la marxista sobre la base de la coincidencia de ambas en el reconocimiento de la poderosa determinación ideológica superyóica.
La ideología del superyó debería estar en el centro de cualquier pensamiento que se guiara por el propio juicio de Freud al tratar de integrar, articular o simplemente aproximar el marxismo y el psicoanálisis. Es el caso, en México, de la clarividente reflexión de Raúl Páramo-Ortega (2013), quien equipara lo superyóico freudiano a lo ideológico marxista, viendo en ambos la misma “racionalización” y la misma justificación de la opresión por el “sistema social”, y oponiéndolos tanto al “ejercicio más libre y racional del yo” como al ello con “sus exigencias de placer” (pp. 358-359). La segunda tópica freudiana, tal como Freud la delinea en El yo y el ello, se reinterpreta de modo freudomarxista en Páramo-Ortega, reapareciendo entonces como una dialéctica en la que se oponen un ello pulsional e irracional, un superyó opresivo, ideológico y racionalizador, y un yo verdaderamente racional y liberador.
Es como si el yo, por un lado, enfrentara críticamente su principio yoico de racionalidad a las racionalizaciones de la ideología superyóica, y, por otro lado, nos liberara políticamente de la opresión del sistema social representado por el superyó. Los dos objetivos marxistas de la crítica racional y de la liberación política se condensarían en la instancia freudiana del yo. Este yo se presenta como un bastión de lucha teórica y práctica para el freudomarxismo de Páramo Ortega.
Yo ideológico
La reinterpretación freudomarxista de la segunda tópica freudiana en Páramo-Ortega no sólo es rigurosamente consistente con Freud, sino que resulta reveladora, esclarecedora y orientadora para quienes trabajamos en la relación entre el marxismo y el psicoanálisis. Quizás el único detalle que uno tendría que reconsiderar es el relativo al doble aspecto racional y libre, incluso potencialmente liberador, atribuido a la instancia del yo. Suponiendo que las palabras de Páramo-Ortega no estén siendo sobredimensionadas, la atribución de libertad y racionalidad al yo parece obedecer más a una idealización de esta instancia que a su constitución misma tal como es descrita por Freud.
En una clara discrepancia con respecto a la representación de un yo libre y liberador, Freud (1923) caracteriza alyo como una “pobre cosa sometida a tres servidumbres” y a “tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó” (p. 56). Al mismo tiempo, con respecto a la noción de un yo racional, es verdad que Freud considera que “el yo es el representante de lo que puede llamarse razón” (p. 27), pero esto no le impide ser “adulador, oportunista y mentiroso” (p. 57). El engaño es constitutivo de la idea freudiana del yo como fachada, como simple apariencia, como algo puramente superficial, como superficie y como “la proyección de una superficie” que da una falsa profundidad a la superficie (p. 27). Todo esto justifica sobradamente que Jacques Lacan asimile el yo a la ilusión y a la imagen, a la imagen proyectada en el espejo, a la superficie especular de lo imaginario, de lo ilusorio, de lo ideal y de lo ideológico.
El elemento de idealidad y de ideología es tan definitorio del yo como del superyó. Si el superyó es heredero del ideal del yo o Ichideal freudiano, el yo no deja nunca de ser para Freud un Idealich, un yo ideal, un yo ideológico. Su carácter ideológico se confirma en su aspecto realmente superficial, pero imaginariamente profundo, en tanto que espacio ideológico imaginario proyectado en un plano superficial. En este espacio, gracias a la ideología, se puede penetrar sin penetrar, sin atravesar la superficie, quedándose en ella.
Tras la superficie, está el sujeto propiamente dicho. Está lo que Freud (1923) asocia con “un ello psíquico, no conocido (no discernido) e inconsciente, sobre el cual, como una superficie, se asienta el yo” (pp. 25-26). Este yo es la imagen superficial en la que se disimula el ello profundo.
El ello es el fondo real del yo, mientras que el yo es la máscara ideológica, ilusoria, imaginaria. Sin embargo, aunque imaginariamente constituido, el yo tiene un poder y lo ejerce realmente sobre el sujeto, gobernando sus “accesos a la motilidad”, como lo señala Freud (1923, p. 27). La concepción freudiana de este poder ejercido por el yo corresponde también al del poder de la ideología en la teoría marxista.
En el marxismo, la superestructura ideológica no posee un poder propio, sino que sólo tiene el poder que extrae de la base, de la infraestructura socioeconómica en la que se apoya. De igual modo, como lo explica Freud, el yo no dispone de “fuerzas propias”, sino de “fuerzas prestadas” que obtiene del ello (p. 27). La economía sexual del ello, como fuente de las pulsiones, le da su poder a la ideología del yo. Este yo es efectivamente algo ideológico superestructural animado y sostenido por aquello mismo pulsional e infraestructural a lo que se opone, por el ello que Lacan tiene razón de representarse como gran Otro, como estructura en la que se generan las pulsiones.
Las mociones pulsionales del ello son la fuerza no sólo de la ideología del yo, sino también de la del superyó, el cual, al igual que el yo, también se opone al ello con su propia fuerza. Esta recuperación y explotación de la fuerza pulsional del ello para combatirlo es un ejemplo elocuente de la enajenación en el sentido marxista del término. Tiene también el mismo origen en un sistema simbólico de la cultura cada vez más confundido con el sistema económico del capitalismo al que va quedando subordinado y asimilado.
Así como el sistema enajena la fuerza vital de trabajo de los obreros al volverla exteriormente contra ellos bajo la forma del poder económico del capital, de igual modo el mismo sistema enajena la fuerza pulsional del ello de los mismos sujetos al volverla interiormente contra ellos bajo la forma del poder ideológico del yo burgués y del superyó no menos burgués. Todo esto fue vislumbrado por el freudomarxista Otto Fenichel (1934) cuando observó cómo las “condiciones económicas” actúan sobre el sujeto y “modifican su estructura psíquica” mediante ideologías que logran que “las energías sustraídas a los impulsos instintivos originales actúen ahora en contra de éstos” (Fenichel, 1934, pp. 168-169. Las configuraciones ideológicas del yo y del superyó se apoderan así de la energía pulsional del ello y la enajenan, la tornan ajena al ello al volverla contra él mismo, reprimiéndolo para continuar explotándolo, bajo la determinación en última instancia de un sistema simbólico de la cultura progresivamente subsumido en el sistema económico del capitalismo.
Escisiones
La subsunción de la cultura en el capitalismo es el proceso histórico por el cual, de modo cada vez más acelerado, el sistema simbólico por el que se rige el mundo humano va subordinándose y asimilándose al sistema capitalista, operando cada vez más en función de su lógica de mercantilización, explotación, producción de plusvalor y acumulación de capital. A medida que el Gran Otro queda subsumido en el Gran Capital, sus expresiones ideológicas yoícas y superyóicas adoptan rasgos típicamente capitalistas y comienzan a servir los intereses del capital y no los de la cultura humana en general. Hay que insistir en que este cambio de amo no acontece de un momento a otro, sino de modo paulatino, en un largo proceso que se dilata durante varios siglos en los que el yo y el superyó están escindidos entre la cultura y el capital, entre la cultura que retrocede y el capital que avanza incesantemente a costa de la cultura, devorándola, transmutándola en él mismo. Esta escisión es una condición del sujeto distintiva de la modernidad.
Además de escindir internamente las instancias ideológicas del yo y del superyó, la contradicción moderna entre la cultura y el capital divide también por dentro la instancia económica pulsional del ello. Esta división del ello, de hecho, es ella misma la forma real histórica de existencia del ello y se expresa ideológicamente a través de la escisión del yo y del superyó. Podemos decir entonces que todas las instancias de la segunda tópica freudiana están históricamente divididas entre el capital y la cultura, entre el dinero y los demás significantes, entre el sistema económico del capitalismo y el sistema simbólico de la civilización humana.
La división a la que me refiero es una manifestación histórica particular de la oposición pulsional que Freud establece entre lo erótico y lo tanático. Antes de complicarse y embrollarse ideológicamente en el yo y en el superyó, la contradicción aparece nítidamente plasmada en la división del ello, el cual, para Freud, está desgarrado por “Eros y la pulsión de muerte” que “luchan en el ello” (p. 59). Este desgarramiento se manifiesta históricamente en la división del ello moderno entre, por un lado, lo vital y vivificante de la cultura, y, por otro lado, lo destructor y mortífero del capital que Marx (1867) compara con un vampiro que succiona lo vivo para transmutarlo en más y más dinero muerto.
Goce del capital
La masiva transmutación capitalista de lo vivo en lo muerto es la que hace que la vida humana, animal y vegetal vaya cediendo su lugar a la existencia inerte mineral de las tierras erosionadas, los continentes de basura y las montañas de mercancías y dinero. Este resultado final del capitalismo es la más clara manifestación histórica de lo que Freud concibió como pulsión de retorno a lo inerte o inanimado. El retorno a un mundo sin vida se ha puesto en evidencia en el cataclismo ambiental de los últimos cincuenta años, en los que hemos asistido a la mayor extinción de seres vivos desde el final del cretácico, la mayor deforestación de la historia de la humanidad y la desaparición de más de la mitad de las poblaciones animales del planeta.
El ecocidio generalizado es un rasgo saliente del capitaloceno, de la era del dominio del capital, cuando la vida se ha destruido más en sólo cincuenta años que en 15,000 años de existencia de la cultura humana o en 200,000 años de existencia de la humanidad. Hay que tener claro entonces que no es ni la humanidad ni la cultura humana las que destruyen la vida. El cataclismo vital no es consecuencia del antropoceno, sino del capitaloceno, del reino del capitalismo que nos impulsa frenéticamente a la producción y al consumo para mantener sus tasas de ganancia y para asegurar la acumulación del capital. Es el capital el que ha devastado y sigue devastando todo lo vivo en la tierra.
La devastación capitalista, como retorno a lo inanimado, puede ser concebida psicoanalíticamente como un goce del capital, dándole al goce el sentido lacaniano de posesión por la posesión y de mortífera satisfacción pulsional. Es la pulsión de muerte, en efecto, la que logra satisfacerse a través del goce del capital, del goce de la acumulación capitalista, del goce de la posesión por la posesión de más y más capital a costa de la vida humana y de todo lo vivo en la tierra. Este goce del capital se presenta como una satisfacción de la pulsión de muerte no sólo por su aspecto posesivo-acumulativo y mortífero-destructivo, sino también por su propensión a buscar la satisfacción pulsional del modo más económico, por la vía más corta, en corto-circuito, en línea recta.
División del ello
Conviene recordar que Freud asocia la recta con la pulsión de muerte, mientras que la pulsión de vida preferiría las vueltas y los rodeos. Eros nos extravía en la vida, mientras que Tánatos nos hace ir por el camino más corto a la muerte, a nuestra muerte, que es el destino al que todos nos dirigimos. Para llegar de modo rápido y económico a la muerte, nada mejor que el capitalismo que exalta la rapidez y que por ello acorta los tiempos y las distancias, repudiando las demoras, las esperas y los rodeos.
Mientras que los rodeos constituyen la trama erótica vital de la cultura humana, las rectas corresponden a la geometría tanática del capitalismo. El goce del capital satisface así la pulsión de muerte de forma directa, inmediata, mientras que la cultura la satisface de modo mediato, indirecto, desviado, manteniendo así la pulsión en suspenso, haciéndola girar y extraviarse como pulsión de vida. Los extravíos de Eros dejan margen para el deseo, mientras que el goce del capital cierra y colmata el espacio para el deseo, impidiendo incluso que emerja.
No hay lugar para el deseo en la satisfacción pulsional económica directa e inmediata del goce del capital, pero sí en los extravíos culturales de la pulsión de vida en la trama simbólica de la civilización humana. Tenemos aquí dos configuraciones libidinales diferentes que vemos coexistir en el ello característico de la modernidad. Este ello está dividido entre la cultura y el capitalismo, entre el espacio cultural para el deseo y el dominio económico del goce del capital, entre los tortuosos caminos de la pulsión de vida y los eficientes atajos de la pulsión de muerte.
La división moderna del ello desgarra irremediablemente al sujeto entre el goce mortífero del capital y el deseo vivificante del Gran Otro de la civilización humana. Cualquiera de nosotros conoce la experiencia desgarradora en la que nuestro impulso erótico civilizatorio a unirnos, a solidarizarnos unos con otros y a crear comunidad, se enfrenta con el goce capitalista que nos aísla en una inercia posesiva y acumulativa, agresiva y competitiva, que nos hace ver al otro como un rival o como un medio para gozar, como algo apropiable, intercambiable, utilizable y explotable. Este goce del capital suele también desgarrarnos al oponerse a nuestro deseo de otra cosa, de algo absolutamente diferente, de un más allá del horizonte del gran mercado en el que se ha convertido el mundo. Tanto el deseo como el goce y las pulsiones provienen del mismo ello, pero de un ello dividido entre el capital y la cultura.
Superyó escindido
La división del ello se transmite al superyó, pues el superyó, tal como lo describe Freud (1923), es el “abogado del mundo interior, del ello” (p. 37). El ello dividido entre lo deseante y lo gozoso, entre lo cultural erótico y lo tanático del capital, requiere lógicamente un representante superyóico disociado que abogue simultáneamente por el sistema simbólico de la cultura y por el sistema económico del capitalismo. Dado que estos dos sistemas se contradicen diametralmente, el superyó que los represente a ambos estará necesariamente escindido entre uno y el otro, cada uno con sus respectivas lógicas, normas, reglas, intereses, aspiraciones e ideales.
El polo capitalista del superyó nos insta imperativamente a gozar, acumular, enriquecernos, consumir y consumirnos, poseernos y vendernos, competir con los otros, explotarlos y explotarnos. Por el contrario, el polo cultural puede prohibirnos gozar y exigirnos respetar a los demás, no hacerles daño, compartir y fraternizar con ellos, constituir comunidad y enriquecer a la civilización. Esta contradicción entre el imperativo superyóico civilizatorio y el capitalista es flagrante y profundiza e intensifica nuestro sentimiento de culpa.
El sujeto no puede sino sentirse culpable ante los valores más altos de la civilización por someterse a las reglas del juego capitalista y así actuar inmoralmente, de modo bajo y mezquino, al publicitarse, prostituirse, venderse y vender a los amigos, instrumentalizar al otro, enriquecerse a costa de él, desposeerlo y explotarlo. Sin embargo, si el sujeto se mantiene fiel a la elevada ley de la cultura, entonces habrá de sentirse culpable por desobedecer la despiadada ley de la selva del capitalismo y por condenarse así a ser alguien débil, un ingenuo, un paria, un improductivo, un fracasado, un explotado, un marginado.
Quizás podamos decir que el sujeto es denigrado, criticado y atormentado tanto por el capital que lo posee por dentro como por la figura paterna interiorizada como ideal del yo. Aquí hay que recordar que Freud (1923) se representa el superyó como una “formación sustitutiva de la añoranza del padre” (p. 38), lo considera “generado precisamente por aquellas vivencias que llevaron al totemismo” (p. 39) y lo explica por una “identificación inicial cuando el yo era todavía endeble, heredero del Complejo de Edipo, conservando su carácter de origen” y presentándose como un “monumento recordatorio de la endeblez y dependencia” ante el padre (p. 49). Todos estos aspectos paternos del superyó van transfiriéndose al capital a medida que el capitalismo subsume una cultura intrínsecamente patriarcal.
Sabemos por Durkheim, Federn, Lacan y otros que el patriarcado y la entidad simbólica paterna han ido perdiendo terreno, poder y autoridad en favor del capital. Es cada vez más ante el capital ante el que nos sentimos endebles y dependientes, débiles e impotentes, incapaces y fracasados. Nuestro consuelo puede ser a veces que obedecemos la más alta ley paterna de la moral y la civilización, pero este consuelo es cada vez más insuficiente para calmar nuestra culpabilidad ante un capitalismo cada vez más moralizador, cada vez más voraz y poderoso, más exigente y severo, más competitivo y segregativo. Este capitalismo lleva cotidianamente a millones de sujetos a deprimirse, angustiarse y hasta suicidarse por no poder satisfacer el goce del capital, el goce de la posesión por la posesión, el goce de poseer dólares, líneas de crédito, marcas, seguidores o visualizaciones de videos.
Ahora bien, el polo capitalista ascendente del superyó, al igual que su menguante polo paterno, implica el doble imperativo contradictorio de ser y no ser como el ideal. En el caso del padre, Freud (1923) resume este doble imperativo con las dos fórmulas “así como el padre debes ser” y “así como el padre no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están reservadas” (p. 36). Lo prohibido es todo aquello que, en el triángulo edípico, nos haría usurpar de modo incestuoso la posición de nuestro padre en su relación con la madre como objeto último de nuestro deseo.
Así como el polo superyóico paterno puede hacernos fracasar al proscribirnos el éxito de nuestro padre, de igual modo el polo capitalista del superyó habrá de rebajarnos y someternos ante el capital, prohibiéndonos una victoria que siempre será del capitalismo y nunca de nosotros. El polo capitalista del superyó hará entonces que nunca lleguemos a ser tan poderosos como el capital que nos posee por dentro. Esto podrá tener como consecuencia tanto nuestro sometimiento y nuestro empobrecimiento como nuestra sensación de ser insuficientemente opulentos por más opulentos que seamos.
Al menos las aberraciones superyóicas ideológicas del capitalismo pueden aún ser criticadas, tal como las estamos criticando ahora mismo y tal como se les ha criticado muchas veces en más de un siglo de tradición marxista de crítica de la ideología. Esta crítica evidencia y confirma la escisión del superyó en el que Freud (1923) sitúa la función fundamental de la “crítica” (p. 53). Lo que denominamos “crítica de la ideología” en el marxismo puede concebirse, en clave freudiana, como una ofensiva del reducto cultural del superyó contra aquello que en él ha cedido al capitalismo y lo sirve ideológicamente a través de la adopción de sus ideales e imperativos.
Yo escindido
Además de ser la ofensiva ideológica del polo cultural contra el polo capitalista del superyó, la crítica marxista de la ideología puede ser también indudablemente un cuestionamiento yoico racional de la ideología superyóica irracional y racionalizadora. Este cuestionamiento, que podemos inferir del pasaje de Páramo-Ortega al que me referí al principio, es la forma canónica de crítica de la ideología que encontramos tanto en el estructuralismo althusseriano de los años 1960 como en el positivismo del marxismo dogmático de las academias de la Unión Soviética. Estamos aquí ante una forma de crítica racionalista y cientificista sin duda efectiva e imprescindible, pero también insuficiente, debiendo completarse con otra crítica de la ideología que se realice en el nombre de nuestros ideales y no en función de lo real y racional, desde la trinchera ético-política y no desde el puesto científico de observación, desde un reducto interior militante del mismo superyó y no desde la posición exterior y pretendidamente neutra del yo.
Además de completarse con la potencia de lo superyóico, la noción de la crítica yoica de la ideología necesita matizarse y reformularse en una época en la que resulta cada vez más difícil deslindar la racionalidad científica de la racionalización ideológica. No podemos ya simplemente argumentar que una crítica proveniente del yo es infalible porque se guía, como lo planteaba Freud (1923), por el “principio de realidad” (p. 27). Es preciso rendirnos a la evidencia de que el principio de realidad por el que se guía el yo es también siempre aquello que Herbert Marcuse (1953) llamaba “principio de actuación”, definiéndolo como una “forma histórica prevaleciente del principio de realidad”, una forma determinada por cierta organización de la sociedad que estaría determinada por “modos de dominación del hombre y de la naturaleza” (pp. 48-49). Es la dominación capitalista la que gobierna internamente el principio de actuación por el que se guía el yo al creer guiarse únicamente por el principio de realidad.
Al atenerse a la realidad, el yo está sometiéndose imperceptiblemente al sistema capitalista que, al menos en parte, domina y organiza la realidad. Esto puede corroborarse con facilidad al apreciar cuán funcionales son para el capitalismo los sujetos perfectamente adaptados a la realidad que les rodea. Su realidad es también la del capitalismo y adaptarse a ella es aceptar el capitalismo y reforzarlo con esta aceptación.
Al hacer que aceptemos el capitalismo al adaptarnos a la realidad, el yo estará claramente al servicio del capital, impidiendo que nos sublevemos contra él no sólo al seguir los deseos del ello, sino también quizás al obedecer imperativos superyóicos de solidaridad, justicia o realización comunitaria. De igual modo, al criticar la ideología del superyó en el nombre de la realidad, el yo quizás termine criticando el ideal político ideológico de otro mundo no-capitalista, criticándolo en el nombre del mundo existente, en el nombre de la realidad y en favor del capitalismo que rige esa realidad. La crítica yoica de la ideología será entonces una crítica del comunismo y de otros mundos posibles en lugar del mundo capitalista.
Debemos entender que el mundo capitalista es el mundo exterior en el que está pensando Freud (1923) cuando nos dice que el yo es la “parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior” que “se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior” (p. 27). Al representar este mundo exterior, el yo no solamente lo hace valer contra el mundo interior del ello, sino también, para Freud, contra el representante de este mundo interior, contra el superyó que puede abogar por los deseos más íntimos del sujeto a través de ideales como el comunista. El movimiento hacia el comunismo no puede ser sino un movimiento mediado por el superyó, por el polo cultural del superyó y por su orientación anticapitalista, por su tensión y contradicción con respecto al polo capitalista.
El superyó es necesario para luchas como la comunista, lo que no excluye, desde luego, que estas luchas también requieran del yo, al menos de la parte del yo no subsumida en el capitalismo, pues no hay que olvidar que hay también una escisión política del yo. El yo está escindido porque la realidad a la que se atiene también está disociada, porque no sólo es la realidad creada por el sistema económico del capitalismo, sino también la realidad internamente constituida y organizada por el sistema simbólico de la cultura. Es también en el nombre de la cultura que nos rodea que podemos combatir al capitalismo, combatiéndolo por su degradación de la cultura y no sólo por su devastación de la naturaleza. Tanto al hacer valer la realidad natural como la realidad cultural, el yo deberá oponerse al polo capitalista del superyó con sus imperativos ideológicos insostenibles e irrealistas de goce del capital, de acumulación, de sobreproducción y de consumo desenfrenado.
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El capital dispone de potentes medios ideológicos para seducir y subyugar a sus víctimas. Uno de ellos es la retórica neofascista que acaba de confirmar su eficacia en el extremo sur de Nuestra América. Hoy el pueblo argentino se ha vuelto contra sí mismo al votar mayoritariamente por el ultraderechista Javier Milei.
Víctimas de la injusticia le han dado la victoria electoral a quien descarta «esa aberración lllamada justicia social». Necesitadxs han decidido ser gobernadxs por quien rechaza «la atrocidad que dice que donde hay una necesidad nace un derecho». Pobres han preferido a quien únicamente les ofrece, como solución para su pobreza, la venta de partes de su cuerpo en un libre mercado de órganos humanos.
Madres y padres han votado masivamente por quien propone la comercialización de niñxs mercantilizadxs y compradxs en adopción. Mujeres han dado su voto a quien promete eliminar el Ministerio de la Mujer y repudia el aborto al considerarlo «un asesinato agravado por el vínculo y por el diferencial de fuerzas».
Empleadxs y beneficiarixs de empresas públicas han votado por quien planea privatizarlas o desaparecerlas. Profesionistas formados en escuelas y universidades públicas gratuitas han dado el poder a quien suprimirá el financiamiento de la educación para canalizarlo a vouchers directamente entregados a las familias. Seres humanos dignos y conscientes han aceptado ser gobernados por quien les ofrece unir los ministerios de Salud, Educación, Trabajo y Desarrollo Social en un único «Ministerio de Capital Humano».
Hijxs y nietxs de quienes vivieron en la dictadura cívico-militar han elegido a quien pretende que no hubo lxs 30,000 desaparecidxs reconocidxs por familiares, instancias gubernamentales y organismos de derechos humanos. Adultxs no amnésicos de más de 40 años de edad le han dado el triunfo al mismo neoliberalismo corrupto y salvaje de siempre, el mismo de Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Mauricio Macri, el mismo que solamente supo decepcionarlos, empobrecerlos, endeudarlos y degradarlos cada vez que llegó al poder.
Artículo publicado en Rebelión el 14 de noviembre de 2023
David Pavón-Cuéllar
Desde sus orígenes en la Revolución Francesa, la izquierda se define como una opción por lxs pobres, por lxs oprimidxs, por lxs despreciadxs y humilladxs. Esta opción tan sólo puede ser hoy, en la presente coyuntura, una opción por lxs palestinxs. Estar con ellxs es la única forma en que unx puede ser verdaderamente de izquierda en relación con lo que sucede en la Franja de Gaza.
Comunistas, anarquistas, antirracistas, feministas comunitarias, defensorxs del territorio y muchxs otrxs alzan de pronto la misma bandera palestina. Es muy significativo que esta bandera, como la roja del pasado, consiga realizar el milagro de unir a la izquierda consecuente. La misma bandera está sirviendo también para desenmascarar a la izquierda inconsecuente, la farsante, la indiferente hoy ante la carnicería en Gaza como ayer ante la persecución de los judíos en Europa.
Lxs indiferentes son lxs mismxs de siempre. Deslindándose de ellxs, lxs antifascistas reaparecen bajo la forma de lxs antisionistas. Unxs y otrxs luchan contra la infame ley de lxs más fuertes que se arrogan el privilegio de robar, segregar y exterminar a pueblos enteros.
En el último mes, según un informe de la ONU, el Ejército Israelí ha matado al menos a 10000 palestinxs, la mayoría civiles, entre ellxs más de 4000 niñxs y casi 3000 mujeres. «En promedio, un niño muere y dos resultan heridos cada 10 minutos», ha informado la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos en Oriente Próximo (UNRWA). Otra vez deben morir muchxs palestinxs inocentes por cada israelí muertx.
Son demasiados ojos y dientes palestinos por cada ojo y diente israelí. No es ninguna ley del talión, sino el poder arbitrario del color de la piel y en especial del dinero y derivativamente de la influencia política. Es todo esto lo que se expresa en los abismalmente diferentes precios de la vida humana mercantilizada en el mercado mundial capitalista. Ser anticapitalista es también hoy estar con lxs palestinxs.
El gran crimen de lxs palestinxs es desafiar al capital que está del lado de sus enemigxs, pero lo cierto es que tienen derechos adquiridos sobre las tierras en la que habitan desde tiempos inmemoriales y que les han sido arrebatadas. Lxs palestinxs tienen también razones de sobra para permanecer en esas tierras. De cualquier modo, aun cuando no tuvieran derechos ni razones, de cualquier modo tendríamos que apoyarlxs y darles nuestra fuerza porque la necesitan para sobrevivir, porque son lxs débiles de este conflicto, porque somos de izquierda y nuestra opción es por lxs débiles amenazados por lxs fuertes.
Lxs palestinos son hoy lo que ayer eran lxs judíos. Unxs y otrxs han sido víctimas del antisemitismo occidental que fue antes contra lxs judíxs para ser ahora principalmente contra lxs palestinxs y otrxs musulmanxs. La islamofobia es la actual modalidad histórica del antisemitismo, del supremacismo blanco y del racismo europeo en general.
Hay que entender que la raza es algo simbólico y no sólo real, biológico, fenotípico. Esto es cierto en especial cuando se trata de pueblos tan híbridos como los de Palestina e Israel. Tras haber sido semitas, los israelíes han pasado a ser lxs arixs que se lanzan, como lxs nazis, contra sus víctimas semitas que son lxs palestinxs.
Gaza es un ghetto como el de Varsovia destruido por unas órdenes de Hitler que no difieren mucho de las de Netanyahu. Como en la Segunda Guerra Mundial, hay campos de concentración que ahora son de refugiados y que se han vuelto campos de exterminio en los últimos días. Hay también muros y alambradas como en Auschwitz.
Israel ha instituido también un apartheid como el de Sudáfrica. Tanto el gobierno blanco sudafricano como el estadounidense y ahora el israelí son prolongaciones, tentáculos de una misma entidad europea judeocristiana que ha colonizado, saqueado y aniquilado todo lo que no es ella. Oponerse a ella en Israel es hacer justicia no sólo a lxs palestinxs, sino a lxs africanxs esclavizadxs, a lxs indígenas americanxs y a todxs lxs demás que han estado en la posición que ahora ocupan lxs palestinxs.
Joven capitán, posible retrato de Guillén de Lampart, por Peter Paul Rubens
Versión en español de la intervención en el simposio Psychoanalysis and Revolution in Ireland, Dublin, Irlanda, 6 de julio de 2023
David Pavón-Cuéllar
Hay un pasaje de nuestro manifiesto Psicoanálisis & revolución. Psicología crítica para movimientos de liberación en el que Ian Parker y yo nos referimos a cómo nuestro yo nos domina, cómo nos traiciona al dominarnos y cómo podemos liberarnos de él gracias a los movimientos de liberación. Liberarnos es aquí liberarnos de nuestro yo que aparece como nuestro amo que nos traiciona y a través del cual nos traicionamos. Como siempre con los amos, debemos elegir entre ellos y nosotros: o nos traicionan o los traicionamos; o nos traicionamos al someternos a ellos, o nos liberamos de ellos al traicionarlos.
Debemos traicionar a nuestros amos para liberarnos de ellos. Una de las razones por las que nuestra liberación es tan difícil es porque implica una traición, una traición hacia el amo y hacia lo que hay del amo dentro de nosotros, precisamente bajo la forma del yo. Traicionar y traicionarse no es fácil, por más liberador que sea.
Le daré aquí un sentido positivo y no sólo negativo a la traición, cuando lo habitual es que le demos un sentido sólo negativo, como cuando sentimos que hemos sido traicionados por alguien. Me imagino que este sentimiento es conocido por todos nosotros. Yo lo sentí, por ejemplo, cuando tenía aproximadamente veinte años de edad y leí a Marx y especialmente a Engels celebrando a Estados Unidos cuando invadió mi país, México, entre 1846 y 1847, robándonos la mitad de nuestro territorio. Engels se alegraba de que “la espléndida California les fuera arrebatada a los perezosos mexicanos” y consideraba sin ambages que lo mejor para México sería “colocarse bajo la tutela de los Estados Unidos”.
Las frases de Engels que acabo de citar han sido evocadas recientemente por los nacionalistas derechistas de México para explicar por qué no son marxistas, pero todos sabemos que su nacionalismo sólo es una máscara ideológica para ocultar su complicidad con el neocolonialismo, con el nuevo imperialismo y con el capitalismo extractivista globalizado. En países del Sur Global como el mío, el único auténtico nacionalismo es el de izquierda radical, el anticolonial, el antiimperialista, el anticapitalista, el paradójicamente internacionalista. Esto es algo que ustedes seguramente entienden muy bien en Irlanda.
Estoy seguro de que también entenderán por qué, siendo un joven marxista mexicano, sentí que Marx y Engels me traicionaban al celebrar a Estados Unidos en su intervención en México. Esta primera intervención imperialista estadounidense en América Latina estaba siendo apoyada por los referentes de nuestro antiimperialismo latinoamericano. Y lo peor de todo: el apoyo a Estados Unidos era en el nombre de la expansión y el desarrollo de la economía capitalista en ese país.
El capitalismo y el imperialismo de Estados Unidos eran apoyados por Marx y Engels en el contexto latinoamericano. ¿Cómo alguien como yo, un joven marxista de Latinoamérica, no habría de sentirse decepcionado, traicionado en su anticapitalismo y antiimperialismo, traicionado en su deseo de libertad e igualdad real socioeconómica para todos, traicionado en el deseo atribuido a Marx y Engels, que imagina compartido con ellos, transmitido a través de ellos? Recuerdo que acusé a Marx y Engels de lo único por lo que uno puede ser culpable para Jacques Lacan. Marx y Engels habían sido culpables de ceder sobre su deseo que era igualmente mío, habrían claudicado en él, y así habrían traicionado a los marxistas latinoamericanos. Lacan observa que siempre hay algún tipo de traición en el hecho de ceder sobre su deseo. Ésta era la traición que les imputaba cuando era un joven marxista de 20 años.
Estoy seguro de que los marxistas irlandeses me entenderían. Es como si Marx y Engels hubieran apoyado el colonialismo británico en Irlanda. Sin embargo, como sabemos, ustedes corrieron con mejor suerte que los mexicanos. Marx y Engels apoyaron decididamente la independencia irlandesa desde la década de los 1850.
¿Por qué ustedes no fueron traicionados como nosotros por Marx y Engels? Pienso que una de las razones fue el momento en que Marx y Engels se manifestaron sobre cada caso. Como lo ha mostrado Pedro Scaron, hay un desarrollo en las posiciones de Marx y Engels sobre el colonialismo, desde la mayor insensibilidad ante el caso mexicano hasta las posiciones abiertamente anticoloniales a partir del caso irlandés. Es casi como si Irlanda le hubiera enseñado a Marx y a Engels ese anticolonialismo que luego será tan importante para nuestro Sur Global.
Lo seguro es que los irlandeses se adelantaron a Marx y a Engels en la conciencia de lo que estaba en juego en el colonialismo. Esto se puede comprobar en la misma intervención de Estados Unidos a México entre 1846 y 1847, cuando centenares de soldados irlandeses desertaron el Ejército de Estados Unidos y se alistaron en el Batallón de San Patricio para defender a los mexicanos con los que se identificaban, a la vez que asociaban a los invasores estadounidenses con los opresores ingleses en Irlanda. Muchos irlandeses perdieron su vida peleando por México en el Batallón de San Patricio que también incluía a alemanes, escoceses e ingleses en un hermoso espíritu que hoy describiríamos como “internacionalista”. De los pocos supervivientes, cincuenta irlandeses serán colgados por el Ejército de Estados Unidos. La horca era la pena que les correspondía como culpables de traición, sí, traición, pero una traición que no tiene nada que ver con la traición que yo imputaba a Marx y a Engels cuando era joven.
Hace treinta años, yo sentí que Marx y Engels me traicionaban porque cedían sobre nuestro deseo, porque traicionaban este deseo. Por el contrario, los irlandeses eran considerados traidores porque habían seguido su propio deseo, porque no habían cedido sobre él, lo que los llevó a traicionar a los Estados Unidos, al Ejército de Estados Unidos, a los generales del Ejército de los Estados Unidos. Los irlandeses en México traicionaron a su amo para seguir su deseo, para no ceder sobre él, para no traicionarse a sí mismos.
Fue para luchar por su deseo de libertad que los irlandeses debieron traicionar al opresor entre 1846 y 1847. No es la primera vez que lo hacían en México. Veinticinco años antes, México obtenía su independencia de España en parte gracias al último jefe político español, Juan O’Donojú, hijo de los nobles irlandeses Richard Dunphy O’Donnohue, procedente del condado de Limerick, y Alicia O’Ryan, originaria del condado de Kerry, quienes tuvieron que refugiarse en España al huir de la persecución contra los católicos de los reyes Jorge I y Jorge II de Gran Bretaña.
Quizás la herencia de persecución fuera lo que hizo que Juan O’Donojú luchara por la libertad primero contra los invasores franceses en España y luego contra el absolutismo de la corona española. Esto hizo que fuera encarcelado y torturado en dos ocasiones. Luego, como máxima autoridad española en México, supo escuchar diez años de luchas de los mexicanos contra España y firmó el acta de independencia de México justo antes de morir. Él también fue considerado un traidor en España.
La traición contra España era la única forma en que Juan O’Donojú podía estar del buen lado de la historia. Este lado el siempre el del deseo, pero también el de la libertad. Es por ello el lado de quienes quieren ser libres, de los oprimidos, ya sean los colonizados por España, los judíos en el régimen nazi, los palestinos en Israel o los inmigrantes africanos en Francia o en cualquier otro país europeo. El lado de estos oprimidos no puede ser sino una trinchera contra sus opresores. Vencer al opresor español exigía traicionarlo.
La traición de Juan O’Donojú contra la Corona de España fue la misma traición liberadora en la que incurrió otro irlandés en México, William Lamport o Guillén de Lampart, nacido en Wexford a principios del siglo XVII, en el seno de una familia católica noble abiertamente hostil a la ocupación inglesa de Irlanda. Primero William, como estudiante en Londres, fue condenado a muerte por escribir un texto contra Inglaterra, pero consiguió huir a España. Luego llegará a México y urdirá el plan de hacerse pasar por hijo del rey de España para gobernar la colonia española y así poder liberar a indígenas, negros y mestizos. Su plan será descubierto y morirá quemado en la hoguera.
Como los 50 soldados irlandeses colgados en 1847, el noble irlandés William Lamport murió quemado en México en 1659. Fue así cómo perdió su yo, su individualidad, por mantenerse fiel a nosotros. Por no traicionarnos, traicionó a su amo, a España.
El delito de Lamport fue también traicionar al opresor, aliarse con los oprimidos, luchar por su deseo de libertad. Su culpa fue paradójicamente no ser culpable de ceder sobre su deseo. Fue por no ser culpable a los ojos del psicoanálisis que William Lamport fue culpable para el poder.
El programa político de Lamport se pone en evidencia en sus escritos en los que se presenta como un sorprendente precursor de nuestras luchas antirracistas, anticoloniales y antiimperialistas. El deseo de libertad e igualdad se manifiesta de forma elocuente en su Salmo número 632. Ahí recuerda que los africanos “nacieron libres” como los demás seres humanos, que “no es lícito” reducirlos a “cruel servidumbre” como tampoco sería lícito que ellos nos hicieran “cautivos” a nosotros, y les pregunta a los mexicanos por qué compran etíopes cuando no quieren ser “comprados por ellos”.
Defendiendo una libertad igual para todos, una libertad en la igualdad, William Lamport se dirige a los mexicanos, a los sujetos que se identifican con el amo, y los pone en su lugar, en el lugar de sujetos. Lo que hace no es simplemente decirles que no hagan a otros lo que no quieren que les hagan a ellos. No es tampoco pedirles que se pongan en el lugar de los otros. Es algo más radical: es decirles que su lugar es el de los otros, el de los sujetos, y no el de los amos. Es como si le dijéramos a un nazi que su lugar es el del judío, o a un soldado israelí que su lugar es el del palestino al que asesina, o a un policía francés que su lugar es el del inmigrante al que dispara.
Nuestro verdadero lugar, el lugar de nuestra verdad, siempre es el que nos ha enseñado Lacan y el que los marxistas deberíamos conocer bien: el lugar del sujeto y no el del amo, el del deseo y no el del goce del gran Otro, el de la impotencia y no el del poder, el de los pueblos oprimidos y no el de los pueblos opresores. Este lugar de la verdad es aquel desde el cual hablaba William Lamport. Era un lugar que él conocía muy bien, quizás por haber sido un irlandés perseguido por la corona inglesa, o tal vez por estar loco, pues hay que decir que Lamport era eso que hoy describiríamos como un psicótico, tenía eso que llamamos delirios y alucinaciones.
A veces debemos estar locos para estar en la verdad. A veces la verdad es la que nos enloquece. No sabemos exactamente si esto fue lo que le ocurrió a Lamport. Lo que sí sabemos es que su locura le hizo hablar con la verdad, con la verdad de su deseo de igualdad y libertad, al traducir y traicionar el discurso del amo, el discurso del poder y el saber, el discurso de la monarquía, del cristianismo y catolicismo. Su ferviente religiosidad y su aspiración a ser emperador mexicano eran la escenificación teatral en la que él podía articular su deseo, eran el saber que él podía subvertir al expresar su verdad, eran el discurso en el que él podía tomar la palabra, eran lo que debía ser traducido y podía ser traicionado al ser traducido.
La traducción y traición de Lamport fue detenidamente analizada por la Inquisición. Los inquisidores escucharon a Lamport, escucharon la verdad de su deseo, y por eso lo condenaron a la hoguera. Hoy sus delirios habrían sido escuchados por un psicólogo o un psiquiatra que lo habrían condenado al internamiento psiquiátrico. La verdad siempre tiene que ser acallada. Es algo propio de la modernidad, ya desde la época clásica, especialmente desde el siglo XVII, como nos los enseña Foucault al detenerse precisamente en ese siglo de Lamport.
En el mismo siglo XVII, en un pasaje que atrajo la atención de Lacan, el escritor jesuita español Baltasar Gracián cuenta cómo la verdad aterra y hace escapar a los sujetos de su tiempo que sigue siendo el nuestro. No soportamos la verdad y ahora la perseguimos con la psicología o la psiquiatría como antes con la Inquisición. Esto también lo comprendió muy bien Foucault, quien también comprendió que el psicoanálisis debería ser otra cosa. Debería permitirnos escuchar la verdad, la verdad del deseo, del síntoma, de la palabra de los sujetos que traicionan el discurso del amo al tratar de traducirlo.
Al traicionar el discurso del amo, estamos en lo que Lacan llamó el discurso de la histérica. Este discurso de la subversión está en el origen de cualquier movimiento revolucionario. La revolución comienza por la expresión y la escucha de un deseo. Luego este deseo es lo que permite que la revolución se mantenga abierta, que describa un movimiento en espiral, que se vuelva una revolución permanente en lugar de volver a su punto de partida y reconstituir el discurso del amo. Todo esto es lo que nos dice Lacan al explicarnos lo que él mismo describe como interés del psicoanálisis para la revolución: un interés consistente en permitir la expresión y la escucha del deseo que mantiene abierto el círculo revolucionario.
Lo que hace el psicoanálisis es histerizarnos y sostener el discurso de la histérica. En este discurso de la histérica, somos nosotros, como sujetos, quienes hablamos en lugar del amo, en lugar del yo, al usurpar su posición de amo, como Lamport intentó usurpar el lugar del rey. Sólo así podemos expresarnos como sujetos al expresar nuestro deseo, expresándonos como sujetos deseantes, pero también como sujetos divididos, atravesados por el poder.
La división es flagrante en el caso de Lamport. Es como hijo del rey de España que Lamport quiere liberar a los mexicanos de España. Su creencia en la libertad es tan sólida como su creencia en la monarquía. Su catolicismo es el de un hereje.
Lamport es un sujeto dividido porque sólo puede hablar de libertad e igualdad en el discurso del amo, el discurso de la política de su tiempo, el discurso de la monarquía, el discurso del catolicismo y el colonialismo. Es lo mismo que sucedía con Marx y Engels al referirse a la invasión estadounidense a México entre 1845 y 1847. Marx y Engels también requirieron del discurso del amo, el del colonialismo y el imperialismo, para poder expresar su deseo que terminará convirtiéndose en un deseo anticolonialista y antimperialista.
Podemos decir que Marx y Engels, al igual que Lamport, debieron ceder sobre su deseo para no ceder sobre su deseo, debieron traicionarse para no traicionarse, debieron hacer concesiones para no hacer concesiones. Esta ética paradójica será pensada por Lacan en su seminario ocho sobre La Transferencia, donde la considerará la ética moderna por excelencia, por contraste con la ética antigua de la inflexible Antígona que no cede nada sobre su deseo. La nueva figura ética ya no es Antígona, sino un personaje de Claudel, Sygne de Coufontaine, que acepta casarse con el peor enemigo de su familia para preservar el patrimonio familiar.
Sygne deber ceder sobre su deseo para no ceder sobre su deseo de preservar el patrimonio familiar. ¿Acaso no tenemos aquí la ética realista, la ética de la política real, de los revolucionarios que deben hacer concesiones para avanzar en la revolución, que deben traicionarse para no traicionarse, que deben desviarse del camino hacia el comunismo al dirigirse al horizonte comunista en un terreno tan montañoso y accidentado como el de la realidad? Estoy parafraseando a Lenin porque él comprendió muy bien esta nueva ética. La comprendió en su estrategia revolucionaria y la explicitó en su crítica del infantilismo izquierdista.
Lenin comprendió que el texto mismo de Marx debía traicionarse al traducirse en la política real. Vislumbró que había opresión en el camino hacia cualquier liberación. Por esto y por más, Lenin habló desde la división del sujeto. Aceptó esta división y la asumió como una contradicción en su dialéctica materialista. Es lo mismo que hicieron Marx y Engels. Es por esto y por más que hoy deberíamos escucharlos en el psicoanálisis. Esta escucha está en la base de nuestro manifiesto.
Intervención en una sesión dedicada a la vida y la obra del autor en el V Ciclo «Resgatando a Memória da Psicologia Latino-Americana», organizado por Pedro Costa y por el colectivo brasileño Psicologia e Ladinidades y con la participación de Anna Turriani, el 14 de marzo de 2023
David Pavón-Cuéllar
Mis reflexiones e investigaciones avanzan por líneas aparentemente muy diferentes y distantes entre sí. Lo cierto es que estas líneas convergen y se anudan unas con otras, como intentaré mostrarlo ahora. Me gustaría dedicar unos minutos a ocuparme de cualquier tema, como podría ser el de los sacrificios humanos entre los aztecas, para exponer ante un objeto preciso y concreto las relaciones internas entre algunas de mis obsesiones que pareciera que no tienen absolutamente nada que ver unas con otras, como es el caso de mi atracción hacia los saberes indígenas mesoamericanos, mi posicionamiento anticolonial, mi orientación política militante hacia el horizonte comunista, mis opciones teóricas-metodológicas por el marxismo y el psicoanálisis y mis críticas del capitalismo, de su expresión ideológica en la psicología y de sus pasiones fascista y neofascista.
Comencemos por admitir algo tan obvio como que el fascismo y el neofascismo no son anticapitalistas. Más bien constituyen reacciones pasionales de un capital irritado, exasperado, enfurecido, cuyo enfurecimiento lo hace perder toda compostura y delatarse como lo que es. Pensemos, por ejemplo, en la furia que llevó al capital a proclamar imprudentemente su verdad en la consigna “¡viva la muerte!” de los falangistas y franquistas. Estos fascistas españoles, al echarle vivas a la muerte, confesaban el secreto del fascismo y del neofascismo: el del vampiro del capital que hace vivir su muerte, manteniendo vivo aquello muerto que es, viviendo al nutrirse con la vida que succiona de la humanidad y la naturaleza.
La transmutación capitalista de todo lo vivo en más y más dinero muerto parece expresarse elocuentemente en la fascinación de los fascistas y los neofascistas por lo muerto, inerte o inanimado, ya sean suásticas, banderas, embriones humanos, toros masacrados, trofeos de caza, junglas amazónicas devastadas o cadáveres de judíos, gitanos, palestinos, afrodescendientes o inmigrantes. La necrofilia se descubre así en diversas inclinaciones pletóricas de sentido al mismo tiempo que se encubre con etiquetas vacías como la de “provida”. Este juego de encubrimiento y descubrimiento se torna flagrante en México y en España cuando las actuales derechas y ultraderechas, tan fascistoides unas como otras, aparentan un horror necrófobo ante los sacrificios humanos de los aztecas justamente cuando efectúan su revelador festejo necrófilo de una colonización que provocó la muerte de varios millones de indígenas equivalentes al 90% del total de la población.
Los indígenas de América no sólo murieron de enfermedades provenientes de Europa. También fueron masivamente exterminados por los españoles y los portugueses, directamente masacrados con espadas y armas de fuego, pero también indirectamente aniquilados a fuego lento con el hambre, con el exceso de trabajo, con la devastación de los ecosistemas y con la dislocación de los efectivos sistemas locales de producción y distribución de alimentos y medicamentos. Este genocidio puede ser minimizado y desdeñado por los más canallas cuando lo comparan, en clave de posverdad, con un espectáculo pornográfico del que no dejan de gozar: el de un sacerdote indígena que arranca el corazón del pecho del sacrificado y lo eleva para ofrecérselo a los dioses.
La imagen espectacular del sacrificio humano les sirve a los canallas para justificar todo el horror de la colonización, para presentar este horror como una gran hazaña civilizatoria, para olvidar que los nativos del Nuevo Mundo ya tenían civilizaciones o para convencerse de que estas civilizaciones eran inferiores a la del Viejo Mundo. En realidad, si entráramos al tonto y peligroso juego imaginario especular de las comparaciones, podríamos juzgar a las civilizaciones americanas como superiores a la europea en aspectos que tendríamos derecho a considerar los más importantes, entre ellos la relación con el entorno de la que depende la subsistencia de la naturaleza y de la humanidad. Tal relación, de hecho, está en el centro de la profunda significación de los sacrificios humanos para los aztecas, una significación que hace aparecer los sacrificios como auténticos homenajes a la vida, homenajes por eso mismo incomprensibles para una mirada necrófila fascista o neofascista.
Es verdad que el fascismo, especialmente en su variante nazi alemana, cultivaba una doctrina sacrificial en la que se prescribía a los jóvenes que encontraran su máxima realización y satisfacción existencial en el hecho mismo de entregar su existencia como carne de cañón. Sin embargo, en este caso, la vida tenía que ofrendarse a cosas tan inertes y abstractas como una suástica, la superioridad aria, la pureza de la sangre o la idea nazi de la nación. De igual modo, en el sistema capitalista, debemos inmolar sistemáticamente nuestras vidas concretas en aras de algo tan muerto y mortífero como el vampiro del capital con sus diversos avatares abstractos, entre ellos la productividad, el desarrollo, la calidad, el éxito, la competitividad, el nivel de consumo y la línea de crédito.
No hay aquí en el capitalismo nada vivo, así como tampoco lo hay en el fascismo. No hay, pues, ninguna vida en los altares capitalista y fascista en los que inmolamos nuestra vida. Por el contrario, entre los aztecas, el sacrificio de la vida era por la vida misma.
Era por la vida que los aztecas debían inmolarse e inmolar a sus vecinos. Los inmolados perdían su vida para que se transfiriera de ellos al sol y a través del sol a todo lo que existía. Era para que todo siguiera existiendo que el sacerdote abría el pecho del sacrificado y extraía el corazón, el yóllotl, que era la fuente de vida y que por ello se entregaba al sol en sacrificio. El sol necesitaba de esa fuente de vida para no extinguirse, para continuar viviendo e irradiando su vida en el mundo, para mantener así el ciclo de la vida.
Era para que todo viviera, para que no hubiera una catástrofe universal que acabara con todo, que los individuos tenían que morir en la cima del teocali. Su generosa inmolación individual era necesaria para la subsistencia de un universo que los pueblos mesoamericanos se representaban y a veces continúan representándose como un gran tejido comunitario en el que se entrelazan todos los seres espirituales, animales, vegetales y hasta minerales. Para que esta comunidad ontológica siguiera viva, se necesitaba que hubiera individuos que murieran.
La justificación del sacrificio individual por la subsistencia comunitaria universal tiene un evidente carácter ideológico, pero no por ello deja de tener también un sentido profundo y verdadero para los pueblos originarios de Mesoamérica. No estoy pensando tan sólo en la controvertida hipótesis de que los sacrificios humanos habrían contribuido a una regulación demográfica necesaria para la preservación de las poblaciones indígenas y de su medio ambiente. La validación de tal hipótesis confirmaría efectivamente que cierta comunidad humana y natural habría subsistido gracias a la inmolación de los individuos, pero esta inmolación puede ser también aceptada como verdadera por sí misma, por lo que expresa en su literalidad simbólica, y no sólo por sus efectos beneficiosos en la realidad.
Independientemente de que los sacrificios de individuos en Mesoamérica sirvieran para preservar cierta comunidad y la naturaleza viva en su generalidad, lo seguro es que evidencian una visión mesoamericana caracterizada por la preeminencia de la vida común y general sobre la individual y específicamente humana. Los sacrificios de individuos humanos demuestran, por lo tanto, una orientación política no individualista y tampoco especista ni androcéntrica, sino más bien, de algún modo, comunista y ecologista. Notemos que esta orientación anticipa varias de las orientaciones modernas definitorias de la izquierda radical en la que yo me sitúo, entre ellas el propio comunismo en general, así como también, de modo específico, el comunismo verde, el ecosocialismo anticapitalista y los movimientos de las comunidades latinoamericanas que luchan por sus territorios.
Muchos de los mártires izquierdistas latinoamericanos del último siglo, desde los guerrilleros comunistas hasta los actuales defensores del medio ambiente, se han sacrificado como individuos para la preservación de la comunidad humana y de la naturaleza en general, exactamente como los indígenas mesoamericanos inmolados en la época prehispánica. Los antiguos indígenas morían por la vida, por la vida representada simbólicamente por el sol, tal como los nuevos activistas mueren también por la vida, por la misma vida que se representa en lo simbólico por el territorio, por la comunidad y por el comunismo. Estas muertes dignas y heroicas, tan desbordantes de sentido, tienen que distinguirse de las muertes absurdas, indignas y miserables, de los millones de latinoamericanos que mueren hoy en día prematuramente, no por la vida, sino por la muerte, por lo muerto y lo mortífero, por el vampiro del capital que devora sus vidas para convertirlas en más y más dinero muerto.
Lo peor de la inmolación a la divinidad oscura del capital es que no se trata de una muerte súbita como la del indígena sacrificado cuando la obsidiana se hunde en su pecho. Ese indígena sólo muere al expirar al final de su vida, pero vive plenamente durante varios años antes de morir, viviendo una vida que le pertenece a él. Por el contrario, con una vida poseída por el sistema capitalista, el sujeto moderno muere continuamente mientras vive, mientras el capital devora su vida, explotándola como fuerza de trabajo y de consumo.
La inmolación del sujeto moderno dura toda su vida, mientras que la del antiguo indígena mesoamericano duraba sólo el instante de su muerte, cuando se le arrancaba su corazón, el yóllotl, de su pecho abierto por la obsidiana. Esta extracción de la principal entidad anímica subjetiva sólo llegaba en el punto final de la existencia: era su desenlace, mientras que para nosotros es lo contrario, la apertura, inaugurando la existencia de lo que somos cada uno de nosotros. Lo que se nos ha hecho ser a cada uno, en efecto, sólo existe al desgarrarse cada uno de sí mismo, al arrancar su alma de su cuerpo y al convertirla en un dispositivo de poder sobre el cuerpo, enajenándola en el sistema capitalista, separándola de todo lo demás y así convirtiéndola en el objeto de nuestra psicología.
La idea psicológica de lo que somos, esa entidad ideológica encarnada por cada uno de nosotros, es comparable al alma que se extrae del indígena sacrificado por los aztecas. No exagero al decir que hay una inmolación del ser humano, una inmolación como la de los sacrificios mesoamericanos, en la actual psicologización de nuestra humanidad. El homo psychologicus es el trozo palpitante arrancado a nuestro pecho: es la mitad anímica del homo dúplex de la modernidad.
La psicología forma parte de la concepción moderna dualista del ser humano, la cual, siendo percibida con sensibilidad mesoamericana, se nos aparece desdoblada en los dos restos que nos quedan tras un sacrificio prehispánico. Sobre la piedra sacrificial, tenemos el cadáver ahuecado, el cuerpo sin alma, el objeto de la fisiología, de la anatomía, de la medicina, de la neurología. En la mano del sacerdote, vemos el corazón arrancado aún palpitante, la vida inmaterial, el alma sin cuerpo, el objeto de la psicología.
Son los mismos despojos los que restan después de la inmolación capitalista de la totalidad humana en la sociedad de clases con su división manual/intelectual del trabajo. Por un lado, está el cuerpo inconsciente explotado, sin espíritu, sin intelecto ni emociones, al que se reduce la existencia proletaria de los trabajadores manuales. Por otro lado, está el alma consciente explotadora, desmaterializada y desexualizada, en la que se confina la existencia burguesa de los trabajadores intelectuales, cuyas almas los rodean como cárceles para sus cuerpos, como bien lo notaba Foucault.
Tanto la burguesía como el proletariado son reprimidos, la primera en su cuerpo, el segundo en su alma. Estas represiones dan lugar a dos grandes síntomas de los siglos XIX y XX: el retorno revolucionario de la conciencia reprimida entre los proletarios y el retorno histérico del cuerpo reprimido entre los burgueses. Ya sabemos que ambos síntomas serán escuchados y tomados en serio por Marx y Freud.
Mientras que el método psicoanalítico freudiano busca devolverle el cuerpo sexuado a una existencia burguesa que se esfuerza en ser puro espíritu, la estrategia revolucionaria marxista intenta restablecer la conciencia de clase en una existencia proletaria que se reduce a no ser más que músculos y brazos. Desde luego que el cuerpo del trabajador tiene un alma, pero no es exactamente su alma, estando aburguesada, enajenada, tal como el alma del burgués tiene un cuerpo igualmente alienado y proletarizado. Las dos mitades han sido separadas por el gran sacrificio humano capitalista que el comunismo y el psicoanálisis intentan revertir.
El problema es que las prácticas analítica y comunista retroceden, retroceden cuando más las necesitamos, retroceden a medida que avanza lo que intentan revertir. La represión del alma se generaliza con una proletarización generalizada que da lugar a esa liberación sexual que es más bien la desublimación represiva de la que hablaba Marcuse. Paralelamente, la represión del cuerpo también se generaliza con un aburguesamiento generalizado que se manifiesta en la psicologización de nuestro ser en la que han profundizada Ian Parker y Jan De Vos.
Perdemos tanto el cuerpo como el alma, perdemos así nuestra vida entera psíquica y somática, exactamente como el indígena sacrificado, pero no, como él, después de vivir nuestra vida, sino antes de vivirla, para que toda ella le pertenezca únicamente al capital que la explota. Desde luego que podríamos recobrar el alma consciente con recursos como los marxistas, así como podríamos también recuperar el cuerpo sexuado con medios como los freudianos. El problema es que también estamos perdiendo estos medios que podrían ayudarnos a tratar nuestra pérdida. Estamos perdiendo, en efecto, las herencias revolucionaria marxiana y analítica freudiana, que ceden su lugar a pequeñas agitaciones psicoterapéuticas y contorsiones micropolíticas.
Resistiendo a la insignificancia posmoderna, tan sólo podremos preservar lo que Marx y Freud nos han legado al enfrentarnos decididamente al capitalismo con sus pasiones fascistas y neofascistas, al oponernos así también a la inmolación capitalista del sujeto y a su expresión ideológica en la psicología. Nuestra oposición anticapitalista, antipsicológica y antifascista debe apuntar a otra forma de ser humano: a un sujeto no desgarrado, mutilado y sacrificado por el capitalismo. Alcanzamos a vislumbrar a este sujeto en las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Atisbamos en ellas algo que es, para mí, el único verdadero fin de análisis: el del horizonte comunista por el que apostamos algunos de nosotros.
Comunismo y psicoanálisis, crítica de la psicología, anticapitalismo, antifascismo y anticolonialismo, descolonización e indigenización. He aquí algunos de los principales hilos de lo que pienso. Espero haber mostrado cómo se entretejen en un pensamiento, el mío, que es tan intrincado como cualquier otro, siendo nuestro y no sólo mío, pues el telar es el del mundo en el que todos vivimos.
Intervención en la mesa de diálogo Psicología y Pueblos Originarios en América Latina con la participación de Nita Tuxá (Brasil), Cristina Herencia (Perú) y Julio César Carozzo (Perú). La mesa, realizada el viernes 10 de marzo de 2023, fue organizada por el Consejo Mexicano de Psicología, la Sociedad del Afecto, el Consejo Nacional del Pueblo Mexicano, la Asociación Latinoamericana para la Formación y Enseñanza de la Psicología y otras organizaciones.
David Pavón-Cuéllar
La psicología que estudiamos y practicamos en América Latina es generalmente una disciplina desarrollada en Europa y en Estados Unidos. Habitantes de esas regiones la han construido sobre la base de lo que experimentan y saben sobre sí mismos, diseñándola de acuerdo a lo que son, reflejándose en ella, creándola por ello a imagen y semejanza de ellos mismos. Ellos, los europeos y estadounidenses, han sido quienes han elaborado las teorías y técnicas psicológicas en función de sus propias culturas, a partir de sus creencias, con sus ideas, a través de sus reflexiones, al investigar lo que ellos son, al observarse a sí mismos y al experimentar consigo mismos.
Los habitantes de Europa y de Estados Unidos han creado una psicología que es de ellos y que tiene sentido para ellos. Si esta psicología puede tener sentido también para nosotros en Latinoamérica, es porque somos producto del colonialismo y el mestizaje cultural, porque tenemos también algo de europeos y estadounidenses, porque lo estadounidense y europeo se ha globalizado y hegemonizado, porque nos hemos europeizado y americanizado. Es por lo mismo que hablamos español o portugués o inglés y que bebemos vino de burdeos o refresco de cola. Sin embargo, que nosotros bebamos estos líquidos o que hablemos esos idiomas, que así nos los apropiemos y los hagamos nuestros, no los hace menos europeos o estadounidenses. Lo mismo sucede con la psicología: por más que la estudiemos y practiquemos en Latinoamérica, no deja por ello de ser tan estadounidense como el refresco de cola y tan europea como el vino de burdeos.
Al igual que otros productos culturales importados, la psicología de Europa y Estados Unidos no existía en tierras latinoamericanas en la época prehispánica. Es verdad que los distintos pueblos originarios de Nuestra América tenían y aún tienen diversos saberes teóricos y prácticos sobre lo que ahora llamaríamos “la subjetividad humana”, pero estos saberes no son exactamente psicológicos. Son tan diferentes de aquello europeo-estadounidense que actualmente denominamos “psicología”, tan diferentes de lo que hoy estudiamos y practicamos bajo tal nombre, que los malinterpretaríamos y nos confundiríamos al llamarlos “psicológicos”.
Lo cierto es que no hay nada que haga pensar en la psicología, nada que haga pensar en lo que pensamos cuando hablamos de la psicología, en todo aquello tan profundo y tan complejo que los pueblos originarios de Abya Yala sabían y siguen sabiendo sobre la subjetividad humana. Estos saberes ancestrales no son psicológicos porque no cometen lo que yo considero el error fundante de la psicología: su error consistente en extraer su objeto de todo lo demás, distinguiéndolo y de algún modo aislándolo, aislando la psique o conciencia o mente o cognición o como la llamen, para luego dedicarle un conocimiento, un discurso, un logos, una psicología. Digamos, como decía Klaus Holzkamp, que la psicología es un conocimiento sin mundo, mientras que los saberes ancestrales americanos sobre la subjetividad son conocimientos del mundo.
Los indígenas americanos comprenden que deben conocer el mundo para saber algo sobre la subjetividad humana. Lo que descubren en esta subjetividad es, de hecho, el mundo mismo: la comunidad, la historia, la naturaleza y muchas otras cosas. No hay aquí ningún repliegue de lo psíquico sobre sí mismo. No hay aquí ninguna psicología.
Lejos de ser psicológicos, los saberes ancestrales de los pueblos originarios americanos resultan incompatibles con la psicología y pueden inspirarnos potentes argumentos para cuestionarla. Es lo que intentaré mostrar al abordar críticamente la ideología subyacente al conocimiento psicológico, discutiéndola con el auxilio de los saberes ancestrales de Abya Yala que mejor conozco, los de la región mesoamericana septentrional hoy ocupada por mi país, México. Estos saberes me aportarán ideas que opondré a quince tendencias ideológicas de la psicología: su etnocentrismo, su universalismo, su normalizacionismo, su antropocentrismo, su androcentrismo, su binarismo, su presentismo, su realismo, su objetivismo, su individualismo, su posesivismo, su asertivismo, su vitalismo, su interiorismo y su dualismo.
La primera tendencia ideológica del conocimiento psicológico a la que deseo referirme es el etnocentrismo. La psicología está centrada y encerrada en su cultura europea-estadounidense, la toma como único parámetro para pensar en la subjetividad y no consigue descentrarse y liberarse de ella para pensar con otras categorías culturales. Resulta significativo que no haya conceptos psicológicos importantes que provengan de otras culturas diferentes de las de Europa y Estados Unidos, mientras que las concepciones mesoamericanas de la subjetividad han ido enriqueciéndose desde el siglo XVI con las categorías europeas, entre ellas la misma alma o ánima judeocristiana, que se ha incluido sin dificultades en los conjuntos anímicos ya existentes.
Un mixteco de Oaxaca, por ejemplo, agrega el “ánima yo” de los procesos intelectuales a sus otras entidades anímicas: una “sombra” que la recubre, un “tachi” que se asocia con los espíritus de los muertos y un “tono” que posee la “sustancia vital” con la que se anima el sujeto. De igual modo, un zoque de Chiapas tiene su ánima individual, incorporal e inmaterial, junto a una “kojama” que reside simultáneamente en el cuerpo y en la montaña. Esta integración entre lo ajeno y lo propio sucede también en la concepción de otros sujetos, entre ellos los sobrenaturales, como el “Qotiti” de los totonacas de Veracruz, en el que se condensan las características de las divinidades locales y el diablo cristiano. Vemos así que el totonaca, el zoque y el mixteco, al igual que otros indígenas de la región, pueden concebirse a sí mismos y concebir a los demás a través de categorías culturales europeas y no sólo mesoamericanas, mientras que el conocimiento psicológico europeo-estadounidense tiende a permanecer herméticamente cerrado a todo lo que no provenga de su propia cultura. Podemos contraponer, entonces, la cerrazón etnocentrista de la psicología y la apertura sincrética de los saberes ancestrales de Mesoamérica.
Los pueblos mesoamericanos pueden abrirse tanto a otra cultura que llegan al extremo de atribuirle una suerte de universalidad, pero sin dejar por ello de arrogarse universalidad a sí mismos. Alcanzan así, como ahora diríamos, una suerte de visión pluriversalista en la que admiten la coexistencia de múltiples universos con lógicas distintas, incomparables, incluso inconmensurables, aunque igualmente válidas unas que otras. Puede ocurrir incluso que estos universos tengan creadores diferentes, como en la creencia lacandona en su propio dios, Hachakyum, y el de los extranjeros, Akyantho.
Llama la atención que los lacandones reconozcan el carácter creador y divino del ser supremo ajeno, en lugar de simplemente considerarlo falso, como lo hacían los evangelizadores y colonizadores españoles y portugueses. De igual modo, en lugar de un universalismo europeo en el que sólo se admite un universo y se invalidan y absorben los demás, los lacandones y otros pueblos originarios mesoamericanos reconocen múltiples universos con formas diferentes de ser humano. Este pluriversalismo contrasta claramente con el universalismo de una psicología que sólo admite una forma de ser humano, universalizándola y excluyendo cualquier otra forma o aceptándola sólo si puede interpretarla como una variación de sus propios términos universales, como sucede en el modelo psicológico transcultural.
La admisión de una sola forma de ser humano se manifiesta no sólo en el universalismo, sino en el normalizacionismo de la psicología, es decir, en su obsesión de normalidad, en su propensión a normalizarlo todo y a psicopatologizar todo aquello que no corresponde a su norma. Esta propensión contrasta con el respeto de los pueblos mesoamericanos hacia la singularidad única de cada uno: un respeto que puede ilustrarse con la idea nahua del ser humano como in ixtli in yollotl, como rostro y corazón, como un rostro absolutamente diferente de cualquier otro y como un corazón también absolutamente diferente de los demás, como una personalidad única y como un deseo también único. Es así a partir de lo singular de cada uno como se define lo universal de todos.
Lo único universal es lo singular, o, como decía Althusser, la única regla es la excepción. Esta lógica, inaccesible al pensamiento europeo antes del siglo XIX, ya se encuentra desde la noche de los tiempos en la visión mesoamericana, donde la única norma admisible es la falta de norma. Razonando así, conjuramos varios problemas constitutivos de la psicología: el ya referido normalizacionismo, la resultante concepción de la psicopatología como anormalidad y otras dos tendencias ideológicas derivadas: el antropocentrismo, que centra y encierra las representaciones psicológicas en la norma humana, y el androcentrismo, que pone la normatividad masculina en el centro de la psicología.
En lo que se refiere al antropocentrismo, hace que la psique o mente humana se represente psicológicamente como algo centrado y encerrado en sí mismo y en su propia norma, separado y apartado con respecto al resto de la vida espiritual del universo. Esta representación antropocéntrica difiere de concepciones mesoamericanas como la del alma nahua llamada teyolía, que es como un árbol cuyo centro, su tronco principal, es el alma única de todo lo que existe, alma que se ramifica en las almas de las diversas especies animales, vegetales y hasta minerales, entre ellas la humana, que a su vez se ramifica en entidades anímicas étnicas, grupales, comunitarias, familiares y finalmente individuales, de tal modo que el alma de un individuo es también el alma de su comunidad, su pueblo, la humanidad y toda la naturaleza. El alma de la naturaleza es así el centro del alma de cada individuo humano, la cual, entonces, no está ni separada ni apartada con respecto al resto de los seres ni tampoco centrada y encerrada en sí misma como en la psicología antropocéntrica.
El objeto del conocimiento psicológico está centrado y encerrado, no sólo en su aspecto normativo humano, sino en su normatividad masculina, delatando así un androcentrismo por el que se distingue de concepciones mesoamericanas como la nahua, donde la masculinidad y la feminidad, como polos caliente y frío de todo lo existente, se equilibran, compensan, combinan y compenetran en cada ser. No hay aquí ningún centro masculino en el que pueda encerrarse una representación de la psique o de la mente. Si hay algo englobante del psiquismo y de todo lo demás, es más bien lo femenino asociado con la totalidad originaria, personificada por diosas madres como la nahua Tlaltecuhtli, la purépecha Kuerájperi o la huave Mijmeor Cang.
En realidad, las concepciones mesoamericanas de la subjetividad van más allá de una separación tajante de los polos masculino y femenino, precisamente porque los conciben como ingredientes indisociables de todo lo que existe, incluyendo lo subjetivo. Un sujeto de sexo masculino puede tener también aquí facetas femeninas, algunas de ellas fundamentales, como su carácter mortal y su vida sexual, ya que la muerte y la sexualidad son esencialmente femeninas para grupos como los nahuas. Los mismos nahuas, concibiéndose a sí mismos a través de los dioses, pueden representarse incluso a divinidades con dos géneros como Ometéotl, madre-padre de los dioses, o incluso Quetzalcóatl, ave-quetzal masculino y serpiente-cóatl femenina. De igual modo, la trama vital de muchos otomíes está entretejida con la de los nzakis, unas potencias espirituales que tienen cada una dos sexos, desdoblándose en sus manifestaciones femeninas y masculinas. En todos los casos, tenemos a seres híbridos, bisexuales, transexuales o hermafroditas, que desafían el binarismo sexual aún imperante en el conocimiento psicológico.
Además de separar de modo tajante lo masculino y lo femenino, la psicología tiende también a separar tajantemente el presente y el pasado, favoreciendo el presente a costa del pasado, viendo el pasado como algo que debe superarse para vivir en el presente. Este presentismo de la psicología es desafiado por saberes ancestrales mesoamericanos en los que se comprende perfectamente que vivir en el presente es vivir también en el pasado, que el pasado siempre está presente de algún modo, que el presente está hecho de un pasado que nunca termina de pasar. Un tseltal de Cancuc, por ejemplo, debe lidiar constantemente con entidades anímicas llamadas lab que lo habitan y constituyen internamente y que son como sedimentaciones de quinientos años de historia colonial, personificándose por ello en figuras espectrales no-indígenas como conquistadores, sacerdotes, caciques y maestros. Los tseltales nos demuestran que saben muy bien que su pasado, lejos de estar detrás de ellos, está en ellos, poseyéndolos, existiendo a través de ellos, constituyéndolos y siendo ellos, así como está delante de ellos, rodeándolos, acorralándolos, obstruyéndoles el camino y haciéndolos tropezar.
El pasado persiste no sólo de modo real en situaciones como las violencias racistas o las estructuras socioeconómicas neocoloniales, sino también simbólicamente a través de restos de nuestra historia como palabras que nos estorban el paso, nombres que nos inmovilizan al definirnos, gestos cuyo sentido nos enreda y nos atrapa o discursos que se han convertido en laberintos en los que seguimos extraviados. Estos materiales simbólicos suelen ser ignorados o subestimados por la psicología con su incurable realismo, pero no por los saberes teóricos y prácticos mesoamericanos, que le dan su lugar y su valor a los símbolos que nos engendran y nos moldean, que nos animan y nos paralizan, que organizan el mundo en que vivimos y con los que debemos lidiar a cada instante. Los símbolos pueden incluso enfermarnos, así como curarnos, lo que sabían muy bien los mayas yucatecos desde hace muchos siglos, como se pone de manifiesto en su Ritual de los Bacabes, en el que se usaban palabras para tratar las palabras, las “uayasba”, los símbolos que nos enferman y que deben descifrarse para curarnos.
Al enfrentarse a la enfermedad, el curandero del Ritual de los Bacabes habla con ella, la interpela y la interroga, tratándola como un sujeto. La subjetividad, en Mesoamérica, no es el privilegio de uno mismo, sino que es un derecho de todo ser existente, incluyendo a los demás seres humanos, pero también a seres no-humanos, ya sea animales, vegetales, minerales, espirituales o sobrenaturales. Todo tiende a subjetivarse desde el punto de vista mesoamericano, al contrario de la ciencia europea-estadounidense, donde todo tiende a objetivarse, incluso el mismo sujeto, como sucede en la psicología científica o cientificista que neutraliza la subjetividad al descomponerla en sus componentes objetivos, ya sean conductas, cogniciones, emociones o trastornos.
Mientras que el psicólogo obsesionado con la ciencia da rienda suelta a su objetivismo y ejerce todo su poder-saber de experto sobre un enfermo al que ve como un manojo mudo e ignorante de elementos objetivos observables, el curandero mesoamericano les reconoce un saber al enfermo y a su trastorno. Sabe que tienen algo que decir y por eso los escucha. Se relaciona intersubjetivamente con ellos. Los trata como sujetos, como iguales, a través de un principio igualitario de intersubjetividad que los tojolabales de Chiapas expresan con una fórmula que repiten a menudo: lajan lajan aitik, estamos parejos, somos iguales.
El igualitarismo resulta indisociable de la representación mesoamericana de todos los seres humanos y no-humanos como componentes iguales, igualmente necesarios e importantes, de una gran totalidad comunitaria. Este holismo comunitarista es diametralmente opuesto al individualismo dominante en la modernidad europea-estadounidense, el cual, no hay que olvidarlo, subyace a la idea psicológica de lo psíquico, de lo mental o cognitivo, como algo estrictamente individual. Mientras que la psicología suele concentrarse en los problemas del individuo visto como un yo, los saberes ancestrales mesoamericanos resitúan a este individuo en su comunidad y lo reconocen como lo que es: un ser esencialmente comunitario al que los mayas denominan uinic, un ser que no puede reducirse a la mónada yoica, siendo más bien una red nosótrica, un nosotros que no por casualidad es el sujeto mesoamericano por excelencia, el que no deja de insistir cuando un indígena se expresa, como en el enfático ndoo mixteco de Oaxaca o como en el repetitivo tik tseltal y tsotsil de Chiapas.
Desde luego que hay un yo en Mesoamérica, pero es un yo consciente de pertenecer al nosotros de la comunidad que lo constituye por dentro. Esta conciencia tiene dos consecuencias que pueden ilustrarse con virtudes nahuas y contraponerse a tendencias ideológicas de la psicología. La primera consecuencia de la conciencia nosótrica es lo que se expresa con el ideal nahua de tlapalewilistli, consistente en una ayuda generosa basada en el amor desinteresado y en el desprendimiento de sí mismo, todo lo cual puede oponerse al asertivismo promovido por la práctica psicológica y manifestado en formas individualistas de exitismo y hedonismo. La psicología también se inclina ideológicamente a promover un posesivismo, un afán de poseer y poseerse a sí mismo al tomar control sobre su propia vida, que podemos contraponer a lo que se expresa con el otro ideal nahua del onen tacico, del vivir por vivir, sin otro fruto ni provecho que la vida misma.
No aferrándonos a lo que nos distrae de la vida, podemos al fin relacionarnos directamente con la vida, pero también con la muerte que habita en el seno de la vida y que intentamos recubrir con lo que nos obstinamos en poseer. La conciencia de la vida en la muerte, conciencia de la que suele carecer la psicología en su vitalismo típicamente europeo-estadounidense, resulta bastante clara en los saberes ancestrales mesoamericanos, como podemos comprobarlo en la figura simbólica de malinalli, calavera de la que brota la hierba, signo de muerte y de vida. El sujeto mesoamericano sabe que sólo en la relación con su muerte individual puede vivir de verdad, pero es también porque sabe que la verdadera vida no es la suya individual, sino la nuestra comunitaria.
Comprobamos una vez más que el sujeto mesoamericano radica no tanto en el individuo, sino más bien en las relaciones e interacciones constitutivas de la comunidad. Esto puede apreciarse en las desconcertantes almas interactivas y relacionales que son el ool maya de Yucatán y la mintsita purépecha de Michoacán. Lo que descubrimos aquí es una subjetividad nosótrica reticular que se despliega exteriormente en el tejido comunitario, contrastando así con el objeto yoico monádico de la psicología europea-estadounidense que está encerrado en el supuesto mundo interior de cada individuo. Mientras que el interiorismo psicológico se imagina una interioridad psíquica o mental que puede mueblar y llenar a su antojo, los saberes ancestrales mesoamericanos prefieren atenerse a lo que se percibe en la exterioridad práctica y material de la comunidad con sus relaciones e interacciones, con sus palabras y sus gestos, con sus luchas y sus historias.
No es que los pueblos originarios de Mesoamérica ignoren o nieguen lo psíquico, lo mental o espiritual. Es más bien que no lo separan tajantemente de lo físico, de lo corporal y material. No recluyen el psiquismo en un interior herméticamente cerrado en relación con el exterior. No caen así en el dualismo constitutivo de la psicología, el que la hace distinguir su objeto de todo lo demás, recluyéndolo en el mundo interior, aislándolo del mundo exterior, desmaterializándolo y descorporizándolo. En lugar de estas visiones dualistas, los saberes ancestrales mesoamericanos ofrecen concepciones monistas como las del itonal de los nahuas, que es un alma corpórea, materializada en el cuerpo y en los actos del sujeto.
Los pueblos originarios de Mesoamérica saben que el alma tan sólo puede separarse del cuerpo a causa de un hecho traumático, un acontecimiento patógeno, como el llamado “susto” por el que muchos indígenas continúan enfermándose hoy en día. Un sujeto debe asustarse para que en él se dividan patológicamente el cuerpo y el alma, lo físico y lo psíquico, lo material y aquello espiritual que se condensa en el objeto de la psicología europea-estadounidense globalizada en la modernidad capitalista. Notemos que tal división patológica es nuestra condición moderna de homo psychologicus.
Tal vez nuestra condición dividida nos recuerde la de aquel a quien se le arranca su corazón en los sacrificios aztecas, pero al menos el sacrificado tuvo tiempo de conocer en vida la unidad fundamental entre lo corporal y lo anímico tal como se representa simbólicamente en el mismo corazón, yóllotl, que se le arranca. Esto es algo que nosotros no tenemos derecho a conocer. A nosotros no se nos arranca el corazón al morir, al terminar de vivir, sino al comenzar a vivir, al constituirnos como los sujetos descorazonados que somos.
Digamos que el ser que somos es un ser ya sacrificado: un ser cuyo sacrificio lo hace existir. Mi convicción es que podemos considerarlo un enfermo, desde el punto de vista mesoamericano, porque ha sido y sigue siendo incesantemente asustado por la modernidad capitalista que desgarra su alma del cuerpo a través de operaciones bien estudiadas por Marx, Engels, Kollontái, Freud, Breton, Crevel, Reich, Foucault y muchos otros, entre ellas la división manual/intelectual del trabajo, la represión moral de la sexualidad, la desexualización del amor, la desmaterialización del alma burguesa, la desespiritualización del cuerpo trabajador y la enajenación de un alma convertida en instrumento de poder sobre el cuerpo. Todo esto, el susto y su resultante división dualista, es precisamente lo que está en el origen de la psicología. No habría conocimiento psicológico sin un susto que produzca su objeto al separarlo de todo lo demás y al dejarlo vagando en la maleza ideológica de la psicología.
En su actual forma, el conocimiento psicológico está condenado a ser dualista por su propia definición, así como está condenado también a ser todo lo demás que hemos dicho. Las tendencias ideológicas a las que me he referido no son errores, desviaciones u obstáculos de la psicología, sino que son su propia forma de existencia. La psicología existe ideológicamente como producto cultural histórico de una modernidad capitalista que no deja de ser originariamente europea-estadounidense por el hecho de haberse globalizado a través del colonialismo y el neocolonialismo.
Conferencia para el XV Encuentro Nacional (III Internacional) de Semilleros de Investigación desde el Psicoanálisis, en Cartagena de Indias, Colombia, 27 de octubre de 2022 (y en versión ampliada para una mesa de análisis del Círculo de Psicoanálisis y Marxismo, en Monterrey, Nuevo León, México, 10 de diciembre de 2022)
David Pavón-Cuéllar
Psicoanálisis y psicología crítica
Me han invitado a que hable sobre la relación entre el psicoanálisis y la psicología crítica. Esta relación es múltiple. Más que ser una relación única y simple, consiste en las variadas y complejas relaciones que se han establecido históricamente entre el psicoanálisis y la psicología crítica desde hace casi un siglo.
Parece haber sido hacia 1927 cuando nació la psicología crítica. Desde el momento mismo de su nacimiento, se arrojó sobre el psicoanálisis que ya estaba ahí, en el escenario occidental moderno, desde hacía varios años. De pronto apareció aquí la psicología crítica y lo primero que hizo fue relacionarse con el psicoanálisis: fue ella, entonces, la que se relacionó con él, pero no lo contrario.
Las relaciones entre los campos del psicoanálisis y de la psicología crítica fueron desde un principio, como lo han sido hasta ahora, unidireccionales y no recíprocas. No es exactamente que los dos campos se hayan relacionado entre sí; es más bien que la psicología crítica se ha relacionado con el psicoanálisis, ya sea criticándolo o utilizándolo, mientras que el psicoanálisis, por lo general, ha ignorado la existencia de la psicología crítica o ha mostrado indiferencia o desinterés hacia ella. Digamos que se trata de un interés no correspondido, lo que se comprende bastante bien, considerando que el ámbito psicoanalítico parece estar constitutivamente cerrado y tiende a ser teóricamente autosuficiente y autorreferencial, mientras que la psicología crítica se caracteriza por su apertura hacia el exterior al que dirige su crítica o del que extrae sus recursos teóricos.
A diferencia del campo psicoanalítico, el de la psicología crítica no dispone de recursos teóricos propios, debiendo buscarlos al exterior de ella, en el psicoanálisis y especialmente en el marxismo, pero también en otros programas teórico-políticos, en las diversas corrientes de la psicología y en las demás ciencias humanas y sociales. Hay psicologías críticas marxistas y freudomarxistas como las hay anarquistas, feministas o decoloniales, humanistas o discursivas, freudianas o lacanianas, históricas o filosóficas. La psicología crítica tiene su eje teórico al exterior de ella, estando así teóricamente descentrada, mientras que el psicoanálisis está centrado en sí mismo, en el tronco de la teoría freudiana que puede luego ramificarse.
Tenemos aquí una diferencia fundamental entre el psicoanálisis y la psicología crítica: el psicoanálisis tiene contenido teórico, envuelve una teoría, mientras que la psicología crítica está desprovista de ese contenido, siendo tan sólo una forma o un método consistente en el cuestionamiento de lo psicológico. De modo más preciso, la psicología crítica puede ser definida como un retorno reflexivo de la psicología sobre sí misma y sobre aquello de lo que forma parte, como la modernidad occidental capitalista, colonial y heteropatriarcal. Este retorno reflexivo es un gesto, una actitud, un posicionamiento.
La psicología crítica es una forma particular de posicionarse críticamente ante la psicología. Lo interesante es que en este posicionamiento la psicología crítica muestra una coincidencia igualmente fundamental con el psicoanálisis. Al igual que el psicoanálisis, la psicología crítica está posicionada en los márgenes del terreno psicológico, en sus bordes, tan dentro como fuera de él, siendo y no siendo psicología.
La prolongación e interrupción de lo psicológico, su reproducción y subversión, constituyen procesos fundantes de los campos marginales del psicoanálisis y de la psicología crítica. Podemos incluso decir que ambos campos realizan el mismo retorno metapsicológico de la psicología sobre sí misma, contra sí misma, por el que se define la psicología crítica. Pareciera entonces que Helmut Dahmer tenía razón al definir el psicoanálisis como una psicología crítica.
Lo seguro es que tanto el psicoanálisis como la psicología crítica se definen por una posición contradictoria en la que intentan y en cierta medida consiguen dejar de ser la psicología que de algún modo siguen siendo. Este ser y no ser psicología es el meollo de la coincidencia entre el psicoanálisis y la psicología crítica. El meollo del asunto es entonces la psicología, lo que es la psicología, lo que es eso queel psicoanálisis y la psicología crítica son y no son.
La psicología
¿Qué es la psicología? Esta pregunta es tan inabarcable como las respuestas que se le han dado. Sin embargo, para los fines que ahora perseguimos, basta contar con una definición de la psicología que sea tan vaga y tan general como para poder aplicarse a todo lo que se ha denominado así desde que tal denominación alcanzó un sentido relativamente estable, gracias a Rudolf Göckel, Rudolf Snel y Otto Casman, tras haber sido introducida por Marko Marulić hace más de quinientos años. En otras palabras, ¿cómo podemos definir la psicología para que nuestra definición abarque lo que fue llamado psicología por los teólogos protestantes del siglo XVI, por los filósofos de los siglos XVII, XVIII y XIX, y por los psicólogos de los siglos XIX, XX y XXI?
Considerando lo que ha sido la psicología en su historia moderna, podemos proceder etimológicamente y definirla como un saber, una ciencia o un discurso (un logos), sobre un objeto preciso (la psique): un objeto que se encontraría en cada individuo humano, que se distingue de todo lo demás y que se concibe en las más diversas formas objetivas, entre ellas el psiquismo, el alma, el espíritu, la conciencia, la mente, la vida mental, el mundo interno, la cognición o los procesos cognitivos, la subjetividad o la esfera subjetiva, las facultades intelectuales, el intelecto y el afecto, la subjetividad, el carácter o la personalidad. Esta definición mínima, pese a su extrema vaguedad y generalidad, nos indica tres aspectos distintivos del objeto psicológico: tres aspectos que ya fueron cuestionados en la filosofía y que siguen siendo problematizados y rechazados en el psicoanálisis y en la psicología crítica. Me refiero a cierta objetividad, cierta individualidad y cierta dualidad.
En primer lugar, al tener un objeto y al concebirlo objetivamente, la psicología está objetivando lo único inobjetivable por definición, lo subjetivo e incluso el sujeto mismo, como ya lo constató Kant. En segundo lugar, al situar su objeto en el individuo humano, la psicología está individualizando algo que sólo existe de modo colectivo, relacional o transindividual a través de la sociedad, la cultura y la historia, como ya lo señalaron Feuerbach y Marx. En tercer lugar, al distinguir su objeto de todo lo demás y específicamente del cuerpo y del mundo, la psicología está separando partes inseparables de una misma unidad, como ya lo advirtieron Marx y Engels.
Dualismo, individualismo y objetivismo
El instrumental crítico marxista nos permite vislumbrar el trabajo de la ideología en la génesis de cada uno de los tres aspectos del objeto psicológico a los que acabo de referirme. Cada aspecto delata una de tres orientaciones ideológicas típicas de la modernidad capitalista. Estas ideologías son la objetivista, la individualista y la dualista. Permítanme detenerme un momento en cada una de ellas para mostrar brevemente cómo operan en la psicología.
La separación psicológica entre lo psíquico y lo corporal-mundano exterioriza un dualismo en el que Marx y Engels han descubierto una consecuencia ideológica de la división entre el trabajo intelectual y el manual, una división que aparece, a su vez, como efecto de la división de clases. Todo comienza cuando la clase dominante acapara el trabajo intelectual y condena a la otra clase al trabajo manual. Esta disociación de lo intelectual y lo manual entre sujetos diferentes hace que el intelecto se aparte de las manos, la mente se distancie del cuerpo y del mundo material, el psiquismo se distinga de todo lo demás, dando así lugar a la separación dualista constitutiva del objeto de la psicología. Tal objeto y su abordaje psicológico surgen como privilegios de clase: como expresiones de clasismo subyacente al dualismo.
Además de ser dualista, la ideología fundante de la psicología tiene una orientación individualista. Esta orientación es la que mutila y contrae lo subjetivo de tal modo que pueda pasar por el estrecho embudo psicológico de la interioridad individual. Tenemos aquí el mismo proceso, ya descrito repetidamente en la tradición marxista, que se observa en el individualismo burgués liberal y neoliberal que logra quebrar a las potentes clases, comunidades y colectividades organizadas, triturándolas y pulverizándolas en sus elementos constitutivos, en los impotentes individuos, cada uno de ellos con sus miserables atributos, como su voto individual y sus derechos individuales. Como bien lo notara el surrealista y freudomarxista René Crevel, esta estrategia del divide y vencerás opera también a través del individualismo psicológico.
Además de ser individualista y dualista, la psicología es objetivista. Lo es en la medida en que procede ideológicamente como otras ciencias objetivas humanas al objetivar y así neutralizar o suprimir a un sujeto inobjetivable por definición. Este sujeto suprimido en la objetividad científica viene a confirmar la definición lacaniana de la ciencia como “ideología de la supresión del sujeto”. Al mismo tiempo, la conversión del mismo sujeto en objeto del conocimiento científico prepara y facilita su conversión en objeto del sistema capitalista, un sistema que tiende significativamente a subsumir la ciencia junto con el conjunto de la cultura. Erigiéndose como gran Otro, el capital se presenta cada vez más como el único sujeto, mientras que los sujetos humanos aparecen cada vez más como los objetos del capital y de sus diversas expresiones ideológicas, entre ellas las ciencias objetivas.
Concepciones mesoamericanas y marxistas de la subjetividad
Como hemos visto, el objetivismo, el individualismo y el dualismo delatan los vínculos ideológicos internos de la psicología con el sistema capitalista, con el mundo burgués y con la sociedad de clases. Esta realidad socioeconómica, propia de la modernidad occidental, es la que le da su forma particular a nuestra idea psicológica de la subjetividad humana. Las orientaciones ideológicas dualista, individualista y objetivista de nuestra psicología pertenecen a una tradición cultural específica y a un momento preciso en el desarrollo histórico de esa tradición cultural.
Si nos alejamos de la modernidad occidental, encontramos otros saberes acerca del sujeto en los que no hay ningún rastro de objetivismo, individualismo y dualismo. Es el caso de las concepciones indígenas mesoamericanas de la subjetividad a las que les he dedicado una investigación que dura ya varios años. Al analizar las formas en que los pueblos originarios de México y Centroamérica se representan al ser humano, descubrimos una subjetividad inobjetivable, una comunidad irreductible a sus elementos individuales y una totalidad indivisible que no se deja fraccionar de forma dualista entre lo psíquico y lo somático.
Al no caer ni en el dualismo ni en el individualismo ni en el objetivismo de nuestra psicología, los saberes ancestrales de Mesoamérica nos ofrecen unas concepciones de la subjetividad que son radicalmente diferentes de la occidental moderna psicológica y que pueden servir por ello como punto de apoyo para criticarla. Es así como saberes provenientes de otras culturas pueden convertirse en recursos de la psicología crítica, lo que ha sucedido efectivamente en corrientes emergentes como la indígena, la africana y la decolonial. Sin embargo, estas corrientes son relativamente recientes y constituyen la regla más que la excepción, pues lo habitual ha sido que la psicología crítica extraiga sus recursos de la propia modernidad occidental, donde también se encuentran concepciones de la subjetividad que difieren de la psicológica y que no caen en sus orientaciones ideológicas.
Pensemos, por ejemplo, en la perspectiva marxista, que ha sido sin lugar a dudas la más importante e influyente en la historia de la psicología crítica. El marxismo concibe la subjetividad: en primer lugar, de modo relacional y no individualista, como un anudamiento de relaciones sociales y no como un individuo aislado; en segundo lugar, de forma dialéctica y no objetivista, como un sujeto capaz de objetivarse y no como un objeto; en tercer lugar, en clave monista y no dualista, como una existencia corporal-mundana consciente y no como psiquismo separable del cuerpo y del mundo. El marxismo ha desarrollado así una concepción relacional, monista y dialéctica de la subjetividad que desafía respectivamente el individualismo, el dualismo y el objetivismo de la psicología, pero que además aporta potentes argumentos contra estas orientaciones ideológicas, mostrándonos cómo sirven a la dominación al dividir y neutralizar para vencer, es decir, al desgarrar las relaciones sociales en el individualismo, al escindir al sujeto en el dualismo y al reducirlo a objeto del capital en el objetivismo.
El psicoanálisis como punto de apoyo de la psicología crítica
Entendemos que el marxismo haya sido el más importante punto de apoyo de la psicología crítica en la modernidad occidental. Sin embargo, este punto de apoyo no ha sido el único y actualmente sólo es uno más entre muchos otros, entre ellos el anarquismo, el feminismo, la caja foucaultiana de herramientas, el socioconstruccionismo, el giro discursivo y el proyecto comunitario liberacionista latinoamericano. Ahora bien, si esta lista fuera exhaustiva, ¿deberíamos incluir en ella el psicoanálisis, el cual, entonces, constituiría otro punto de apoyo de la psicología crítica? He aquí la gran cuestión que ahora se nos plantea y que no resulta fácil responder.
Formulemos de otro modo la pregunta: ¿será que la psicología crítica puede apoyarse en la doctrina freudiana? En otras palabras, ¿el psicoanálisis ofrece una idea no-psicológica del sujeto que pueda servir para criticar la concepción psicológica? Esta pregunta puede recibir dos respuestas opuestas e igualmente válidas.
La primera de las respuestas es afirmativa: sí, el psicoanálisis puede servirle a la psicología crítica porque teoriza al sujeto en una forma que nada tiene que ver con la concepción psicológica dualista, individualista y objetivista. Para empezar, el objetivismo no tiene cabida en la doctrina freudiana porque el objeto del psicoanálisis no es el sujeto, sino eso tan paradójico y evasivo que Lacan ha conceptualizado como objeto (pequeño) a. En cuanto al sujeto, se presenta en el psicoanálisis como algo radicalmente inobjetivable, irrepresentable, inasimilable a todo lo que pueda saberse de él, irreductible a todo lo que sea posible predicar de él. Tenemos aquí, en el psicoanálisis, un enfoque anti-objetivista que se opone diametralmente al objetivismo de la psicología y que por ello puede servirle a la psicología crítica para cuestionarlo.
Además de anti-objetivista, el psicoanálisis es anti-individualista. El sujeto del psicoanálisis, a diferencia del de la psicología, no es un individuo, un “individuus”, que significa “indivisible” en latín. Por el contrario, el sujeto freudiano es divisible y está dividido entre identificaciones diferentes, entre posiciones opuestas, entre instancias en conflicto. El único individuo aquí es un reflejo en el espejo de la conciencia. En realidad, el sujeto freudiano es tan individual como transindividual. Es él y su objeto. Es Uno y Otro. Es alteridad y no sólo identidad. No sólo es un yo, sino también ello y superyó. Es al mismo tiempo cosas tan contradictorias como la especie, la cultura y el punto de contacto entre ambas. Todo esto está en contradicción con la idea psicológica individualista del sujeto.
El psicoanálisis no sólo contradice el individualismo y el objetivismo, sino también el dualismo constitutivo de la psicología. Mientras que la idea psicológica del sujeto es la de algo psíquico tajantemente diferenciado con respecto a lo físico y somático, el psicoanálisis reconoce la comunicación y continuidad entre lo uno y lo otro. El sujeto freudiano, por decirlo cartesianamente, es cosa extensa y no sólo pensante. No se agota en su yo ideal. Su fondo pulsional es tan mental como corporal. Sus conversiones histéricas son tan del cuerpo como del alma. No hay aquí dos esferas separadas, sino una sola. El monismo psicoanalítico discrepa de cualquier dualismo psicológico.
La psicología psicoanalítica
Si consideramos cómo el psicoanálisis rompe con el dualismo, con el individualismo y con el objetivismo, será justo que respondamos afirmativamente a la pregunta sobre su utilidad como recurso teórico para la psicología crítica. Sin embargo, la misma pregunta podría también recibir de nosotros una respuesta negativa si consideráramos la tendencia irresistible del psicoanálisis a degenerar en una corriente psicológica entre otras. Esta psicologización resulta bastante evidente cuando vemos al psicoanálisis convertirse en psicología dinámica o del yo o del self, pero el mismo proceso puede operar también de modo soterrado incluso en las más anti-psicológicas de las corrientes freudianas. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando los psicoanalistas lacanianos presentan sus casos clínicos y les aplican su recetario lacanés, arrebatando cualquier voz a los sujetos, apartándolos dualistamente de su exterioridad material transindividual y reduciéndolos a una simple ilustración individual objetiva de lo elaborado por Lacan.
Las derivas psicológicas del psicoanálisis resultan comprensibles en una época de reinado absoluto de la psicología. Si los sujetos mismos se ven cada vez más a sí mismos como objetos psicológicos encerrados en su individualidad y separados irremediablemente de su cuerpo y del mundo, ¿por qué los psicoanalistas habrían de mirarlos de otro modo y escuchar lo que a veces ni siquiera tienen que decir? El hombre sin inconsciente, como lo llama Recalcati, es el fundamento de la psicología psicoanalítica.
La progresiva psicologización de la herencia freudiana se fundamenta en una mutación histórica decisiva por la que los sujetos se ven cada vez más virtualizados, apartados de la materialidad corporal y mundana, recluidos en su interioridad ideal individual y reducidos a la condición de objetos del capital y de sus diversos dispositivos tecnológicos, disciplinarios e ideológicos, entre ellos la psicología. El gran Otro de la cultura, cada vez más subsumido en el capital, deja un margen cada vez menor para la existencia transindividual y material del sujeto. Esta historia del mundo es la que determina el trágico destino psicológico de la herencia freudiana.
Historia
Una vez que se ha psicologizado, el psicoanálisis deja de ser un recurso teórico útil para la psicología crítica y se transmuta en un objetivo para ella, en un objeto que debe ser criticado, en un blanco para tirar sobre él. Este blanco reproduce el dualismo, el objetivismo y el individualismo, pero también otras orientaciones ideológicas de la óptica psicológica, entre ellas el universalismo, el abstraccionismo, el idealismo, el adaptacionismo, el familiarismo y el apolitismo. Es como si toda la ideología subyacente a la psicología reabsorbiera el psicoanálisis y anulara aquello que lo distingue de la psicología y que le permite cuestionarla.
Uno de los principales dilemas de lo psicoanalítico es el que lo hace dividirse entre ser y no ser algo simplemente psicológico, entre ceder y no ceder a su reabsorción en la psicología, entre dejarse asimilar a ella y obstinarse en preservarse de ella y criticarla. Podemos discernir aquí dos formas de aparición del psicoanálisis, como objeto criticable y como recurso utilizable, que jalonean toda la historia de la relación entre la psicología crítica y la herencia freudiana. Tal historia, como veremos ahora, se desenvuelve como una serie de escisiones o disociaciones del psicoanálisis entre lo que se utiliza y lo que se critica de él en la sucesión de propuestas de psicología crítica.
Los pioneros Georges Politzer y Lev Vygotsky utilizaron la casuística de Freud, pero criticaron sus generalizaciones metapsicológicas, juzgándolas injustificadas, abstractas e ideológicas. Valentín Volóshinov descubrió también una ideología criticable en el psicoanálisis, aunque sin dejar de apreciar el potencial de la idea freudiana de los conflictos psíquicos para criticar las visiones psicológicas homeostáticas y adaptativas. El potencial crítico del psicoanálisis, tal como lo piensa el freudomarxista Wilhelm Reich, permite cuestionar el idealismo burgués de la psicología: el mismo idealismo que será también reproducido por algunas derivas psicoanalíticas aburguesadas.
Los surrealistas André Breton y René Crevel deploran que el psicoanálisis recaiga en la misma psicología dualista que permite criticar. Por su parte, los frankfurtianos Max Horkheimer y Theodor Adorno emplean del psicoanálisis lo mismo que los hace impugnarlo: su revelación de la irracionalidad en la racionalidad psicológica. Esta irracionalidad está en el mismo lugar que la conflictividad y la negatividad por las que el joven Michel Foucault y algunos de sus epígonos, como el grupo de Julian Henriques, Wendy Hollway y Valerie Walkerdine, aprecian positivamente el psicoanálisis al que también dirigen su cuestionamiento.
Entretanto, Louis Althusser y sus seguidores franceses y argentinos, entre ellos Michel Pêcheux, Didier Deleule, Carlos Sastre y Néstor Braunstein con sus colaboradores, utilizan el psicoanálisis para cortar o romper epistemológicamente con la ideología psicológica, pero también critican la ideologización de la doctrina freudiana y su recuperación por la psicología. El doble vínculo con el psicoanálisis vuelve a encontrarse en el trabajo del alemán Klaus Holzkamp y del británico Ian Parker, tal vez las dos figuras más importantes de la psicología crítica en el último medio siglo. En lo que se refiere a la psicología crítica holzkampiana, por un lado valora el psicoanálisis porque se pone en manos de los sujetos en lugar de proceder como la psicología y aplicarse a ellos como a objetos, pero por otro lado lo cuestiona porque universaliza lo particular histórico, familiariza lo social, desacredita lo colectivo y deslegitima o reprime lo político. En cuanto a Parker, traza una distinción en el campo psicoanalítico entre corrientes que él juzga criticables por su alto nivel de psicologización, como la kleiniana o la relacional, y perspectivas utilizables por su carácter claramente anti-psicológico, entre ellas principalmente la propuesta lacaniana.
Por mi parte, en consonancia con la tradición marxista freudiana, me gusta ver en el psicoanálisis un producto ideológico-psicológico de la modernidad capitalista, pero también algo radicalmente diferente de la psicología: una expresión crítica sintomática de la crisis de esta modernidad, de sus tensiones y contradicciones, tal como desgarran de forma singular a cada sujeto. De modo análogo, como ya lo hicieran Lacan y Juliet Mitchell y otras feministas, veo el psicoanálisis como el síntoma de una crisis del patriarcado: como algo en lo que simultáneamente se reproduce y se denuncia y subvierte un sistema patriarcal generalmente disimulado y silenciado por la psicología. Por último, en el mismo sentido, admito que el psicoanálisis tiene un estatuto colonial como el de cualquier otro paradigma psicológico europeo-estadounidense que haya sido exportado y universalizado, pero al mismo tiempo considero que revela una crisis de la absolutización del saber occidental que subyace a la colonialidad y pienso que por ello representa un instrumento imprescindible para la crítica de todos los productos coloniales, entre ellos la psicología. Además, por si fuera poco, apuesto por la escucha psicoanalítica para establecer una relación diferente con la otredad fuera y dentro de nosotros: una relación diferente de la mirada colonial que es también a menudo una mirada psicológica.
A manera de conclusión
La historia que acabo de esbozar nos muestra una incesante disociación del psicoanálisis entre sus apariciones como objeto criticable y como recurso utilizable de la psicología crítica. Lo que aquí falta es una tercera posible intervención del psicoanálisis que no se ha realizado plenamente hasta ahora. Me refiero a su intervención disruptiva y subversiva como enfoque irreductible a su utilización en el retorno reflexivo de lo psicológico sobre sí mismo y sobre aquello de lo que forma parte.
Al no dejarse reducir a la psicología crítica, el psicoanálisis nos permite interpelarla, llevando su gesto crítico hasta sus últimas consecuencias, hasta rizar el rizo, hasta permitirle autocriticarse como psicología y no sólo criticar el terreno psicológico en general. No hay que olvidar que la psicología crítica, lo mismo que el psicoanálisis, tiene una posición contradictoria en los bordes o fronteras del terreno psicológico, tan dentro como fuera de él, siendo y no siendo psicología. Esto hace que la psicología crítica sea también, al igual que la perspectiva psicoanalítica, susceptible de crítica en sus derivas psicológicas.
Para cuestionar la psicología crítica, el psicoanálisis constituye un recurso potente y quizás inigualable. Un cuestionamiento freudiano fundamental de la psicología crítica debería dirigirse a la crítica misma. ¿Por qué obstinarnos y afanarnos en criticar la psicología? ¿Por qué no simplemente intentar abandonarla? ¿Qué deseo nos mantiene adheridos a ella al convertirla en el objeto de nuestros cuestionamientos?
El cuestionamiento freudiano, por dar únicamente otro ejemplo, debería dirigirse a la idea misma del retorno reflexivo de la psicología sobre sí misma, y, de modo más preciso, a la confianza ingenua en la reflexividad. ¿Qué nos hace confiar en la transparencia de la reflexividad? ¿Acaso esta confianza en lo reflexivo no es típicamente psicológica? ¿Acaso la reflexividad no reproduce la misma opacidad imaginaria especular a la que apunta nuestro cuestionamiento de la psicología?
Conferencia organizada por el Círculo de Psicoanálisis y Marxismo y dictada el viernes 9 de diciembre de 2022 en la Universidad Emiliano Zapata de Monterrey, Nuevo León, México
David Pavón-Cuéllar
Estoy aquí para cumplir un encargo preciso y concreto. Se me ha solicitado expresamente que dicte una conferencia que les ayude a ustedes, estudiantes de una licenciatura en psicología, en el desarrollo de su conciencia política. Es lo que intentaré hacer en los siguientes minutos.
Me dirigiré a ustedes no como ciudadanos o seres humanos en general, sino como estudiantes de una carrera específica. Si todas y todos ustedes están estudiando psicología, me imagino que esto supone que tienen confianza en la psicología, en su veracidad y en su utilidad para los individuos y para la sociedad. Quizás algunas y algunos de ustedes no crean en la psicología y solamente la estudien para obtener un beneficio personal, pero quiero pensar que son los menos y que la mayoría sí confía en lo que está estudiando.
La confianza en la psicología es algo positivo, encomiable, pues muestra una relación auténtica, sincera y comprometida con la profesión que ejercerá. Supongo que aquí todos y todas están de acuerdo en que un buen profesionista sólo es tal cuando cree en su profesión, ya que, si no creyera, sería un farsante, un charlatán, un simulador. Para no ser todo esto, deberíamos entonces ponernos las camisetas de psicólogas y psicólogos y entregarnos resueltamente a lo que hacemos, apostar honestamente por nuestra profesión, confiar sinceramente en ella.
Comprendo que la confianza en la psicología sea tácitamente prescrita y promovida, pero mi hipótesis es que esta confianza podría obedecer en parte, sólo en parte, a una cierta inconciencia política. Dado que se me ha pedido favorecer la conciencia política de ustedes como estudiantes de psicología, me dije que lo mejor que podría hacer es cuestionar su confianza en la psicología, cuestionarla en aquellos puntos en los que me parece que está políticamente determinada. Mi cometido no es, desde luego, resquebrajar y derribar su confianza en la psicología, sino simplemente ayudar a que sea, en el plano político, una confianza menos ciega, menos inconsciente, más consciente, más lúcida, más reflexiva.
Para lograr mi cometido, les daré veinte razones por las que me parece que podemos desconfiar de la psicología. Son razones que se me han ocurrido a mí o que me han sido sugeridas por autores que me guían en mi reflexión como psicólogo crítico, entre ellos Ian Parker, Louis Althusser y Jacques Lacan. Para cumplir con el encargo que se me ha hecho, me concentraré en las razones claramente políticas, pero comenzaré por otras por considerarlas fundamentales, insoslayables y políticamente relevantes.
Auto-refutación (razón 1)
Una razón bastante obvia para desconfiar de la psicología se encuentra en sus guerras intestinas autodestructivas. No parece quedar nada recuperable de la psicología cuando los exponentes de sus distintas escuelas se desechan unos a otros con excelentes argumentos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando los conductistas, los cognitivo-conductuales y los neuros descartan a los humanistas, a los psicoanalistas y a los demás por su falta de evidencias y de cientificidad, pero son a su vez descartados por los descartados a causa de su confusión de las ciencias humanas con las ciencias exactas o su reducción de lo humano a lo animal o computacional.
Basta dar la razón a unos psicólogos para convencerse de la sinrazón de sus colegas de las demás escuelas. Todos están equivocados cuando se les juzga desde otros puntos de vista diferentes de los suyos propios. A fin de cuentas, no subsiste en la psicología ninguna idea que no haya sido convincentemente invalidada por otras ideas.
Es lógico desconfiar de la psicología porque ella misma desconfía de sí misma, porque se basta a sí misma para desautorizarse, porque sus diversas corrientes se refutan eficazmente unas a otras, porque tomarlas en serio nos exige descartar a sus rivales, porque ninguna corriente resiste las críticas de las demás corrientes. Es verdad que, desde hace un tiempo, la llamada “psicología científica” o “basada en evidencias”, mayoritariamente cognitivo-conductual, va prevaleciendo sobre todas las demás y consigue unificar el campo de la psicología con la bandera de la cientificidad. Sin embargo, esta misma bandera es bastante sospechosa, pues la ciencia no puede ser una bandera, una causa o consigna, como lo es para la psicología.
Cientificismo, cienciomanía y objetividad científica (razones 2 a 4)
Los psicólogos pretendidamente científicos están demasiado emocionados con la ciencia como para ser verdaderos hombres de ciencia. Inversamente, los científicos de verdad, físicos y químicos y otros, están demasiado ocupados haciendo ciencia como para perder su tiempo haciendo lo que no dejan de hacer los psicólogos: convenciéndonos de que hacen ciencia, promoviéndose como científicos, levantando altares a la divinidad científica, elogiándola, sacralizándola y reverenciándola. Todas estas ocupaciones justifican igualmente nuestra desconfianza hacia la psicología.
Podemos desconfiar de la psicología por su adoración de la ciencia, porque esta adoración es más religiosa que científica, porque es cientificismo y no ciencia. Podemos desconfiar de la psicología, en el mismo sentido, por su obsesión por la cientificidad, porque esta obsesión es bastante sospechosa, porque parece incompatible con la ciencia, porque si la psicología fuera de verdad científica no estaría obsesionada con ser científica, porque las auténticas ciencias no tienen esta obsesión, porque esta obsesión es típica de las pseudo-ciencias. ¿No parece haber algo de cienciología en la cienciomanía de la psicología científica basada en evidencias?
La manía por la ciencia es una pasión. Es puro pathos. Es patológica, pasional, irracional y no racional y mucho menos científica. Digamos que la psicología está enferma de ciencia. Padece la ciencia, pero eso no significa de ningún modo que la practique. Más bien podría significar lo contrario.
La cienciomanía viene a exacerbar y a poner en evidencia otro problema de la psicología: me refiero a su pretensión de objetividad. ¿Cómo confiar en una supuesta ciencia objetiva, como la psicología, cuyo objeto es el sujeto, es decir, lo contrario del objeto? Aquí tenemos una razón más para desconfiar de la psicología. Iremos por buen camino al recelar de ella porque se presenta cada vez más como una ciencia objetiva, porque pretende objetivar así lo subjetivo, que es lo único inobjetivable por definición.
La reducción psicológica del sujeto a un objeto, al objeto de la psicología, resulta sospechosamente coincidente con la conversión moderna de todos los seres humanos en objetos del capital. A medida que el capital se impone como el único sujeto de la sociedad capitalista, los seres humanos van perdiendo sus rasgos subjetivos, dejan de ser agentes, seres activos, conscientes y voluntariosos, para convertirse en simples engranes objetivos del sistema capitalista con sus dispositivos institucionales, disciplinarios, tecnológicos, científicos, pseudocientíficos e ideológicos, entre ellos quizás la psicología. El dispositivo psicológico, al igual que los demás, debería entonces transferir la subjetividad propia de los seres humanos a un capital cada vez más determinante, cada vez más poderoso, cada vez más normativo, cada vez más decisivo en la distinción entre lo normal y lo anormal, lo sano y lo enfermo, lo apto y lo inapto, lo prendidamente humano y lo supuestamente inhumano.
Generalización y deshumanización (razones 5 y 6)
Uno de los efectos del capitalismo es la normalización, la uniformización, la homogeneización unidimensional de todo lo existente, pues todo tiene que poder traducirse a los términos cuantitativos de una única dimensión, la del equivalente universal del dinero. Todo tiene que tener precio. Todo tiene que diferir de modo sólo cuantitativo y no cualitativo, no habiendo lugar para las cualidades únicas, incomparables, de cada cultura, de cada comunidad y de cada sujeto humano. Al cuantificar tales cualidades y al reabsorberlas en conceptos generalizadores, la psicología también despierta nuestras peores sospechas, resultando sospechosa de complicidad con el capitalismo. ¿Cómo no sospechar esta complicidad ante una psicología crecientemente cuantificadora y generalizadora?
Cabe desconfiar de la psicología porque generaliza lo irreductiblemente singular y particular, porque se pretende universal, porque ignora las diferencias cualitativas absolutas entre los sujetos y las culturas, porque las relativiza en coeficientes y en escalas, porque las cuantifica y así las aplana en una sola dimensión. La unidimensionalidad psicológica nos recuerda la unidimensionalidad económica del capital que lo reduce todo a su contabilidad globalizada. Esta contabilidad subsume la cultura humana, desintegra los saberes más complejos y los disuelve en cúmulos de informaciones cuantificables e intercambiables por dólares, euros y yuanes.
El sistema económico del capitalismo va devorando el sistema simbólico de la cultura. Los saberes de los sujetos van disolviéndose en datos objetivos acumulables como los que encontramos en cualquier manual o artículo de la psicología basada en evidencias. Esta psicología retiene y acumula un saber extremadamente desarticulado, simplificado, que ni siquiera es verdadero saber, pero que va sustituyéndose al verdadero saber, el de cada sujeto, el resultante de la historia única de cada sujeto.
Al pretender saber lo que sólo cada sujeto puede saber, la psicología merece igualmente nuestra desconfianza. Tenemos razón al desconfiar de ella porque usurpa el lugar del sujeto humano, porque pretende saber más sobre él que él mismo, porque suplanta su capacidad autoconsciente y reflexiva que lo hace humano, porque así le permite desistir de su humanidad. Uno sólo puede ser plenamente humano a través de sus propias ideas, al concebirse a sí mismo en lugar de adoptar las concepciones psicológicas, al ocupar la posición de saber a la que se renuncia en favor de la psicología. Un problema grave de la psicología es que se especializa en lo que es el asunto privado intransferible, inalienable, de cada ser humano.
Cuando uno cede su reflexión y su autoconciencia al experto psicólogo, uno está renunciando a una fracción fundamental de su humanidad. Uno se está deshumanizando. Esta deshumanización ocurre igualmente cuando uno transfiere su capacidad reflexiva y autoconsciente a los autores de libros de autoayuda, a los consejeros en pensamiento positivo, a los especialistas en coaching, constelaciones y neochamanismo, y a los demás detentores de las ideas psicológicas popularizadas y vulgarizadas. En todos los casos, la psicología es consciente y reflexiona en lugar de uno, sustituyéndose a uno y así deshumanizándolo, y esta deshumanización es también una mutilación y vulnerabilización de lo que uno es, pues una parte importante del ser y de la fuerza de uno radica precisamente en esa fracción de su humanidad que es la reflexión y la autoconciencia.
Un ser menos humano, menos consciente y menos reflexivo, es un ser mutilado y vulnerabilizado. Es un ser más vulnerable, más débil, menos fuerte, menos capaz de resistir ante lo que lo domina. Este ser es el deseado por el poder, por los aparatos opresivos y represivos, por las estructuras de explotación y por los órdenes discriminatorios, segregativos y excluyentes.
Poder, mercantilización y negocio (razones 7 a 9)
Resulta bastante significativo que el ser deseado por el poder coincida precisamente con el ser engendrado por la psicología. Esta coincidencia revela una connivencia de la psicología con el poder, una connivencia que se pone en evidencia no sólo en la ya mencionada complicidad con el capitalismo, sino en las demás complicidades que se entretejen en la historia de la psicología. Tales complicidades han sido una constante que nos permite afirmar que la historia de la psicología es también una historia de la connivencia de la psicología con el poder.
No sólo debemos recordar aquí los papeles que han desempeñado los psicólogos al justificar la discriminación racial en el porfiriato mexicano y en las colonias europeas, al colaborar con proyectos de eugenesia en la Alemania nazi o al participar en programas de contrainsurgencia, tortura y guerra psicológica orquestados por la CIA y por los regímenes autoritarios en Latinoamérica. También debemos pensar en el trabajo cotidiano de miles de psicólogos en terapias de reorientación sexual, en estrategias publicitarias de grandes empresas, en la neutralización de protestas laborales o en el sometimiento de los niños indisciplinados en las familias y las escuelas. En todos estos casos y en muchos más, confirmamos los servicios que la psicología rinde al poder, servicios que son una razón más para desconfiar de ella.
Estamos justificados al desconfiar de la psicología, en efecto, porque le ha servido en su historia al poder para disciplinar a los sujetos, para someter a insumisos, para controlar a las poblaciones, para torturar a opositores, para explotar a los trabajadores, para manipular a los consumidores, para justificar el racismo y el sexismo, y para patologizar y reprimir las opciones sexuales de la comunidad LGBTTTIQ. Es verdad que estos servicios que la psicología rinde al poder se explican en parte por su funcionamiento mismo como un instrumento neutro que puede ser empleado con fines tanto nobles como inicuos, dañinos y destructivos. El problema de tal funcionamiento es precisamente que subordina el instrumento psicológico a quienes tienen el poder para emplearlo.
En la sociedad capitalista, el poder es cada vez más un poder adquisitivo, un poder económico y monetario. Este poder es el que permite servirse del instrumento psicológico, el cual, también por ello, podría inspirar nuestra suspicacia. Nos inclinaríamos entonces a desconfiar de la psicología porque suele venderse y comprarse, porque suele así operar como una mercancía y moverse con dinero, porque tiende a ponerse al servicio del mejor postor, porque sirve generalmente a quienes la pagan y no a sus víctimas, al patrón y no a los trabajadores, a las empresas y no a los consumidores, a los publicistas y no a los espectadores, a los gobernantes y no a los gobernados, a los padres y no a sus hijos. Los que tienen el poder económico suelen ser los mismos que disponen de la psicología.
El instrumento psicológico es de quienes pueden pagarlo, pero no queda claro por qué habría que pagar por él, ya que se trata de algo que tradicionalmente se ha obsequiado sin que medie pago alguno. ¿Por qué de pronto habría que pagar por lo que hacen las psicólogas y los psicólogos? Podemos también desconfiar de la psicología porque vende lo que tal vez tendría que regalar, porque hace negocio con una escucha y unos consejos que podrían y solían ser gratuitos, porque los transmuta así en mercancía, porque exige un pago a cambio de cumplir con obligaciones morales humanas que antes eran ofrecidas gratuitamente por abuelas y abuelos, por madres y padres, por hermanas y hermanos, por amigos, compadres, compañeros de camino, sabios y sacerdotes de las diversas religiones.
Una parte fundamental de la vida social y cultural pasa por el alambique del capitalismo para verse transmutada en una psicología mercantilizada tan sólo asequible para quienes pueden pagarla. El poder pagar por el instrumento psicológico es también un poder sobre el instrumento psicológico. Es así una subordinación del instrumento al poder que lo compra y lo utiliza.
El poder es de quien puede pagar por el instrumento psicológico. Lo más que podemos reprocharle a este instrumento es, entonces, que sea tan sólo un instrumento y que no intente resistirse al poder, que sea neutro y que simplemente se deje utilizar por quien tenga el poder para utilizarlo, que asuma esa neutralidad que no consiste concretamente sino en dejarse arrastrar por el magnetismo del poder, por la corriente dominante. Al dejarse arrastrar así por el poder, la psicología puede ella misma empoderarse y tener éxito en el mundo, pero su éxito es él mismo una razón más para que algunos de nosotros desconfiemos de ella.
Éxito y felicidad (razones 10 y 11)
Los más realistas o pesimistas de nosotros desconfiaremos de la psicología porque tiene demasiado éxito en un mundo en el que el éxito suele ser para lo peor y no para lo mejor, para lo engañoso y no para lo verdadero, para lo corrupto y no para lo honesto, para lo tóxico y no para lo sano, para lo simplista y no para lo fiel a la complejidad humana. Lo que asegura que las mayores estupideces de Hollywood sean las más taquilleras podría ser lo mismo que asegura que la psicología sea tan exitosa en el mundo en el que vivimos. La causa del éxito de lo psicológico sería la misma que la del éxito de las peores emisiones de televisión, la peor música pop comercial, la comida chatarra o incluso el crimen organizado en México.
El éxito se ha convertido naturalmente en un motivo de sospecha en un mundo que va tan mal como el nuestro, un mundo tan desigual, tan injusto y que se está destruyendo a sí mismo a un paso cada vez más rápido. En un mundo como éste, resulta comprensible que el éxito sea tan sospechoso como la prosperidad y la felicidad. Estar bien cuando todo anda tan mal no puede ser efecto sino de perversión, egoísmo, indiferencia o una total inconciencia.
Digamos que hay que estar demasiado mal para estar bien cuando todo va tan mal. ¿Cómo no preocuparnos, entonces, cuando vemos que el estar bien se ha convertido en la meta suprema de la mayor parte de las corrientes psicológicas, entre ellas, desde luego, la positiva? Tenemos derecho a desconfiar de esta psicología porque pretende que los individuos sean felices en un mundo en el que la felicidad suele ser para los privilegiados o para los inconscientes, en una sociedad global cada vez más injusta y desigual, en un sistema capitalista que devasta el planeta y amenaza con aniquilar a la humanidad entera.
No sólo no hay motivos para estar bien, sino que estar bien puede contribuir a que todo vaya mal. No puede rectificarse lo que ocurre cuando se está satisfecho, contento, a pesar de lo que ocurre e incluso con lo que ocurre. La insatisfacción es aquí un ingrediente indispensable para el cambio.
Insensibilización, distensión y naturalización (razones 12 a 14)
Cambiar el mundo exige por lo menos que estemos insatisfechos con él, frustrados e indignados con lo que ocurre, desesperados y no sosegados como lo quieren tantas psicólogas y tantos psicólogos. Llegamos aquí a otra de las razones para desconfiar de la psicología. Tiene sentido que sospechemos de ella porque intenta calmar a los sujetos, porque trata de insensibilizarlos al arrebatarles su malestar, despojándolos de la frustración y la indignación que necesitan para transformar el mundo.
Si continuamos avanzando hacia el abismo, quizás sea en parte gracias a las psicólogas y psicólogos que nos ayudan a disfrutar el camino. Lo seguro es que eliminan muchos de nuestros motivos para cambiar la situación en la que nos encontramos al hacer que la aceptemos, que nos resignemos y adaptemos a ella, que nos reconciliemos con ella. He aquí una razón más para desconfiar de la psicología. Es válido que recelemos de ella porque elimina tensiones que podrían ser liberadoras, porque resuelve los desajustes entre los seres humanos y su contexto al cambiar a los seres humanos, porque así les quita sus motivos para mejorar su mundo, porque al ajustarlos al medio permite que el medio siga siendo el mismo.
Lo cierto es que la psicología ni siquiera suele considerar la transformación del entorno histórico. Aunque este entorno sea creado y recreado por los seres humanos, aparece generalmente ante la mirada psicológica bajo la forma de algo fijo, dado y predeterminado, compuesto de un conjunto de variables independientes. Aquí también es legítimo desconfiar de la psicología porque procede como si el entorno histórico no pudiera cambiarse, porque lo trata como un ambiente natural que sería mejor conservar que transformar, porque olvida que es él mismo producto de transformaciones previas.
El sujeto humano es también tal por su capacidad para alterar su medio, pero los psicólogos y las psicólogas prefieren suprimir tal capacidad y así deshumanizar una vez más al sujeto al modificarlo de tal modo que ya no pueda ni quiera cambiar lo que le rodea. ¿Para qué embarcarse en una tarea tan difícil y riesgosa como la transformación revolucionaria del mundo cuando podemos arreglar nuestros problemas al cambiarnos a nosotros mismos con un buen auxilio psicológico? La psicología, en efecto, sabe cómo cambiar todo en el individuo para que no requiera cambiar nada en el mundo.
Descarga, analgesia y especificidad cultural (razones 15 a 17)
La psicología descarta el cambio a gran escala y opta por un cambio personal, interno, a pequeña escala. Esta opción minimalista está bien justificada por la propensión de los psicólogos y las psicólogas a ver al sujeto como el responsable de muchos de los problemas culturales, económicos, políticos y sociales que lo aquejan. Tenemos aquí una razón más para desconfiar de la psicología. Podemos desconfiar de ella porque tiende a revictimizar a los sujetos, porque los responsabiliza de aquello de lo que son víctimas, porque descarga en ellos la responsabilidad estructural de sistemas como el capitalista, el heteropatriarcal y el neocolonial.
Cualquier psicólogo podría excusarse argumentando que se concentra en la subjetividad porque es un psicólogo y no un sociólogo ni un economista. Sin embargo, aunque no sea un especialista ni en la economía ni en la sociedad o la cultura, esto no debería impedirle considerar las causas económicas o sociales o culturales de los efectos mentales, emocionales o relacionales de los que se ocupa. Si no lo hace, es sencillamente porque no se molesta en profundizar al remontarse a las causas de los efectos que estudia, trata y se esfuerza en aliviar.
Es también justo desconfiar de la psicología porque es como un analgésico, un sedante que sólo sirve para curar el dolor y no lo doloroso, los efectos y no las causas, los síntomas y no las enfermedades, la depresión y no el entorno que nos deprime, el estrés y no las condiciones estresantes de trabajo, la agresividad y no la violencia estructural del capitalismo, la ansiedad y no la precariedad ansiógena de la vida en el neoliberalismo, la falta de autoestima y no el racismo ni el clasismo ni el sexismo que la causan. Quizás estas causas ni siquiera puedan ser tratadas psicológicamente por una suerte de conflicto de interés, por estar más acá de lo tratable, por formar parte de aquello mismo en lo que se inserta la psicología. Tal vez la psicología misma sea un efecto como aquellos que intenta curar.
Lo seguro es que no hay psicología fuera del conjunto de fenómenos modernos de los que se ocupa, entre ellos la depresión, el estrés y la ansiedad. El espacio lógico de la psicología es también el mismo del mundo moderno capitalista y ecocida. Es también por esto por lo que podemos desconfiar de la psicología: por su especificidad cultural, porque brilla por su ausencia en humanidades mejores que la nuestra, en culturas pretéritas o indígenas que se relacionaban de modo armónico y justo con la naturaleza, que no la devastaban, que no vivían a costa de ella. Quizás estas culturas no tuvieran psicología porque funcionaban demasiado bien como para concebirla.
Capitalismo, explotación y desigualdad (razones 18 a 20)
Tal vez la psicología sólo pueda concebirse en una crisis cultural de la humanidad como la provocada por la modernidad capitalista. Después de todo, esta modernidad es la única época en la que los seres humanos se han representado psicológicamente a sí mismos. Cabe también desconfiar de la psicología por esto: porque su existencia coincide con la del capitalismo, porque avanza más cuanto más avanza el capitalismo, porque su expansión en el mundo fue posibilitada por la expansión colonial del capitalismo.
Es como si el sistema capitalista hubiera preparado el terreno para su dispositivo psicológico al subjetivar y finalmente objetivar de cierto modo a los individuos en todo el mundo. No puede ser casual que el ser humano ideal para el capitalismo sea el mismo de la psicología. Esto puede igualmente provocar nuestra aprensión.
Podemos desconfiar de la psicología porque su noción del individuo sano corresponde como por casualidad con la del individuo más conveniente y provechoso para el capitalismo: el más explotable, el normal y adaptado, el flexible y resiliente, el interesado y estratégico, el encerrado en su individualidad, el positivo y propositivo, el afanoso y productivo, el asertivo y competitivo, el obediente y sumiso ante las reglas e instituciones. Todos estos rasgos resultan favorables para el sistema capitalista que los idealiza y los normaliza mediante dispositivos como el psicológico. Lo psicológicamente sano aparece como lo económicamente rentable.
Así como el capitalismo y la psicología comparten su ideal normativo de ser humano, así también convergen al infligir diversos daños a los sujetos reales en carne y hueso. Estos sujetos se ven dañados lo mismo por su posición de clase en la sociedad capitalista que por sus evaluaciones o sus diagnósticos en el ámbito psicológico. ¿Acaso no hay aquí una última razón para desconfiar de la psicología? Es razonable sospechar de ella porque establece desigualdades en función de aptitudes o coeficientes intelectuales, representando así un peligro para la igualdad social, y porque permite descalificar, estigmatizar y excluir a ciertos sujetos por sus trastornos mentales o por sus resultados en pruebas psicológicas, violentándolos y atentando contra su dignidad humana.
La psicología coincide con el capitalismo al producir exclusión y desigualdad: al marginar y apartar a unos sujetos y al repartir a los demás en escalas y estratificaciones verticales. Estos dos procesos parecen estar delatando la causalidad estructural del sistema capitalista en su dispositivo psicológico. La psicología no puede sino despertar aquí una desconfianza comparable a la que nos inspira el capitalismo.
Conclusión
Desconfiar es lo que nos queda, nuestro último gesto desesperado, ante aquello cuyo poder le permite imponerse con todo el peso de lo evidente. Es el caso del capitalismo. Es también el caso de la psicología y particularmente de sus versiones basadas en evidencias.
Quizás todo nos parezca demasiado evidente en el campo psicológico. Tal vez aquí todo sea tan evidente como eran evidentes las más absurdas creencias y supersticiones de la Edad Media. La evidencia no demuestra nada, excepto el convencimiento de quienes la juzgan como tal, como una evidencia.
Desde luego que la verdad puede ser evidente y convincente, pero no más que la mentira. El mejor medio para zanjar entre una y otra es no confiarse demasiado. Cierta desconfianza resulta indispensable para no caer en las trampas ideológicas del poder que reviste las formas del saber, del conocimiento y de la ciencia, de la evidencia y del convencimiento.
No ser entrampados por el poder es uno de los beneficios inmediatos que obtenemos de nuestra desconfianza como componente fundamental de nuestra conciencia política en el campo científico. En este campo, ser políticamente conscientes nos exige desconfiar a cada paso. Nuestra desconfianza está particularmente justificada en terrenos tan inestables y tan pantanosos, tan cuestionables y tan dudosos en su cientificidad, como el de la psicología que ustedes estudian y que tal vez habrán de ejercer en el futuro.