Marxismo, comunismo, populismo y hegemonismo

Presentación del libro La política que viene: hacia un populismo de las singularidades de Timothy Appleton (Madrid, Ned, 2022), organizada por Yoica y realizada en línea el sábado 22 de octubre de 2022

David Pavón-Cuéllar

Mao Tse-Tung nos ha enseñado a vislumbrar una victoria en cada una de nuestras derrotas, pero también una derrota en cada una de nuestras victorias. Cuando algo ha triunfado es cuando ha comenzado a fracasar. Este fracaso es el que acompañó al socialismo real desde que su victoria, con la Revolución de Octubre, lo encaminó a ese “desastre oscuro” ya evocado por Alain Badiou.

Antes de Badiou, Jacques Lacan ya nos había prevenido contra el sentido latente del movimiento revolucionario, el proveniente de la física y la astronomía, el subsistente en las revoluciones por minuto de cualquier motor. Este sentido, el del giro de aquello que se mueve para volver al punto de partida, se ha podido confirmar una y otra vez en las grandes revoluciones que jalonean los últimos dos siglos. La francesa nos libera de Luis XVI para condenarnos al imperio de Napoleón y luego a la restauración de los borbones. La mexicana se resuelve con la dictadura perfecta priista después de haberse desencadenado contra la imperfecta dictadura porfirista. La soviética se deshace del zarismo para consumarse con el estalinismo. Deng Xiaoping termina cerrando lo abierto por Mao Tse-Tung.

La revolución cultural china es un desesperado intento de mantener vivo lo que hoy en día yace bajo tierra. Su admirable monumento funerario es el grandioso éxito económico de la actual República Popular China. Este símbolo, como cualquier otro, indica la muerte de la cosa, como lo evidencia precisamente la tumba en Hegel y en Lacan.

El mausoleo económico chino es la prueba de que Mao tenía razón al vislumbrar dialécticamente una derrota en cada una de nuestras victorias. Ha sido al ganar como hemos perdido nuestro impulso comunista. El comunismo en general, en el mundo y no sólo en China, sucumbió al triunfar en el socialismo real.

Debimos esperar la caída estrepitosa del muro de Berlín y de la cortina de hierro para que la derrota fuera evidente para todos. Vimos cundir entre 1989 y 1993 lo que venía urdiéndose desde hacía más de una década: el capitalismo neoliberal globalizado, absolutizado y legitimado con su pensamiento único y con su ideología posmoderna. Ser post se convirtió en la identidad histórica de una generación entera.

La identidad post fue la de aquellos, nacidos generalmente entre los años 1940 y 1970, que se ilusionaron con estar después de todo lo anterior al situarse en un imaginario fin de la historia. Como era de esperarse, esta ilusión afectó especialmente a los sectores progresistas, los de izquierda, que permanecían atrapados en un tiempo lineal bien conocido: el tiempo del progreso, la evolución histórica y el desarrollo de las fuerzas productivas; el tiempo en el que vemos sucederse las fases pre-capitalista y capitalista; el mismo tiempo en el que hay un pre-marxismo, un marxismo y un posmarxismo.

La paradoja es que los posmarxistas únicamente podían asumirse como tales al asumir la más rancia concepción marxista del tiempo, una concepción que era de hecho más pre-marxista que marxista, de modo que había que pensar aún en clave pre-marxista para pensarse como un posmarxista. Esta contradicción entre el enunciado y la enunciación pasó evidentemente desapercibida para la izquierda ochentera y noventera que hacía gala de su progresismo al arrojarse hacia el espejismo del futuro que se reflejaba en el espejo ideológico de su presente. Para esta izquierda que se obstinaba en embestir el espejo, la única forma de estar en el presente era dar la espalda al pasado, ser postcomunista, post-soviético, postmarxista, post-althusseriano.

Ser post-algo significa ya no ser ese algo, es decir, posicionarse negativamente con respecto a lo que ha quedado atrás. Esto es así por más que diversos autores, entre ellos Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quieran darle otro sentido al post, quizás para eludir la responsabilidad teórica de traicionar la fidelidad al acontecimiento, como diría Badiou. Por más que se intente así disimular cierta claudicación generacional, el sentido preciso del prefijo post no deja de insistir como sentido verdadero, como sentido etimológico, como etumos logos.

La moda ochentera y noventera en la izquierda fue predominantemente negativa y consistió en ya no ser comunista, ya no ser marxista, ya no ser leninista o espartaquista o guevarista, ya no ser todo eso que se había sido en la izquierda. Era preciso hacer el duelo de todo eso, como sigue pensándolo nuestro querido y admirado Jorge Alemán. Si no se trabajaba en el duelo, entonces uno sufría una especie de melancolía, una melancolía de izquierda, como diría Enzo Traverso.

Evidentemente, por debajo de la superficie de las modas políticas e intelectuales, hubo incontables melancólicos de izquierda que no dejaron de ser marxistas y comunistas en tiempos de postmarxismo y poscomunismo. Fueron ellos quienes hicieron posible un relevo generacional del que yo formo parte y que fue determinante para la subsistencia de los movimientos de izquierda radical en los tiempos llamados a veces “hipermodernos” o “post-posmodernos”. La fuerza que recobraron estos movimientos después de la crisis de 2008 fue posible gracias a quienes se obstinaron en la generación inmediatamente anterior. Fue gracias a ellos, por ejemplo, que yo pude pasar por el zapatismo sin dejar nunca de considerarme comunista y marxista.

Me refiero a mi trayectoria no por ser excepcional, sino por lo contrario, por ser demasiado ordinaria, por ser comparable a cualquier otra en esa multitud invisible que se encuentra prácticamente en todo el mundo, que se mantiene fiel a una larga tradición de lucha en la izquierda radical y que es consciente de la fuerza espectral del pasado a la que se refería Walter Benjamin. En esta multitud formada por colectivos que se unen y desunen, jamás he conocido a nadie que se presente a sí mismo como posmarxista o poscomunista. Sencillamente se es o no se es marxista o comunista.

Pienso que las bases de la izquierda en el mundo no se dejaron llevar por la ilusión especular del post. Me parece que esta ilusión es un ejemplo de los errores típicos en los que no dejan de caer aquellos que aspiran a ser vanguardia, que se consideran “intelectuales orgánicos” gramscianos y a los que Marx y luego Rosa Luxemburgo preferirían llamar despectivamente “maestros de escuela”. Ellos, aislándose en las cimas del pensamiento, dejan de pensar colectivamente con la gente y así pierden la brújula de la conciencia de clase, como bien lo observó la misma Rosa y luego Lukács a partir de ella. Si hay aquí algo que merezca el nombre de conciencia de clase, pienso que sería la conciencia de la clase intelectual de la que hablaba el recién fallecido espartaquista mexicano Enrique González Rojo.

Hay que decir que González Rojo, congruente con su espartaquismo, criticó abiertamente a los intelectuales orgánicos de izquierda que buscaban un sustituismo por el que reemplazaban a la base y se ponían a la cabeza de los movimientos. Aunque oponiéndose así a cualquier dirigismo y vanguardismo, González Rojo continuaba asignando a su organización un papel central de “conquista de la hegemonía”. El problema es que este papel resulta problemático si llevamos hasta sus últimas consecuencias el principio autogestionario promovido por el mismo González Rojo.

¿Acaso no vulneramos la autogestión de ciertos sectores cuando intentamos hegemonizar en ellos nuestras ideas al hacer que las adopten como propias? ¿Acaso esta hegemonización de nuestras ideas no realiza ya una forma de sustituismo al sustituirnos como seres pensantes a los demás y al hacer que sustituyan sus ideas por las nuestras? Al hacer esto, ¿no estamos procediendo ya de algún modo como exponentes de una clase intelectual que busca incesantemente conquistar la hegemonía o mantenerla donde ya la ha conquistado?

Sin duda la conquista de la hegemonía resulta indispensable para cualquier estrategia de izquierda, pero debe ser vista como parte del problema y no sólo de la solución. La hegemonía, en otras palabras, debe ser buscada, pero también problematizada.  Pienso que esta problematización es uno de los grandes méritos del libro La política que viene de Timothy Appleton, quien intenta liberar el concepto de “populismo” del pesado lastre que supone su vinculación con la hegemonía en la propuesta de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.

Tomando sus distancias con respecto a Laclau y Mouffe, Tim Appleton busca su apoyo en Jacques Rancière al advertir algunos de los riesgos que implica una lógica hegemonista, si me permiten llamarla así. Uno de estos riesgos es el de perder la inmediatez del entusiasmo popular al disiparlo en el cálculo estratégico del hegemonismo. Un riesgo más fundamental es la sustancialización del espacio social en el que se da el antagonismo, el cual, finalmente, se reduciría a un enfrentamiento entre dos contrincantes igualmente sustanciales. Aunque los contrincantes hayan sido sólo estratégicamente sustancializados, no dejan por ello de adquirir una sustancialidad que neutraliza el vacío de la sociedad y la dispersión de luchas dentro de él, subordinando las pequeñas luchas a las grandes luchas, incurriendo así en el viejo error que ya fue antes imputado al comunismo por militantes feministas y antiimperialistas, anticolonialistas y antirracistas.

Otros dos peligros del hegemonismo, los dos ligados estrechamente entre sí, es que tiende a ser dirigido por intelectuales políticos, a veces los mismos que han hegemonizado sus ideas, y que sustituye la presentación del pueblo por su representación a través de sus líderes, quienes de algún modo usurpan la posición del pueblo. Estos dos peligros, que son tales quizás más para Jacques Rancière que para Tim Appleton, reproducen también de algún modo los viejos vicios del dirigismo vanguardista y del sustituismo intelectual de los Partidos Comunistas. Lo peor del comunismo, desafortunadamente lo peor y no lo mejor, es lo que a veces reaparece en el actual populismo hegemonista, en sus tendencias dirigistas y sustituistas, pero también, como lo hemos visto, en su anhelo de sustancializar el espacio social y en su idea misma de ser posmarxista cuando vemos cómo reproduce tanto de un marxismo que nunca termina de quedar atrás.

Al menos la política populista supera la relación diferencial puramente negativa con el marxismo y el comunismo, aquella por la que ya no se era lo que se dejaba atrás, y adopta una forma positiva: precisamente la del populismo. Este populismo ya no consiste únicamente en un post como los que proliferaban en el momento posmoderno, pero sí que puede ser víctima de la misma lógica temporal consecutiva de los post que el mismo populismo ha utilizado para legitimarse como posmarxista y poscomunista. Desde hace varios años, como por una venganza del destino, hay cada vez más voces que hablan de un pospopulismo, como si le hubiera llegado al populismo su turno de ser dejado atrás.

Como nos lo recuerda Tim Appleton, incluso algunos aliados intelectuales de la izquierda populista, como los filósofos españoles Carlos Fernández Liria y José Luis Villicañas, parecen estar dejando atrás el populismo. Sin embargo, como también lo advierte Appleton, el mismo populismo que muchos relegan al pasado en España y Latinoamérica parece ponerse de moda en el contexto británico y estadounidense, donde más bien aparece como el presente de la izquierda e incluso como el futuro del comunismo. Esta moda local no me parece a mí, en lo personal, una prueba de la vigencia del populismo, especialmente cuando considero que se trata de una localidad cultural-ideológica, la angloparlante, en la que sabemos que sólo suelen ponerse en boga las propuestas de izquierda que ya han perdido una gran parte de su novedad, radicalidad y peligrosidad.

Lo que sí me convence de la vigencia del populismo es el sentido anti-hegemonista que puede adquirir en un pensamiento como el de Tim Appleton. Cuando Appleton escribe que el populismo depende precisamente de la acción por parte del pueblo y no de los intelectuales, yo estoy constatando al fin esperanzado cómo el proyecto político se libera de su ancla en el dirigismo y en el sustituismo que aún subsistían en la versión hegemonista de Laclau. De igual modo, cuando Appleton apuesta por una coexistencia de los pueblos plurales que se comprometen cada uno con luchas singulares como la feminista o la antirracista o la ecologista, yo aprecio cómo se está descartando al fin el sustancialismo estratégico –parafraseando a Spivak– por el que se disolvía metonímicamente la pluralidad de las singularidades en su equivalencia con la singularidad hegemónica sustancializada.

Dondequiera que haya surgido y triunfado, el hegemonismo populista ha sido percibido como una amenaza por diversos pueblos o colectivos que se obstinan lógicamente en preservar la singularidad irreductible de sus luchas y las diferencias radicales entre ellas. Reducir estas diferencias radicales a diferencias metonímicas asimilables a una cadena de equivalencias es lo que me atrevo a llamar, invocando a Lacan y a Jorge Alemán, una ofensa a la diferencia absoluta que existe entre los pueblos, entre los sujetos colectivos, y no sólo entre los sujetos individuales. Desde luego que esta ofensa es incomparablemente menos grave que la imputable al capitalismo y a su defensa por la derecha, pero ahí está y es juzgada como tal por quienes la sufren en la izquierda.

Con su populismo de las singularidades, Tim Appleton ofrece un proyecto político respetuoso de las singularidades en su pluralidad, comprendiendo muy bien que lo singular y lo plural no son contradictorios ni deben resolverse el uno en el otro, no excluyéndose mutuamente, sino condicionándose de modo recíproco. Todo esto es reconfortante, pero quizás haya una inquietud que subsista en quien lea frases del libro de Appleton como aquella en la que dice, a partir de Rancière, que “el populismo es la única forma política que es capaz de vaciar toda ontología social” o que el pueblo es “la única palabra que respeta la vaciedad ontológica de las situaciones” en las que se encuentran los sujetos en un antagonismo político. Estas frases, que parecen querer hegemonizar la visión populista en el campo de la reflexión política, le resultarán incomprensibles a quien recuerde toda la sedimentación ontológica por la que viene cargado el pueblo en tiempos de partidos populares de la derecha y de guerra discursiva entre populistas y anti-populistas o entre populismos derechistas e izquierdistas. En realidad, la carga ontológica del pueblo se viene sedimentando ya desde la antigüedad y desde los inicios de la edad moderna, como cuando Thomas Hobbes masculinizaba el pueblo, lo consideraba necesariamente unificado y lo identificaba con el monarca, oponiéndolo a la multitud libre y feminizada.

Ni el pueblo en sí mismo es una categoría neutra, ontológicamente vacía, ni el populismo puede asegurar entonces la vaciedad ontológica de las situaciones, excepto si nos aseguramos de redefinir los conceptos de “pueblo” y “populismo” de tal modo que los depuremos de toda ontología política sedimentada históricamente en ellos. Tenemos el derecho de realizar tal depuración, pero entonces debemos reconocer este mismo derecho a quienes, como Alain Badiou o Slavoj Žižek, lo han ejercido al vaciar al proletariado y al comunismo de la misma carga ontológica. Se dirá que el vacío aquí no es completo, que hay algo que subsiste en esos términos que hace que no sean ontológicamente neutros en las filosofías žižekiana y badiouana. Esto es verdad, pero quizás esta carga ontológica sea precisamente lo más valioso de esos términos, aquello que les permite vincularse de modo interior y esencial con la izquierda y resistir a su recuperación y perversión por la ultraderecha, como le ha sucedido una y otra vez al pueblo y al populismo.

Si dejo de lado la impetuosa defensa de los conceptos de pueblo y de populismo, estoy de acuerdo con todo lo demás planteado por Tim Appleton en su excelente libro La política que viene. Siento igualmente una profunda afinidad entre sus posiciones populistas y las mías comunistas. Puedo recomendar, entonces, que se lea, estudie y discuta el texto de Appleton, considerándolo un texto imprescindible incluso para quienes, como yo, tomamos nuestras distancias con respecto a los programas populistas y a su invocación del “pueblo”. Personalmente pienso que la base teórica del populismo podría subvertirse y transformarse radicalmente con muchos de los brillantes argumentos de Tim Appleton.

Sobre la izquierda y la derecha en el espectro político

Posicionamiento videograbado el jueves 13 de octubre de 2022 y difundido el lunes 17 de octubre del mismo año por el Frente de Izquierda

David Pavón-Cuéllar

La izquierda y la derecha se presentan por primera vez como tales, como dos bandos o lados opuestos, durante la Revolución Francesa de 1789. Entre agosto y septiembre de aquel año, los diputados en la Asamblea Nacional de Francia discutían sobre el peso del poder que debería tener el rey en relación con el pueblo. Unos querían mantener la mayor autoridad real y darle al monarca un derecho de veto sobre la asamblea popular: eran los clérigos, pero sobre todo los aristócratas, los de arriba, los privilegiados, que ocupaban lógicamente el lugar de honor, que ya por entonces era el de la derecha. Los otros, los que estaban a la izquierda, en la posición menos honrosa, eran los de abajo, los oprimidos, y naturalmente deseaban acabar con su opresión y quitarle poder al rey para darle más poder al pueblo. Aspiraban a liberarse del yugo del monarca y de la aristocracia. No aceptaban ya ni estar abajo ni ser dominados por los de arriba. Querían así libertad e igualdad. Es precisamente por esto que habían hecho la revolución.

Desde 1789 hasta ahora, la opción de la verdadera izquierda siempre ha sido por la libertad y por la igualdad, por la emancipación de las personas y por la horizontalidad en las relaciones entre ellas, por los derechos de todas y de todos y contra los privilegios de unos cuantos. Es por esto que la verdadera izquierda siempre ha combatido la opresión y los procesos que la generan, como la discriminación y la explotación que ponen a unos por encima de otros, a los discriminadores y explotadores por encima de los discriminados y explotados.

El combate a la discriminación y la explotación, a la dominación y la opresión, ha sido siempre una lucha de izquierda. Es por esta lucha que la izquierda se ha enfrentado sucesivamente al feudalismo, al monarquismo, al elitismo, al capitalismo, al clasismo, al colonialismo, al imperialismo, al fascismo y ahora al sistema capitalista neoliberal, neofascista y neocolonial, heteropatriarcal y ecocida. 

Luchando contra lo que lucha, la izquierda tiene que luchar también contra la derecha en la que se han defendido históricamente los privilegios de los privilegiados, el poder de los poderosos, el elitismo de las élites, la división de clases, la estratificación entre los de arriba y los de abajo, la desigualdad entre los pretendidamente mejores y los supuestamente peores. Al defender la desigualdad, la derecha defiende también sus condiciones de posibilidad, como los extraños derechos a explotar y discriminar, a dominar y a oprimir. No hay aquí, en la derecha, ninguna reivindicación de la igualdad, y si hay una libertad que se defienda, es una libertad como la del neoliberalismo, una libertad exclusivamente para las cosas, libertad del libre mercado, libertad de la libre circulación de mercancías, dineros, capitales.

Si hay una libertad para la derecha, es la del capitalismo neoliberal para devastar la naturaleza, para explotar a los trabajadores, para saquear los recursos del país o para inundarlo de armas, de comida chatarra y de montañas de basura. Esta libertad es admisible para una derecha que no puede admitir, por el contrario, otras libertades elementales como las de los trabajadores a luchar por condiciones dignas, las de las comunidades a defender sus territorios, las de los migrantes a buscarse la vida en otros países, las de las mujeres a ejercer sus derechos sexuales y reproductivos, las de la comunidad LGBTIQ a decidir sobre sus cuerpos y sus deseos. Estas libertades y otras más, todas inadmisibles para la derecha, son la causa de una izquierda que por ello debe enfrentarse a la derecha.

Enfrentándose a la derecha, la izquierda tiene que enfrentarse también a una derechización de las izquierdas, a la claudicación en sus posiciones y luchas, a su propensión a desviarse hacia la derecha, una desviación comprensible en un mundo en el que la corriente dominante es lógicamente la corriente hacia lo que está a la derecha, hacia la dominación, hacia el poder. Este poder económico y político, pero también ideológico, no puede sino ejercer una suerte de atracción magnética irresistible y cada vez más fuerte desde la derecha que lo defiende y lo representa. El resultado es que los más prometedores proyectos de izquierda tienden a ser arrastrados hacia la derecha, especialmente cuando sus victorias los hacen quedar atrapados en dinámicas institucionales y gubernamentales en las que pareciera que la izquierda tan sólo puede moverse al retroceder, al ceder, al negociar, al claudicar y al traicionarse una y otra vez.

Ante la derechización generalizada, se necesitan iniciativas, como la michoacana del Frente de Izquierda, que se basen en un compromiso categórico y explícito, sin ambigüedades ni concesiones, con el espíritu emancipatorio e igualitario por el que se distingue la izquierda y por el que se opone a la derecha ya desde la Revolución Francesa. Este espíritu distintivo de la izquierda se plasma y se actualiza en las opciones precisas y concretas del Frente de Izquierda por la igualdad, por los derechos sociales de la población, por trabajos dignos y pensiones justas, por un salario universal, por el reconocimiento y la remuneración del trabajo doméstico y de cuidados, por el respeto a una vida libre de violencias machistas, por los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, por el derecho a una educación pública gratuita, científica y popular, por la tierra para las campesinas y los campesinos, por el resarcimiento de la deuda histórica con los pueblos originarios, por el derecho de estos pueblos a la autodeterminación y al respeto a su territorio, por el derecho al agua y al medio ambiente sano, por el respeto al derecho a la libre manifestación, por el derecho a la seguridad y a las guardias comunitarias, por la dignidad y los derechos de las personas con discapacidad, por los derechos de la comunidad LGBTTTIQ, por la participación de todo el pueblo en los procesos democráticos, por la democratización de los gobiernos estatales y municipales, por la democratización de los medios de comunicación y por el respeto a los derechos de personas migrantes.

Al adoptar las posiciones que acabo de enumerar, el programa del Frente de Izquierda está posicionándose claramente contra la trinchera derechista del capitalismo neoliberal, neocolonial y neofascista, con sus expresiones clasistas, elitistas, racistas, sexistas y especistas. El Frente de Izquierda también está presentándose como un espacio de alianzas y confluencias posibles e indispensables entre diversas izquierdas como las feministas, las LGBTTTIQ, las obreras, las comunistas, las anticapitalistas, las populares, las vecinales o barriales, las campesinas, las indígenas, las ecologistas, las defensoras de los territorios y de los recursos naturales. No puede sino celebrarse que estas luchas busquen la manera de encontrarse y unirse. Tan sólo unidas podrán hacer el peso ante aquello tan ubicuo, tan poderoso, tan cohesionado y tan compacto a lo que se oponen.

Saberes ancestrales para tratar la normosis y la normopatía: de las patologías de nuestra normalidad a la vida buena mesoamericana

Intervención en el Encuentro presencial internacional Cuerpo, patología social y política: saberes orientales, ancestrales y psicosociales en América Latina, organizado por la Cátedra Libre Martín-Baró y llevado a cabo el 16 y 17 de septiembre en la Unión Sindical Obrera en Bogotá, Colombia.

David Pavón-Cuéllar

Patologías de nuestra normalidad

Cualquier acercamiento crítico al campo de la patología debe comenzar por distinguir tajantemente la salud y la normalidad. Lo normal es lo conforme a la norma, lo más frecuente, lo habitual u ordinario, mientras que lo saludable o sano es lo acorde a la salud, entendiendo por “salud” el adecuado cumplimiento de las funciones vitales, el mejor estado para la vida, el buen vivir. Tenemos aquí dos cualidades completamente diferentes, dos variables independientes, ajenas la una a la otra.

Por ejemplo, fumar era normal hace algunos años, pero no era nada saludable, pudiendo incluso matar a los fumadores al provocarles cáncer de pulmón y otras enfermedades respiratorias. De igual modo, tener y conducir un automóvil propio es lo más normal en los países ricos o en las clases medias o altas de los países pobres, pero no por ello deja de ser poco saludable para el planeta contaminado, para la humanidad envenenada por las exhalaciones de los motores e incluso para los automovilistas inmovilizados en el volante. Lo mismo sucede con el burnout o desgaste laboral, con la frustración permanente de los trabajadores o con su total enajenación en el trabajo, que son condiciones tan patológicas, tan dañinas y devastadoras para la vida, como perfectamente normales, encontrándose en una gran proporción de los sujetos de nuestra época.

Precisamente a causa de su normalidad, los factores normales patógenos y los estados normales patológicos son los más generalizados y por lo mismo suelen ser también los más peligrosos para la sociedad y para el género humano. Deberían ser, por lo tanto, el mayor motivo de preocupación para los trabajadores de la salud, pero paradójicamente sucede lo contrario, en especial en el campo de la salud mental. Los psiquiatras y los psicólogos se preocupan tanto por los cuadros patológicos anormales que tienden a olvidar por completo las patologías de nuestra normalidad. Estas patologías no han sido aún inventariadas ni clasificadas. Constituyen así un terreno virgen para la investigación en salud mental.

Normosis y normopatía

Al incursionar en el terreno de la patología de la normalidad, quizás lo primero que llame nuestra atención es que hay ahí dos clases de sujetos claramente diferenciadas. Por un lado, están los infelices, los atormentados, los sufrientes, los que tienden a sufrir su condición, los que no se adaptan a ella. Por otro lado, están los adaptados, los felices, los voluptuosos, los que tienden a gozar de su patológica normalidad.

Al gozar de su patología, los normales voluptuosos tienen algo de perversos, de psicópatas o sociópatas, lo que me ha hecho sentirme autorizado a llamarlos “normópatas”, adoptando la designación originalmente propuesta por Joyce McDougall y posteriormente llevada al terreno político por Christophe Dejours y por Enrique Guinsberg. La normopatía se encuentra, por ejemplo, en el jubiloso capitalista, en el empresario ávido y sin escrúpulos, en el consumista insaciable, en el neofascista cínico y obsceno, en el paramilitar necrófilo, en el torturador sádico y despiadado, en el tecnócrata pedante y exultante, en el burócrata orgulloso de su rigidez y su estupidez. Estos normópatas, estos sujetos que gozan de su normalidad patológica, deben distinguirse de aquellos que suelen sufrirla, como quienes padecen insatisfacción ante la vida que se les impone en el capitalismo, fastidio y aburrimiento crónico ante la sociedad de consumo, sentimientos de vacuidad y de absurdo en sus trabajos alienantes, desesperación ante un presente asfixiante o angustia permanente ante la falta de futuro. Quienes tienen tales emociones son así como neuróticos, pero normales, y por ello pueden ser denominados “normóticos”, retomando la expresión introducida por Christopher Bollas.  

Debo advertir que Bollas, McDougall y los demás tan sólo han introducido y utilizado los términos de “normosis” y de “normopatía”, pero no les asignan a estos dos términos los sentidos contradictorios que yo les doy y que provienen más bien de una distinción que encontramos en la tradición marxista en la que me ubico, primero en La Sagrada Familia de Marx y Engels y luego en el sexto capítulo inédito de El Capital de Marx. La distinción a la que me refiero es la que trazan Marx y Engels entre dos formas opuestas en que puede uno relacionarse con su propia alienación en el capitalismo, una alienación que no es más que otro nombre, un viejo nombre marxista, con el que podemos designar la patología de la normalidad.

Para Marx y Engels, es posible sufrir su condición alienada, sentirse mutilado y aniquilado por ella, como suele suceder entre los dominados, pero también es posible arraigarse en la misma condición, complacerse con ella, tener en ella su poder, lo que ocurriría frecuentemente entre quienes dominan en los planos económico y político. Los empresarios y funcionarios exitosos, empoderados y complacidos por su alienación, arraigados en ella, son aquellos a quienes atribuyo el diagnóstico de normopatía, mientras que aquellos que experimentan su alienación como una mutilación y aniquilación de su propio ser parecen corresponder a quienes padecen de normosis.

Goce del capital y patologías de nuestra normalidad

Los normóticos y los normópatas quizás tengan experiencias contrarias, pero se asemejan por ser normales, por estar enfermos de su normalidad y porque su patología normal resulta de una alienación en el capitalismo. Alienarse así en el capitalismo tiene efectos patológicos porque, retomando la definición dada en un principio, impide el adecuado cumplimiento de las funciones vitales, el mejor estado para la vida, el buen vivir. La vida ni siquiera es vivida como vida por el sujeto, ya que es poseída por el capital que la subsume, que la explota como simple fuerza de trabajo y de consumo, que la reduce a una suerte de combustible, a un recurso energético para su funcionamiento.  

No es tan sólo que la mayor parte del género humano sea normatizado al tener que sacrificar sus vidas para que una minoría de normópatas goce del capitalismo. Es, además, que ni siquiera estos pocos privilegiados gozan de verdad, ya que su goce no es verdaderamente de ellos, sino más bien de aquello en lo que se alienan, del capital que los posee por dentro y que personifican. Es el capital el que está gozando siempre a través de los normópatas que sólo creen gozar en la medida en que están identificados con el capital.

Es el goce del capital el que suele enfermar tanto a los normópatas como a los normóticos de nuestra época. Para unos y para otros, el capital es un agente patógeno porque se opone a la vida en la que se basa la salud. Si lo saludable es lo favorable para la vida, el capital es exactamente lo contrario: es aquello letal que Marx compara con un vampiro porque devora todo lo vivo para convertirlo más y más dinero muerto. Esta conversión, en la que radica el goce mismo del capital, no es tan sólo aquello que está devastando actualmente al planeta y que amenaza con aniquilar toda la vida humana sobre la tierra, sino que es algo que ya está enfermando a los sujetos normales, normópatas y normóticos, al despojarlos cotidianamente de sus vidas para convertirlas en el propio funcionamiento mortífero del sistema capitalista.

Saberes ancestrales y vida buena mesoamericana

Lo esperanzador es que la muerte capitalista no es la única forma de vida. Es verdad que esta forma patológica de vivir se ha convertido en la mayoritaria, en la normal, pero no es la única. Existen aún otras formas de vida como las preservadas a veces en los pueblos originarios: formas de vida quizás ya marginales y percibidas como anormales, pero generalmente buenas, saludables, no malas, no patológicas, no mortales ni mortíferas para la naturaleza y la humanidad.

Hay diversos indicadores que demuestran las virtudes inherentes al vivir indígena. Por un lado, sabemos que este vivir tiene un costo ambiental incomparablemente menor que la vida moderna en el capitalismo. Por otro lado, sabemos que la misma costosa vida moderna tiende a ser para los seres humanos menos feliz o satisfactoria, menos plena, menos saludable que el buen vivir aún transmitido y cultivado a través de los saberes ancestrales de aquellas comunidades originarias no amenazadas ni pauperizadas ni degradadas por la modernidad capitalista.

Los saberes ancestrales no sólo nos enseñan otra forma de vivir: una vida buena en lugar de la mala vida en el capitalismo. También pueden ayudarnos a tratar las patologías de la normalidad capitalista al permitirnos comprender qué las causa, qué anda mal en la vida mala en el capitalismo, qué hace que el capital produzca la pandemia de normosis y normopatía que afecta actualmente a la mayor parte de la población mundial.

Vida buena mesoamericana

El aspecto patógeno del capital y patológico de su normalidad puede ser elucidado y explicado, por ejemplo, a través de saberes ancestrales como los que subyacen a las ideas mesoamericanas de la vida buena. El buen vivir de los mayas quichés de Guatemala, expresado a través del concepto utz k’aslemal, se refiere a un estado armonioso y equilibrado en la relación con uno mismo y con la naturaleza en el que no hay lugar para los excesos extractivos del capital sobre el cuerpo de la tierra y de la humanidad. Estos excesos implican también abusos de unos seres humanos sobre otros y de los seres humanos sobre los demás seres: abusos que frustran un buen vivir, como el lekil kuxlejal tseltal o el ma’alob kuxtal maya yucateco, centrado en la reciprocidad y el respeto mutuo. Si debemos respetarnos y complementarnos unos a otros para vivir bien, entonces la desigualdad y la explotación constitutivas del capitalismo nos condenan lógicamente a la vida mala de la normosis y la normopatía.

Uno de los problemas fundamentales del sistema capitalista es que pulveriza la comunidad y hace imaginar a los individuos que pueden estar bien, sanos y felices, por sí mismos e incluso a costa de los demás. Esta ilusión es descartada por los saberes ancestrales de los pueblos originarios mesoamericanos. Los indígenas de Mesoamérica son conscientes de que el buen vivir tan sólo puede ser como el lekilaltik de los tojolabales, en el que “lek” es bueno y “tik” se refiere a nosotros como totalidad de seres humanos y no-humanos, de tal modo que “lekilaltik” significa el bien de todos.

Los pueblos originarios mesoamericanos saben que el buen vivir será comunitario o no será, que será de todos o no será de nadie, que ningún ser humano puede estar verdaderamente bien cuando lo rodea una frustración generalizada y una devastación planetaria como las que nos ofrece el capitalismo. Resistiendo contra la vida mala en el sistema capitalista, es únicamente la comunidad la que puede estar bien en el buen vivir entendido como armonía y como calma, como ausencia de problemas, en el “ch’ijcaj” de los chontales, en el “susu chúnu, ssacru te juís chúnu” de los zapotecos y en el “kualli sechantis” de los nahuas. Tenemos aquí una buena vida comunitaria prácticamente inexistente en la sociedad individualista del capitalismo: una buena vida en comunidad que podría ser el tratamiento más efectivo contra las normosis y las normopatías de las que adolecemos.

Las patologías de nuestra normalidad podrían ser también tratadas con efectividad, como hemos visto, mediante otros componentes del buen vivir mesoamericano, entre ellos los vínculos recíprocos, respetuosos, armoniosos y equilibrados. Tan sólo estos vínculos pueden impedir que unos sujetos enfermen por sus relaciones violentas e injustas con los otros: que haya, por ejemplo, funcionarios y empresarios que se trastornen, tornándose normópatas, al gozar patológicamente a costa de los demás, los cuales, pagando ese goce patológico, serían dañados hasta el punto de caer en la normosis.

Las patologías de la normalidad son relacionales porque son estructurales. Tan sólo al cambiar las estructuras culturales y socioeconómicas podemos alcanzar una vida buena como la preservada por los pueblos originarios. La curación exige así una transformación del mundo y no sólo de los individuos. Esto ha sido bien comprendido por diversos movimientos indígenas, como el zapatista, que saben que no podrán salvaguardar su vida buena sino al unirse a nosotros para luchar juntos y curarnos así del capitalismo que nos aqueja.

Violencia del capitalismo

Entrevista por Mariano Yberry. Un resumen de la entrevista y fragmentos de ella fueron publicados el miércoles 24 de agosto de 2022 en Sputnik News, bajo el título “¿El capitalismo y el neoliberalismo generan sociedades más violentas?”, junto con respuestas de Aníbal Garzón.

David Pavón-Cuéllar

Mariano Yberry (en lo sucesivo MY).– ¿Cómo se manifiesta la violencia en el capitalismo?

David Pavón-Cuéllar (en lo sucesivo DPC).– Las manifestaciones de la violencia en el capitalismo son también, por lo general, manifestaciones de la violencia del capitalismo. Quiero decir que no son ajenas a él, que no sólo suceden en él, sino que son de él, efectos de él que lo manifiestan además de todo lo demás que puedan manifestar. Son también manifestaciones del capitalismo, pues el capitalismo es esencialmente violento y nunca se manifiesta de manera tan clara, franca y transparente, como a través de su violencia. Esta violencia es el capitalismo en acción.

Las más fundamentales de las manifestaciones violentas del capitalismo, aunque no las más visibles y evidentes, son las que podemos reunir bajo la etiqueta genérica de “violencia estructural”. Son las formas de violencia ejercidas por la propia estructura capitalista y por la forma en que opera al enriquecer a unos a costa de otros y de todo lo demás, produciendo así pobreza y no sólo riqueza, explotando el trabajo y no sólo acumulando capital, arrasando la naturaleza y no sólo generando inversiones o alzas de acciones en la bolsa. Para que los capitales puedan incrementarse como lo hacen, tienen que violentar a una gran parte de la población mundial al condenarla a los más diversos males, entre ellos el exceso de trabajo con sus consecuencias como el estrés o el cansancio crónico, la miseria que resulta de la explotación del trabajo en el sur global y las enfermedades y muertes prematuras de las víctimas de la desertificación y la contaminación por efecto de una lógica perversa capitalista de sobreproducción y sobreconsumo.

Son decenas de millones de seres humanos los que enferman, sufren y mueren anualmente de hambre, cáncer y otras expresiones de la violencia estructural del capitalismo. Esta violencia, produciendo miseria, también se traduce en la violencia directa de los miserables que roban o matan para comer. La violencia igualmente directa del crimen organizado, sea o no ejecutada por miserables, es también una violencia típica del capitalismo, violencia para acumular capital, para ganar más y más dinero, para conquistar mercados y eliminar a los competidores. En todo esto, las organizaciones criminales funcionan como cualquier otra empresa, y, como cualquier otra, se encuentran bien integradas en el sistema capitalista, pues no hay que olvidar la dependencia de ciertas economías, como la mexicana, con respecto a los capitales producidos por el crimen organizado.

Hay que decir, por cierto, que los integrantes del crimen organizado y los ejércitos regulares compran armas producidas por la industria armamentista, que es otro sector importante de la economía capitalista. Este sector será tanto más próspero cuanta más violencia haya en el mundo. Su negocio es la violencia, tanto la criminal como la bélica legal. Nos hemos enterado recientemente, por ejemplo, del alza exponencial de los precios de las acciones de los fabricantes de armas gracias a la lucrativa guerra en Ucrania. Quizás esta guerra sea una catástrofe para quienes la están viviendo, pero es la mejor noticia del año para los accionistas de la industria militar.

MY.– ¿La violencia es el principal medio de operación de los sistemas capitalistas y neoliberales?

DPC.– Antes de responder, permítame puntualizar que aquello que denominamos “neoliberalismo” no es más que una fase avanzada, una expresión descarada y una modalidad extrema del capitalismo. El sistema capitalista puede profundizarse, exacerbarse y realizarse hasta sus últimas consecuencias gracias a políticas neoliberales como las de privatizaciones o liberalización y desregulación de los mercados. Estas políticas liberan al capitalismo de aquellos límites, escollos, obligaciones y cargas que aún se le imponían en diversas formas de keynesianismo, intervencionismo, estatismo y providencialismo gubernamental.

El problema es que el capital sólo puede liberarse a costa de nosotros y de nuestra libertad. Quiero decir que es preciso forzar a los seres humanos, ejercer la fuerza sobre ellos, para liberar y mantener libres a los capitales que los oprimen, los explotan y usurpan su lugar. El capitalismo neoliberal necesita imponerse por la fuerza, mediante un ejercicio de la fuerza que está en el centro de la definición estricta etimológica de la violencia, que deriva del latín “vis”, que significa “fuerza en acción, fuerza ejercida contra alguien”. 

La fuerza con la que se impone el capitalismo neoliberal, el aspecto violento de su imposición, ha podido apreciarse desde un principio, desde el sangriento golpe militar de 1973 en Chile. Posteriormente el neoliberalismo ha seguido abriéndose paso con violencia, como ha podido apreciarse en la crisis constitucional rusa de 1993 y en el autoritarismo represivo de varios gobiernos neoliberales en América Latina. En estos casos y en muchos más, comprobamos que el capitalismo neoliberal, como cualquier otro, avanza “chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza”, empleando los famosos términos que Marx usó en el capítulo sobre la acumulación originaria en El Capital. A quien no le guste ni Marx ni el marxismo, puede encontrar la misma observación en muchos otros autores distantes de la tradición marxista, entre ellos Karl Polanyi, quien mostró cómo los procesos capitalistas de mercantilización y liberalización tan sólo han podido implantarse de modo violento al socavar, desgarrar y aniquilar instituciones, culturas y sociedades enteras.  

La violencia es un medio necesario para la expansión del capitalismo tanto en general como en su modalidad neoliberal, pero esta expansión forma parte del funcionamiento normal del sistema capitalista. El capital no puede funcionar sin expandirse e invadirlo todo a su alrededor. La acumulación del capital, su operación básica y necesaria, implica una incesante acumulación primitiva, una conquista de nuevos mercados, una extracción de nuevos recursos, una destrucción de nuevos ecosistemas, una colonización de nuevas tierras, una desarticulación y subsunción de nuevas regiones de nuestra cultura y de nuestra subjetividad.

Como Rosa Luxemburgo lo mostrara en su tiempo, el capital debe ganar terreno incluso tan sólo para preservar su terreno ya ganado, pero sólo puede ganar terreno sobre la humanidad y la naturaleza mediante la violencia, violentándolas a cada momento, como se aprecia hoy en día en la imparable devastación del planeta, en los desollados márgenes africanos, asiáticos y latinoamericanos del mundo capitalista, pero también en las periferias de cualquier sociedad avanzada o en los bordes anormales de la normalidad, en las nuevas adicciones o psicopatologías ansiosas o depresivas. Esto último ha sido muy bien reflexionado por Mark Fisher.

MY.– ¿El capitalismo y el neoliberalismo son sistemas violentos al basarse, entre otras cosas, en la expansión, el dominio y la explotación?

DPC.– Mi respuesta es afirmativa. Pienso que ya me referí a todo lo que tenía que decir con respecto a la expansión violenta del capitalismo y el neoliberalismo, pero quisiera comentar algo más acerca de lo que usted ha designado correctamente con los términos de “explotación” y “dominación”.  En lo que se refiere a la dominación, el capitalismo y su variante neoliberal han requerido siempre de instituciones, muchas de ellas gubernamentales, que estén al servicio del capital y que ejerzan legítimamente la violencia en dos momentos indisociables entre sí: en primer lugar, a través de aparatos ideológicos y disciplinarios que someten a los individuos, convirtiéndolos en ciudadanos dóciles y trabajadores explotables; en segundo lugar, a través de aparatos represivos que buscan suprimir o reformar a los individuos insumisos que transgreden las reglas del sistema capitalista o intentan subvertirlo. Quizás la violencia política del capital resulte más evidente en el caso de aparatos represivos como la policía con sus armas y sus cárceles, pero es más profunda e insidiosa en aparatos ideológicos y disciplinarios como familias, escuelas, iglesias, medios electrónicos y sectores de la industria publicitaria y cultural, aparatos que nos hieren y despedazan por dentro, que suprimen o mutilan el meollo de nuestra subjetividad, que nos ahogan al sofocar nuestros deseos y nuestros sueños.

Con respecto a la explotación, también debe concebirse como una forma de violencia porque sólo por la fuerza puede abusarse del otro, entramparlo, hacerlo trabajar más por menos, arrebatarle su tiempo, despojarlo de lo que le pertenece y de su existencia misma, como sucede con la explotación de la fuerza de trabajo en el capitalismo. El explotado es engañado, robado, empobrecido, incapacitado, neutralizado. Esto es violencia, pero aun si no lo fuera, ¿quién lo aceptaría sin ser obligado a aceptarlo, forzado, violentado?

Es verdad que muchos de nosotros nos dejamos explotar sin ser forzados a ello. ¿Acaso no estamos dispuestos a explotarnos a nosotros mismos o a buscar desesperadamente a alguien que nos explote a cambio de un salario miserable que nos permita sobrevivir? Esto es así por muchas razones: porque la explotación ha ido generalizándose y normalizándose hasta el punto de pasar desapercibida, porque el trabajo explotado ha terminado convirtiéndose en el único trabajo posible, porque no hay otra forma de trabajar que no sea la de ser explotado, pero también porque los aparatos ideológicos y disciplinarios del capitalismo nos han hecho aceptar e incluso desear nuestra explotación, amar nuestras cadenas, como en la servidumbre voluntaria que Étienne La Boétie ya denunciaba en el siglo XVI. En este caso, como lo presintió el mismo La Boétie, la violencia no deja de operar, pero dentro de los sujetos, violentándolos en su interior. La violencia interior suplanta la exterior. Esto se asocia con aquello que Sigmund Freud llamaba “superyó”.

MY.– ¿El dominio y el poder total sobre los otros son elementos fundamentales de estos sistemas?

DPC.– Diría que sí, pero a condición de no personalizar las categorías de “poder” y “dominio”. Desde luego que hay los amos, los poderosos de la sociedad, quienes forman parte de la clase dominante, pero ellos mismos son dominados y explotados por el capital que no deja de ejercer un poder total sobre la humanidad entera. Incluso los explotadores son de algún modo explotados por el capital, explotados para explotar a los demás en beneficio del capital. Quienes dominan son también dominados por el capitalismo que se personifica en ellos para dominar. El poder que ejercen es del sistema capitalista y solamente los atraviesa.

El poder es del capital y tiende a ser total, no siendo sobre los otros, sino sobre todos, pues todos somos los otros del capital. Este poder total del sistema capitalista resulta especialmente patente en el capitalismo avanzado neoliberal. Tenemos aquí el último paso en el empoderamiento del capital sobre la humanidad entera y a costa de ella.

Debe entenderse que es la humanidad la que pierde el poder total que obtiene el capital. El capitalismo no tiene otro poder que el nuestro. Es nuestra potencia como seres humanos, la potencia de nuestra vida explotada como fuerza de trabajo, la que se aliena y se vuelve contra nosotros al transferirse al capital, haciendo que sea cada vez más poderoso al destruir y matar.

Si el capital es intrínsecamente destructivo y mortífero, es porque sólo se mantiene vivo, como el vampiro al que se refería Marx, al consumir la sangre de la vida humana y de la naturaleza orgánica para producir más y más dinero muerto, inerte, inorgánico.  Luego este capital es el que se materializa en las grandes empresas, en las corporaciones y transnacionales, y el que se encarna en los capitalistas, en los banqueros y especuladores, en los accionistas mayoritarios y en los grandes empresarios. Todos ellos pueden llegar a ser tan peligrosos porque están poseídos por un capital que sólo se mantiene vivo, acumulándose más y más, al devorar todo lo vivo, al matarlo, al extinguir así la vida.

MY.– ¿Se niega la violencia estructural y sistémica de empresas y dueños de capitales?

DPC.– No deja de negarse. Es más fácil pensar en la violencia del crimen organizado que en la de grandes empresas, como las de refrescos azucarados y comida chatarra, que matan con sus venenos a muchas más personas que los peores carteles de narcotraficantes. Por ejemplo, incluso en un país tan azotado por el crimen como lo es México, los casi 40,000 asesinados cada año por todas las organizaciones criminales están muy lejos de los 150,000 fallecimientos anuales únicamente por causa de la diabetes mellitus.

Es verdad que no todos los fallecimientos por diabetes en México son imputables a los fabricantes de bebidas azucaradas y comida chatarra, pero sí una gran parte de ellos, a los que habría que sumar a quienes han muerto de cáncer y otras enfermedades por causa de los mismos “alimentos”. Sobra decir que no son alimentos de verdad, ya que su función no es alimentar, sino producir capital, enriquecer a las empresas y a los empresarios a expensas de la salud y la vida misma de millones de personas. Tenemos aquí una violencia aún más letal que la del narco, pero todo el mundo condena la violencia del narco, mientras que la otra es negada y sus perpetradores son glorificados porque supuestamente crean empleos y riqueza.

MY.– ¿La competitividad inherente a estos sistemas promueve la violencia entre los individuos?

DPC.– Yo diría que el capitalismo y el neoliberalismo no sólo promueven la violencia interindividual, sino que engendran a individuos intrínsecamente violentos. La violencia de estos individuos se explica por su competitividad, sí, pero también por muchos otros factores, entre ellos su desvinculación interna con respecto a la comunidad, una desvinculación que a su vez genera diversas actitudes que favorecen la violencia, como el egoísmo, los abusos, la desconfianza, la hostilidad hacia los otros y evidentemente la rivalidad y la competitividad. Todo esto es consecuencia del tipo individualista de subjetivación por el que se caracteriza el capitalismo, especialmente en su momento neoliberal.

Como lo explicaba Marx en sus Grundrisse, el sistema capitalista no sólo produce objetos para los sujetos, sino sujetos para los objetos. Los medios productores de sujetos, como las familias, las escuelas, la publicidad, la industria cultural y otros aparatos ideológicos y disciplinarios, crean precisamente el tipo de subjetividad requerida por el capitalismo para funcionar. Producen así a sujetos posesivos y acumulativos como los consumistas insaciables o los ávidos millonarios, pero también como los feminicidas celosos o los asesinos en serie. De igual modo, los aparatos ideológicos y disciplinarios del capitalismo engendran a sujetos asertivos, agresivos y competitivos como los más despiadados especuladores y empresarios en competencia, pero también como los capos rivales del crimen organizado. Tanto los criminales estigmatizados y perseguidos como los respetados y recompensados, tanto los de cuello rayado como los de cuello blanco, son productos subjetivos del sistema capitalista. 

MY.– ¿Se insta a las personas a ser “dominantes”, con “mentalidad de tiburón”, incluso a costa del prójimo?

DPC.– Así es. Esto sucede porque en el capitalismo, especialmente en el capitalismo neoliberal, el prójimo deja de ser pareja, familiar, amigo, compañero o conciudadano para convertirse en un simple socio, en un proveedor, en un comprador potencial, en un recurso humano explotable o en un competidor con intereses opuestos a los míos. El cálculo y el interés económico devoran internamente las relaciones humanas, incluso las más íntimas, como el amor o la amistad. En lugar de amar al prójimo y cooperar con él como con un amigo o compañero, preferimos competir con él, instrumentalizarlo y rentabilizarlo, explotarlo para obtener algo, publicitarnos y vendernos a él al mejor precio, capitalizando así el amor, la amistad y el compañerismo.

MY.– En estos sistemas, ¿el uso de la violencia se justifica con el capital?

DPC.– Los dispositivos ideológicos del capital no dejan de ofrecer justificaciones para la violencia del mismo capital. En lo que se refiere a la violencia directa, siempre hay una buena excusa jurídica, legal, política o cultural para activar la maquinaria policial y militar del sistema capitalista. Sabemos, por ejemplo, que las guerras imperiales del capital se han justificado sucesivamente con la evangelización, la civilización, el nacionalismo, el compromiso con la democracia y con el mundo libre, el combate contra las amenazas comunista y terrorista, e incluso, de modo bastante cómico, la defensa contra un imperialismo que se reconoce tan sólo en el otro y nunca en uno mismo. Sobra decir que estas justificaciones y otras más constituyen sólo pretextos con los que se distrae la atención de los verdaderos motivos de las guerras modernas, motivos generalmente asociados con el sistema capitalista, como el control del comercio, el saqueo de los territorios, la protección de inversiones, la conquista de nuevos mercados, la disposición de materias primas estratégicas, la defensa de intereses de empresas nacionales o transnacionales, el desarrollo de la rentable industria armamentista o las estrategias de las grandes potencias en una geopolítica internacional cada vez más determinada por la despiadada lógica del capitalismo globalizado.

La violencia estructural del sistema capitalista, la que nos mata al explotarnos y empobrecernos o al envenenarnos con sus productos o al devastar el planeta, se las arregla también para justificarse con pretextos como una libertad que sólo es para los capitales y sus mercancías, unas leyes que suelen inclinarse a favor de los poderes económicos, una prosperidad que solamente favorece a los dueños de la riqueza y una democracia que únicamente nos permite elegir entre diferentes versiones del mismo capitalismo. No parece haber alternativa, pero los dispositivos ideológicos revelan sintomáticamente su verdad. Esta verdad es la del sistema capitalista que ya consumió lucrativamente la mitad del planeta, que está devastando cada vez más rápido la otra mitad, que extermina o excluye a porciones cada vez más extensas del género humano y que amenaza con aniquilar a la humanidad entera. ¿Qué nos importa que todo esto se haga de forma perfectamente libre, legal, próspera y democrática?

MY.– ¿Estos sistemas han equiparado el concepto de violencia al de carácter?

DPC.– Si entiendo bien su pregunta, quizás yo no hablaría de equiparación de un concepto con otro, sino más bien de una identidad entre sus respectivas referencias. Quiero decir que la subjetividad producida por el sistema capitalista, con sus rasgos distintivos de carácter y de personalidad, replica de algún modo la violencia inherente al mismo sistema. Esta violencia reaparece en rasgos violentos de carácter como aquellos a los que ya me referí antes: el rasgo posesivo, el acumulativo, el asertivo, el agresivo y el competitivo. Con estos rasgos, los sujetos se relacionan violentamente unos con otros: intentan poseerse, compiten entre sí y se agreden incesantemente en lugar de simplemente cooperar, acompañarse, apoyarse o solidarizarse unos con otros. La solidaridad cede su lugar al egoísmo, a la explotación y a la rivalidad. Lo competitivo gana cada vez más terreno sobre lo cooperativo. 

MY.– ¿La ideología detrás de estos sistemas ha vuelto a la sociedad más egoísta e individualista?

DPC.– Definitivamente sí. Los dispositivos ideológicos del capitalismo, especialmente en su fase avanzada neoliberal, desgarran la comunidad, la fragmentan, la trituran, la atomizan y recluyen la subjetividad en la esfera individual. Cada uno se concibe ideológicamente como un yo separado y distante de los demás, como si este yo pudiera bastarse a sí mismo, como si no compartiera una misma existencia compleja con los demás, como si los otros no formaran parte de lo que es cada uno, como si el yo no fuera un anudamiento de muchos nosotros. Esto se entiende muy bien en algunas culturas tradicionales y originarias, pero nosotros hemos terminado convenciéndonos de algo tan absurdo como la representación de una sociedad compuesta de individuos, un extraño nosotros que sólo sería la suma de varios yoes.

El individualismo subyace incluso a instituciones intocables como las de los derechos humanos de los individuos o los votos individuales en la democracia liberal.  Estas instituciones son constantemente instrumentalizadas en una estrategia de divide y vencerás. Una vez que se dividen la voluntad colectiva en votos individuales y la soberanía popular en derechos también individuales, nada más fácil que violar esos derechos y comprar, manipular o cooptar esos votos. Los individuos, indefensos e impotentes por sí solos, no pueden mucho contra los grandes poderes económicos y políticos a través de los cuales opera el sistema capitalista.

El capital no sólo necesita del individualismo para dividir y vencer a la humanidad en general, sino también para sustituirse a cualquier entidad colectiva humana particular, culturalmente particularizada, que pueda resistírsele y estorbar sus procesos. El único sistema cultural autorizado es el capitalista, el cual, por ello, tiende a degradar las diversas culturas y no sólo devastar la naturaleza. Las complejas estructuras naturales y culturales son desestructuradas y reestructuradas de un modo lucrativo, productivo para el capital.

El capitalismo tiende a subsumirlo todo, a capitalizarlo, a convertirlo en sí mismo. No hay lugar en el capitalismo para otra cultura que no sea la capitalista. Sólo el capital puede ser algo colectivo, mientras que todo lo demás, todo lo humano, debe consistir en partículas individuales insignificantes e impotentes, individuos manipulables, mercantilizables, intercambiables, comprables y vendibles, controlables y explotables.

Lo que nos dejó la pandemia en los procesos educativos

Conferencia Magistral dictada el 11 de agosto de 2022 en el XXIII Encuentro Universitario Internacional de Actualización Docente, “Repensar la Educación, sus Retos y Avances en la Actualidad”, en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia, Michoacán, México.

David Pavón-Cuéllar

Se me ha invitado a reflexionar sobre lo que nos ha dejado la pandemia de coronavirus en los procesos educativos. Es lo que haré ahora, basándome en diversos trabajos que he publicado sobre las implicaciones psicosociales y psicopolíticas de la situación pandémica, especialmente el libro Virus del capital, que apareció hace unos meses en Buenos Aires, en la editorial Docta Ignorancia. Comenzaré con las consecuencias aparentemente favorables de la pandemia en la educación para pasar después a sus posibles efectos perniciosos o perjudiciales.

Tanto al abordar lo positivo como lo negativo, me concentraré en la educación a distancia, pues ha sido principalmente a través de ella que la situación creada por el COVID ha incidido en los procesos educativos. Es verdad que las clases y otras actividades académicas han regresado por lo general al mundo real, pero la virtualización de los procesos educativos no ha sido totalmente revertida. La educación a distancia ganó un terreno que ya no perderá. Sobra decir que esto no es necesariamente lamentable, como lo veremos ahora mismo, al revisar algunos efectos favorables de la pandemia relacionados con la educación a distancia.

Efectos favorables de la pandemia

Lo primero positivo de la pandemia fue introducirnos a todas y a todos, tanto docentes como estudiantes, a una formación práctica intensiva y acelerada en el campo de las nuevas tecnologías. De pronto, en unas pocas semanas, debimos aprender a grabar vídeos, organizar clases en línea y utilizar plataformas y aplicaciones de las que jamás habíamos oído hablar. Esto fue especialmente provechoso para muchas y muchos docentes, como yo, que nos resistíamos a las nuevas tecnologías y que íbamos rezagándonos y quedando cada vez más desfasados con respecto al universo digital en el que habitan y se mueven tan ágilmente los estudiantes.  

Al perderle el miedo a las nuevas tecnologías, descubrimos nuevas posibilidades para la enseñanza y el aprendizaje. Hubo posibilidades que nunca fueron ni siquiera sospechadas por algunas y algunos de nosotros. Yo jamás habría imaginado que podría interactuar con los estudiantes y con un docente extranjero invitado al curso y simultáneamente mostrar diapositivas, compartir documentos y navegar todos juntos en un viaje por internet planeado en función del tema de la clase.

Las nuevas posibilidades no causaron generalmente gastos adicionales para la universidad. Por el contrario, la educación a distancia representó una reducción de costos para las instituciones educativas. Las escuelas y universidades pudieron hacer ahorros en el mantenimiento y limpieza de las instalaciones, en agua y electricidad, en papelería, en viáticos de invitados y en otros gastos asociados con la educación. Aunque debieran pagar el internet y a veces equipos electrónicos, los docentes y estudiantes ahorraron a veces en gasolina, transporte, alquileres o comidas fuera de casa.

El ahorro no sólo fue de dinero, sino también de tiempo. Se dejó de gastar el tiempo necesario para los desplazamientos en el interior de las instituciones y principalmente entre el domicilio propio y las escuelas o universidades. El tiempo ganado pudo utilizarse para leer, estudiar o preparar clases. Además, al menos en mi experiencia personal compartida por algunos colegas, percibí una mayor optimización o rentabilización del tiempo. Los mismos lapsos temporales me rendían más en la educación a distancia, quizás por la falta o reducción de ciertas digresiones o interrupciones en clase, así como la desaparición de charlas informales en cubículos o pasillos.   

Lo que más contribuyó a la optimización del tiempo fue la superación de la temporalidad real con sus límites intrínsecos. Aboliendo estos límites, la virtualidad les ha permitido a docentes y estudiantes, por ejemplo, disponer de videograbaciones de clases, reuniones, conferencias o presentaciones orales, eligiendo el mejor momento para verlas, sin estar atados a los tiempos de los demás ni deber compaginar disponibilidades de horarios. Las videograbaciones también han contribuido a optimizar el tiempo al permitirnos acelerar, escuchar más rápido o simplemente saltar aquello que ya sabemos o que no es de nuestra incumbencia o de nuestro interés.

Además de la superación de la temporalidad real con sus límites, la virtualidad nos ha dado la oportunidad de superar también la espacialidad real con sus distancias. Los estudiantes han podido asistir a clases mientras están en otros lugares, a veces incluso conduciendo automóviles o realizando tareas manuales. Hubo estudiantes que trabajaban en fábricas o campos de Estados Unidos mientras asistían a clases en Morelia. Mientras tanto, nosotros los docentes no hemos necesitado desplazarnos para tener actividades académicas en otros lugares, ciudades o países. El mismo día podíamos tener clase en Morelia, dictar una conferencia en Londres, asesorar a un estudiante en Colombia y asistir a una reunión virtual con académicos de todo el mundo. Esta forma de trabajo, imposible sin las nuevas tecnologías, llegó para quedarse. Ahora mismo, después del confinamiento, muchas de mis asesorías, defensas de tesis y reuniones de trabajo tienen lugar en la pantalla, fuera de Morelia.

La superación de la espacialidad y de sus límites ha permitido también abrir el espacio local e institucional. Los intercambios entre lugares e instituciones se han intensificado y estrechado. Muchos de los docentes han tejido nuevas redes nacionales e internacionales o han consolidado las que ya existían. Esta apertura se ha dado también en un estudiantado que ha empezado a circular virtualmente entre ciudades, países e instituciones.

Yo he tenido en mis clases, primero virtuales y luego híbridas, a oyentes, estudiantes inscritos y docentes invitados de Ciudad de México, Aguascalientes, Chiapas, Colombia, Brasil y otros lugares. Muchos de nuestros estudiantes han asistido también a cursos en universidades de otras ciudades y otros países, lo que les ha permitido a veces tener cursos que no existen en la Universidad Michoacana, tomar clases con los autores a los que leen y admiran, conocer a algunos de los mejores especialistas en ciertas materias, mejorar la comprensión de otros idiomas, comparar a sus docentes con los de otras instituciones y conocer otros estilos de enseñanza y otras tradiciones de pensamiento. En general, todo esto ha servido para compensar o subsanar las carencias de los cuerpos docentes de cada institución, atenuando las profundas brechas y desigualdades entre instituciones de educación superior.

Además de todo lo vinculado con la educación a distancia, la pandemia ha tenido otros efectos favorables en los procesos educativos. Uno de ellos ha sido el de motivar a los estudiantes, incluso a los más indiferentes hacia el mundo, a interesarse en la actualidad, las noticias, las informaciones y sus diversas interpretaciones.  Desde que ejerzo la docencia, no había conocido ningún acontecimiento que atrajera tanto la atención del estudiantado, que los impulsara tanto a investigar, a saber y entender lo que ocurre, lo que resulta comprensible cuando se considera la trascendencia que ha tenido la pandemia en sus vidas cotidianas.

Además de impulsar a los estudiantes a informarse, la pandemia los ha llevado a pensar en lo que ocurre en el mundo y en los efectos de las fuerzas biológicas, económicas y políticas en la salud, el bienestar y la vida misma de las poblaciones. Los estudiantes han tomado conciencia de que su esfera más próxima, todo lo que son y viven día tras día con sus familiares y amigos, puede ser arrasado por factores externos que deben conocer. Podemos decir, entonces, que la pandemia ha tenido también efectos de sensibilización, conscientización, reflexión y repolitización.

El interés en la pandemia de coronavirus ha logrado estimular en el estudiantado una serie de operaciones afectivas y cognitivas que podrían contribuir positivamente a su desempeño en los procesos educativos. Una de ellas es la capacidad para integrar saberes diferentes ante un fenómeno global. Para comprender algo de la situación pandémica y sus efectos, las personas han debido realizar espontáneamente, como han podido, una combinación y articulación de informaciones heterogéneas provenientes de múltiples campos como la biología, la ecología, la medicina, la psicología, la demografía, la sociología, la economía y la política. Estos campos han sido integrados de modo bastante adecuado por algunos estudiantes, como si tuvieran bastante experiencia en la investigación transdisciplinar, lo que pude constatar el año pasado al impartir la asignatura de Trabajo Integrativo en la Facultad de Psicología.

En el retorno a las clases presenciales, pude observar otro efecto favorable de la pandemia, el de la revalorización del espacio físico real, público y universitario. Los estudiantes y los docentes hemos revalorizado este espacio al perderlo, al echarlo de menos, al apreciar todo lo que nos ofrece y que no puede remplazarse ni compensarse a través de la virtualidad. En este sentido, una estudiante me decía que el confinamiento y el trabajo a distancia la hizo, en sus propios términos, “asquearse” de la computadora y del celular y hacer todo lo posible para conectarse menos al internet y más con el mundo real y con sus seres queridos. Tenemos aquí otro posible efecto favorable de la pandemia, el del restablecimiento de tejidos familiares, vecinales y comunitarios, que son acosados y degradados por las nuevas tecnologías desde antes de la dispersión global del coronavirus.

Efectos desfavorables de la pandemia

Los dos últimos efectos favorables a los que me referí nos dejan ya entrever efectos deplorables de la pandemia como los que abordaré ahora. Es importante considerar también estos efectos negativos para no ceder a una lógica de optimismo cínico y mezquino, típico del sistema capitalista, en el que se intentaría valorizar, rentabilizar y capitalizar incluso una catástrofe humanitaria como la pandemia. Es lo que han hecho las compañías farmacéuticas y de nuevas tecnologías, pero no veo por qué deberíamos hacerlo en una universidad pública.

Después de todo, si nos fiamos a los radiantes empresarios que publicitan las oportunidades abiertas por la pandemia, las nuevas tecnologías permitirían prescindir al fin de las onerosas y problemáticas instituciones de educación superior. Los más aptos de nosotros deberíamos limitarnos a preparar los cursos en línea, grabarlos y desaparecer. Ya no se necesitarían más nuestros servicios.

Aunque sea para justificar la existencia de las universidades y de los universitarios, pero no sólo por eso, debemos pensar en los efectos desfavorables de la pandemia, que es lo que haremos ahora, comenzando una vez más por los relacionados con la educación a distancia. El primero de estos efectos negativos tiene que ver con un tema sobre el que se discutió mucho en los últimos años, el de la conveniencia o no de exigir a los estudiantes que mantuvieran encendidas sus cámaras durante las sesiones en Zoom o en Google Meet. La opinión que se impuso, con la que yo personalmente estoy de acuerdo, es que no deberíamos exigir encender las cámaras por dos razones: porque todas las cámaras encendidas afectaban la transmisión y porque los jóvenes se encontraban en sus casas y era una intrusión en su vida privada, sin contar con que muchos de ellos estaban en espacios que tal vez no quisieran mostrar por su carácter miserable, por vergüenza o por otros motivos. Esto último fue parcialmente resuelto por la función de programar el fondo de pantalla, pero, de cualquier modo, al menos en mi facultad, me parece que se impuso generalmente la visión de no solicitar las cámaras encendidas.

El problema de las cámaras apagadas, que yo resentí constantemente, fue la sensación de soledad, de monólogo, de falta de interacción con los estudiantes, que yo resolví suplicándoles que al menos dos o tres de ellos mantuvieran encendida su cámara. Sin embargo, aun con los rostros de esos estudiantes y aun en reuniones en las que todas las cámaras estaban encendidas, continué sintiendo que algo fundamental estaba faltando en las clases. Ni el cuerpo ni el rostro estaban de verdad ahí. Las miradas no me veían a mí, ya que se fijan en la pantalla y no en la cámara, produciendo un sesgo que da la impresión de ausencia y desatención. Faltaba, de hecho, el maravilloso juego de miradas y movimientos que se teje en una situación colectiva como la clase presencial. Faltaba también un espacio compartido con su proximidad, su luminosidad, sus sombras y sus resonancias sonoras.

Todo lo que falta en las pantallas es algo fundamental para seres, como los humanos, que han evolucionado biológicamente en espacios materiales y tridimensionales, reales y no virtuales, teniendo una sensibilidad que sólo se despliega plenamente en la realidad y no en la virtualidad. La falta de todo lo que he dicho mutila irremediablemente cualquier experiencia humana, incluyendo las experiencias de enseñanza-aprendizaje, que involucran comunicación no-verbal, miradas, gestos, otros movimientos del cuerpo, formas de configuración y ocupación del espacio y muchos otros elementos que se pierden en las nuevas tecnologías. 

La educación a distancia también ha reducido los procesos educativos a su aspecto formal, provocando la desaparición de modalidades informales de enseñanza-aprendizaje, entre ellas las asesorías de pasillo, las explicaciones en los jardines, la participación espontánea en investigaciones de campo, la implicación con los docentes en movimientos sociales y otras experiencias educativas análogas. Sabemos que estas experiencias, que pueden llegar a ser las más significativas para los estudiantes, han ido perdiendo terreno y autenticidad a causa de la importancia cada vez mayor de la evaluación con respecto a la educación y a causa también de programas como el ESDEPED que llevan a los docentes a buscar un beneficio en puntos y pesos a cambio de cualquier trabajo. El retroceso de las modalidades informales de enseñanza-aprendizaje se ha visto lógicamente acelerado en la educación a distancia en la que falta un espacio real compartido para la informalidad.

Otro efecto desfavorable de la educación a distancia ha sido el de provocar nuevas exclusiones e inequidades o reforzar las ya existentes. Sabemos que el acceso a internet no es el mismo ni en los diferentes estratos socioeconómicos ni en todas las regiones del país. Algunos estudiantes de la clase media moreliana podían seguir los cursos sin problemas, mientras que otros estudiantes de clases populares y de comunidades rurales sufrían constantes interrupciones de transmisión que afectaban su aprendizaje. Estos mismos estudiantes carecían a veces de una computadora propia, debiendo compartir un equipo con toda la familia o emplear su celular y pagar datos para asistir a clases. Algunos de ellos debían realizar trabajos en sus casas o ranchos y se encontraban en espacios muy reducidos y ruidosos compartidos con los demás miembros de sus familias, mientras que otros estudiantes, además de su equipo propio y su excelente señal de internet, disponían de todo su tiempo libre y de una habitación exclusiva para ellos.

Las desigualdades recién mencionadas y otras más han provocado la exclusión de muchos estudiantes, precisamente muchos de aquellos para los que existe la educación pública, lo que debería llevar a un proceso de reflexión y de autocrítica en las instituciones. En mi caso, conozco a varios estudiantes que debieron abandonar sus estudios por causas que remiten en última instancia a carencias económicas. Esto resulta escandaloso, por decir lo menos, en una universidad pública, incluyente y con vocación popular como la nuestra.

Aunque ignoro cómo habríamos podido evitar lo que acabo de explicar, pienso que deberíamos al menos reflexionar sobre lo que significa para nuestra labor docente que ahora enseñamos para quienes quedaron, para quienes tuvieron la fortuna de poder continuar, que no tienden a ser los más desfavorecidos, pues sabemos que la pandemia de coronavirus causó mayor mortalidad y más rezago escolar en los estratos más bajos de la sociedad. Incluso muchos estudiantes de educación media superior no llegarán a la Universidad Michoacana por causa de la pandemia que los hizo rezagarse, abandonar los estudios e incluso morir de COVID. E insisto: los que no llegarán pertenecen predominantemente a los sectores populares para los que más tiene sentido y utilidad la universidad pública.

Además de provocar nuevas exclusiones e inequidades, la educación a distancia ha contribuido también a generar nuevas formas de simulación ampliamente practicadas por estudiantes y docentes. Ha sido bastante frecuente que los asistentes a reuniones virtuales, al no tener que encender sus cámaras, únicamente se conectaran y estuvieran sin estar, dedicándose a otras ocupaciones. Esta nueva simulación y otras más han venido a sumarse a las que ya operan en los espacios universitarios, delatando un predominio de la forma sobre el contenido e imperando cada vez más a través de las supuestas acreditaciones de calidad, la puntitis a costa de la enseñanza, la anteposición de las evaluaciones sobre el aprendizaje y otros indicios del funcionamiento de la universidad como un gran mercado en el que se ofrecen calificaciones, constancias, acreditaciones, puntos y pesos como los aportados por el SNI y el ESDEPED.

El funcionamiento de la universidad como un mercado pone en evidencia la asimilación o subsunción de los procesos educativos en el sistema capitalista. Esta misma subsunción, que representa una subrepticia privatización de lo público, adopta una forma descarada en la educación a distancia cuando la enseñanza pública se realiza en plataformas privadas como las de Zoom, Google Meet o Microsoft Teams.

Deberíamos preocuparnos un poco más al considerar cómo los grandes capitales han alojado los procesos educativos en los últimos años. Aunque no siempre cobren por ello, sabemos que no saben hacer nada sin obtener alguna ganancia. ¿Qué están ganando Zoom y Google y las demás empresas? Para empezar, sus plataformas de educación a distancia les han servido para publicitarse, volverse habituales e indispensables, atraernos y fidelizarnos, apoderarse de sectores cada vez más amplios de nuestras vidas, hacernos sentir que estamos en deuda con ellos, consolidar su monopolio para poder luego cobrar por lo que ofrecen, pero también moldear internamente lo que alojan, estructurándolo de ciertas formas que no son ideológicamente neutras.

No hay neutralidad alguna, por ejemplo, en la estrategia de divide y vencerás que subyace a la fragmentación de la subjetividad colectiva en individuos aislados ante su cámara. Usando los términos de Marx, estamos ante una subsunción real y no sólo formal del aprendizaje en el sistema. El sistema tiende a absorberlo todo en nuestras vidas.

La cada vez mayor absorción de nuestras vidas en el sistema se pone de manifiesto en otro efecto negativo de la pandemia: el de la sobresaturación y el exceso de trabajo de los estudiantes y docentes como consecuencia de la educación a distancia. Primero fueron los estudiantes que se quejaron de que les dejaban demasiadas tareas en casa. Luego los docentes observaron que debían estar siempre disponibles, que no se respetaban sus horarios y que estaban trabajando finalmente muchas más horas que antes del confinamiento.

Poco a poco nos dimos cuenta de que ya no teníamos un refugio para descansar, que nuestro espacio privado había desaparecido, que nuestro hogar era también un lugar de trabajo. La educación a distancia redujo drásticamente nuestro espacio vital, parte de nuestra intimidad y las distancias que nos protegían. Paralelamente, al suprimirse los tiempos necesarios para los desplazamientos en el espacio real, se nos despojó de pausas en las que nos recuperábamos, en las que recobrábamos el aliento, en las que respirábamos y descansábamos al cambiar de actividad.

La superación de la espacialidad con sus límites hizo que algunos de nosotros mantuviéramos demasiadas relaciones de trabajo con estudiantes y colegas de otras instituciones y de otros países. Las colaboraciones externas y las invitaciones a eventos virtuales han continuado tras el confinamiento a un ritmo insostenible. Al ahorrarse los viáticos, resulta demasiado fácil invitar a docentes de otras instituciones, lo que se traduce para ellos en un excedente de trabajo que se agrega a sus obligaciones cotidianas. Ya de por sí teníamos demasiado trabajo en la Universidad Michoacana y de pronto nos descubrimos trabajando intensivamente para otras instituciones.

Desde luego que podemos declinar invitaciones, pero incluso para eso necesitamos tiempo. Las comunicaciones han ido multiplicándose para cada uno de nosotros y para una fracción cada vez mayor de la población mundial. El uso del internet aumenta de un modo vertiginoso y tiene efectos ambientales cada vez más importantes. Además de la creciente contaminación provocada por baterías, celulares y computadoras, debe considerarse que el tráfico digital genera ya un 4% de las emisiones de gases a efecto invernadero que provocan el calentamiento climático. Esta cifra es aún modesta, pero no deja de aumentar debido a nuestro uso cada vez más intenso e irresponsable del internet, de nuestras computadoras y de nuestros celulares.

Cada vez habitamos más en el espacio virtual y menos en el mundo real. Hay una progresiva deserción y desertificación de la realidad. Estamos devastando el planeta mientras nos dejamos extraviar en las pantallas. También a esto ha contribuido el desarrollo de la educación a distancia durante la pandemia.

Además de todo lo asociado con la educación a distancia, la pandemia ha tenido otros efectos desfavorables en los procesos educativos, efectos a los que deseo referirme antes de terminar. Uno de ellos ha sido la contracción económica, la cual ha provocado una precarización y vulnerabilización de sectores sociales cuyos jóvenes han tenido que desertar de sus escuelas y universidades. Muchos estudiantes han debido abandonar los estudios y ponerse a trabajar tras la inhabilitación, el desempleo o incluso la muerte por COVID de las cabezas de sus familias.

Otros efectos desfavorables de la pandemia han obedecido al confinamiento. La reclusión en las casas y en las pantallas ha implicado primeramente un sedentarismo que ha tenido a veces graves secuelas en la salud de los estudiantes y docentes. La salud física y mental se ha visto igualmente deteriorada por el encerramiento, por la falta de actividades al aire libre, pero sobre todo por la falta de contactos sociales.

Al apartarnos de la sociedad, el distanciamiento y el confinamiento han supuesto igualmente un triunfo y un avance de lo privado sobre lo público. Hemos abandonado las calles, las plazas, los parques, los locales de organización política y los espacios universitarios para permanecer dentro de nuestras casas. El espacio privado y doméstico, el reservado a los individuos y sus parejas o familias, ha ganado terreno sobre el espacio público y compartido, el de los ciudadanos y el de todos los seres humanos, el de la comunidad humana. Esta mutación ha sido observada en todas las esferas de nuestras vidas, incluso en la del transporte.

Conozco a personas que, por causa de la pandemia, empezaron a utilizar el automóvil o el taxi o el Uber y dejaron de usar colectivos, camiones, combis y metro, lo cual, aunque no suela reconocerse, tiene consecuencias insospechadas en la esfera subjetiva. Un sujeto que viaja en autobús no es igual a uno que se desplaza en su coche propio. Sus respectivas relaciones con el entorno y con los demás son divergentes. La divergencia en la relación termina traduciéndose inevitablemente en una divergencia en los comportamientos, pensamientos y sentimientos de cada uno. Un conductor no puede ni sentir ni pensar ni comportarse de la misma forma que un peatón o un usuario de transporte público. Su forma de existir y su lugar en el mundo son completamente diferentes. La diferencia es precisamente la que hay entre lo público y lo privado, entre la comunidad y la familia o el individuo, con todas sus implicaciones culturales, sociales, políticas e ideológicas.

El distanciamiento social, el confinamiento y el resultante avance de lo privado sobre lo público han comportado también una desvinculación y despolitización de nuestros estudiantes en un momento crucial de sus vidas. Muchos jóvenes de la generación pandémica no habrán tenido la ocasión de participar en esos grupos y movimientos colectivos que han sido tan determinantes para la formación ética, social y política de muchos de nosotros. Yo considero que me formé como la persona que soy, no tanto en las aulas de la preparatoria y de la universidad, sino en mis experiencias militantes juveniles y estudiantiles en los espacios institucionales, callejeros y comunitarios. Estas experiencias les han sido arrebatadas a muchos jóvenes de la generación de nuestros estudiantes. El costo podría ser muy alto en términos de conciencia política, identidad colectiva, capacidad crítica e insumisión ante los abusos del poder.

Con el regreso a las clases presenciales, he notado que los grupos que sólo conocieron la universidad por la educación a distancia tienen a menos estudiantes con historial de militancia política o de activismo social o estudiantil. En caso de que mi impresión personal sea representativa, tendríamos un peligroso corte de tres semestres, una ruptura potencialmente fatal, en las líneas a través de las cuales se transmiten las disposiciones activistas y militantes de los jóvenes. Existe el riesgo de que la falta de un eslabón impida o debilite la transmisión intergeneracional y provoque así, en lo sucesivo, apatía, escepticismo, sumisión, indiferencia política, individualismo posesivo y competitivo, conservadurismo y otras expresiones o consecuencias de la desvinculación y la despolitización de los jóvenes.

La desvinculación y la despolitización podrían ser agravadas por otro efecto negativo de la pandemia: el de la invisibilización de problemas estructurales que han pasado a un segundo plano tras la obsesión generalizada por la pandemia. Conocí esta obsesión el semestre pasado cuando le dejé a un grupo una tarea consistente en aplicar cierta metodología de análisis psicosocial a un problema global elegido por cada uno de los alumnos. Más de tres cuartos de los estudiantes eligieron la pandemia o fenómenos asociados con ella. 

De tanto pensar en el coronavirus, muchos docentes y estudiantes han olvidado los demás problemas que aquejan a nuestro mundo. Estoy pensando en problemas tales como la exacerbación de las desigualdades, la creciente explotación del trabajo, la violencia estructural del capitalismo neoliberal, el ascenso de una ultraderecha racista y sexista, la pérdida de derechos laborales y sociales, la inequidad en los intercambios entre países ricos y pobres, el imparable calentamiento climático, la devastación del planeta y el peligro de extinción de la humanidad por causa de una catástrofe ambiental global. Algunos de estos problemas podrían merecer tanta o más atención que la pandemia, pero es la pandemia la que monopoliza toda la atención de muchos estudiantes y docentes, haciéndoles perder una visión realista y global del mundo en el que viven.

Pensemos, por ejemplo, que el coronavirus nos ha hecho olvidar factores mucho más mortíferos que él, factores causantes de mayor número de muertes en el mundo incluso en tiempos pandémicos, entre ellos el hambre, la miseria, la desertificación, el agotamiento del agua o la contaminación ambiental. ¡Dejamos de pensar en tantas cosas para pensar en el famoso COVID! Por más grave que haya sido, la pandemia quizás no sea lo que más debería estarnos preocupando en el mundo y específicamente en las universidades.

A manera de conclusión

Los efectos desfavorables de la pandemia en los procesos educativos no compensan de ningún modo los efectos favorables. Unos y otros efectos no se ubican en los mismos planos o niveles. No ganamos de un lado lo que perdemos del otro.

Lo seguro es que el coronavirus trastornó la educación y causó profundos cambios en ella como aquellos a los que me he referido. Algunos de estos cambios no han sido revertidos y quizás terminen percibiéndose como irreversibles. Hay aspectos de los procesos educativos, especialmente los asociados con el uso de las nuevas tecnologías, que tal vez nunca vuelvan a ser como habían sido hasta ahora.

Para bien o para mal, nos encontramos en otro mundo que el conocido en 2019. Quizás estemos ahora mejor preparados en las escuelas y universidades para afrontar situaciones como la pandémica, situaciones que podrían volverse cada vez más graves y frecuentes a medida que nos internamos en la fase final del antropoceno, o, mejor dicho, del capitaloceno, como lo ha llamado la teórica feminista Donna Haraway. Estamos aprendiendo a lidiar contra las catástrofes. Ojalá muy pronto, antes de que sea demasiado tarde, aprendamos y enseñemos a evitarlas.

Marx / Lacan: el abismo, la homología, la compatibilidad y el reverso

Versión en español de la conferencia dictada en el coloquio En finir avec la psychanalyse?, organizado por la asociación Le Pari de Lacan en el auditorio del IRIS, París, 12 de junio de 2022.

David Pavón-Cuéllar

El tema de mi conferencia me fue propuesto por Pierre Bruno bajo la forma de una diagonal entre los nombres de “Marx” y de “Lacan”. Mi interpretación de esta diagonal es aquello de lo que hablaré ahora. Examinaré lo que hay entre los campos designados por los nombres de “Marx” y “Lacan” desde el punto de vista del propio Lacan.

Me ocuparé de lo que Lacan descubre entre él y Marx, entre sus respectivos campos, entre el psicoanálisis y el marxismo. Las indicaciones de Lacan al respecto son muy variadas, pero pueden reagruparse bajo las rúbricas de cuatro expresiones del propio Lacan: el abismo, la homología, la compatibilidad y el reverso. Comencemos por el abismo.

Abismo

En el Acta de fundación de la Escuela Freudiana de París, Lacan descubre un “abismo incolmable” entre Marx y Freud[1]. Este abismo excluye no sólo el intento freudomarxista de aproximar e integrar los campos marxista y freudiano, sino también la propensión a enfrentar los dos campos de tal modo que uno comprendería, cuestionaría y eventualmente refutaría al otro. Los campos no pueden comunicar así entre ellos porque están separados por un abismo que los vuelve inalcanzables el uno para el otro.

El abismo debería detener a marxistas y freudianos a la hora de intentar descalificarse unos a otros. Por un lado, como lo advierte Lacan en su misma Acta de Fundación, la “sospecha no disipada” en el campo de Marx no puede nada contra la “esperanza de la verdad” en el campo freudiano[2]. Por otro lado, como lo reconoce Lacan en sus Respuestas a estudiantes de filosofía, “el psicoanálisis no tiene el más mínimo derecho a interpretar la práctica revolucionaria” del marxismo[3].

Los marxistas no deberían dejarse afectar por las interpretaciones psicoanalíticas de la revolución en términos de Edipo no resuelto y revuelta contra el padre, así como el psicoanálisis no tendría que preocuparse por su caracterización marxista como pseudociencia burguesa decadente. Los reproches de un campo no tienen mucho sentido para el otro campo, lo que no supone que los campos deban abstenerse de referirse el uno al otro. Lacan vislumbra incluso una mutua interpelación: él mismo cuestionó a Marx y al marxismo, pero también fue receptivo a críticas marxistas del psicoanálisis.

Por ejemplo, en Posición del inconsciente, Lacan “encuentra justificada la prevención con que el psicoanálisis tropieza en el Este”, considerando que al psicoanálisis “le tocaba no merecerla”, no sometiéndose a “la clase de interés que la psicología viene a servir en nuestra sociedad presente”[4]. De modo análogo, en Radiofonía, Lacan se alía con los marxistas al reprocharles a los psicoanalistas que “hagan profesión” de política por más que “no quieran saber nada” sobre ella[5]. En ambos casos, Lacan está de acuerdo con los marxistas que denuncian las implicaciones políticas de la práctica psicoanalítica y su complicidad con el sistema capitalista. Esta complicidad es evidente para Lacan, al menos en lo que se refiere a cierto psicoanálisis americanizado y psicologizado.

Homología

Lacan recurre al discurso marxista para criticar el psicoanálisis en lugar de limitarse a emplear ideas freudianas para cuestionar el marxismo. Puede así desplazarse entre las dos perspectivas porque parece asumir entre ellas una profunda continuidad y no sólo un abismo incolmable. De hecho, hay múltiples aserciones en las que Lacan acentúa simultáneamente la irreductible diferencia y la total coincidencia entre Marx y Freud.

En una conferencia de 1967 en Estrasburgo, Lacan observa que Freud tiene “un prestigio del mismo orden” que el de Marx, pero sin sus “consecuencias cataclísmicas”[6]. La diferencia reside aquí solamente en que el psicoanálisis no trastornara el mundo como lo hizo el marxismo. Sin embargo, aunque los efectos fueran diferentes, la causa marxiana y la freudiana coinciden en aquello por lo que son descritas de las mismas formas, como propuestas inmorales o subversivas, como factores disolventes de la sociedad burguesa, como síntomas de una crisis de la modernidad, como expresiones de una escuela de la sospecha y como muchas otras cosas. 

En el mismo año de 1967, en el seminario de la Lógica del fantasma, Lacan aclara lo que entiende por el prestigio del mismo orden. Marx y Freud coinciden en enseñarnos que “el sujeto es perfectamente cósico”, una “burbuja” que “puede reventarse”, pero difieren otra vez porque el triunfo de Freud es menos evidente, quizás paradójicamente porque “fue más lejos”[7]. Ahora entendemos por qué Freud no produce cataclismos como las revoluciones de los marxistas: no los produce porque va más lejos que Marx, pero va más lejos que él en la misma dirección marcada por él, hacia la misma concepción materialista del sujeto como cosa que puede reventarse, lo que explica por qué Marx y Freud tienen un prestigio del mismo orden.

El marxismo y el psicoanálisis pueden tener las mismas resonancias porque Freud va en la misma dirección que Marx. Es por esto que Lacan ya detectaba desde 1960, desde el seminario sobre La ética del psicoanálisis, un “lado marxista del sentido en el que se articula la experiencia indicada por Freud”[8]. Lacan sabía desde luego que Freud no profesaba el marxismo, pero discernía el aspecto marxista de una investigación freudiana que se cruzaba constantemente con la de Marx.

Como lo observa Lacan en 1968 durante su seminario De un Otro al otro, el marxismo y el psicoanálisis “pasan por los mismos puntos radicales”, aunque “no se desarrollan absolutamente, desde luego, sobre el mismo campo”[9]. Hay aquí dos campos con un abismo incolmable entre ellos, pero podemos tropezar con lo mismo en los dos. El discurso marxiano y el freudiano convergen, intersectan, ya que llegan hasta los mismos lugares, como el del sujeto perfectamente cósico.

El marxismo y el psicoanálisis, en suma, son homólogos. En los términos de Lacan, la homología no es la analogía, sino que “se trata de lo mismo”, de “la misma cosa”[10]. Ya vimos cómo tropezamos con las mismas cosas, no sólo con cosas semejantes, en los campos de Marx y de Freud y Lacan. Los dos campos nos ofrecen manifestaciones o versiones homólogas de lo mismo y es por esto que hay una homología entre ellos.

La homología implica lo que Lacan describe como una “identidad” en la referencia[11]. Lo idéntico son los puntos radicales de cruce entre el marxismo y el psicoanálisis. Varios de estos puntos fueron identificados por Lacan. Ya nos referimos al sujeto cósico, pero conviene recordar también el síntoma, el inconsciente, el sujeto y el objeto pequeño a. Conociendo todo esto, Marx se adelantó a una parte fundamental de lo que Lacan teorizó un siglo después.

¿Qué nos quedaría de la teoría lacaniana sin lo anticipado por Marx, sin el objeto a, el sujeto, el inconsciente y el síntoma? Es revelador que Lacan haya puesto estos conceptos, no sólo en el centro de su teoría, sino en el centro de la relación homológica entre él y Marx. Comprobamos que esta homología es central en la teoría lacaniana, lo que justifica sobradamente que nos detengamos al menos un instante en cada uno de los conceptos que tienen manifestaciones homológicas en Marx y en Lacan.

El primero de los conceptos aparece ya desde 1946 en Acerca de la causalidad psíquica. Es la verdad como objeto de la “pasión de revelar” de Marx, Freud y otros[12]. Esta verdad se asocia en 1966, en los Escritos, con la idea freudiana del síntoma como retorno de lo reprimido, como “retorno de la verdad como tal en la falla de un saber”[13]. Lacan insiste en que tal idea no fue inventada por Freud, sino por Marx, quien supo desentrañar una verdad como la del capitalismo en la sintomatología de sus crisis, sus contradicciones y el sufrimiento de los sujetos.

Los dos siguientes puntos de cruce entre el marxismo y el psicoanálisis lacaniano, ambos enunciados en 1967 en el seminario sobre La lógica del fantasma, son el ya mencionado reconocimiento del sujeto cósico y la consideración de la “estructura”, de lo “latente”, que Lacan atribuye a Marx[14]. Un año después, en el seminario De un Otro al otro, la consideración de esta estructura convierte a Marx en el primer “estructuralista”[15]: el primero que refuta la posibilidad lógica de un “metalenguaje”[16]. Al evidenciar que no puede pensarse al exterior de la estructura económica y del horizonte de la historia, Marx efectúa ya el gesto que repiten Freud y Lacan al mostrarnos que no hay Otro del Otro, sino sólo el lugar del Otro, el inconsciente como discurso del Otro, los significantes que remiten a otros significantes y no a cosas ni a significados, no a la realidad ni a la conciencia.

Finalmente, en 1968, Lacan sitúa su homología con Marx en “la función del objeto pequeño a” que emerge con la interpretación marxiana de la “plusvalía” y se “aísla” en la noción lacaniana de “plus-de-gozar” [17]. El único problema de Marx fue simbolizar y contabilizar este objeto como plusvalor, pero siempre supo que había ahí un objeto perdido y sin sentido que resistía a cualquier simbolización, valorización y contabilización. Este objeto del psicoanálisis fue también atribuido por Lacan a Marx, en 1972, bajo dos otras formas: en El atolondradicho, como una “pérdida” implicada en el “progreso” de los progresistas[18]; en el seminario Ou Pire, como un sinsentido que “decolora” el idealismo filosófico hegeliano[19]. Si Marx es materialista y no idealista ni progresista, es precisamente, para Lacan, porque ha descubierto el objeto que luego será el del psicoanálisis.

Al llegar a manifestaciones homólogas de cosas idénticas, los discursos marxista y freudiano-lacaniano son también homólogos entre sí. La homología es aquí una coincidencia de esos discursos en el materialismo, en el estructuralismo y en la pasión por la verdad, pero también en la poesía. En 1977, en el seminario El momento de concluir, Lacan describe a Marx y a Freud, en efecto, como poetas porque logran hacer pasar la “relación sexual” en sus discursos, lo que explicaría quizás los flujos transferenciales a través de instituciones psicoanalíticas y movimientos comunistas[20].

Compatibilidad

Los marxistas y freudianos viven a su modo la homología entre Marx y Freud. Se relacionan de formas homólogas con sus maestros no sólo en el amor, sino en una traición que adopta diferentes formas en Lacan: en 1959, marxistas y freudianos traicionan a sus maestros al idealizar el pasado en una “ficción pastoral”[21] ; en 1960, al profesar el “prejuicio burgués” del progresismo[22]; en 1964, al aceptar las “falsas evidencias” del yo y el sentido común de la koiné[23]; en 1966, al dejarse llevar por el “humanismo”[24]; y en 1972 y 1973, al confundir sus legados con “concepciones del mundo”[25]. Si los marxistas y los freudianos pueden coincidir así en sus traiciones, es porque hay también una coincidencia en lo que traicionan. Marx y Freud coinciden en algo que puede ya definirse negativamente como una posición incompatible con la Weltanschauung, con el humanismo, con el sentido común, con el progresismo y con las ficciones pastorales.

Resulta, curiosamente, que para Lacan la incompatibilidad de los marxistas y los freudianos con sus respectivos maestros es mayor que la que existe entre Marx y Freud. Entre Marx y Freud, de hecho, no hay ninguna incompatibilidad para Lacan. En el seminario …o peor, en efecto, Lacan afirma sin ambages que Marx y Freud “son perfectamente compatibles” y que por lo tanto no tiene sentido ni “acordarlos” ni mucho menos hacer una “mezcla” entre ellos[26].

Como intento de mezcla, el freudomarxismo no fue para Lacan sino un “embrollo inextricable”, como lo dice en 1973 en su Introducción a la edición alemana de los Escritos[27]. ¿Cómo no embrollar los términos homólogos con sus referencias idénticas al intentar acordar y mezclar todo esto consigo mismo? Es verdad que el marxismo y el psicoanálisis resultan compatibles entre sí, pero esto sólo implica, según la etimología, compatior, sufrirse o tolerarse juntos, pero sólo juntos, el uno con el otro, sin pretender superar el abismo entre ellos.

Reverso

Ahora que recordamos el abismo, quizás nos preguntemos cómo puede abrirse entre dos manifestaciones de lo mismo, entre dos cosas que son compatibles e incluso homólogas entre sí. Pienso que la respuesta lacaniana se encuentra en la topología del reverso. Freud y Lacan están del otro lado de Marx. El anverso y el reverso están separados por un abismo, pero no por ello dejan de ser los dos lados de lo mismo, dos lados complementarios, homólogos, que remiten a una identidad.

Lacan sitúa su campo más de una vez al reverso del de Marx y del marxismo. Primero, en el seminario De un Otro al otro, invoca el concepto marxiano de plusvalor y “cuelga, superpone, reviste en su reverso la noción de plus-de-gozar”[28]. Luego, en el seminario intitulado precisamente El reverso del psicoanálisis, identifica este reverso con un discurso del amo cuyo “mantenimiento” es asegurado por Marx[29] y que “puede aclararse en una especie de pureza” en la política, la revolución y el marxismo[30]. Finalmente, en el mismo seminario, nos dice que podremos haber leído Marx y no “comprenderemos nada” si no leemos El reverso de la historia contemporánea de Balzac[31]. Lo que encontramos en esta novela de 1848, al reverso de las revoluciones y las luchas de clases de las que se ocupaba Marx, es un grupo secreto de caridad “sabia” y “razonada” que intenta elucidar los resortes más íntimos de la miseria única de cada sujeto singular, en una suerte de prefiguración del psicoanálisis[32]

El campo lacaniano del síntoma singular y del plus-de-gozar aparece al reverso del campo marxiano de la plusvalía y de la trama sintomática de la historia. Cada campo nos dice mucho sobre el otro. Nos dice su verdad, lo que oculta en su reverso, un reverso que “es consonante con verdad”, como nos dice Lacan[33].

Según lo que Lacan también observa en La ciencia y la verdad, el psicoanálisis nos revela una “dimensión de la verdad”, la del “drama subjetivo”, que está en la base de la base del marxismo[34]. Esta idea, central para la teoría lacaniana y su relación con Marx, podría provenir de una lectura que impresionó al joven Lacan, la del Carácter materialista del psicoanálisis de Jean Audard, quien planteaba en 1933 que el marxismo, para ser auténticamente materialista, debería profundizar hasta la base material inconsciente “primitivamente sexual” de la base consciente científica-tecnológica de las fuerzas productivas, es decir, hasta el nivel del sujeto del que se ocupa el psicoanálisis[35]. Audard intuye que profundizar en el discurso marxista significa atravesarlo y llegar hasta su verdad, hasta su reverso, hasta el psicoanálisis.

A manera de conclusión

La intuición de Audard fue compartida por Siegfried Bernfeld, quien también entrevió el reverso freudiano del marxismo al sondear ya desde los años 1920 las “pulsiones humanas” en el fondo inconsciente de la economía[36]. Esto le hizo merecer la crítica de Wilhelm Reich, quien prefería penetrar hasta el fondo socioeconómico del inconsciente, viendo en él una suerte de extimidad lacaniana, lo que le permitió llegar entre 1933 y 1934 al reverso marxista del psicoanálisis[37]. Reconciliando a Reich con Bernfeld, Otto Fenichel planteó en el mismo año de 1934 que en el mundo exterior la economía es la base del psiquismo, mientras que en el mundo interior “la base material se torna superestructura”[38].

En Fenichel el mundo externo y el interno son el mismo, pero al revés, como en la cinta de Moebio o en la Botella de Klein. Si los freudomarxistas hubieran conocido la topología lacaniana, tal vez le habrían parecido menos embrollados a Lacan. Yo pienso que algunos de ellos iban por el buen camino al atravesar fantasías usuales del marxismo y del psicoanálisis.

Audard y Bernfeld atravesaron cierto economicismo marxista para llegar a su verdad, a su reverso freudiano, el de las pulsiones y otros factores que rigen el sistema capitalista. Reich supo atravesar cierto psicologismo psicoanalítico para llegar a su verdad, a su reverso marxista, el de un sistema capitalista que subsume cada vez más el sistema simbólico de lenguaje, convirtiendo el discurso y el goce del Otro en discurso y goce del capital. Fenichel supo cómo hacer ambas cosas al afrontar el mismo abismo.

Los freudomarxistas afrontan el abismo, no para colmarlo, sino para cruzarlo. Audard, Bernfeld y Reich profundizan en cada lado hasta llegar a su reverso. Fenichel avanza por la superficie hasta que el mismo lado se convierta en su reverso a través de su torsión moebiana. Por su parte, Lacan intenta desembrollar todo esto al enunciar lo que hay entre los dos lados: el reverso, la compatibilidad, la homología y el abismo.


[1] Jacques Lacan, « Acte de fondation », in Autres écrits, , París, Seuil, 2001, p. 237.

[2] Ibid.

[3] Lacan, « Réponses à des étudiants en philosophie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 208.

[4] Lacan, « Position de l’inconscient », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, p. 313.

[5] Lacan, « Radiophonie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 438.

[6] Lacan, « Conférence à la Faculté de Médecine de Strasbourg ». Inédito.

[7] Lacan, Le séminaire, Livre XIV, La logique du Fantasme, 22.02.67. Inédito.

[8] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse, París, Seuil, 1986, 04.05.60, p. 246.

[9] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 12.02.69, p. 172

[10] Ibid., 27.11.68, pp. 45-46

[11] Ibid.

[12] Lacan, « Propos sur la causalité psychique », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, p. 192.

[13] Lacan, « Du sujet enfin mis en question », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, pp. 231-232

[14] Lacan, Le séminaire, Livre XIV, La logique du fantasme, 12.04.67. Inédito.

[15] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 13.11.68, pp. 16-17.

[16] Lacan, « Radiophonie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 434.

[17] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, op. cit., 13.11.68, pp. 16-18.

[18] Lacan, « L’étourdit », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 494.

[19] Lacan, Le séminaire, Livre XIX, …ou pire, París, Seuil, 2011, 08.03.72, p. 118.

[20] Lacan, Le séminaire, Livre XXV, Le moment de conclure. Inédito.

[21] Lacan, « À la mémoire d’Ernest Jones : sur sa théorie du symbolisme », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, pp. 190-191.

[22] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse, París, Seuil, 1986, 04.05.60, p. 246.

[23] Lacan, « Position de l’inconscient », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, pp. 316-317.

[24] Lacan, « Note à ‘Subversion du sujet et dialectique du désir’ », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, p. 308.

[25] Lacan, « Séance extraordinaire de l’École belge de psychanalyse », Quarto, n° 5, 1981, p. 12. Ver también: Le séminaire, Livre XX, Encore, París, Seuil (poche), 1999, 09.01.73, p. 42.

[26] Lacan, Le séminaire, Livre XIX, …ou pire, París, Seuil, 2011, 21.06.72, p. 224.

[27] Lacan, « Introduction à l’édition allemande des Écrits », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 555.

[28] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 20.11.68, p. 29.

[29] Lacan, Le séminaire, Livre XVII, L’envers de la psychanalyse, París, Seuil, 1991, 17.12.69, pp. 33-35.

[30] Ibid., 18.02.70, p. 99

[31] Ibid., 17.06.70, p. 219

[32] Balzac, L’envers de l’histoire contemporaine (1848), París, Librairie Nouvelle, 1860, pp. 84-85, 148.

[33] Lacan, Le séminaire, Livre XVII, L’envers de la psychanalyse, op. cit., 21.01.70, p. 61.

[34] Lacan, « La science et la vérité », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, pp. 349-350.

[35] Jean Audard, Du caractère matérialiste de la psychanalyse (1933), Littoral 27/28 (1989), p. 208.

[36] Siegfried Bernfeld, Sisyphus or The Limits of Education (1925), Berkeley, University of California Press, 1973, p. 64.

[37] Wilhelm Reich, La psicología de masas del fascismo (1933), Ciudad de México, Roca, 1973, p. 27. Materialismo dialéctico y psicoanálisis (1934), Ciudad de México, Siglo XXI, 1989, pp. 10-15.

[38] Otto Fenichel, Sobre el psicoanálisis como embrión de una futura psicología dialéctico materialista (1934), en Ian Parker y David Pavón-Cuéllar (coord.), Marxismo, psicología y psicoanálisis, Ciudad de México, Paradiso, p. 229.

Salud mental y economía libidinal

Salud mental y economía libidinal

Conferencia organizada por el Foro del Campo Lacaniano de México en el Auditorio Fernando Díaz Ramírez de la Universidad Autónoma de Querétaro, el 13 de mayo de 2022

David Pavón-Cuéllar

Alcmeón, Hipócrates, Erixímaco: salud como equilibrio

Es común que la salud se conciba como una forma de armonía, conformidad o equilibrio. Esta concepción es muy antigua y se encuentra bastante difundida en diversas culturas. En el mundo occidental, sus orígenes pueden rastrearse hasta la antigüedad griega.

El médico y filósofo presocrático Alcmeón de Crotona, quien vivió aproximadamente entre los años 500 y 450 antes de nuestra era, ya definía la salud como un “equilibrio de fuerzas” (dynámeis), como una “mezcla bien proporcionada”, como una relación balanceada entre lo húmedo y lo seco, entre lo frío y lo caliente, entre lo amargo y lo dulce.[1] El “predominio” de una de estas fuerzas sobre su opuesta era “destructivo” y provocaba la enfermedad, la cual sobrevenía a causa de un “exceso”, a causa de “abundancia o carencia”.[2] Curar consistía, entonces, en compensar, contrabalancear, equilibrar.

La concepción de la salud como estado equilibrado reaparece en la teoría de los cuatro humores de Hipócrates. Los Tratados Hipocráticos postulan que “el estado más saludable del hombre es aquel en que todos los elementos están cocidos y en equilibrio, sin que ninguno deje que se destaque su principio activo particular”.[3] Cuando un humor se destaca sobre los demás, tenemos la enfermedad, que es causada por la “intemperancia” (akrasie), por la “exacerbación” de ciertos humores.[4] El exceso debe ser entonces temperado para curar al enfermo. Es así como se restablece una salud que Hipócrates concibe como templanza o temperancia, como buena proporción, como una mezcla bien proporcionada.

La misma concepción de la salud es expuesta por el médico Erixímaco en el Banquete de Platón. Al intervenir en este famoso diálogo sobre el amor, Erixímaco describe el equilibrio saludable como “justicia y templanza”, pero también como “amor y concordia entre elementos contrarios”, y además, a través de una metáfora musical, como “armonía y consonancia”, como “acuerdo entre cosas opuestas”.[5] Aunque estos aspectos definitorios de la salud vayan más allá del equilibrio, parecen derivar de él y presuponerlo bajo formas como la moderación en el goce o la “debida y templada armonía” entre opuestos.[6] El exceso de uno de los opuestos y el resultante desequilibrio entre los dos es aquí también la causa de la enfermedad.

Lacan: oposición en el equilibrio

Las palabras de Erixímaco atrajeron la atención de Jacques Lacan en su octavo seminario sobre La transferencia. En la sesión del 14 de diciembre de 1960, Lacan elogió a Erixímaco por ir al meollo de un problema que sigue siendo el nuestro. Mientras que nosotros nos extraviaríamos al intentar definir la salud y la enfermedad, Erixímaco y la gente de su tiempo irían “derecho a la antinomia esencial”.[7] Esta antinomia es la que subyace precisamente a la concepción de la salud como equilibrio y a su contraposición al desequilibrio.

Lacan observa que el equilibrio permanece en el centro de nuestra concepción de la salud. Estaríamos, entonces, en el mismo punto en el que se encontraban Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco hace casi dos mil quinientos años. Al igual que ellos, concebimos la salud como equilibrio, como acuerdo, consonancia o armonía. El problema para Lacan es que estas ideas, ahora como en la antigüedad, no han sido examinadas y criticadas.

Todavía no tenemos claro lo que significa exactamente afirmar que lo saludable está equilibrado o en armonía. Sin embargo, como sabemos, esta afirmación tan enigmática, más intuitiva que científica, sigue operando entre los médicos. Hay aquí, según Lacan, algo fundamental que “no se ha elucidado” para la medicina moderna con sus “debilidades” que se delatan en sus pretensiones mismas de cientificidad.[8] En esto, nos dice también Lacan, “no estamos muy avanzados con respecto a la posición de Erixímaco”.[9] Tal vez ese médico griego estuviera incluso más avanzado que nosotros, pues recordemos que él, a diferencia de nosotros, sí iba al meollo del asunto.

Lacan sitúa el meollo del asunto en el seno de la armonía, en su relación con ella misma, en la “medida” o la “proporción” como esencia del equilibrio[10]. Aquí Erixímaco difiere de Heráclito y lo critica, diciéndonos literalmente, en El Banquete, que “es absurdo decir que la armonía es una oposición, o que consiste en elementos opuestos”, porque “la armonía es una consonancia, la consonancia es un acuerdo, y no puede haber acuerdo entre cosas opuestas que no concuerdan, que no producen armonía”.[11] En este punto, Lacan toma partido por Heráclito y lo defiende contra Erixímaco, objetando que  “toda suerte de modelos de la física nos han aportado la idea de una fecundidad de los contrarios, de los contrastes, de las oposiciones, y de una no-contradicción absoluta del fenómeno con respecto a su principio conflictivo”.[12] En otras palabras, el conflicto es productivo, pero no es resuelto ni superado ni trascendido por sus productos. Los efectos del conflicto no contradicen el conflicto, siguen siendo tan conflictivos como el conflicto mismo. Por lo tanto, si la salud surge de la oposición entre fuerzas o humores, entonces esta oposición persiste en la salud.

El estado saludable, tal como lo concibe Lacan, es oposicional, conflictivo, contradictorio, por más armonioso que sea. Por más equilibro que haya en un estado saludable, se trata de un equilibrio habitado por la oposición, un equilibrio entre elementos opuestos, contradictorios. Son estos elementos los que se equilibran en la salud, pero su equilibro es invariablemente frágil, precario, momentáneo.

Irremediable patología

La objeción de Lacan puede aplicarse a Erixímaco lo mismo que a Hipócrates y a Alcmeón. Los tres médicos antiguos conciben la salud como un equilibrio entre fuerzas opuestas, pero Lacan les objeta que el equilibrio no puede trascender ni superar la oposición entre las fuerzas equilibradas. Esta oposición persiste siempre en el organismo y especialmente en el plano anímico o psíquico, desgarrando la existencia y la experiencia, dividiendo al sujeto. La división del sujeto no se cura ni se remedia en un supuesto estado armonioso de salud mental.

El saludable yo sintético de la psicología es puramente imaginario. Lo cierto es que no hay síntesis posible entre los elementos contradictorios constitutivos de la subjetividad. Los elementos no dejan de contradecirse al armonizarse o equilibrarse.

La contradicción es irreparable. En términos filosóficos frankfurtianos, la dialéctica es irreparablemente negativa. En términos psicoanalíticos, la existencia es irremediablemente patológica.

La patología es inherente a la condición del sujeto. Como decía Norman O. Brown, el ser humano es un “animal neurótico”.[13] Esta neurosis definitoria de la humanidad sería un descubrimiento fundamental de Sigmund Freud. Lo que el médico vienés habría descubierto, como lo nota Attila József, es que no hay más sujetos que los “enfermos”.[14] Digamos que no hay más sujetos que los divididos por fuerzas opuestas como aquellas a las que se referían Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Aunque las fuerzas se equilibren unas a otras en la salud mental, no dejan de oponerse y así desgarrar la existencia y experiencia del sujeto, una experiencia necesariamente patológica.

Freud: lo enfermo en lo sano

En 1914, al recapitular la historia del psicoanálisis, Freud recordaba cómo el análisis de los “hechos patológicos” le había mostrado “su trabazón con la vida anímica normal”[15]. El psicoanálisis descubre, en efecto, cómo la normalidad se traba, se anuda, se vincula internamente con la patología. La vinculación es tan profunda, tan esencial, que Freud no duda en reconocer años después, en sus Nuevas lecciones de 1932, que “estrechos nexos, y aun íntima identidad, entre los procesos patológicos y los normales”[16].

Difícil decidir, entonces, dónde termina lo sano y dónde comienza lo enfermo. Si hay una diferencia, es más gradual que tajante y más práctica o experiencial que teórica o esencial. Freud ya decía desde 1904, en la exposición de su método, que “la salud y la enfermedad no se diferencian por principio, sino que sólo están separadas por umbrales de sumación determinables en la práctica”.[17] De acuerdo a la práctica, podemos aceptar a un sujeto como sano, según lo que Freud nos dice, cuando tiene “capacidad de rendimiento y de goce”.[18] Mientras un sujeto disfrute y trabaje, Freud lo considera prácticamente sano, pero esto no es un juicio ni diagnóstico sobre una supuesta condición esencial del sujeto. Más allá de lo que el sujeto siente y rinde, el método psicoanalítico no permite distinguir lo sano y lo enfermo.

El psicoanálisis no sólo borra la frontera entre la enfermedad y la salud mental, sino que de cierta forma reabsorbe lo sano en lo enfermo, revelándonos como lo enfermo subyace a lo sano, lo habita y lo fundamenta, conteniendo su verdad. Es por esto que Freud considera, como lo dice ya desde 1890 en Tratamiento psíquico o del alma, que “sólo tras estudiar lo patológico se aprende a comprender lo normal”.[19] Debe resaltarse que Freud no está diciendo aquí simplemente que la normalidad y la patología puedan comprenderse una a partir de la otra. Freud no está diciendo que lo sano posibilite la comprensión de lo enfermo, sino sólo que lo enfermo permite comprender lo sano. Esto es así porque la enfermedad es la reveladora, porque ella es de algún modo más verdadera que la salud, porque en lo enfermo se descubre lo que se encubre en lo sano, porque es en la patología en la que radica la verdad de la supuesta normalidad.

Como lo observa Freud en Un caso de curación por hipnosis en 1892, la verdad que se “inhibe y rechaza” en el comportamiento normal es la que “sale a la luz” en la histeria.[20] El cuadro histérico, patológico, pone al descubierto la verdad oculta de la salud mental. Sabemos que en Freud esta verdad es la verdad de los conflictos psíquicos, de aquellas oposiciones que Lacan juzga insuperables, no pudiendo superarse en el sano equilibro al que se refieren Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco.

Concepción adaptativa y productiva de la salud mental

Debe reiterarse que el equilibrio entre fuerzas está siempre habitado por la oposición entre las fuerzas equilibradas. La clave misma del equilibrio estriba en la oposición. Es la oposición la que se resuelve de un modo u otro en el equilibrio. Es también porque las fuerzas se oponen de cierto modo, porque son las que son en virtud de su oposición, que luego pueden equilibrarse de cierta forma en la salud mental. Es por esto que Freud busca desentrañar la verdad de lo normal en lo patológico, en la tensión y la contradicción, en el conflicto psíquico y en el resultante desgarramiento de la experiencia del sujeto.

Lacan está de acuerdo con Freud y es por este acuerdo que discrepa de Erixímaco. Mientras que el médico griego sitúa la esencia de la salud en el equilibrio entre fuerzas opuestas que superan su oposición al equilibrarse, Lacan descubre el meollo de la salud en la oposición entre las fuerzas equilibradas que pueden equilibrarse precisamente porque no superan su oposición al equilibrarse. La oposición persiste y por lo tanto la salud no es el estado ideal, imaginario, de un yo que supera su división y que se reconcilia consigo mismo, armonizándose y acordándose con lo que es, como creían Erixímaco, Hipócrates y Alcmeón, y como aún lo creen ciertos psicoanalistas y muchos psicólogos.

No pudiendo superar el desgarramiento de su experiencia, no pudiendo adaptarse a su propio ser, el sujeto es mucho menos capaz de adaptarse a lo que le rodea. La idea psicológica de la salud mental como condición adaptada será también categóricamente rechazada por Lacan. El psicoanalista francés encuentra en esta idea el correlato de la anterior: el yo adaptado a sí mismo es el yo adaptado al otro, a la imagen especular del otro, a la imagen de sí mismo en el espejo. Este otro yo, tan otro como yo, permite superar en lo imaginario la división del sujeto con respecto a sí mismo y con respecto al mundo que se abre en el vacío del propio ser, del objeto del que estoy dividido.

En 1955, en La cosa freudiana, Lacan rechaza la noción adaptativa de salud por ver en ella la imposición al sujeto de una “medida” que no es la suya.[21] Años después, en 1966, en un violento debate con médicos en La Salpetrière, Lacan explica esta imposición de la medida normativa de salud a la “empresa universal de productividad” en relación con “el goce del cuerpo”[22]. El goce productivo del cuerpo aparece entonces como el sentido fundamental de la salud adaptativa del sujeto. El sujeto debe estar sano al adaptarse al sistema económico para que así el sistema pueda gozar de su cuerpo en la producción.

Digamos que es para explotar, para gozar productivamente de los cuerpos, que el Otro, un Otro cada vez más subsumido en el capitalismo, necesita de sujetos sanos, bien adaptados. La salud es aquí la adaptación a los fines productivos del sistema simbólico de la cultura que va quedando totalmente subsumido en el sistema económico del capitalismo. El sujeto adaptado al goce del capital, a la producción capitalista de más y más plusvalor, es cada vez más el sujeto saludable de la medicina y la psicología dominante.

Descartando la noción adaptativa y productiva de la salud, Lacan ya nos planteaba en 1953, en su conferencia Simbólico, imaginario y real, que “el propósito de toda salud no debería ser, como se cree, adaptarse a un real más o menos bien definido, bien organizado, sino hacer que se reconozca la propia realidad, el propio deseo”, lo que sólo se consigue al “simbolizarlo”.[23] Sobra decir que la simbolización y el resultante reconocimiento del propio deseo, lejos de ser un gesto adaptativo, tiende a ser un acto sintomático disruptivo, subversivo, incluso revolucionario. Lo seguro es que esta idea lacaniana subversiva de la salud como conquista del reconocimiento de nuestro deseo, de la escucha de nuestro síntoma, es diametralmente opuesta a la idea psicológica adaptativa de la salud como aceptación del goce del Otro y ahora cada vez más del capital.

Además de entrar en contradicción con la psicología, Lacan también difiere aquí de la idea práctica freudiana de la salud como goce y rendimiento. Freud se revela tan perspicaz y agudo como siempre al descubrir goce y rendimiento en la noción de salud, pero habría que preguntarle de qué o de quién es el goce, para qué o para quién es el rendimiento y a qué o a quién le conviene y debe atribuirse esa noción de salud. Freud no puede ya darnos respuestas para estas preguntas, pero nosotros aún podemos responder con lo elaborado por Lacan: en primer lugar, el goce es del Otro, cada vez más del capital; en segundo lugar, el rendimiento, la productividad, es para la producción en la que radica el goce del mismo Otro; en tercer lugar, la noción de salud como goce y rendimiento sólo puede ser adoptada por un dispositivo al servicio del Otro, al servicio del capital y a costa del sujeto, y no por el psicoanálisis que debería más bien apostar por el sujeto, por su propia medida, por su propio deseo y por el reconocimiento de este deseo.

La medicina y la termodinámica en Freud

Apostar por el sujeto y por el reconocimiento de su deseo es también, para Lacan, apostar por la división del sujeto, por el desgarramiento de su experiencia, por su desadaptación con respecto a sí mismo y no sólo en relación con el mundo. El sujeto que asume su división es el mismo que acepta su deseo y que puede esforzarse en simbolizarlo y en que sea reconocido. Este sujeto, el que nos hace escuchar la palabra sintomática de su verdad, sería el más próximo a la salud mental, si es que en Lacan aún tuviera sentido hablar de salud mental. En realidad, no parece tener mucho sentido, pues vemos que la salud se encuentra en lo tradicionalmente considerado patológico, en el síntoma y en su escucha, en el reconocimiento disruptivo y subversivo del propio deseo, así como en la correlativa división del sujeto y en su experiencia desgarrada por oposiciones irreductibles.

Ahora bien, al aceptar la irreductibilidad de las oposiciones, así como el carácter irremediable del desgarramiento y la división del sujeto, Lacan también discrepa, si no de Freud, sí al menos de cierto Freud. La discrepancia de Lacan es con respecto al joven Freud que se mantiene aún aferrado a la noción médica de salud como equilibrio y armonía que atraviesa toda la historia de la medicina y que ya encontrábamos en Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Al igual que ellos, Freud llegó a vislumbrar en su juventud un estado equilibrado, armónico, en el que habría un relativo apaciguamiento de los conflictos que él mismo estaba descubriendo.

Hay que decir que los conflictos descubiertos por Freud no son totalmente ajenos a los que ya eran presentidos por los médicos antiguos. El mismo Erixímaco ya situaba esos conflictos, al igual que Freud, en el terreno de lo erótico, de lo sexual o libidinal, e incluso definía la medicina como “la ciencia del amor corporal”.[24] Traduciendo esta definición como “ciencia de las eróticas del cuerpo”, Lacan ve en ella, por cierto, “la mejor definición del psicoanálisis”.[25] Lo importante aquí es que aquello corporal y erótico-amoroso de lo que se ocuparían el psicoanálisis de Freud y la medicina de Erixímaco estaría constituido por conflictos que podrían superarse en la salud lo mismo para el médico griego antiguo que para el vienés del siglo XIX.

Aunque Freud aceptara que el psiquismo estaba siempre atravesado por tensiones, esto no le impidió representarse un sano equilibrio en el que se relajarían y se calmarían estas mismas tensiones. La representación freudiana de este equilibrio es la representación de una economía sexual o libidinal perfectamente consonante con la termodinámica: una representación económica en la que el equilibrio aparece como distensión y como descarga de energía, mientras que el desequilibrio se presenta como tensión acumulada y como dificultad o imposibilidad para la descarga.

En la economía sexual de Freud, la tensión puede manifestarse como una dimensión energética física, exactamente como en la termodinámica, pero también puede manifestarse ya como algo psíquico. La distinción entre estas dos manifestaciones puede ser explícita. En el Manuscrito E de 1894, por ejemplo, Freud explica hipotéticamente la melancolía por una acumulación de “tensión sexual psíquica” insatisfecha y la neurosis de angustia por una “acumulación de tensión sexual física” resultante de una “descarga estorbada”.[26] La distinción entre las variantes física y psíquica de la tensión tiende a desvanecerse para desembocar al final en el concepto radicalmente monista de una pulsión que está entre lo físico y lo psíquico.

Aun antes de llegar a la pulsión, en el Manuscrito K de 1896, Freud ya no distingue de modo tajante lo físico y lo psíquico, pero aún mantiene un discurso económico, flagrantemente heredero de la termodinámica, en el que se refiere a “montos” de tensión libidinal, asocia la neurosis obsesiva con una tensión insatisfecha y establece el carácter “inocuo” de “una tensión sexual que no tiene tiempo para devenir displacer porque es satisfecha”.[27] La satisfacción aparece aquí ya claramente como un sano equilibrio que se contrapone al desequilibrio patológico. Es lo mismo que ya encontrábamos en Erixímaco, Hipócrates y Alcmeón. La única diferencia es que, en lugar de fuerzas o humores, lo que tenemos en Freud es una tensión sexual, pero una tensión que opera igual que cualquier humor hipocrático, enfermándonos cuando aumenta, cuando es excesiva, cuando nos desequilibra porque no se satisface.

La patología se explicaría por el aumento de tensión a causa de una sexualidad insatisfecha, mientras que la satisfacción sexual disminuiría la tensión y así evitaría el estado patológico. Sabemos que esta economía sexual freudiana, que tanto influirá posteriormente en la propuesta freudomarxista de Wilhelm Reich, se impone sobre todo en los Tres ensayos de teoría sexual de 1905, donde encontramos una representación económica del “coito”, de la “unión de los genitales”, como paradigma del “alivio de la tensión sexual”.[28] Hay aquí no sólo una propuesta subversiva que desembocó a través de Reich en los movimientos de liberación sexual, sino también una justificación para el concepto normativo de la genitalidad como criterio de salud mental.

El caso es que la satisfacción genital, en los términos de Freud, nos ofrece la “extinción temporal” de una “pulsión sexual” que nos enferma si no se satisface.[29] Aunque ya estemos en el campo de lo pulsional, Freud sigue proponiendo en 1905 un discurso económico emparentado con la termodinámica. Este parentesco puede apreciarse claramente en el tercer ensayo, en el que se propone una teoría de la libido que describiría y explicaría todas las perturbaciones psicóticas y neuróticas en los términos de la “economía libidinal”, pero concibiendo la libido como “una fuerza susceptible de variaciones cuantitativas”, de “aumento y disminución”, así como también de “desplazamientos”.[30]

Aún en 1905, la concepción económica freudiana de la libido es la de una energía que se desplaza, que aumenta y disminuye, que se libera o se retiene, que se desequilibra o se equilibra. Estamos en la termodinámica, en la rama de la física que estudia las variaciones de la energía, sus estados de equilibrio o desequilibrio. Lo que Freud agrega es lo que le viene de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco, a saber, la connotación médica de lo equilibrado como sano y de lo desequilibrado como potencialmente patológico, pero lo demás corresponde a la termodinámica.

Es en el modelo científico de la termodinámica, de la física, en el que se inspira Freud hasta 1905 para proponer su modelo de economía sexual o libidinal para entender la diferencia entre lo sano y lo patológico. Esto no sólo es comprensible por el estatuto epistemológico de la física y de la termodinámica, por su prestigio como ideal clásico de rigurosidad científica y efectividad tecnológica, sino también porque una teoría del equilibrio y del desequilibrio de la energía parecía la más adecuada para asociar la idea freudiana de la tensión o pulsión sexual con la concepción médica tradicional de la salud como equilibrio y de la patología como desequilibrio. La medicina de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco encontraba en la termodinámica una garantía de modernidad y cientificidad.

De la termodinámica a la economía política

Gracias a la termodinámica, la economía sexual de Freud puede parecer moderna y científica sin dejar de perpetuar el viejo prejuicio médico ideológico de la distinción tajante entre el sano equilibrio y el desequilibrio patológico. Ahora necesitamos abandonar este prejuicio normativo, como ya vimos que lo recomienda Lacan. Sin embargo, como Lacan también lo recomienda, tenemos igualmente necesidad de liberar la visión económica libidinal freudiana del lastre de la termodinámica, remplazándolo por otro concepto de la economía, otro concepto más adecuado al psicoanálisis, como es el que nos ofrece la tradición marxista. En los términos del propio Lacan,  “las referencias y configuraciones económicas” de Marx son “más propicias” que las “provenientes de la termodinámica” para el análisis freudiano[31].

El discurso económico de Freud necesita distanciarse del modelo físico de la termodinámica para aproximarse a la crítica marxiana de la economía política. Esto supone cambiar el arsenal terminológico, pero también el modelo epistemológico del psicoanálisis. En lugar de seguir atrapados en la órbita positivista de la energía, la tensión, la distensión, el equilibrio, el desequilibrio y la descarga, necesitamos empezar a pensar en los términos críticos del valor, el trabajo, la transformación, el tiempo, la técnica, la satisfacción y el conflicto.

Sabemos que Lacan ya comenzó a pensar la economía sexual en los términos de la economía política. Sin embargo, antes de Lacan, Freud ya lo había hecho, lo que no deja de ser olvidado por quienes tienden a encerrar el discurso económico freudiano en la clave de la termodinámica. Lo cierto es que esta clave fue desapareciendo, especialmente después de 1905, y cedió su lugar al referente político, el cual, desde antes de 1905, ya venía ganando terreno.

Entre 1890 y 1905, el discurso económico freudiano se desplaza de unos términos físicos realistas a otros metafóricos o simbólicos y a veces potencialmente políticos: de la descarga a la satisfacción, de la tensión al conflicto, de la fuerza a la pulsión. Ya en este mismo período y de modo más notorio en los años subsiguientes, vemos que la energía no se presenta sólo como un monto físico objetivo, sino como la fuerza de trabajo de un sujeto que participa en un proceso cultural. Esto resulta evidente cuando Freud aborda sucesivamente los trabajos de sueño en 1900, de chiste en 1905 y de duelo en 1917, y considera en cada uno de ellos, según sus propios términos, primero el “material” y su transformación, el “valor psíquico” de lo transformado[32], luego los “recursos técnicos”, los “productos psíquicos”[33] y finalmente el “gasto de tiempo” y no sólo de “energía”[34].

Como vemos, Freud piensa en el trabajo con varios de los conceptos fundamentales de la economía política: el material, su transformación, la técnica y el tiempo. Incluyendo estos elementos, el trabajo es en Freud algo muy diferente de lo que es en la termodinámica. Es más bien lo que el trabajo es en la economía política: una actividad compleja a la que se le dedica tiempo, en la que se invierte energía y en la que se utiliza una técnica para transformar una materia prima y para producir así un valor con el que pueden satisfacerse necesidades, pulsiones o deseos.

El discurso económico político termina suplantando el de la termodinámica y sirviéndole a Freud para definir formalmente el campo de la economía sexual o libidinal. En 1929, en El malestar en la cultura, Freud asocia la “economía libidinal” con la satisfacción de necesidades y pulsiones, con la realización de un “trabajo psíquico e intelectual” y con el propósito de “lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria”[35]. Todos estos componentes implican factores políticos, necesariamente simbólicos, irreductibles a la representación imaginaria de lo real de la energía en la termodinámica.

A manera de conclusión

Freud fue distanciándose de la representación física-energética de la economía y se encontró de pronto demasiado cerca de la crítica marxista de la economía política. Es verdad que esta crítica no fue profesada ni respaldada y ni siquiera bien conocida por Freud. Sin embargo, como hemos podido apreciarlo, el discurso económico freudiano sí adoptó algunos de los conceptos de la economía política y de su crítica, lo que puede explicarse, quizás, por la difusión de estos conceptos desde finales del siglo XIX en la cultura europea. De cualquier modo, aunque tal difusión cultural histórica fuera determinante, seguramente Freud tuvo muy buenas razones para emplear esos conceptos que revolucionaban su concepción de la vida psíquica y de la salud mental. Que Freud tuviera buenas razones no significa, desde luego, que su acto no fuera fallido, es decir, acertado, tan acertado como sólo puede ser un acto fallido.

Es divertido apreciar cómo el discurso económico político de Freud lo acercaba tanto al marxismo del que él mismo intentaba apartarse. Este acto fallido es aún más divertido cuando se compara con otro acto fallido simétrico e inverso, el de Wilhelm Reich, cuyo discurso económico físico, siempre atrapado en la termodinámica, se alejaba irresistiblemente del marxismo al que intentaba aproximarse. El problema de la opción reichiana fue su materialismo realista, físico y fisicalista, mecanicista y objetivista, heredero de la referencia de Freud a la termodinámica. Es por este materialismo por el que Reich sólo pudo pensar la libido como una energía más o menos acumulada o descargada, más o menos desequilibrada o reequilibrada, mientras que Freud, marxista malgré lui, supo ir más allá de esta visión energética y alcanzó a concebir una materialidad metafórica, simbólica y política, del valor en lugar de la carga o el monto, del conflicto en lugar de la tensión y el desequilibrio, de la división del sujeto en lugar de la distinción entre la salud y la enfermedad.

El caso es que el equilibrio sano y el desequilibrio patológico dejaron de tener cabida en el discurso económico político freudiano. Este discurso debió romper, ahora sí de forma definitiva, con la idea normativa, adaptativa y productiva de salud que sigue reinando en la sociedad moderna, justificando la existencia de la medicina y de la psicología en el sistema capitalista, pero que sabemos que tiene sus orígenes en ideas tan antiguas como las de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Las ideas de los primeros médicos, de sus sucesores y de los psicólogos, fueron las de Freud, pero Freud tuvo también otras ideas que lo sitúan en una tradición dialéctica de pensamiento que se inaugura con Heráclito para llegar hasta nosotros a través de Marx.

Al igual que Marx, el fundador del psicoanálisis nos enseñó a desconfiar de una concepción de la salud como equilibrio, como consonancia y armonía en uno mismo, con uno mismo y con el mundo. Hemos visto cómo esta concepción ideológica de la salud puede servir para suprimir la disonante verdad del sujeto, la de su desequilibrio constitutivo, la de su deseo, la de su división, la del desgarramiento de su experiencia. La supresión es política, ideológica, y no deja de serlo cuando se legitima epistemológicamente como científica gracias al auxilio de la termodinámica.

No es con la ciencia, con la ideología de la supresión del sujeto, con la que podremos liberarnos del goce del capital, de su posesión por la posesión, de su explotación y devastación de todo lo que existe. Este goce no puede ser denunciado ni con el discurso médico ni con su refinamiento económico en la termodinámica, sino que requiere de una crítica de la economía política. La tenemos ya esbozada en Freud y luego en Lacan, pero sobre todo en Marx y en la tradición marxista.


[1] Alcmeón de Crotona, en Los filósofos presocráticos I, Madrid, Gredos, 1981, 396, pp. 251-253

[2] Ibid.

[3] Hipócrates, Sobre la medicina antigua, en Tratados Hipocráticos, Madrid, Gredos, 1983, 19, p. 160

[4] Ibid., 18, p. 157.

[5] Platón, Banquete, en Diálogos, Ciudad de México, Porrúa, 2009, p. 506.

[6] Ibid., p. 507.

[7] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, París, Seuil, 14.12.60, p. 91.

[8] Ibid., pp. 88-89.

[9] Ibid., p. 89.

[10] Ibid., p. 91-94.

[11] Platón, Banquete, op. cit., p. 506.

[12] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, op. cit., p. 93.

[13] Norman O. Brown, Life Against Death. The Psychoanalytical Meaning of History (1959), Midldletown, Wesleyan University Press, 1985, p. 10.

[14] Attila József, Hegel, Marx, Freud (1934), Action Poétique 49, 1972, p. 75.

[15] Freud, Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, en Obras completas, volumen XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 1998, p. 35.

[16] Freud, S. (1932). Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1932), en Obras completas XXII, Buenos Aires: Amorrortu, 1998, p. 134.

[17] Freud, El método psicoanalítico de Freud (1904), en Obras completas VII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 240-241

[18] Ibid.

[19] Freud, Tratamiento psíquico (tratamiento del alma) (1890), en Obras completas I (pp. 111-132). Buenos Aires, Amorrortu, 1998, p. 118.

[20] Freud, Un caso de curación por hipnosis (1892-1893), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 159-160.

[21] Lacan, La chose freudienne, en Écrits I, París Poche, Seuil, 1999, p. 422.

[22] Lacan, Conférence et débat du Collège de médecine à La Salpetrière, Cahiers du collège de Médecine 1966,p. 769.

[23] Lacan, Symbolique, imaginaire et réel, en Des noms-du-Père, París, Seuil, 2005, p. 48.

[24] Platón, Banquete, op. cit., p. 505.

[25] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, op. cit., p. 91.

[26] Freud, Manuscrito E (1894), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 230-231.

[27] Freud, Manuscrito K (1896), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 265-266.

[28] Freud, Tres ensayos de teoría sexual (1905), en Obras completas VII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, p. 136.

[29] Ibid.

[30] Ibid., 198.

[31] Jacques Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre (1968-1969), Paris, Seuil, 2006, p. 21

[32] Freud, La interpretación de los sueños (primera parte) (1900), en Obras completas IV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 285-343.

[33] Freud, El chiste y su relación con lo inconsciente (1905), en Obras completas VIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 83-84.

[34] Freud, Duelo y melancolía (1917), en Obras completas XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 242-243.

[35] Freud, El malestar en la cultura (1929), en Obras completas XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 78-79.

¿Cómo salvarnos del fin del mundo? El buen vivir indígena como brújula para nuestras luchas anticapitalistas

Conferencia para el Encuentro Internacional de Jóvenes por las Autonomías de los Pueblos Originarios, organizado por el Consejo Supremo de Jóvenes Indígenas de Michoacán y realizado el sábado 23 de abril de 2022 en Chupícuaro, comunidad de Santa Fe de la Laguna

David Pavón-Cuéllar

Fin del mundo

Nosotros, los seres humanos, estamos en este planeta desde hace trescientos mil años. Ha sido un tiempo largo en el que hemos creado grandes civilizaciones que han vivido en armonía con la naturaleza. Esta armonía se rompió de pronto, hace unos quinientos años, cuando comenzamos a destruirlo todo a nuestro alrededor.

La destrucción comenzó en Europa. Luego, con el colonialismo, se extendió al resto del planeta. Se fue agudizando cada vez más, especialmente desde hace un par de siglos, y al final, desde 1970, se ha vuelto incontrolable, devastándolo todo en la tierra y amenazando incluso la subsistencia de la humanidad.

Cada vez hay más humanos que mueren a causa de la devastación planetaria. La contaminación atmosférica, por ejemplo, está provocando casi 9 millones de muertes por año (ONU, 2022). De las mil personas a las que el hambre mata cada hora en el mundo, la mayor parte son víctimas de la deforestación, la desertificación y la erosión de los suelos. El calentamiento global es considerado el responsable directo de la actual hambruna que se ha cobrado ya más de un millón de vidas en Madagascar (ONU, 2021a).

Los muertos por la devastación planetaria son cada vez más y quizás al final seamos todos. Nuestra extinción parece cada vez más inevitable al considerar la destrucción de nuestro entorno. Un tercio de la tierra cultivable del planeta desapareció en los últimos cuarenta años (Schauenberg, 2021). Cada minuto perdemos un equivalente a cuarenta campos de fútbol de bosque (Soto, 2019). 150 especies de plantas y animales se extinguen diariamente en la mayor extinción desde la que acabó con los dinosaurios (ONU, 2007). Las poblaciones de vertebrados han disminuido un 60 por ciento desde 1970 (WWF, 2018). En los últimos años, la cantidad de insectos disminuye a un ritmo de al menos 2.5% anual (Carrington, 2019).

Hay que entender que los animales y los vegetales son la vida en el planeta. Ya nos acabamos aproximadamente la mitad de esta vida en los últimos cincuenta años. Nos queda la otra mitad y la estamos destruyendo cada vez más rápido. Una vez que hayamos terminado, llegará el turno de nuestra extinción.

Hay quienes dicen que la humanidad merece desaparecer después de haberlo destruido todo en el planeta. Otros pensamos que el problema no es la humanidad, que no es ella la destructora, que no es ella la que merece desaparecer. Consideremos, por ejemplo, que la mitad más pobre de la humanidad contamina menos de la mitad que el 1% más rico (OXFAM, 2020). Por otro lado, hay que recordar que los seres humanos estamos en la tierra desde hace unos 300 mil años y que en ese lapso enorme de tiempo hemos demostrado que podemos vivir sin destruirlo todo a nuestro alrededor. La destrucción ha sido muy reciente, sólo en los últimos quinientos años y especialmente en los últimos cincuenta años, que son tan sólo un instante en la historia de la humanidad.

Capitalismo como fin del mundo

¿Qué diablos ocurrió desde el siglo XVI y especialmente desde 1970? Lo que ocurrió en este breve lapso de tiempo es el surgimiento, la expansión y el desarrollo cada vez más vertiginoso del sistema capitalista, primero mercantil, después industrial y finalmente financiero. La historia del capitalismo es la historia del fin del mundo.

Lo que ha devastado el planeta no es la humanidad, sino el capitalismo que también amenaza con aniquilarnos a los seres humanos. ¿Por qué toda la humanidad tendría que sacrificarse por culpa del capitalismo? ¿No es más bien el sistema capitalista el que debería desaparecer?

El presidente cubano Fidel Castro (1992) ya denunciaba en los años noventa que las sociedades de consumo del capitalismo eran “las responsables fundamentales de la atroz destrucción del medio ambiente”. Más de veinte años después, el presidente boliviano Evo Morales (2015) sigue alertándonos que “la madre tierra está acercándose peligrosamente al crepúsculo de su ciclo vital, cuya causa estructural y responsabilidad corresponde al sistema capitalista”. Evo también nos advierte que “si continuamos en el camino trazado por el capitalismo estamos condenados a desaparecer”.

Evo y Fidel tienen razón: el problema es el capitalismo. Es verdad que este problema nació en Europa y que podemos por ello responsabilizar del fin del mundo a ese continente y a sus tentáculos culturales, como el estadounidense, el canadiense, el israelí o el australiano. También es verdad que las poblaciones indígenas de Asia, África y América son los grupos humanos que menos dañan los ambientes naturales en los que viven, como lo confirman diversos estudios e informes. Pero no hay que olvidar que hay igualmente ciertos pueblos europeos que han vivido por miles de años en armonía con la naturaleza y que han resistido contra la expansión del capitalismo. Tampoco debe olvidarse que el sistema capitalista se expandió a todo el mundo y consiguió absorber a otros pueblos a través del colonialismo y el neocolonialismo.

Pueblos originarios como protectores del mundo

Lo importante, aquello por lo que aún estamos con vida, es que la colonización y la resultante absorción por el capitalismo no se han consumado en todo el mundo. Hay quienes resisten contra el avance del capital. Son principalmente los pueblos originarios.

No es casualidad que sean precisamente los pueblos indígenas, estos pueblos espontáneamente anticapitalistas, los que hoy mejor conservan y protegen el poco planeta que nos queda. Su conservación y protección del mundo son a pesar y en contra del capitalismo entendido como fin del mundo. Resistiendo contra el capitalismo, los indígenas forman parte del mundo que resiste contra su destrucción por el sistema capitalista.

Permítanme proporcionar algunos datos reveladores. El Fondo Mundial por la Naturaleza (WWF por sus siglas en inglés) ha informado hace pocos meses que el 91 % de los ecosistemas administrados por los pueblos originarios se encuentran en condiciones ecológicas buenas o moderadamente buenas, en todo caso mejores que otros ecosistemas (Fischer, 2021). Por su parte, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (la FAO) ha descrito a los pueblos indígenas como los “guardianes esenciales del medio ambiente”, recordándonos cómo “conservan y restauran los bosques y los recursos naturales”, y cómo sus territorios, aunque abarquen sólo 22% de la superficie terrestre, preservan el 80% de la biodiversidad que nos queda. El año pasado la ONU (2021b) ha exhortado a los gobiernos latinoamericanos a reforzar los derechos territoriales de las comunidades indígenas, destacando que son ellas las que mejor salvaguardan los bosques de la región, con tasas de deforestación considerablemente menores que en los territorios no-indígenas; por ejemplo, en el Amazonas, los bosques retrocedieron 0.3% en territorios indígenas, 0.6% en territorios protegidos no-indígenas y 3.6% en las demás zonas.

Los pueblos originarios, los que mejor saben preservarse del sistema capitalista, son lógicamente los que mejor saben también preservar los bosques y los demás ecosistemas. Cuando los indígenas protegen la naturaleza, la están protegiendo contra el capitalismo con todo lo que supone, como el consumismo, el extractivismo, la voracidad insaciable, el afán de lucro, la explotación frenética de los recursos naturales y la transmutación de todo lo vivo en más y más dinero muerto. Este estilo capitalista de vida, constituyendo en realidad un estilo de muerte, es aquello contra lo que resisten las comunidades indígenas.

Buen vivir de los pueblos originarios de Sudamérica

Resistiendo contra la vida mortífera en el capitalismo, los pueblos originarios defienden otra forma de vida inherentemente anticapitalista. La designan a veces con los términos españoles de “buena vida”, “bien vivir” o “buen vivir”, pero en cada lengua se expresa de formas distintas con diferentes connotaciones. Lo bueno del buen vivir no es lo mismo para cada pueblo.

Quienes más han difundido el buen vivir como programa político, los quechuas de lo región andina, utilizan el concepto de “sumak kawsay”, en el que la palabra “kawsay” es vida, “ser estando, ser siendo”, mientras que “sumak” significa plenitud, belleza, excelencia, realización completa (Niel, 2011, p. 6). El “sumak kawsay” es entonces una suerte de vida plena, pero esta vida, tal como lo explica el ya mencionado Evo Morales, “es pensar no sólo en términos de ingreso per-cápita sino de identidad cultural, de comunidad, de armonía entre nosotros y con nuestra madre tierra”, pues no se trata de un “progreso y desarrollo ilimitado a costa del Otro y de la naturaleza; tenemos que complementarnos; debemos compartir” (citado por Silva, 2014). En otras palabras, el buen vivir implica para los quechuas una complementariedad y un equilibrio entre los seres humanos y entre ellos y los demás seres. Es el equilibrio “h’ampi” del planeta con el que los quechuas, como lo dice el filósofo Javier Lajo (2008), intentan contribuir “a la solución de problemas planetarios como la pobreza endémica, las guerras, el calentamiento y la inestabilidad global del clima, fenómenos humanos y naturales que ya han matado a muchos miles y que amenazará, muy pronto, la existencia misma del planeta”. Conviene resaltar que la devastación planetaria es vista por los mismos pueblos indígenas como una consecuencia del mal vivir: de la falta de un buen vivir como el que ellos nos enseñan tanto en su filosofía como en sus prácticas de cuidado que los ha convertido en los grandes guardianes de la naturaleza.

Otro pueblo andino que ha contribuido a la conceptualización política del buen vivir es el aimara, que emplea el concepto “suma qamaña”, que también quiere decir algo así como “vida plena”, ya que “suma” es lo pleno además de lo sublime, lo excelente, lo magnífico y lo hermoso, y “qamaña” es vivir, pero también convivir (Niel, 2011, p. 6). La buena convivencia entre seres humanos y entre la humanidad y la naturaleza vuelve a ser aquí un elemento clave de la buena vida. Tan sólo podemos vivir bien al establecer vínculos horizontales y respetuosos entre nosotros y con el entorno, lo que resulta imposible en el sistema capitalista, como lo resalta Simón Yampara Huarachi (2016) al reconstruir la crítica al capitalismo inherente al suma qamaña de los aimaras.

La incompatibilidad entre el buen vivir y el sistema capitalista resulta evidente para otros pueblos originarios de Sudamérica. Entre ellos están los guaraníes, que entran en conflicto con el capitalismo desarrollista y extractivista al defender su buen vivir, su “ñande reko”, que podemos traducir como “nuestro modo de ser” o de “estar” (Wahren, 2015). El buen vivir mapuche, el “küme mongen”, también tiene un carácter implícitamente anticapitalista al exigir un “equilibrio” económico en una “equidad” y una “reciprocidad” que se logran con medios como los “intercambios de productos, semillas o conocimiento” (Viera Bravo, 2021, p. 104).

Buen vivir de los pueblos originarios de Mesoamérica

Ideales igualitarios como los de equilibrio y reciprocidad forman parte de la noción de buen vivir no sólo entre los mapuches, los aimaras y los quechuas de Sudamérica, sino también entre los pueblos originarios mesoamericanos.  Los mayas quichés de Guatemala, por ejemplo, expresan el buen vivir con el concepto “utz k’aslemal”, que implica “equilibrio y armonía” con uno mismo y con la naturaleza, como lo explica el académico maya Ajpub’ Pablo García Ixmatá (2010, pp. 225-226). El también guatemalteco Juan León Alvarado resume la noción del buen vivir quiché diciendo que el utz k’aslemal es “vivir la vida en toda su plenitud (…); vivir en armonía consigo mismo; construir equilibrio con la familia y el resto de la sociedad; convivir en armonía con la Madre Naturaleza y el Cosmos; cuidar de la Madre Naturaleza; ser útil a los demás” y “trabajar en la búsqueda del bien del otro y de sí mismo”. En el buen vivir maya quiché, como en el quechua y el aimara, volvemos a encontrar la plenitud y el equilibrio en la relación entre los seres humanos y entre la humanidad y la naturaleza. En esta misma relación, como hemos visto, los mayas quichés incluyen la relación de cada sujeto consigo mismo.

La relación consigo mismo, como parte indisociable de la relación con los demás y con el mundo, aparece igualmente en el concepto maya yucateco del buen vivir, el “ma’alob kuxtal”, en el que “ma’alob” significa “buena” y “kuxtal” quiere decir “vida. El ma’alob kuxtal, según lo explica Fidencio Briceño Chel (2016), supone “la tranquilidad de aceptarse como uno es y aceptar a los demás formando una comunidad con sus múltiples relaciones interpersonales”. Estas relaciones “llevan a la persona a tener diversas personalidades y diversos estados anímicos”, pero tan sólo pueden asegurar de modo permanente el buen vivir al estar basadas en la “reciprocidad” y el “respeto mutuo”. Los mayas yucatecos piensan, en suma, que debemos respetamos y aceptarnos a nosotros mismos y a los demás para vivir bien unos con otros en el espacio comunitario, que es el único espacio en el que podemos vivir bien, viviendo bien unos con otros, en comunidad.

El elemento comunitario es esencial en todas las concepciones mesoamericanas del buen vivir. En todas ellas, vivimos bien al vivir en comunidad, compartiendo lo que tenemos, dando y recibiendo en la igualdad y la reciprocidad, a través de relaciones interpersonales horizontales o equilibradas. Es todo esto lo que asegura la serenidad como aspecto definitorio del buen vivir en la mayor parte de las sabidurías ancestrales de la región mesoamericana.

Para la mayor parte de los indígenas de México y Centroamérica, en efecto, vivir bien significa estar serenos, tranquilos, sin dificultades. La buena vida es así quietud y sosiego en el “etsáán olal” de los mayas, tranquilidad y armonía en el “ch’ijcaj” de los chontales, calma y tranquilidad en el “susu chúnu, ssacru te juís chúnu” de los zapotecos, estar sin problemas en el “kualli sechantis” de los nahuas. Esta forma de concebir el buen vivir a veces parece vincular interiormente la tranquilidad con el silencio y la armonía, como en la “pinantikua” de los p’urhépechas, entendida como vida armoniosa y silenciosa, y especialmente la paz de los tzeltales, el “slamalil kinal”, que describe un “estado de silencio” y de “armonía con el ecosistema”, y que está indisociablemente unido al “buen vivir” de los mismos tzeltales, el “lekil kuxlejal”, en el que “lekil” significa “bueno” y “kuxlejal” quiere decir “vida” (Paoli, 2003, pp. 71-72).

Como lo muestra Antonio Paoli en el caso de los tzeltales, hay una relación profunda entre el silencio y la armonía en el buen vivir. El silencio parece indicar la falta de peleas, discusiones, pero es también algo sagrado con lo que se asegura una relación respetuosa con la palabra en el seno de la comunidad. Respetar la palabra de uno y del otro implica saber guardar silencio. Este silencio, indispensable para el respeto y la escucha, genera la armonía con la comunidad y con la naturaleza como parte de la comunidad. La armonía, a su vez, es un aspecto fundamental del buen vivir tzeltal, del lekil kuxlejal.

El buen vivir tzeltal implica una relación armoniosa y respetuosa con la comunidad y con la naturaleza. Esta relación es hermosamente expresada por Manuel Hernández Aguilar, comunero de Betania en Chiapas, cuando asocia el lekil kuxlejal con la naturaleza que preserva su belleza, con los árboles que no han sido cortados, con el monte “donde no hay maltrato”, y también con las palabras de las asambleas, describiéndolas como “palabras que dan vida, palabras que le dan armonía a nuestros corazones, palabras con las que la vida toca el corazón de tu compañero y el corazón de todo tu pueblo” (en Paoli, 2003, pp. 80, 85). Si la naturaleza y la comunidad son aquí tan importantes para el buen vivir, es porque tan sólo podemos vivir bien cuando los que vivimos bien somos todos, los humanos de la comunidad, pero también los demás y los animales y vegetales de la naturaleza.

En unas comunidades indígenas en las que no reina el individualismo imperante en las sociedades capitalistas, el vivir bien es un estado colectivo y no individual. Yo no puedo vivir bien solo, sino que somos nosotros los que vivimos bien. Esto se expresa muy bien en el “lekilaltik” de los tojolabales de Chiapas, en el que “lek” es bueno y “tik” es nosotros como totalidad de seres humanos y no-humanos, de tal modo que “lekilaltik” puede traducirse como “el bien de todos, el bien nuestro, el bien de nosotros”.

Buen vivir p’urhépecha

Otra forma en que podemos confirmar el carácter colectivo y comunitario del buen vivir mesoamericano es apreciar las situaciones vitales concretas en las que se encuentra, como lo hizo Daisy Azucena Magaña Mejía (2017) en una investigación sobre el buen vivir p’urhépecha, el “sesi irekani”, “sesi” refiriéndose a buena e “irekani” a la vida. El buen vivir tiende a desplegarse aquí a través de relaciones con el otro. Ya los niños y las niñas encuentran el buen vivir encuentran el buen vivir en “la no violencia, la paz, el amor, el cariño, la compasión, y vivir sin regaños, sin burlas ni humillaciones” (p. 139). Luego las señoritas y los jóvenes consideran que vivir bien requiere “convivir, llevarse bien” con el otro, estar integrado en la comunidad a través de la “ayuda mutua”, “no contaminar” la naturaleza y “ser respetuoso, honesto, amable, dadivoso, fiel, o todo aquello que no implique atentar contra el otro” (p. 140).

Las señoras y los señores p’urhépechas también tienden siempre a incluir al otro en un buen vivir que incluye el “amor”, excluye los “rencores”, implica ser “obedientes, responsables, sencillos, atentos, solidarios, dadivosos y respetuosos”, y exige “conservar las tradiciones, practicar las costumbres y hablar p’urhépecha”, así como “establecer vínculos comunitarios” y tener “reconocimiento comunitario” a través del ejercicio de cargos y el cumplimiento de obligaciones (Magaña Mejía, 2017, p. 142). Finalmente, las ancianas y los ancianos insisten en los kaxumbekua, valores como “ser justos, honestos y respetuosos”, y la reproducción de las costumbres y del idioma p’urhé, “porque si éste desaparece, desaparecen muchas cosas en el mundo que se enuncian desde él” (p. 143). Como vemos, desde la infancia hasta la tercera edad, los p’urhépechas conciben el buen vivir como algo fundamentalmente relacional, comunitario, compuesto de emociones, actitudes y conductas normativas que nos relacionan a unos con otros, con la comunidad, con la cultura y con la naturaleza.

Vemos que las normas del sesi irekani p’urhépecha, como las normas del buen vivir de otros pueblos mesoamericanos y sudamericanos, contradicen diametralmente las pautas normativas por las que se rige la vida mortífera en el sistema capitalista. Donde el capitalismo sólo piensa en desarrollo e innovación, los p’urhépechas desean la preservación de la cultura, la comunidad y la naturaleza. Los indígenas sitúan el buen vivir en el respeto, la sencillez, la fidelidad y la honestidad, mientras que el capitalismo sólo promueve la ambición, la posesividad bajo las formas del consumismo y de la avidez insaciable. Ahí donde el capitalismo quiere competencia, ahí los indígenas quieren convivencia, solidaridad y ayuda mutua. Mientras que los jóvenes p’urhépechas consideran que vivir bien es no-contaminar, el capitalismo está contaminando constantemente sus tierras y sus aguas tan sólo para producir más y más dividendos.

Buen vivir indígena y luchas contra el capitalismo

En un mundo cada vez más dominado y destruido por el capitalismo, el buen vivir de los pueblos originarios está cada vez más asediado y amenazado. Esto hace que el buen vivir, como lo han observado Massimo Modonesi y Mina Lorena Navarro Trujillo (2014), no pueda ser ya solamente “una construcción subjetiva orientada e inspirada en la convivencia humana, una relación armoniosa con la naturaleza”, pues requiere también del “antagonismo como experiencia de insubordinación y de lucha anticapitalista”, una lucha que no puede ser totalmente pacífica, sino que “implica diversos grados de enfrentamiento” (p. 210). El enfrentamiento con el capitalismo no puede ser evitado porque la mala vida capitalista intenta sustituirse por todos los medios al buen vivir de los pueblos originarios. Este buen vivir tan sólo puede resistir y subsistir al enfrentarse con aquello que intenta destruirlo.

Como lo han observado Luciano Concheiro y Violeta Núñez (2014), es a través de una “permanente confrontación y lucha de clases” como “los pueblos ‘insisten’ en defender sus cosmovisiones y cosmovivencias como parte de ese Otro vivir que implica el bien para todos, incluidos hombres, mujeres, plantas, animales, tierra, agua, viento, montañas, muertos, sol, luna, entre muchos otros”, pues los indígenas saben que todos esos seres “son complementarios y necesarios en un universo conformado por una compleja diversidad” (p. 185). Este universo, como lo muestran los mismos autores, está como concentrado en la milpa, la cual, a diferencia de los monocultivos del capitalismo, no sólo es el maíz, pues en ella “conviven una diversidad de plantas y de animales”, como diversos maíces, “frijol, calabaza, chile, quelites, tomatillo, chayote, entre otros”, que “son complementarios entre sí”, que “se necesitan, son una unidad constituida por la diversidad”, pues “unos alimentan, enriquecen y apoyan a los otros”, como el frijol y otras leguminosas que “aportan nitrógeno a la tierra”, las amplias hojas de las calabazas que “conservan la humedad de la tierra”, el maíz que “sirve de guía al frijol” que se enreda en él y que “aporta sombra a la calabaza”. (p. 197).

La milpa es así una buena ilustración del buen vivir mesoamericano, del buen vivir entendido como complementariedad, reciprocidad, solidaridad, apoyo mutuo, armonía, respeto del otro y todo lo demás. Todo esto hace también que la milpa, como lo ha dicho Armando Bartra, sea “profundamente anticapitalista” (Concheiro Bórquez y Núñez, 2014, p. 198). La milpa es anticapitalista como el buen vivir de los pueblos originarios de Mesoamérica y de Sudamérica.

El buen vivir indígena se opone irremediablemente al capitalismo. Es por ello que puede operar como brújula para nuestra praxis anticapitalista. Es por lo mismo que Jaime Schlittler Álvarez (2012), en su tesis sobre el buen vivir tseltal y tsotsil, entiende el lekil kuxlejal como “horizonte de lucha”, como “condensación de ideales”, como “alternativa al capitalismo” y como “una forma de nombrar nuestra lucha antisistémica, una forma de condensar nuestra mirada y lineamiento de praxis, el para qué de nuestra autonomía” (p. 16).

El buen vivir de los pueblos originarios les da un contenido positivo a nuestras luchas, un ideal por el que luchar, un horizonte hacia el cual avanzar. Es como el comunismo para quienes nos identificamos como comunistas. Es quizás otro nombre para el comunismo, un nombre que tiene la ventaja de corresponder a una realidad concreta ya existente, pues algo del buen vivir se preserva en muchas de las comunidades indígenas que hunden sus raíces en América antes de América, en el Mayab de los mayas, en el Ixachitlan de los nahuas, en el Apeika de los guaraníes y en todos los demás territorios ancestrales americanos ahora englobados por el nombre “Abya Yala” del pueblo guna.

A través de sus concepciones y realizaciones prácticas del buen vivir, muchas comunidades nos enseñan otra forma de ser humanos, una forma que no significa la devastación de la naturaleza y la inminente aniquilación de la humanidad. Para salvarnos del capitalismo como fin del mundo, necesitamos nuestras luchas anticapitalistas, y para orientar nuestras luchas, tenemos aquí la brújula infalible de ideas indígenas del buen vivir como el sumak kawsay quechua y el suma qamaña aimara, el küme mongen mapuche y el ñande reko guaraní, el utz k’aslemal maya quiché y el ma’alob kuxtal maya yucateco,el lekilaltik tojolabal y el lekil kuxlejal tseltal, el kualli sechantis nahua y el sesi irekani p’urhépecha. Esta brújula nos indica muy bien hacia dónde ir: hacia ese horizonte que no se ha perdido en los pueblos originarios de nuestro continente.

Referencias

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Normosis y normopatía: patologías de la normalidad en el capitalismo

Ponencia en la mesa magistral Capitalismo, psicoanálisis y psicología crítica, en el IX Congreso de la Asociación Latinoamericana para la Formación y la Enseñanza de la Psicología (ALFEPSI), el viernes 25 de marzo de 2022

David Pavón-Cuéllar

Los Doctores Bacamarte y Raguin

El gran escritor brasileño Machado de Assis no era precisamente un dechado de normalidad. Tartamudeaba, era epiléptico, sufría otros problemas nerviosos y parece haber pasado también por crisis depresivas. Quizás estas experiencias influyeran de algún modo en su famoso relato El alienista de finales del siglo XIX.

El protagonista del relato de Machado de Assis es un renombrado científico de la mente, el Doctor Simón Bacamarte, quien estudia en Europa y vuelve a Brasil para abrir un sanatorio para locos en el pueblo de Itaguaí. Cuatro quintas partes de los habitantes de Itaguaí son internados en el manicomio, ya que sus desequilibrios aparecen claramente ante la mirada perspicaz del Doctor Bacamarte. Lo que descubre el científico, según sus propios términos, es que debía “ampliarse el territorio de la locura”, que ésta no era una “isla perdida en el océano de la razón”, sino que era un “continente” que abarcaba la mayor parte de la humanidad (Machado de Assis, 1882, pp. 28-29).

Ante algo tan absurdo como el internamiento psiquiátrico de la mayor parte de la población, el Doctor Bacamarte rectifica su teoría inicial, y, como él mismo dice, ateniéndose al “hecho estadístico”, llega a la “convicción” de que “lo normal” era “el desequilibro de facultades” (Machado de Assis, 1882, p. 72). Lo normal, en otras palabras, era lo patológico. La revelación de esta patología de la normalidad hace que el Doctor Bacamarte saque del manicomio a todos los sujetos patológicamente normales, internando en su lugar a los que habían quedado en el exterior, a los verdaderamente saludables, cuya salud era signo de su locura.

La moraleja de Machado de Assis es que no hay mucha gente saludable, que la salud es poco frecuente, que lo normal es la patología, que la normalidad puede ser patológica. Esta idea emerge en los márgenes sudoccidentales de la civilización occidental, en Brasil, en 1882. Exactamente diez años después, en 1892, asistimos a la emergencia de la misma idea en Rusia, en los márgenes nororientales de la misma civilización. La marginalidad cultural y la simultaneidad histórica resultan aquí bastante significativas.

Un eco de El alienista de Machado de Assis resuena en La sala número seis de Antón Chejov. El Doctor Andrei Efímich Raguin es el nuevo Doctor Bacamarte. Como el brasileño, el ruso descubre la patología de la normalidad a través de su contacto directo con la locura. Las charlas de Raguin con el enfermo Iván Dimítrich Grómov lo llevan a cuestionar la frontera entre lo patológico y lo normal.

El enfermo Grómov le pregunta al Doctor Raguin por qué está encerrado en el manicomio cuando los locos “se pasean tranquilamente por la calle” (Chejov, 1892, pp. 109-110). El Doctor no puede sino admitir que se trata de una simple “casualidad” (p. 110). Luego, a medida que establece un vínculo cada vez más íntimo con el enfermo Raguin, el Doctor va cobrando conciencia de la patología de la normalidad, pero al mismo tiempo empieza a ser visto como un loco por la gente que lo rodea.

En el desenlace del relato de Chejov, nos encontramos al Doctor Raguin encerrado en la misma celda que Grómov, haciéndole compañía. La cordura de ambos contrasta con la normalidad patológica de quienes permanecen fuera del manicomio. El desenlace es el mismo de Machado de Assis: la patología no está en el manicomio, sino afuera, en la gente normal, en su normalidad patológica.

El Doctor Freud

La patología de la gente normal no sólo fue vislumbrada por Chejov y Machado de Assis a finales del siglo XIX, sino que está en el centro de lo que Sigmund Freud comenzó a descubrir en la misma época. Sus descubrimientos en la patología le descubren el meollo patológico de la normalidad. Freud es bien consciente de esto.

En 1890, sólo dos años antes de La sala número seis de Chejov, Freud observa que “sólo tras estudiar lo patológico se aprende a comprender lo normal” (Freud, 1890, p. 118). Digamos que la clave de la normalidad está en la patología. Esta patología nos descubre el secreto bien guardado por la normalidad.

El secreto patológico de lo normal se confirma en 1892, en el mismo año de La sala número seis de Chejov, cuando Freud (1892-1893) encuentra una misma verdad que se “inhibe y rechaza” en la normalidad y que “sale a la luz” en la histeria (pp. 159-160). El sujeto histérico nos confiesa la verdad del sujeto normal, la verdad oculta y reprimida en la normalidad, exactamente como los personajes Raguin y Grómov de Chejov denuncian la verdad que se disimula y sofoca en la normalidad de su época. Esta denuncia, de hecho, no sólo se realiza en la psicopatología propiamente dicha, sino también a través de sueños, lapsus, actos fallidos y otros fenómenos normales, o mejor, si se prefiere, otros fenómenos patológicos de la normalidad.

Cuando Freud publica en 1901 su libro Psicopatología de la vida cotidiana, el título es él mismo una formulación posible de la patología de la normalidad. No hay que olvidar, además, que esta patología de la normalidad se le reveló a Freud a partir de su análisis de la histeria y de otras enfermedades. Luego, al recapitular la historia del psicoanálisis en 1914, el médico vienés recordará cómo el análisis de los “hechos patológicos” mostró “su trabazón con la vida anímica normal” (Freud, 1914, p. 35). Esta vida ni siquiera es necesariamente más satisfactoria que la patología, sino que está atravesada por la frustración y el sufrimiento que el mismo Freud describirá en 1929 como “el malestar en la cultura”. Tenemos aquí, una vez más, una formulación de la misma patología de la normalidad. El malestar en la cultura es ni más ni menos que un malestar patológico en la normalidad cultural.

Finalmente, en sus Nuevas lecciones de 1932, Freud ya no dudará en aceptar “los estrechos nexos, y aun la íntima identidad, entre los procesos patológicos y los normales” (Freud, 1932, p. 134). Es así como el Doctor Freud, al igual que los Doctores Bacamarte y Raguin antes de él, termina borrando la frontera entre la normalidad y la patología. Una y otra son idénticas, una misma cosa, la misma patología que se descubre en lo patológico y se encubre en lo normal.

El Revolucionario Lenin

Freud identifica la normalidad con la patología en su conferencia 34 de 1932. En la siguiente conferencia, la 35, se ocupa de la Revolución de Octubre que estalló quince años antes en la patria de Chejov y que se presenta simultáneamente para Freud como expresión y como intento de curación de la patología de la normalidad. No está de más recordar que el dirigente máximo del proceso revolucionario bolchevique, Vladímir Lenin, se había sentido profundamente conmovido e incluso horrorizado cuando leyó en 1893 La sala número seis de Chejov. Después de leer el relato, el joven Lenin de 23 años le confesó a su hermana que había sentido que él mismo estaba “encerrado en la sala número 6”.

Para comprender el sentimiento de Lenin, es necesario saber un poco de su vida en 1893. Cinco años antes su hermano había muerto en la horca por fabricar bombas para asesinar al zar Alejandro III. Para 1893, Lenin ya estaba leyendo a Marx y a diversos autores marxistas, había sido expulsado de la Universidad de Kazán por sus actividades políticas, participaba en grupos revolucionarios y varios de sus compañeros habían sido encarcelados. El joven Lenin estaba literalmente exiliado en el campo, teniendo prohibido ir a ciudades como Kazán, Moscú y San Petersburgo.

Digamos que la persecución y el exilio de Lenin, como el internamiento del Doctor Raguin de Chejov, fueron por atreverse a desafiar la patología de la normalidad imperante en su época. Entendemos que Lenin pudiera sentirse encerrado en la sala número 6. Entendemos también que luego se escapara de esa sala e hiciera todo lo posible por curarnos de la patología de la normalidad en su lucha revolucionaria contra el zarismo y contra el capitalismo.

Lenin comprendió muy bien algo que no parece haber sido tan claro para Freud: que lo normal-patológico de la época moderna está internamente determinado por el sistema capitalista de producción y distribución de la riqueza. Desde luego que otros sistemas culturales también producen un malestar en la cultura y una psicopatología de la vida cotidiana, pero el cuadro patológico distintivo de la normalidad moderna resulta incomprensible si hacemos abstracción del capitalismo. El sistema capitalista configura las diversas patologías normales de la modernidad, entre ellas la paradigmática, la nazi-fascista, la más estudiada y comentada en el siglo XX.

Nazi-fascismo y capitalismo

Entre los años 1930 y 1970, varios autores concibieron el nazi-fascismo como una forma patológica de normalidad. Wilhelm Reich vio aquí la sumisa docilidad resultante de la represión sexual burguesa. Erich Fromm prefirió hablar de conformismo, adaptación pasiva y miedo a la libertad. Theodor Adorno y sus colegas enfatizaron el sometimiento y el convencionalismo de la personalidad autoritaria.

La patología de la normalidad se presentó igualmente como efecto de la conformidad y de la influencia normativa en los experimentos de Muzafer Sherif y Solomon Asch. Otros experimentos, los de Stanley Milgram, descubren la obediencia en el origen de la misma normalidad patológica. Esta normalidad fue también descrita como un desempeño de roles en el célebre experimento de Philip Zimbardo.

En los autores mencionados, lo normal es lo patológico. Uno actúa patológicamente al comportarse normalmente, al desempeñar su rol en Zimbardo, al obedecer en Milgram, al conformarse al grupo y a su norma en Asch y Sherif, al someterse y ser convencional en Adorno, al ser conformista y adaptativo en Fromm, al ser dócil y sumiso en Reich. En todos los casos, el comportamiento normal es lo patológico, lo erróneo, lo irracional, lo violento e incluso lo asesino, como lo era el comportamiento normal de nazis y fascistas.

El fascismo y el nazismo aparecen como las patologías de la normalidad por excelencia. Nos muestran que lo normal puede ser tan patológico, tan absurdo y tan devastador, como lo es ahora nuestra normalidad que está destruyendo el planeta y que amenaza con aniquilar al género humano. Esta normalidad opera como en Reich, Fromm, Adorno, Sherif, Ash, Milgram y Zimbardo. Como en estos autores, nuestra patología es nuestra normalidad, nuestra sumisión, docilidad, conformidad, adaptación pasiva y desempeño de roles, pero todo esto no en el vacío, sino en el sistema capitalista.

Es en el capitalismo donde reside la clave de nuestro comportamiento patológicamente normal. Este comportamiento es un comportamiento dócil y sumiso ante el capital, pasivamente adaptado al capitalismo, conformista por su conformidad con las normas y roles del sistema capitalista. El capitalismo es entonces lo que nos enferma, pero nos enferma al normalizarnos, al ajustarnos y someternos a su norma, que es y sigue siendo la norma elucidada por Marx, la norma de transmutación de todo lo vivo en más y más dinero muerto.

Normatividad y enajenación

La imposición de la normatividad capitalista nos enferma por dos razones. La primera es que usurpa nuestra propia “normatividad”, nuestra capacidad para instituir y seguir nuestras propias normas, en la que radica el sentido quizás más fundamental de la salud, como nos lo ha enseñado Georges Canguilhem (1943, p. 77). La segunda razón de que la normatividad capitalista nos enferme es que tiene un carácter mortífero contrario a la “normatividad biológica” del ser humano y de cualquier ser vivo: si la vida es el principio supremo de la norma de salud para la humanidad, como nos lo ha mostrado también Canguilhem, entonces la normatividad letal capitalista no puede ser sino un factor esencialmente patológico, es decir, en los términos del mismo Canguilhem, algo que “obstaculiza el mantenimiento y desarrollo de la vida”, algo que tiene “valor negativo” en “la polaridad dinámica de la vida” (pp. 77-95).

El capitalismo sustituye nuestra normatividad biológica por una especie de normatividad necrológica. Esta siniestra normatividad del capital podría arraigarse en lo que Freud conceptualizó como “pulsión de muerte”, pero no por ello deja de ser ajena a un ser humano que no puede obedecerla sino al enajenarse en el capitalismo. Tenemos aquí una enajenación fundamental que está en la base de varias de las enajenaciones que Erich Fromm describió en un curso de 1953 que fue luego publicado precisamente bajo el título de “Patología de la normalidad”.

La idea frommiana de lo normal-patológico abarca, por ejemplo, la enajenación de las personas que se ven a sí mismas como simples “mercancías” que sólo tienen valor al “cotizarse” y “venderse” bien en el mercado (Fromm, 1953, pp. 60-62). Tenemos aquí la enajenación en la normatividad capitalista que nos reduce a mercancías que sólo sirven para generar plusvalía y así producir más y más capital muerto, inerte, a costa de nuestra vida humana. Esta lógica enajenante de muerte es evidentemente patológica para un ser humano cuya norma de salud, como ser vivo, es la de preservar la vida y perseverar en ella.

Normosis y normopatía en el capitalismo

Cada individuo se norma espontáneamente en función de la vida, pero cae en la trampa del sistema capitalista que le impone su norma de muerte a él y todos los demás. El carácter normal de la patología del capitalismo hace que sea la sociedad en su conjunto la que está enferma. Esto lo vio muy bien Fromm, en 1955, al proponer el concepto de “patología de la normalidad”, entendiéndolo, según sus propios términos, como la “patología de la sociedad occidental contemporánea”, una “sociedad insana”, una sociedad carente de “equilibrio mental” (Fromm, 1955, pp. 13 y 66).

La patología de la normalidad, precisamente por ser de la normalidad, es un fenómeno fundamentalmente social y no individual. Esto desgraciadamente se pierde de vista en la perspectiva psicoanalítica de Joyce McDougall (1978) y Christopher Bollas (1987), quienes ponen el acento en la relación del individuo con la normalidad al forjar el primero, en los años 1970, la noción de “normopatía”, y el segundo, en los años 1980, la de “normosis”. El normópata de McDougall (1978) es así una especie de “autómata” (p. 100), un “robot programado” (p. 109) con “opiniones banales” (p. 106), alguien con puros “clichés y lugares comunes” (pp. 100-101), alguien “demasiado adaptado” (p. 214). De modo análogo, el normótico de Bollas (1987) es alguien “anormalmente normal” que muestra “demasiada estabilidad, seguridad, comodidad y extroversión” y que concibe su identidad como un “objeto material entre otros productos manufacturados” (pp. 135-156).

Al verse reducido a un objeto y producto manufacturado, el normótico de Bollas está sufriendo el mismo destino que el sujeto de Marx en el capitalismo. Este sujeto aparece igualmente para Marx como un autómata, al igual que el normópata de McDougall. Si los dos psicoanalistas se acercan tanto a la descripción marxiana del sujeto en el capitalismo, es porque la normopatía y la normosis de las que nos hablan corresponden precisamente a la patología de la normalidad capitalista. Esto lo entendieron muy bien quienes utilizaron posteriormente el concepto de normopatía, como Joseba Atxotegui (1982), Enrique Guinsberg (1994) y Christophe Dejours (1998), quienes conciben al normópata, cada uno a su modo, como el sujeto perfecto del capitalismo en general o en su variante neoliberal.

El normópata es, por ejemplo, quien está demasiado adaptado al sistema capitalista, quien menos resiste al desempeñar su rol en él, quien se entrega y se pierde a sí mismo al personificar el capital, quien así goza fantasmáticamente del capitalismo con un goce perverso que se confunde con el del capital. Si el normópata goza del sistema capitalista, quizás tengamos derecho a decir que el normótico tiende más bien a sufrir el mismo sistema, a ser afectado, perturbado, alterado e incluso trastornado por él. Esta distinción puede justificarse etimológicamente por la diferencia entre los sufijos “sis” de “normosis” y “pathos” de “normopatía”: el “sis” designa una conversión o alteración, mientras que el “pathos” se refiere a una emoción o pasión como el goce.

Atendiendo a los sufijos, la “normopatía” podría ser una forma normal de “psicopatía” o “sociopatía”, exactamente como la “normosis” correspondería más bien a una forma normal de “neurosis” o “psicosis”. Al igual que el neurótico o el psicótico, el normótico sería víctima de su condición. Estaría internamente desgarrado, no por una patología cualquiera, sino por la normalidad misma, por la patología de la normalidad capitalista.

El normótico sería lastimado y dañado por el mismo capitalismo del que gozaría el normópata. La normopatía sería una exitosa adaptación al sistema capitalista, una mimetización con el capital, mientras que la normosis resultaría de la dificultad para adaptarse, pero una dificultad normal, no neurótica y mucho menos psicótica. El normótico sería, por ejemplo, demasiado honesto y generoso para el capitalismo, demasiado escrupuloso y poco ambicioso, mientras que el normópata sería un perfecto clon del capital, un sujeto voraz, sin escrúpulos y perfectamente asertivo, agresivo, posesivo, acumulativo y destructivo. En ambos casos, tendríamos formas de enajenación en el sistema capitalista, pero formas completamente diferentes, incluso contradictorias, que obedecerían a una contradicción que ya observaron Marx y Engels en su tiempo.

A manera de conclusión

Podemos utilizar los términos de los propios Marx y Engels para describir las dos patologías de la normalidad. Parafraseando La Sagrada Familia, el normótico “se siente aniquilado” en su enajenación, “y ve en ella su impotencia y la realidad de una vida inhumana”, mientras que el normópata “se complace en su situación, se siente establecido en ella sólidamente, sabe que la alienación constituye su propio poder y posee así la apariencia de una existencia humana” (Marx y Engels, 1845, p. 53). Parafraseando ahora el sexto capítulo inédito del Capital, el normópata sería como quien “ha echado raíces en el proceso de enajenación y encuentra en él su satisfacción absoluta”, mientras que el normótico sería como el proletario que, “en su condición de víctima del proceso, se halla de entrada en una situación de rebeldía y lo siente como un proceso de avasallamiento” (Marx, 1866, p. 20).

Quizás podamos afirmar que la normosis fue la patología normal que le interesó a Freud, la de quien sufre de malestar en la cultura, aquella cuya vida entera es un ejemplo de psicopatología de la vida cotidiana, un gran acto fallido, fallido para el capital y para el goce del capital, pero exitoso para el sujeto y su deseo. Un caso fabuloso de esta normosis en el personaje identificado simplemente como Costa en El Alienista de Machado de Assis. El tal Costa recibe una gran herencia, pero procede como un perfecto normótico al dividirla en “préstamos sin usura” de los que benefician muchos normópatas del pueblo, hasta el punto que “al cabo de cinco años no quedaba un centavo” de la herencia (Machado de Assis, 1882, p. 32).

La normosis de Costa puede contrastarse con la normopatía de un personaje de La sala número seis de Chejov, Mijaíl Averiánich, que deja al Doctor Raguin en la miseria por no pagarle una deuda considerable que contrae con él. Sólo queda una solución, que es internar a Raguin en el manicomio, lo que se consigue con el invaluable apoyo de un psicólogo de la época, el cual, como los actuales, prefiere ver la patología en la normosis que en la normopatía. Digamos que la psicología tiene una cierta inclinación por los normópatas y no sabe muy bien qué hacer con la normosis, excepto convertirla en normopatía, lo que puede ser muy beneficioso para el capitalismo.

Referencias

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McDougall, J. (1978). Plaidoyer pour une certaine anormalité. París: Gallimard.

Psicología y política: preguntas desde Cuba

Parte de las respuestas a las preguntas de Karima Oliva Bello para una emisión de Cuba en Contexto del domingo 13 de febrero de 2022 (algunos pasajes han sido eliminados, abreviados o matizados)

David Pavón-Cuéllar

1. ¿Cómo definirías el capitalismo y cuáles son sus mecanismos de producción de subjetividades?

Concibo el capitalismo como un sistema económico de explotación de todo lo existente. Cuando me refiero a todo lo existente, hay que entenderlo de modo literal. Es todo, todo lo que existe, incluyendo la vida humana, pero también la cultura y el conjunto de la naturaleza, los seres animales, vegetales e incluso minerales.

Todo lo que existe puede ser explotado en el sistema capitalista. En este sistema, explotar significa obtener capital a expensas de la existencia misma de lo que se explota. Lo explotado es así transformado en capital, pero para transformarlo en capital, hay que destruirlo como lo que es. Un bosque deja de ser lo que es para transformarse en el capital de una compañía maderera. El capitalismo arrasa bosques, extingue especies, envenena océanos, corroe la cultura y devora la vida humana tan sólo para producir más y más capital.

Cuando me refiero al capital, estoy pensando no sólo en aquello que se expresa en el dinero como cosa estática, sino en su incremento y acumulación a través del proceso dinámico de explotación que se organiza en el sistema capitalista. El capitalismo es el sistema que hace posible que el capital se produzca y se reproduzca, se incremente y se acumule, a partir de todo lo que explota. El capital es, entonces, tanto el producto del proceso como su agente y el proceso mismo.

Es verdad que el capital, además de producirse a sí mismo, fabrica muchas otras cosas, pero estas cosas tan sólo son medios para producirse a sí mismo, para producir más y más capital. Por ejemplo, es por el capital, y no por los alimentos, que la industria alimentaria fabrica alimentos. No importa si los alimentos no alimentan, si nos envenenan con sus pesticidas o saborizantes o azúcares sintéticos o potenciadores de sabor, siempre y cuando los compremos y así contribuyamos a la reproducción y producción del capital. De igual modo, es por el capital, por el afán de lucro, por el que se producen automóviles, teléfonos inteligentes o equipos de cómputo que por eso luego duran tan poco, se descomponen o se vuelven obsoletos, porque la mala calidad o la obsolescencia programada forman parte de las estrategias del capital para vender más y más, para producirse más y más. Ocurre lo mismo con los trabajadores, que pueden llegar a ser tan malos en su actividad porque frecuentemente realizan primero sus estudios y luego su actividad no por vocación o por amor al arte, sino por la retribución, por el salario o por la ganancia, para ganarse la vida como fuerza de trabajo del capital o por el afán de lucro del mismo capital que los posee como un demonio.

Podemos decir que el capital es la verdad que se esconde en todo lo que existe en el capitalismo. Las cosas y las personas más diversas son en el fondo siempre lo mismo: simples medios para el capital. Esto tiene dos consecuencias. Por un lado, a pesar de la gran profusión de cosas y personas diversas en el capitalismo, todas terminan siendo en el fondo exactamente lo mismo, las mismas manifestaciones del capital, manifestaciones que son por ello insoportablemente repetitivas, monótonas, tediosas, deprimentes, empalagosas. Por otro lado, como lo mismo debe manifestarse de muchas formas diversas, las cosas y las personas disimulan su verdad, su lado interesado y lucrativo, y se vuelven así falsas y engañosas, engañosamente humanas, trascendentes, sublimes, bellas, buenas, beneficiosas, útiles, sanas.

Ya vimos que muchos alimentos no son verdaderos alimentos, sino venenos que se disfrazan de alimentos para poder venderse y producir capital. Este afán lucrativo capitalista es también la verdad que nos ocultan las demás mercancías, desde la ropa, los medicamentos, los hits de la música pop comercial o las películas de Hollywood, hasta los directores de las películas, los cantantes de pop, los vendedores, los abogados, los médicos o los psicólogos. Las personas y las cosas pretenden que existen para nosotros, para nuestros intereses o nuestros deseos, pero en realidad tienden a hacerlo más bien por lo que pagamos por ellas, por su función en el proceso capitalista, por la producción y acumulación de capital. 

Como hemos visto, no hay mucha diferencia entre las cosas y las personas en el capitalismo. Esto es así porque las personas son cosificadas, porque son tan mercancías como las cosas, porque son más objetos que sujetos. En cierto sentido, el único sujeto del capitalismo es el capital, mientras que los sujetos se convierten en objetos del capital, en objetos de su goce, como yo suelo decirlo. Esta objetivación de los sujetos por el capital se refleja en los sujetos objetivados por la psicología y por las demás ciencias burguesas objetivistas.

La única oportunidad que tenemos para subjetivarnos en el capitalismo es la subjetivación del capital, ya sea como capitalistas o como consumidores o como trabajadores explotables, como fuerza de trabajo, como fracción variable del capital. Estas formas de subjetivación del capital, indispensables para su funcionamiento, se realizan a través de medios y aparatos ideológicos tales como la educación familiar o escolar, la cultura de masas, las iglesias o la publicidad. Tenemos aquí algunos de los grandes medios ideológicos de producción de sujetos, unos medios de producción tan importantes como los de objetos, pues además de producirse objetos para los sujetos, el capitalismo debe producir sujetos para los objetos, como lo decía Marx en los Grundrisse. No hay que olvidar, sin embargo, que se trata siempre en última instancia de producir capital.

Es para producirse a sí mismo que el capital se vale de sus medios ideológicos para producir a sujetos agresivos, competitivos, posesivos y acumulativos. Estos sujetos serán los mejores capitalistas y consumistas que necesita el capital. Es por eso que los produce al estimular la avidez insaciable, el consumo de artículos de lujo o incluso los celos en el amor a través de modelos hollywoodenses de identificación. Por ejemplo, hacer que nos identifiquemos con un personaje celoso es ya irnos convirtiendo en los sujetos posesivos, agresivos y competitivos que necesita el capital. De igual modo, ya comenzamos a ser potencialmente los mejores consumistas o capitalistas al identificarnos con el aspecto acumulativo del personaje que acumula riquezas, vestidos, viajes, armas, automóviles o parejas. Huelga decir que esta producción de subjetividad se realiza también de modos mucho más sutiles y soterrados.

2. ¿Cómo valoras la supuesta “neutralidad” política de las ciencias sociales erigida como sinónimo de rigor en muchos contextos académicos?

Podemos conservar cierta neutralidad ante fenómenos químicos, físicos o biológicos, pero no ante situaciones sociales en las que está implicada la humanidad. No podemos ser neutros ante esta humanidad porque somos ella y nos concierne todo lo que la concierne. Como decía el personaje Cremes de Terencio, soy humano y nada humano me es ajeno.

Debemos pretender que lo propio nos es ajeno para poder juzgarlo de un modo aparentemente distante, frío, neutro. Detrás de la apariencia de neutralidad, lo que hay en realidad es una secreta conformidad con la realidad y con aquello que la domina. Estamos aquí de algún modo a favor de aquello que no rechazamos: tan sólo podemos rechazarlo o aceptarlo, y ser neutros es una manera discreta de aceptarlo.

Ser neutros es aceptar la dominación que le impone su orientación a la realidad. Esta orientación es como una corriente de agua. Cuando no nadamos a contracorriente, cuando permanecemos neutros ante la corriente, simplemente nos dejamos arrastrar por ella y así estamos de acuerdo con ella y la fortalecemos al engrosar su torrente.

La corriente dominante está ella misma compuesta de los neutros, de los imparciales, de los indiferentes. Como decía Gramsci en 1917, la indiferencia es el peso muerto de la historia que opera pasivamente, pero potentemente. Este peso muerto de la indiferencia es el que se manifiesta en la supuesta neutralidad imperante en las ciencias sociales.

El científico neutro, como diría también Gramsci, es el indiferente que abdica de su voluntad. Esta abdicación de la voluntad es siempre en favor del poder. Estamos cediendo al poder cuando no le oponemos nuestra voluntad, cuando no tomamos posición contra él, cuando permanecemos neutros ante la realidad que nos impone.

La neutralidad tiene su expresión más obscena en el positivismo aún imperante bajo diversas máscaras en las ciencias humanas y sociales. El principio supremo del positivista es atenerse a la realidad positiva y encontrar en ella la única verdad. Al asumir que la verdad radica en la realidad, el positivista no puede contradecir la realidad en el nombre de una verdad. No puede, por ejemplo, denunciar la constitución ideológica de lo que nos rodea. Tampoco puede impugnar una sociedad tan injusta como la capitalista en el nombre de la justicia como verdad política.

El positivista es neutro al describir la sociedad injusta, pero al hacer esto, contribuye a normalizarla, a banalizarla, a volverla cada vez más evidente, cada vez menos problemática. Es así como el positivista puede ayudar a reproducir la realidad en su positividad al privarse de la negatividad, de la contradicción con respecto a la realidad, que está en el centro de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. Al atenerse a lo que es y al no pensar en lo que no es y podría ser, el positivista perpetúa lo que es, por más terrible que sea, e impide que se transforme y advenga lo que todavía no es, por más liberador que sea. Esto último lo comprendió muy bien Ignacio Martín-Baró y por eso le reprochó a la psicología positivista que se concentrara en lo que somos los latinoamericanos y en olvidar lo más importante, lo que podemos llegar a ser, lo que no se nos ha dejado ser. Todo esto, lo más importante, es lo que se olvida por el afán de neutralidad.

Martín-Baró también observó con agudeza que el científico neutro no es el más riguroso y objetivo. La rigurosidad y la objetividad le exigirían aceptar que no puede ser neutro, que ya está situado y posicionado en la realidad, que no puede salir de ella para juzgarla de manera neutra, imparcial, a distancia. El científico no puede ser neutro, pero sí puede ser objetivo y riguroso al esforzarse en describir objetiva y rigurosamente su falta de neutralidad, su punto de vista, su posición de clase y de género, su color de piel, su orientación política, sus privilegios, sus intereses y sus aspiraciones.

3. Has escrito sobre autores como Frantz Fanon. ¿Qué ideas pudieras compartirnos sobre la vigencia de su pensamiento y las formas de la colonialidad del saber?

Fanon es y seguirá siendo vigente mientras persistan formas de colonialidad como las que aún moldean nuestro mundo. Es por estas formas de colonialidad que los supuestos países emergentes, como Brasil o Chile o México, nunca terminan de emerger. Por el contrario, los países pobres continúan empobreciéndose proporcionalmente al crear la riqueza de los países ricos. Los países desarrollados, Europa, Estados Unidos y los demás, no dejan de subdesarrollar a los países africanos o latinoamericanos, como reza el famoso título de Walter Rodney. Y como en Fanon, la inferiorización de los negros y los indígenas del mundo no deja de ser un medio para que los blancos racistas sigan superiorizándose, presentándose como superiores a los no blancos.

Las economías de los países periféricos siguen siendo tan dependientes como en los tiempos de las teorías de la dependencia. También como en esos tiempos, el intervencionismo y el imperialismo siguen siendo la regla y no la excepción. Los bastiones cubano y palestino siguen acechados y resistiendo. Los proyectos de liberación nacional han fracasado en todo el mundo, como la lo presentía Fanon con amargura al condenar el neocolonialismo latinoamericano y su replicación africana.

Los europeos y estadounidenses continúan condenándonos al trabajo manual, obligándonos a producir a bajo costo sus minerales y frutos y productos manufacturados, mientras ellos acaparan el trabajo intelectual, exportándonos e imponiéndonos sus productos culturales y científicos. Allá se diseña, se crea, se piensa y se decide, mientras que en la mayor parte de África y Latinoamérica sólo se trabaja con los brazos, se reproduce y se maquila. Ahora en la pandemia, todo el Tercer Mundo ha enriquecido la industria farmacéutica del Primer Mundo al vacunarse con sus vacunas, pues tan sólo Cuba ha sido capaz de tener su propia vacuna. Lo más que hemos podido hacer en México es fabricar las vacunas inventadas en otros países. Esto es muy significativo y se observa lo mismo en las fábricas que en las universidades: incluso cuando trabajamos con la cabeza nos condenamos a realizar un trabajo manual, tan sólo aplicando las teorías y los conceptos creados en los centros europeos y estadounidenses.

Con la excepción de Cuba y de uno que otro bastión de resistencia, no nos permitimos pensar en el Tercer Mundo o en lo que ahora se llama Sur Global. Europa no deja de ser la cabeza y nosotros el cuerpo. Nuestras burguesías y sus intelectuales creen tener mentes poderosas, pero esto forma parte de su estupidez. En realidad, continúan siendo tan estúpidas, mediocres, inútiles, perezosas, gozosas, ridículas y racistas como lo eran en tiempos de Fanon. Como en esos tiempos, nuestras élites no dejan de ser simples administradoras de los negocios de los países ricos.

4. ¿Cómo definirías la condición política del sujeto muchas veces ignorada por las psicologías? ¿Cuál es el nexo entre el sujeto y la política?

Aristóteles ya definía al ser humano como un animal político. Esta definición me parece aún admisible. Hoy, como hace 2300 años, es en la política en la que radica nuestra humanidad.

El ser humano se ha definido en diferentes momentos como un ser distintivamente racional, creyente, reflexivo, civilizado, hablante, autodeterminado, libre, histórico, trabajador, productivo, prematuro, patológico y un largo etcétera. Cada una de estas definiciones tiene ciertamente un valor de conocimiento y nos descubre un aspecto de lo humano, pero cada una de las definiciones también es un condensado ideológico en el que se encubre lo mismo que se descubre. Conocemos lo humano, pero lo desconocemos al conocerlo, conociéndolo distorsionado por el contexto en el que se concibe. Cada época se ha ofrecido un ser humano a su medida, el mejor para ella, el más ajustado a la ideología dominante.

Ahora bien, incluso al depurar lo humano de sus innumerables atributos ideológicos, tenemos dificultades con algunos de ellos que parecen poseer efectivamente cierta universalidad. Tal es el caso de la historia y la producción acentuadas por Marx, el habla puesta de relieve por Freud y Lacan, y lo político. Al igual que el habla, la historia y la producción, el atributo político del sujeto humano aparece como un hueso difícil de roer. Esto es así porque, al igual que lo simbólico y lo histórico y lo productivo, lo político es un atributo negativo, una determinación de la indeterminación.

Definir al sujeto como político es definirlo como un ser que no es esencial o naturalmente algo, sino que habrá de ser lo que resulte de un proyecto político y de una lucha por ese proyecto. Por ejemplo, como hemos visto, el capitalismo neoliberal ha creado una subjetividad contradictoriamente pasiva, adaptativa, objetiva y desubjetivada como objeto del capital, y al mismo tiempo asertiva, agresiva, competitiva, posesiva y acumulativa como subjetivación del capital. Pero esta doble subjetividad es un simple reflejo de las clases en la sociedad capitalista: es un engendro político del capital, no existía antes del capitalismo y puede ser desmontada históricamente. Es a lo que aspiramos nosotras y nosotros los comunistas.

Decir que el sujeto es político equivale a decir que el sujeto será lo que políticamente consiga ser. Digamos que su ser es un asunto de poder y será lo que se decida en luchas históricas, entre ellas la de Cuba contra el capitalismo y contra la forma capitalista de subjetividad. Esta lucha y otras son la esencia política del sujeto.

Digamos que el sujeto es político porque habrá de ser aquello por lo que luche políticamente de manera eficaz y exitosa. Esta lucha nos confirma que el sujeto que se debate contra sí mismo, contra lo que ya es, puede llegar a crearse a sí mismo. Es exactamente lo mismo que nos han mostrado Marx y Freud al concentrarse respectivamente en el aspecto histórico-productivo y hablante del ser humano. El sujeto se crea en su habla, en su producción y en su historia, pero también en sus luchas políticas que atraviesan las esferas hablante, productiva e histórica.

Decir que nuestro ser es político es decir que somos nosotros los que decidimos políticamente lo que somos, lo decidimos incluso cuando les dejamos a otros decidir por nosotros, que es lo que hacemos cuando permitimos que nuestro ser sea definido por los psicólogos, los sociólogos, los filósofos, los antropólogos y otros. La psicología y las ciencias humanas y sociales, en su funcionamiento de ciencias burguesas, vienen a usurpar la autoproducción hablante, histórica y política de los sujetos. Es por ello que tienden irresistiblemente a objetivar a los sujetos, a arrebatarles su palabra que los hace sujetos, a deshistorizarlos y despolitizarlos.

En lugar de permitirle a los sujetos decidir políticamente lo que son, el psicólogo les ayuda a convencerse de que son individuos centrados en sí mismos, encerrados en su interior, y con atributos que pueden ir de la pasividad o adaptabilidad a la asertividad, la agresividad, la competitividad y la posesividad. Convenciendo a los sujetos de que son esto, los psicólogos no están procediendo sino como dispositivos subjetivantes del capitalismo neoliberal. Es el capital el que está operando a través de ellos para asegurarse de operar también a través de los sujetos a los que tratan, ya sea como capitalistas o como capital variable, como trabajadores. Se trata siempre de la subsunción real de la subjetividad en el capital: de la producción de la subjetividad requerida por el capitalismo.

5. Como el capitalismo produce subjetividades, también lo hacen las luchas de emancipación. ¿Cómo enfocarías la cuestión de la revolución social y la subjetividad?

Conocemos el mantra individualista neoliberal de que el cambio comienza por uno mismo. La idea subyacente es que uno debe primero cambiarse a sí mismo para luego poder cambiar el mundo. En realidad, si no cambiamos el mundo, resulta prácticamente imposible realizar un cambio trascendente en uno mismo. ¿Cómo revolucionarse de verdad cuando uno debe cotidianamente venderse para sobrevivir, acumular y competir para mantenerse a flote, obedecer para no perder su trabajo, traicionarse para tener su lugar en la sociedad?

Todo en el mundo nos impide cambiar. Para lograr un cambio de nosotros mismos, debemos primero transformar el mundo. El problema es, desde luego, que la transformación del mundo es un proceso arduo y lento, prolongado, quizás incluso transgeneracional.

Si debiéramos esperar la transformación del mundo para cambiarnos a nosotros mismos, probablemente moriríamos antes de poder efectuar un cambio importante y radical. Si podemos cambiar antes de morir, es a menudo porque participamos en movimientos en los que se prefiguran las transformaciones por las que luchamos. Un movimiento antipatriarcal o anticapitalista puede constituir por sí mismo, en el presente, un espacio que se libere de las infames lógicas patriarcales de opresión y explotación de género y de clase.

Como ya lo sabía Rosa Luxemburgo hace más de un siglo, el comunismo existe ya antes de existir, antes de generalizarse en la sociedad, a través de muchos de nuestros colectivos con sus formas radicalmente democráticas, libres e igualitarias de organización y acción.  Estos colectivos ya son como las contrasociedades o comunidades utópicas: pequeños mundos que hacen posible un cambio del sujeto. Los comunistas y las feministas, gracias a sus colectivos y organizaciones, consiguen a veces cambiarse radicalmente al dejar de ser los seres egoístas agresivos, asertivos, competitivos, posesivos y acumulativos por los que apuestan el capitalismo y el patriarcado.

El sistema siempre suscita resistencia en su interior. La actual resistencia no es tan sólo anticapitalista y antipatriarcal, sino también anticolonial, antirracista, contra la heteronormatividad y contra el ecocidio generalizado. Estas luchas son como talleres clandestinos en los que estamos produciendo subjetividades nuevas, disidentes, contrastantes con respecto a las producidas en las grandes manufacturas ideológicas del sistema capitalista colonial y heteropatriarcal.

Sobra decir que no dejamos de ser productos de las fábricas del sistema dominante por ser productos de nuestros pequeños talleres clandestinos. La subjetividad, como un automóvil o como cualquier otro producto complejo de nuestra civilización, es producida en muchas fábricas diferentes. Así como un coche Nissan fabricado en México tiene piezas mexicanas, estadounidenses, chinas, japonesas, guatemaltecas y otras, de igual modo cualquier subjetividad combina elementos y aspectos patriarcales y antipatriarcales, capitalistas y anticapitalistas, coloniales y anticoloniales.

Cada uno de nosotros es un campo de batalla. La lucha de clases tiene lugar a cada momento, en cada uno de nuestros pensamientos, sentimientos y comportamientos. Nuestra subjetividad está internamente desgarrada. Este desgarramiento puede hacer fracasar cualquier lucha política, pero también socava internamente al sistema.