Mi balance del gobierno de López Obrador: límites y contradicciones de una voluntad entrampada en la estructura

Artículo publicado el 1 de octubre de 2024 en El Ciudadano y el 8 de octubre del mismo año en Rebelión

David Pavón-Cuéllar

Soy de aquellos a quienes López Obrador no decepcionó, pero quizás porque nunca esperé demasiado. Jamás imaginé que fuera capaz de liberarnos de las inercias de corrupción y simulación que se acumularon, solidificaron y sedimentaron durante varias décadas. Mucho menos abrigué el sueño de que su izquierda pudiera ser tan consecuente, radical y atrevida como las de Cárdenas, Fidel, Allende o incluso Chávez. El proyecto de López Obrador era diferente, las circunstancias eran otras, el margen de maniobra era muy limitado y había un cálculo de riesgos del que tal vez nos hayamos beneficiado todos en México, incluso los más vulnerables, quizás especialmente ellos.

El gobierno de López Obrador no fue lo que no podía ser, lo que no pretendía ser, lo que no intentaba ser. No fue socialista, sino capitalista, liberal e incluso en parte neoliberal, pero tuvo el mérito de no ser tan sólo eso que parecía estar condenado a ser. Fue algo más y mejor que eso. Fue algo desafiante y contradictorio consigo mismo.

Tal vez no sea exagerado afirmar que el gobierno de Lopez Obrador siempre nos hizo ganar algo a cambio de sus concesiones. Aunque manteniéndonos vergonzosamente subordinados a la política migratoria y comercial estadounidense, nos permitió recobrar cierta soberanía y dignidad en relación con Estados Unidos y otras naciones como Bolivia, España, Ucrania, Israel, Ecuador y Argentina. Detuvo sin revertir el despojo de nuestra industria energética. Nacionalizó nuestro litio para consolarnos del saqueo de nuestros otros minerales. Obligó a pagar impuestos al menos a una parte de la oligarquía. Elevó el salario mínimo y el poder adquisitivo de aquellos que no dejaron por ello de ser explotados. Atenuó la pobreza de los que siguieron siendo los más pobres. Pidió perdón y exigió que se pidiera perdón a los pueblos originarios a los que no se dejó de violentar, marginar y empobrecer. Admitió sin aclarar lo que ocurrió con los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Reconoció y evitó matanzas como las antes perpetradas por el mismo Ejército al que recompensó con poder e impunidad.

Las contradicciones del gobierno de López Obrador fueron las de una voluntad entrampada en la estructura y debatiéndose contra ella. Quizás esta voluntad fuera directamente impotente ante lo real de la estructura, pero supo incidir en ella indirectamente, de modo simbólico, a través de gestos puntuales. Uno fue el de exponer públicamente la degradación de los poderes económicos, políticos y mediáticos. Otro fue el de reducir los salarios de los altos funcionarios y acabar con el despilfarro de la cúpula gubernamental, deshaciéndose de la residencia oficial de Los Pinos, del avión presidencial y de las pensiones para expresidentes. Quizás todo esto no cambiara la existencia, pero sí la conciencia de muchos mexicanos.

El gobierno de López Obrador contribuyó a que la sociedad se repolitizara y reconociera su carácter polarizado. Le reveló su verdad estructural en la división de clases. La revelación podría tener efectos imprevisibles en el futuro.

No es por error que un amplio sector de la élite aborrece a López Obrador. Lo aborrece por diversas razones ideológicas, pero también por el conocimiento de que afectó sus intereses. Es por lo mismo que lo acusa de comunista. Desde luego que no hay aquí ningún comunismo, pero sí tal vez algo por lo cual el gobierno de López Obrador tendría que revalorizarse a los ojos de aquellos que nos consideramos comunistas.

¿O acaso nos elevaremos hasta el punto de menospreciar la política real desde la altura de nuestras convicciones ideales? ¿Gozaremos de un lujo como el de mostrarnos indiferentes ante los millones que salieron de la pobreza en los últimos años? ¿Nos arrogaremos el privilegio de minimizar y desdeñar el torrente de ayudas económicas para estudiantes, madres y ancianos?

¿Repudiaremos a los de abajo al repudiar a quien ha logrado tal comunión con ellos? Despreciando a quien tanto aprecian, ¿los despreciaremos aún más a ellos por suponer que lo aprecian porque se dejan engañar, manipular y sobornar por él? ¿Llegaremos hasta el extremo de pensar que el pueblo es tan ingenuo y estúpido?

No es por ingenuidad o estupidez que las masas populares han respaldado a López Obrador. Si respetamos a estas masas, deberíamos intentar al menos comprenderlas. Si no lo conseguimos, no será su problema, sino el nuestro.

El guerrillero y el presidente

David Pavón-Cuéllar

Marcos y López Obrador nos dicen cada uno la verdad que el otro calla, pero diciéndola del único modo posible para Lacan, a medias, en una estructura de ficción. López Obrador nos hace imaginar que nada es ya igual, que todo ha cambiado, al revelarnos todo lo que sí ha cambiado como si fuera todo lo que hay, con lo que nos oculta lo que sigue igual, el dinosaurio que aún está ahí, la serpiente que no es otra después de su cambio de piel. Esto es lo que Marcos nos recuerda, pero extraviándonos con otra ficción, pues López Obrador no es la serpiente ni condensa los atributos negativos de sus predecesores. De ser así, habríamos tenido matanzas de manifestantes como con Díaz Ordaz, una sangrienta guerra sucia contra opositores como la de Echeverría, crisis y devaluaciones como con López Portillo y De la Madrid, una ola de privatizaciones y centenares de zapatistas asesinados como con Salinas, un Acteal y una agudización de la pobreza como con Zedillo, un distanciamiento de América Latina como el de Fox, un aumento exponencial de la violencia criminal como en tiempos de Calderón y otro Ayotzinapa como el de Peña Nieto.

Algo cambió, pero no todo, lo que no significa, desde luego, que todo siga igual. Para conocer aquí la verdad, hay que escuchar y tomar en serio a Marcos y a López Obrador, a los dos y no sólo a uno, pues cada uno miente sin la rectificación del otro. El problema no es que mientan al decir la verdad, sino que nos dejemos engañar al escuchar la mentira sin la verdad, lo que nos ocurre por creer sólo en uno y no en el otro. Concluimos entonces que todo cambió para mejor, o que todo sigue igual o peor, y de paso descalificamos y despreciamos a quienes creen lo contrario, quienes respaldan la voz que nos dice una verdad que no queremos escuchar, sin importar que sean compañerxs de izquierda, miles de indígenas de las bases del EZLN o millones de votantes de Morena.

Aspiracionismo y derechización

Artículo publicado en Revolución 3.0 el 23 de junio de 2021

David Pavón-Cuéllar

Errar para acertar

El presidente Andrés Manuel López Obrador arremetió recientemente contra un tipo de mexicano “integrante de clase media-media, media alta, incluso con licenciatura, con maestría, con doctorado”. El 11 de junio le atribuyó “una actitud aspiracionista, un triunfar a toda costa, salir adelante, muy egoísta”. Luego, el 14 de junio, lo caracterizó como un sujeto “individualista que le da la espalda al prójimo, aspiracionista que lo que quiere es ser como los de arriba y encaramarse lo más que se pueda, sin escrúpulos morales de ninguna índole, partidario del que no transa no avanza”.

Los juicios de López Obrador han merecido los más duros cuestionamientos. Aparentemente contribuirían al enrarecimiento del ambiente político. En lo que se refiere a la forma, no sólo delatarían pasiones indignas de una figura presidencial, sino que excederían la función de su investidura al tomar partido y al descalificar el criterio de aquellos mismos a los que el presidente debería limitarse a respetar y representar. En el plano estratégico, los juicios serían imprudentes, incluso torpes y hasta suicidas, ya que profundizarían la desavenencia de López Obrador con un amplio sector que ayudó a llevarlo al poder en 2018. Además, los juicios en cuestión serían aplicables a una gran parte no sólo de los aún seguidores de MORENA, sino de sus militantes, cuadros, candidatos electos, funcionarios y miembros de gabinete. Incluso varias de las políticas de la Cuarta Transformación, como la reforma educativa o las becas para jóvenes, podrían asociarse justamente con el aspiracionismo.

A pesar de todo, López Obrador consigue una vez más acertar a través de sus aparentes errores. Aquello mismo que le reprochamos podría llevarnos a celebrarlo. Es algo que sucede a menudo con el presidente. No es tan sólo que sus deslices, arrebatos y exabruptos inspiren confianza después de ochenta años de impecables máscaras presidenciales que tan sólo sirvieron para ocultar el saqueo y la destrucción del país. Es también y sobre todo que la incorrección política del presidente ha servido para manifestar de modo ciertamente sintomático, irregular y errático, diversas verdades cuyo encubrimiento lastra la reciente historia de México. Es el caso del aspiracionismo, pero también de muchas otras verdades, entre ellas la del clasismo y la del colonialismo.

Blanquearse, olvidar y subir

La sociedad mexicana se agota, se lastima y se enferma en su esfuerzo por blanquearse y olvidar lo que López Obrador le recuerda al pedir perdón a los mayas o al instar a España y al Vaticano a que pidan perdón a México. La verdad que así retorna como síntoma fue la que ya irrumpió en la Revolución Mexicana, la que se elaboró simbólicamente en el nacionalismo posrevolucionario y la que fue nuevamente reprimida por el neoliberalismo posnacionalista de Salinas de Gortari con su justificación ideológica posmoderna en intelectuales como Roger Bartra. Esta verdad es ni más ni menos que la de nuestro ser histórico, nuestro desgarramiento interno, nuestro origen indígena y nuestra herencia colonial, el racismo constitutivo de nuestra cultura, nuestra deuda impagable con los pueblos originarios, así como aquella otra deuda también impagable de Europa con Latinoamérica.

Nuestra historia de colonialismo se traduce hoy en día en lo que deberíamos diagnosticar, parafraseando a Hipólito Villarroel, como la mayor enfermedad política de México. Ésta es el clasismo, la nueva sociedad de castas con su elemento racista, pigmentocrático, y con esas desigualdades abismales que al fin se exteriorizan en la polarización de la que se acusa repetidamente a López Obrador. En realidad, lo único imputable al presidente es una vez más la torpeza de revelar una verdad, la verdad de la polarización, en lugar de proceder con la astucia de sus predecesores que dominaban el arte de velar demagógicamente la polarización de la sociedad mexicana.

Quienes realmente nos han polarizado han sido primero los conquistadores y los encomenderos, luego los caciques y los hacendados con sus capataces, finalmente los empresarios voraces, los explotadores de siempre, ahora con sus periodistas y políticos a sueldo. Los que siguen polarizándonos son también los mismos que acusan al presidente de polarizar la sociedad mexicana. Son los mismos que terminaron tomando el control del PRI, del PAN y del PRD, y que ahora se esfuerzan en apropiarse interna y externamente de MORENA. Al menos hemos tenido tiempo de que la consecuencia de sus actos sostenidos, la extrema polarización de la sociedad, sea evidenciada por la impericia política de López Obrador.

El mapa de la Ciudad de México partida en dos, escindida entre los barrios populares que se aferran a la izquierda y los más elitistas que se inclinan a la derecha, es como un reflejo de la realidad social en que vivimos. No habíamos visto esta imagen reveladora simplemente porque la política era demagógica, engañosa, impidiendo votar según los propios intereses. La política, en efecto, mistificaba una verdad que siempre estuvo ahí, la verdad fundamental de nuestra lucha de clases y de sus efectos, entre ellos la polarización entre los de arriba y los de abajo, así como el aspiracionismo de los de en medio, su afán obsesivo por ser de arriba y no de abajo, que es la última verdad revelada sintomáticamente por la boca floja de López Obrador.

Vivir entre escaleras

Lo dicho por el presidente deja claro que su denuncia no es de las aspiraciones que toda persona tiene, sino de su manifestación patológica e ideológica sugerida por el sufijo “ismo”. El aspiracionismo parece indicar aquí una ambición desmedida, una suerte de insaciabilidad o voracidad, y vincularse directamente con los llamados “exitismo” y “emprendedurismo”. Sobra decir, continuando con los “ismos”, que estamos aquí ante formas de subjetivación del capitalismo y especialmente del neoliberalismo.

El aspiracionismo abarca una serie de orientaciones personales altamente valoradas en la moderna sociedad capitalista, especialmente en su variante neoliberal, entre ellas el ímpetu emprendedor, el cálculo estratégico, el deseo de superación y el espíritu asertivo y competitivo. Estas actitudes, cada vez más promovidas en la familia, en la escuela, en el trabajo y en la cultura de masas, tienden a convertirse en reglas supremas de conducta, imponiéndose a costa de otros principios morales como la solidaridad, la generosidad, el respeto por la dignidad ajena y la consideración del interés comunitario. Perfectamente adaptadas a una sociedad tan estratificada como la mexicana, las actitudes aspiracionistas impulsan a los sujetos a escalar a cualquier precio.

Da igual sacrificarse o pervertirse, dejarse atrás o abajo al perder su vida o al abandonar su propia humanidad, mientras se haya conseguido avanzar, pasar a la etapa siguiente, al nivel superior. Mientras uno suba, no importa pasar por encima de los demás ni verlos únicamente como escalones. Carece de importancia cómo se asciende, siempre y cuando se ascienda. El único imperativo es tener éxito. El fin justifica los medios, que pueden ser el esfuerzo, el estudio y el trabajo, pero también la destrucción, la violencia, la estafa o la corrupción.

Independientemente de los medios a los que recurra, el aspiracionismo tiende a convertirse en el sentido común de la llamada “clase media”. Es parte de su pensamiento único neoliberal. Tanto se ha difundido y naturalizado que pasa desapercibido. No lo vemos porque impele a todos por igual.

Aspiracionistas son el joven que estudia un doctorado para ser doctor, su profesor que investiga y publica para estar en el SNI, el empleado que se endeuda e hipoteca su futuro para tener casa o coche de lujo, el que da golpes bajos para subir de puesto, el funcionario que se deja corromper o que instrumentaliza al sindicato para ganar poder y dinero, el que explota el amor o la amistad para obtener favores y alcanzar un cierto estatus, el que no duda en traicionar a su comunidad para estar por encima de ella, el que incendia el bosque para cambiar el uso del suelo y enriquecerse con algún cultivo, el que roba, trafica, amenaza, tortura y mata no para sobrevivir, sino simplemente para ser el más rico de la familia o del pueblo o del barrio. Por más diferentes que sean, todos estos sujetos son ejemplares de la misma especie: todos ellos son aspiracionistas. Todos ellos, como diría López Obrador, aspiran a “triunfar y salir adelante a toda costa”, quieren ser “como los de arriba”, intentan ascender “lo más que pueden”.

Arriba y a la derecha

El afán de subir es un síntoma no sólo de la desigualdad social objetiva, de la dimensión vertical dominante en una sociedad, sino de su correlato político subjetivo, el de la derecha con su opción por el arriba y con su reivindicación de la desigualdad justificada en términos de jerarquía, mérito, crédito, capacidad, excelencia, calidad, marca, raza, educación, cultura, herencia, puntaje, grado académico, etc. Cualquier justificación vale cuando se trata de hacer una distinción entre lo que se desprecia y aquello a lo que se aspira.

El aspiracionismo necesita la verticalidad. Esta verticalidad es implícitamente afirmada y reproducida por quien se afana en subir. El aspiracionista es derechista por el modo vertical en que siente, piensa, actúa e interactúa con los demás, y no simplemente por su aspiración al arriba en su proyecto de vida.

La derecha es una opción casi natural de una clase media tan atraída por lo que está encima de ella, por aquello a lo que aspira, como aterrada por el vacío que se abre a sus pies. El miedo a caer y la ambición de ascender, afectos exacerbados en el neoliberalismo, imponen una lógica vertical y así derechizan al sujeto de clase media por el mismo gesto por el que dominan y arruinan su existencia. El derechista clasemediero es un aspiracionista que nace con el doble vértigo del abismo y de la cúspide.

El miedo y la ambición inquietan y angustian al aspiracionista, lo conducen al exceso en el consumo y a veces en el trabajo, pero también lo vuelven cada vez menos desinteresado, cada vez más nervioso y ansioso, cada vez más estratégico y calculador. Lo encierran en una cárcel de proyectos y recursos, de instrumentos y propósitos, de escaleras y otros medios para subir. Es así como lo exilian en un futuro incierto y lo apartan de la vida misma, la inexplotable de cada instante, al tiempo que lo aíslan, alejándolo de personas que dejan de ser lo que son cuando se reducen a instrumentos. Este aislamiento y este exilio son también situaciones existenciales con las que el neoliberalismo consigue derechizar de modo reactivo a los clasemedieros, los cuales, atenazados por la ambición y el miedo, se convierten en esos perfectos derechistas obsesionados por el arriba y por el abajo hasta el punto de olvidar todo lo que hay a su alrededor.

La derecha es una reacción irreflexiva de la clase media, mientras que la izquierda exige cierta reflexión por la que se comprende que el problema no es el abajo ni los de abajo, sino la verticalidad misma, es decir, que haya un abajo y un arriba. Ser de izquierda es no dejarse arrastrar por la inercia de la derecha: no ceder ni a la fascinación aspiracionista por el arriba y los de arriba, ni al terror o la repulsión racista o clasista, aporofóbica, por el abajo y los de abajo. Elegir la derecha es más sencillo, pues consiste simplemente en ceder, quizás tan sólo por la tentación de la facilidad, o tal vez por comodidad o por mezquindad, o a lo mejor por el cansancio de la edad o por el temor ante la inseguridad propia del neoliberalismo.

Hacer como si uno subiera

A falta de esfuerzo reflexivo, el derechista de clase media cede también a las engañosas evidencias que lo rodean. Cree firmemente que es pobre el que quiere, que el cambio está en uno mismo, que basta esforzarse para alcanzar aquello a lo que se aspira. Sin embargo, al no ser capaz de realizar sus aspiraciones en la realidad, nuestro aspiracionista sólo puede realizarlas en la imaginación.

El clasemediero aspiracionista es el que se imagina rico por consumir como rico, aunque este consumo paradójicamente lo endeude, lo empobrezca. Es el que se imagina estar arriba porque vota por los partidos que benefician a los de arriba, aunque estos partidos afecten a los de en medio, precipitándolos a menudo hacia abajo. Es el mismo que se imagina ser un intelectual por haber estudiado un doctorado o ser un científico por pertenecer al Sistema Nacional de Investigadores, aun cuando sus actividades no sean precisamente científicas o intelectuales, consistiendo únicamente en tareas burocráticas manuales como combinar citas, juntar puntos y llenar formatos o formularios.

La simulación es lo que reina en el aspiracionismo de clase media. Los aspiracionistas de en medio simulan ser todo lo que aspiran a ser, lo que no son de verdad, lo que está por encima de su medianía, ya sea grandes intelectuales o geniales científicos o valientes periodistas o ricos aristócratas. De lo que se trata, en definitiva, es de hacer como si se estuviera arriba, en las cimas de la riqueza o del talento, lo que se consigue simulando: gastando el dinero prestado que no se tiene, haciendo pasar por doctorado un simple trámite de cuatro años, considerándose periodista por escribir libelos en Reforma, incluyéndose en el parnaso mexicano por estar en las pandillas de Nexos o Letras Libres.

La simulación lo devora todo. Es ella una de las consecuencias más dañinas del aspiracionismo, pero no es la única. Las actitudes aspiracionistas de los individuos acarrean también otras consecuencias como la corrupción, la criminalidad, el consumismo, el sobreendeudamiento, la contaminación, la devastación de la naturaleza, la desintegración de las comunidades y la derechización de los sujetos.

El poder en lugar de la izquierda

La victoria de la derecha en los barrios clasemedieros de la Ciudad de México fue lo que motivó a López Obrador a denunciar el aspiracionismo. Ciertamente, como lo hemos visto, las actitudes aspiracionistas contribuyen a derechizar a los sujetos al hacerlos optar por el arriba y reforzar así la dimensión vertical de la sociedad. Sin embargo, durante los últimos comicios, esto no sólo se puso en evidencia en los resultados electorales de la capital mexicana, sino también en una izquierda que a veces apareció tan derechizada que resultaba difícil continuar situándola en la izquierda.

La derechización es un efecto inevitable del aspiracionismo que a veces motiva internamente a quienes aspiran a gobernar. Querer alcanzar las cúpulas del gobierno puede ser tan sólo una actitud aspiracionista que lo incline a uno, aunque sea imperceptiblemente, hacia la derecha del espectro político. Uno se derechiza entonces por querer subir a cualquier precio.

Es a costa de la misma izquierda como algunos izquierdistas consiguen llegar a la cima del poder. No es algo que siempre ocurra, pero sí es una constante de la historia moderna y parece haber ocurrido más de una vez en las últimas elecciones. Fue al menos la impresión con la que nos quedamos quienes juzgamos todo esto desde abajo y a la izquierda.

Dos caras de un mismo pueblo: notas para un acercamiento psicosocial a María de Jesús Patricio y Andrés Manuel López Obrador

 

Publicado en Rebelión del 27 de octubre de 2017

David Pavón-Cuéllar

Legado

El pueblo de México ha llegado a una encrucijada. Su camino se ha bifurcado entre un hombre y una mujer. Él es el Peje, Andrés Manuel López Obrador, a la cabeza del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA). Ella es Marichuy, María de Jesús Patricio, vocera de una entidad que emana del Congreso Nacional Indígena (CNI) y que es apoyada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).

El Peje y Marichuy representan dos tradiciones paralelas y dos opciones opuestas de la izquierda mexicana. Él aparece como heredero de un cardenismo al que le debemos en gran parte, como pueblo que somos, lo que ahora intentan arrebatarnos, lo mejor de nuestras instituciones públicas, las mayores conquistas sociales concretas del proceso revolucionario, la poca justicia y la poca igualdad que hay en México. Ella se presenta como depositaria de la herencia histórica de un zapatismo del que recibimos, también como pueblo, nuestros más altos ideales de justicia e igualdad, nuestro más íntimo ímpetu rebelde, nuestra lucha por tierra y libertad, nuestra indomable dignidad y nuestra inagotable capacidad de resistencia.

Ella nos anima con todo aquello que anhelamos y que nunca hemos conseguido. Él nos consuela con las pocas aspiraciones que realizamos en el pasado. Nos decimos que él nos hará volver a ganar algo, quizás muy poco, aunque sea para mantener viva nuestra esperanza. Contamos con ella para desear algo más, algo prácticamente inalcanzable, aunque sea para que no muera ese misterioso deseo latente del que siempre depende nuestra esperanza manifiesta.[1]

Amistad

Tanto María de Jesús como Andrés Manuel parecen merecer nuestra confianza. Los dos nos han dado suficientes pruebas de buena fe, de honestidad y de legitimidad. Son quienes son, y no, como se pretende, artimañas de quienes corrompen, saquean y destruyen todo lo que nos rodea.

Ella no es el producto de una conspiración orquestada para dividir los votos de la izquierda. Él no es una cabeza más de la hidra capitalista contra la que arremeten los zapatistas. Ni él ni ella son los verdaderos enemigos de quienes han decidido seguirlos.

Ni él ni ella parecen estar manipulando al pueblo que los apoya con tanto ardor y entusiasmo. ¿Por qué habrían de manipularlo? ¿Y cómo habrían de hacerlo? Este pueblo tiene memoria, criterio e inteligencia.[2] Piensa con toda la capacidad intelectual de nuestros millones de pensamientos que se han ido entretejiendo poco a poco, generación tras generación, hasta componer el abrigo que nos protege y nos cobija en las circunstancias más adversas.

El pueblo no se dejaría engañar como aquellos torpes votantes aislados que lo traicionan al desprenderse de él y al caer en las redes comerciales y mediáticas de compra y promoción del voto. El pueblo no es como ellos, pues tiene conciencia de clase: conocimiento colectivo, práctico, material e histórico.[3] Es por esto que no se ha dejado atrapar, devorar, subsumir totalmente ni como productor en el capital[4] ni como consumidor en su ideología[5]. Sabe mantenerse también afuera y es precisamente por eso que es pueblo. Es pueblo porque no es tan incauto como se lo representan quienes lo desprecian.

Mismidad

El pueblo es tan prudente y tan juicioso que tan sólo acepta seguirse a sí mismo. Digamos que no se aliena sino en sí mismo: al desalienarse a sí mismo de todo lo demás. Es lo que hace al elegir su propio reflejo en Andrés Manuel y en María de Jesús. Él y ella no pueden ser más que pueblo: dos caras de nuestro mismo pueblo proyectado en aquello que debe obedecerlo, manifestarlo, identificarse con él, ser él.[6]

Ella, indígena, es la fisonomía femenina, reveladoramente femenina, de quinientos años de lucha subterránea por la vida y resistencia invisible contra la colonización, la dominación, la discriminación, la marginación y la devastación. Él, mestizo, es el doble rostro masculino, significativamente masculino, de la victoria en la derrota, de la obstinación en la claudicación, de la independencia en la dependencia, de la revolución en la institucionalización, de la incesante guerra contra el poder en el seno mismo del poder.

Él, inevitablemente contradictorio, tiene que hacer concesiones para llevarnos hacia donde queremos ir. Ella, necesariamente consecuente, debe mantenerse firme y no hacer concesiones para que no terminemos una vez más en donde no queremos estar. Es verdad que ella, en sintonía con el zapatismo, se nos presenta como una utopista que no deja de apostarle histéricamente a lo imposible.[7] También es cierto que él ha sabido ser un realista que se atiene obsesivamente a lo posible.[8] ¿Pero acaso él no ha demostrado ya cuán utópico es el realismo en una sociedad como la nuestra?[9] ¿Y acaso los zapatistas, en la heterotopía de sus comunidades, no han demostrado que hay un lugar en el que lo imposible puede realizarse?[10]

Tal vez dudemos, con mucha razón, de que el proyecto purista y anticapitalista de ella sea realizable a nivel nacional. Sin embargo, con igual razón, también podemos desconfiar de un proyecto, como el de él, que sólo parece realizable con la adhesión de nuestros peores enemigos y en el contexto del sistema capitalista que todo lo degrada y lo destruye. ¿Pero acaso, volviendo al viejo debate, no resulta imposible deshacerse del capitalismo en un solo país?[11]

Mientras seamos un solo país, quizás mejor convenga que nos limitemos a contener el capitalismo globalizado y atenuar localmente sus peores efectos. Es al menos lo que Andrés Manuel parece proponer. ¿Vejez claudicante o madurez ante una suerte de infantilismo izquierdista? ¿Realismo u oportunismo? ¿Derrotismo y resignación o sensatez y buen sentido? ¿Buen o mal aprendizaje de lo que nos enseñan las últimas experiencias populistas latinoamericanas?

Valentía

El caso es que el Peje restringe su movimiento al ámbito nacional. Ofrece ni más ni menos que un país en el que todos tengamos nuestro lugar. Marichuy, en cambio, prefiere un mundo en el cual, siguiendo la máxima zapatista, quepan muchos mundos.

Quizás ella y sus adeptos muestren una respetuosa humildad al no pretender que nadie se asimile a nada, pero por eso mismo son tan histéricamente intrépidos como para querer cambiar el mundo. Tal vez el Peje se muestre modesto y mesurado al buscar tan sólo transformar nuestra nación, pero exhibe su obsesiva osadía cuando no tolera que nadie quede afuera de su proyecto. Él nos acoge tanto como ella nos respeta.

Ella no insiste, pero sólo admite a quienes estén dispuestos a situarse abajo y a la izquierda. Él tiene ciertamente una orientación hacia la izquierda y una inclinación hacia los de abajo, pero sabe que debe abarcar a todos o al menos a casi todos, entre ellos muchos de arriba y de la derecha, para llegar al poder y para proponer un proyecto de nación que sea verdaderamente inclusivo, auténticamente nacional.

El Peje cultiva la respetable y esperanzadora política populista y quiere triunfar por la unidad, por la universalidad, por la hegemonía, por las equivalencias entre diferentes reivindicaciones de nuestra sociedad.[12] Marichuy prefiere la otra política, la compartida por los zapatistas: no sólo mantiene un respeto irrestricto por la diferencia y por la particularidad, sino que ni siquiera se interesa en triunfar, aun cuando sabe muy bien lo que desea.[13]

Complementariedad

María de Jesús parece atraer uno por uno, caso por caso, a los diferentes, a los más conscientes de sus diferencias, mientras que Andrés Manuel es masivamente seguido por los iguales, por los más sensibles a la igualdad. Lógicamente, si los de él tienen la obsesión de la unidad política y colectiva, los de ella están empecinados en la organización micropolítica y transindividual.

Ella busca entrelazar y él necesita sumar. Él debe ser estratégico y pensar en los términos cuantitativos de la democracia representativa y de la sociedad moderna o hipermoderna, mientras que ella puede plantear la situación en los términos cualitativos de la comunidad tradicional o posmoderna y de una democracia directa como la practicada milenariamente por los pueblos indios.

Hay que decir que ella no sólo tiene afinidad con los indígenas y los campesinos, sino también con individuos solitarios de las clases medias, con pequeños grupos de soñadores, con las más diversas tribus urbanas, con equilibristas que alcanzan a vivir tanto en los márgenes de la sociedad, en las orillas del abismo circundante, como en los intersticios que se abren entre los grandes bloques sociales. En cambio, él suele atraer a estos grandes bloques, a sectores enteros de la población, a muchedumbres maltratadas e indignadas, a las masas de trabajadores que sufren todo el peso de los núcleos industriales y empresariales. Quienes optan por él se concentran por lo general en los grandes centros de producción y circulación, mientras que los de ella tienden a disiparse en la periferia de nuestro universo simbólico.

Podríamos conjeturar que las minorías excluidas y marginadas la necesitan a ella, mientras que las mayorías oprimidas y explotadas precisan de alguien como él. Es verdad en parte, pero lo cierto es que todos somos como sujetos, en uno u otro aspecto de lo que somos, tan minoritarios como mayoritarios, tan excluidos como explotados, tan marginados como oprimidos.[14]

Resolución

Al menos aquí, en el pueblo, todos tenemos buenas razones para sentirnos representados por Marichuy y por el Peje. Quizás necesitemos de los dos para no sacrificar nada en lo que somos, pues quienes los apoyamos, nos guste o no, estamos irremediablemente divididos entre lo que se nos explota y lo que se nos excluye, entre el interior y el exterior del sistema capitalista, entre nuestra universalidad como ciudadanos y nuestra particularidad como sujetos, entre lo que negocia y lo que se resiste a cualquier negociación, entre el país y la madre tierra, entre la sociedad y la comunidad, entre lo mestizo y lo indígena, entre lo que intenta regenerarse y lo que busca preservarse.[15]

Es desde siempre que nos hemos desgarrado entre las dos opciones que ahora se nos imponen tan abiertamente. Desde luego que son diferentes y hasta contradictorias. Quizás incluso resulten inconciliables, pero estamos en condiciones de respetarlas y ver cómo se anudan en el pueblo y en cada uno de nosotros, como cuando pensamos con una y sentimos con la otra, o cuando profundizamos en una tan sólo para llegar a la otra.

El Peje y Marichuy podrían ser los dos términos de la ecuación que debemos resolver para vencer al sistema capitalista que amenaza con aniquilarnos. Esto es urgente, pero difícil. ¿Cómo relacionar lógicamente dos términos que nos parecen a veces inconmensurables y otras veces mutuamente excluyentes?

¿Cómo no sentirse tentado a ceder a la facilidad al quedarnos con uno de los términos y descartar el otro? Es lo que haremos al elegir simplemente una opción, reconocernos en ella y desconocernos en la otra, defender la elegida y descalificar la rechazada. Pero entonces lucharemos contra nosotros mientras luchemos por nosotros. Es algo que hacemos a menudo en la izquierda. Nos ha costado muy caro: aún pagamos con la pesada cadena de fracasos de la que no conseguimos liberarnos.

Referencias

[1] Jacques Lacan, Les non-dupes errent (1973-1974), París, L’Association Freudienne Internationale, 2001.

[2] Maurice Halbwachs, La psychologie collective (1938), París, Flammarion, 2015.

[3] György Lukács, Historia y conciencia de clase (1923), Madrid, Sarpe, 1985.

[4] Karl, Marx, El Capital, libro I, capítulo VI inédito (1866), México, Siglo XXI, 2009.

[5] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana (1846), Montevideo, Pueblos Unidos, 1974.

[6] Sigmund Freud, “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921), en Obras completas XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998.

[7] Jacques Lacan, Le séminaire, livre XVII, L’envers de la psychanalyse (1969-1970), Paris, Seuil, 2006.

[8] Ibíd.

[9] Ver Jacques Rancière, Aux bords du politique (1998), París, Gallimard, 2004.

[10] Ver Michel Foucault, Le corps utopique suivi de Les hétérotopies (1966), Paris, Lignes, 2009.

[11] Leon Trotsky, El gran debate (1924-1926), La revolución permanente, Buenos Aires, Pasado y presente, 1972.

[12] Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, FCE, 2005. Laclau y Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy (1985), Londres, Verso, 2001.

[13] David Pavón Cuéllar, Elementos políticos de marxismo lacaniano, México, Paradiso, 2014.

[14] Jacques Lacan, Écrits, París, Seuil, 1966.

[15] Karl Marx, Sobre la cuestión judía (1843), en Escritos de juventud, México, FCE, 1987.