Traición como liberación: marxismo, psicoanálisis y luchas irlandesas en la historia mexicana

Joven capitán, posible retrato de Guillén de Lampart, por Peter Paul Rubens

Versión en español de la intervención en el simposio Psychoanalysis and Revolution in Ireland, Dublin, Irlanda, 6 de julio de 2023

David Pavón-Cuéllar

Hay un pasaje de nuestro manifiesto Psicoanálisis & revolución. Psicología crítica para movimientos de liberación en el que Ian Parker y yo nos referimos a cómo nuestro yo nos domina, cómo nos traiciona al dominarnos y cómo podemos liberarnos de él gracias a los movimientos de liberación. Liberarnos es aquí liberarnos de nuestro yo que aparece como nuestro amo que nos traiciona y a través del cual nos traicionamos. Como siempre con los amos, debemos elegir entre ellos y nosotros: o nos traicionan o los traicionamos; o nos traicionamos al someternos a ellos, o nos liberamos de ellos al traicionarlos.

Debemos traicionar a nuestros amos para liberarnos de ellos. Una de las razones por las que nuestra liberación es tan difícil es porque implica una traición, una traición hacia el amo y hacia lo que hay del amo dentro de nosotros, precisamente bajo la forma del yo. Traicionar y traicionarse no es fácil, por más liberador que sea.

Le daré aquí un sentido positivo y no sólo negativo a la traición, cuando lo habitual es que le demos un sentido sólo negativo, como cuando sentimos que hemos sido traicionados por alguien. Me imagino que este sentimiento es conocido por todos nosotros. Yo lo sentí, por ejemplo, cuando tenía aproximadamente veinte años de edad y leí a Marx y especialmente a Engels celebrando a Estados Unidos cuando invadió mi país, México, entre 1846 y 1847, robándonos la mitad de nuestro territorio. Engels se alegraba de que “la espléndida California les fuera arrebatada a los perezosos mexicanos” y consideraba sin ambages que lo mejor para México sería “colocarse bajo la tutela de los Estados Unidos”.

Las frases de Engels que acabo de citar han sido evocadas recientemente por los nacionalistas derechistas de México para explicar por qué no son marxistas, pero todos sabemos que su nacionalismo sólo es una máscara ideológica para ocultar su complicidad con el neocolonialismo, con el nuevo imperialismo y con el capitalismo extractivista globalizado. En países del Sur Global como el mío, el único auténtico nacionalismo es el de izquierda radical, el anticolonial, el antiimperialista, el anticapitalista, el paradójicamente internacionalista. Esto es algo que ustedes seguramente entienden muy bien en Irlanda.

Estoy seguro de que también entenderán por qué, siendo un joven marxista mexicano, sentí que Marx y Engels me traicionaban al celebrar a Estados Unidos en su intervención en México. Esta primera intervención imperialista estadounidense en América Latina estaba siendo apoyada por los referentes de nuestro antiimperialismo latinoamericano. Y lo peor de todo: el apoyo a Estados Unidos era en el nombre de la expansión y el desarrollo de la economía capitalista en ese país.

El capitalismo y el imperialismo de Estados Unidos eran apoyados por Marx y Engels en el contexto latinoamericano. ¿Cómo alguien como yo, un joven marxista de Latinoamérica, no habría de sentirse decepcionado, traicionado en su anticapitalismo y antiimperialismo, traicionado en su deseo de libertad e igualdad real socioeconómica para todos, traicionado en el deseo atribuido a Marx y Engels, que imagina compartido con ellos, transmitido a través de ellos? Recuerdo que acusé a Marx y Engels de lo único por lo que uno puede ser culpable para Jacques Lacan. Marx y Engels habían sido culpables de ceder sobre su deseo que era igualmente mío, habrían claudicado en él, y así habrían traicionado a los marxistas latinoamericanos. Lacan observa que siempre hay algún tipo de traición en el hecho de ceder sobre su deseo. Ésta era la traición que les imputaba cuando era un joven marxista de 20 años.

Estoy seguro de que los marxistas irlandeses me entenderían. Es como si Marx y Engels hubieran apoyado el colonialismo británico en Irlanda. Sin embargo, como sabemos, ustedes corrieron con mejor suerte que los mexicanos. Marx y Engels apoyaron decididamente la independencia irlandesa desde la década de los 1850.

¿Por qué ustedes no fueron traicionados como nosotros por Marx y Engels? Pienso que una de las razones fue el momento en que Marx y Engels se manifestaron sobre cada caso. Como lo ha mostrado Pedro Scaron, hay un desarrollo en las posiciones de Marx y Engels sobre el colonialismo, desde la mayor insensibilidad ante el caso mexicano hasta las posiciones abiertamente anticoloniales a partir del caso irlandés. Es casi como si Irlanda le hubiera enseñado a Marx y a Engels ese anticolonialismo que luego será tan importante para nuestro Sur Global.

Lo seguro es que los irlandeses se adelantaron a Marx y a Engels en la conciencia de lo que estaba en juego en el colonialismo. Esto se puede comprobar en la misma intervención de Estados Unidos a México entre 1846 y 1847, cuando centenares de soldados irlandeses desertaron el Ejército de Estados Unidos y se alistaron en el Batallón de San Patricio para defender a los mexicanos con los que se identificaban, a la vez que asociaban a los invasores estadounidenses con los opresores ingleses en Irlanda. Muchos irlandeses perdieron su vida peleando por México en el Batallón de San Patricio que también incluía a alemanes, escoceses e ingleses en un hermoso espíritu que hoy describiríamos como “internacionalista”. De los pocos supervivientes, cincuenta irlandeses serán colgados por el Ejército de Estados Unidos. La horca era la pena que les correspondía como culpables de traición, sí, traición, pero una traición que no tiene nada que ver con la traición que yo imputaba a Marx y a Engels cuando era joven.

Hace treinta años, yo sentí que Marx y Engels me traicionaban porque cedían sobre nuestro deseo, porque traicionaban este deseo. Por el contrario, los irlandeses eran considerados traidores porque habían seguido su propio deseo, porque no habían cedido sobre él, lo que los llevó a traicionar a los Estados Unidos, al Ejército de Estados Unidos, a los generales del Ejército de los Estados Unidos. Los irlandeses en México traicionaron a su amo para seguir su deseo, para no ceder sobre él, para no traicionarse a sí mismos.

Fue para luchar por su deseo de libertad que los irlandeses debieron traicionar al opresor entre 1846 y 1847. No es la primera vez que lo hacían en México. Veinticinco años antes, México obtenía su independencia de España en parte gracias al último jefe político español, Juan O’Donojú, hijo de los nobles irlandeses Richard Dunphy O’Donnohue, procedente del condado de Limerick, y Alicia O’Ryan, originaria del condado de Kerry, quienes tuvieron que refugiarse en España al huir de la persecución contra los católicos de los reyes Jorge I y Jorge II de Gran Bretaña.

Quizás la herencia de persecución fuera lo que hizo que Juan O’Donojú luchara por la libertad primero contra los invasores franceses en España y luego contra el absolutismo de la corona española. Esto hizo que fuera encarcelado y torturado en dos ocasiones. Luego, como máxima autoridad española en México, supo escuchar diez años de luchas de los mexicanos contra España y firmó el acta de independencia de México justo antes de morir. Él también fue considerado un traidor en España.

La traición contra España era la única forma en que Juan O’Donojú podía estar del buen lado de la historia. Este lado el siempre el del deseo, pero también el de la libertad. Es por ello el lado de quienes quieren ser libres, de los oprimidos, ya sean los colonizados por España, los judíos en el régimen nazi, los palestinos en Israel o los inmigrantes africanos en Francia o en cualquier otro país europeo. El lado de estos oprimidos no puede ser sino una trinchera contra sus opresores. Vencer al opresor español exigía traicionarlo.

La traición de Juan O’Donojú contra la Corona de España fue la misma traición liberadora en la que incurrió otro irlandés en México, William Lamport o Guillén de Lampart, nacido en Wexford a principios del siglo XVII, en el seno de una familia católica noble abiertamente hostil a la ocupación inglesa de Irlanda. Primero William, como estudiante en Londres, fue condenado a muerte por escribir un texto contra Inglaterra, pero consiguió huir a España. Luego llegará a México y urdirá el plan de hacerse pasar por hijo del rey de España para gobernar la colonia española y así poder liberar a indígenas, negros y mestizos. Su plan será descubierto y morirá quemado en la hoguera.

Como los 50 soldados irlandeses colgados en 1847, el noble irlandés William Lamport murió quemado en México en 1659. Fue así cómo perdió su yo, su individualidad, por mantenerse fiel a nosotros. Por no traicionarnos, traicionó a su amo, a España.

El delito de Lamport fue también traicionar al opresor, aliarse con los oprimidos, luchar por su deseo de libertad. Su culpa fue paradójicamente no ser culpable de ceder sobre su deseo. Fue por no ser culpable a los ojos del psicoanálisis que William Lamport fue culpable para el poder.  

El programa político de Lamport se pone en evidencia en sus escritos en los que se presenta como un sorprendente precursor de nuestras luchas antirracistas, anticoloniales y antiimperialistas. El deseo de libertad e igualdad se manifiesta de forma elocuente en su Salmo número 632. Ahí recuerda que los africanos “nacieron libres” como los demás seres humanos, que “no es lícito” reducirlos a “cruel servidumbre” como tampoco sería lícito que ellos nos hicieran “cautivos” a nosotros, y les pregunta a los mexicanos por qué compran etíopes cuando no quieren ser “comprados por ellos”.

Defendiendo una libertad igual para todos, una libertad en la igualdad, William Lamport se dirige a los mexicanos, a los sujetos que se identifican con el amo, y los pone en su lugar, en el lugar de sujetos. Lo que hace no es simplemente decirles que no hagan a otros lo que no quieren que les hagan a ellos. No es tampoco pedirles que se pongan en el lugar de los otros. Es algo más radical: es decirles que su lugar es el de los otros, el de los sujetos, y no el de los amos. Es como si le dijéramos a un nazi que su lugar es el del judío, o a un soldado israelí que su lugar es el del palestino al que asesina, o a un policía francés que su lugar es el del inmigrante al que dispara.

Nuestro verdadero lugar, el lugar de nuestra verdad, siempre es el que nos ha enseñado Lacan y el que los marxistas deberíamos conocer bien: el lugar del sujeto y no el del amo, el del deseo y no el del goce del gran Otro, el de la impotencia y no el del poder, el de los pueblos oprimidos y no el de los pueblos opresores. Este lugar de la verdad es aquel desde el cual hablaba William Lamport. Era un lugar que él conocía muy bien, quizás por haber sido un irlandés perseguido por la corona inglesa, o tal vez por estar loco, pues hay que decir que Lamport era eso que hoy describiríamos como un psicótico, tenía eso que llamamos delirios y alucinaciones.

A veces debemos estar locos para estar en la verdad. A veces la verdad es la que nos enloquece. No sabemos exactamente si esto fue lo que le ocurrió a Lamport. Lo que sí sabemos es que su locura le hizo hablar con la verdad, con la verdad de su deseo de igualdad y libertad, al traducir y traicionar el discurso del amo, el discurso del poder y el saber, el discurso de la monarquía, del cristianismo y catolicismo. Su ferviente religiosidad y su aspiración a ser emperador mexicano eran la escenificación teatral en la que él podía articular su deseo, eran el saber que él podía subvertir al expresar su verdad, eran el discurso en el que él podía tomar la palabra, eran lo que debía ser traducido y podía ser traicionado al ser traducido.

La traducción y traición de Lamport fue detenidamente analizada por la Inquisición. Los inquisidores escucharon a Lamport, escucharon la verdad de su deseo, y por eso lo condenaron a la hoguera. Hoy sus delirios habrían sido escuchados por un psicólogo o un psiquiatra que lo habrían condenado al internamiento psiquiátrico. La verdad siempre tiene que ser acallada. Es algo propio de la modernidad, ya desde la época clásica, especialmente desde el siglo XVII, como nos los enseña Foucault al detenerse precisamente en ese siglo de Lamport.

En el mismo siglo XVII, en un pasaje que atrajo la atención de Lacan, el escritor jesuita español Baltasar Gracián cuenta cómo la verdad aterra y hace escapar a los sujetos de su tiempo que sigue siendo el nuestro. No soportamos la verdad y ahora la perseguimos con la psicología o la psiquiatría como antes con la Inquisición. Esto también lo comprendió muy bien Foucault, quien también comprendió que el psicoanálisis debería ser otra cosa. Debería permitirnos escuchar la verdad, la verdad del deseo, del síntoma, de la palabra de los sujetos que traicionan el discurso del amo al tratar de traducirlo.

Al traicionar el discurso del amo, estamos en lo que Lacan llamó el discurso de la histérica. Este discurso de la subversión está en el origen de cualquier movimiento revolucionario. La revolución comienza por la expresión y la escucha de un deseo. Luego este deseo es lo que permite que la revolución se mantenga abierta, que describa un movimiento en espiral, que se vuelva una revolución permanente en lugar de volver a su punto de partida y reconstituir el discurso del amo. Todo esto es lo que nos dice Lacan al explicarnos lo que él mismo describe como interés del psicoanálisis para la revolución: un interés consistente en permitir la expresión y la escucha del deseo que mantiene abierto el círculo revolucionario.

Lo que hace el psicoanálisis es histerizarnos y sostener el discurso de la histérica. En este discurso de la histérica, somos nosotros, como sujetos, quienes hablamos en lugar del amo, en lugar del yo, al usurpar su posición de amo, como Lamport intentó usurpar el lugar del rey. Sólo así podemos expresarnos como sujetos al expresar nuestro deseo, expresándonos como sujetos deseantes, pero también como sujetos divididos, atravesados por el poder.

La división es flagrante en el caso de Lamport. Es como hijo del rey de España que Lamport quiere liberar a los mexicanos de España. Su creencia en la libertad es tan sólida como su creencia en la monarquía. Su catolicismo es el de un hereje.

Lamport es un sujeto dividido porque sólo puede hablar de libertad e igualdad en el discurso del amo, el discurso de la política de su tiempo, el discurso de la monarquía, el discurso del catolicismo y el colonialismo. Es lo mismo que sucedía con Marx y Engels al referirse a la invasión estadounidense a México entre 1845 y 1847. Marx y Engels también requirieron del discurso del amo, el del colonialismo y el imperialismo, para poder expresar su deseo que terminará convirtiéndose en un deseo anticolonialista y antimperialista.

Podemos decir que Marx y Engels, al igual que Lamport, debieron ceder sobre su deseo para no ceder sobre su deseo, debieron traicionarse para no traicionarse, debieron hacer concesiones para no hacer concesiones. Esta ética paradójica será pensada por Lacan en su seminario ocho sobre La Transferencia, donde la considerará la ética moderna por excelencia, por contraste con la ética antigua de la inflexible Antígona que no cede nada sobre su deseo. La nueva figura ética ya no es Antígona, sino un personaje de Claudel, Sygne de Coufontaine, que acepta casarse con el peor enemigo de su familia para preservar el patrimonio familiar.

Sygne deber ceder sobre su deseo para no ceder sobre su deseo de preservar el patrimonio familiar. ¿Acaso no tenemos aquí la ética realista, la ética de la política real, de los revolucionarios que deben hacer concesiones para avanzar en la revolución, que deben traicionarse para no traicionarse, que deben desviarse del camino hacia el comunismo al dirigirse al horizonte comunista en un terreno tan montañoso y accidentado como el de la realidad? Estoy parafraseando a Lenin porque él comprendió muy bien esta nueva ética. La comprendió en su estrategia revolucionaria y la explicitó en su crítica del infantilismo izquierdista.

Lenin comprendió que el texto mismo de Marx debía traicionarse al traducirse en la política real. Vislumbró que había opresión en el camino hacia cualquier liberación. Por esto y por más, Lenin habló desde la división del sujeto. Aceptó esta división y la asumió como una contradicción en su dialéctica materialista. Es lo mismo que hicieron Marx y Engels. Es por esto y por más que hoy deberíamos escucharlos en el psicoanálisis. Esta escucha está en la base de nuestro manifiesto.

Engels y Freud ante el origen: entre el comunismo primitivo y la horda primordial

Intervención en la mesa «Engels, una propuesta de emancipación», coordinada por María Haydeé García Bravo y con la participación de Alejandra Ciriza y Maria Lygia Quartim de Moraes, en el marco del Seminario Engels 200: dialéctica y revolución, organizado el 27 de noviembre de 2020 por el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM y el GT CLACSO Herencias y Perspectivas del Marxismo, para conmemorar los 200 años del natalicio de Friedrich Engels.

David Pavón-Cuéllar

Engels y Freud no eran paleontólogos ni antropólogos ni biólogos evolutivos. No eran expertos ni en la evolución de las especies ni en la génesis del hombre. Sus investigaciones y reflexiones transcurrían por otros caminos, pero estos caminos los condujeron a la cuestión del origen de la humanidad y de la civilización.

Engels y Freud tenían que remontarse hasta el origen porque tan sólo así podían mantener su radicalidad en la dimensión histórica. Esta radicalidad los hizo ir a la raíz de la humanidad y de la civilización. Los llevó así, por la misma ruta de Marx, hasta el hombre mismo, pero de ahí al origen del hombre y finalmente a la explicación del origen.

Engels y Freud explican el origen. Lo explican en lugar de limitarse a relatarlo. Engels y Freud saben que no basta relatar el origen porque el origen sencillamente no explica nada, sino que debe ser explicado. Es explanandum y no explanans.

Engels y Freud tienen que explicar el origen porque no pueden emplearlo para explicar nada. Podemos entonces afirmar sobre Freud lo mismo que Althusser observa sobre Engels en La querella del humanismo[1]. Ni su teoría es evolucionista ni su método es genético.

Engels y Freud no relatan el origen para explicar genéticamente lo que se origina. Más bien, como ya lo he dicho, explican el origen. Lo explican a través de lo que Freud mismo[2] designó con la hermosa expresión de “mito científico”: mito por su carácter fantaseado y especulado, no descubierto ni demostrado, pero científico por su fundamentación teórica y por su rigurosidad argumentativa.

Lo científico a veces requiere de lo mítico para abrirse paso. El mito científico del que habla Freud es como el cuento verdadero del que habla Marx en sus artículos contra la censura. Tanto para Marx como para Freud, puede ocurrir que la verdad tenga que vestirse de mentira, de cuentos y mitos, para manifestarse ante nosotros. Es lo que sucede, para Marx, en los cuentos verdaderos de la prensa amarillista, pero también de la ideología en general. Es lo mismo que sucede, para Freud, en lapsus, en sueños y en mitos científicos tales como el freudiano y el engelsiano sobre el origen de la humanidad y la civilización.

El mito científico de Engels se encuentra sintetizado en su maravilloso libro El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, publicado en 1884, aunque su primer acto puede rastrearse en la Dialéctica de la naturaleza y especialmente en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre de 1876. En cuanto al mito científico freudiano, se halla desperdigado entre Totem y tabú de 1913, la Psicología de las masas y análisis del yo de 1921, El malestar en la cultura de 1930 y Moisés y la religión monoteísta de 1938. Me refiero a los años porque, por un lado, el aspecto mítico de las ideas freudianas y engelsianas deriva en parte del contexto histórico en el que se conciben, el contexto que se proyecta en la pantalla prehistórica, así como también, por otro lado, el elemento científico se nutre de los recursos teóricos disponibles y más influyentes de la época.

El evolucionismo, especialmente en la versión darwinista de la evolución biológica por selección natural, es decisivo para el primer acto de los mitos científicos de Engels y Freud. Ambos presuponen que los humanos provienen de los animales, de los primates superiores. Ambos adoptan una perspectiva radicalmente monista y materialista donde el psiquismo, la mente o el espíritu, son productos de un desarrollo del sistema nervioso que es un proceso material estrictamente biológico y fisiológico. Engels y Freud también suponen que la postura corporal erecta fue decisiva para el surgimiento de la mente humana.

Los trabajos de Bachofen y Morgan también están entre las referencias compartidas por Engels y Freud. En consonancia con estas referencias, tanto Engels como Freud consideran que la civilización humana se origina en ciertas formas de configuración de la familia y de relación entre los sexos. Ambos coinciden también al aceptar la tesis de un orden matriarcal anterior al sistema patriarcal.

Tanto Engels como Freud asocian el patriarcado con la desigualdad, con las relaciones verticales y opresivas, y el matriarcado con la igualdad, la horizontalidad y la comunidad. Para Engels, desde los matrimonios por grupos hasta la familia sindiásmica, tenemos una forma primitiva de “comunismo” gracias al “predominio de la mujer”[3]. De igual modo, en Freud, el “derecho materno” se vincula con un “liga de hermanos” que pactan “una suerte de contrato social” basado en la igualdad[4].

Tanto Engels como Freud consideran que la sociedad matriarcal e igualitaria es la matriz de la humanidad y de la civilización. Es como si el salto de lo animal a lo humano, de lo natural a lo cultural, tan sólo pudiera efectuarse con la fuerza de la igualdad, la fraternidad, la comunidad y la unidad aseguradas por el matriarcado. Como lo dice Engels, necesitábamos de la “unión de fuerzas”, de la “falta de celos” y de otros medios matriarcales para “salir de la animalidad” y así “realizar el mayor progreso que presenta la naturaleza”[5].

Después de que el matriarcado nos humanizara y civilizara, llegó el patriarcado a recolectar sus frutos. Engels y Freud conciben la transición del matriarcado al patriarcado como un acontecimiento decisivo para la historia. Engels ve aquí una revolución, “una de las mayores que la humanidad haya visto”[6]. Freud nos habla de una “subversión social”[7], de un “trastrueque de relaciones” y de una “revolución” cuyo eco se percibiría en la Orestíada de Esquilo, particularmente en Las Coéforas y Las Euménides, cuando Orestes mata a su madre Clitemnestra, es perseguido por las furias y finalmente absuelto por el Areópago[8].

La transición del matriarcado al patriarcado, tal como aparece en Engels y en Freud, representa sin duda un paso importante en el desarrollo de la civilización, pero implica también el triunfo de la verticalidad y la dominación a costa de la igualdad y la comunidad. En la visión freudiana, el final del matriarcado nos hace pasar del clan fraterno igualitario a cierta restauración de la estructura vertical de la horda primordial prehumana. En la visión engelsiana, de modo aún más claro, la abolición del derecho materno resulta indisociable de la supresión del comunismo primitivo, el principio de la concentración y la acumulación de la riqueza, la esclavización de la mujer, el surgimiento de la sociedad de clases y el comienzo de la explotación del hombre por el hombre, la cual, en sus inicios, es principalmente una explotación de la mujer por el hombre.

Tanto para Engels como para Freud, el patriarcado tiene una estructura vertical, opresiva, mientras que el matriarcado se caracteriza por su estructura horizontal, fraterna, igualitaria y comunitaria. En el mito freudiano, además, la comunidad matriarcal se basa en lo que Freud describe como “sentimientos y quehaceres homosexuales”[9]. Este elemento de homosexualidad proviene de la época prehumana en la que el padre todopoderoso de la horda primordial expulsaba a los hermanos que se reunían en un grupo exterior a la horda y establecían ahí vínculos homosexuales igualitarios. Desde entonces la homosexualidad quedará intrínsecamente anudada con la igualdad y con la sociedad misma, pero también con el matriarcado, todo esto en contradicción a lo que ahora denominamos “heteropatriarcado”.

En el esquema freudiano, entonces, el elemento homosexual debe sumarse al matriarcal en el origen igualitario de la civilización, de la sociedad propiamente humana y de la humanidad misma. Este origen, tal como lo describe Freud, consiste en el “violento asesinato del jefe”, del padre primitivo, y “la transformación de la horda paterna en una comunidad de hermanos”[10], una comunidad regida por el “derecho materno”[11]. Si estamos aquí en el matriarcado, es porque, según Freud, “buena parte de la plenipotencia vacante por la eliminación del padre pasó a las mujeres”[12].

En la concepción freudiana del matriarcado, las mujeres tienen ciertamente el poder, pero lo ejercen en un sentido igualitario. Es exactamente lo mismo que observamos en la concepción engelsiana. En Engels al igual que en Freud, es como si el poder se aboliera por el hecho mismo de ser ejercido por las mujeres en lugar de los hombres. Las mujeres intervienen aquí exactamente como los proletarios en la teoría marxista del Estado que el propio Engels formula claramente en el Anti-Dühring. Al tomar el poder, el proletariado lo “destruye”, hace que se “extinga”[13].

El poder proletario es un poder que se neutraliza a sí mismo y es por eso que el Estado obrero, la dictadura del proletariado, conduce al comunismo. Es de la misma forma que en Freud y en Engels el poder matriarcal interviene como un poder que asegura la igualdad, que acaba con el poder, que igualmente se neutraliza a sí mismo. Parafraseando a Marx, digamos que la mujer, además de un sexo definido en la estructura patriarcal, puede significar ella misma la abolición del patriarcado y de sus relaciones sexuales, así como el proletariado, además de una clase, aparecía él mismo como la disolución de la sociedad de clases. ¿Y si los proletarios por los que apuesta el marxismo hubieran dejado vacante su lugar, como sujetos de la historia, para las mujeres que tanto le enseñaron al psicoanálisis a través de la histeria? Tenemos aquí un punto neurálgico en un momento, como el presente, en el que asistimos a una suerte de feminización y despatriarcalización de la izquierda radical en todo el mundo.

El actual giro feminista y antipatriarcal del comunismo tal vez pueda aprender algo de los errores del momento de hegemonía proletaria. Uno de ellos fue la esencialización y fetichización del proletariado que impidió percatarse de lógicas estructurales que provocaron su aburguesamiento y burocratización en el socialismo real. Sabemos que las  compañeras feministas denuncian cotidianamente procesos análogos de patriarcalización de ciertos liderazgos en el seno de sus propias organizaciones feministas.

Quizás una militante antipatriarcal consciente sea capaz de neutralizar el poder que ejerce, pero también es posible que este poder esté estructuralmente sobredeterminado por el patriarcado y neutralice de modo inconsciente la feminidad misma de quien lo ejerce. Fue así como la constitución estructural burguesa del poder en la modernidad aburguesó a los mismos proletarios que debían abolirlo. Después de todo, es la estructura la que decide, y es por esto que el proletario für sich, para sí, dejó de ser el proletario que era al ser an sich, en sí, como bien lo denunciara Lacan en su momento.

Lacan atrae nuestra atención hacia un aspecto decisivo. Quizás el proletariado sea simultáneamente una clase y la disolución de las clases, pero su conciencia de clase, ya por el simple hecho de ser de clase, no es precisamente de él y es por eso que puede ponerlo en su lugar e impedirle ser lo que está predestinado a ser. El proletariado no puede ser consciente, autoconsciente, sino al ser inconscientemente otro. Simplificando la cuestión, digamos que la única ideología disponible para la autoconciencia, para que alguien como el proletario se conciba reflexivamente a sí mismo, es la ideología dominante, la de la clase dominante, la burguesa, que reviste a menudo la forma de la psicología. 

Vayamos un poco más lejos y reconozcamos que la única forma de subjetivación concebible en el capitalismo es la impuesta por la burguesía mediante los más diversos recursos ideológicos, desde la moral familiar hasta la mejor literatura, pasando por la educación, la psicoterapia, la publicidad y la industria cultural. Esto es cada vez más cierto en todos los estratos sociales y en todas las naciones del mundo. Como lo decían Marx y Engels en el Manifiesto, la burguesía “crea un mundo hecho a su imagen y semejanza”. El resultado, ya constatado por Flaubert en la misma época del Manifiesto, es que el mundo entero se ha vuelto burgués, que no hay más que burgueses, que incluso los menos burgueses tienen algo de burgueses.

El modelo burgués es el único modelo de subjetividad que tenemos en existencias. Ocurre lo mismo con el modelo patriarcal. Se trata, de hecho, del mismo modelo, al menos en el contexto moderno capitalista, donde el patriarcado reviste formas burguesas. Es casi como si ser burgués y patriarcal fuese aquí la única forma en que nos es dable ser humanos.

Entendemos entonces a Freud cuando naturaliza y universaliza al sujeto moderno de la burguesía y del patriarcado. Es lo que hace, en efecto, cuando proyecta a este sujeto sobre la pantalla de la prehistoria, del origen de la humanidad y de la civilización, en el momento inmediatamente anterior al del matriarcado. Llegamos aquí a la encrucijada en la que Freud y Engels toman diferentes caminos.

Antes del matriarcado, lo que tenemos en Engels es algo un tanto borroso: el estado salvaje, el incesto, la animalidad, así como el proceso de transformación del mono en hombre por el que un primate baja de las ramas, adopta la postura erecta, libera las manos, las utiliza, trabaja y habla y así va humanizándose al desarrollar el cerebro y la mente. Esta concepción materialista, en la se explica el desarrollo de la esfera mental por la actividad corporal en el mundo, se encuentra igualmente en Freud, quien reconoce, en sus propios términos, que “la postura vertical del ser humano” está “en el comienzo del fatal proceso de la cultura”[14]. Sin embargo, si Freud discrepa de Engels, es porque hay algo más en ese origen prehumano que precede al matriarcado. Lo que hay aquí para Freud es la horda primordial en la que un padre, macho dominante, acapara sexualmente a las mujeres, protege a los niños y expulsa a sus rivales, a los demás hombres con vida sexual, quienes forman otro grupo exterior, aquel grupo al que ya nos referimos en el que se establecían vínculos homosexuales que darán lugar después a relaciones sociales igualitarias.

Al final de la fase prehumana, según el mito científico freudiano, los hombres expulsados de la horda asesinan al padre primitivo, se lo comen y se reparten a sus mujeres. Tenemos entonces y sólo entonces la fase igualitaria del matriarcado y del comunismo, del derecho materno y del clan fraterno. Esta fase es la del umbral de la humanidad y la civilización, pero es una fase transitoria, pues debe dar lugar a lo que Freud describe como un “retorno de lo reprimido”[15]. Lo que retorna es la horda primordial. Es así como se reinstaura el patriarcado, ahora bajo una forma plenamente humana y civilizada, cuando “el padre vuelve a ser el jefe de la familia”[16].

El problema es que el animal humano se engendró en la horda primordial y nunca dejó de ser, como dice Freud, un “animal de horda” y no “gregario”[17]. Para Freud, en efecto, la naturaleza humana no es la de un animal gregario constituyendo grupos horizontales de miembros iguales, sino un animal de horda organizándose en grupos verticales o triangulares con un macho dominante. En esto, por cierto, el homo sapiens, como primate superior, no se distinguiría de otros primates que también se organizan en hordas autocráticas, dominadas por jefes, y no en rebaños democráticos, igualitarios, en los que todos siguen a todos.

La igualdad es antinatural en Freud y es por esto que la desigualdad reprimida tenía que retornar. La fase matriarcal y comunista no podía durar. En Engels esta fase termina por causa de los avances técnicos y la acumulación de riqueza que los padres quieren heredar a sus hijos, pero en Freud termina simplemente porque no correspondía a nuestra naturaleza de animales de horda sometidos a un macho todopoderoso.

La gran cuestión es si podemos admitir la tesis freudiana de nuestra naturaleza de animales de horda. ¿Somos naturalmente patriarcales? ¿Nuestra naturaleza nos condena a ser machos dominantes o sujetos dominados? ¿La horda es la matriz estructural a la que deben adecuarse todas nuestras organizaciones sociales?

Es verdad que la horda se reconfigura una y otra vez después de los movimientos revolucionarios. El padre tiránico vuelve siempre a reaparecer, ya sea con el rostro de Napoleón tras la Revolución Francesa, de Huerta y Calles tras la Revolución Mexicana, de Stalin tras la Revolución de Octubre. Es como si lo reprimido tuviera siempre que retornar. Es como fuera efectivamente nuestra naturaleza.

¿Cómo no creer en el mito científico freudiano? ¿Cómo no devorar los textos de Freud para intentar desentrañar en ellos la naturaleza que vuelve por la ventana cuando la expulsamos por la puerta? Es lo que hacemos y leemos todo lo que Freud tiene que decirnos, y entonces, por más que nos dejemos llevar por la aguda y convincente argumentación del autor, no podemos resistirnos a la impresión de que su famosa horda primordial es una moderna familia nuclear, patriarcal y burguesa, proyectada sobre la pantalla de la prehistoria. Corresponde a la concepción engelsiana de la familia monógama, cuya monogamia, como dice Engels, “tan sólo es monogamia para la mujer, y no para el hombre”[18]. Nacido y educado en esta familia, el animal de horda es un perfecto hijo de la burguesía y del patriarcado. Es un ser jerárquico, tan sumiso como autoritario, tan pusilánime como violento. Es posesivo, agresivo y competitivo. Es egoísta, mezquino y celoso. Es lo que se aprende a ser en la configuración edípica.

El Complejo de Edipo le da su estructura al mito científico freudiano de la horda primordial. Esto es algo que Freud mismo reconoce. Al reconocerlo, confirma nuestra impresión de que la horda es una sagaz representación de nuestro presente y no una descripción fiel de los orígenes de la civilización y de la humanidad en su conjunto.

No es ahora el momento de referirnos a los argumentos de Malinowski, Lacan, Deleuze, Guattari y otros para insistir en la especificidad cultural e histórica del Edipo y de su expresión en la horda primordial. Lo que sí hay que decir es algo que aprendemos del famoso debate sobre la especificidad y la universalización del mito freudiano. Lo que aprendemos es que aquello que nos hace universalizar este mito es lo mismo que nos hace reproducirlo, repetirlo, hacer que retorne una y otra vez después de cada movimiento revolucionario social o individual.

El padre primitivo reaparece después de cada revolución porque es una parte esencial de nuestra constitución edípica en la modernidad occidental. Somos hijos del patriarcado y de la burguesía y es por esto que Freud tiene razón al atribuirnos la naturaleza de animales de horda. Es verdad que nos hemos vuelto naturalmente burgueses y patriarcales. Después de todo, no tenemos otra naturaleza que la producida por nuestra cultura y nuestra historia.

Es la modernidad patriarcal y capitalista la que cierra los dos horizontes del pasado y del futuro, convirtiéndolos en espejos que nos devuelven nuestra imagen, la de un animal de horda. Estamos envueltos y aprisionados en la piel de este animal que se multiplica al infinito en el juego imaginario de espejos. Es por esto que no dejamos de reconstituir la horda primordial después de cada movimiento revolucionario. Es por lo mismo que la consideramos natural, eterna, inescapable, proyectándola en el futuro, pero también en el pasado, en el origen.

Estamos atrapados entre dos espejos, uno atrás y otro adelante, ambos ofreciéndonos la imagen de lo que somos en el patriarcado y en el capitalismo. Quizás tan sólo podamos imaginar lo que somos. Tal vez no sea posible romper los espejos, pero sí que podemos ser otros y así reflejarnos de otro modo. Fue lo que hicieron Marx y Engels al ser comunistas y al descubrir su comunismo en el futuro por el que lucharon y en el pasado con el que lo justificaron. Sin duda reflejaron sus ideales en los espejos, ¿pero acaso Freud no lo hizo también al mantener su realismo pesimista?

La realidad que imaginamos es tan imaginaria, tan ideológica, tan ideal como los ideales por los cuales intentamos transformarla. Nuestros ideales, de hecho, podrían ser incluso más verdaderos que la realidad, en la medida en que manifiestan directamente algo de nuestro deseo. Esto nos lo enseña Freud. Su enseñanza nos da una razón más para tomar en serio el mito científico de Engels y actuar en consecuencia, realizando su verdad en el presente, en el único tiempo del que disponemos.


Referencias

[1] Louis Althusser, La querelle de l’humanisme, en Écrits philosophiques et politiques, tome II, París, STOCK/IMEC, 1997, p. 507.

[2] Sigmund Freud, Psicología de las masas, en Obras Completas XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1997, p. 128.

[3] Friedrich Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado (1884), Ciudad de México, Colofón, 2011, p. 55.

[4] Freud, Moisés y la religión monoteísta, Obras Completas XXIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1997, p. 79.

[5] Engels, El origen de la familia, op. cit., p. 40.

[6] Ibid., p. 64

[7] Freud, Moisés y la religión monoteísta, op. cit., p. 80

[8] Ibid., p. 110.

[9] Freud, Totem y tabú, Obras Completas XIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1997, p. 146.

[10] Freud, Psicología de las masas, op. cit., p. 116.

[11] Freud, Totem y tabú, op. cit., p. 146

[12] Freud, Moisés y la religión monoteísta, op. cit., p. 79

[13] Engels, Anti-Dühring, en Obras filosóficas, Ciudad de México, FCE, 1986, pp. 246-247.

[14] Freud, Malestar en la cultura, en Obras Completas XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1997,  p. 97.

[15] Freud, Moisés y la religión monoteísta, op. cit., p. 127.

[16] Ibid., p. 128.

[17] Freud, Psicología de las masas, op. cit., p. 115.

[18] Engels, Origen de la familia, op. cit., p. 71.

Brujería, vitalidad y feminidad: resistencia contra el progreso

Intervención en el Aquelarre Universitario, viernes 31 de octubre 2014, Morelia, Michoacán, México

David Pavón-Cuéllar

Marx y el progresismo

Hay muchas posiciones que se le atribuyen equivocadamente a Karl Marx. Una de ellas es el progresismo. Nos imaginamos a veces que Marx era progresista, que tenía una fe ciega en el progreso, en el imparable avance de la civilización humana, en el continuo mejoramiento y perfeccionamiento de lo que somos. Al imaginarnos todo esto, dejamos de lado las razones que Marx tuvo para enfatizar la creciente explotación del hombre, su enajenación cada vez mayor, las contradicciones y su agudización, la resistencia y no la aquiescencia, la revolución y no la evolución, la historia y no el progreso.

Lo cierto es que Marx no era progresista y tampoco tenía una buena opinión del progresismo, como bien lo demuestra el psicoanalista francés Jacques Lacan en el seminario sobre La ética del psicoanálisis. Para fundar y respaldar lo que dice, Lacan remite a dos textos juveniles de Marx, La cuestión judía y la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Son textos que no dejan lugar a dudas. Es verdad que no hay ningún progresismo en ese joven aparentemente obcecado, casi reaccionario, que rechaza los derechos del hombre, que desconfía de la emancipación política y de la secularización del Estado, y que no duda en decir que la humanidad sólo se libera y se recupera en su pérdida y en su disolución completa.

Marx no es progresista en su juventud. No lo es tampoco en su madurez. Por último, en su vejez, lo vemos adoptar una posición radicalmente anti-progresista que le hace revalorizar las comunidades prehistóricas y destacar el precio de nuestra civilización. Dos años antes de morir, en su proyecto de respuesta a la carta de Vera Zasulich, Marx observa que “la vitalidad de las comunidades primitivas era incomparablemente superior a la de las sociedades semitas, griegas, romanas, etc., y tanto más a la de las sociedades capitalistas modernas”.

Modernización y desvitalización

Marx denuncia una modernidad sin vitalidad. Si el viejo Marx se mantiene refractario al progresismo, es también porque tiene la convicción de que el progreso constituye la pérdida progresiva de nuestra fuerza vital. Hay desvitalización en toda modernización. Los modernos están menos vivos que los antiguos, los cuales, a su vez, estaban ya menos vivos que los primitivos. El ser humano estaría entonces cada vez menos vivo. La vida se iría extinguiendo con el paso del tiempo.

Con el avance de nuestra civilización, la muerte iría ganando terreno sobre la vida. Esta idea tan pesimista, reprimida por ciertos marxistas, es profundizada por Engels, un año después de la muerte de Marx, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Como lo dice el propio autor en el prólogo de la primera edición de 1884, se trata de la “ejecución del testamento” de su amigo recién fallecido.

Las reflexiones del viejo Marx, entre ellas las centradas en el aspecto mortífero de la civilización humana, son retomadas por Engels, quien describe minuciosamente cómo se habría ido perdiendo la vitalidad característica de la humanidad prehistórica. Engels también muestra cómo los pueblos primitivos, entre ellos los bárbaros y específicamente los germanos, tenían “una fuerza y una animación vitales” con las que habían sido capaces de “rejuvenecer” culturas “moribundas” como la europea del final de la antigüedad.

Feminidad y vitalidad

Engels considera que los bárbaros, además de revitalizar el decadente mundo civilizado, le “dieron a la mujer una posición más elevada” y “suavizaron la autoridad del hombre”. Los primitivos crearon así relaciones sexuales más justas e igualitarias que las establecidas por los civilizados. La victoria de la mujer fue indisociable del triunfo de la vida.

Sabemos que Engels asocia la vitalidad a la feminidad. La mujer, en la perspectiva engelsiana, estaría menos oprimida en aquellos pueblos primitivos en los que la vida estaría menos reprimida o sofocada. El sacrificio de la vitalidad sería correlativo del sacrificio de la feminidad. El patriarcado sería intrínsecamente letal para la vida preservada por las mujeres.

Al devolverle su poder sexual a la mujer, se le devuelve su fuerza vital a la humanidad. Esto es lo que habría ocurrido al principio de la Edad Media, en Europa, gracias a las invasiones de los germanos y de los demás bárbaros. Es lo contrario de lo que sucede al final de la Edad Media, en los orígenes del capitalismo, cuando se refuerza un sistema de opresión de la mujer que es también un mecanismo de represión de la vida misma. Se trata evidentemente de transmutar esta vida en una simple fuerza de trabajo con un valor de uso que pueda ser explotado.

Trabajo productivo y reproductivo

Para llegar a la fuerza de trabajo estudiada por Marx, hay que pasar por los dispositivos disciplinarios y reguladores estudiados por Foucault. Una vez que la vida se ha transmutado en una fuerza laboral disciplinada y regulada, y por ende también usable y explotable, entonces deja de ser vida en el sentido estricto del término. Ya no es vida pulsional, pura pulsión desregulada e indisciplinada como la estudiada en el psicoanálisis. A diferencia de esta pulsión que se goza, la fuerza de trabajo se usa, tiene un valor de uso, es útil. Su utilidad se torna fundamental desde los primeros años del capitalismo y de la edad moderna.

Ya desde el siglo XV, la vida empieza a concebirse fundamentalmente como una fuerza de trabajo con un valor útil. Su utilidad puede ser productiva o reproductiva, y en virtud de la división sexual del trabajo, tiende a ser productiva en el trabajo masculino y reproductiva en el trabajo femenino. Mientras la mujer debe reproducir la vida que habrá de usarse como fuerza de trabajo, el hombre se ocupa de producir otras mercancías. Digamos que el hombre produce todas las mercancías, mientras que la mujer reproduce la vida, la fuerza de trabajo, la más valiosa de las mercancías, la única verdaderamente capaz de reproducirse a sí misma y producir por sí misma otras mercancías. Todo esto ha sido bien estudiado por marxistas feministas italianas como Alisa Del Re, Mari­arosa Dalla Costa y Antonella Pic­chio.

Entre las marxistas que han estudiado el trabajo reproductivo, una de las más conocidas es Silvia Federici. Esta feminista italiana-estadunidense nos interesa especialmente aquí porque se ocupa de la fase de transición del feudalismo de la Edad Media al capitalismo de la Edad Moderna. Como lo señalé anteriormente, este período histórico parece caracterizarse, desde un punto de vista marxista engelsiano, por un proceso de masculinización y desvitalización que viene a neutralizar la feminización y revitalización que se habían dado siglos antes gracias a las invasiones de los bárbaros. Tras haberse liberado parcialmente a principios de la Edad Media, la vitalidad y la feminidad vuelven a caer bajo la mortífera dominación masculina, la cual, en el umbral de la modernidad, toma la forma de la caza de brujas, como nos lo demuestra magistralmente Silvia Federici.

Brujería y capitalismo

Federici nos muestra cómo las brujas representan una forma de resistencia contra la división sexual del trabajo, contra la opresión de la feminidad y la represión de la vitalidad, contra la proletarización de la vida, contra su reducción a la condición de fuerza de trabajo productivo y reproductivo. Aquello a lo que se oponen las brujas, defensoras de la vitalidad y la feminidad, es nada más ni nada menos que el fundamento mismo del capitalismo, lo que está en juego en la acumulación primitiva, pero también a cada momento de acumulación posterior. Se trata de algo que bien podemos representarnos, en consonancia con el marxismo y no sólo con Federici, como explotación de las mujeres y de quienes vienen después de ellas, como capitalización o valorización de su trabajo explotado, como transformación de su trabajo vivo en trabajo muerto. Podemos hablar también de mortificación o desvitalización de la existencia, reducción de la vida pulsional a la fuerza de trabajo productivo y reproductivo, trabajo que termina convirtiéndose en capital.

Desde un punto de vista lacaniano, lo que vemos aquí, en aquello a lo que se oponen las brujas, es precisamente la castración y la sexuación, la simbolización y la desrealización, la muerte de la cosa, la constitución y absolutización del símbolo cuyo funcionamiento será puesto de manifiesto por el mecanismo capitalista. Esto es aquello contra lo que habría luchado la brujería. Y se trata de algo tan crucial, tan fundamental para el capitalismo y el clasismo en general, que podemos entender la furia que se desencadenó contra las brujas y que las llevó a ser perseguidas, torturadas y quemadas en masa y sin piedad alguna.

La saña con la que se atacó a las brujas es la misma con la que siempre han sido atacadas y atacados quienes se han atrevido a resistir al avance del capitalismo, ya sean campesinos o aristócratas, indígenas o estudiantes, comunistas o anarquistas. Un enemigo del capital es un enemigo del capital. De ahí la desgracia que sufrieron las brujas.

La bruja de Tlaxcalilla

La persecución de las brujas, como la misma Federici lo reconoce, tiene lugar en América y no sólo en Europa. Si en Europa las brujas defendían la herencia de vitalidad y libertad femenina que se había ganado con las invasiones bárbaras, en América las brujas resguardaban la misma herencia de los habitantes originarios del continente. No hay que olvidar, por cierto, que el propio Engels se ocupó de los indígenas de Norteamérica y puso de relieve, no sólo su gran fuerza vital y el poderío de sus mujeres, sino también su “dignidad personal”, su “rectitud”, su “intrepidez” y su “energía de carácter”.  Estos rasgos tan positivos, asociados a la relativa emancipación de la vitalidad y la feminidad entre los primitivos, serían especialmente característicos de los indígenas norteamericanos menos avanzados, los nómadas, los cazadores y recolectores, es decir, los menos afectados por la corruptora civilización opresora de la mujer y represora de la vida. Tal es el caso de los diferentes grupos chichimecas del norte del territorio mexicano actual, como los guachichiles de San Luis Potosí, entre los cuales, en el siglo XVI, vemos aparecer a una mujer que mostró claramente el aspecto político-económico de la brujería que aquí he querido acentuar.

Me estoy refiriendo a una anciana hechicera que tenía poderes como los de resucitar a los muertos y transformarse ella misma en coyote. Gracias a estos poderes, la mujer era temida y respetada por la población indígena de Tlaxcalilla, un barrio de San Luis Potosí en el que no sólo habitaban guachichiles, sino también dóciles tlaxcaltecas y tarascos llevados ahí con el propósito de ejercer una influencia pacificadora en los aguerridos indígenas locales. A pesar de esta iniciativa de los españoles, en el verano de 1599, los guachichiles siguieron el llamado a la revuelta de nuestra bruja, quien los convenció de ir a los templos cristianos a destruir las imágenes religiosas y luego matar a todos los españoles que encontraran, prometiendo rejuvenecimiento y vida eterna a quienes lo hicieran.

Gracias a la bruja de Tlaxcalilla, los guachichiles volvieron a ser, al menos por un momento, aquellos salvajes indomeñables que habían aterrorizado a los españoles durante la Guerra de los Chichimecas, entre 1550 y 1590, cuando asaltaban las diligencias, robaban caballos, saqueaban puestos de provisiones, quemaban iglesias y martirizaban a religiosos. Todo esto sucedía en los territorios mineros que tanto contribuyeron al primer desarrollo del capital y específicamente a la acumulación primitiva. El capitalismo emergente, y no sólo su expresión colonial, fue aquello contra lo que lucharon audazmente los guachichiles. Fue lo mismo contra lo que se rebelaron gracias a la bruja de Tlaxcalilla.

En 1599, la breve rebelión anti-capitalista y anti-colonialista de los guachichiles pudo ser finalmente sofocada por los españoles. A la bruja se le condenó a morir en la horca, y se le colgó en el camino de Tlaxcalilla a San Luis Potosí, aun cuando su abogado, Juan López Paniagua, intentó salvarla con el argumento de que «estaba loca y le faltaba el juicio». El encargado oficial de impartir justicia, el capitán Gabriel Ortiz de Fuenmayor, decidió que no se anulara la sentencia de muerte con el argumento de que “resultaría grandísimo daño y de servicio a Dios nuestro señor y a su majestad porque la dicha india con la averiguación que contra ella hay de que es hechicera trae alborotada a toda la gente guachichila y de su nación”, y con sus hechizos “la dicha india” podría ausentarse “de la cárcel en que la tiene y yéndose se alborotaría toda la gente que está de paz”. Es claro que la bruja, al menos tal como la ven los españoles, constituía un peligro para el dominio colonial político-económico de la corona española en la región.

Los guachichiles tragados por la tierra

Debe acentuarse que nuestra bruja rebelde, además de sus poderes para transformarse en animal y de resucitar a los muertos, había tenido el poder no menos extraordinario de sacar a los guachichiles de su resignada postración y sublevarlos contra los invasores españoles. Quizá también tuviéramos que asombrarnos de que la bruja consiguiera esto siendo mujer, pero este asombro no parece estar justificado en el caso de los guachichiles, entre los cuales, según la poca información de la que disponemos, el varón debía limitarse a pelear, cazar y emborracharse, mientras que las mujeres se encargaban de todo lo demás, siendo las familias de ellas las que acogían a los hombres en casa, y siendo también ellas las que solían repudiar a los hombres, y no lo contrario.

La bruja guachichil constituye un ejemplo elocuente de la feminidad sublevada contra un colonialismo patriarcal y necesariamente opresivo para la mujer. No debería ser necesario señalar además que el poder colonial era también mortífero para los indígenas, y que nuestra bruja rebelde puede ser vista igualmente como la personificación de una vitalidad insurrecta contra la mortandad traída por los españoles. De ahí la importancia tanto de su capacidad sobrenatural de resucitar a los muertos como de su promesa de rejuvenecer y dar la vida eterna a quienes participaran en la revuelta.

La bruja es dadora de la misma vida que los españoles arrancaban a los indígenas. Hay que decir, al respecto, que los invasores exterminaron totalmente a la población guachichil. Fue así como se realizó la profecía de nuestra bruja, la cual, para incitar a los indígenas a la revuelta, les advirtió que todos serían “tragados por la tierra” si no luchaban contra los invasores españoles. Fue exactamente lo que ocurrió.

Los guachichiles terminaron bajo tierra, quizá porque no lucharon, o tal vez porque lucharon, pero no lo suficiente. ¿Pero habrían podido luchar más? ¿Habrían podido vencer a sus enterradores? Nada más dudoso.

En cualquier caso, los guachichiles fueron tragados por la tierra. Y no habría que juzgarlos con rigor. Después de todo, tampoco nosotros hemos conseguido evitar las fosas comunes de Iguala y de otros lugares del país. Tampoco ahora hemos derrotado a quienes continúan exterminando a los pueblos indios y mestizos con todo el poder asesino de un Estado tan ilegítimo como el colonial. Tras quinientos años de luchas, los déspotas que nos gobiernan siguen subordinados a un sistema que sólo sirve para saquear nuestro suelo y transmutar la vida en muerte.

Desde luego que no faltan quienes todavía se mantienen aferrados a la vida, pero son precisamente ellas y ellos, necesariamente anti-progresistas y anti-capitalistas, quienes más se exponen a ser arrollados por nuevas formas asesinas de progreso y de capitalización, de represión y desvitalización. La muerte acecha especialmente a quienes poseen y pueden ofrecer más vida, como era el caso de la bruja de Tlaxcalilla. Para ellas y ellos, desde el siglo XVI hasta ahora, vivir es resistir. Esta resistencia es quizá poco, pero es todo lo que les queda. Es por ella que no se han dejado tragar por la tierra. Sobreviven al resistir con su brujería, con su locura, con su necedad. La resistencia es el último reducto, no sólo de su dignidad, sino también de su vida y de su vitalidad.