Religiosidad mesoamericana: dos reflexiones en Cantona

David Pavón-Cuéllar

I

Por más que profundicemos, nunca tocamos fondo. Nunca terminamos de comprender la naturaleza, pero comprendemos algo, algo que nos permite utilizarla, explotarla para nuestro beneficio. Al hacerlo, estamos explotando también lo incomprensible que hay en su interior.

Ante lo que no comprendemos, ¿qué es más razonable? ¿Escrutarlo y explotarlo con la ciencia y la tecnología u honrarlo y divinizarlo a través del arte y la religión? ¿Violarlo al arrancarle sus favores o pedírselos con respeto y esperar con paciencia? ¿Proceder como la humanidad moderna o bien como aquellos pueblos originarios que resisten contra la modernidad?

Ya sabemos qué es lo más rápido, efectivo, provechoso y lucrativo, pero… ¿qué es lo más razonable? ¿Qué es lo más prudente y sensato? ¿Qué es lo más justo, correcto y honesto?

II

Entre las diversas enseñanzas que recibimos de las culturas prehispánicas mesoamericanas, hay una que nos revela el enternecedor simplismo de los términos occidentales por los que se ha regido tradicionalmente nuestro vínculo con el universo. Ni siquiera el ateísmo y la religiosidad permiten describir cosmovisiones indígenas de México y Centroamérica en las que hay un dios único desplegado como totalidad y ramificado en múltiples entidades espirituales, tan culturales como naturales, que no se distinguen de los seres materiales animales, vegetales e incluso minerales que nos rodean y de los que somos parte. Como en Spinoza, da igual decir «Dios» o «la naturaleza», pero también da lo mismo hablar de «los dioses» o de «la cultura» y de muchas otras cosas, trascendiéndose las dicotomías de lo unitario y lo múltiple, de lo espiritual y lo material, de lo cultural y lo natural, de lo creador y lo creado.

Podría suponerse que estamos aquí ante una perspectiva tan atea como religiosa, tan materialista como espiritualista y tan panteísta como animista, politeísta y monoteísta. Sin embargo, si estas categorías contradictorias deben agregarse, es porque resultan claramente insuficientes y reduccionistas cuando intentamos aplicarlas a un pensamiento ancestral en el que se refleja y se respeta la complejidad inherente al universo.

¿Para qué afanarse con un pensar complejo, tan complejo como el ser, cuya complejidad lo vuelve poco operativo y difícilmente instrumentalizable, poniéndolo en desventaja cuando se enfrenta con el simplista pensamiento europeo moderno? Superando el abismo entre la orilla epistémica y la ontológica, las culturas mesoamericanas aseguran cierta relación armoniosa con el mundo, así como cierta convivencia natural en comunidades que nunca se dividirían entre posiciones tan forzadas y artificiales, tan pueriles e ingenuas, como el ateísmo y la religiosidad o como el monoteísmo y el politeísmo. Este beneficio epistemológico y ético-político habría compensado sobradamente la desventaja tecnológica si los pueblos originarios de Mesoamérica no hubieran debido enfrentarse militarmente con españoles y portugueses.

¿Morir antes o después de vivir? Sacrificios humanos aztecas y capitalistas

Intervención en una sesión dedicada a la vida y la obra del autor en el V Ciclo «Resgatando a Memória da Psicologia Latino-Americana», organizado por Pedro Costa y por el colectivo brasileño Psicologia e Ladinidades y con la participación de Anna Turriani, el 14 de marzo de 2023

David Pavón-Cuéllar

Mis reflexiones e investigaciones avanzan por líneas aparentemente muy diferentes y distantes entre sí. Lo cierto es que estas líneas convergen y se anudan unas con otras, como intentaré mostrarlo ahora. Me gustaría dedicar unos minutos a ocuparme de cualquier tema, como podría ser el de los sacrificios humanos entre los aztecas, para exponer ante un objeto preciso y concreto las relaciones internas entre algunas de mis obsesiones que pareciera que no tienen absolutamente nada que ver unas con otras, como es el caso de mi atracción hacia los saberes indígenas mesoamericanos, mi posicionamiento anticolonial, mi orientación política militante hacia el horizonte comunista, mis opciones teóricas-metodológicas por el marxismo y el psicoanálisis y mis críticas del capitalismo, de su expresión ideológica en la psicología y de sus pasiones fascista y neofascista.

Comencemos por admitir algo tan obvio como que el fascismo y el neofascismo no son anticapitalistas. Más bien constituyen reacciones pasionales de un capital irritado, exasperado, enfurecido, cuyo enfurecimiento lo hace perder toda compostura y delatarse como lo que es. Pensemos, por ejemplo, en la furia que llevó al capital a proclamar imprudentemente su verdad en la consigna “¡viva la muerte!” de los falangistas y franquistas. Estos fascistas españoles, al echarle vivas a la muerte, confesaban el secreto del fascismo y del neofascismo: el del vampiro del capital que hace vivir su muerte, manteniendo vivo aquello muerto que es, viviendo al nutrirse con la vida que succiona de la humanidad y la naturaleza.

La transmutación capitalista de todo lo vivo en más y más dinero muerto parece expresarse elocuentemente en la fascinación de los fascistas y los neofascistas por lo muerto, inerte o inanimado, ya sean suásticas, banderas, embriones humanos, toros masacrados, trofeos de caza, junglas amazónicas devastadas o cadáveres de judíos, gitanos, palestinos, afrodescendientes o inmigrantes. La necrofilia se descubre así en diversas inclinaciones pletóricas de sentido al mismo tiempo que se encubre con etiquetas vacías como la de “provida”. Este juego de encubrimiento y descubrimiento se torna flagrante en México y en España cuando las actuales derechas y ultraderechas, tan fascistoides unas como otras, aparentan un horror necrófobo ante los sacrificios humanos de los aztecas justamente cuando efectúan su revelador festejo necrófilo de una colonización que provocó la muerte de varios millones de indígenas equivalentes al 90% del total de la población.

Los indígenas de América no sólo murieron de enfermedades provenientes de Europa. También fueron masivamente exterminados por los españoles y los portugueses, directamente masacrados con espadas y armas de fuego, pero también indirectamente aniquilados a fuego lento con el hambre, con el exceso de trabajo, con la devastación de los ecosistemas y con la dislocación de los efectivos sistemas locales de producción y distribución de alimentos y medicamentos. Este genocidio puede ser minimizado y desdeñado por los más canallas cuando lo comparan, en clave de posverdad, con un espectáculo pornográfico del que no dejan de gozar: el de un sacerdote indígena que arranca el corazón del pecho del sacrificado y lo eleva para ofrecérselo a los dioses.

La imagen espectacular del sacrificio humano les sirve a los canallas para justificar todo el horror de la colonización, para presentar este horror como una gran hazaña civilizatoria, para olvidar que los nativos del Nuevo Mundo ya tenían civilizaciones o para convencerse de que estas civilizaciones eran inferiores a la del Viejo Mundo. En realidad, si entráramos al tonto y peligroso juego imaginario especular de las comparaciones, podríamos juzgar a las civilizaciones americanas como superiores a la europea en aspectos que tendríamos derecho a considerar los más importantes, entre ellos la relación con el entorno de la que depende la subsistencia de la naturaleza y de la humanidad. Tal relación, de hecho, está en el centro de la profunda significación de los sacrificios humanos para los aztecas, una significación que hace aparecer los sacrificios como auténticos homenajes a la vida, homenajes por eso mismo incomprensibles para una mirada necrófila fascista o neofascista.

Es verdad que el fascismo, especialmente en su variante nazi alemana, cultivaba una doctrina sacrificial en la que se prescribía a los jóvenes que encontraran su máxima realización y satisfacción existencial en el hecho mismo de entregar su existencia como carne de cañón. Sin embargo, en este caso, la vida tenía que ofrendarse a cosas tan inertes y abstractas como una suástica, la superioridad aria, la pureza de la sangre o la idea nazi de la nación. De igual modo, en el sistema capitalista, debemos inmolar sistemáticamente nuestras vidas concretas en aras de algo tan muerto y mortífero como el vampiro del capital con sus diversos avatares abstractos, entre ellos la productividad, el desarrollo, la calidad, el éxito, la competitividad, el nivel de consumo y la línea de crédito.

No hay aquí en el capitalismo nada vivo, así como tampoco lo hay en el fascismo. No hay, pues, ninguna vida en los altares capitalista y fascista en los que inmolamos nuestra vida. Por el contrario, entre los aztecas, el sacrificio de la vida era por la vida misma.    

Era por la vida que los aztecas debían inmolarse e inmolar a sus vecinos. Los inmolados perdían su vida para que se transfiriera de ellos al sol y a través del sol a todo lo que existía. Era para que todo siguiera existiendo que el sacerdote abría el pecho del sacrificado y extraía el corazón, el yóllotl, que era la fuente de vida y que por ello se entregaba al sol en sacrificio. El sol necesitaba de esa fuente de vida para no extinguirse, para continuar viviendo e irradiando su vida en el mundo, para mantener así el ciclo de la vida.

Era para que todo viviera, para que no hubiera una catástrofe universal que acabara con todo, que los individuos tenían que morir en la cima del teocali. Su generosa inmolación individual era necesaria para la subsistencia de un universo que los pueblos mesoamericanos se representaban y a veces continúan representándose como un gran tejido comunitario en el que se entrelazan todos los seres espirituales, animales, vegetales y hasta minerales. Para que esta comunidad ontológica siguiera viva, se necesitaba que hubiera individuos que murieran.

La justificación del sacrificio individual por la subsistencia comunitaria universal tiene un evidente carácter ideológico, pero no por ello deja de tener también un sentido profundo y verdadero para los pueblos originarios de Mesoamérica. No estoy pensando tan sólo en la controvertida hipótesis de que los sacrificios humanos habrían contribuido a una regulación demográfica necesaria para la preservación de las poblaciones indígenas y de su medio ambiente. La validación de tal hipótesis confirmaría efectivamente que cierta comunidad humana y natural habría subsistido gracias a la inmolación de los individuos, pero esta inmolación puede ser también aceptada como verdadera por sí misma, por lo que expresa en su literalidad simbólica, y no sólo por sus efectos beneficiosos en la realidad.

Independientemente de que los sacrificios de individuos en Mesoamérica sirvieran para preservar cierta comunidad y la naturaleza viva en su generalidad, lo seguro es que evidencian una visión mesoamericana caracterizada por la preeminencia de la vida común y general sobre la individual y específicamente humana. Los sacrificios de individuos humanos demuestran, por lo tanto, una orientación política no individualista y tampoco especista ni androcéntrica, sino más bien, de algún modo, comunista y ecologista. Notemos que esta orientación anticipa varias de las orientaciones modernas definitorias de la izquierda radical en la que yo me sitúo, entre ellas el propio comunismo en general, así como también, de modo específico, el comunismo verde, el ecosocialismo anticapitalista y los movimientos de las comunidades latinoamericanas que luchan por sus territorios.

Muchos de los mártires izquierdistas latinoamericanos del último siglo, desde los guerrilleros comunistas hasta los actuales defensores del medio ambiente, se han sacrificado como individuos para la preservación de la comunidad humana y de la naturaleza en general, exactamente como los indígenas mesoamericanos inmolados en la época prehispánica. Los antiguos indígenas morían por la vida, por la vida representada simbólicamente por el sol, tal como los nuevos activistas mueren también por la vida, por la misma vida que se representa en lo simbólico por el territorio, por la comunidad y por el comunismo. Estas muertes dignas y heroicas, tan desbordantes de sentido, tienen que distinguirse de las muertes absurdas, indignas y miserables, de los millones de latinoamericanos que mueren hoy en día prematuramente, no por la vida, sino por la muerte, por lo muerto y lo mortífero, por el vampiro del capital que devora sus vidas para convertirlas en más y más dinero muerto.

Lo peor de la inmolación a la divinidad oscura del capital es que no se trata de una muerte súbita como la del indígena sacrificado cuando la obsidiana se hunde en su pecho. Ese indígena sólo muere al expirar al final de su vida, pero vive plenamente durante varios años antes de morir, viviendo una vida que le pertenece a él. Por el contrario, con una vida poseída por el sistema capitalista, el sujeto moderno muere continuamente mientras vive, mientras el capital devora su vida, explotándola como fuerza de trabajo y de consumo.

La inmolación del sujeto moderno dura toda su vida, mientras que la del antiguo indígena mesoamericano duraba sólo el instante de su muerte, cuando se le arrancaba su corazón, el yóllotl, de su pecho abierto por la obsidiana. Esta extracción de la principal entidad anímica subjetiva sólo llegaba en el punto final de la existencia: era su desenlace, mientras que para nosotros es lo contrario, la apertura, inaugurando la existencia de lo que somos cada uno de nosotros. Lo que se nos ha hecho ser a cada uno, en efecto, sólo existe al desgarrarse cada uno de sí mismo, al arrancar su alma de su cuerpo y al convertirla en un dispositivo de poder sobre el cuerpo, enajenándola en el sistema capitalista, separándola de todo lo demás y así convirtiéndola en el objeto de nuestra psicología.

La idea psicológica de lo que somos, esa entidad ideológica encarnada por cada uno de nosotros, es comparable al alma que se extrae del indígena sacrificado por los aztecas. No exagero al decir que hay una inmolación del ser humano, una inmolación como la de los sacrificios mesoamericanos, en la actual psicologización de nuestra humanidad. El homo psychologicus es el trozo palpitante arrancado a nuestro pecho: es la mitad anímica del homo dúplex de la modernidad.

La psicología forma parte de la concepción moderna dualista del ser humano, la cual, siendo percibida con sensibilidad mesoamericana, se nos aparece desdoblada en los dos restos que nos quedan tras un sacrificio prehispánico. Sobre la piedra sacrificial, tenemos el cadáver ahuecado, el cuerpo sin alma, el objeto de la fisiología, de la anatomía, de la medicina, de la neurología. En la mano del sacerdote, vemos el corazón arrancado aún palpitante, la vida inmaterial, el alma sin cuerpo, el objeto de la psicología.

Son los mismos despojos los que restan después de la inmolación capitalista de la totalidad humana en la sociedad de clases con su división manual/intelectual del trabajo. Por un lado, está el cuerpo inconsciente explotado, sin espíritu, sin intelecto ni emociones, al que se reduce la existencia proletaria de los trabajadores manuales. Por otro lado, está el alma consciente explotadora, desmaterializada y desexualizada, en la que se confina la existencia burguesa de los trabajadores intelectuales, cuyas almas los rodean como cárceles para sus cuerpos, como bien lo notaba Foucault.

Tanto la burguesía como el proletariado son reprimidos, la primera en su cuerpo, el segundo en su alma. Estas represiones dan lugar a dos grandes síntomas de los siglos XIX y XX: el retorno revolucionario de la conciencia reprimida entre los proletarios y el retorno histérico del cuerpo reprimido entre los burgueses. Ya sabemos que ambos síntomas serán escuchados y tomados en serio por Marx y Freud.

Mientras que el método psicoanalítico freudiano busca devolverle el cuerpo sexuado a una existencia burguesa que se esfuerza en ser puro espíritu, la estrategia revolucionaria marxista intenta restablecer la conciencia de clase en una existencia proletaria que se reduce a no ser más que músculos y brazos. Desde luego que el cuerpo del trabajador tiene un alma, pero no es exactamente su alma, estando aburguesada, enajenada, tal como el alma del burgués tiene un cuerpo igualmente alienado y proletarizado. Las dos mitades han sido separadas por el gran sacrificio humano capitalista que el comunismo y el psicoanálisis intentan revertir.

El problema es que las prácticas analítica y comunista retroceden, retroceden cuando más las necesitamos, retroceden a medida que avanza lo que intentan revertir. La represión del alma se generaliza con una proletarización generalizada que da lugar a esa liberación sexual que es más bien la desublimación represiva de la que hablaba Marcuse. Paralelamente, la represión del cuerpo también se generaliza con un aburguesamiento generalizado que se manifiesta en la psicologización de nuestro ser en la que han profundizada Ian Parker y Jan De Vos.

Perdemos tanto el cuerpo como el alma, perdemos así nuestra vida entera psíquica y somática, exactamente como el indígena sacrificado, pero no, como él, después de vivir nuestra vida, sino antes de vivirla, para que toda ella le pertenezca únicamente al capital que la explota. Desde luego que podríamos recobrar el alma consciente con recursos como los marxistas, así como podríamos también recuperar el cuerpo sexuado con medios como los freudianos. El problema es que también estamos perdiendo estos medios que podrían ayudarnos a tratar nuestra pérdida. Estamos perdiendo, en efecto, las herencias revolucionaria marxiana y analítica freudiana, que ceden su lugar a pequeñas agitaciones psicoterapéuticas y contorsiones micropolíticas.

Resistiendo a la insignificancia posmoderna, tan sólo podremos preservar lo que Marx y Freud nos han legado al enfrentarnos decididamente al capitalismo con sus pasiones fascistas y neofascistas, al oponernos así también a la inmolación capitalista del sujeto y a su expresión ideológica en la psicología. Nuestra oposición anticapitalista, antipsicológica y antifascista debe apuntar a otra forma de ser humano: a un sujeto no desgarrado, mutilado y sacrificado por el capitalismo. Alcanzamos a vislumbrar a este sujeto en las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Atisbamos en ellas algo que es, para mí, el único verdadero fin de análisis: el del horizonte comunista por el que apostamos algunos de nosotros.

Comunismo y psicoanálisis, crítica de la psicología, anticapitalismo, antifascismo y anticolonialismo, descolonización e indigenización. He aquí algunos de los principales hilos de lo que pienso. Espero haber mostrado cómo se entretejen en un pensamiento, el mío, que es tan intrincado como cualquier otro, siendo nuestro y no sólo mío, pues el telar es el del mundo en el que todos vivimos.

¿Cómo salvarnos del fin del mundo? El buen vivir indígena como brújula para nuestras luchas anticapitalistas

Conferencia para el Encuentro Internacional de Jóvenes por las Autonomías de los Pueblos Originarios, organizado por el Consejo Supremo de Jóvenes Indígenas de Michoacán y realizado el sábado 23 de abril de 2022 en Chupícuaro, comunidad de Santa Fe de la Laguna

David Pavón-Cuéllar

Fin del mundo

Nosotros, los seres humanos, estamos en este planeta desde hace trescientos mil años. Ha sido un tiempo largo en el que hemos creado grandes civilizaciones que han vivido en armonía con la naturaleza. Esta armonía se rompió de pronto, hace unos quinientos años, cuando comenzamos a destruirlo todo a nuestro alrededor.

La destrucción comenzó en Europa. Luego, con el colonialismo, se extendió al resto del planeta. Se fue agudizando cada vez más, especialmente desde hace un par de siglos, y al final, desde 1970, se ha vuelto incontrolable, devastándolo todo en la tierra y amenazando incluso la subsistencia de la humanidad.

Cada vez hay más humanos que mueren a causa de la devastación planetaria. La contaminación atmosférica, por ejemplo, está provocando casi 9 millones de muertes por año (ONU, 2022). De las mil personas a las que el hambre mata cada hora en el mundo, la mayor parte son víctimas de la deforestación, la desertificación y la erosión de los suelos. El calentamiento global es considerado el responsable directo de la actual hambruna que se ha cobrado ya más de un millón de vidas en Madagascar (ONU, 2021a).

Los muertos por la devastación planetaria son cada vez más y quizás al final seamos todos. Nuestra extinción parece cada vez más inevitable al considerar la destrucción de nuestro entorno. Un tercio de la tierra cultivable del planeta desapareció en los últimos cuarenta años (Schauenberg, 2021). Cada minuto perdemos un equivalente a cuarenta campos de fútbol de bosque (Soto, 2019). 150 especies de plantas y animales se extinguen diariamente en la mayor extinción desde la que acabó con los dinosaurios (ONU, 2007). Las poblaciones de vertebrados han disminuido un 60 por ciento desde 1970 (WWF, 2018). En los últimos años, la cantidad de insectos disminuye a un ritmo de al menos 2.5% anual (Carrington, 2019).

Hay que entender que los animales y los vegetales son la vida en el planeta. Ya nos acabamos aproximadamente la mitad de esta vida en los últimos cincuenta años. Nos queda la otra mitad y la estamos destruyendo cada vez más rápido. Una vez que hayamos terminado, llegará el turno de nuestra extinción.

Hay quienes dicen que la humanidad merece desaparecer después de haberlo destruido todo en el planeta. Otros pensamos que el problema no es la humanidad, que no es ella la destructora, que no es ella la que merece desaparecer. Consideremos, por ejemplo, que la mitad más pobre de la humanidad contamina menos de la mitad que el 1% más rico (OXFAM, 2020). Por otro lado, hay que recordar que los seres humanos estamos en la tierra desde hace unos 300 mil años y que en ese lapso enorme de tiempo hemos demostrado que podemos vivir sin destruirlo todo a nuestro alrededor. La destrucción ha sido muy reciente, sólo en los últimos quinientos años y especialmente en los últimos cincuenta años, que son tan sólo un instante en la historia de la humanidad.

Capitalismo como fin del mundo

¿Qué diablos ocurrió desde el siglo XVI y especialmente desde 1970? Lo que ocurrió en este breve lapso de tiempo es el surgimiento, la expansión y el desarrollo cada vez más vertiginoso del sistema capitalista, primero mercantil, después industrial y finalmente financiero. La historia del capitalismo es la historia del fin del mundo.

Lo que ha devastado el planeta no es la humanidad, sino el capitalismo que también amenaza con aniquilarnos a los seres humanos. ¿Por qué toda la humanidad tendría que sacrificarse por culpa del capitalismo? ¿No es más bien el sistema capitalista el que debería desaparecer?

El presidente cubano Fidel Castro (1992) ya denunciaba en los años noventa que las sociedades de consumo del capitalismo eran “las responsables fundamentales de la atroz destrucción del medio ambiente”. Más de veinte años después, el presidente boliviano Evo Morales (2015) sigue alertándonos que “la madre tierra está acercándose peligrosamente al crepúsculo de su ciclo vital, cuya causa estructural y responsabilidad corresponde al sistema capitalista”. Evo también nos advierte que “si continuamos en el camino trazado por el capitalismo estamos condenados a desaparecer”.

Evo y Fidel tienen razón: el problema es el capitalismo. Es verdad que este problema nació en Europa y que podemos por ello responsabilizar del fin del mundo a ese continente y a sus tentáculos culturales, como el estadounidense, el canadiense, el israelí o el australiano. También es verdad que las poblaciones indígenas de Asia, África y América son los grupos humanos que menos dañan los ambientes naturales en los que viven, como lo confirman diversos estudios e informes. Pero no hay que olvidar que hay igualmente ciertos pueblos europeos que han vivido por miles de años en armonía con la naturaleza y que han resistido contra la expansión del capitalismo. Tampoco debe olvidarse que el sistema capitalista se expandió a todo el mundo y consiguió absorber a otros pueblos a través del colonialismo y el neocolonialismo.

Pueblos originarios como protectores del mundo

Lo importante, aquello por lo que aún estamos con vida, es que la colonización y la resultante absorción por el capitalismo no se han consumado en todo el mundo. Hay quienes resisten contra el avance del capital. Son principalmente los pueblos originarios.

No es casualidad que sean precisamente los pueblos indígenas, estos pueblos espontáneamente anticapitalistas, los que hoy mejor conservan y protegen el poco planeta que nos queda. Su conservación y protección del mundo son a pesar y en contra del capitalismo entendido como fin del mundo. Resistiendo contra el capitalismo, los indígenas forman parte del mundo que resiste contra su destrucción por el sistema capitalista.

Permítanme proporcionar algunos datos reveladores. El Fondo Mundial por la Naturaleza (WWF por sus siglas en inglés) ha informado hace pocos meses que el 91 % de los ecosistemas administrados por los pueblos originarios se encuentran en condiciones ecológicas buenas o moderadamente buenas, en todo caso mejores que otros ecosistemas (Fischer, 2021). Por su parte, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (la FAO) ha descrito a los pueblos indígenas como los “guardianes esenciales del medio ambiente”, recordándonos cómo “conservan y restauran los bosques y los recursos naturales”, y cómo sus territorios, aunque abarquen sólo 22% de la superficie terrestre, preservan el 80% de la biodiversidad que nos queda. El año pasado la ONU (2021b) ha exhortado a los gobiernos latinoamericanos a reforzar los derechos territoriales de las comunidades indígenas, destacando que son ellas las que mejor salvaguardan los bosques de la región, con tasas de deforestación considerablemente menores que en los territorios no-indígenas; por ejemplo, en el Amazonas, los bosques retrocedieron 0.3% en territorios indígenas, 0.6% en territorios protegidos no-indígenas y 3.6% en las demás zonas.

Los pueblos originarios, los que mejor saben preservarse del sistema capitalista, son lógicamente los que mejor saben también preservar los bosques y los demás ecosistemas. Cuando los indígenas protegen la naturaleza, la están protegiendo contra el capitalismo con todo lo que supone, como el consumismo, el extractivismo, la voracidad insaciable, el afán de lucro, la explotación frenética de los recursos naturales y la transmutación de todo lo vivo en más y más dinero muerto. Este estilo capitalista de vida, constituyendo en realidad un estilo de muerte, es aquello contra lo que resisten las comunidades indígenas.

Buen vivir de los pueblos originarios de Sudamérica

Resistiendo contra la vida mortífera en el capitalismo, los pueblos originarios defienden otra forma de vida inherentemente anticapitalista. La designan a veces con los términos españoles de “buena vida”, “bien vivir” o “buen vivir”, pero en cada lengua se expresa de formas distintas con diferentes connotaciones. Lo bueno del buen vivir no es lo mismo para cada pueblo.

Quienes más han difundido el buen vivir como programa político, los quechuas de lo región andina, utilizan el concepto de “sumak kawsay”, en el que la palabra “kawsay” es vida, “ser estando, ser siendo”, mientras que “sumak” significa plenitud, belleza, excelencia, realización completa (Niel, 2011, p. 6). El “sumak kawsay” es entonces una suerte de vida plena, pero esta vida, tal como lo explica el ya mencionado Evo Morales, “es pensar no sólo en términos de ingreso per-cápita sino de identidad cultural, de comunidad, de armonía entre nosotros y con nuestra madre tierra”, pues no se trata de un “progreso y desarrollo ilimitado a costa del Otro y de la naturaleza; tenemos que complementarnos; debemos compartir” (citado por Silva, 2014). En otras palabras, el buen vivir implica para los quechuas una complementariedad y un equilibrio entre los seres humanos y entre ellos y los demás seres. Es el equilibrio “h’ampi” del planeta con el que los quechuas, como lo dice el filósofo Javier Lajo (2008), intentan contribuir “a la solución de problemas planetarios como la pobreza endémica, las guerras, el calentamiento y la inestabilidad global del clima, fenómenos humanos y naturales que ya han matado a muchos miles y que amenazará, muy pronto, la existencia misma del planeta”. Conviene resaltar que la devastación planetaria es vista por los mismos pueblos indígenas como una consecuencia del mal vivir: de la falta de un buen vivir como el que ellos nos enseñan tanto en su filosofía como en sus prácticas de cuidado que los ha convertido en los grandes guardianes de la naturaleza.

Otro pueblo andino que ha contribuido a la conceptualización política del buen vivir es el aimara, que emplea el concepto “suma qamaña”, que también quiere decir algo así como “vida plena”, ya que “suma” es lo pleno además de lo sublime, lo excelente, lo magnífico y lo hermoso, y “qamaña” es vivir, pero también convivir (Niel, 2011, p. 6). La buena convivencia entre seres humanos y entre la humanidad y la naturaleza vuelve a ser aquí un elemento clave de la buena vida. Tan sólo podemos vivir bien al establecer vínculos horizontales y respetuosos entre nosotros y con el entorno, lo que resulta imposible en el sistema capitalista, como lo resalta Simón Yampara Huarachi (2016) al reconstruir la crítica al capitalismo inherente al suma qamaña de los aimaras.

La incompatibilidad entre el buen vivir y el sistema capitalista resulta evidente para otros pueblos originarios de Sudamérica. Entre ellos están los guaraníes, que entran en conflicto con el capitalismo desarrollista y extractivista al defender su buen vivir, su “ñande reko”, que podemos traducir como “nuestro modo de ser” o de “estar” (Wahren, 2015). El buen vivir mapuche, el “küme mongen”, también tiene un carácter implícitamente anticapitalista al exigir un “equilibrio” económico en una “equidad” y una “reciprocidad” que se logran con medios como los “intercambios de productos, semillas o conocimiento” (Viera Bravo, 2021, p. 104).

Buen vivir de los pueblos originarios de Mesoamérica

Ideales igualitarios como los de equilibrio y reciprocidad forman parte de la noción de buen vivir no sólo entre los mapuches, los aimaras y los quechuas de Sudamérica, sino también entre los pueblos originarios mesoamericanos.  Los mayas quichés de Guatemala, por ejemplo, expresan el buen vivir con el concepto “utz k’aslemal”, que implica “equilibrio y armonía” con uno mismo y con la naturaleza, como lo explica el académico maya Ajpub’ Pablo García Ixmatá (2010, pp. 225-226). El también guatemalteco Juan León Alvarado resume la noción del buen vivir quiché diciendo que el utz k’aslemal es “vivir la vida en toda su plenitud (…); vivir en armonía consigo mismo; construir equilibrio con la familia y el resto de la sociedad; convivir en armonía con la Madre Naturaleza y el Cosmos; cuidar de la Madre Naturaleza; ser útil a los demás” y “trabajar en la búsqueda del bien del otro y de sí mismo”. En el buen vivir maya quiché, como en el quechua y el aimara, volvemos a encontrar la plenitud y el equilibrio en la relación entre los seres humanos y entre la humanidad y la naturaleza. En esta misma relación, como hemos visto, los mayas quichés incluyen la relación de cada sujeto consigo mismo.

La relación consigo mismo, como parte indisociable de la relación con los demás y con el mundo, aparece igualmente en el concepto maya yucateco del buen vivir, el “ma’alob kuxtal”, en el que “ma’alob” significa “buena” y “kuxtal” quiere decir “vida. El ma’alob kuxtal, según lo explica Fidencio Briceño Chel (2016), supone “la tranquilidad de aceptarse como uno es y aceptar a los demás formando una comunidad con sus múltiples relaciones interpersonales”. Estas relaciones “llevan a la persona a tener diversas personalidades y diversos estados anímicos”, pero tan sólo pueden asegurar de modo permanente el buen vivir al estar basadas en la “reciprocidad” y el “respeto mutuo”. Los mayas yucatecos piensan, en suma, que debemos respetamos y aceptarnos a nosotros mismos y a los demás para vivir bien unos con otros en el espacio comunitario, que es el único espacio en el que podemos vivir bien, viviendo bien unos con otros, en comunidad.

El elemento comunitario es esencial en todas las concepciones mesoamericanas del buen vivir. En todas ellas, vivimos bien al vivir en comunidad, compartiendo lo que tenemos, dando y recibiendo en la igualdad y la reciprocidad, a través de relaciones interpersonales horizontales o equilibradas. Es todo esto lo que asegura la serenidad como aspecto definitorio del buen vivir en la mayor parte de las sabidurías ancestrales de la región mesoamericana.

Para la mayor parte de los indígenas de México y Centroamérica, en efecto, vivir bien significa estar serenos, tranquilos, sin dificultades. La buena vida es así quietud y sosiego en el “etsáán olal” de los mayas, tranquilidad y armonía en el “ch’ijcaj” de los chontales, calma y tranquilidad en el “susu chúnu, ssacru te juís chúnu” de los zapotecos, estar sin problemas en el “kualli sechantis” de los nahuas. Esta forma de concebir el buen vivir a veces parece vincular interiormente la tranquilidad con el silencio y la armonía, como en la “pinantikua” de los p’urhépechas, entendida como vida armoniosa y silenciosa, y especialmente la paz de los tzeltales, el “slamalil kinal”, que describe un “estado de silencio” y de “armonía con el ecosistema”, y que está indisociablemente unido al “buen vivir” de los mismos tzeltales, el “lekil kuxlejal”, en el que “lekil” significa “bueno” y “kuxlejal” quiere decir “vida” (Paoli, 2003, pp. 71-72).

Como lo muestra Antonio Paoli en el caso de los tzeltales, hay una relación profunda entre el silencio y la armonía en el buen vivir. El silencio parece indicar la falta de peleas, discusiones, pero es también algo sagrado con lo que se asegura una relación respetuosa con la palabra en el seno de la comunidad. Respetar la palabra de uno y del otro implica saber guardar silencio. Este silencio, indispensable para el respeto y la escucha, genera la armonía con la comunidad y con la naturaleza como parte de la comunidad. La armonía, a su vez, es un aspecto fundamental del buen vivir tzeltal, del lekil kuxlejal.

El buen vivir tzeltal implica una relación armoniosa y respetuosa con la comunidad y con la naturaleza. Esta relación es hermosamente expresada por Manuel Hernández Aguilar, comunero de Betania en Chiapas, cuando asocia el lekil kuxlejal con la naturaleza que preserva su belleza, con los árboles que no han sido cortados, con el monte “donde no hay maltrato”, y también con las palabras de las asambleas, describiéndolas como “palabras que dan vida, palabras que le dan armonía a nuestros corazones, palabras con las que la vida toca el corazón de tu compañero y el corazón de todo tu pueblo” (en Paoli, 2003, pp. 80, 85). Si la naturaleza y la comunidad son aquí tan importantes para el buen vivir, es porque tan sólo podemos vivir bien cuando los que vivimos bien somos todos, los humanos de la comunidad, pero también los demás y los animales y vegetales de la naturaleza.

En unas comunidades indígenas en las que no reina el individualismo imperante en las sociedades capitalistas, el vivir bien es un estado colectivo y no individual. Yo no puedo vivir bien solo, sino que somos nosotros los que vivimos bien. Esto se expresa muy bien en el “lekilaltik” de los tojolabales de Chiapas, en el que “lek” es bueno y “tik” es nosotros como totalidad de seres humanos y no-humanos, de tal modo que “lekilaltik” puede traducirse como “el bien de todos, el bien nuestro, el bien de nosotros”.

Buen vivir p’urhépecha

Otra forma en que podemos confirmar el carácter colectivo y comunitario del buen vivir mesoamericano es apreciar las situaciones vitales concretas en las que se encuentra, como lo hizo Daisy Azucena Magaña Mejía (2017) en una investigación sobre el buen vivir p’urhépecha, el “sesi irekani”, “sesi” refiriéndose a buena e “irekani” a la vida. El buen vivir tiende a desplegarse aquí a través de relaciones con el otro. Ya los niños y las niñas encuentran el buen vivir encuentran el buen vivir en “la no violencia, la paz, el amor, el cariño, la compasión, y vivir sin regaños, sin burlas ni humillaciones” (p. 139). Luego las señoritas y los jóvenes consideran que vivir bien requiere “convivir, llevarse bien” con el otro, estar integrado en la comunidad a través de la “ayuda mutua”, “no contaminar” la naturaleza y “ser respetuoso, honesto, amable, dadivoso, fiel, o todo aquello que no implique atentar contra el otro” (p. 140).

Las señoras y los señores p’urhépechas también tienden siempre a incluir al otro en un buen vivir que incluye el “amor”, excluye los “rencores”, implica ser “obedientes, responsables, sencillos, atentos, solidarios, dadivosos y respetuosos”, y exige “conservar las tradiciones, practicar las costumbres y hablar p’urhépecha”, así como “establecer vínculos comunitarios” y tener “reconocimiento comunitario” a través del ejercicio de cargos y el cumplimiento de obligaciones (Magaña Mejía, 2017, p. 142). Finalmente, las ancianas y los ancianos insisten en los kaxumbekua, valores como “ser justos, honestos y respetuosos”, y la reproducción de las costumbres y del idioma p’urhé, “porque si éste desaparece, desaparecen muchas cosas en el mundo que se enuncian desde él” (p. 143). Como vemos, desde la infancia hasta la tercera edad, los p’urhépechas conciben el buen vivir como algo fundamentalmente relacional, comunitario, compuesto de emociones, actitudes y conductas normativas que nos relacionan a unos con otros, con la comunidad, con la cultura y con la naturaleza.

Vemos que las normas del sesi irekani p’urhépecha, como las normas del buen vivir de otros pueblos mesoamericanos y sudamericanos, contradicen diametralmente las pautas normativas por las que se rige la vida mortífera en el sistema capitalista. Donde el capitalismo sólo piensa en desarrollo e innovación, los p’urhépechas desean la preservación de la cultura, la comunidad y la naturaleza. Los indígenas sitúan el buen vivir en el respeto, la sencillez, la fidelidad y la honestidad, mientras que el capitalismo sólo promueve la ambición, la posesividad bajo las formas del consumismo y de la avidez insaciable. Ahí donde el capitalismo quiere competencia, ahí los indígenas quieren convivencia, solidaridad y ayuda mutua. Mientras que los jóvenes p’urhépechas consideran que vivir bien es no-contaminar, el capitalismo está contaminando constantemente sus tierras y sus aguas tan sólo para producir más y más dividendos.

Buen vivir indígena y luchas contra el capitalismo

En un mundo cada vez más dominado y destruido por el capitalismo, el buen vivir de los pueblos originarios está cada vez más asediado y amenazado. Esto hace que el buen vivir, como lo han observado Massimo Modonesi y Mina Lorena Navarro Trujillo (2014), no pueda ser ya solamente “una construcción subjetiva orientada e inspirada en la convivencia humana, una relación armoniosa con la naturaleza”, pues requiere también del “antagonismo como experiencia de insubordinación y de lucha anticapitalista”, una lucha que no puede ser totalmente pacífica, sino que “implica diversos grados de enfrentamiento” (p. 210). El enfrentamiento con el capitalismo no puede ser evitado porque la mala vida capitalista intenta sustituirse por todos los medios al buen vivir de los pueblos originarios. Este buen vivir tan sólo puede resistir y subsistir al enfrentarse con aquello que intenta destruirlo.

Como lo han observado Luciano Concheiro y Violeta Núñez (2014), es a través de una “permanente confrontación y lucha de clases” como “los pueblos ‘insisten’ en defender sus cosmovisiones y cosmovivencias como parte de ese Otro vivir que implica el bien para todos, incluidos hombres, mujeres, plantas, animales, tierra, agua, viento, montañas, muertos, sol, luna, entre muchos otros”, pues los indígenas saben que todos esos seres “son complementarios y necesarios en un universo conformado por una compleja diversidad” (p. 185). Este universo, como lo muestran los mismos autores, está como concentrado en la milpa, la cual, a diferencia de los monocultivos del capitalismo, no sólo es el maíz, pues en ella “conviven una diversidad de plantas y de animales”, como diversos maíces, “frijol, calabaza, chile, quelites, tomatillo, chayote, entre otros”, que “son complementarios entre sí”, que “se necesitan, son una unidad constituida por la diversidad”, pues “unos alimentan, enriquecen y apoyan a los otros”, como el frijol y otras leguminosas que “aportan nitrógeno a la tierra”, las amplias hojas de las calabazas que “conservan la humedad de la tierra”, el maíz que “sirve de guía al frijol” que se enreda en él y que “aporta sombra a la calabaza”. (p. 197).

La milpa es así una buena ilustración del buen vivir mesoamericano, del buen vivir entendido como complementariedad, reciprocidad, solidaridad, apoyo mutuo, armonía, respeto del otro y todo lo demás. Todo esto hace también que la milpa, como lo ha dicho Armando Bartra, sea “profundamente anticapitalista” (Concheiro Bórquez y Núñez, 2014, p. 198). La milpa es anticapitalista como el buen vivir de los pueblos originarios de Mesoamérica y de Sudamérica.

El buen vivir indígena se opone irremediablemente al capitalismo. Es por ello que puede operar como brújula para nuestra praxis anticapitalista. Es por lo mismo que Jaime Schlittler Álvarez (2012), en su tesis sobre el buen vivir tseltal y tsotsil, entiende el lekil kuxlejal como “horizonte de lucha”, como “condensación de ideales”, como “alternativa al capitalismo” y como “una forma de nombrar nuestra lucha antisistémica, una forma de condensar nuestra mirada y lineamiento de praxis, el para qué de nuestra autonomía” (p. 16).

El buen vivir de los pueblos originarios les da un contenido positivo a nuestras luchas, un ideal por el que luchar, un horizonte hacia el cual avanzar. Es como el comunismo para quienes nos identificamos como comunistas. Es quizás otro nombre para el comunismo, un nombre que tiene la ventaja de corresponder a una realidad concreta ya existente, pues algo del buen vivir se preserva en muchas de las comunidades indígenas que hunden sus raíces en América antes de América, en el Mayab de los mayas, en el Ixachitlan de los nahuas, en el Apeika de los guaraníes y en todos los demás territorios ancestrales americanos ahora englobados por el nombre “Abya Yala” del pueblo guna.

A través de sus concepciones y realizaciones prácticas del buen vivir, muchas comunidades nos enseñan otra forma de ser humanos, una forma que no significa la devastación de la naturaleza y la inminente aniquilación de la humanidad. Para salvarnos del capitalismo como fin del mundo, necesitamos nuestras luchas anticapitalistas, y para orientar nuestras luchas, tenemos aquí la brújula infalible de ideas indígenas del buen vivir como el sumak kawsay quechua y el suma qamaña aimara, el küme mongen mapuche y el ñande reko guaraní, el utz k’aslemal maya quiché y el ma’alob kuxtal maya yucateco,el lekilaltik tojolabal y el lekil kuxlejal tseltal, el kualli sechantis nahua y el sesi irekani p’urhépecha. Esta brújula nos indica muy bien hacia dónde ir: hacia ese horizonte que no se ha perdido en los pueblos originarios de nuestro continente.

Referencias

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¿Qué hacer en la psicología para celebrar a los pueblos originarios?

Niñas nahuas, por Fernando Rosales.

Texto publicado en el blog de la Red Iberoamericana de Investigadores en Historia de la Psicología (RIPeHP por sus siglas en portugués), el 9 de agosto de 2021

David Pavón-Cuéllar

El 9 de agosto de 1982, en la ciudad suiza de Ginebra, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) realizó la primera de sus reuniones de trabajo sobre población autóctona. Doce años después, en 1994, la Asamblea General de la misma ONU eligió el 9 de agosto como Día Internacional de los Pueblos Originarios del Mundo. Este día sirve desde entonces para celebrar anualmente a casi 500 millones de indígenas que representan el 5% de la población mundial.

Sobran las razones para la celebración de los pueblos originarios del mundo. Una de ellas, la que aquí nos interesa, es que nos enseñan otra forma de ser humanas y humanos, una forma diferente de aquella devastadora que en sólo medio siglo ha creado continentes de basura sobre los océanos, ha provocado la mayor extinción de especies desde la época de los dinosaurios y ha exterminado a más de la mitad de poblaciones de vegetales silvestres y de animales salvajes. Mientras nosotros destruimos el planeta y ponemos en peligro nuestra propia supervivencia en el futuro, los pueblos originarios nos ofrecen un ejemplo de convivencia más equilibrada y armoniosa con la naturaleza.

Un reciente informe de la ONU, por ejemplo, ha caracterizado a los pueblos originarios latinoamericanos como “los mejores guardianes de los bosques”, demostrando con datos duros cómo impiden la deforestación de sus territorios y así “mitigan el cambio climático”. Los indígenas cobijan a la naturaleza, la defienden contra nosotros, amortiguan los golpes mortales que le asestamos y compensan en parte los daños inmensos que no dejamos de infligirle. Es así como frenan un poco la vertiginosa espiral destructiva que nos está llevando hacia nuestra propia extinción como humanidad.

Los pueblos originarios nos protegen de nosotros mismos. Por esto, por todo lo que les hemos arrebatado y por mucho más, estamos en deuda con ellos. Desde luego que jamás podríamos pagar la enorme deuda que hemos contraído, pero sí deberíamos al menos reflexionar en ella cada 9 de agosto. Esta reflexión anual podría ser una buena forma de celebrar a quienes han sido y siguen siendo tanto nuestras víctimas como nuestros benefactores.

Una celebración reflexiva de los pueblos originarios nos exige, ciertamente no idealizarlos ni denigrarnos, pero sí revalorizarlos y cuestionarnos. Tenemos que hacer un examen de conciencia, un balance de nuestros errores y de los aciertos de los indígenas, preguntándonos qué son ellos y qué somos nosotros para que estemos tan endeudados con ellos y para que necesitemos que nos protejan de nosotros mismos. Esta pregunta no presupone forzosamente que haya diferencias naturales, constitucionales o esenciales entre las razas humanas, pero sí plantea la cuestión de las divergencias y contradicciones existentes entre diversas formas culturales de subjetivación. Estamos aquí en el terreno de la cultura, el de la etnología y la antropología, pero también en el de la subjetividad, que es o debería ser el de la psicología.

Los psicólogos están entre los profesionistas que más pueden aportar en una celebración reflexiva de los pueblos originarios. Este aporte puede ser muy significativo, pero siempre y cuando parta del reconocimiento de que hay otras formas culturales de subjetivación además de aquella noroccidental moderna, indisociable del capitalismo y hoy prevaleciente en el mundo, a la que se refiere la mayor parte de nuestro saber psicológico.  De lo que se trata, en otras palabras, es de aceptar que nuestra psicología es particular y no universal, culturalmente determinada y no independiente de la cultura, lo que no será admisible sino para muy pocos psicólogos y no precisamente los culturales o transculturales, que suelen reducir las diferencias entre culturas a simples variaciones de los mismos temas europeos y estadounidenses.

Los psicólogos mayoritarios, los que siguen pretendiendo poseer un saber universalmente válido sobre la subjetividad, no están en condiciones de entender el profundo sentido psicológico de lo que celebramos cada 9 de agosto: el de la existencia de otras configuraciones culturales de la subjetividad que difieren de aquella individual asertiva, agresiva, destructiva, posesiva, acumulativa y competitiva que se asocia con el sistema capitalista y que está devastando actualmente el planeta. Esta forma devastadora de subjetivación es una entre otras, no es la única posible, no es nuestro destino inescapable, como lo evidencian los pueblos originarios que saben ser sujetos de otro modo que nosotros. Al celebrarlos a ellos, tenemos que celebrar también la esperanzadora evidencia de que el ser humano puede ser otro, que no está condenado a ser eso que somos, eso que lo destruye todo a su paso por el mundo.

Conviene recordar que eso que somos tiene su origen histórico en el ávido y arrogante blanco europeo heredero de varios legados culturales, entre ellos: el grecorromano de esclavismo, conquista imperial, desnaturalización de lo humano y racionalización de lo irracional; el judeocristiano de universalismo, intolerancia, individualización de los sujetos y extracción de sus almas para dominar sus cuerpos; el bárbaro y feudal-medieval de violencia, privilegio y abuso; y el burgués-moderno de represión, privación, apropiación privada, explotación del semejante e insaciable acumulación de riqueza. El engendro subjetivo de estos valiosos legados se apropió del mundo entero y se dedicó a saquearlo y arrasarlo mientras imponía su especial modelo de subjetividad. La humanidad entera debió renunciar a su diversidad y rehacerse a imagen y semejanza del supuesto hombre universal.

La imposición colonial del modelo subjetivo europeo, correlativa de la expansión global del capitalismo, hizo que la blancura biológica se trascendiera en una blanquitud simbólica bien descrita por Bolívar Echeverría y hoy compartida por no-indígenas blancos, amarillos, negros y morenos de todos los rincones del mundo. Cualquiera puede ser ahora el sujeto simbólicamente blanco del que se ocupa la psicología. Es por esto que los psicólogos y las psicólogas pueden hacer carrera y ganarse la vida en todos los rincones de la tierra, o más bien casi todos, pues los hay en los que aún se resiste contra la subjetivación dominante, a veces bajo la influencia de concepciones indígenas de la subjetividad incompatibles con el saber psicológico europeo y estadounidense.

La psicología noroccidental dominante no tiene casi nada relevante que decir, por ejemplo, ante el modo particular en que el sujeto es concebido por los pueblos originarios mesoamericanos que aún viven en México y Centroamérica. Para estos pueblos, como he intentado mostrarlo en un libro publicado recientemente, la subjetividad resulta irreductible al objeto del saber psicológico: no está artificialmente objetivada, ni encerrada en el interior del individuo, ni separada con respecto al cuerpo y al mundo. La concepción indígena mesoamericana de la subjetividad, mucho menos forzada y reduccionista que la psicológica dominante, suele ser la de algo tan mundano y corporal como psíquico o anímico, tan comunitario como individualizado, e inseparablemente unido a los demás seres del universo, ya sean materiales o espirituales, humanos o no-humanos, animales o vegetales o incluso minerales. 

El reconocimiento de la unidad inseparable con el resto de la naturaleza explica en parte el respeto de los pueblos originarios mesoamericanos hacia el entorno natural. Estos pueblos no han olvidado que destruir un ecosistema significa destruirse a sí mismos, destruyendo una parte de su más íntimo núcleo subjetivo, de aquello que los antiguos nahuas denominaban teyolía, que era un alma compartida entre los diversos seres del universo, todos ellos representados como ramas de un mismo árbol. Cada planta o animal del bosque y cada integrante humano de una comunidad constituyen aquí las últimas ramificaciones de un mismo tronco del universo que de algún modo está contenido en el centro del corazón de cada ser.

Huelga decir que no hay manera de pensar el concepto de teyolía con las categorías de la psicología europea-estadounidense que hoy en día estudiamos en Latinoamérica. Estas categorías tan sólo podrían traducir un concepto semejante al cercenarlo, simplificarlo y disolverlo en las banalidades psicológicas de siempre.Nuestra psicología debería transformarse radicalmente, hasta el punto de trascenderse y superarse a sí misma, para ser capaz de concebir algo que no cabe en ella ni en ninguna otra de las estrechas casillas científicas especializadas en las que se ha dividido el saber en la tradición moderna occidental. Hay que entender que la división del saber forma parte del problema, siendo como un aserradero en el que se corta y se tritura el árbol del universo para convertirlo en tablas, trozos, virutas y aserrines que luego pueden ya sea desecharse o bien manipularse, utilizarse, explotarse y venderse.

Después de haber talado y fraccionado el árbol con toda su vida y su extrema complejidad, tan sólo nos quedan sus partes inertes y demasiado simples, entre ellas la psicológica. No hay en la psicología ninguna reminiscencia ni del teyolía ni de todo lo demás que un indígena sabe discernir en el árbol. Tan sólo hay el exiguo saber de los especialistas en psicología y el sujeto que le corresponde: el objetivable y objetivado, el centrado y atrapado en sí mismo, el desvinculado y desnaturalizado, el vaciado interiormente de su comunidad y de la naturaleza.  Es el mismo sujeto asertivo, agresivo, destructivo, posesivo, acumulativo y competitivo al que ya nos referimos. Es el normalizado por y para el capitalismo. Es el sujeto que está devastando el mundo y que se nos ha obligado a ser: el único reconocido por un saber psicológico fundado en la ignorancia de todo lo que está en juego en las sabidurías ancestrales de los pueblos originarios.

Lo mejor que podemos hacer las psicólogas y los psicólogos ante la sabiduría de los indígenas es primeramente celebrarlos por no haber asimilado nuestra ignorancia, por no estar ciegos, por ser capaces de ver el árbol del universo y sus ramas humanas, alcanzando así una concepción de la subjetividad más fiel y menos dañina que la nuestra. Luego, tras la celebración anual del 9 de agosto, deberíamos adoptar dos principios de conducta en relación con los pueblos originarios: por un lado, no llevarles ya nuestra psicología, dejar de obstinarnos en instruirlos y evangelizarlos con ella; por otro lado, esforzarnos en escucharlos atentamente y aprender algo de todo lo que sólo ellos pueden enseñarnos acerca de la subjetividad. Lo que nos enseñen quizás nos permita contribuir a proteger el mundo, como lo hacen ellos, al cultivar a un ser humano diferente del reproducido y promovido por la psicología.

Concepciones mesoamericanas de la intersubjetividad como pauta para la psicología crítica y para la praxis comunitaria

Olmecas

Conferencia magistral en el VI Congreso Internacional “Intervención y Praxis Comunitaria”, en la Universidad de Tijuana, lunes 28 de octubre de 2019

David Pavón-Cuéllar

Mesoamérica

Estoy exponiéndome a duros cuestionamientos al dictar una conferencia como la que escucharán ustedes a continuación. Todo en ella es objetable y discutible. Todo, incluso el título.

¿Acaso es correcto hablar de una “concepción mesoamericana de la intersubjetividad”? ¿Lo “intersubjetivo” corresponde efectivamente a lo que descubrimos en los pueblos originarios mesoamericanos? Para empezar, ¿es válido el concepto de “Mesoamérica”? ¿Tenemos aún derecho a utilizarlo cuando conocemos los convincentes argumentos con los que ha sido impugnado por Jorge Mario Flores Osorio en el mismo campo en el que trabajamos?

Poniendo en entredicho todo lo que voy a exponer, las dudas recién planteadas exigen aclaraciones de mi parte. Comencemos con el concepto de “Mesoamérica” y recordemos que fue propuesto en 1943 por el filósofo, etnólogo y antropólogo mexicano-alemán Paul Kirchhoff para designar una gran área cultural que abarca el centro y sur de México, Belice, Guatemala y El Salvador, así como la vertiente occidental de Honduras, Nicaragua y Costa Rica. El mismo Kirchhoff justificó el empleo de un único término para la designación de regiones tan diversas por aquellos elementos culturales que tenían en común en la época prehispánica. Tal es el caso del sedentarismo, el uso del bastón plantador en forma de coa, el cultivo de maíz, frijol, chile, calabaza, tomate, aguacate, maguey y cacao, la nixtamalización, las pirámides escalonadas, el juego ritual de pelota, los sacrificios humanos con propósitos religiosos, los dos calendarios civil de 365 días y ritual de 260 días, la divinización de la naturaleza, la herencia tolteca y las creencias en las creaciones sucesivas de la tierra, en los ultramundos y en el viaje difícil a través de ellos después de la muerte.

Hay que tomar en serio los elementos culturales comunes en los que se basa el concepto de “Mesoamérica”. Ciertamente son demasiados y demasiado fundamentales y determinantes como para poder considerarse irrelevantes o azarosos. Sin embargo, al mismo tiempo, son demasiado heterogéneos y dispersos, no están estructurados unos con otros y no se integran claramente ni en una historia compartida ni en una sola civilización unitaria. Como bien lo ha notado Flores Osorio (2003), dichos elementos no indican forzosamente que hubiera la “unidad cultural” designada por el concepto de Mesoamérica (p. 331). Este concepto, como también lo ha señalado Flores Osorio, delata la “deficiencia” del método inductivo con el que se ha formulado, es “ajeno” a los grupos a los que se refiere e ignora sus “circunstancias diferentes”, lo “específico” de sus distintas historias y sus “particularidades étnicas, lingüísticas y culturales” (pp. 330-333).

La diversidad infinita e irreductible de los pueblos originarios de México y Centroamérica termina disolviéndose en un solo concepto, el de “Mesoamérica”, en el que se acentúa lo común y se olvida lo diverso. Evitando aquí tal olvido, me referiré siempre a las concepciones particulares de la intersubjetividad en cada grupo indígena, pero intentaré desentrañar en ellas aquello que tienen en común y que las vuelve globalmente diferentes de nuestra psicología. Es para designar esto que seguiré utilizando el concepto de lo “mesoamericano”

Mis referencias a Mesoamérica no dejarán de ser problemáticas, no sólo por su extrema generalidad que se pagará con cierta vaguedad, sino también por una visión ahistórica y descontextualizada en la que presupondré cierta continuidad entre los pueblos originarios prehispánicos y los de la actualidad, completando, explicando y elucidando a unos a través de los otros, como si fueran los mismos, como si no hubieran sido irremediablemente separados por el brutal corte de la conquista y de la colonización. Aunque reconozca tal corte y lo evoque en algún momento, habré de acentuar lo que no fue cortado y quizás a veces incurra en el gesto político de esencializarlo, idealizarlo y ensalzarlo, delatando mi compromiso con aquello de lo que me ocupo. Mi forma de proceder parecerá todavía más insostenible si consideramos, como agravantes, que yo no pertenezco a ninguno de los pueblos originarios mesoamericanos y ni siquiera conozco ninguna de sus lenguas, lo cual, desgraciadamente, me impedirá profundizar en cada uno de los temas que analice. Mi análisis, por lo tanto, será tan superficial como vago, general y puntualmente esencialista, pero no por ello deja de ser necesario para que los psicólogos consideremos lo que hacemos a la luz de aquello tan inabarcable de lo que Mesoamérica es el nombre.

Intersubjetividad

Lo mesoamericano, como veremos, incluye también ciertas concepciones de la intersubjetividad que trataré de reconstituir. Esto nos conduce al segundo punto cuestionable de mi título. ¿Es correcto hablar de intersubjetividad en el espacio cultural mesoamericano? ¿Por qué no mejor utilizar nociones tan en boga y tan plenas de sentido como las de lo “psicosocial” o lo “interhumano”? ¿Por qué preferir un término tan vago y tan vacío como el de lo “intersubjetivo”?

Si opto por lo “intersubjetivo” en lugar de lo “psicosocial” o lo “interhumano”, es porque las concepciones mesoamericanas a las que me refiero, como habremos de apreciarlo, desbordan cualquier definición de la humanidad o del psiquismo. Por lo mismo, no se trata de ideas antropológicas o psicológicas, sino de concepciones diferentes de algo para lo que no hay una palabra precisa en la pobre lengua española. No siendo posible designar con precisión lo que es, prefiero no traicionarlo al precisarlo como lo que no es. No siendo exactamente lo que suele entenderse por “psicosocial” o “interhumano”, mejor dejarlo en suspenso al llamarlo “intersubjetivo”.

Al hablar de intersubjetividad, nos referimos tímidamente a una relación entre sujetos de los que sólo sabemos que son sujetos, entes subjetivos y no objetivos, activos y no pasivos, es decir, pensantes y no pensados, sintientes y no sentidos. Los sujetos así concebidos se relacionan unos con otros y así constituyen una relación intersubjetiva. Esta relación difiere claramente de otra clase de relación que podemos llamar “objetiva”, en la que un sujeto se relaciona con objetos, con objetos pasivos y no activos, pensados y no pensantes, sentidos y no sintientes.

Marx y diversos pensadores críticos han mostrado cómo las relaciones objetivas tienden a predominar sobre las intersubjetivas en las sociedades modernas que obedecen al modelo cultural europeo-estadounidense. En estas sociedades y en la psicología que les corresponde, solemos relacionarnos con las cosas y con las personas como con objetos. De lo que se trata es de conocerlas objetivamente y así actuar sobre ellas y utilizarlas de la mejor manera. Es algo que no dejamos de hacer y que explica en parte la importancia que le damos a la ciencia objetiva.

Mientras que nosotros favorecemos la objetividad a costa de la subjetividad y de la intersubjetividad, los pueblos originarios de Mesoamérica muestran una fascinante propensión a relacionarse intersubjetivamente con las personas e incluso con las cosas. Esta propensión hace que su universo esté compuesto de sujetos más que de objetos. Uno de los principales rasgos característicos del pensamiento mesoamericano, en efecto, es que de algún modo supera las relaciones objetivas para establecer predominantemente relaciones intersubjetivas entre seres actuantes, pensantes y sintientes. Estos seres, como veremos, pueden ser otros humanos, pero también animales, árboles, milpas, bosques y hasta montañas, piedras y utensilios. En todos los casos, el otro y lo otro son reconocidos y respetados como sujetos.

Intersubjetividad tojolabal

La intersubjetividad reina en los pueblos originarios de Mesoamérica. Esto lo apreció muy bien Carlos Lenkersdorf en su acercamiento al grupo maya tojolabal de Chiapas. Tras varios años de convivencia con este grupo y de aprendizaje de su lengua, Lenkersdorf (1996) concluyó que “la clave” de “la particularidad lingüística y cultural” de los tojolabales residía en lo que él llamó también significativamente “intersubjetividad” para tratar de captar lo mismo a lo que nosotros nos hemos referido: una “situación en la que todos somos sujetos” y en la que “no hay objetos ni en el contexto del idioma ni en el de la cultura” (p. 14).

En lo que se refiere al idioma tojolabal, el factor intersubjetivo se pone de manifiesto en una lógica “bidireccional” en la que una oración debe tener dos verbos y dos sujetos gramaticales, en lugar de construirse tan sólo con un verbo y un objeto, como sucede en el funcionamiento “unidireccional” del castellano, más afín a la objetividad (Lenkersdorf, 1996, pp. 27-45). Así, mientras que en español decimos “yo le dije a él”, en tojolabal debemos expresar la misma idea con una frase que podría traducirse “yo lo dije y él escuchó”. Hay aquí, en la palabra indígena, dos sujetos que se vinculan intersubjetivamente uno con otro, uno afirmando algo y el otro captándolo, mientras que nosotros, en español, sólo consideramos una relación objetiva del sujeto que lo dice con el objeto indirecto a quien se lo dice.

Conviene enfatizar que en español, en su funcionamiento objetivo, aquel a quien digo algo es el objeto pasivo de mi acción indicada por el verbo “decir”. En tojolabal, por el contrario, yo estoy comunicándome con otro sujeto de otra acción indisociable de la mía e indicada por el verbo “escuchar”. Los dos sujetos con sus respectivas acciones emisora y receptora son los participantes de la relación intersubjetiva.

Lenkersdorf nos muestra cómo aparece la intersubjetividad no sólo en el idioma del pueblo tojolabal, sino también en sus relaciones sociales y con el mundo. El conocimiento, por ejemplo, constituye una especie de comunicación que exige “cooperación” entre el “sujeto conocedor” y un “sujeto por conocer” o “conociendo” que no es un objeto ni tampoco es mudo ni pasivo (Lenkersdorf, 1996, p. 57). A diferencia de nuestra ciencia que sólo nos permite observar la fachada objetiva de la realidad, los tojolabales establecen relaciones intersubjetivas con la realidad que les ayudan a descubrir el trasfondo subjetivo de todo lo que les rodea. Su epistemología de la intersubjetividad no se detiene ante las apariencias objetivas para los sujetos. Va más allá de ellas, más allá del objeto al que se aferran las visiones epistemológicas indoeuropeas, y accede al nivel intersubjetivo en el que todo participa en su conocimiento.

En el plano comunitario, la intersubjetividad tojolabal se manifiesta elocuentemente a través de una consigna que se repite a menudo, “lajan lajan ‘aytik”, la cual, significando “estamos parejos”, tiene un sentido profundo que Lenkersdorf (1996) intenta desglosar explicando “todos somos iguales, todos somos sujetos, se necesita la voz de cada uno para que se logre el consenso válido” (pp. 77-82). Consensuar es relacionarse intersubjetivamente unos con otros, hablándose y escuchándose unos a otros, hasta llegar a un acuerdo que resulta del reconocimiento de todos los sujetos que llegan a él. Es así, a través de las relaciones intersubjetivas, como procede idealmente la democracia indígena directa y consensual. Esta forma de proceder contrasta con la de nuestras democracias representativas y por mayoría en las que reinan las relaciones objetivas entre los sujetos activos y los objetos pasivos, entre los gobernantes y los gobernados, entre los representantes y los representados, entre los mayoritarios y los minoritarios.

En los términos de Lenkersdorf (2002), nuestra política obedece a una “subordinación” objetiva, mientras que la comunidad tojolabal se rige por una “coordinación” entre sujetos (pp. 128-131). Los indígenas se coordinan al deliberar en sus asambleas interminables, al escucharse unos a otros, al buscar una voz en la que todos resuenen, al organizarse y articularse hasta ser una sola comunidad en la que se entretejen sus lazos intersubjetivos. Es como si todos se repartieran el poder, gobernaran y fueran gobernados, mandaran y obedecieran al relacionarse intersubjetivamente entre sí. Esta intersubjetividad comunitaria indígena puede resumirse también con la fórmula zapatista, recordada por Lenkersdorf (1996), del “mandar obedeciendo”, la cual, desde que se postuló en los noventa, se ha contrapuesto a nuestra política objetiva del sujeto gobernante que sólo sabe “mandar mandando” a los gobernados reducidos a la posición de objetos (pp. 80-81).

Ciencia y política de la objetividad

Hay que entender bien que la política del mandar mandando se rige por la misma lógica objetiva unidireccional que impera en la ciencia objetiva de la modernidad europea-estadounidense. Nuestra forma de saber es también una forma de poder. Como bien lo explicaron Horkheimer y Adorno en su momento, lo que nos mantiene dominados es lo mismo que nos ha permitido, a través de nuestras hazañas científicas, dominar el mundo y explotarlo hasta devastarlo. Su explotación es correlativa de nuestra explotación. Las operaciones por las que se nos objetiva políticamente son las mismas por las que se objetivan científica-tecnológicamente los demás seres animales, vegetales y minerales.

Nuestra ciencia, por más objetiva que sea, es política. O mejor dicho: nuestra ciencia es política por ser objetiva. Su objetividad constituye su opción política por la subordinación del objeto en lugar de la coordinación entre sujetos. No es una opción por el respetuoso método bidireccional del mandar obedeciendo, sino por la violenta lógica del mandar mandando.

Nuestra lógica de la dominación es también la de cualquier aprehensión y utilización del objeto en la ciencia. Esto es algo que resulta evidente en las ciencias humanas y sociales, entre ellas particularmente la psicología, cuya obsesión por la objetividad es una pasión política cegadora. Entregarnos a esta pasión, como lo hacen muchos psicólogos, nos da sin duda un gran poder sobre aquello que tratamos o estudiamos, pero nos lo da siempre a costa de nuestro saber y a expensas también de los sujetos de los que nos ocupamos. ¿Por qué? Porque nos condena irremediablemente a desconocer a los sujetos como tales, como sujetos, a fuerza de querer conocerlos como objetos. Digamos que su pretendido conocimiento objetivo como los objetos que no son impide su reconocimiento intersubjetivo como los sujetos que son.

La psicología pretendidamente objetiva, que es casi toda la psicología académica y profesional en la actualidad, comete el error de querer objetivar a un sujeto que es inobjetivable por definición, es decir, por ser lo que es, por ser un sujeto, por ser lo contrario del objeto. Este error ya fue denunciado por Kant y sigue siendo constantemente denunciado por los psicólogos críticos en la actualidad. Es un error que ha sido superado por muy pocos profesionales de la psicología, entre ellos aquellos psicólogos comunitarios latinoamericanos que han aprendido y comprendido que su trabajo debe ser una praxis intersubjetiva con las comunidades y no una intervención objetiva sobre ellas. Lo que estos psicólogos y psicólogas han entendido, en otras palabras, es a coordinarse con los sujetos como tales, como sujetos, en lugar de subordinarlos como objetos de estudio. Es lo mismo que buscan los psicólogos críticos al tratar de revertir la objetivación y al proponer enfoques desde el punto de vista de los sujetos: enfoques en los que puedan establecerse al fin relaciones intersubjetivas entre los profesionales y los usuarios de la psicología.

Al reorientarnos hacia la intersubjetividad y al rechazar la obsesión por la objetividad, los actuales psicólogos críticos y comunitarios terminamos coincidiendo con las comunidades tojolabales de Chiapas. Estas comunidades han actuado siempre cotidianamente como ahora nosotros aspiramos a proceder. Es como si nosotros estuviéramos descubriendo tardíamente al menos una parte de todo aquello que los tojolabales ya sabían desde los tiempos más remotos.

Privarse del fin del mundo

Es como si los saberes ancestrales de los pueblos originarios estuvieran siempre un paso adelante de nosotros. Mientras nosotros pretendíamos objetivar al sujeto humano inobjetivable por definición, los tojolabales ya sabían desde siempre que eso no puede hacerse, que es absurdo, aberrante. Quizás debiéramos tomarlos más en serio cuando vemos que tampoco admiten la objetivación de los sujetos animales, vegetales y minerales de la tierra. Esto, que tal vez parezca una extravagancia, les ha permitido relacionarse con los demás seres de modos más respetuosos y armoniosos que nosotros.

Mientras que nosotros nos valemos de nuestra ciencia para objetivar todo lo que así podemos explotar y devastar, los tojolabales prefieren detenerse respetuosamente ante cada ser y preservarlo como algo subjetivo e inobjetivable. Se ponen así en condiciones de entablar una relación intersubjetiva, recíproca y dialogante, con todo lo existente. Esta relación es la que para en seco a muchos indígenas, a los que se mantienen fieles a su legado cultural, en el momento decisivo en el que se trata de cazar por gusto, cultivar a gran escala, secar un río, arrasar un manglar, talar un bosque para enriquecerse y agujerear o cortar de tajo la montaña para extraer lo que será veneno en la superficie. Al no permitirse maltratar así todo aquello a lo que le confieren una subjetividad, los tojolabales y otros pueblos originarios de Mesoamérica se han privado sencillamente de hacer lo que nosotros no dejamos de hacer al acabar con el planeta.

Sabemos que la destrucción de la naturaleza es consecuencia directa del funcionamiento del sistema capitalista que aniquila todo lo vivo al transmutarlo en más y más capital muerto, riqueza inerte, dinero inanimado. Tal aniquilación de la vida empieza por transformar al sujeto necesariamente vivo en un objeto al que podemos dar muerte. La destrucción capitalista presupone así la objetivación típicamente indoeuropea y moderna por la que se rige nuestra ciencia y nuestra psicología. Nuestro saber psicológico objetivo no es, pues, tan inocente ni tan inofensivo como podría creerse. No sólo nos anula como sujetos, sino que es cómplice del cataclismo generalizado.

El fin del mundo es la consecuencia última de la pasión objetivante que nos devora por dentro y de la que se abstienen sabiamente los tojolabales y otros indígenas mesoamericanos. Ellos no se entregan a esa pasión devastadora, sino que siguen viendo a un sujeto ahí en donde nosotros únicamente alcanzamos a discernir un objeto. Ahí en donde sólo hay cosas comprables y desechables para nosotros, para ellos puede haber aún personas respetables, intocables. Ellos tienden a personalizarlo todo mientras que nosotros nos despersonalizamos y nos cosificamos a nosotros mismos y a todo lo demás. Nosotros no vislumbramos ya ninguna clase de alma en ser alguno, mientras que ellos, cuando aún preservan su aguda mirada, perciben almas en todos lados.

Almas en todos lados

No hay nada que no tenga un alma para los pueblos originarios de Mesoamérica. Para los tojolabales, por ejemplo, como lo explica Lenkersdorf (1996), “no hay nada que no tenga yatzil”, que es la palabra con la que ese grupo designa el “corazón” entendido como entidad anímica en la que residen la subjetividad y la vida en todas sus manifestaciones (p. 106), como “el pensamiento y la comunicación, los sentimientos de alegría y de tristeza, el entendimiento y la compasión, la convivencia y los pleitos, la enfermedad y la salud y tantas cosas más” (p. 114). Al tener corazón, la milpa corre el riesgo de “ponerse triste” si la desatendemos, así como es posible que un animal sea nuestro “compañero” y espere que charlemos con él, y así también como la “madre tierra” puede “cargarnos y sostenernos” (pp. 105-113). Tanto la tierra en general como los animales y las plantas y los demás seres forman parte de una comunidad extendida, no sólo humana, en la que todo tiene alma, corazón, yatzil.

El yatzil tojolabal corresponde aproximadamente al psiquismo, al objeto de la psicología, pero no es un objeto, sino el meollo de la subjetividad. Además, a diferencia del psiquismo, no está sólo encerrado en el individuo humano, sino que lo atraviesa y lo desborda. El alma se encuentra dispersa en la comunidad humana y no humana: en la gente, en los animales, en las plantas, en las montañas, en las nubes, en los ríos y hasta en los caminos.

Todo tiene yatzil para los tojolabales. Todo tiene alma también para los demás pueblos originarios mesoamericanos. Por ejemplo, según las investigaciones de Pitarch Ramón (1996), los tzeltales de Cancuc, vecinos de los tojolabales en Chiapas, descubren almas en animales, en el agua, en “meteoros” como vientos y rayos (pp. 55-66) y hasta en “utensilios” metálicos (p. 135). Más al norte, entre los mayas de Yucatán al igual que entre los totonacas de Puebla y de Veracruz, las “cruces, casas y plantas” poseen también un meollo anímico al que se he referido López Austin (1980, p. 257). De modo general, según el mismo López Austin (2015), “en el pensamiento mesoamericano todo posee alma, desde los seres de la naturaleza hasta los objetos fabricados por los hombres” (p. 35).

Es como si lo psíquico lo impregnara todo en Mesoamérica. La psicología mesoamericana constituye más bien una especie de todología. Se distingue de nuestra especialidad psicológica por no abstraer la totalidad material. Tal abstracción, característica de las ciencias humanas del siglo XX y criticada primero por Korsch y Lukács y luego por el psicólogo Oswaldo Yamamoto en Brasil, no es un vicio en el que incurran las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. 

La atribución de un alma en todo lo que existe se remonta naturalmente a la época prehispánica. Para los antiguos nahuas, como nos lo recuerda también López Austin (1980), la entidad anímica llamada “teyolía” no sólo se encontraba en los humanos y en los animales, sino asimismo en “los pueblos, en los montes, en el cielo, en el lago, en el mar” (p. 257). Conviene recordar que en el Popol Vuh hay perros, aves de corral, palos, piedras, tinajas y otras cosas que “se ponen a hablar” y que “golpean las caras” de los primeros humanos hechos de madera (Anónimo, 1554, pp. 31-32), así como también hay animales que le piden a los bejucos y a los árboles que se “levanten” sobre la milpa de Hunahpú e Ixbalanqué (pp. 69-70). Se establecen así relaciones intersubjetivas entre las cosas y no sólo entre las cosas y las personas. Todos los seres actúan como sujetos y se relacionan intersubjetivamente unos con otros.

Colonización como objetivación

Después de la época prehispánica, el reino universal de la intersubjetividad se ha visto constantemente amenazado por la dominación colonial y neocolonial. Tal dominación ha buscado siempre la manera de imponer el objetivismo indoeuropeo sobre una intersubjetividad mesoamericana estigmatizada primero como idolatría pagana y luego como superstición animista. El supuesto error ha sido perseguido y supuestamente rectificado.

La objetivación ha sido indisociable de la colonización. Colonizar ha sido también objetivar a las personas, pero asimismo a las cosas. No habiendo lugar para la coordinación intersubjetiva mesoamericana, todos los seres debían ceder a la subordinación objetiva colonial. Esto lo comprendieron muy bien los mayas, quienes pronosticaron, como podemos leerlo en la versión de Antonio Mediz Bolio del Chilam Balam de Chumayel, que la colonización haría que fueran “esclavas las palabras, esclavos los árboles, esclavas las piedras” y no sólo “esclavos los hombres” (Anónimo, 1793b, p. 273). Los reducidos a la esclavitud han sido así todos los sujetos, los humanos junto con los pétreos y los arbóreos, todos esclavizados precisamente cuando no se les reconoce ni su alma ni tampoco su dignidad subjetiva que radica en su alma.

El esclavo es el sujeto reducido a la condición de objeto. Es quien se torna objeto de la psicología, pero es también el indígena colonizado y todo lo demás objetivado por los colonizadores. La colonización, operando como una objetivación, realiza una suplantación de la intersubjetividad por la objetividad, no sólo ante seres culturales como los sujetos humanos, sino también ante seres animales, vegetales y minerales. Todos estos seres dejan de ser concebidos como sujetos y por eso mismo pueden ser libremente usados y consumidos como objetos. Objetivarlos es perderles el respeto, mientras que su reconocimiento como sujetos, reiterémoslo, es una forma respetuosa de relacionarse con ellos.

Respeto, diálogo y divinización

La relación intersubjetiva imperante en Mesoamérica es una relación esencialmente respetuosa. Esta relación pone de manifiesto, como bien lo ha señalado López Austin (2015), el “respeto a lo existente” como “norma suprema de la conducta” en las culturas mesoamericanas (p. 35). El respeto se expresa de las más diversas formas, entre ellas el diálogo con lo respetado, así como su veneración hasta la divinización.

En lo que se refiere al diálogo, conviene recordar las palabras de Vásquez Monterroso y Urizar Natareno (2009) cuando enfatizan que “la subjetividad mesoamericana es dialógica” en una comunidad “que alcanza no sólo a las personas, sino a las cosas” (p. 9). Estas cosas forman parte de una trama comunitaria en la que se escucha y se atiende a los otros como sujetos. La atención y la escucha son las mejores muestras de respeto de los indígenas hacia el mundo y no sólo hacia la humanidad.

Además de prestar oídos a las palabras humanas, los pueblos originarios mesoamericanos intentan percibir otras palabras no-humanas, como las de milpas abandonadas, tierras erosionadas, bosques talados y ríos contaminados o desecados. Hay aquí sufrimiento y desesperación que resuenan en todo lo que se ve. A veces los seres agonizantes de la naturaleza callan definitivamente, como lo registra Leticia Durand (2002) entre los nahuas y popolucas del sur de Veracruz, donde el ambiente natural se ha degradado hasta el punto de expirar, convirtiéndose en un simple objeto mudo, en un recurso objetivo que ha perdido su facultad subjetiva de palabra y por ende también su capacidad intersubjetiva para dialogar.

Cuando la naturaleza conserva su expresividad, es común que el respeto que inspira llegue hasta la veneración y la divinización. ¿Cómo no ver a una venerable divinidad en el monte o en el río que tienen tanto que decir? Esto no debería preocuparnos a los más ateos y antirreligiosos entre nosotros. La divinidad que se confunde con la naturaleza, como en Spinoza, está más allá de la simplista contraposición entre la religiosidad y el ateísmo.

Los pueblos mesoamericanos desafían una vez más nuestro simplismo al descubrir en cada cosa, en “cada planta, animal, roca o astro”, a “un dios recluido”, según la hermosa expresión de López Austin (2015, pp. 34-35). El mismo López Austin caracteriza evocadoramente al indígena como alguien que se reconoce “constituido y envuelto por lo divino, navegando en heterogéneas concentraciones de sacralidad”, conviviendo con los dioses y compartiendo trabajos con ellos (p. 63). La divinidad es aquí algo tan íntimo, tan familiar, tan cercano y tan difundido en todo lo existente, que no implica ninguna escisión religiosa entre lo divino y lo mundano, entre el creador y la creatura.

Como en la causalidad subsistente spinozista, la creatura es una prolongación del creador, lo divino se despliega en lo mundano, lo material es la presencia misma de lo espiritual. Esto se aprecia muy bien en las cosmovisiones prehispánicas, en las cuales, como lo ha elucidado también López Austin (2015), un dios supremo se prolonga y se ramifica en dioses menores que se ramifican a su vez en todas las personas y cosas que existen. Al final, en el enramado en el que se encuentra el sujeto, lo otro ya no sólo es respetado como sujeto, sino venerado como una divinidad.

La divinización consuma la subjetivación. Reconocer al otro plenamente como sujeto, estableciendo así con él una relación verdaderamente intersubjetiva, nos lleva necesariamente a ver en él una infinitud que impone veneración y que puede hacernos vislumbrar en su rostro algo trascendente, metafísico, sagrado. Esto lo comprendió muy bien Emmanuel Levinas. También lo comprendieron, quizás aún mejor, los pueblos originarios de Mesoamérica.

Sin embargo, a diferencia de la tradición indoeuropea en la que se ubica Levinas, los indígenas mesoamericanos han descubierto la trascendencia metafísica en toda la naturaleza y no sólo en la humanidad. Esto ha hecho que muchos de ellos, al menos aquellos que perpetúan sus saberes ancestrales en sus ideas y en sus actos, eviten profanar a los seres naturales sacralizados al subyugarlos, al subordinarlos a su voluntad y al ejercer poder sobre ellos. Como bien lo ha señalado Luis Villoro (2015), lo que hay en Mesoamérica no es el “afán de dominar la naturaleza” característico de la “tradición judaico-cristiana”, sino “formas de unidad y armonía con lo otro en que se manifiesta lo sagrado aunque ello demerite el poder de la cultura” (p. 47).

Quizás la sacralización de todos los seres naturales hiciera que las grandes civilizaciones mesoamericanas carecieran de ciertos recursos técnicos para enriquecerse, fortalecerse y oponerse exitosamente a su conquista y su colonización. Sin embargo, al mismo tiempo, su enorme respeto ante la naturaleza les ha permitido escapar al especismo indoeuropeo y a las tendencias despreciativas y destructivas por las que se caracteriza la relación noroccidental moderna con todo lo que no es humano. Si todavía nos queda un poco de mundo, es también gracias a pueblos originarios, como los mesoamericanos, que han sabido respetar e incluso venerar y divinizar lo que nos rodea.

Horizontalidad

Quizás la veneración y divinización de la naturaleza nos hagan pensar en sujetos que se rebajan y someten ante un mundo temido y percibido como invencible y omnipotente. Habría entonces aquí otra forma de verticalidad en la que los indígenas serían dominados por aquello que los europeos habrían dominado a través de sus avances técnicos. Esta idea es convincente, pero inexacta, ya que los pueblos originarios, por más que respeten, divinicen y veneren la naturaleza, no se ponen en condición de rebajamiento y sometimiento ante ella. Las relaciones que establecen con ella no son verdaderamente verticales. Más bien dan muestran de una desconcertante horizontalidad.

La relación horizontal entre los seres humanos y los divinos puede ilustrarse, paradójicamente, a través de los sacrificios celebrados en tiempos prehispánicos. A diferencia de lo que ocurría en otras civilizaciones, estos sacrificios no se realizaban tan sólo para contentar a los dioses o aplacar su ira, sino para mantenerlos vivos, para darles el alimento que necesitaban para que ellos y la naturaleza pudieran continuar, lo que demuestra, como bien lo ha notado López Austin (2015), un “principio social de reciprocidad” entre hombres y dioses “recíprocamente dependientes” (p. 98). Los seres humanos dependían tanto de la naturaleza divinizada como ella dependía dependía también de ellos para existir. La relación que establecían era, una vez más, recíproca, intersubjetiva y bidireccional, y se caracterizaba por su carácter horizontal e igualitario.

La visión mesoamericana de horizontalidad e igualdad entre seres divinos y humanos se explica porque los primeros no son creadores de los segundos, sino que más bien hay, como lo hemos visto y como también lo ha mostrado López Austin (2015), un “proceso de transformación de los dioses en criaturas” (p. 37). Todos los seres, culturales, animales, vegetales y hasta minerales, constituyen transformaciones de los dioses que por esto mismo no son en sentido estricto superiores que ellos. No hay aquí ninguna superioridad ni inferioridad. No hay ninguna verticalidad, sino una horizontalidad que rige también, como es lógico, las formaciones sociales de Mesoamérica.

Si la religión es un reflejo ideológico de la sociedad, como lo pensamos en el marxismo, entonces no debería sorprendernos descubrir en las comunidades indígenas mesoamericanas las mismas relaciones horizontales características de las creencias religiosas prehispánicas. El principio de horizontalidad es el mismo. Es a este principio al que se refieren Vásquez Monterroso y Urizar Natareno (2009) cuando le atribuyen a los pueblos originarios mesoamericanos un “respeto ritual que existe tanto entre personas como entre personas y divinidades, así como personas y naturaleza”, todos constituyendo “expresiones de un mismo continuum que construye un campo de igualdad relacional” (p. 6). Tal igualdad hace respetar al prójimo, buscar el consenso en asambleas, pedirle permiso al árbol o al maíz antes de cortarlo y venerar a los dioses tal como se reconoce a las autoridades comunitarias.

Así como el principio de horizontalidad sigue rigiendo la veneración de la divinidad, así también continúa siendo válido en el reconocimiento de la autoridad. Es también por esto que podemos evocar aquí la máxima zapatista del mandar obedeciendo. Lenkersdorf (1996) nota al respecto, en el caso de la comunidad tojolabal, que “los dirigentes verdaderos reciben todo el respeto porque saben articular el pensamiento de la comunidad y, en este sentido, obedecen a la comunidad” (pp. 80-81).

Prácticamente la comunidad es la que manda en lugar de obedecer, mientras que la autoridad es la que obedece en lugar de mandar. Tan sólo al considerar tal inversión de papeles alcanzamos a comprender situaciones asombrosas de la vida política de los tzotziles de Chiapas como las que podemos leer en el maravilloso Juan Pérez Jolote de Ricardo Pozas (1952). Hay una escena bastante divertida en la que varios indígenas se “echan a correr” y son “llevados a la fuerza” para ser “nombrados autoridades” (p. 80). Hay otra escena reveladora en en la que una autoridad recién elegida jura que “servirá contento” a la comunidad o de lo contrario “se enfermará” (p. 84). La comunidad es la servida, mientras que la autoridad es la que sirve, lo que basta para comprender que haya tzotziles que escapen corriendo para no ser autoridades. El contraste con la política de las democracias representativas occidentales resulta demasiado evidente como para ser explicitado. Tampoco es necesario poner de relieve la contradicción entre esta horizontalidad mesoamericana y la dimensión vertical en la que se elevan los psicólogos que emplean su pretendido saber para ejercer poder sobre el sujeto al objetivarlo, al evaluarlo, diagnosticarlo, estigmatizarlo, dirigirlo, sugestionarlo, canalizarlo y decidir su destino.

Humildad

Desde luego que los indígenas mesoamericanos pueden ambicionar el poder y disputarse por él. Es común también que las beligerancias partidistas desgarren los tejidos comunitarios en la actualidad. Sin embargo, si tantas comunidades repudian a los partidos políticos, es precisamente porque los juzgan incompatibles, por un lado, con su propia dinámica intersubjetiva horizontal, y, por otro lado, con la actitud que tal dinámica requiere de los sujetos, una actitud respetuosa, comedida, recatada y modesta que podemos resumir con la palabra “humildad” y que se opone diametralmente al comportamiento soberbio y ambicioso de la mayoría de los dirigentes políticos.

La humildad, correlativa de la horizontalidad intersubjetiva, es un valor supremo en las culturas mesoamericanas. Podemos rastrear su origen hasta la época prehispánica e incluso hasta el principio de los tiempos. A diferencia de lo que ocurre en una mitología como la griega, los relatos mitológicos mesoamericanos tienden a denigrar a los dioses orgullosos y a ensalzar y valorar más a los humildes.

Un buen ejemplo, registrado por Fray Bernardino de Sahagún (1582), es el de Nanauatzin, un dios pobre y discreto, modesto y sin ambiciones, que prefiere oír que hablar, pero que podrá por eso mismo convertirse en el sol con todo su resplandor, mientras que el rico y soberbio Tecuciztécatl será luna y se le estrellará un conejo en la cara para “ofuscarle el resplandor” (pp. 414-415). Encontramos otros ejemplos de orgullo castigado en diversos pasajes del Popol Vuh. Vucub-Caquix, caracterizado como “ser orgulloso de sí mismo”, es “despojado de las cosas de las que se enorgullecía” porque “pareció mal que se enorgulleciera” (Anónimo, 1554, pp. 32-39). De igual modo, algunos de los primeros hombres fueron convertidos en monos porque “se ensoberbecieron” (p. 69). Otros que “se quisieron engrandecer” debieron terminar muriendo (p. 75). La moraleja de todos estos relatos es bastante clara y explícita. Leemos en el Popol Vuh, en efecto, que “los hombres no deben envanecerse por el poder ni por la riqueza” (p. 34), y que “no está bien” cuando alguien “exalta su gloria, su grandeza y su poder” (p. 45).

La moraleja del Popol Vuh se torna enseñanza paterna en los huehuehtlahtolli recogidos por los informantes de Sahagún. Escuchamos aquí a los padres nahuas de la época prehispánica exhortando insistentemente a sus hijos a que “no presuman”, a que “no se altivezcan” y a que sean “humildes con todos” (De Sahagún, 1582, p. 330). Los padres ponen como ejemplo a los antepasados que “no se ensalzaban”, que “no menospreciaban a los que eran inferiores” y que por más grande que fuera su riqueza, “no perdieron el juicio” ni “algo de su humildad”, sino que, por el contrario, “eran humildes, respetaban a todos, se abajaban hasta la tierra y se tuvieron como nada” (pp. 337-338).

El ideal mesoamericano de humildad se transmite de generación en generación y persiste después de la conquista y la colonización. A veces aparece como correlato, complemento e incluso justificación de la insolencia y arrogancia de los españoles. Otras veces, como sucede a menudo entre los grupos mayenses, da lugar a una forma de auto-humillación ante los ancestros. Por ejemplo, el narrador del Chilam Balam de Chumayel pide a “sus señores padres y los altos entendidos maestros” que le “perdonen sus yerros”, se presenta como “de sus hijos el peor” y confiesa que “no es mucha su inteligencia” (Anónimo, 1793, p. 101). De modo análogo, en un hermoso texto tzotzil de la segunda mitad del siglo XX, el autor se denigra y se excusa: “dame tu perdón, Señor, pues no me sé explicar, no me sé expresar, Sagrado Padre; ya no sé cómo se expresaron tus hijos mis antepasados, cómo los curanderos anteriores, cómo los médicos antepasados”, que “seguramente te veneraban en la mejor forma posible” (Sodi, 1970, p. 86).

El maya se muestra humilde ante sus antepasados a los que juzga más grandes que él. Sin embargo, si los juzga más grandes, como hemos visto, es también porque los ve como sus modelos de humildad. Esta humildad, tal como se manifiesta en los ancestros, no sólo es lo contrario de la soberbia o la vanidad, sino también de la avidez y la ambición. León Portilla (1956) cita al respecto un pasaje del Códice Florentino en el que se dice: “nuestros antepasados no vinieron a ser soberbios, no vinieron a andar buscando con ansia, no vinieron a tener voracidad” (p. 263).

El mismo León Portilla nos explica en otro lugar que la avidez, “tlacazólyotl”, el “abuso y exceso en la posesión”, era vista por los antiguos nahuas, no sólo como un vicio o como un yerro, sino como una de las dos grandes vías “hacia el mal”, pues “desvirtuaba por falta de autocontrol lo que pueden tener de apetecibles las cosas” (p. 261). La mejor ilustración de tal avidez no debemos buscarla, desde luego, entre los indígenas mesoamericanos de la época prehispánica. No es ahí en donde está, sino en el actual empresario voraz o en el conquistador español del que nos dice Bartolomé de Las Casas (1542) que se caracterizaba por su “insaciable codicia y ambición” y que “tenía por su fin último el oro y henchirse de riquezas” (p. 19). Este conquistador inaugura lo que el Chilam Balam llamó “imperio de la codicia”, describiéndolo como un régimen de “robo” y de “ruina”, de “apresurado arrebatar de bolsas”, de “guerra rápida y violenta de los codiciosos ladrones”, de “exceso de dolor y exceso de miseria por el tributo reunido con violencia”, de “despoblamiento” y “destrucción de los pueblos por el colmo de la codicia”, por el “colmo de los despojos de los mercaderes, colmo de la miseria en todo el mundo” (Anónimo, 1793, pp. 22-23, 33-34, 41, 68, 98).

Excluyendo la codicia y la posesividad voraz que impera en el mundo capitalista desde los tiempos de la conquista, la virtud cardinal mesoamericana de la humildad le exige al sujeto que demuestre su desprendimiento, que no se aferre a lo que posee, que no pretenda retenerlo ni mucho menos incrementarlo y acumularlo. El indígena humilde, virtuoso, acepta desprenderse de sus posesiones y de todo lo que hay en la vida. Vislumbramos aquí la profunda sabiduría de Nezahualcóyotl (1465) cuando canta que “lo de esta vida es prestado, que en un instante lo hemos de dejar” (p. 222).

El desprendimiento distintivamente mesoamericano, del que tanto se han aprovechado españoles y mestizos, permite hoy en día justificar las existencias, las remuneraciones y las becas de innumerables funcionarios, profesionistas, académicos, investigadores y estudiantes universitarios, entre ellos muchos psicólogos y futuros psicólogos que llevan a cabo sus proyectos en comunidades indígenas. Extraen de ellas datos, informaciones, experiencias y evidencias de experiencias, mientras que las mineras y otras empresas extraen sus riquezas naturales. Todos obtienen vorazmente su jugoso botín al sacar provecho del desprendimiento indígena. La generosidad de saqueados complementa la voracidad de los saqueadores.

Es verdad que a veces los saqueadores aprenden mucho de las comunidades en las que trabajan. Hay algo, empero, que no suelen aprender, que es precisamente el desprendimiento que tanto les permite aprender. Este desprendimiento no tiene cabida en un ámbito psicológico en el que reina el afán de ganar y acumular diversos beneficios, entre ellos retribuciones económicas, reconocimientos académicos o simples créditos universitarios.

La psicología dominante excluye el desprendimiento, no sólo en su ejercicio, en su forma de proceder, sino también en sus prescripciones, propósitos y efectos. En lugar de ayudarles a los sujetos a desprenderse de lo que son y abrirse a la comunidad, los hace aferrarse a sí mismos como a su propiedad para ser los empresarios de sí mismos, para especular consigo mismos, para explotarse y para venderse al mejor postor. El resultado es bien conocido: individuos exitosos e incluso alegres, pero a costa de sí mismos, de los demás y de todo lo existente, pues nada vivo se preserva intacto cuando se retiene y se utiliza en lugar de simplemente desplegarse y compartirse.

A contracorriente de la psicología dominante, el desprendimiento ha orientado ya la praxis comunitaria de algunos psicólogos latinoamericanos generosamente comprometidos con las necesidades y aspiraciones de los pueblos originarios. El mismo desprendimiento podría ser un criterio de la psicología crítica para cuestionar al individuo asertivo, posesivo y competitivo que se promueve en los modelos psicológicos dominantes. Estos modelos deben ponerse a prueba de lo que aprendemos de los saberes ancestrales de Mesoamérica.

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