Normosis y normopatía: las patologías de la normalidad y la imposible salud mental en el capitalismo neoliberal avanzado

Charla inaugural del Seminario Internacional “Nuevas Perspectivas de Intervención y Retos en la Salud Mental del Siglo XXI organizado por la Universidad de Santiago de Chile y realizado el 11 de diciembre de 2023

David Pavón Cuéllar

Nuestro susto y su origen

El trastorno más difundido entre los indígenas de Mesoamérica es quizás el traducido con el término “susto” en español. Este susto adquiere nombres diferentes en distintas naciones originarias. Es el nemoujtil de los nahuas, el pekwa de los totonacas, el gal ryá’ld de los zapotecas, el xi’el de los tsotsiles, el hak’ olal de los mayas yucatecos.

En todos los casos, el susto se caracteriza por separar el alma del cuerpo. Lo interesante es que esta separación, patológica para los indígenas mesoamericanos, es constitutiva de la subjetividad normal en sus representaciones occidentales modernas psicológica, psicoterapéutica o psiquiátrica. La existencia de nuestros saberes y tratamientos del psiquismo presupone, en efecto, la separación de su objeto, el psiquismo, con respecto al cuerpo y al mundo. ¿Cómo es que esta separación ha terminado normalizándose entre nosotros y no entre los indígenas que habitan en México y Centroamérica?

Los pueblos originarios han seguido su propio camino cultural e histórico, logrando resistir a su total asimilación a nuestra cultura y a nuestra historia, y esto es lo que ha hecho que, a diferencia de nosotros, no padezcan masivamente la condición del homo dúplex moderno y puedan continuar diagnosticándola como una grave patología. Nuestra extraña escisión entre lo anímico y lo corporal, como nos lo han enseñado Marx y Engels, no se justifica sino por la división entre el trabajo intelectual del alma y el trabajo manual del cuerpo, división que a su vez proviene históricamente de la división de clases, división entre la clase dominante que acapara lo anímico y la dominada confinada en la esfera corporal. El esclavo antiguo al igual que el siervo feudal y especialmente el proletario moderno, el que sólo puede sobrevivir al vender su vida como fuerza de trabajo, son cuerpos que trabajan para las almas de quienes los dominan.

Acostumbrándonos a ver las almas de los poderosos que deciden y los cuerpos de los oprimidos obedeciéndolas, hemos terminado convenciéndonos de algo tan disparatado, tan delirante, como que las almas y los cuerpos son seres diferentes y aparte. De algún modo los hemos diferenciado, apartado, separado. Esta separación es una enfermedad que todos padecemos. Es, en la visión mesoamericana, un susto que todos tenemos. Todos hemos sido asustados por la sociedad de clases y por su acentuación capitalista que nos quiebran, que nos disocian, que nos desgarran.

Sintomatología de nuestra enajenación

Desgarrar nuestro psiquismo, desgarrarlo de nuestro cuerpo y de nuestro mundo, nos produce las más diversas experiencias patológicas, entre ellas dos que fueron características de los siglos XIX y XX. La primera es la enajenación proletaria en la que nuestro cuerpo se nos presenta sin alma o poseído por un alma ajena, el alma de la clase dominante con su control del proceso productivo, con su determinación del consumo y con su ideología que domina en la sociedad. La segunda experiencia patológica de los siglos XIX y XX, igualmente resultante de la división entre el cuerpo y el alma, es la correlativa enajenación histérica típicamente burguesa en la que sentimos nuestro cuerpo sexuado como algo ajeno a nosotros, a nuestra conciencia y a nuestra identidad. Sabemos que estas dos patologías normales de la modernidad fueron tratadas respectivamente por Marx y por Freud, el primero ayudando a los obreros a recobrar su alma, impulsándolos a adquirir una autoconciencia, una conciencia de clase, y el segundo ayudando a mujeres burguesas a recuperar su cuerpo, haciendo consciente lo corporal inconsciente.

Después de algunos éxitos pasajeros, las herencias marxista y freudiana enfrentan una dura derrota, por decir lo menos. Los comunistas y psicoanalistas que aún merecen tales nombres están pasmados ante una situación que es exactamente la contraria de aquella que intentaron crear. En lugar de que se haya restituido lo espiritual-anímico al proletariado y lo sexual-corporal a la burguesía, nos encontramos ante una enajenación general de los cuerpos y de las almas en el sentido pleno de los términos.

Aquello a lo que asistimos en la fase avanzada neoliberal del capitalismo, en efecto, es una suerte de aburguesamiento de los proletarios y de proletarización de los burgueses, unos y otros confundidos en una masa amorfa de sujetos que sienten sus cuerpos tan enajenados como sus almas, sin que esto haya significado una reconciliación de lo corporal con lo anímico. Por el contrario, nunca las dos mitades en las que se nos quebró se han sentido tan ajenas la una a la otra: ni el cuerpo enajenado redime su espiritualidad a través de antidepresivos, medicinas alternativas, servicios de coaching, libros de autoayuda, mercancías esotéricas o iglesias lucrativas, ni el alma enajenada consigue reconquistar su corporeidad y su lugar en el mundo a través de marcas de ropa, maquillajes, gimnasios, dietas, hormonas, prótesis, operaciones quirúrgicas, avatares en videojuegos, editores de cuerpos y otras acrobacias imaginarias en redes sociales.

Nuestros esfuerzos para desenajenarnos tan sólo sirven para enajenar cada vez más nuestras existencias anímica y corporal, enajenándolas entre sí, pero también con respecto al mundo. El resultado son patologías normales, normalizadas, como la condición autista y narcisista generalizada, las disociaciones de personalidad entre la realidad y la virtualidad, la evitación fóbica del contacto de los cuerpos, la automatización mecánica perversa de la sexualidad y la pornografía exhibicionista-voyerista y a veces también sadomasoquista en redes sociales. Estas patologías y muchas más igualmente pandémicas pueden ser interpretadas como expresiones sintomáticas del susto sufrido por la mayor parte de la humanidad en el capitalismo avanzado neoliberal.

El atroz y horrendo capital es el que nos asusta. El susto, como hemos visto, se traduce en los más diversos síntomas. Además de los reveladores síntomas que sufrimos y en los que retorna lo reprimido, están aquellas elaboraciones culturales igualmente sintomáticas, llamémoslas “encubridoras”, en las que se despliegan mecanismos defensivos con los que la cultura intenta revertir el retorno de lo reprimido al redoblar ideológicamente su represión, lo que a su vez implica un retorno aún más oscuro de lo reprimido. Un buen ejemplo de tales síntomas culturales es la psicología que no consigue curar ni encubrir aquello mismo que se descubre en ella, que la instaura y que ella reproduce, a saber, la separación de su objeto, el psiquismo, con respecto al cuerpo y al mundo.

Salud mental y buen vivir

Otro síntoma cultural con el que se busca en vano encubrir el susto generalizado es la idea misma de salud mental. Para concebir semejante idea, tenemos primero que habernos asustado, enfermado, al separar lo mental de lo demás. Uno de los síntomas de esta separación patológica es la llamada “salud mental”, que es un oxímoron, ya que, si es tan sólo mental, entonces no puede ser de verdad salud, la salud no pudiendo atribuirse tan sólo a una esfera mental que se disocia patológicamente del cuerpo y del mundo.

Conviene recordar que la etimología del término “salud” nos remite a lo intacto, a lo entero, a lo completo. Esta saludable completud inherente a lo humano y a su mundo es precisamente lo que se pierde al separar lo mental de lo no-mental, al concebir lo mental por sí mismo, independientemente de lo demás. Es por esto que me atrevo a sostener que lo mental es por sí mismo algo patológico. Es por lo mismo que afirmo que la salud mental es una salud enferma, una salud que se contradice, una salud que se mutila de lo mundano y corporal, que no está por tanto intacta o entera, que no es entonces algo que merezca el nombre de “salud”, como nos lo enseñan los pueblos originarios mesoamericanos al no separar los diferentes aspectos de la salud.

Gracias a los saberes ancestrales de Mesoamérica, entendemos que no puede haber ninguna salud en lo que identificamos con el nombre de “salud mental”, no sólo por ser únicamente mental, sino además porque suele encerrarse en la esfera humana individual, aislándose así de una comunidad que es también espiritual, animal, vegetal y mineral. Este aislamiento humano e individual, implicando un tejido comunitario deshilachado, se nos revela igualmente como una enfermedad cuando lo juzgamos desde la misma perspectiva de los pueblos originarios mesoamericanos. Como lo sabemos también por ellos, lo saludable humano, lo intacto y entero en la humanidad, es necesariamente lo comunitario, siempre lo también comunitario y no-humano, jamás lo exclusivamente individual.

Es por comprender el aspecto patológico de lo exclusivamente mental, humano e individual, que los pueblos originarios de Mesoamérica no conciben la salud como algo que pueda estar situado en la mente del individuo como elemento de la humanidad. En lugar de elucubrar sobre esta salud mental, los indígenas mesoamericanos prefieren hablar de aquello que se ha traducido en español como “buen vivir”, como es el kualli sechantis de los nahuas, el sesi irekani de los p’urhépechas, el lekil kuxlejal de los tseltales, el ma’alob kuxtal de los mayas yucatecos o el utz k’aslemal de los mayas quichés. En todos los casos, el buen vivir no se confunde con la salud mental, no siendo ni sólo mental ni sólo individual ni sólo humano, sino comunitario, corporal y mundano. Siendo también del mundo, implica un buen vivir de la tierra en sus componentes animales, vegetales, minerales y espirituales.

Todo tiene que estar bien para que los seres humanos puedan tener un buen vivir. Siendo este buen vivir el equivalente mesoamericano de la salud, no puede haber salud en una salud concebida como únicamente mental, individual y humana. Esto ha sido bien comprendido por los pueblos originarios de Mesoamérica y es por ello que no dejan de ser quienes mejor preservan la vida comunitaria y el ambiente natural en la región. Se asemejan así a otros indígenas, como los sudamericanos, quienes también tienen sus conceptos de buen vivir muy próximos a los mesoamericanos, como el sumak kawsay quechua, el suma qamaña aimara, el ñande reko guaraní y el küme mongen mapuche, por mencionar sólo algunos.

En todas las naciones originarias a las que me he referido, el buen vivir es un concepto saludable de lo saludable, de lo intacto, de lo entero que deja de ser tal cuando se abstraen partes de él, partes como la corporal o la comunitaria o la no-humana en la salud mental. Esta abstracción es ya una enfermedad y es la que da lugar a nuestro concepto de “salud mental” reservado para las mentes de los individuos humanos. Insistamos entonces en que nuestra salud mental es un concepto enfermo, un síntoma de nuestra enfermedad moderna occidental consistente en separarnos de nuestro cuerpo y de los demás seres humanos y no-humanos, un síntoma de esta enfermedad especista, individualista y dualista que se agrava cada vez más en el capitalismo avanzado neoliberal, hasta el punto de convertirse en una enfermedad terminal, una enfermedad que está devastando la vida en el planeta y que a este ritmo terminará por aniquilar a la humanidad entera.

Imposible salud mental en el capitalismo

En los últimos cincuenta años, hemos asistido a la desaparición de la mitad de las poblaciones animales y suelos fértiles del planeta, mientras que el calentamiento global se acelera y amenaza con destruir lo que nos queda. El mundo está literalmente acabándose a nuestro alrededor mientras nosotros nos reunimos aquí a reflexionar sobre salud mental, sí, mental. Nuestro comportamiento, admitámoslo, es marcadamente patológico.

Entenderán que una voz en mí se haya exclamado, al recibir la gentil invitación para este evento, ¡cuán enfermos hemos de estar para organizar un seminario internacional de salud mental! Es algo que suelo decirme ante eventos que ostentan el título de “salud mental”. Este concepto me preocupa no sólo por ser un síntoma de nuestra enfermedad cultural e histórica, sino también, como lo dije antes, por ser un síntoma encubridor, por encubrir o intentar encubrir tanto la enfermedad que se descubre en él como las causas de esta enfermedad en la sociedad de clases y en su forma exacerbada capitalista neoliberal.

Es preciso no ver el capitalismo que nos rodea y nos enferma para imaginar que puede haber aquí algo pensable que merezca el nombre de “salud mental”. Sin duda puede haberlo como una ilusión encubridora, pero no como una realidad, ya que la salud y el capital son mutuamente excluyentes, no pudiendo coexistir en el mismo espacio. Mientras habitemos en el espacio histórico del sistema capitalista que nos enajena, que nos mutila y nos desgarra, no hay manera de estar intactos, enteros, saludables.

No puede haber salud en el capitalismo. Hay aquí una imposibilidad lógica. Esta imposibilidad es la que se nos descubre sintomáticamente en la salud mental que no puede ser de verdad salud al ser tan sólo mental. Es la misma imposibilidad que se encubre en la misma salud mental que se presenta como posible, simulando su posibilidad al disimular su imposibilidad y las condiciones de esta imposibilidad, que son todos los factores que nos impiden estar saludables en el capitalismo neoliberal avanzado. Mencionemos algunos de estos factores, tan sólo algunos, ya que son demasiados, innumerables.

No podemos gozar de salud en el sistema capitalista, en primer lugar, porque nos transmuta en sus mercancías, en sus apéndices, en sus eslabones y engranes, en sus momentos y sus avatares, en capital variable o personificado. Al convertirnos en todo esto, el capitalismo nos enajena, volviéndonos ajenos a nosotros, alienándonos en él. Esta alienación ya es una alienación mental.

No podemos estar saludables en el capitalismo, en segundo lugar, porque nos hace disociarnos de nosotros mismos para vendernos, para efectuar el trabajo del capital e incluso para encarnar el capital. Esta disociación tiende a agravarse en la fase neoliberal en la que debemos publicitarnos y explotarnos a nosotros mismos al desempeñar simultáneamente, como lo ha mostrado Michel Foucault (1979), los papeles del empresario y su empresa, el capitalista y su obrero, el explotador y su explotado, con roles e intereses contradictorios. El resultado es un sujeto disociado como el ilustrado por la película Fight Club y el analizado por Marx en textos como la Cuestión judía y la Ideología alemana. Sobra decir que esta disociación de la personalidad, que todos padecemos de un modo u otro en el capitalismo, es perfectamente patológica.

La salud subjetiva es imposible en el sistema capitalista, en tercer lugar, porque este sistema objetiva la subjetividad, neutralizándola, destruyéndola como subjetividad para convertirla en objetividad, en objeto del saber científico, de la psicología basada en evidencias y otras ciencias objetivas humanas y sociales, pero sobre todo en objeto del poder económico y político del capital. Digamos que el capital monopoliza toda la subjetividad en el sistema capitalista, mientras que los sujetos nos vemos reducidos a la condición de objetos del capital que decide en lugar de nosotros. Nuestra conversión en objetos del gran Otro capitalista ya es una forma social de psicosis que vivimos todos en el capitalismo, una suerte de paranoia normal, una experiencia persecutoria en la que somos perseguidos por las diversas cabezas de la hidra capitalista, ya sean las amenazantes cabezas crediticias, las severas cabezas evaluadoras, las seductoras cabezas publicitarias, las manipuladoras cabezas mediáticas o las omniscientes cabezas algorítmicas del Big Data. Es como si todo conspirara contra nosotros, pero es porque realmente hay una conspiración contra nosotros, una gran conspiración capitalista globalizada contra la humanidad, una conspiración real que nada tiene que ver, desde luego, con el conspiracionismo delirante de la ultraderecha. Quizás no estemos delirando, pero no dejamos por ello de vivir un delirio incompatible con cualquier fantasía de salud mental.

No podemos estar saludables en el capitalismo y especialmente en el capitalismo avanzado neoliberal, en cuarto lugar, porque aquí, en el nivel más concreto, el sujeto no sólo siente una angustia permanente por sus deudas, por la amenaza del desempleo y por el futuro en general. Además de sentirse angustiado, el sujeto vive deprimido por la falta de futuro, por la falta de un futuro diferente del presente, pues no hay alternativas, sino solamente la cadena perpetua en una realidad eterna de la que no puede escaparse. Este realismo capitalista, como nos lo ha enseñado Mark Fisher, ya es un realismo depresivo inherentemente patológico.

Por último, en quinto lugar, la salud es imposible en el sistema capitalista porque este sistema nos impone de modo autoritario y totalitario sus normas y así nos impide ejercer nuestra propia “normatividad”, nuestra capacidad para instituir y seguir nuestras propias normas, una capacidad en la que radica la esencia de la salud, como nos lo ha enseñado Georges Canguilhem (1943). Además, como también lo sabemos por Canguilhem, la salud siempre corresponde a la norma biológica de la preservación de la vida, mientras que la norma capitalista de sobreproducción y sobreconsumo que se nos impone es algo que amenaza la subsistencia de la vida en la tierra y que así tiene un “valor negativo” en “la polaridad dinámica de la vida” (pp. 77-95). Nuestro comportamiento mortífero normado por el capitalismo, un comportamiento siempre ecocida y a veces también suicida, es perfectamente patológico.

Normosis y normopatía

El capitalismo no puede ofrecer ninguna salud, pero sí tiene sus normas y con ellas puede imponer cierta normalidad patológica. En la patología de esta normalidad, yo he propuesto una distinción entre dos cuadros que designo con dos términos provenientes de la clínica psicoanalítica: el de normosis, propuesto por Christopher Bollas (1987), y el de normopatía, introducido por Joyce McDougall (1978) y luego trasladado al análisis político por Joseba Atxotegui (1982), Enrique Guinsberg (1994) y Christophe Dejours (1998). Retomando las reflexiones de estos últimos autores y completándolas con mi reinterpretación política de la normosis, he distinguido el cuadro normótico, entendido como una suerte de normalidad neurótica, y el cuadro normopático, definido como una forma de normalidad psicopática perversa o antisocial.

Mientras que los normópatas gozan perversamente del sistema capitalista con el que se mimetizan, los normóticos mantienen su diferencia con respecto al sistema, debiendo adaptarse a él y tan sólo consiguiéndolo parcialmente al sufrir las más dolorosas lesiones, afectaciones, perturbaciones y alteraciones en su esfera subjetiva. Es por todo esto que los describimos como normóticos, el “sis” de la normosis designando etimológicamente una alteración, a diferencia del “pathos” de la normopatía, que se refiere a una pasión como el goce.

Los normópatas gozan del mismo capitalismo que altera, lastima y daña dolorosamente a los normóticos. Unos y otros están enfermos, alienados, enajenados, pero experimentan su enajenación en los modos opuestos que Marx y Engels (1845) atribuyen a los burgueses y a los proletarios. La burguesía y el proletariado están respectivamente en las posiciones de la normopatía y de la normosis en relación con la patología de la normalidad capitalista. En esta normalidad, la enajenación que los proletarios normóticos resienten como su “impotencia” es gozosamente experimentada como “poder” por los burgueses en tanto que normópatas (Marx y Engels, 1845, p. 53). La normopatía es un empoderamiento patológico, así como la normosis es una patología que debilita y vulnerabiliza.

Los normóticos, los explotados en Marx (1866), aparecen como “víctimas del proceso de enajenación” y por ello “lo sienten como un proceso de avasallamiento”, mientras que los normópatas, los explotadores, “han echado raíces en el proceso y encuentran en él su satisfacción absoluta” (p. 20). La normopatía les permite gozar del goce del capital porque los convierte en perfectos clones del capital, en sujetos voraces e insaciables, sin escrúpulos y perfectamente asertivos, agresivos, posesivos, acumulativos y destructivos, a diferencia de los normóticos, los cuales, de modo espontáneo, suelen ser más bien sumisos, escrupulosos, aprensivos, tímidos, inseguros e inofensivos, manipulables y explotables. Mientras que los normóticos tienden a sentirse culpables, fracasados o internamente desgarrados, los normópatas gozan perversamente de los papeles que desempeñan, como los de político genocida, soldado sanguinario, jefe sádico, burócrata desalmado, funcionario corrupto, empresario ávido y despiadado.

Patologías anormales

Además de quienes padecen patologías normales como la normopatía y la normosis, están los sujetos que sufren patologías anormales como las diagnosticadas, catalogadas y tratadas por la psicología, la psicoterapia y la psiquiatría. Estas enfermedades mentales también suelen ser causadas por el capitalismo que luego las explota y las rentabiliza mediante la industria de la salud mental con sus medicamentos, sus clínicas privadas, sus psiquiatras y psicoterapeutas. Para explotar así la anormalidad psicopatológica provocada por el capitalismo, primero es preciso privatizarla, individualizarla e interiorizarla, como lo han denunciado varios autores, entre ellos Mark Fisher y Mikkel Krause Frantzen, quienes por ello proponen repolitizar la psicopatología, resituándola en el debate público y curándola de modo “colectivo y político”, tal como lo sostiene Franzen (2021, párr. 3).

La repolitización de la enfermedad mental debe llevarnos a reconocer, con Mark Fisher (2009), que “el capitalismo es inherentemente disfuncional” y que pagamos un precio demasiado alto para hacer que “parezca funcionar bien” (p. 19). Es contra esta apariencia de buen funcionamiento del capitalismo contra la que suelen sublevarse los anormales de nuestra época moderna e hipermoderna, lo que ha sido muy bien comprendido por Anne Boyer y especialmente por Johanna Hedva en su fabulosa Teoría de la Mujer Enferma. Como lo postula Hedva (2020), las enfermedades constituyen frecuentemente “protestas políticas interiorizadas, vividas, encarnadas, sufrientes e invisibles” (Hedva, 2020, p. 6). Enfermarnos puede ser así nuestra forma de protestar contra el capitalismo. El posicionamiento anticapitalista es entonces el fundamento subjetivo de la patología.

Nuestras enfermedades, como Boyer (2018) lo argumenta, nos permiten rechazar el capitalismo, decir “no” contra el insistente “sí” capitalista “producir endógenamente nuestra propia incapacidad para siquiera intentarlo”, y entonces “nos enfermamos, nos deprimimos y nos quedamos inmóviles bajo todas las condiciones despiadadas y circulatorias de todas las afirmaciones capitalistas, y simplemente no podemos” (pp. 10-11). No podemos porque no estamos dispuestos a padecer la normalidad patológica del capitalismo. No conseguimos resignarnos a la normosis ni a la normopatía y es por eso que sufrimos de los llamados “trastornos psiquiátricos”.

Es común que seamos anormales porque no aceptamos enfermarnos de las patologías de la normalidad que se nos imponen en el capitalismo. En una sociedad tan enferma como la capitalista, existe la posibilidad efectiva de que nos desviemos de la norma porque no podemos ser normales sino al enloquecer, como bien lo comprendió Erich Fromm (1953, 1955). Es lo mismo que ya vislumbraron en el siglo XIX el Doctor Bacamarte de Machado de Assis (1882) y el Doctor Andrei Efímich Raguin de Antón Chejov (1892). Uno y otro descubrieron lo saludable que podía ser el enloquecimiento cuando la salud mental era una enfermedad tan grave como lo es en el mundo moderno capitalista. 

Referencias

Atxotegui, J. (1982). Tortura y psicoanálisis. En J. de la Cueva, J. L. Morales y otros, Tortura y sociedad (pp. 173-194). Madrid: Revolución.

Bollas, C. (1987). The shadow of the object. Psychoanalysis of the unthought known. Nueva York: Columbia University Press.

Boyer, A. (2018). A Handbook of Disappointed Fate. Nueva York: Ugly Duckling Presse

Canguilhem, G. (1943). Le normal et le pathologique. París: PUF, 2003.

Chejov, A. (1892). La sala número seis. En Novelas cortas (pp. 89-136). Ciudad de México: Porrúa, 2009.

Dejours, C. (1998). Souffrance en France. La banalisation de l’injustice sociale. Paris: Le Seuil.

Fisher, M. (2009). Capitalist realism. Is there no alternative? Winchester: Zero Books.

Fisher, M. (2011). La privatización del estrés. En Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra.

Foucault, M. (1979). Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: FCE, 2007.

Frantzen, M. K. (2021). Un futuro sin futuro: Depresión, la izquierda y las políticas de salud mental. Heterodoxia. https://www.heterodoxia.cl/2021/08/12/un-futuro-sin-futuro-depresion-la-izquierda-y-las-politicas-de-salud-mental/

Fromm, E. (1953). Patología de la normalidad del hombre actual. En Patología de la normalidad (pp. 17-98). Barcelona: Paidós, 1994.

Fromm, E. (1955). Psicoanálisis de la sociedad contemporánea. México: FCE, 2011.

Guinsberg, E. (1994). Psico(pato)logia del sujeto en el neoliberalismo. Tramas 6 (2), 21-35.

Hedva, J. (2020). Sick Woman Theory. Kunstverein Hildesheim. En https://www.kunstverein-hildesheim.de/assets/bilder/caring-structures-ausstellung-digital/Johanna-Hedva/cb6ec5c75f/AUSSTELLUNG_1110_Hedva_SWT_e.pdf

Machado de Assis, J. M. (1882). O Alienista. Porto Alegre: L&PM.

Marx, K. (1866). El Capital. Libro I. Capítulo VI (inédito). Resultados del proceso inmediato de producción. México: Siglo XXI, 2009.

Marx, K. y F. Engels (1845). La Sagrada Familia. Madrid: Akal, 1981.

McDougall, J. (1978). Plaidoyer pour une certaine anormalité. París: Gallimard.

Saberes ancestrales para tratar la normosis y la normopatía: de las patologías de nuestra normalidad a la vida buena mesoamericana

Intervención en el Encuentro presencial internacional Cuerpo, patología social y política: saberes orientales, ancestrales y psicosociales en América Latina, organizado por la Cátedra Libre Martín-Baró y llevado a cabo el 16 y 17 de septiembre en la Unión Sindical Obrera en Bogotá, Colombia.

David Pavón-Cuéllar

Patologías de nuestra normalidad

Cualquier acercamiento crítico al campo de la patología debe comenzar por distinguir tajantemente la salud y la normalidad. Lo normal es lo conforme a la norma, lo más frecuente, lo habitual u ordinario, mientras que lo saludable o sano es lo acorde a la salud, entendiendo por “salud” el adecuado cumplimiento de las funciones vitales, el mejor estado para la vida, el buen vivir. Tenemos aquí dos cualidades completamente diferentes, dos variables independientes, ajenas la una a la otra.

Por ejemplo, fumar era normal hace algunos años, pero no era nada saludable, pudiendo incluso matar a los fumadores al provocarles cáncer de pulmón y otras enfermedades respiratorias. De igual modo, tener y conducir un automóvil propio es lo más normal en los países ricos o en las clases medias o altas de los países pobres, pero no por ello deja de ser poco saludable para el planeta contaminado, para la humanidad envenenada por las exhalaciones de los motores e incluso para los automovilistas inmovilizados en el volante. Lo mismo sucede con el burnout o desgaste laboral, con la frustración permanente de los trabajadores o con su total enajenación en el trabajo, que son condiciones tan patológicas, tan dañinas y devastadoras para la vida, como perfectamente normales, encontrándose en una gran proporción de los sujetos de nuestra época.

Precisamente a causa de su normalidad, los factores normales patógenos y los estados normales patológicos son los más generalizados y por lo mismo suelen ser también los más peligrosos para la sociedad y para el género humano. Deberían ser, por lo tanto, el mayor motivo de preocupación para los trabajadores de la salud, pero paradójicamente sucede lo contrario, en especial en el campo de la salud mental. Los psiquiatras y los psicólogos se preocupan tanto por los cuadros patológicos anormales que tienden a olvidar por completo las patologías de nuestra normalidad. Estas patologías no han sido aún inventariadas ni clasificadas. Constituyen así un terreno virgen para la investigación en salud mental.

Normosis y normopatía

Al incursionar en el terreno de la patología de la normalidad, quizás lo primero que llame nuestra atención es que hay ahí dos clases de sujetos claramente diferenciadas. Por un lado, están los infelices, los atormentados, los sufrientes, los que tienden a sufrir su condición, los que no se adaptan a ella. Por otro lado, están los adaptados, los felices, los voluptuosos, los que tienden a gozar de su patológica normalidad.

Al gozar de su patología, los normales voluptuosos tienen algo de perversos, de psicópatas o sociópatas, lo que me ha hecho sentirme autorizado a llamarlos “normópatas”, adoptando la designación originalmente propuesta por Joyce McDougall y posteriormente llevada al terreno político por Christophe Dejours y por Enrique Guinsberg. La normopatía se encuentra, por ejemplo, en el jubiloso capitalista, en el empresario ávido y sin escrúpulos, en el consumista insaciable, en el neofascista cínico y obsceno, en el paramilitar necrófilo, en el torturador sádico y despiadado, en el tecnócrata pedante y exultante, en el burócrata orgulloso de su rigidez y su estupidez. Estos normópatas, estos sujetos que gozan de su normalidad patológica, deben distinguirse de aquellos que suelen sufrirla, como quienes padecen insatisfacción ante la vida que se les impone en el capitalismo, fastidio y aburrimiento crónico ante la sociedad de consumo, sentimientos de vacuidad y de absurdo en sus trabajos alienantes, desesperación ante un presente asfixiante o angustia permanente ante la falta de futuro. Quienes tienen tales emociones son así como neuróticos, pero normales, y por ello pueden ser denominados “normóticos”, retomando la expresión introducida por Christopher Bollas.  

Debo advertir que Bollas, McDougall y los demás tan sólo han introducido y utilizado los términos de “normosis” y de “normopatía”, pero no les asignan a estos dos términos los sentidos contradictorios que yo les doy y que provienen más bien de una distinción que encontramos en la tradición marxista en la que me ubico, primero en La Sagrada Familia de Marx y Engels y luego en el sexto capítulo inédito de El Capital de Marx. La distinción a la que me refiero es la que trazan Marx y Engels entre dos formas opuestas en que puede uno relacionarse con su propia alienación en el capitalismo, una alienación que no es más que otro nombre, un viejo nombre marxista, con el que podemos designar la patología de la normalidad.

Para Marx y Engels, es posible sufrir su condición alienada, sentirse mutilado y aniquilado por ella, como suele suceder entre los dominados, pero también es posible arraigarse en la misma condición, complacerse con ella, tener en ella su poder, lo que ocurriría frecuentemente entre quienes dominan en los planos económico y político. Los empresarios y funcionarios exitosos, empoderados y complacidos por su alienación, arraigados en ella, son aquellos a quienes atribuyo el diagnóstico de normopatía, mientras que aquellos que experimentan su alienación como una mutilación y aniquilación de su propio ser parecen corresponder a quienes padecen de normosis.

Goce del capital y patologías de nuestra normalidad

Los normóticos y los normópatas quizás tengan experiencias contrarias, pero se asemejan por ser normales, por estar enfermos de su normalidad y porque su patología normal resulta de una alienación en el capitalismo. Alienarse así en el capitalismo tiene efectos patológicos porque, retomando la definición dada en un principio, impide el adecuado cumplimiento de las funciones vitales, el mejor estado para la vida, el buen vivir. La vida ni siquiera es vivida como vida por el sujeto, ya que es poseída por el capital que la subsume, que la explota como simple fuerza de trabajo y de consumo, que la reduce a una suerte de combustible, a un recurso energético para su funcionamiento.  

No es tan sólo que la mayor parte del género humano sea normatizado al tener que sacrificar sus vidas para que una minoría de normópatas goce del capitalismo. Es, además, que ni siquiera estos pocos privilegiados gozan de verdad, ya que su goce no es verdaderamente de ellos, sino más bien de aquello en lo que se alienan, del capital que los posee por dentro y que personifican. Es el capital el que está gozando siempre a través de los normópatas que sólo creen gozar en la medida en que están identificados con el capital.

Es el goce del capital el que suele enfermar tanto a los normópatas como a los normóticos de nuestra época. Para unos y para otros, el capital es un agente patógeno porque se opone a la vida en la que se basa la salud. Si lo saludable es lo favorable para la vida, el capital es exactamente lo contrario: es aquello letal que Marx compara con un vampiro porque devora todo lo vivo para convertirlo más y más dinero muerto. Esta conversión, en la que radica el goce mismo del capital, no es tan sólo aquello que está devastando actualmente al planeta y que amenaza con aniquilar toda la vida humana sobre la tierra, sino que es algo que ya está enfermando a los sujetos normales, normópatas y normóticos, al despojarlos cotidianamente de sus vidas para convertirlas en el propio funcionamiento mortífero del sistema capitalista.

Saberes ancestrales y vida buena mesoamericana

Lo esperanzador es que la muerte capitalista no es la única forma de vida. Es verdad que esta forma patológica de vivir se ha convertido en la mayoritaria, en la normal, pero no es la única. Existen aún otras formas de vida como las preservadas a veces en los pueblos originarios: formas de vida quizás ya marginales y percibidas como anormales, pero generalmente buenas, saludables, no malas, no patológicas, no mortales ni mortíferas para la naturaleza y la humanidad.

Hay diversos indicadores que demuestran las virtudes inherentes al vivir indígena. Por un lado, sabemos que este vivir tiene un costo ambiental incomparablemente menor que la vida moderna en el capitalismo. Por otro lado, sabemos que la misma costosa vida moderna tiende a ser para los seres humanos menos feliz o satisfactoria, menos plena, menos saludable que el buen vivir aún transmitido y cultivado a través de los saberes ancestrales de aquellas comunidades originarias no amenazadas ni pauperizadas ni degradadas por la modernidad capitalista.

Los saberes ancestrales no sólo nos enseñan otra forma de vivir: una vida buena en lugar de la mala vida en el capitalismo. También pueden ayudarnos a tratar las patologías de la normalidad capitalista al permitirnos comprender qué las causa, qué anda mal en la vida mala en el capitalismo, qué hace que el capital produzca la pandemia de normosis y normopatía que afecta actualmente a la mayor parte de la población mundial.

Vida buena mesoamericana

El aspecto patógeno del capital y patológico de su normalidad puede ser elucidado y explicado, por ejemplo, a través de saberes ancestrales como los que subyacen a las ideas mesoamericanas de la vida buena. El buen vivir de los mayas quichés de Guatemala, expresado a través del concepto utz k’aslemal, se refiere a un estado armonioso y equilibrado en la relación con uno mismo y con la naturaleza en el que no hay lugar para los excesos extractivos del capital sobre el cuerpo de la tierra y de la humanidad. Estos excesos implican también abusos de unos seres humanos sobre otros y de los seres humanos sobre los demás seres: abusos que frustran un buen vivir, como el lekil kuxlejal tseltal o el ma’alob kuxtal maya yucateco, centrado en la reciprocidad y el respeto mutuo. Si debemos respetarnos y complementarnos unos a otros para vivir bien, entonces la desigualdad y la explotación constitutivas del capitalismo nos condenan lógicamente a la vida mala de la normosis y la normopatía.

Uno de los problemas fundamentales del sistema capitalista es que pulveriza la comunidad y hace imaginar a los individuos que pueden estar bien, sanos y felices, por sí mismos e incluso a costa de los demás. Esta ilusión es descartada por los saberes ancestrales de los pueblos originarios mesoamericanos. Los indígenas de Mesoamérica son conscientes de que el buen vivir tan sólo puede ser como el lekilaltik de los tojolabales, en el que “lek” es bueno y “tik” se refiere a nosotros como totalidad de seres humanos y no-humanos, de tal modo que “lekilaltik” significa el bien de todos.

Los pueblos originarios mesoamericanos saben que el buen vivir será comunitario o no será, que será de todos o no será de nadie, que ningún ser humano puede estar verdaderamente bien cuando lo rodea una frustración generalizada y una devastación planetaria como las que nos ofrece el capitalismo. Resistiendo contra la vida mala en el sistema capitalista, es únicamente la comunidad la que puede estar bien en el buen vivir entendido como armonía y como calma, como ausencia de problemas, en el “ch’ijcaj” de los chontales, en el “susu chúnu, ssacru te juís chúnu” de los zapotecos y en el “kualli sechantis” de los nahuas. Tenemos aquí una buena vida comunitaria prácticamente inexistente en la sociedad individualista del capitalismo: una buena vida en comunidad que podría ser el tratamiento más efectivo contra las normosis y las normopatías de las que adolecemos.

Las patologías de nuestra normalidad podrían ser también tratadas con efectividad, como hemos visto, mediante otros componentes del buen vivir mesoamericano, entre ellos los vínculos recíprocos, respetuosos, armoniosos y equilibrados. Tan sólo estos vínculos pueden impedir que unos sujetos enfermen por sus relaciones violentas e injustas con los otros: que haya, por ejemplo, funcionarios y empresarios que se trastornen, tornándose normópatas, al gozar patológicamente a costa de los demás, los cuales, pagando ese goce patológico, serían dañados hasta el punto de caer en la normosis.

Las patologías de la normalidad son relacionales porque son estructurales. Tan sólo al cambiar las estructuras culturales y socioeconómicas podemos alcanzar una vida buena como la preservada por los pueblos originarios. La curación exige así una transformación del mundo y no sólo de los individuos. Esto ha sido bien comprendido por diversos movimientos indígenas, como el zapatista, que saben que no podrán salvaguardar su vida buena sino al unirse a nosotros para luchar juntos y curarnos así del capitalismo que nos aqueja.

Normosis y normopatía: patologías de la normalidad en el capitalismo

Ponencia en la mesa magistral Capitalismo, psicoanálisis y psicología crítica, en el IX Congreso de la Asociación Latinoamericana para la Formación y la Enseñanza de la Psicología (ALFEPSI), el viernes 25 de marzo de 2022

David Pavón-Cuéllar

Los Doctores Bacamarte y Raguin

El gran escritor brasileño Machado de Assis no era precisamente un dechado de normalidad. Tartamudeaba, era epiléptico, sufría otros problemas nerviosos y parece haber pasado también por crisis depresivas. Quizás estas experiencias influyeran de algún modo en su famoso relato El alienista de finales del siglo XIX.

El protagonista del relato de Machado de Assis es un renombrado científico de la mente, el Doctor Simón Bacamarte, quien estudia en Europa y vuelve a Brasil para abrir un sanatorio para locos en el pueblo de Itaguaí. Cuatro quintas partes de los habitantes de Itaguaí son internados en el manicomio, ya que sus desequilibrios aparecen claramente ante la mirada perspicaz del Doctor Bacamarte. Lo que descubre el científico, según sus propios términos, es que debía “ampliarse el territorio de la locura”, que ésta no era una “isla perdida en el océano de la razón”, sino que era un “continente” que abarcaba la mayor parte de la humanidad (Machado de Assis, 1882, pp. 28-29).

Ante algo tan absurdo como el internamiento psiquiátrico de la mayor parte de la población, el Doctor Bacamarte rectifica su teoría inicial, y, como él mismo dice, ateniéndose al “hecho estadístico”, llega a la “convicción” de que “lo normal” era “el desequilibro de facultades” (Machado de Assis, 1882, p. 72). Lo normal, en otras palabras, era lo patológico. La revelación de esta patología de la normalidad hace que el Doctor Bacamarte saque del manicomio a todos los sujetos patológicamente normales, internando en su lugar a los que habían quedado en el exterior, a los verdaderamente saludables, cuya salud era signo de su locura.

La moraleja de Machado de Assis es que no hay mucha gente saludable, que la salud es poco frecuente, que lo normal es la patología, que la normalidad puede ser patológica. Esta idea emerge en los márgenes sudoccidentales de la civilización occidental, en Brasil, en 1882. Exactamente diez años después, en 1892, asistimos a la emergencia de la misma idea en Rusia, en los márgenes nororientales de la misma civilización. La marginalidad cultural y la simultaneidad histórica resultan aquí bastante significativas.

Un eco de El alienista de Machado de Assis resuena en La sala número seis de Antón Chejov. El Doctor Andrei Efímich Raguin es el nuevo Doctor Bacamarte. Como el brasileño, el ruso descubre la patología de la normalidad a través de su contacto directo con la locura. Las charlas de Raguin con el enfermo Iván Dimítrich Grómov lo llevan a cuestionar la frontera entre lo patológico y lo normal.

El enfermo Grómov le pregunta al Doctor Raguin por qué está encerrado en el manicomio cuando los locos “se pasean tranquilamente por la calle” (Chejov, 1892, pp. 109-110). El Doctor no puede sino admitir que se trata de una simple “casualidad” (p. 110). Luego, a medida que establece un vínculo cada vez más íntimo con el enfermo Raguin, el Doctor va cobrando conciencia de la patología de la normalidad, pero al mismo tiempo empieza a ser visto como un loco por la gente que lo rodea.

En el desenlace del relato de Chejov, nos encontramos al Doctor Raguin encerrado en la misma celda que Grómov, haciéndole compañía. La cordura de ambos contrasta con la normalidad patológica de quienes permanecen fuera del manicomio. El desenlace es el mismo de Machado de Assis: la patología no está en el manicomio, sino afuera, en la gente normal, en su normalidad patológica.

El Doctor Freud

La patología de la gente normal no sólo fue vislumbrada por Chejov y Machado de Assis a finales del siglo XIX, sino que está en el centro de lo que Sigmund Freud comenzó a descubrir en la misma época. Sus descubrimientos en la patología le descubren el meollo patológico de la normalidad. Freud es bien consciente de esto.

En 1890, sólo dos años antes de La sala número seis de Chejov, Freud observa que “sólo tras estudiar lo patológico se aprende a comprender lo normal” (Freud, 1890, p. 118). Digamos que la clave de la normalidad está en la patología. Esta patología nos descubre el secreto bien guardado por la normalidad.

El secreto patológico de lo normal se confirma en 1892, en el mismo año de La sala número seis de Chejov, cuando Freud (1892-1893) encuentra una misma verdad que se “inhibe y rechaza” en la normalidad y que “sale a la luz” en la histeria (pp. 159-160). El sujeto histérico nos confiesa la verdad del sujeto normal, la verdad oculta y reprimida en la normalidad, exactamente como los personajes Raguin y Grómov de Chejov denuncian la verdad que se disimula y sofoca en la normalidad de su época. Esta denuncia, de hecho, no sólo se realiza en la psicopatología propiamente dicha, sino también a través de sueños, lapsus, actos fallidos y otros fenómenos normales, o mejor, si se prefiere, otros fenómenos patológicos de la normalidad.

Cuando Freud publica en 1901 su libro Psicopatología de la vida cotidiana, el título es él mismo una formulación posible de la patología de la normalidad. No hay que olvidar, además, que esta patología de la normalidad se le reveló a Freud a partir de su análisis de la histeria y de otras enfermedades. Luego, al recapitular la historia del psicoanálisis en 1914, el médico vienés recordará cómo el análisis de los “hechos patológicos” mostró “su trabazón con la vida anímica normal” (Freud, 1914, p. 35). Esta vida ni siquiera es necesariamente más satisfactoria que la patología, sino que está atravesada por la frustración y el sufrimiento que el mismo Freud describirá en 1929 como “el malestar en la cultura”. Tenemos aquí, una vez más, una formulación de la misma patología de la normalidad. El malestar en la cultura es ni más ni menos que un malestar patológico en la normalidad cultural.

Finalmente, en sus Nuevas lecciones de 1932, Freud ya no dudará en aceptar “los estrechos nexos, y aun la íntima identidad, entre los procesos patológicos y los normales” (Freud, 1932, p. 134). Es así como el Doctor Freud, al igual que los Doctores Bacamarte y Raguin antes de él, termina borrando la frontera entre la normalidad y la patología. Una y otra son idénticas, una misma cosa, la misma patología que se descubre en lo patológico y se encubre en lo normal.

El Revolucionario Lenin

Freud identifica la normalidad con la patología en su conferencia 34 de 1932. En la siguiente conferencia, la 35, se ocupa de la Revolución de Octubre que estalló quince años antes en la patria de Chejov y que se presenta simultáneamente para Freud como expresión y como intento de curación de la patología de la normalidad. No está de más recordar que el dirigente máximo del proceso revolucionario bolchevique, Vladímir Lenin, se había sentido profundamente conmovido e incluso horrorizado cuando leyó en 1893 La sala número seis de Chejov. Después de leer el relato, el joven Lenin de 23 años le confesó a su hermana que había sentido que él mismo estaba “encerrado en la sala número 6”.

Para comprender el sentimiento de Lenin, es necesario saber un poco de su vida en 1893. Cinco años antes su hermano había muerto en la horca por fabricar bombas para asesinar al zar Alejandro III. Para 1893, Lenin ya estaba leyendo a Marx y a diversos autores marxistas, había sido expulsado de la Universidad de Kazán por sus actividades políticas, participaba en grupos revolucionarios y varios de sus compañeros habían sido encarcelados. El joven Lenin estaba literalmente exiliado en el campo, teniendo prohibido ir a ciudades como Kazán, Moscú y San Petersburgo.

Digamos que la persecución y el exilio de Lenin, como el internamiento del Doctor Raguin de Chejov, fueron por atreverse a desafiar la patología de la normalidad imperante en su época. Entendemos que Lenin pudiera sentirse encerrado en la sala número 6. Entendemos también que luego se escapara de esa sala e hiciera todo lo posible por curarnos de la patología de la normalidad en su lucha revolucionaria contra el zarismo y contra el capitalismo.

Lenin comprendió muy bien algo que no parece haber sido tan claro para Freud: que lo normal-patológico de la época moderna está internamente determinado por el sistema capitalista de producción y distribución de la riqueza. Desde luego que otros sistemas culturales también producen un malestar en la cultura y una psicopatología de la vida cotidiana, pero el cuadro patológico distintivo de la normalidad moderna resulta incomprensible si hacemos abstracción del capitalismo. El sistema capitalista configura las diversas patologías normales de la modernidad, entre ellas la paradigmática, la nazi-fascista, la más estudiada y comentada en el siglo XX.

Nazi-fascismo y capitalismo

Entre los años 1930 y 1970, varios autores concibieron el nazi-fascismo como una forma patológica de normalidad. Wilhelm Reich vio aquí la sumisa docilidad resultante de la represión sexual burguesa. Erich Fromm prefirió hablar de conformismo, adaptación pasiva y miedo a la libertad. Theodor Adorno y sus colegas enfatizaron el sometimiento y el convencionalismo de la personalidad autoritaria.

La patología de la normalidad se presentó igualmente como efecto de la conformidad y de la influencia normativa en los experimentos de Muzafer Sherif y Solomon Asch. Otros experimentos, los de Stanley Milgram, descubren la obediencia en el origen de la misma normalidad patológica. Esta normalidad fue también descrita como un desempeño de roles en el célebre experimento de Philip Zimbardo.

En los autores mencionados, lo normal es lo patológico. Uno actúa patológicamente al comportarse normalmente, al desempeñar su rol en Zimbardo, al obedecer en Milgram, al conformarse al grupo y a su norma en Asch y Sherif, al someterse y ser convencional en Adorno, al ser conformista y adaptativo en Fromm, al ser dócil y sumiso en Reich. En todos los casos, el comportamiento normal es lo patológico, lo erróneo, lo irracional, lo violento e incluso lo asesino, como lo era el comportamiento normal de nazis y fascistas.

El fascismo y el nazismo aparecen como las patologías de la normalidad por excelencia. Nos muestran que lo normal puede ser tan patológico, tan absurdo y tan devastador, como lo es ahora nuestra normalidad que está destruyendo el planeta y que amenaza con aniquilar al género humano. Esta normalidad opera como en Reich, Fromm, Adorno, Sherif, Ash, Milgram y Zimbardo. Como en estos autores, nuestra patología es nuestra normalidad, nuestra sumisión, docilidad, conformidad, adaptación pasiva y desempeño de roles, pero todo esto no en el vacío, sino en el sistema capitalista.

Es en el capitalismo donde reside la clave de nuestro comportamiento patológicamente normal. Este comportamiento es un comportamiento dócil y sumiso ante el capital, pasivamente adaptado al capitalismo, conformista por su conformidad con las normas y roles del sistema capitalista. El capitalismo es entonces lo que nos enferma, pero nos enferma al normalizarnos, al ajustarnos y someternos a su norma, que es y sigue siendo la norma elucidada por Marx, la norma de transmutación de todo lo vivo en más y más dinero muerto.

Normatividad y enajenación

La imposición de la normatividad capitalista nos enferma por dos razones. La primera es que usurpa nuestra propia “normatividad”, nuestra capacidad para instituir y seguir nuestras propias normas, en la que radica el sentido quizás más fundamental de la salud, como nos lo ha enseñado Georges Canguilhem (1943, p. 77). La segunda razón de que la normatividad capitalista nos enferme es que tiene un carácter mortífero contrario a la “normatividad biológica” del ser humano y de cualquier ser vivo: si la vida es el principio supremo de la norma de salud para la humanidad, como nos lo ha mostrado también Canguilhem, entonces la normatividad letal capitalista no puede ser sino un factor esencialmente patológico, es decir, en los términos del mismo Canguilhem, algo que “obstaculiza el mantenimiento y desarrollo de la vida”, algo que tiene “valor negativo” en “la polaridad dinámica de la vida” (pp. 77-95).

El capitalismo sustituye nuestra normatividad biológica por una especie de normatividad necrológica. Esta siniestra normatividad del capital podría arraigarse en lo que Freud conceptualizó como “pulsión de muerte”, pero no por ello deja de ser ajena a un ser humano que no puede obedecerla sino al enajenarse en el capitalismo. Tenemos aquí una enajenación fundamental que está en la base de varias de las enajenaciones que Erich Fromm describió en un curso de 1953 que fue luego publicado precisamente bajo el título de “Patología de la normalidad”.

La idea frommiana de lo normal-patológico abarca, por ejemplo, la enajenación de las personas que se ven a sí mismas como simples “mercancías” que sólo tienen valor al “cotizarse” y “venderse” bien en el mercado (Fromm, 1953, pp. 60-62). Tenemos aquí la enajenación en la normatividad capitalista que nos reduce a mercancías que sólo sirven para generar plusvalía y así producir más y más capital muerto, inerte, a costa de nuestra vida humana. Esta lógica enajenante de muerte es evidentemente patológica para un ser humano cuya norma de salud, como ser vivo, es la de preservar la vida y perseverar en ella.

Normosis y normopatía en el capitalismo

Cada individuo se norma espontáneamente en función de la vida, pero cae en la trampa del sistema capitalista que le impone su norma de muerte a él y todos los demás. El carácter normal de la patología del capitalismo hace que sea la sociedad en su conjunto la que está enferma. Esto lo vio muy bien Fromm, en 1955, al proponer el concepto de “patología de la normalidad”, entendiéndolo, según sus propios términos, como la “patología de la sociedad occidental contemporánea”, una “sociedad insana”, una sociedad carente de “equilibrio mental” (Fromm, 1955, pp. 13 y 66).

La patología de la normalidad, precisamente por ser de la normalidad, es un fenómeno fundamentalmente social y no individual. Esto desgraciadamente se pierde de vista en la perspectiva psicoanalítica de Joyce McDougall (1978) y Christopher Bollas (1987), quienes ponen el acento en la relación del individuo con la normalidad al forjar el primero, en los años 1970, la noción de “normopatía”, y el segundo, en los años 1980, la de “normosis”. El normópata de McDougall (1978) es así una especie de “autómata” (p. 100), un “robot programado” (p. 109) con “opiniones banales” (p. 106), alguien con puros “clichés y lugares comunes” (pp. 100-101), alguien “demasiado adaptado” (p. 214). De modo análogo, el normótico de Bollas (1987) es alguien “anormalmente normal” que muestra “demasiada estabilidad, seguridad, comodidad y extroversión” y que concibe su identidad como un “objeto material entre otros productos manufacturados” (pp. 135-156).

Al verse reducido a un objeto y producto manufacturado, el normótico de Bollas está sufriendo el mismo destino que el sujeto de Marx en el capitalismo. Este sujeto aparece igualmente para Marx como un autómata, al igual que el normópata de McDougall. Si los dos psicoanalistas se acercan tanto a la descripción marxiana del sujeto en el capitalismo, es porque la normopatía y la normosis de las que nos hablan corresponden precisamente a la patología de la normalidad capitalista. Esto lo entendieron muy bien quienes utilizaron posteriormente el concepto de normopatía, como Joseba Atxotegui (1982), Enrique Guinsberg (1994) y Christophe Dejours (1998), quienes conciben al normópata, cada uno a su modo, como el sujeto perfecto del capitalismo en general o en su variante neoliberal.

El normópata es, por ejemplo, quien está demasiado adaptado al sistema capitalista, quien menos resiste al desempeñar su rol en él, quien se entrega y se pierde a sí mismo al personificar el capital, quien así goza fantasmáticamente del capitalismo con un goce perverso que se confunde con el del capital. Si el normópata goza del sistema capitalista, quizás tengamos derecho a decir que el normótico tiende más bien a sufrir el mismo sistema, a ser afectado, perturbado, alterado e incluso trastornado por él. Esta distinción puede justificarse etimológicamente por la diferencia entre los sufijos “sis” de “normosis” y “pathos” de “normopatía”: el “sis” designa una conversión o alteración, mientras que el “pathos” se refiere a una emoción o pasión como el goce.

Atendiendo a los sufijos, la “normopatía” podría ser una forma normal de “psicopatía” o “sociopatía”, exactamente como la “normosis” correspondería más bien a una forma normal de “neurosis” o “psicosis”. Al igual que el neurótico o el psicótico, el normótico sería víctima de su condición. Estaría internamente desgarrado, no por una patología cualquiera, sino por la normalidad misma, por la patología de la normalidad capitalista.

El normótico sería lastimado y dañado por el mismo capitalismo del que gozaría el normópata. La normopatía sería una exitosa adaptación al sistema capitalista, una mimetización con el capital, mientras que la normosis resultaría de la dificultad para adaptarse, pero una dificultad normal, no neurótica y mucho menos psicótica. El normótico sería, por ejemplo, demasiado honesto y generoso para el capitalismo, demasiado escrupuloso y poco ambicioso, mientras que el normópata sería un perfecto clon del capital, un sujeto voraz, sin escrúpulos y perfectamente asertivo, agresivo, posesivo, acumulativo y destructivo. En ambos casos, tendríamos formas de enajenación en el sistema capitalista, pero formas completamente diferentes, incluso contradictorias, que obedecerían a una contradicción que ya observaron Marx y Engels en su tiempo.

A manera de conclusión

Podemos utilizar los términos de los propios Marx y Engels para describir las dos patologías de la normalidad. Parafraseando La Sagrada Familia, el normótico “se siente aniquilado” en su enajenación, “y ve en ella su impotencia y la realidad de una vida inhumana”, mientras que el normópata “se complace en su situación, se siente establecido en ella sólidamente, sabe que la alienación constituye su propio poder y posee así la apariencia de una existencia humana” (Marx y Engels, 1845, p. 53). Parafraseando ahora el sexto capítulo inédito del Capital, el normópata sería como quien “ha echado raíces en el proceso de enajenación y encuentra en él su satisfacción absoluta”, mientras que el normótico sería como el proletario que, “en su condición de víctima del proceso, se halla de entrada en una situación de rebeldía y lo siente como un proceso de avasallamiento” (Marx, 1866, p. 20).

Quizás podamos afirmar que la normosis fue la patología normal que le interesó a Freud, la de quien sufre de malestar en la cultura, aquella cuya vida entera es un ejemplo de psicopatología de la vida cotidiana, un gran acto fallido, fallido para el capital y para el goce del capital, pero exitoso para el sujeto y su deseo. Un caso fabuloso de esta normosis en el personaje identificado simplemente como Costa en El Alienista de Machado de Assis. El tal Costa recibe una gran herencia, pero procede como un perfecto normótico al dividirla en “préstamos sin usura” de los que benefician muchos normópatas del pueblo, hasta el punto que “al cabo de cinco años no quedaba un centavo” de la herencia (Machado de Assis, 1882, p. 32).

La normosis de Costa puede contrastarse con la normopatía de un personaje de La sala número seis de Chejov, Mijaíl Averiánich, que deja al Doctor Raguin en la miseria por no pagarle una deuda considerable que contrae con él. Sólo queda una solución, que es internar a Raguin en el manicomio, lo que se consigue con el invaluable apoyo de un psicólogo de la época, el cual, como los actuales, prefiere ver la patología en la normosis que en la normopatía. Digamos que la psicología tiene una cierta inclinación por los normópatas y no sabe muy bien qué hacer con la normosis, excepto convertirla en normopatía, lo que puede ser muy beneficioso para el capitalismo.

Referencias

Atxotegui, J. (1982). Tortura y psicoanálisis. En J. de la Cueva, J. L. Morales y otros, Tortura y sociedad (pp. 173-194). Madrid: Revolución.

Bollas, C. (1987). The shadow of the object. Psychoanalysis of the unthought known. Nueva York: Columbia University Press.

Canguilhem, G. (1943). Le normal et le pathologique. París: PUF, 2003.

Chejov, A. (1892). La sala número seis. En Novelas cortas (pp. 89-136). Ciudad de México: Porrúa, 2009.

Dejours, C. (1998). Souffrance en France. La banalisation de l’injustice sociale. Paris: Le Seuil.

Freud, S. (1890). Tratamiento psíquico (tratamiento del alma). En Obras completas, volumen I (pp. 111-132). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1892-1893). Un caso de curación por hipnosis. En Obras completas I (pp. 147-162). Buenos Aires: Amorrortu, 1998

Freud, S. (1914). Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico En Obras completas, volumen XIV (pp. 1-64). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1932). Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. En Obras completas, volumen XXII (pp. 1-168). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Fromm, E. (1953). Patología de la normalidad del hombre actual. En Patología de la normalidad (pp. 17-98). Barcelona: Paidós, 1994.

Fromm, E. (1955). Psicoanálisis de la sociedad contemporánea. México: FCE, 2011.

Guinsberg, E. (1994). Psico(pato)logia del sujeto en el neoliberalismo. Tramas 6 (2), 21-35.

Machado de Assis, J. M. (1882). O Alienista. Porto Alegre: L&PM.

Marx, K. (1866). El Capital. Libro I. Capítulo VI (inédito). Resultados del proceso inmediato de producción. México: Siglo XXI, 2009.

Marx, K. y F. Engels (1845). La Sagrada Familia. Madrid: Akal, 1981.

McDougall, J. (1978). Plaidoyer pour une certaine anormalité. París: Gallimard.

Sana locura y normalidad patológica en el capitalismo neoliberal

china

Conferencia dictada el 26 de junio de 2018 en el auditorio Vicente Guerrero de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, Ciudad de México, en el marco del VI Festival de la locura, organizado por Locolectivo.

David Pavón-Cuéllar

Normalidad

Conocemos a la gente normal. Es la que se comporta normalmente mientras estudia o trabaja, consulta su teléfono inteligente, va de compras o maneja su automóvil. Estas actividades parecen inofensivas, pero bien sabemos que no lo son.

El automóvil de la gente normal calienta el planeta. Sus compras llenan de basura el océano. El coltán de su teléfono inteligente provoca miles de muertes en el Congo. Su estudio y su trabajo permiten la reproducción de un sistema que va devastando el medio ambiente mientras acaba con los seres humanos al enajenarlos, explotarlos, empobrecerlos, mutilarlos, degradarlos.

Es mucho el mal que la gente normal hace discretamente, imperceptiblemente, al actuar con su normalidad acostumbrada. Y a veces, al dejar de comportarse normalmente, la misma gente normal se delata y nos muestra lo peligrosa que es. La vemos entonces bombardear ciudades en Siria, matar a palestinos en Israel, enjaular a niños inmigrantes en los Estados Unidos, cometer atentados terroristas en Francia o secuestrar y asesinar en todos los rincones de México. Nos reconforta imaginar que todo esto es hecho por locos, pero no es así. No son precisamente locos los que engrosan las filas de las organizaciones criminales mexicanas, de los grupos terroristas islámicos y mucho menos de los cuerpos militares o policiacos israelíes y estadounidenses. Estas bandas asesinas están mayoritariamente compuestas de gente normal.

Nosotros, los normales, perpetramos cotidianamente la mayor parte de los crímenes que ocurren en la actualidad. Para cometer nuestras fechorías, no tenemos necesidad alguna de locos. Nosotros, los normales, tenemos la disposición y la capacidad para matar, herir, torturar, enjaular, dominar, explotar, ensuciar, contaminar, devastar. No hay nada perjudicial que no sepamos hacer y que no hagamos día con día.

Cuando hay que dañar, somos autosuficientes. No requerimos de locos ni de ninguna otra clase de anormales. Nosotros, los normales, nos bastamos a nosotros mismos para destruir el mundo y aniquilar a la humanidad. Es exactamente lo que estamos haciendo. Y lo hacemos con toda normalidad.

Patología de la normalidad

Ya desde hace mucho tiempo, quizás incluso desde siempre, nuestra normalidad es destructora, nociva, dañina. Dañamos y nos dañamos con ella. Nuestra normalidad nos hace daño. Este aspecto dañino tendría que aceptarse como un rasgo definitorio de lo normal en las dos acepciones originales del término: como la regla y como la media estadística, es decir, como lo normado y como lo normalizado, como lo reglamentario y como lo mayoritario, como lo que debe ser y como lo que suele ser.

En los dos sentidos, como lo correcto y como lo común, lo normal es algo perjudicial, pernicioso, tóxico. Nos intoxica. Nos afecta. Nos infecta. Nos hace mal. Nos enferma.

Enfermándonos, la normalidad es patológica. Lo es en el sentido propio de la raíz griega de la patología: el pathos (πάθος) es pasión, pero también padecimiento, enfermedad, sufrimiento, afección. ¿Acaso no somos afectados por nuestra normalidad? Pensemos en todo el mal que nos hace. La sufrimos. Es una enfermedad que padecemos y que hacemos padecer a la naturaleza.

Todo se ve devastado por nuestra normalidad. Lo normal es como un cáncer que lo devora todo y que nos está devorando a nosotros mismos. Es como un fuego, como una furia destructiva y autodestructiva, mortal y mortífera. Es una pasión que lo consume todo y que nos consume a nosotros mismos. Es una patología. Es lo que Erich Fromm (1955) denominó “patología de la normalidad” (p. 13). Es algo que también podemos describir con el evocador nombre de “normopatía” que propusieron simultáneamente Joyce McDougall (1982, pp. 43-44) y Joseba Atxotegui (1982, p. 182).

Maldad de la banalidad

Sería difícil pensar en la normopatía sin recordar lo que Hannah Arendt (1963) llamó “banalidad del mal”. Esta formulación aporta un carácter ético-político genérico y trascendente a lo que estamos reflexionando. Cuando hablamos de la patología de la normalidad, nos estamos refiriendo también de algún modo a la maldad que habita en el seno mismo de la normalidad.

Lo normal no es tan sólo un mal entendido como dolencia o enfermedad. No es tampoco únicamente aquello que es malo porque nos hace mal. Además de infligir daño y de presentarse como un padecimiento, la normalidad es cruel, despiadada, perversa, radicalmente mala. Esto es lo que vislumbramos cuando leemos a Hannah Arendt. Ella solamente intentaba mostrarnos lo banal que puede ser la maldad, pero termina revelándonos algo mucho más importante: lo mala que puede ser la banalidad. Su gran descubrimiento, en efecto, es la maldad de la banalidad y no tanto la banalidad del mal.

Desde luego que Arendt consigue su propósito y nos demuestra convincentemente que la maldad puede aparecer bajo una forma banal, trivial, extremadamente normal. Sin embargo, al demostrarnos esto, Arendt hace que la propia normalidad se ponga en evidencia y que nos deje ver su esencia patológica y además perversa, mala, malvada. Lo que vemos entonces es la maldad inherente a la patología de la normalidad. Esta manifestación, como sabemos, ocurre a través del caso paradigmático del nazi Adolf Eichmann, uno de los responsables directos del holocausto, quien se encargó de coordinar la deportación de millones de judíos a los campos de concentración, así como la construcción de cámaras de gases en el interior de los campos. Al cumplir con su función, Eichmann se habría limitado a obedecer las órdenes de sus superiores, procediendo así como un simple subalterno, de modo quizás entusiasta, diligente y escrupuloso, pero normal, demasiado normal. Esto es al menos lo que el mismo Eichmann pretendía. Es también la tesis de Arendt.

Se ha discutido la tesis de que Eichmann se hubiera limitado a obedecer órdenes. Lo que resulta indiscutible es que se comportaba de modo perfectamente normal en su contexto y en la estructura en la que desempeñaba su función. Al ocuparse del aspecto logístico de la deportación y de la construcción de cámaras de gases, Eichmann operaba como un engrane de la máquina de muerte de la solución final. El funcionamiento de esta máquina requería el comportamiento de Eichmann. Él se comportaba normalmente al cumplir su función. Hacía lo que tenía que hacer para que sus semejantes hicieran lo que debían hacer.

Contribuir a la carnicería era la única manera en que Eichmann y sus semejantes podían ser normales. No había para ellos más opción de normalidad que la de trabajar para exterminar a millones de judíos. Lo que hicieron fue lo normal en ese momento. Su normalidad fue su crimen, su patología, su maldad. Fueron monstruosos por haber sido normales.

Al igual que sus semejantes, Eichmann actuaba normalmente. O lo que es peor: Eichmann era perfectamente normal. Su normalidad era la normalidad patológica de cualquier miembro de las SS.

Leamos lo que nos dice Arendt (1963). Para ella, Eichmann “era normal” (p. 21). Su normalidad se ponía de manifiesto, por ejemplo, en el carácter “burocrático” de su lenguaje y en su incapacidad total para “expresar una sola frase que no fuera una frase hecha” (p. 34). Su forma de hablar era como la de un oficinista común y corriente. Su normalidad se expresaba en sus palabras lo mismo que en su aspecto, sus gestos y todo lo demás. Todo era normal en él. Y, por si quedara alguna duda, “seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre normal” (p. 20). Era normal porque “no constituía una excepción en el régimen nazi” (p. 21). Esto es lo que más parece inquietar a Arendt. Para ella, en efecto, “lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales” (p. 165). Arendt no duda en afirmar que “esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas” (p. 165).

Hay que tomar en serio lo que Arendt escribe. Para ella, lo más terrorífico no es el holocausto, sino la normalidad que encuentra en los responsables del holocausto. Los caracteriza como terrible y terroríficamente normales. Es la normalidad, pues, la terrible y terrorífica. El terror no es ante lo que se ha hecho de manera normal, sino ante la normalidad misma.

Es la normalidad la que aterra. No es difícil entender el sentimiento de Arendt. ¿Cómo no aterrarse, al igual que ella, ante esa normalidad que aniquiló a los judíos europeos y que ahora está devorando al mundo y devorándonos a nosotros mismos? ¿Por qué el mal debe ser lo normal? ¿Por qué lo normal debe ser patológico?

Sumisión, convencionalismo, conformidad, obediencia

La patología de la normalidad intrigó a numerosos pensadores e investigadores entre los años treinta y setenta del siglo XX. La mayor parte de ellos querían entender por qué la gente normal podía comportarse tan patológicamente como lo hicieron los nazis. Hubo numerosas respuestas. Recordemos las más conocidas.

Wilhelm Reich atribuyó la patología de la normalidad a la sumisión resultante de la represión sexual generalizada. Erich Fromm prefirió explicarla por el miedo a la libertad, por la adaptación estática, por el conformismo y por un autoritarismo por el que se desea dominar y ser dominado, controlar y ser controlado. En el mismo sentido, Theodor Adorno y sus colegas atribuyeron las tendencias patológicas de los normales al influjo de una personalidad autoritaria en la que predominan tendencias como el sometimiento y el convencionalismo. Por su parte, los experimentos de Muzafer Sherif y Solomon Asch evidenciaron la normalización, la conformidad y la influencia normativa, mientras que los de Stanley Milgram demostraron hasta dónde puede llevar la obediencia y los de Philip Zimbardo exhibieron el peso de los roles y de la situación.

Las respuestas difieren unas de otras, pero tienen algo en común: todas muestran que el problema de la normalidad es la normalidad misma. Ser normal es lo patológico. La patología estriba en hacer lo normal, en comportarse normalmente al adaptarse a la situación y cumplir su rol en Zimbardo, al obedecer en Milgram, al conformarse al grupo en Asch y Sherif, al someterse y ser convencional o conformista en Adorno, Fromm y Reich. En todos los casos, comportarse normalmente no significa ni más ni menos que actuar patológicamente al equivocarse, al sugestionarse, al dejarse manipular por el otro, al agredirlo, al abusar de él, al estar dispuesto a torturarlo e incluso matarlo. Todo esto se hace porque se actúa con toda normalidad.

Sensatez de la sana locura

Habría que actuar anormalmente, como un loco, para curarse de la patología de la normalidad. Uno dejaría entonces de comportarse normalmente, pero por esto mismo dejaría de actuar patológicamente. Dejaría de afirmar que las rayas no tienen el tamaño que tienen en el experimento de Asch. Luego, en la situación experimental carcelaria diseñada por Zimbardo, no abusaría de sus semejantes ni tampoco los maltrataría por gusto. De igual modo, preferiría desobedecer que matar al prójimo en el experimento de Milgram. Y ante los ojos atónitos de Fromm, Reich y Adorno, se mostraría insumiso e inconforme, desafiaría la autoridad, se rebelaría contra ella y lucharía por su libertad. Haría lo más razonable por actuar del modo más anormal.

Aunque hubiera enloquecido, el anormal estaría menos enfermo que los normales, que los equivocados, los manipulados y sugestionados, los torturadores y asesinos. Ellos, los normales, padecerían su normalidad patológica, mientras que él gozaría de perfecta salud. Su locura sería una sana locura, sí, literalmente sana, es decir, de acuerdo al origen etimológico del término, saludable, cuerda, razonable, sensata.

La sensatez de la sana locura se comprueba en que no hace caer en las iniquidades y equivocaciones a las que arrastra la normalidad patológica. Mientras los normales desvarían al maltratar a sus semejantes o al dejarse hipnotizar por ellos, el anormal da un paso atrás, y a veces otro y otro más, hasta quedar completamente loco. Y entonces, gracias a la sana distancia de su locura, puede observarlo todo muy bien, demasiado bien. Y al observarlo todo así, tan bien, puede ser que se pregunte por qué la gente normal es tan malvada y tan estúpida. ¿Por qué se destruye a sí misma y destruye todo lo que le rodea? ¿Por qué hace y se hace tanto mal? ¿Por qué?

La cuestión del origen

¿Por qué la patología de la normalidad? Ya recordamos las más famosas respuestas que se dieron a esta pregunta: el convencionalismo, el conformismo, la conformidad, la sumisión, la obediencia, la normalización, la situación, los roles. El problema de estas respuestas es que explican la normalidad patológica por la normalidad misma, por los estados y procesos que la crean, lo que resulta revelador, pues nos confirma que la patología estriba en la normalidad misma. Pero nos quedamos con la pregunta en la boca: ¿por qué la patología de la normalidad?

¿Por qué lo normal resulta patológico? ¿Por qué el convencionalismo, el conformismo, la conformidad, la sumisión y los demás procesos o estados normalizadores desembocan en juicios erróneos o en actitudes violentas? ¿Cuál es el origen de esta violencia, de este error, de esta condición patológica de la normalidad? Sólo parece haber una respuesta posible, y es que la patología de lo normal, como un mal inherente a la norma, se origina en donde se origina la norma: en la cultura, en la sociedad, en la economía.

El origen de la norma es así el de su patología. Este origen es el mundo cultural y socioeconómico en el que vivimos: un mundo englobado, gobernado y organizado actualmente por el sistema capitalista. ¿No es acaso el capitalismo el que establece las principales normas por las que se rige la época moderna? Es verdad que estas normas enloquecedoras provienen a veces de un pasado precapitalista, pero han sido heredadas y refrendadas por el capital y están hoy en día subsumidas en él.

Es principalmente el capitalismo, por lo tanto, el que produce nuestra normalidad y su patología. ¿Cómo la produce? Imponiendo sus normas enloquecedoras. ¿Y cómo las impone? Mediante el convencionalismo, el conformismo, la conformidad, la sumisión, la obediencia y los demás fenómenos que ya mencionamos. Estos procesos y estados psicológicos no suelen ser actualmente sino medios al servicio del sistema capitalista. El capitalismo los impone y los implementa eficazmente a través de sus dispositivos laborales, organizacionales, tecnológicos, mediáticos, publicitarios, comunicacionales, relacionales y gubernamentales, entre ellos el propio Estado con sus aparatos represivos, disciplinarios e ideológicos.

Todos los dispositivos del sistema, hoy articulados en el más actual capitalismo neoliberal, engendran a sujetos obedientes, sumisos, conformistas y convencionales. Tales sujetos son los Eichmann del presente: los patológicamente normales, terrible y terroríficamente normales, que están dispuestos a todo simplemente para que el experimento continúe, para que el sistema siga funcionando, para que no pare la destrucción de todo y de nosotros mismos.

Sociedad enferma

La patología destructiva y autodestructiva de la gente normal es la del propio sistema capitalista que lo destruye todo para transmutarlo todo en más capital. Es así como la vida humana, una vez convertida en fuerza de trabajo y de consumo, puede transformarse en algo tan muerto como la plusvalía. Es así también como la naturaleza entera debe envenenarse y devastarse para convertirse en materia prima, en mercancías y al final en más y más capital. Este proceso asesino y suicida requiere del comportamiento patológicamente normal de los empresarios, los industriales, los especuladores y los gobernantes, pero también de todos los trabajadores y consumidores, todos entregados a la normalidad patológica del sistema capitalista.

La patología de la normalidad no sólo afecta directamente al capitalista, sino también indirectamente al explotado por el capital. Esto es así porque, por así decir, como habremos de mostrarlo más adelante, la normopatía de toda la sociedad es la normopatía de la clase dominante. De ahí que Joseba Atxotegui (1982) no dude en definir al normópata, con mucha razón, como el “individuo que se adapta a las normas impuestas por la clase dominante de su sociedad y que jamás adopta posturas independientes o rebeldes cuando llega el caso” (p. 182). El normópata es entonces el trabajador sumiso, adaptado, satisfecho, desclasado, aburguesado, normalizado como capital encarnado, como subjetivación del mismo capitalismo que lo explota y en el que se enajena.

Como vemos, el capitalismo no sólo tiene una existencia objetiva, sino que también existe subjetivamente a través de la patología de la gente normal. Esta gente está literalmente poseída por el capital. Es el capital el que la vuelve posesiva, agresiva y competitiva, pero también convencional, conformista y sumisa. Esta normalidad patológica radica en el sistema capitalista que se despliega socialmente a través de los sujetos y las relaciones de unos con otros.

La sociedad constituida por el capital es la enferma y la que nos enferma. Fromm (1955) la describe con agudeza como una “sociedad insana que crea hostilidad mutua y recelos, que convierte al hombre en un instrumento de uso y explotación para otros, que lo priva de un sentimiento de sí mismo, salvo en la medida en que se somete a otros o se convierte en un autómata” (p. 66). El resultado es el comportamiento entre dócil y maquinal de un sujeto siempre insensible, irreflexivo, sumiso, explotable y simultáneamente hostil y receloso, así como conformista y convencional, egoísta e interesado, y además, como ya lo señalamos, posesivo, agresivo y competitivo. Este sujeto es el patológicamente normal: el que se ha enfermado gravemente de capitalismo. Su enfermedad es el capital y no es exactamente una enfermedad individual, sino social. Es la sociedad capitalista la que está enferma.

La enfermedad no es originariamente del individuo, sino de la sociedad capitalista en la que vive. Esto lo entendió muy bien Fromm (1955) y por ello aceptó que “una sociedad en su conjunto podía carecer de equilibrio mental”, describió nuestra sociedad como una “sociedad insana” y definió la “patología de la normalidad” como la “patología de la sociedad occidental contemporánea” (pp. 13 y 66). Pocos años después, en el mismo sentido, Paul Baran (1960) consideró que el capitalismo impedía la existencia de un “individuo sano” y afirmó que “los límites para la curación del alma humana eran establecidos por la enfermedad de la sociedad en la que vive” (p. 19).

La concepción de la enfermedad social como patología de la normalidad individual es un punto fundamental en el que vemos coincidir a Fromm y a Baran. Estos dos pensadores coinciden también al referirse a la enajenación para explicar la forma en que la sociedad enferma produce al individuo patológicamente normal. Este individuo sería el enajenado en el capitalismo.

Enajenación

El concepto de la enajenación como patología de la normalidad será especialmente profundizado por Fromm en cuatro lecciones que impartió en 1953 en la New School for Social Research de Nueva York. Estas lecciones ofrecen un repertorio de manifestaciones de la condición enajenada presentada como la “enfermedad del hombre actual” (Fromm, 1953, p. 55). El normópata de la actualidad sufriría de seis patologías ligadas respectivamente con la enajenación de las cosas, de las personas, del lenguaje, del sentimiento, del pensamiento y del amor. Cada entidad enajenada merece que nos detengamos un momento en ella.

El sujeto patológicamente normal enajena las cosas al “abstraerlas”, al percibirlas tan sólo en su valor de cambio, en su precio o en su equivalente en dinero, en lugar de verlas como tales, como lo que son en su concreción y en su valor intrínseco (Fromm, 1953, pp. 55-60). De modo análogo, en la enajenación de las personas, el sujeto se considera él mismo una “mercancía” que sólo tendría valor al “venderse” y al “cotizarse bien” en el mercado en el que se ha convertido la sociedad (pp. 61-62). La enajenación del lenguaje hace que las palabras dejen de servir para comunicar y sólo se utilicen para “llenar huecos, para llenar el vacío que sentimos dentro de nosotros mismos y en la comunicación con los demás” (pp. 62-66). El sentimiento enajenado se transforma en “sensiblería”, en “sentimentalismo” sin contenido, sin “realidad” ni “apego” (pp. 66-70). Esta conversión es muy semejante a la que ocurre en la enajenación del pensamiento que lo convierte en pura “inteligencia”, en simple “habilidad para manejar conceptos” en lugar de capacidad para “atravesar la superficie de las cosas” (pp. 77-80). La enajenación del amor, por último, lo disociaría entre la “sexualidad” puramente carnal y la amistad consistente en un  simple “llevarse bien” (pp. 81-82).

Las seis formas de enajenación discernidas por Fromm, que siguen siendo tan vigentes hoy en día como en 1953, corresponden a seis manifestaciones de la patología de la normalidad en el capitalismo. No se excluyen unas a otras. Por el contrario, se apoyan y sostienen unas en otras y se anudan entre sí en el perfil del sujeto patológicamente normal. Este sujeto enajenado, enfermo de normalidad, será punto de confluencia de sus diversas enajenaciones: podrá ser muy inteligente y un gran sentimental, pero estará desprovisto de pensamientos y sentimientos verdaderamente profundos, carecerá de cierta incapacidad de amar, y aunque pueda ser a lo sumo sociable y sensual, utilizará sus palabras para llenar su vacío y habitará en un mundo compuesto de puras mercancías.

Generalización de la normalidad patológica

Aunque el aporte de Fromm siga siendo tan vigente hoy en día como en 1953, es claro que no agota la descripción de la patología de la normalidad. No sólo hay otras formas de normopatía vislumbradas por el propio Fromm en otras partes de su obra, sino que hay también más rasgos patológicos normales que Fromm nunca mencionó, ya sea porque le pasaron desapercibidos o porque todavía no se manifestaban en su tiempo. Algunos de estos rasgos fueron observados posteriormente por Joyce McDougall (1978) y por Christopher Bollas (1987), quienes desgraciadamente asociaron sus observaciones a cuadros normopáticos particulares, el del “anti-analizante” de  McDougall y el del “normótico” de Bollas, que se distinguieron de una supuesta normalidad sana o no-patológica. Esta distinción tenía ciertamente una utilidad clínica, sirviendo para diferenciar al normal enfermo del normal sano, pero al mismo tiempo, al no rechazar abiertamente la noción del normal sano, reproducía el vínculo perverso entre lo sano y lo normal, impidiendo así la necesaria y urgente crítica de la normalidad en general y no sólo de cierta normalidad.

Lo diagnosticado por Bollas y por McDougall no parece consistir, de hecho, sino en una manifestación particularmente acentuada y palmaria de la patología de cualquier normalidad. Basta examinar con cierto detenimiento los comportamientos habituales y mayoritarios en la sociedad actual para convencernos de que todo sujeto normal está sufriendo en cierto grado, al menos en cierto grado, la patología de la normalidad que Bollas y McDougall observan sólo en unos pocos sujetos. De ahí que sus observaciones puedan generalizarse y así canalizarse a una crítica de lo normal que a todos nos enferma.

En una justa generalización de McDougall (1978), debemos reconocer que todos los sujetos normales, al menos en cierta medida, se “mueven en el mundo como autómatas” (p. 100), actúan como “robots programados” (p. 109), se expresan en un lenguaje “aplanado y sin matices” (pp. 100-101), tienen “opiniones banales” (p. 106), utilizan “clichés y lugares comunes” (pp. 100-101) y respetan estos “lugares comunes como respetan las reglas de la sociedad” (p. 220). Todos los normales tienden a obedecer dócilmente “un sistema inmutable” de “reglas de conducta” sin relación alguna con lo que son (p. 108) y pierden el “contacto” consigo mismos (p. 106) al tiempo que reducen “a cero” la distancia entre ellos y el Otro (p. 107). Podemos decir, pues, que todos los normales, al estar enfermos de su normalidad, se encuentran “sobre-adaptados al mundo real” (p. 222), están “demasiado adaptados a la vida” (p. 214), van perdiendo cualquier “deseo de explorar, de comprender, de saber” y poco a poco limitan el pensamiento a su funcionamiento “operatorio” y dejan de utilizarlo para “conocer lo que pasa al interior de ellos o en el mundo oculto de los demás” (p. 115).

Podemos también generalizar las observaciones de Christopher Bollas (1987) en torno a la “enfermedad normótica” y sostener que toda la gente normal, por lo menos en cierto grado, es “anormalmente normal”, muestra “demasiada estabilidad, seguridad, comodidad y extroversión”, tiene un “desinterés fundamental con respecto a la vida subjetiva”, está “desprovista de vida psíquica”, sufre de un “desvanecimiento de su propia subjetividad” y concibe su identidad como un “objeto material entre otros productos manufacturados” (pp. 135-156). Hay que subrayar que esta objetivación y desubjetivación de los sujetos patológicamente normales, tal como es expuesta por Bollas, corresponde exactamente a lo que Marx (1844) encuentra en una sociedad capitalista en la que los sujetos pierden su propia subjetividad y se tornan objetos de los objetos, de las mercancías, del dinero. Marx (1858) también muestra cómo el capitalismo reduce a los sujetos a la condición de autómatas o robots programados como los normópatas de McDougall.

Es indudable que McDougall y Bollas, al indicar los rasgos característicos de sus enfermos de normalidad, están caracterizando a todos los sujetos patológicamente normalizados por el sistema capitalista. Están continuando así la caracterización que había sido ya empezada por Fromm.

El repertorio frommiano de rasgos de la patología de la normalidad puede enriquecerse con los rasgos normóticos y normopáticos observados por Bollas y por McDougall. Tendremos entonces un perfil más fino y completo del sujeto normal enfermo de capitalismo. Desde luego que aún es posible afinarlo y completarlo, pero también podemos quedarnos con él tal como lo hemos delineado. Ya es bastante satisfactorio. Quizás únicamente sea necesario actualizarlo, pues han pasado ya más de tres décadas, el capitalismo se ha vuelto neoliberal y esto ha tenido efectos cruciales en la patología de la normalidad.

La normopatía capitalista exacerbada en la normopatía neoliberal

El neoliberalismo no deja de ser capitalismo. El capital sigue moldeando interiormente su patología de la normalidad. Sin embargo, como veremos ahora, la normopatía neoliberal tiene algunos aspectos distintivos que le dan un tinte particular y que provienen ya sea de una especificación o de una simple agudización de sus rasgos patológicos determinados por el sistema capitalista.

Como Enrique Guinsberg (1994) nos lo ha mostrado en un texto pionero, la normopatía capitalista se vuelve neoliberal cuando el neoliberalismo acentúa los “requerimientos” del capital: más “competencia”, más “rendimiento”, un “consumo constante y cada vez mayor”, una subjetividad constituida cada vez más como “individualidad” y cada vez menos como “comunidad”, sujetos actuando cada vez menos como “clases y ciudadanos” y cada vez más como “productores y consumidores” (pp. 25-26). El resultado es el normópata neoliberal. Se trata de un sujeto normal porque es “eficiente” y “competente” (p. 27), pero enfermo por sus “tendencias narcisistas”, por su “egoísmo”, por sus “vínculos cada vez más fríos y distantes” (p. 29), por la “alienación” en su “consumismo” (p. 31), por su insaciabilidad en el consumo y por su “envidia” cuando no puede consumir lo que otro sí puede (p. 32), por su constante “angustia” e “insatisfacción ante el vacío” y por su “búsqueda desesperada de un sentido de vida” (p. 33).

Si nos atenemos a lo expuesto por Guinsberg, notamos que todos los rasgos del normópata del neoliberalismo ya se encontraban en el del capitalismo. Únicamente los vemos agravarse. Tal agravación ocurre también con otros aspectos no considerados por Guinsberg, entre ellos uno de los más característicos de la normalidad patológica, el del conformismo, en el que se concentra Christophe Dejours (1998) en su diagnóstico de la normopatía neoliberal.

Dejours no se limita simplemente a describir la normalidad patológica neoliberal como un caso de extremo conformismo ante la injusticia y la desigualdad, sino que intenta explicar lo que describe. Su explicación considera dos factores: por un lado, la división del trabajo que provoca un “estrechamiento concéntrico de la conciencia, de la responsabilidad y de la conciencia moral”; por otro lado, la “manipulación política” del “miedo” provocado por la precariedad, la inestabilidad y la inseguridad por las que se caracterizan las condiciones laborales en el neoliberalismo (Dejours, 1998, pp. 171-172).

El miedo al desempleo y a la miseria, un miedo intensificado en la fase neoliberal del capitalismo, tendría un efecto normalizador en el trabajador al que hundiría en el conformismo. Su normopatía conformista sería una “estrategia defensiva” contra la ansiedad, contra la incertidumbre, contra el riesgo, contra el miedo ante “la suerte de los que no adhieren al engaño”, pero también contra el temor a reconocer “la propia cobardía” y contra el “sentimiento de culpabilidad” por no hacer nada en semejantes circunstancias (p. 147). Esta estrategia defensiva sería semejante, según Dejours, a la que suscitó una patología de la normalidad como la de Eichmann. La banalidad del mal en el nazismo sólo habría sido posible por una “banalización del mal” como la que ahora estaría ocurriendo en el capitalismo neoliberal (pp. 135-137). Tendríamos una vez más la exacerbación del miedo y la resultante propagación del conformismo. Habría, pues, una cierta continuidad entre la normopatía en el nazismo y en el neoliberalismo.

Tanto en Dejours como en Guinsberg, el actual normópata de la fase neoliberal del capitalismo no se distingue cualitativamente de los normópatas de fases anteriores. Hay un recrudecimiento de lo mismo, pero no una verdadera diferenciación. Incluso la diferencia reconocida por Dejours tiene precedentes como los que encontramos en el nazismo. No corresponde a nada verdaderamente nuevo.

Lo nuevo de la normopatía neoliberal

¿Hay alguna verdadera novedad en la normopatía del neoliberalismo? Responderemos afirmativamente si consideramos aquellas reflexiones actuales que, aunque no aborden explícitamente la patología de la normalidad, sí examinan detenidamente ciertos aspectos por los que se distinguirían las configuraciones típicas del psiquismo producidas por el sistema neoliberal. Estas reflexiones psicológicas nos permiten inferir fácilmente ciertas implicaciones psicopatológicas. No es difícil, por ejemplo, reconstruir una psicopatopolítica sobre la base de la célebre psicopolítica del filósofo coreano Byung-Chul Han. Basta explicitar su concepción implícita de una grave normopatía neoliberal claramente diferenciada con respecto a la normopatía capitalista de tipo clásico.

A diferencia de la patología de la vieja normalidad capitalista, lo que tenemos en la fase neoliberal, según Byung-Chul Han (2014), es una psicopatología en la que ya no predominan “coacciones externas limitadas” consistentes en hacer que el “sujeto” haga “lo que se debe”, sino exigencias internas “ilimitadas” en términos de un “rendimiento” y una “optimización” enfocadas al “poder hacer” de un sujeto entendido ahora como “proyecto” (pp. 11-12). El proyecto no tiene límites. Un horizonte inabarcable de posibilidades se abre ante el sujeto neoliberal. Sus exigencias internas, sus aspiraciones y sus ambiciones, que pueden frustrarlo o acelerarlo hasta llevarlo a “la depresión” o al “burnout”, lo condenan invariablemente a una situación patológica en la que incesantemente “explota su libertad”, se “auto-explota”, se “aísla”, se “responsabiliza de sus fracasos” y “se agrede a sí mismo” (pp. 12-18). La relación consigo mismo es la relación con una “persona positivizada en cosa” (p. 26). Todo esto conduce a la “destrucción del alma humana” (p. 51).

El psiquismo termina extinguiéndose al ser atacado por la enfermedad terminal del neoliberalismo. Lo que ocurriría en esta normopatía neoliberal, tal como se la representa Byung-Chul Han, es el dominio total y totalitario de un capitalismo que se apodera completamente del psiquismo del sujeto hasta el punto de eliminar cualquier alternativa, cualquier otredad, cualquier posible espacio de resistencia.

Recordar a Marx para entender la normopatía

El sujeto enfermo de neoliberalismo se dedica a explotarse a sí mismo porque se ha dejado poseer enteramente por el capital que lo explota. Lo explotador se confunde con lo explotado. La autoexplotación aparece como el proceso normopático neoliberal por excelencia. ¿Pero acaso este proceso no es típico del capitalismo en general y no sólo del neoliberalismo en particular? Mucho antes del advenimiento de nuestra sociedad neoliberal, burgueses y obreros ya se explotaban de modo normopático a sí mismos, inmolando irracionalmente su propia vida en el altar del sistema capitalista, los primeros para mantener su nivel de vida burguesa y los segundos únicamente para mantenerse con vida.

En el caso preciso de los obreros explotados no sólo por ellos mismos, sino además y principalmente por los burgueses, Marx (1844, 1858, 1867) nos muestra cómo proceden patológicamente como lo contrario de lo que son, como verdaderos comerciantes o empresarios libres, cuando se ven obligados a vender su propia vida como fuerza de trabajo, como una mercancía, como un capital. Y una vez que han logrado venderse, como también lo demuestra Marx (1858, 1866), los trabajadores normales terminan transformándose, de modo igualmente patológico, en capital, en capital humano, en capital variable, y reaparecen entonces como una encarnación del mismo capital que los explota. Sus vidas, convertidas en trabajos del capital, son operaciones de la muerte misma que devora sus vidas. La destrucción patológica de todo y de todos es la forma normal de producción. La normalidad es patológicamente capitalista.

El capital se despliega en toda la sociedad. Llegamos aquí al fundamento económico material del mecanismo ideológico por el que las ideas que dominan en una sociedad, según la famosa fórmula de Marx y Engels (1846), son las de la clase dominante de tal sociedad. ¿Y acaso este mecanismo ideológico no es precisamente lo que subyace a la represión, al conformismo, a la adaptación, al convencionalismo y a los demás procesos de producción de normopatía que fueron identificados en su momento por Zimbardo, Milgram, Adorno, Fromm y Reich?

Si el capitalismo tiende a desquiciar a sus víctimas, convirtiendo a los sujetos normales explotados en peligrosos normópatas, es por una simple razón que ya fue repetida una y otra vez por Fromm: porque los enajena, porque les impone una forma capitalista de pensar y de actuar que les es ajena, que no corresponde a lo que son en sí mismos y en la sociedad, sino a lo contrario de lo que son, a sus opuestos, a sus enemigos, a la clase dominante, como bien lo reconoció Atxotegui (1982) en el pasaje citado anteriormente. Y si el capitalismo les impone a los sujetos normales tales ideas y conductas ajenas y patológicas para ellos, tóxicas y perjudiciales para lo que son, es fundamentalmente, como hemos visto, porque los reduce a no ser más que una de las formas de existencia del capital. Es también por esto que en el capitalismo, desde un principio y no sólo a partir del momento neoliberal, el sujeto es aquel normópata que Foucault (1979) describió como “empresario de sí mismo” y que no es ni más ni menos que “su propio capital, su propio productor, la fuente de sus ingresos” (pp. 264-265). Tenemos en esta definición, en el punto foucaultiano del que parte Byung-Chul Han para elaborar su psicopolítica, la mejor definición del proletario enajenado como capital variable en la teoría de Marx: una teoría del capitalismo en general y no sólo del neoliberalismo en particular. Quizás lo único distintivo del neoliberalismo sea la manera en que posibilita esa totalización del capitalismo por la que el mismo capitalismo delata su funcionamiento estructural.

El capitalismo neoliberal se apropia de todo, se globaliza y lo engloba todo, excluyendo cualquier otra dimensión que lo contradiga. Esta unidimensionalidad sería lo distintivo del neoliberalismo. Sin embargo, una vez más, estamos ante un fenómeno que ya existía con anterioridad. Herbert Marcuse (1964) ya lo denunciaba en los años sesenta del siglo XX, antes del capitalismo neoliberal propiamente dicho, cuando ya se veía que la única dimensión del sistema podía excluir cualquier otra.

Marcuse (1964), de hecho, ya nos habló de la forma normopática en que el sujeto se auto-explotaba y explotaba su propia libertad convertida en principio de represión y no de liberación. Mucho de lo que nos expone ahora Byung-Chul Han ya fue expuesto por Marcuse en los años sesenta, lo que significa, no que Han sea un plagiario, sino que va por buen camino al redescubrir en la actual fase neoliberal del capitalismo la misma patología de la normalidad que ya se había descubierto en manifestaciones anteriores del mismo capitalismo. El capital no deja de revelar su normalidad patológica: la padecida por todos los que vivimos en él.

Beneficios

El cuadro normopático tácitamente denunciado en el pensamiento de Marcuse parece prefigurar el implícito en la reflexión de Byung-Chul Han. En ambos casos, como en los demás, la única salida es la anormalidad, la sana locura, como el propio Marcuse llegó a reconocerlo en su momento. Este reconocimiento, por cierto, se encuentra igualmente en Joyce McDougall (1978), quien terminó sabiamente identificando su normopatía con la normalidad al sostener que sólo escapaban de ella “algunos genios y algunos locos” (p. 221).

Habría que enloquecer o elevarse a la genialidad para curarse de la patología de la normalidad. Tristemente, por más que uno quiera ser genio o loco, no basta quererlo para serlo. “No se vuelve loco el que lo quiere”, como decía el joven Lacan (1946, p. 175). Además, como es bien sabido, la locura no es necesariamente sana: los perfiles geniales y enloquecidos no aseguran la salud, sino que vienen frecuentemente acompañadas por cuadros patológicos tan destructivos para el individuo y para su entorno inmediato como lo es la normopatía para la humanidad y para el mundo entero. Y, por si fuera poco, la genialidad y la locura le cuestan demasiado caras a quienes honran con sus favores. El precio que debe pagarse por ellas es tan alto que muy pocos de nosotros estaríamos dispuestos a pagarlo. Para empezar, hay que renunciar a todos los beneficios secundarios que recibimos a cambio de nuestra normopatía. Y, como también lo reconoció McDougall (1978), no hay ninguna enfermedad que aporte “beneficios secundarios” tan altos como la patología de la normalidad (p. 219).

Curarnos de nuestra normopatía puede hacer que perdamos todo lo que el sistema capitalista concede a quienes aceptan estar enfermos de él: trabajo, dinero, derechos, respeto, seguridad, reconocimiento público, posición social, una cierta independencia y muchas cosas más. Lo que recibimos a cambio de nuestra normalidad patológica es precisamente lo que suele arrebatárseles a quienes enloquecen. Es nuestro consuelo, nuestro premio, nuestro precio, nuestro soborno. Es lo que se nos paga por ser patológicamente normales y por cumplir así nuestra vergonzosa función en el sistema capitalista.

Referencias

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