Centro y periferia del sujeto, del capitalismo y del psicoanálisis

Presentación de la obra colectiva Descentrar a psicanálise, uma vez mais, coordinada por Carolina Lo Bianco y Tania Rivera, en la Universidad Federal de Río de Janeiro, Brasil, el martes 16 de septiembre de 2025

David Pavón-Cuéllar

La noción de un descentramiento psicoanalítico del sujeto se ha convertido en un lugar común entre quienes seguimos a Freud. En la comunidad lacaniana, el descentramiento suele entenderse como la subversión del sujeto a la que se refería Lacan. El psicoanálisis habría subvertido al sujeto al descentrarlo del sujeto filosófico, el de conocimiento, el trascendental identificado con la res cogitans, con la cosa pensante cartesiana, con el yo del cogito, del yo pienso, luego yo existo.

Freud nos ha enseñado efectivamente que el yo no es el centro del sujeto, que no es el centro ni siquiera de sí mismo, que no es amo ni siquiera en su propia casa. Digamos que su casa está ocupada, encantada, hechizada y acechada por el otro como por un fantasma. La otredad posee al yo, el cual, entonces, como decía Lacan, es un otro, estando fundamentalmente alienado, ya desde su aparición en el exterior del espejo.

El reconocimiento de la alienación fundamental del yo es crucial en el psicoanálisis. Es un umbral que debemos cruzar para internarnos en el campo psicoanalítico. Es una condición ineludible, indispensable, necesaria, pero no suficiente para la efectuación de lo que está en juego en la herencia freudiana.

En el psicoanálisis, el descentramiento del sujeto con respecto al yo no puede ser nuestro punto de llegada, sino sólo nuestro punto de partida. Esto lo entienden muy bien Anna Carolina Lo Bianco y Tania Rivera, las coordinadoras de la obra colectiva Descentrar a psicanálise, uma vez mais. De ahí que la obra se abra, en la introducción escrita por las coordinadoras, por el yo que no es amo ni siquiera en su propia casa.

Comenzamos por donde hay que empezar, pero tan sólo para dar el primer paso y para ir más allá. El descentramiento del sujeto con respecto al yo es insuficiente porque el centro abandonado por el yo puede ser ocupado por algo más que pase a constituir otro centro. Esto puede ocurrir incluso cuando el centro es ocupado por un ello en el que recentramos una psicología del ello que viene a reemplazar la despreciable y bastante desacreditada psicología del yo con su derivación en la psicología del self o del yo mismo entendido como redundante repliegue autoconsciente del yo sobre sí mismo.

En lugar del yo y de su mismidad, el centro puede ser ocupado también por el inconsciente y dar lugar a una psicología del inconsciente, centrada en el inconsciente. El centro puede ser también el sujeto del inconsciente, así como la histeria, el significante y muchas otras cosas. En todos los casos, tenemos un restablecimiento del centro, un recentramiento de la doctrina psicoanalítica sobre sí misma, un recentramiento sobre su núcleo de certezas.

El recentramiento del psicoanálisis es una expresión de lo que Lacan describía como las revoluciones que se resuelven y se consuman en el momento de la reacción, de la restauración, de la reconstitución del amo, de su poder, en tanto que centro. El camarada Stalin viene a ocupar el sitio político central que antes era ocupado por el Zar Nicolás II. La dictadura de una clase, la aristocracia o la burguesía, tan sólo desaparece para ceder su lugar a la dictadura de otra clase, del proletariado.

Lo cierto es que el proletariado tiene que dejar de ser lo que es para imponerse y eternizarse como clase dominante. Si puede aceptarse esta dominación de clase del proletariado, es porque no se comprende que el proletariado es la negación de sí mismo como clase y la negación también de la sociedad de clases y por ende igualmente de la dictadura de una clase, de su dominación, de su poder sobre la sociedad entera, de su posición como centro en torno a lo cual todo tiene que orbitar. Es lo mismo que no se comprende cuando se pone el ello en un lugar central que antes era ocupado por el yo, como si el ello pudiera estar en el centro, como si no fuera precisamente ello, es decir, algo que aparece apartado, allá, no aquí, no siendo yo, sino ello para el yo.

Un ello puesto en el centro ya no es ello, sino una máscara del yo, exactamente como el proletario que sube y se mantiene arriba ya no es proletario, sino un burócrata en el que Lacan descubre una forma patológica del burgués. El riesgo de aburguesar al proletariado al hacerlo ascender es algo con lo que estamos tristemente familiarizados. Para evitar que esto suceda, necesitamos recordar siempre la estrategia política del marxismo en la que es únicamente para destruir el arriba que los de abajo tienen que subir.

Darle el poder al proletariado sólo puede tener sentido, para nosotros los marxistas, como un medio para neutralizar el poder. El poder ejercido por el proletariado se ve neutralizado a causa de la irreductible incompatibilidad entre el poder positivo y un proletariado concebido como negatividad, como vacío esencial de ser y de poder, como un cero que anula cualquier poder multiplicado por él. Un poder multiplicado por 0, ejercido por el 0 proletario, arroja siempre cero como resultado.

Es para que ya no haya un centro que nosotros los marxistas queremos que el centro esté ocupado por los proletarios. De igual modo, poner el ello en el centro sólo puede tener sentido, para nosotros los freudianos, para disolver el centro, para disiparlo, para suprimirlo. Esta supresión del centro, que no es otra que la del arriba concebido como punta de la pirámide, es un punto en el que vemos converger el marxismo y el psicoanálisis consecuentes: es un desenlace del proceso analítico y de un movimiento revolucionario que no tiene absolutamente nada que ver con la restauración del poder.

La revolución que interesa en el psicoanálisis, como la que interesa en el marxismo, no es la que sustituye un centro por otro. Esto lo comprende muy bien Maria Cristina Poli, quien por eso nos recuerda en su capítulo que el referente revolucionario del psicoanálisis no debe ser Copérnico, sino Kepler, quien se distingue por haber demostrado que no hay un centro único. No sólo giramos en torno al sol con el que Lacan representó al amo, sino en torno a un foco vacío que el mismo Lacan asoció con el siempre evasivo objeto de nuestro deseo.

El objeto de nuestro deseo nos impide estar centrados en aquello que parece regir nuestra vida. El significante-amo no deja de ser desafiado por el objeto que subyace a lo que deseamos. Este mismo objeto, el objeto del psicoanálisis, debería impedirle al psicoanálisis recentrarse en cualquier significante-amo que pondría en lugar del yo de la psicología.

Cuando recentramos el psicoanálisis es ciertas nociones, estamos traicionando lo que Lo Bianco y Rivera tienen razón de llamar el “descentramiento constitutivo” del psicoanálisis. Este descentramiento es un giro no sólo metologógico, teórico y epistemológico, sino práctico social y ético-político. Es por esto que nos hemos sentido autorizados a vincular el ello con el proletariado y el yo con con el estado burocrático. Es por lo mismo que Guilherme da Veiga y Marta Rezende Cardoso han podido contraponer en su capítulo el descentramiento psicoanalítico al centramiento mortal de la masa totalitaria.

Lo que Freud nos ha legado no puede operar sino de forma constitutivamente descentrada, tortuosa, indecisa, vacilante, sin un eje rector, sin una orientación predefinida, siempre en la duda, en la incertidumbre. Esto suele olvidarse cuando sucede lo que no deja de suceder: cuando la herencia de Freud se repliega sobre sí misma y se recentra en sí misma, cuando se torna corriente de la psicología, supuesto saber metapsicológico, recetario manualesco, asignatura universitaria o dogma para dar sustento a sectas freudianas, kleinianas, lacanianas y millerianas en las que retorna la horda primordial eterna que nunca deja de retornar. Así como el retorno de la horda es incesante en las asociaciones y escuelas de psicoanálisis, de la misma forma el recentramiento del saber psicoanalítico es incesante y por ello necesitamos constantemente descentrarlo, como lo propone la obra coordinada por Lo Bianco y Rivera.

El argumento de Lo Bianco y Rivera es claro: el psicoanálisis debe descentrarse a sí mismo, descentrándose de todo aquello que él mismo pone en el centro, para poder seguir efectuando los diversos descentramientos que lo caracterizan y que no se reducen al del yo con respecto al sujeto. Hay, en efecto, otros descentramientos freudianos considerados por los autores a los que han convocado Lo Bianco y Rivera en su libro. Por ejemplo, Joel Birman discierne cuatro importantes desplazamientos descentradores en el desarrollo del pensamiento de Freud: primero de la conciencia al inconsciente, luego del yo al gran Otro, después de la representación a la pulsión y finalmente del individuo a su núcleo inconsciente social, político, exterior, éxtimo, como diría Lacan.

Los descentramientos efectuados por Freud no tienen lugar tan sólo en la teoría, como los cuatro discernidos por Birman, sino también en la técnica y en la práctica. Es el caso de al menos dos descentramientos que encontramos en la obra de Lo Bianco y Rivera. El primero de ellos, destacado en el capítulo de Roberta de Oliveira Mendes, Milena da Rosa Silva y Fernanda Pacheco-Ferreira, es el posibilitado por la asociación libre y la atención flotante que descentran al psicoanálisis del control consciente y del principio de productividad. No es necesario destacar el aspecto subversivo de este descentramiento en una sociedad neoliberal crecientemente controlada y productivista.

Otro descentramiento freudiano de índole técnica-práctica, el resaltado por Tania Rivera, es el que va de la racionalidad a la sexualidad femenina pasado por la escucha de las histéricas. La escucha de estas mujeres descentra literalmente a Freud, lo descentra de lo racional aparentemente asexual, pero también de lo sexual patriarcal. Rivera no piensa que el patriarcado haya sido subvertido y superado por Freud, pero sí reconoce en Freud un descentramiento por el que se reproduce tanto como se perturba la estructura patriarcal con su apariencia de racionalidad.

Freud consigue descentrarse por momentos del patriarcado, pero no lo subvierte ni lo supera, ya que el elemento patriarcal se encuentra en la composición estructural de todo aquello que aborda y de las categorías mismas con las que lo aborda. Lo mismo sucede con la colonialidad y con el capitalismo. La estructura capitalista, colonial y patriarcal ordena y organiza por dentro, de modo invisible, a veces a través de la racionalidad misma con la que se procede, el espacio en el que se despliegan la teoría y la práctica psicoanalítica.

El psicoanálisis no puede liberarse de la estructura, pero sí a veces desajustarse, desacoplarse, desfasarse o descentrarse de ella. El descentramiento del campo freudiano con respecto al centro estructural colonial europeo es considerado en varios capítulos. Uno de ellos es el de Miguel Mantovani Martins Gomes y Julio Sergio Verztman, quienes buscan desestabilizar el eurocentrismo del psicoanálisis al aproximarse al trauma y al duelo en poblaciones alterizadas, minorizadas, subalternizadas y ubicadas en espacios considerados simbólicamente periféricos.

La periferia permite desafiar no sólo el centro, sino su distinción con respecto a la periferia. Esta distinción es analizada y problematizada por dos capítulos. Uno es el de Roberta de Oliveira Mendes, Milena da Rosa Silva y Fernanda Pacheco-Ferreira, quienes no se limitan a pensar en las diferencias entre las regiones productoras y las consumidoras de teoría psicoanalítica, sino que se remontan al origen de los centros de producción en la producción de los centros. La pregunta que se plantea entonces es la del cómo es que lo central adviene y se mantiene como tal.

El centro y su distinción con respecto a la periferia se problematizan también en el capítulo de Thais Klein. Este capítulo cuestiona el llamado mismo a la descentralización al observar que presupone un centro como referencia. En lugar de esta polarización entre lo central y lo periférico, Klein prefiere pensar en multiplicidades para historizar la herencia freudiana en Brasil.

Resulta indudable que una historia del psicoanálisis guiada por lo múltiple es una historia más congruente con lo historizado, más psicoanalítica, más coyuntural, mas acontecimental y menos lineal y unidireccional. Esta clase de historia sería también la historia más radicalmente decolonial, descentrada, o mejor dicho, no colonial, no centrada, pues conseguiría escapar a la dualidad centro-periferia incluso antes de su constitución misma, antes de que requiramos descentrarnos. La posibilidad de una historización que prescinda totalmente de la dualidad centro/periferia es una cuestión difícil de resolver. Lo seguro es que tal dualidad forma parte del problema y entonces un gesto que la presupone, como el de descentramiento, podría no ser la solución.

El descentramiento implica el centro como la negación comporta la afirmación en el famoso texto de Freud y como la borradura del sujeto es rastro del sujeto, sutura y no forclusión, en el no menos famoso debate entre Lacan, Alain Badiou y Jacques-Alain Miller sobre el sujeto en la ciencia. Estamos atrapados en la paradoja de siempre, pero las discusiones anteriores nos indican la pregunta relevante: ¿qué es lo que se marca o se afirma implícitamente en la dualidad centro/periferia? Yo respondería que aquí el marcador es el colonial. Es tan sólo al razonar colonialmente como podemos distinguir lo central de lo periférico, aun cuando el centro no sea europeo, aun cuando esté en Pekín o en Moscú para la política o en Sao Paulo o Buenos Aires para el psicoanálisis, aun cuando se trate de un centro latinoamericano, africano o asiático.

La dualidad lógica de centro y periferia fue impuesta precisamente por el centro en la periferia, como lo han mostrado convincentemente los teóricos de la dependencia, entre ellos en especial André Gunther Frank. Este economista alemán, que fue profesor de la Universidad de Brasilia antes del golpe militar de 1964, mostró cómo la oposición entre lo central y lo periférico se introdujo con la colonización y terminó traduciéndose en la estructura satelital interna y externa de todos los países latinoamericanos, todos ellos acentuadamente centralizados no sólo en los planos político y económico, sino también en la cultura y en dispositivos culturales como el psicoanalítico. En los distintos planos y en los diversos países latinoamericanos, hay ciudades que son centros y que de algún modo están más cerca de los centros del mundo en Europa, más cerca de la metrópoli, de España o Portugal. Con respecto a estos centros, todo lo demás aparece como periférico, provinciano, y se toma evidentemente menos en serio que los centros. Además la periferia es dependiente del centro y gira en torno a él, como un satélite, según el esquema copernicano que nos recuerda Maria Cristina Poli en su capítulo inicial ya comentado an principio.

Lo que digo puede apreciarse en el psicoanálisis latinoamericano. Hablaré del caso que yo mejor conozco, el de la lacanósfera mexicana, pero me imagino que lo mismo se repite en Brasil. El psicoanálisis de la región de Michoacán, en la que yo habito, gira en torno al pequeñísimo sol del psicoanálisis de la capital, Morelia, pero este sol gira en torno a otro sol, el del psicoanálisis de la Ciudad de México, el cual, a su vez, gira en torno a París y a veces en torno a Buenos Aires que a su vez gira en torno a París.

En todos los casos, lo satelital gira en torno al centro, se guía por él, lo obedece, lo estudia y aspira a formarse o psicoanalizarse en él. Es como si París nos acercara al meollo del asunto, al Padre, al acercarnos a Lacan y a través de él a Freud. Si uno quiere llegar hasta este núcleo freudiano-lacaniano y tuvo la desgracia de nacer en un pueblito de Michoacán, su camino pasará sucesivamente por Morelia, Ciudad de México, tal vez el rodeo inútil de Buenos Aires y al final París. Este camino es obviamente un camino de vida. La existencia dependiente se confunde con su propia dependencia, como nos lo muestran los teóricos de la dependencia, revelándonos cómo esta dependencia moldea por dentro América Latina.

La Teoría de la Dependencia resulta reveladora sobre el funcionamiento del psicoanálisis, pero puede también revelarnos mucho sobre la teoría psicoanalítica y ayudarnos a adoptarla de la mejor manera en un contexto como el de América Latina. Esto nos lo demuestran Samuel Iauany Martins Silva y Vinicius Anciães Darriba en su capítulo, en el que adoptan el cuerpo económico de la Teoría de la Dependencia para aproximarse críticamente a la lectura de Marx por Lacan y a la afirmación lacaniana de una homología entre el campo marxista y el campo psicoanalítico lacaniano. Tal homología, como bien lo muestran Martins Silva y Anciães Darriba, se establece en el ámbito del consumo excesivo, pero este ámbito es muy limitado en Latinoamérica, excepto en los sectores privilegiados.

Para las mayorías populares, lo que hay es una renuncia excesiva al goce, un plus-de-privación, como lo denominaba Freud. Latinoamérica es predominantemente un espacio de explotación, de producción del plus-valor concentrado y acumulado en otros lugares en los que se realiza y se traduce en un exceso de goce que debe perderse, en un plus-de-gozar. Estos otros lugares están en Nueva York, Londres y París, así como en ciertos barrios de Rio, Sao Paulo y Buenos Aires o Ciudad de México. Tenemos aquí espacios de sobreconsumo, de goce del capital, en los que la idea lacaniana de la homología del marxismo y del psicoanálisis puede tener sentido, pero esta homología se vuelve problemática tras las vitrinas, fuera del mundo interno del capital, en los espacios de trabajo y producción, en las fábricas y en los barrios obreros, en las favelas y en los grandes edificios de interés social.

Yo diría que la homología debe no descartarse, pero sí contextualizarse, relativizarse, precisarse, problematizarse, incluso profundizarse al considerar el punto de vista del Sur Global: el del trabajo, la producción, el proletariado, pero también el importante lumpenproletariado que no deja de crecer a medida que el trabajo se automatiza y la tecnología gana terreno sobre los seres humanos. Es en esta vía en la que yo me esfuerzo desde hace varios años, descentrándome desde un principio del espacio de consumo del Norte Global, pues el centro, para un marxista como yo, está siempre ahí donde se encuentra la producción, esto es, la existencia convertida en fuerza de trabajo explotada por el sistema simbólico de lenguaje cada vez más subsumido en el sistema económico del capitalismo. Aunque esto se encuentre en cualquier lugar en el que haya un sujeto, su lugar es el del Sur Global. Esto es algo sobre lo que he reflexionado mucho, pero ahora mis reflexiones no son lo importante. Lo que importa es este libro maravilloso que me invitaron a presentar y que los invito a leer a todos.

Masa trumpista

Presentación de Más allá de la psicología social: Freud, las masas y análisis del yo (Ciudad de México, Paradiso, 2023) en la Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, jueves 11 de abril de 2025

David Pavón-Cuéllar

Donald Trump nos acecha en cada pantalla. Satura nuestro mundo. Aparece por todos lados, en todas las informaciones y opiniones, en las de política y en las de finanzas, en las de cultura y en las de ecología, en las nacionales y en las internacionales, en las de Palestina y en las de Ucrania, México, Argentina, Rusia, Canadá y hasta Yemén y Groenlandia.

Es de pronto como si cualquier noticia pudiera tener la cara de Trump. Esta cara se convierte en una máscara más del mundo y del fin del mundo. No vemos la catástrofe que está ocurriendo porque se nos presenta enmascarada en Trump.

Es verdad que el presidente estadounidense es una elocuente personificación de todo lo que va mal en el mundo, pero todo esto es desatendido a cada momento para atender a la escandalosa y reconfortante caricatura que reclama toda nuestra atención. Trump nos impide concentrarnos en lo que hay detrás de él. Nos distrae, por ejemplo, de los miles de niños, mujeres y ancianos que están siendo hambreados y masacrados ahora mismo en Gaza por algo que no es ajeno al mismo Trump.

Los desplantes de Trump merecen más titulares y opiniones que las matanzas perpetradas por sus aliados israelíes. En lugar de volcar todo nuestro pensamiento a los palestinos, pensamos constantemente en Trump, en sus decisiones, palabras, amenazas, intenciones y estrategias. Nuestra obsesión con Trump nos hace olvidar incluso lo que Trump representa, aquellos a quienes representa, los identificados con él, quienes lo votaron, aquellos por quienes existe, quienes lo siguen, lo apoyan, lo elevan.

Lo que sostiene a Trump, lo mismo sostenido por Trump, desaparece detrás de él o aparece desenfocado, como lo accesorio en el fondo más remoto del escenario. La masa trumpista no recibe la atención que merece. Es por esto, porque requiere ser atendida, que la utilizaré ahora como conejillo de indias para ejemplificar brevemente cómo puede ser disecada con algunas ideas tomadas casi al azar dentro de nuestro libro Más allá de la psicología social.

Vayamos capítulo por capítulo. El de Rosalind Morris nos hace atravesar el despliegue fantasmático del supremacismo blanco trumpista con su carga emocional de orgullo, arrogancia, desprecio del otro y sentimiento de superioridad. Atravesando todo esto, desentrañamos un fondo oscuro de inseguridad, temor y envidia, sobre todo envidia.

Los supremacistas blancos envidiarían a quienes atribuyen una identidad, como los negros, los hispanos y los musulmanes. Ellos, los otros, si gozarían de una condición racial-cultural identitaria, ya que sabemos que siempre son los otros, como presentificaciones imaginarias del Otro de lo simbólico, los que gozan de aquello de lo que se goza, en este caso la identidad. Con sus marcados rasgos identitarios, los otros gozarían de una identidad que los supremacistas blancos tan sólo pueden aborrecer al sufrirla como una falta.

Desde luego que la falta de identidad no afecta más al supremacista blanco estadounidense que a los otros, pero esto el supremacista no lo sabe y es por esto que desprecia furiosamente a los otros, despreciándolos por no envidiarlos. Nosotros, gracias a la enseñanza de Freud, sí lo sabemos. Lo que sabemos, de modo más preciso, es que no hay aquí razón para la envidia, que el otro no goza más que yo, que no goza de más identidad que yo.

Sabemos que ni siquiera hay lugar para la identidad en la perspectiva freudiana. El psicoanálisis, como lo muestra Isabelle Alfandary, contiene una política de identificación con la que podemos cuestionar cualquier política identitaria, incluyendo la del supremacismo blanco de la masa trumpista. En la identidad que se adjudica esta masa, debemos desentrañar la identificación que la produce y la sustenta.

El proceso de identificación es precisamente el proceso de constitución de una masa como la trumpista. Esto es algo que Freud nos enseña ya en su Psicología de las masas y análisis del yo, remontándose hasta la horda primordial, que sería como una suerte de matriz estructural de las masas futuras. En ellas, el padre primitivo retornaría bajo la forma de un líder como Trump.

Es claro que la masa trumpista y otras actuales masas de la ultraderecha tienen la estructura de la horda. Lo que no parece tan claro es que esta estructura se encuentre en todas las masas, particularmente las más visiblemente horizontales. Es al menos lo que yo planteo en mi capítulo.

En mi capítulo, a partir de Paul Federn, distingo dos grandes tipos de masas. A la derecha, están las hordas verticales patriarcales-filiales, típicamente fascistas, descritas por Hobbes, Freud y Reich. A la izquierda, están las multitudes horizontales matriarcales-fraternales conocidas ya por Spinoza, distintivamente feministas y comunistas, pero no de un comunismo de partido, sino de consejo. Mi convicción es que a estas multitudes, tan diferentes de las Iglesias y los Ejércitos, no se les puede aplicar la teoría freudiana de las masas.

Para lo que sí necesitamos lo aportado por Freud es para pensar en una masa como la horda trumpista con su brutal y arbitrario padre Trump a la cabeza. Este padre, como bien lo señala Paola Mieli en su capítulo, rige la masa interiormente a través de su palabra desnuda, la cual, por su aspecto gozoso, puede resonar con el superyó. ¿Acaso la instancia interna superyoica no es ella misma una palabra desnuda como la de Trump? Como ella, es una palabra que goza obscenamente de su desnudez y que hace del goce un imperativo perverso.

La palabra de Trump es también como el discurso neofascista en dos aspectos destacados respectivamente por Paulo Sergio De Souza y por Betty Fuks. Uno, el destacado por De Souza, es el de garantizar que algo esté afuera, algo que estará en la posición de objeto que debe desecharse y que puede ser lo judío para la masa nazi o lo negro, moreno, inmigrante o musulmán para la masa trumpista. El otro aspecto en el que vemos coincidir el discurso del trumpismo con el del fascismo, un aspecto puesto de relieve por Fuks, es el uso de una suerte de neolengua como la de Orwell que vemos operar claramente en la forma en que se resignifican términos como inclusión, género e igualdad, llevando incluso a su reciente proscripción institucional.

Fuks observará cómo la neolengua se impone a través de los mismos algoritmos en los que se engendran las neomasas a las que se refiere Néstor Braunstein en su capítulo. Estas neomasas impersonales, ubicadas por Braunstein en el fondo trascendente virtual de los metadatos que subyace a la superficie inmanente de los datos, fueron las que votaron por Trump. Son masas tan imprevisibles como las del pasado, como también lo advierte Braunstein, pero sabemos que sus comportamientos pueden ser programados algorítmicamente por las mentiras que hoy deciden elecciones, como lo enfatiza Diana Kamieny Boczkowski.

Aspectos de la masa trumpista como los que acabo de evocar nos permiten compartir la conclusión con la que Rosario Herrera Guido cierra nuestro libro. Esta conclusión es que una masa como la trumpista está constituida no por sujetos en el sentido estricto psicoanalítico del término, sino por individuos funcionales para el Estado. Yo agregaría incluso que tales individuos, lejos de ser sujetos, son lo contrario, simples objetos, objetos de lo que los engendra y programa, objetos del goce de la palabra desnuda superyoica de Trump, objetos del capital del que Trump no es más una personificación más.

Los objetos constitutivos de las masas de la actual ultraderecha son manufacturados por los algoritmos de las redes sociales y por otros medios tecnológicos, pero también siguen siendo producidos por medios ideológicos tales como la psicología, la cual, precisamente por su función productiva, debe pretender ser objetiva. Se trata de objetivar masivamente lo que no tiene derecho a existir como sujeto. La existencia del sujeto como tal, como sujeto, va tornándose cada vez más un privilegio de reductos asediados como los del amor loco, el auténtico psicoanálisis, algunas comunidades indígenas, el arte inclaudicable y los movimientos radicales verdaderamente revolucionarios.

La clínica es política

Entrevista realizada por Luis Gerardo Arroyo Lynn y publicada en Mad in Mexico el 15 de noviembre de 2024

David Pavón-Cuéllar

Esta entrevista se da desde un intercambio vía e-mail, por lo que se parte de una serie de preguntas previamente armadas. Se toma como punto de partida el libro Psicología Crítica: definición, antecedentes, historia y actualidad. Sin embargo, las preguntas no se cierran únicamente a este texto, sino que buscan poder abarcar las nociones de la psicología crítica y el encuentro entre psicoanálisis y marxismo para poder llegar hasta el texto Más allá de la psicología indígena: concepciones mesoamericanas de la subjetividad. 

El formato en el que se plantea la entrevista es a modo de conversación fantaseada, interrumpida por los lapsos de respuestas, por lo que finalmente se hacen algunos ajustes para poder tener una lectura más fluida. 

Luis Arroyo Lynn (en lo sucesivo LAL).– Al pensar en la idea de psicología crítica, por lo menos desde la lectura que pude hacer, se destaca el cuestionamiento tanto de las condiciones sociales y estructurales, y el uso de la psicología (o de las profesiones psi) como herramienta de adaptabilidad del sujeto, para perpetuar el sistema (neoliberal) en que nos encontramos; esto, a mi parecer, permite poner énfasis en las condiciones sociales como causantes del malestar, y aminorar la individualización del padecer, y es ahí dónde surge mi pregunta, ¿cómo encausar dicho cuestionamiento y actitud hacía la práctica clínica? ¿Cómo hacer este salto de la revisión teórica a su aplicación práctica?

David Pavón-Cuéllar (en lo sucesivo DPC).– A veces nuestra perspectiva teórica materialista coincide con la visión del sujeto con el que trabajamos prácticamente en la clínica. Este sujeto puede profesar una suerte de materialismo espontáneo. Quizás reconozca perspicazmente, por ejemplo, que una de las principales causas de su ansiedad es la ecuación material del neoliberalismo que lo sume en la mayor precariedad al mismo tiempo que lo compele a responsabilizarse individualmente por ella como si él mismo fuera el causante. Cuando el sujeto consigue reconocer todo esto, no es necesario dar ningún salto de lo teórico a lo práctico. Si hay aquí algo así como un salto, el sujeto ya lo ha dado, habiendo teorizado lo que le ocurre. Lo que aquí estoy concibiendo como teorización es tan sólo un momento de la práctica en el ámbito clínico: el momento de la práctica teórica, el cual, obviamente, no debería ser un monopolio de los psicólogos y mucho menos de los psicólogos críticos.   

En casos como el que acabo de narrar, basta dejar hablar al sujeto. Basta escucharlo y no interrumpirlo para que él mismo conecte lo que sufre con la estructura material capitalista heteropatriarcal, neocolonial, neoliberal y cada vez más neofascista en la que está inserto. Si esto no suele suceder en la clínica, es generalmente por culpa de los psicólogos, psicoanalistas, psiquiatras y otros profesionales de la salud mental que tienden a desdeñar y desestimar la estructura, desviando la atención de ella para concentrarse en una experiencia personal psicologizada. 

Es común que lo empírico psicológico sea lo único relevante para la clínica, mientras que las referencias a la estructura se interpreten erróneamente como escapatorias, coartadas, justificaciones, racionalizaciones o subterfugios para no criticarse a sí mismo, para no asumir su propia responsabilidad, para no mirarse el ombligo por el que supuestamente comenzaría el cambio. La estúpida cantinela del cambio comienza por uno mismo podría ser el himno gremial de los profesionales de salud mental. Son ellos nuestro primer problema y debemos encararlo teóricamente a través del cuestionamiento, la argumentación, el debate, la demostración y la refutación. Aquí nos mantenemos en la teoría, en la práctica teórica, pues no es aún preciso que saltemos a la práctica propiamente clínica.

El salto de lo teórico a lo práctico se da cuando tenemos que lidiar clínicamente con sujetos despolitizados a los que se les olvida la estructura y que lo explican todo psicológicamente. Esta situación ocurre porque el psicologismo también opera con frecuencia, con una frecuencia cada vez mayor, en los sujetos que acuden con los psicólogos. La psicologización generalizada tiende a convertir a todos los sujetos en psicólogos aficionados. 

Cuando lidiamos clínicamente con sujetos que lo comprenden todo en clave psicológica, tenemos al menos dos caminos posibles ante nosotros. El más cuestionable y problemático es la discusión en el campo de la teoría, el cual, insisto, debería democratizarse, compartirse con los sujetos y dejar de ser un privilegio de los psicólogos profesionales, como lo deseaba Holzkamp. El otro camino, el que yo seguiría, es una modesta estrategia práctica puramente negativa consistente en escuchar sin reforzar ni retroalimentar el psicologismo, sin respaldarlo, sin corroborarlo ni legitimarlo desde nuestra posición de psicólogos profesionales o pretendidamente científicos. Tal vez consigamos así que el psicologismo se caiga por sí mismo y que los sujetos recuerden la estructura. Esto, por cierto, puede ser terapéuticamente más efectivo, sanador y liberador que los embustes psicologizantes de los trabajadores de salud mental, no sólo por corresponder a la verdad, sino por permitirle al sujeto reconciliarse consigo mismo, perdonar a los otros y perdonarse a sí mismo al responsabilizar a la estructura, así como canalizar y gestionar su malestar en una beneficiosa lucha colectiva contra la estructura.

LAL.– Este cuestionamiento me hace pensar en lo que respondía Basaglia al momento de ser catalogado como antipsiquiatría, “soy psiquiatra con todas las contradicciones que esto implica”, y me lleva a retomar una cita de tu libro Psicología Crítica, en la que mencionas  “En caso de que opten por la confrontación política, los psicólogos críticos no podrán cuestionar lo psicológico sin cuestionar aquello de lo que forma parte, como es, en el nivel global, el sistema capitalista patriarcal y normativo, racista, primero colonial y ahora neocolonial y neoliberal”. Es decir, ser psicólogo crítico no es una tarea para nada sencilla, implica un proceso de deconstrucción, y con esto en mente, ¿cuál consideras que es el panorama de la psicología crítica en México? Pensando en cómo seguimos teniendo esta gran influencia de los modelos importados del Norte Global, de esta fantasía de pronta recuperación impulsada por las alternativas farmacológicas, y de aquello que podemos pensar como psicología pop impulsada desde los medios. ¿Podríamos hablar realmente de un panorama de psicología crítica? ¿O será que la psicología crítica no tiene cabida dentro de los espacios de formación y académicos? 

DPC.– Pienso que aún hay espacios formativos y académicos en los que es posible abordar críticamente el saber psicológico, pero son estrechos y escasos, quizás cada vez más estrechos y escasos a medida que van modificándose ideológicamente como consecuencia de su imparable subsunción real en el capitalismo. Esta modificación ideológica puede vislumbrarse a través de una serie de fenómenos adversos a la psicología crítica. Mencionemos, como simple botón de muestra, la fetichización de la ciencia y el resultante cientificismo vacío, la razón instrumental obsesionada con la metodología, las fobias ante cualquier tipo de reflexión teórica, la sustitución del saber crítico y reflexivo por cúmulos de informaciones y datos acríticos e irreflexivos, la cuantificación estadística de lo incuantificable como preparación para su indispensable valorización cuantitativa en el mercado, los discursos rituales vacíos de las publicaciones pretendidamente científicas, el auge del pensamiento positivo y positivista, y el imperio absoluto de la psicología cognitivo-conductual y basada en evidencias, la destrucción objetivista de la subjetividad convertida en la objetividad psicológica o neuropsicológica y la correlativa neutralización del sujeto reducido a la condición de objeto primero de la ciencia y luego del capital. 

Lo que acabo de enlistar es el pan cotidiano en las facultades, escuelas y otros centros de enseñanza de la psicología, no sólo en México y tampoco sólo en el Sur Global, sino en todo el mundo y a veces de modo aún más acentuado en el Norte Global. En todos lados, los espacios formativos y académicos han ido saturándose de una ideología opaca y densa con la que se piensa de modo maquinal y acéfalo, pero que es tan irrespirable para la gente verdaderamente pensante como impermeable a formas auténticas de reflexión y cuestionamiento. La psicología crítica no puede ser aquí sino un hecho marginal, desarrollándose en unos márgenes cada vez más estrechos, generalmente bajo la sospecha y sin reconocimiento ni apoyo institucional. 

LAL.– Dando un salto, me interesa también explorar un poco la relación que has establecido entre psicoanálisis y marxismo, corrientes que se encuentran muy presentes en tu trabajo. ¿Cómo has ido logrando establecer un puente entre ambas y de qué manera has encontrado la complementariedad entre ellas (si es que se puede hablar de complementariedad)? ¿Cómo este cruce ha permitido el construir una mirada más crítica? Y a riesgo de repetirme, ¿cómo apuntar este cruce hacía una intervención clínica, no enfocada solamente en el sujeto sino en el medio? ¿Es posible politizar la clínica?

DPC.– La clínica ya es política por sí misma. No es necesario politizarla, sino simplemente dejar de obstinarse en psicologizarla y así despolitizarla. De cualquier modo, la despolitización es imposible, pues incluso la posición apolítica es también una posición política, precisamente la posición dominante cuya dominación le permite pasar desapercibida y hacerse pasar por apolítica. Tenemos aquí la ilusión de quien imagina que no se mueve tan sólo porque se deja llevar por la corriente dominante. 

Debemos nadar a contracorriente para que nuestro movimiento sea evidente para nosotros mismos y para los demás. De modo análogo, nuestra posición política tan sólo se pone en evidencia cuando es crítica, disidente y opositiva. Por el contrario, cuando adoptamos la posición política dominante, pareciera que no adoptamos ninguna posición, que somos apolíticos, políticamente imparciales o neutros, como pretenden serlo en su trabajo casi todos los psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y otros profesionales de la salud mental.

Debe tenerse claro que la esfera de la salud mental no está fuera del universo político. Este universo es un universo porque incluye todo lo que hay para nosotros, incluido lo privado, lo interno, lo más íntimo, lo mental y lo personal. De ahí que las feministas insistan con razón en que lo personal es también político. Agreguemos que lo mental es igualmente político. 

El mundo exterior de la política incluye el mundo interior de lo psíquico, de lo cognitivo, de lo emocional, de lo intelectual, de lo consciente e incluso de lo inconsciente. Es por esto que el psicoanalista francés Jacques Lacan sitúa el inconsciente afuera, en la exterioridad, una exterioridad concebida como radicalmente política. No hay aquí, en los términos de Lacan, otro del Otro, un Otro psíquico del Otro político, un metalenguaje para expresar apolíticamente lo articulado por el único lenguaje político. Sólo hay este lenguaje del inconsciente: un inconsciente del que Lacan dice claramente que es la política.

La política es el meollo de la vida mental para Lacan. Se trata evidentemente de lo más íntimo del sujeto, pero también de lo más externo para él, constituyendo así algo que Lacan designa como éxtimo, fundiendo en un solo concepto lo exterior y lo íntimo. La moraleja de este concepto es que no podemos profundizar en el psiquismo sin atravesarlo, salir de él y llegar a la política. 

Lo exterior político es paradójicamente el fondo insondable de lo interior psíquico. Aquello de lo que se ocupa la psicología es en última instancia la política. Es tan sólo políticamente como podemos enunciar la verdad última de cualquier saber psicológico, el cual, entonces, no tiene su verdad en sí mismo, sino fuera de él. Esto es algo que sólo podemos comprender a través de pensamientos radicalmente antipsicológicos tales como el psicoanalítico lacaniano y el marxista althusseriano, es decir, el del filósofo marxista francés Louis Althusser, un contemporáneo de Lacan. 

El marxismo y el psicoanálisis, especialmente en sus interpretaciones respectivas por Althusser y por Lacan, me han servido para criticar la psicología porque desafían varios de los procesos ideológicos-epistemológicos por los que se genera el saber psicológico, entre ellos la reclusión individualista de lo psíquico en el individuo, la reducción objetivista de lo subjetivo a un objeto de conocimiento científico, la explicación idealista de la existencia por la conciencia y la tajante separación dualista de la mente con respecto al cuerpo y el mundo. Estos cuatro procesos pueden revertirse a través del marxismo y del psicoanálisis cuando consiguen demostrar lo transindividual como constitutivo del psiquismo, lo subjetivo irreductible a cualquier objetividad, la precedencia de la existencia material inconsciente con respecto a cualquier idealidad consciente y la compenetración y unidad fundamental entre lo mental y lo corporal y mundano. Demostraciones como las que encuentro en el marxismo y en el psicoanálisis no me sirven tan sólo para criticar la psicología, sino también para concebir al sujeto como sujeto y no como objeto, como sujeto con cuerpo y no descorporeizado, como sujeto relacionado y no aislado, concibiéndolo así de otro modo, relacional y no individualista, complejo y no reduccionista, monista y no dualista, materialista y no idealista. 

LAL.– Si bien el psicoanálisis en sí mismo implica el cuestionamiento del binarismo normalidad/anormalidad, me parece que no está exento de la patologización, y que todavía en ciertas aproximaciones podemos encontrar dicha situación. ¿Cómo podríamos abordar, entonces, la noción de sufrimiento o malestar desde el psicoanálisis de modo que nos alejemos de dicho binarismo?

DPC.– Freud nos aleja del binarismo normalidad/anormalidad cuando elucida lo normal a través de lo anormal, cuando separa y disocia la normalidad y la salud mental, cuando se vale de lo sano como de una simple ficción teórica operativa, cuando nos revela el aspecto profundamente patológico de la cultura y cuando explica diversas patologías por la patógena sumisión a la norma cultural en la que se basa la normalidad. Todo esto no impidió que el psicoanálisis terminara generando sus propias formas de psicopatologización, contribuyendo a la normalización de la subjetividad humana y reproduciendo el mismo binarismo normalidad/anormalidad que pudo haber ayudado a subvertir. Pienso que aquí el problema fue que la herencia freudiana tendió a profesionalizarse, academizarse, medicalizarse, psiquiatrizarse y psicologizarse, dejándose así reprimir, domesticar, neutralizar y recuperar por aquello mismo contra lo que Freud se había sublevado.

Una gran parte del psicoanálisis ha terminado convirtiéndose en una corriente psicológica entre otras, en una psicología psicoanalítica, tan cuestionable como cualquier otra psicología. Esta psicología psicoanalítica debe distinguirse claramente de un psicoanálisis que sólo puede ser tal de verdad al evitar cualquier normalización y psicopatologización de la subjetividad. En lugar de los tradicionales binarismos alineados normal/anormal y sano/patológico, la perspectiva freudiana debe seguir permitiéndonos discernir el carácter anormal de la salud mental y la patología constitutiva de la normalidad cultural. 

El discernimiento del que nos provee el psicoanálisis puede servirnos como un recurso crítico para examinar el malestar en la cultura capitalista patriarcal y colonial, denunciar y cuestionar esta cultura en tanto que produce malestar y distinguir críticamente cuadros patológicos normales como los que yo he denominado normosis y normopatía, basándome respectivamente en Christopher Bollas y en Joyce McDougall, Christophe Dejours, Joseba Atxotegui y Enrique Guinsberg. Estos autores, articulados tanto con Marx y Engels como con Freud y Lacan, me han llevado a profundizar en la patología de la normalidad en el capitalismo, contraponiendo a los normópatas o psicópatas normales que gozan de ella, gozando perversamente del goce mortífero del capital, y los normóticos o neuróticos normales que sufren la norma y su normalidad al padecer el goce normal del capital del que son víctimas y objetos. Ante semejantes cuadros patológicos normales, hay cuadros anormales que podrían constituir una suerte de reductos de la salud resistiendo y sublevándose contra la normalización de la patología.

LAL.– Comenzando a abordar el tema de tu libro Más allá de la psicología indígena, la primera pregunta que me viene a la mente es: ¿cómo surge tu interés por el tema y qué te lleva a escribir este libro? En la introducción de este mismo libro, haces mención de la limitación que implica el buscar comprender lo abarcado desde una perspectiva exterior (al no pertenecer a ninguna comunidad indígena o no hablar ninguna lengua perteneciente a Mesoamérica). ¿De qué manera pudiste hacer frente a dicha limitación, y ahora, posterior a la publicación del libro, como consideras que afectó o potenció la construcción de este libro?

DPC.– Mis dos limitaciones, la de no hablar una lengua indígena y la de tampoco pertenecer a un pueblo originario, tan sólo pudieron afectar de modo negativo mi trabajo, impidiéndome comprender plenamente ciertos matices, adoptar la perspectiva de lo estudiado y profundizar tanto como yo hubiera querido en ciertas concepciones de la subjetividad en Mesoamérica. No veo cómo esto pudo haber potenciado mi trabajo, excepto, quizás, que la distancia me ayudó tanto a mirar globalmente saberes ancestrales de los más diversos pueblos mesoamericanos como a detectar entre ellos denominadores comunes que luego podía contrastar con las concepciones psicológicas europeas-estadounidenses. Mi trabajo pudo ser tan abarcador porque debió ser bastante superficial. 

En la superficialidad en la que se desenvuelve mi reflexión, puedo ofrecer lo más que puedo autorizarme a ofrecer en virtud de mi lugar enunciativo: una simple introducción general a lo que habrá de ser ampliado, rectificado, precisado y ahondado por quienes pertenecen a las comunidades y hablan sus lenguas. Es ahí, después de mí, donde comenzará lo verdaderamente importante. Por lo pronto, yo me limité a dar un primer paso en esa dirección, un paso que alguien debía dar, que debió darse hace mucho tiempo y que no se había dado a causa del extremo de alienación colonial por el que se caracteriza la psicología mexicana, la cual, resignándose a ser una mala imitación de la psicología europea y estadounidense, lleva décadas sin atreverse a recorrer sus propios caminos, caminos en los que no puede faltar la perspectiva indígena que nos constituye a través de nuestro mestizaje cultural. 

En realidad, cuando salimos del tedioso campo académico y profesional de la psicología de México y Centroamérica, nos percatamos de que el paso que doy hacia las concepciones mesoamericanas de la subjetividad ha sido ya dado una y otra vez por múltiples clérigos, cronistas, historiadores, antropólogos, etnólogos y otros estudiosos en los que se basa mi trabajo. Ellos y especialmente sus informantes, así como los autores de los múltiples textos y testimonios indígenas que cito, son los que tienen todo el mérito de mi trabajo. Yo sólo he servido como un portavoz de algo que la psicología mexicana y centroamericana debe escuchar para desalienarse, descolonizarse, liberarse de su dependencia colonial y referirse al fin a lo que somos en Latinoamérica en tanto que no-estadounidenses y no-europeos o no-sólo-europeos.

LAL.– De este texto, me parece que lo más llamativo es pensar en cómo se puede construir la subjetividad desde la perspectiva de los pueblos mesoamericanos, a modo de cuestionar la psicología dominante al día de hoy. En este sentido, entonces, ¿podríamos considerar que la psicología indígena es en sí misma crítica?

DPC.– Mi respuesta es afirmativa. Si hay una psicología indígena mesoamericana, podemos emplearla críticamente al abordar las ideas psicológicas europeas-estadounidenses dominantes. La psicología indígena operará entonces como una psicología crítica gracias a sus profundas incompatibilidades epistémicas en relación con la psicología dominante. En realidad, estas incompatibilidades son tan profundas, tan insuperables, que yo he concluido que aquello que nos ofrecen los pueblos originarios ya no corresponde a lo que denominamos “psicología”, siendo algo mejor, menos reduccionista y simplista, más complejo y clarividente, más lúcido y respetuoso ante la humanidad. Es por esto que, en el título mismo de mi libro, prefiero apuntar a un “más allá de la psicología indígena” en el que descubro las “concepciones mesoamericanas de la subjetividad”. 

Mi convicción es que subestimamos y desvirtuamos los saberes ancestrales indígenas cuando los consideramos psicológicos. Estos saberes no pueden reducirse a la psicología, para empezar, porque no encierran el psiquismo en el ser humano individual, así como tampoco lo separan del cuerpo y del mundo, sino que admiten y exploran su aspecto comunitario, corporal, mundano y extrahumano. Lo psíquico trasciende lo psíquico de la psicología, trascendiendo también la individualidad y la humanidad, para volverse físico y fisiológico, transindividual y comunitario, espiritual y animal, vegetal y mineral. Todo esto no puede conocerse tan sólo psicológicamente, sino que requiere saberes ancestrales indígenas en los que se articulan e integran los más diversos conocimientos de la cultura y de la naturaleza.

Los saberes ancestrales indígenas de Mesoamérica resultan claramente irreductibles al saber psicológico europeo-estadounidense. Es justamente por esto que pueden tener tanta utilidad y efectividad para la psicología crítica. Para volverse críticamente sobre la psicología dominante, nada tan útil y efectivo como saberes no-psicológicos, antipsicológicos o metapsicológicos, tales como los ancestrales indígenas, pero también otros a los que yo también recurro, como los marxistas althusserianos y los freudianos lacanianos.  

Materialismo simbólico del psicoanálisis: más allá de las representaciones ideales e imaginarias de la psicología

Presentación del libro La noción de representación en la obra de Freud: una relectura materialista de Julio César Osoyo Bucio (San Luis Potosí, El Diván Negro, 2024), el 31 de octubre de 2024, en la Facultad de psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, México

David Pavón-Cuéllar

La representación social de Moscovici, Jodelet, Lage y los demás es uno de los grandes objetos de la psicología. Comparándose con otros objetos de un saber psicológico predominantemente individualista, la representación social tiene la ventaja de no ser individual, sino social en el sentido más radical del término, social en tanto que irreductible a los individuos. Este carácter irreductiblemente social de la representación es a veces designado como “colectivo”, tal como lo designaba Durkheim, para distinguirlo de lo social entendido como lo relativo a la asociación extrínseca entre los individuos, tal como se entiende en la psicología individualista que domina en los ámbitos académicos en el mundo.

En contraste con los modelos psicológicos dominantes atrapados y encerrados en la individualidad, la teoría de las representaciones sociales pertenece a la tradición de una psicología colectiva en la que se reconoce que hay algo psíquico, mental o cognitivo, que trasciende la esfera individual hipertrofiada y absolutizada en la sociedad burguesa marcadamente individualista. El individualismo ideológico de la burguesía moderna, en efecto, es el de la psicología que estudiamos y es también el desafiado por la escuela de Moscovici y sus seguidores. Que estos autores franceses desafíen el individualismo psicológico burgués es algo que no puede sino entusiasmar a quienes, como yo, nos situamos en perspectivas críticas anticapitalistas y por ello también anti-burguesas.

No hay razón para no celebrar lo social de la representación social, pero yo pensaría dos veces antes de celebrar lo que es como representación, como algo con lo que se hace presente en la mente, de modo mental o psíquico, lo que está ya presente en otro lugar. Tenemos aquí la disociación entre dos lugares, uno de los cuales es el mental de las representaciones, aquel en el que se representa lo que está en otro lugar, aquel mismo del que se ocupan los psicólogos de las representaciones sociales. El primer problema de la suposición de este otro lugar es que no hay nada en él que podamos conocer directamente, pudiendo sólo conocerlo a través de las palabras, a través del discurso, lo que justifica sobradamente que nos quedemos con las palabras, con el discurso en el que se interpretan las representaciones, y hablemos de repertorios interpretativos en lugar de representaciones sociales, como lo hacen Potter, Wetherell, Edwards y los demás con sus repertorios interpretativos.

Después de todo, los repertorios interpretativos son todo lo que podemos conocer de las representaciones. ¿Por qué hablaríamos entonces de ellas y no de ellos cuando no tenemos ninguna certeza de ellas y sí de ellos? Quedándonos con los repertorios interpretativos, con los discursos en los que se expresan las representaciones, podemos al fin deshacernos del objeto ideológico de la psicología cognitiva, el de la representación como cognición, e inaugurar la psicología discursiva por el mismo gesto por el que resituamos el saber psicológico en el discurso, en lo único evidente de lo que se tiene una experiencia inmediata. Es así como honramos el origen epistemológico empirista de la psicología y de otras ciencias humanas y sociales.

El problema del empirismo de la psicología discursiva es la carencia de un método teórico por el que pueda atravesarse la experiencia para internarse en lo que está más allá de ella, no en el mundo interno ideal-ideológico de los psicólogos cognitivos, sino en el mundo externo material cultural, histórico y socioeconómico. Este mundo real, esta realidad mundana, es lo que hizo que un marxista como Ian Parker se distanciara de la psicología de las representaciones sociales en la que se interesó al principio de su carrera. La misma realidad mundana fue la que Parker defendió a través de su realismo crítico y opuso al relativismo discursivo de Potter, Edwards y los demás.

La realidad a la que me refiero permanece invisible tanto para la psicología discursiva de Potter y Edwards como para la psicología cognitiva de Moscovici y Jodelet y en general para toda la psicología dominante. El conjunto de la psicología sufre de una enfermedad que Holzkamp describía como una falta-de-mundo. El conjunto de los psicólogos olvidan el mundo, la presencia del mundo, para ocuparse de sus representantes discursivos y especialmente de sus representaciones cognitivas, mentales, psíquicas, espirituales, conscientes e incluso inconscientes.

Lo representacional aparece como textura misma de lo psíquico y es por eso que atrae a los psicólogos, pero también a los psicoanalistas y al mismo Freud, como nos lo muestra Julio César Osoyo Bucio en un libro que tiene el mérito de mostrar el carácter profundamente problemático de la representación para Freud. Si lo representacional constituye un problema para Freud, es precisamente porque el descubrimiento freudiano subvierte mucho de aquello que se ha condensado y sedimentado en la idea filosófica de la representación que luego se transmite de segunda mano a la psicología. Esta idea filosófica es ya incompatible con el psicoanálisis por el simple hecho de referirse a algo puramente interno, psíquico y no somático, psicológico y no fisiológico, ideal y no material, representacional y no presencial, consciente y no inconsciente, imaginario y no simbólico.

Todo lo excluido por la representación filosófica-psicológica es lo que se abre paso en la teoría freudiana de la representación, como bien lo muestra Osoyo Bucio en su recorrido. Este recorrido adopta un materialismo simbólico para mostrarnos aquello por lo que se distingue lo representacional freudiano: aquello material y simbólico por lo que se distingue de representaciones ideales e imaginarias como las de Moscovici por el mismo gesto por el que se deslinda claramente de cualquier psicología. Mientras que los psicólogos se atienen a la superficie especular empírica de lo representacional y olvidan lo que hay más allá de ella, Freud intenta siempre atravesarla para indagar lo que está representándose, como la represión y la idealización, la pulsión y el deseo, el cuerpo y el mundo. Es así como Freud consigue inmunizar al psicoanálisis contra cualquier psicologismo, contra cualquier psicologización, contra cualquier psicología. Mostrando esto, el libro de Osoyo Bucio nos ofrece valiosos insumos para criticar el saber psicológico y no sólo para estudiar la teoría psicoanalítica.

Raúl Páramo-Ortega y su historización del psicoanálisis en México: la escucha, el materialismo, la única historia y el rechazo del metalenguaje  

Presentación del libro Freud en México de Raúl Páramo-Ortega (Ciudad de México, Paradiso, 2023) en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, Guadalajara, Jalisco, el viernes 9 de febrero de 2024.

David Pavón-Cuéllar

Me honra y me emociona estar aquí entre ustedes para presentar el maravilloso libro Freud en México, de mi admirado maestro, colega y amigo Raúl Páramo-Ortega. Antes de incursionar en el texto, me gustaría detenerme unos pocos minutos en un problema que suele presentarse tanto en el psicoanálisis como en los relatos de su historia. La ausencia de este problema en el texto de Páramo-Ortega es para mí uno de los aspectos fundamentales en los que radica su valor.

El problema al que me refiero tiene que ver con la discursividad. Un discurso como el psicoanalítico requiere lógicamente su propia terminología. Cada término propio le permite decir algo que antes era inexpresable, algo para lo que no había nombre en el vocabulario común, algo como el hallazgo resultante de una larga investigación de Freud o como el producto de una compleja elaboración conceptual de la teoría psicoanalítica. Necesitaríamos demasiadas palabras en español para explicar lo que puede expresarse con un solo concepto freudiano, el de pulsión o el de represión, el de ello o el de superyó, el de transferencia o el de abstinencia.

Que el psicoanálisis tenga sus propios términos es comprensible, incluso inevitable, y no debería considerarse un problema. Lo problemático es que la terminología psicoanalítica pierda precisión, designe cada vez más cosas ajenas a su esfera y expanda su espacio referencial hasta el punto de suplantar el vocabulario común y suministrar los componentes de una jerga con la que sus hablantes comunican ya no sólo su práctica y su teoría, sino su vida cotidiana, sus creencias y prejuicios o la actualidad política. Lo que ocurre, entonces, es que la comunidad de hablantes va aislándose de la sociedad y convirtiéndose en una subcultura, una subcultura más tribal que gremial, que sólo puede ver el mundo cuando se refracta en los términos del psicoanálisis. Es así como el psicoanálisis termina siendo lo que no debería ser, una visión del mundo, mientras que sus hablantes, practicantes y adherentes, van constituyendo lo que no deberían constituir, una suerte de secta, iglesia o congregación religiosa, horda reunida por amor a su padre Freud o a su profeta Lacan.

Aquello a lo que me refiero es particularmente patente entre los hablantes de lacanés. Esta lengua termina convirtiéndose en un dispositivo automático productor de palabras vacías, combinaciones previsibles que siempre dicen lo mismo, la misma pedacería de lo ya dicho por Lacan. Entre lo que Lacan ya dijo, por cierto, está el famoso postulado materialista “no hay metalenguaje”, que traigo a colación porque, paradójicamente, un muy buen ejemplo del inexistente metalenguaje es ese lacanés tal como suele ser usado, como un lenguaje que pretende situarse por fuera del lenguaje transindividual tal como se despliega en la política y de modo único a través del inconsciente que atañe a cada sujeto.

Los casos expuestos en lacanés pierden su carácter singular para convertirse en simples ilustraciones del metalenguaje lacaniano. Este metalenguaje es un poderoso disolvente no sólo de la singularidad propia de la casuística, sino también de la particularidad inherente al entramado material cultural, socioeconómico e histórico. El mundo en su materialidad se disipa entre las elípticas frases en lacanés, convirtiéndose en una humareda idealista consistente en fantasmas, grafos y sujetos barrados, forclusiones y obturaciones. Es lo mismo que se observa en otras corrientes del psicoanálisis donde el mundo material se volatiliza en ideas tales como objetos internos o transicionales, pechos malos o buenos, mecanismos defensivos o proyectivos y toda clase de conflictos edípicos.

El idealismo de los psicoanalistas puede llegar a delatarse incluso cuando les da por historiar la herencia freudiana. Hemos tenido recientemente en México, por ejemplo, historias psicoanalíticas del psicoanálisis en las que se reinterpretan freudianamente los sueños de Freud o se aplican las categorías de Lacan para entender las dinámicas de las instituciones lacanianas. Prefiero no mencionar los nombres de los autores. Tampoco me gustaría devaluar su arduo trabajo que ha dado resultados convincentes y fascinantes. Únicamente me permitiré poner de relieve que se ha llegado a estos resultados a costa de la volatilización del mundo cultural, socioeconómico e histórico en el que transcurre la historia del psicoanálisis. Es como si esta historia fuera celestial o extra-mundana, como si en ella no incidieran de ningún modo ni la situación periférica y dependiente de México, ni su estructura social clasista y racista, ni el desarrollo del capitalismo hasta sus actuales fases neoliberal y neocolonial.

El mundo se disipa en el vacío porque no hay lugar para él en las historias psicoanalíticas del psicoanálisis. Desde luego que estas historias no pueden evitar las referencias al mundo, pero estas referencias son como ecos vagos y fragmentarios, atenuados por la distancia y desmaterializados a menudo al ser codificados en clave freudiana o lacaniana. Los relatos psicoanalíticos de la historia del psicoanálisis tienden a quedar así encerrados en el horizonte mismo del psicoanálisis del que relatan la historia. Esto hace que sean relatos limitados que abstraen lo que relatan, lo deshistorizan y despolitizan, lo descontextualizan y desmaterializan, lo idealizan y psicologizan al refractarlo en ideas como las freudianas o lacanianas.

Tan sólo estoy refiriéndome a los vicios de los relatos psicoanalíticos del psicoanálisis para destacar ahora la importancia de que estos vicios no se encuentren en el libro Freud en México de Raúl Páramo-Ortega, publicado primero en 1992 en alemán y luego el año pasado en español por la editorial Paradiso. Este libro narra la historia del psicoanálisis en México desde 1922, fecha de la publicación de un trabajo del pionero moreliano José Torres Orozco, hasta los años 1980 y 1990, los años de Marie Langer y Néstor Braunstein, de Fernando Césarman y José Cueli, de Avelino González y Enrique Guinsberg, entre muchos otros. El recorrido histórico es extenso y profundo, ilumina territorios desconocidos en la historiografía del psicoanálisis en México, está muy bien documentado y es tan riguroso y minucioso como ágil y ameno, pero lo que ahora deseo resaltar en él es que no cae en los mencionados vicios de los relatos psicoanalíticos del psicoanálisis.

Páramo-Ortega no idealiza ni psicologiza lo que relata. Su relato es plenamente histórico y materialista. Nunca olvida ni la trama histórica ni la escena cultural y socioeconómica en la que aparece y se desarrolla el psicoanálisis en México.

El contexto siempre está considerado en el relato de Páramo Ortega. Leyendo su libro, tropezamos una y otra vez con el mundo material, con la cultura y la historia, con la sociedad y la economía. Tenemos referencias explícitas, por ejemplo, a la historia política de México en los siglos XIX y XX, a su condición de subdesarrollo, a sus crisis económicas y sociales, a la marginación de los pueblos originarios, al peso ideológico del catolicismo o a las influencias culturales francesa y estadounidense.

Cuando se juzga relevante, se mencionan las convicciones intelectuales, religiosas y políticas de los autores expuestos, como el positivismo ateo de José Torres Orozco o el conservadurismo católico de Oswaldo Robles. También hay numerosas menciones a acontecimientos históricos precisos, entre ellos la Revolución Mexicana y el movimiento revolucionario socialista yucateco encabezado por Felipe Carrillo Puerto. Refiriéndose a este movimiento en un libro de historia de la herencia freudiana en México, es como si Páramo-Ortega presintiera un detalle que todavía se ignoraba en 1992. Estoy pensando en el papel del régimen de Alvarado y Carrillo Puerto, de los docentes revolucionarios de Yucatán y particularmente del psiquiatra cubano-yucateco Eduardo Urzaiz en la introducción del psicoanálisis en México.

Al narrar la historia del psicoanálisis en México, Páramo-Ortega no olvida nunca la historia del mundo. Es así como nos demuestra que tiene bien claro lo que Marx y Engels nos enseñaban en la Ideología Alemana: que las ciencias y las ideologías no tienen una historia propia independiente, que su historia es la historia, no pudiendo separarse de ella. La historia del psicoanálisis en México, en efecto, es parte de la historia de México.

Sin conocer la historia socioeconómica y política de México, sería imposible comprender algo de la historia del psicoanálisis en el país. Esto lo sabe muy bien Páramo-Ortega, quizás gracias a su conocimiento de Marx y del marxismo, quizás también simplemente por su buen sentido. Sea cual sea la razón, Páramo-Ortega tiene los pies en la tierra, es materialista y por ello entiende que, al ocuparnos del psicoanálisis, no podemos hacer abstracción de la historia y de la cultura. Es por lo mismo que les reprocha explícitamente a los psicoanalistas de México aquello en lo que él no incurre, a saber, la “deficitaria reflexión sobre la realidad histórica y cultural, en la que estamos envueltos todos, tanto psicoanalistas como psicoanalizados”.

Todos en el psicoanálisis estamos involucrados en una sola historia que no es únicamente la del psicoanálisis. No hay una historia del psicoanálisis diferente de la historia por la misma razón por la que no hay forma de salir de la historia política y socioeconómica, no hay un exterior de esa historia, no hay metalenguaje, sino tan sólo un lenguaje transindividual. Es con este lenguaje de la economía y de la cultura, de la política y de la sociedad, con el que está escrito el libro de Páramo-Ortega, el cual, también por esto, se distingue de otras historias del psicoanálisis que están escritas en supuestos metalenguajes como el kleinés o el lacanés.

Páramo-Ortega tiene un perfecto dominio de la terminología freudiana, pero ha sabido acotarla y dejarla de lado cuando se trata de narrar la historia del psicoanálisis en México. Su narración es clara y transparente, pero también polifacética y compleja, dando voz a diversos discursos que resultan inasimilables a la jerga psicoanalítica. No recluyéndose en esta jerga y abriéndose a diversos discursos, el relato de Páramo-Ortega es auténticamente psicoanalítico. Lo es por saber escuchar, por no formularse tan sólo en la terminología freudiana, por no transmutarla en el ilusorio léxico de un metalenguaje, por dejarse atravesar por múltiples registros discursivos y convertirse en su caja de resonancia.

El estilo de Páramo-Ortega combina y articula discursos culturales, políticos, psicoanalíticos y otros. El conjunto refleja la historia de la que forma parte el psicoanálisis. No hay una pretensión idealista de situarse por fuera de tal historia, en un metalenguaje, en una perspectiva psicoanalítica transhistórica. Por el contrario, Páramo-Ortega se ubica de modo materialista en el único lenguaje sin metalenguaje, en la única historia con sus tensiones y contradicciones, y no hace nada por disimular su posicionamiento político ateo y a la izquierda.

Páramo-Ortega tampoco nos oculta sus posiciones en el ámbito psicoanalítico. En este ámbito, él es una de las figuras mexicanas más originales y prominentes, así como una de las que se posicionan de modo más claro, firme y consecuente. Su aversión hacia el campo lacaniano, por cierto, resulta evidente y me hace temer su inconformidad ante algunos de los términos utilizados ahora para presentar su libro Freud en México. Espero contar con su indulgencia, pero me temo que no la tendré.

Páramo-Ortega no se ha caracterizado por ser indulgente. Más bien se nos presenta como alguien severo y a veces despiadado, pero siempre de modo bien fundado y argumentado. Es también por esto que hay quienes lo apreciamos y admiramos tanto como yo.

Yo, ello y superyó en el capitalismo: hacia una interpretación materialista histórica de la segunda tópica freudiana

Intervención en línea para un encuentro organizado el 24 de noviembre de 2023 por el Círculo de Psicoanálisis y Marxismo de Monterrey, Nuevo León, México, para conmemorar los 100 años de publicación de El yo y el ello de Sigmund Freud

David Pavón-Cuéllar

Las ideologías del superyó

En 1932, en las Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, Freud le reprochó al marxismo un desconocimiento de que “las ideologías del superyó” son determinantes “independientemente de las relaciones económicas” (Freud, 1932, p. 63). El peso de la economía sería exagerado y absolutizado en la perspectiva materialista marxista, en la cual, por lo tanto, no se apreciaría la importancia de la determinación ideológica superyóica. Este juicio de Freud es crucial porque utiliza la terminología marxista de economía e ideología, porque se enfrenta así al marxismo en su propio terreno, porque admite la constitución ideológica del superyó y porque traza nítidamente una línea de demarcación entre la perspectiva marxista y la psicoanalítica.

El psicoanálisis reconocería entonces la determinación ideológica superyóica y así contrastaría con el marxismo que la ignoraría o la subestimaría. Es al menos lo que Freud pensaba en 1932. Sin embargo, tres años después, en una carta de 1935 a Ralph Worrall a la que se refiere Ernest Jones, Freud rectificó esta idea y admitió que Marx y Engels “no negaron de ningún modo la influencia de las ideas y las estructuras del superyó”, lo que “invalidaba el principal contraste entre marxismo y psicoanálisis” que antes él “creía que existía” (citado por Jones, 1957, pp. 344-345). Es como si Freud aceptara una reconciliación entre su perspectiva y la marxista sobre la base de la coincidencia de ambas en el reconocimiento de la poderosa determinación ideológica superyóica.

La ideología del superyó debería estar en el centro de cualquier pensamiento que se guiara por el propio juicio de Freud al tratar de integrar, articular o simplemente aproximar el marxismo y el psicoanálisis. Es el caso, en México, de la clarividente reflexión de Raúl Páramo-Ortega (2013), quien equipara lo superyóico freudiano a lo ideológico marxista, viendo en ambos la misma “racionalización” y la misma justificación de la opresión por el “sistema social”, y oponiéndolos tanto al “ejercicio más libre y racional del yo” como al ello con “sus exigencias de placer” (pp. 358-359). La segunda tópica freudiana, tal como Freud la delinea en El yo y el ello, se reinterpreta de modo freudomarxista en Páramo-Ortega, reapareciendo entonces como una dialéctica en la que se oponen un ello pulsional e irracional, un superyó opresivo, ideológico y racionalizador, y un yo verdaderamente racional y liberador.

Es como si el yo, por un lado, enfrentara críticamente su principio yoico de racionalidad a las racionalizaciones de la ideología superyóica, y, por otro lado, nos liberara políticamente de la opresión del sistema social representado por el superyó. Los dos objetivos marxistas de la crítica racional y de la liberación política se condensarían en la instancia freudiana del yo. Este yo se presenta como un bastión de lucha teórica y práctica para el freudomarxismo de Páramo Ortega.

Yo ideológico

La reinterpretación freudomarxista de la segunda tópica freudiana en Páramo-Ortega no sólo es rigurosamente consistente con Freud, sino que resulta reveladora, esclarecedora y orientadora para quienes trabajamos en la relación entre el marxismo y el psicoanálisis. Quizás el único detalle que uno tendría que reconsiderar es el relativo al doble aspecto racional y libre, incluso potencialmente liberador, atribuido a la instancia del yo. Suponiendo que las palabras de Páramo-Ortega no estén siendo sobredimensionadas, la atribución de libertad y racionalidad al yo parece obedecer más a una idealización de esta instancia que a su constitución misma tal como es descrita por Freud.

En una clara discrepancia con respecto a la representación de un yo libre y liberador, Freud (1923) caracteriza alyo como una “pobre cosa sometida a tres servidumbres” y a “tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó” (p. 56). Al mismo tiempo, con respecto a la noción de un yo racional, es verdad que Freud considera que “el yo es el representante de lo que puede llamarse razón” (p. 27), pero esto no le impide ser “adulador, oportunista y mentiroso” (p. 57). El engaño es constitutivo de la idea freudiana del yo como fachada, como simple apariencia, como algo puramente superficial, como superficie y como “la proyección de una superficie” que da una falsa profundidad a la superficie (p. 27). Todo esto justifica sobradamente que Jacques Lacan asimile el yo a la ilusión y a la imagen, a la imagen proyectada en el espejo, a la superficie especular de lo imaginario, de lo ilusorio, de lo ideal y de lo ideológico.

El elemento de idealidad y de ideología es tan definitorio del yo como del superyó. Si el superyó es heredero del ideal del yo o Ichideal freudiano, el yo no deja nunca de ser para Freud un Idealich, un yo ideal, un yo ideológico. Su carácter ideológico se confirma en su aspecto realmente superficial, pero imaginariamente profundo, en tanto que espacio ideológico imaginario proyectado en un plano superficial. En este espacio, gracias a la ideología, se puede penetrar sin penetrar, sin atravesar la superficie, quedándose en ella.

Tras la superficie, está el sujeto propiamente dicho. Está lo que Freud (1923) asocia con “un ello psíquico, no conocido (no discernido) e inconsciente, sobre el cual, como una superficie, se asienta el yo” (pp. 25-26). Este yo es la imagen superficial en la que se disimula el ello profundo.

El ello es el fondo real del yo, mientras que el yo es la máscara ideológica, ilusoria, imaginaria. Sin embargo, aunque imaginariamente constituido, el yo tiene un poder y lo ejerce realmente sobre el sujeto, gobernando sus “accesos a la motilidad”, como lo señala Freud (1923, p. 27). La concepción freudiana de este poder ejercido por el yo corresponde también al del poder de la ideología en la teoría marxista.

En el marxismo, la superestructura ideológica no posee un poder propio, sino que sólo tiene el poder que extrae de la base, de la infraestructura socioeconómica en la que se apoya. De igual modo, como lo explica Freud, el yo no dispone de “fuerzas propias”, sino de “fuerzas prestadas” que obtiene del ello (p. 27). La economía sexual del ello, como fuente de las pulsiones, le da su poder a la ideología del yo. Este yo es efectivamente algo ideológico superestructural animado y sostenido por aquello mismo pulsional e infraestructural a lo que se opone, por el ello que Lacan tiene razón de representarse como gran Otro, como estructura en la que se generan las pulsiones.

Las mociones pulsionales del ello son la fuerza no sólo de la ideología del yo, sino también de la del superyó, el cual, al igual que el yo, también se opone al ello con su propia fuerza. Esta recuperación y explotación de la fuerza pulsional del ello para combatirlo es un ejemplo elocuente de la enajenación en el sentido marxista del término. Tiene también el mismo origen en un sistema simbólico de la cultura cada vez más confundido con el sistema económico del capitalismo al que va quedando subordinado y asimilado.

Así como el sistema enajena la fuerza vital de trabajo de los obreros al volverla exteriormente contra ellos bajo la forma del poder económico del capital, de igual modo el mismo sistema enajena la fuerza pulsional del ello de los mismos sujetos al volverla interiormente contra ellos bajo la forma del poder ideológico del yo burgués y del superyó no menos burgués. Todo esto fue vislumbrado por el freudomarxista Otto Fenichel (1934) cuando observó cómo las “condiciones económicas” actúan sobre el sujeto y “modifican su estructura psíquica” mediante ideologías que logran que “las energías sustraídas a los impulsos instintivos originales actúen ahora en contra de éstos” (Fenichel, 1934, pp. 168-169. Las configuraciones ideológicas del yo y del superyó se apoderan así de la energía pulsional del ello y la enajenan, la tornan ajena al ello al volverla contra él mismo, reprimiéndolo para continuar explotándolo, bajo la determinación en última instancia de un sistema simbólico de la cultura progresivamente subsumido en el sistema económico del capitalismo.

Escisiones

La subsunción de la cultura en el capitalismo es el proceso histórico por el cual, de modo cada vez más acelerado, el sistema simbólico por el que se rige el mundo humano va subordinándose y asimilándose al sistema capitalista, operando cada vez más en función de su lógica de mercantilización, explotación, producción de plusvalor y acumulación de capital. A medida que el Gran Otro queda subsumido en el Gran Capital, sus expresiones ideológicas yoícas y superyóicas adoptan rasgos típicamente capitalistas y comienzan a servir los intereses del capital y no los de la cultura humana en general. Hay que insistir en que este cambio de amo no acontece de un momento a otro, sino de modo paulatino, en un largo proceso que se dilata durante varios siglos en los que el yo y el superyó están escindidos entre la cultura y el capital, entre la cultura que retrocede y el capital que avanza incesantemente a costa de la cultura, devorándola, transmutándola en él mismo. Esta escisión es una condición del sujeto distintiva de la modernidad.

Además de escindir internamente las instancias ideológicas del yo y del superyó, la contradicción moderna entre la cultura y el capital divide también por dentro la instancia económica pulsional del ello. Esta división del ello, de hecho, es ella misma la forma real histórica de existencia del ello y se expresa ideológicamente a través de la escisión del yo y del superyó. Podemos decir entonces que todas las instancias de la segunda tópica freudiana están históricamente divididas entre el capital y la cultura, entre el dinero y los demás significantes, entre el sistema económico del capitalismo y el sistema simbólico de la civilización humana.

La división a la que me refiero es una manifestación histórica particular de la oposición pulsional que Freud establece entre lo erótico y lo tanático. Antes de complicarse y embrollarse ideológicamente en el yo y en el superyó, la contradicción aparece nítidamente plasmada en la división del ello, el cual, para Freud, está desgarrado por “Eros y la pulsión de muerte” que “luchan en el ello” (p. 59). Este desgarramiento se manifiesta históricamente en la división del ello moderno entre, por un lado, lo vital y vivificante de la cultura, y, por otro lado, lo destructor y mortífero del capital que Marx (1867) compara con un vampiro que succiona lo vivo para transmutarlo en más y más dinero muerto.  

Goce del capital

La masiva transmutación capitalista de lo vivo en lo muerto es la que hace que la vida humana, animal y vegetal vaya cediendo su lugar a la existencia inerte mineral de las tierras erosionadas, los continentes de basura y las montañas de mercancías y dinero. Este resultado final del capitalismo es la más clara manifestación histórica de lo que Freud concibió como pulsión de retorno a lo inerte o inanimado. El retorno a un mundo sin vida se ha puesto en evidencia en el cataclismo ambiental de los últimos cincuenta años, en los que hemos asistido a la mayor extinción de seres vivos desde el final del cretácico, la mayor deforestación de la historia de la humanidad y la desaparición de más de la mitad de las poblaciones animales del planeta.

El ecocidio generalizado es un rasgo saliente del capitaloceno, de la era del dominio del capital, cuando la vida se ha destruido más en sólo cincuenta años que en 15,000 años de existencia de la cultura humana o en 200,000 años de existencia de la humanidad.  Hay que tener claro entonces que no es ni la humanidad ni la cultura humana las que destruyen la vida. El cataclismo vital no es consecuencia del antropoceno, sino del capitaloceno, del reino del capitalismo que nos impulsa frenéticamente a la producción y al consumo para mantener sus tasas de ganancia y para asegurar la acumulación del capital. Es el capital el que ha devastado y sigue devastando todo lo vivo en la tierra.

La devastación capitalista, como retorno a lo inanimado, puede ser concebida psicoanalíticamente como un goce del capital, dándole al goce el sentido lacaniano de posesión por la posesión y de mortífera satisfacción pulsional. Es la pulsión de muerte, en efecto, la que logra satisfacerse a través del goce del capital, del goce de la acumulación capitalista, del goce de la posesión por la posesión de más y más capital a costa de la vida humana y de todo lo vivo en la tierra. Este goce del capital se presenta como una satisfacción de la pulsión de muerte no sólo por su aspecto posesivo-acumulativo y mortífero-destructivo, sino también por su propensión a buscar la satisfacción pulsional del modo más económico, por la vía más corta, en corto-circuito, en línea recta. 

División del ello

Conviene recordar que Freud asocia la recta con la pulsión de muerte, mientras que la pulsión de vida preferiría las vueltas y los rodeos. Eros nos extravía en la vida, mientras que Tánatos nos hace ir por el camino más corto a la muerte, a nuestra muerte, que es el destino al que todos nos dirigimos. Para llegar de modo rápido y económico a la muerte, nada mejor que el capitalismo que exalta la rapidez y que por ello acorta los tiempos y las distancias, repudiando las demoras, las esperas y los rodeos.

Mientras que los rodeos constituyen la trama erótica vital de la cultura humana, las rectas corresponden a la geometría tanática del capitalismo. El goce del capital satisface así la pulsión de muerte de forma directa, inmediata, mientras que la cultura la satisface de modo mediato, indirecto, desviado, manteniendo así la pulsión en suspenso, haciéndola girar y extraviarse como pulsión de vida. Los extravíos de Eros dejan margen para el deseo, mientras que el goce del capital cierra y colmata el espacio para el deseo, impidiendo incluso que emerja. 

No hay lugar para el deseo en la satisfacción pulsional económica directa e inmediata del goce del capital, pero sí en los extravíos culturales de la pulsión de vida en la trama simbólica de la civilización humana. Tenemos aquí dos configuraciones libidinales diferentes que vemos coexistir en el ello característico de la modernidad. Este ello está dividido entre la cultura y el capitalismo, entre el espacio cultural para el deseo y el dominio económico del goce del capital, entre los tortuosos caminos de la pulsión de vida y los eficientes atajos de la pulsión de muerte.

La división moderna del ello desgarra irremediablemente al sujeto entre el goce mortífero del capital y el deseo vivificante del Gran Otro de la civilización humana. Cualquiera de nosotros conoce la experiencia desgarradora en la que nuestro impulso erótico civilizatorio a unirnos, a solidarizarnos unos con otros y a crear comunidad, se enfrenta con el goce capitalista que nos aísla en una inercia posesiva y acumulativa, agresiva y competitiva, que nos hace ver al otro como un rival o como un medio para gozar, como algo apropiable, intercambiable, utilizable y explotable. Este goce del capital suele también desgarrarnos al oponerse a nuestro deseo de otra cosa, de algo absolutamente diferente, de un más allá del horizonte del gran mercado en el que se ha convertido el mundo. Tanto el deseo como el goce y las pulsiones provienen del mismo ello, pero de un ello dividido entre el capital y la cultura. 

Superyó escindido

La división del ello se transmite al superyó, pues el superyó, tal como lo describe Freud (1923), es el “abogado del mundo interior, del ello” (p. 37). El ello dividido entre lo deseante y lo gozoso, entre lo cultural erótico y lo tanático del capital, requiere lógicamente un representante superyóico disociado que abogue simultáneamente por el sistema simbólico de la cultura y por el sistema económico del capitalismo. Dado que estos dos sistemas se contradicen diametralmente, el superyó que los represente a ambos estará necesariamente escindido entre uno y el otro, cada uno con sus respectivas lógicas, normas, reglas, intereses, aspiraciones e ideales.

El polo capitalista del superyó nos insta imperativamente a gozar, acumular, enriquecernos, consumir y consumirnos, poseernos y vendernos, competir con los otros, explotarlos y explotarnos. Por el contrario, el polo cultural puede prohibirnos gozar y exigirnos respetar a los demás, no hacerles daño, compartir y fraternizar con ellos, constituir comunidad y enriquecer a la civilización. Esta contradicción entre el imperativo superyóico civilizatorio y el capitalista es flagrante y profundiza e intensifica nuestro sentimiento de culpa.

El sujeto no puede sino sentirse culpable ante los valores más altos de la civilización por someterse a las reglas del juego capitalista y así actuar inmoralmente, de modo bajo y mezquino, al publicitarse, prostituirse, venderse y vender a los amigos, instrumentalizar al otro, enriquecerse a costa de él, desposeerlo y explotarlo. Sin embargo, si el sujeto se mantiene fiel a la elevada ley de la cultura, entonces habrá de sentirse culpable por desobedecer la despiadada ley de la selva del capitalismo y por condenarse así a ser alguien débil, un ingenuo, un paria, un improductivo, un fracasado, un explotado, un marginado.

Quizás podamos decir que el sujeto es denigrado, criticado y atormentado tanto por el capital que lo posee por dentro como por la figura paterna interiorizada como ideal del yo. Aquí hay que recordar que Freud (1923) se representa el superyó como una “formación sustitutiva de la añoranza del padre” (p. 38), lo considera “generado precisamente por aquellas vivencias que llevaron al totemismo” (p. 39) y lo explica por una “identificación inicial cuando el yo era todavía endeble, heredero del Complejo de Edipo, conservando su carácter de origen” y presentándose como un “monumento recordatorio de la endeblez y dependencia” ante el padre (p. 49). Todos estos aspectos paternos del superyó van transfiriéndose al capital a medida que el capitalismo subsume una cultura intrínsecamente patriarcal.

Sabemos por Durkheim, Federn, Lacan y otros que el patriarcado y la entidad simbólica paterna han ido perdiendo terreno, poder y autoridad en favor del capital. Es cada vez más ante el capital ante el que nos sentimos endebles y dependientes, débiles e impotentes, incapaces y fracasados. Nuestro consuelo puede ser a veces que obedecemos la más alta ley paterna de la moral y la civilización, pero este consuelo es cada vez más insuficiente para calmar nuestra culpabilidad ante un capitalismo cada vez más moralizador, cada vez más voraz y poderoso, más exigente y severo, más competitivo y segregativo.  Este capitalismo lleva cotidianamente a millones de sujetos a deprimirse, angustiarse y hasta suicidarse por no poder satisfacer el goce del capital, el goce de la posesión por la posesión, el goce de poseer dólares, líneas de crédito, marcas, seguidores o visualizaciones de videos.

Ahora bien, el polo capitalista ascendente del superyó, al igual que su menguante polo paterno, implica el doble imperativo contradictorio de ser y no ser como el ideal. En el caso del padre, Freud (1923) resume este doble imperativo con las dos fórmulas “así como el padre debes ser” y “así como el padre no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están reservadas” (p. 36). Lo prohibido es todo aquello que, en el triángulo edípico, nos haría usurpar de modo incestuoso la posición de nuestro padre en su relación con la madre como objeto último de nuestro deseo.

Así como el polo superyóico paterno puede hacernos fracasar al proscribirnos el éxito de nuestro padre, de igual modo el polo capitalista del superyó habrá de rebajarnos y someternos ante el capital, prohibiéndonos una victoria que siempre será del capitalismo y nunca de nosotros. El polo capitalista del superyó hará entonces que nunca lleguemos a ser tan poderosos como el capital que nos posee por dentro. Esto podrá tener como consecuencia tanto nuestro sometimiento y nuestro empobrecimiento como nuestra sensación de ser insuficientemente opulentos por más opulentos que seamos.

Al menos las aberraciones superyóicas ideológicas del capitalismo pueden aún ser criticadas, tal como las estamos criticando ahora mismo y tal como se les ha criticado muchas veces en más de un siglo de tradición marxista de crítica de la ideología. Esta crítica evidencia y confirma la escisión del superyó en el que Freud (1923) sitúa la función fundamental de la “crítica” (p. 53). Lo que denominamos “crítica de la ideología” en el marxismo puede concebirse, en clave freudiana, como una ofensiva del reducto cultural del superyó contra aquello que en él ha cedido al capitalismo y lo sirve ideológicamente a través de la adopción de sus ideales e imperativos.

Yo escindido

Además de ser la ofensiva ideológica del polo cultural contra el polo capitalista del superyó, la crítica marxista de la ideología puede ser también indudablemente un cuestionamiento yoico racional de la ideología superyóica irracional y racionalizadora. Este cuestionamiento, que podemos inferir del pasaje de Páramo-Ortega al que me referí al principio, es la forma canónica de crítica de la ideología que encontramos tanto en el estructuralismo althusseriano de los años 1960 como en el positivismo del marxismo dogmático de las academias de la Unión Soviética. Estamos aquí ante una forma de crítica racionalista y cientificista sin duda efectiva e imprescindible, pero también insuficiente, debiendo completarse con otra crítica de la ideología que se realice en el nombre de nuestros ideales y no en función de lo real y racional, desde la trinchera ético-política y no desde el puesto científico de observación, desde un reducto interior militante del mismo superyó y no desde la posición exterior y pretendidamente neutra del yo.

Además de completarse con la potencia de lo superyóico, la noción de la crítica yoica de la ideología necesita matizarse y reformularse en una época en la que resulta cada vez más difícil deslindar la racionalidad científica de la racionalización ideológica. No podemos ya simplemente argumentar que una crítica proveniente del yo es infalible porque se guía, como lo planteaba Freud (1923), por el “principio de realidad” (p. 27). Es preciso rendirnos a la evidencia de que el principio de realidad por el que se guía el yo es también siempre aquello que Herbert Marcuse (1953) llamaba “principio de actuación”, definiéndolo como una “forma histórica prevaleciente del principio de realidad”, una forma determinada por cierta organización de la sociedad que estaría determinada por “modos de dominación del hombre y de la naturaleza” (pp. 48-49). Es la dominación capitalista la que gobierna internamente el principio de actuación por el que se guía el yo al creer guiarse únicamente por el principio de realidad.

Al atenerse a la realidad, el yo está sometiéndose imperceptiblemente al sistema capitalista que, al menos en parte, domina y organiza la realidad. Esto puede corroborarse con facilidad al apreciar cuán funcionales son para el capitalismo los sujetos perfectamente adaptados a la realidad que les rodea. Su realidad es también la del capitalismo y adaptarse a ella es aceptar el capitalismo y reforzarlo con esta aceptación.

Al hacer que aceptemos el capitalismo al adaptarnos a la realidad, el yo estará claramente al servicio del capital, impidiendo que nos sublevemos contra él no sólo al seguir los deseos del ello, sino también quizás al obedecer imperativos superyóicos de solidaridad, justicia o realización comunitaria. De igual modo, al criticar la ideología del superyó en el nombre de la realidad, el yo quizás termine criticando el ideal político ideológico de otro mundo no-capitalista, criticándolo en el nombre del mundo existente, en el nombre de la realidad y en favor del capitalismo que rige esa realidad. La crítica yoica de la ideología será entonces una crítica del comunismo y de otros mundos posibles en lugar del mundo capitalista.

Debemos entender que el mundo capitalista es el mundo exterior en el que está pensando Freud (1923) cuando nos dice que el yo es la “parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior” que “se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior” (p. 27). Al representar este mundo exterior, el yo no solamente lo hace valer contra el mundo interior del ello, sino también, para Freud, contra el representante de este mundo interior, contra el superyó que puede abogar por los deseos más íntimos del sujeto a través de ideales como el comunista. El movimiento hacia el comunismo no puede ser sino un movimiento mediado por el superyó, por el polo cultural del superyó y por su orientación anticapitalista, por su tensión y contradicción con respecto al polo capitalista.

El superyó es necesario para luchas como la comunista, lo que no excluye, desde luego, que estas luchas también requieran del yo, al menos de la parte del yo no subsumida en el capitalismo, pues no hay que olvidar que hay también una escisión política del yo. El yo está escindido porque la realidad a la que se atiene también está disociada, porque no sólo es la realidad creada por el sistema económico del capitalismo, sino también la realidad internamente constituida y organizada por el sistema simbólico de la cultura. Es también en el nombre de la cultura que nos rodea que podemos combatir al capitalismo, combatiéndolo por su degradación de la cultura y no sólo por su devastación de la naturaleza. Tanto al hacer valer la realidad natural como la realidad cultural, el yo deberá oponerse al polo capitalista del superyó con sus imperativos ideológicos insostenibles e irrealistas de goce del capital, de acumulación, de sobreproducción y de consumo desenfrenado.   

Referencias

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Fenichel, O. (1934). Sobre el psicoanálisis como embrión de una futura psicología dialéctico materialista. En J.-P. Gente (Comp.), Marxismo, psicoanálisis y Sexpol I (pp. 160-183). Buenos Aires, Argentina: Granica, 1972.

Freud, S. (1923). El yo y el ello. En Obras completas, volumen XIX (pp. 1-66). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1927). El porvenir de una ilusión. En Obras completas, volumen XXI (pp. 1-56). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1932). Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. En Obras completas, volumen XXII (pp. 1-168). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Jones, E. (1957). The life and work of Sigmund Freud, Volume 3. Nueva York: Basic Books.

Marcuse, H. (1953). Eros y civilización. Madrid: Sarpe, 1983.

Marx, K. (1867). El Capital I. México: FCE, 2008.

Osborn, R. (1937). Marxisme et psychanalyse. Paris: Payot, 1967.

Páramo-Ortega, R. (2013). Marxismo y Psicoanálisis – un intento de una breve mirada ante un viejo problema. Teoría y crítica de la psicología 3, 344–372

Pavón-Cuéllar, D. (2016). Sigmund Freud y las dieciocho psicologías de Karl Marx.Teoría y Crítica de la Psicología 8 (2016), 92-124

El psicoanálisis en la psicología crítica: ¿objeto criticable, recurso utilizable o enfoque irreductible?

Conferencia para el XV Encuentro Nacional (III Internacional) de Semilleros de Investigación desde el Psicoanálisis, en Cartagena de Indias, Colombia, 27 de octubre de 2022 (y en versión ampliada para una mesa de análisis del Círculo de Psicoanálisis y Marxismo, en Monterrey, Nuevo León, México, 10 de diciembre de 2022)

David Pavón-Cuéllar

Psicoanálisis y psicología crítica

Me han invitado a que hable sobre la relación entre el psicoanálisis y la psicología crítica. Esta relación es múltiple. Más que ser una relación única y simple, consiste en las variadas y complejas relaciones que se han establecido históricamente entre el psicoanálisis y la psicología crítica desde hace casi un siglo.

Parece haber sido hacia 1927 cuando nació la psicología crítica. Desde el momento mismo de su nacimiento, se arrojó sobre el psicoanálisis que ya estaba ahí, en el escenario occidental moderno, desde hacía varios años. De pronto apareció aquí la psicología crítica y lo primero que hizo fue relacionarse con el psicoanálisis: fue ella, entonces, la que se relacionó con él, pero no lo contrario.

Las relaciones entre los campos del psicoanálisis y de la psicología crítica fueron desde un principio, como lo han sido hasta ahora, unidireccionales y no recíprocas. No es exactamente que los dos campos se hayan relacionado entre sí; es más bien que la psicología crítica se ha relacionado con el psicoanálisis, ya sea criticándolo o utilizándolo, mientras que el psicoanálisis, por lo general, ha ignorado la existencia de la psicología crítica o ha mostrado indiferencia o desinterés hacia ella. Digamos que se trata de un interés no correspondido, lo que se comprende bastante bien, considerando que el ámbito psicoanalítico parece estar constitutivamente cerrado y tiende a ser teóricamente autosuficiente y autorreferencial, mientras que la psicología crítica se caracteriza por su apertura hacia el exterior al que dirige su crítica o del que extrae sus recursos teóricos.

A diferencia del campo psicoanalítico, el de la psicología crítica no dispone de recursos teóricos propios, debiendo buscarlos al exterior de ella, en el psicoanálisis y especialmente en el marxismo, pero también en otros programas teórico-políticos, en las diversas corrientes de la psicología y en las demás ciencias humanas y sociales. Hay psicologías críticas marxistas y freudomarxistas como las hay anarquistas, feministas o decoloniales, humanistas o discursivas, freudianas o lacanianas, históricas o filosóficas. La psicología crítica tiene su eje teórico al exterior de ella, estando así teóricamente descentrada, mientras que el psicoanálisis está centrado en sí mismo, en el tronco de la teoría freudiana que puede luego ramificarse.

Tenemos aquí una diferencia fundamental entre el psicoanálisis y la psicología crítica: el psicoanálisis tiene contenido teórico, envuelve una teoría, mientras que la psicología crítica está desprovista de ese contenido, siendo tan sólo una forma o un método consistente en el cuestionamiento de lo psicológico. De modo más preciso, la psicología crítica puede ser definida como un retorno reflexivo de la psicología sobre sí misma y sobre aquello de lo que forma parte, como la modernidad occidental capitalista, colonial y heteropatriarcal. Este retorno reflexivo es un gesto, una actitud, un posicionamiento.

La psicología crítica es una forma particular de posicionarse críticamente ante la psicología. Lo interesante es que en este posicionamiento la psicología crítica muestra una coincidencia igualmente fundamental con el psicoanálisis. Al igual que el psicoanálisis, la psicología crítica está posicionada en los márgenes del terreno psicológico, en sus bordes, tan dentro como fuera de él, siendo y no siendo psicología.

La prolongación e interrupción de lo psicológico, su reproducción y subversión, constituyen procesos fundantes de los campos marginales del psicoanálisis y de la psicología crítica. Podemos incluso decir que ambos campos realizan el mismo retorno metapsicológico de la psicología sobre sí misma, contra sí misma, por el que se define la psicología crítica. Pareciera entonces que Helmut Dahmer tenía razón al definir el psicoanálisis como una psicología crítica.

Lo seguro es que tanto el psicoanálisis como la psicología crítica se definen por una posición contradictoria en la que intentan y en cierta medida consiguen dejar de ser la psicología que de algún modo siguen siendo. Este ser y no ser psicología es el meollo de la coincidencia entre el psicoanálisis y la psicología crítica. El meollo del asunto es entonces la psicología, lo que es la psicología, lo que es eso queel psicoanálisis y la psicología crítica son y no son.

La psicología

¿Qué es la psicología? Esta pregunta es tan inabarcable como las respuestas que se le han dado. Sin embargo, para los fines que ahora perseguimos, basta contar con una definición de la psicología que sea tan vaga y tan general como para poder aplicarse a todo lo que se ha denominado así desde que tal denominación alcanzó un sentido relativamente estable, gracias a Rudolf Göckel, Rudolf Snel y Otto Casman, tras haber sido introducida por Marko Marulić hace más de quinientos años. En otras palabras, ¿cómo podemos definir la psicología para que nuestra definición abarque lo que fue llamado psicología por los teólogos protestantes del siglo XVI, por los filósofos de los siglos XVII, XVIII y XIX, y por los psicólogos de los siglos XIX, XX y XXI?

Considerando lo que ha sido la psicología en su historia moderna, podemos proceder etimológicamente y definirla como un saber, una ciencia o un discurso (un logos), sobre un objeto preciso (la psique): un objeto que se encontraría en cada individuo humano, que se distingue de todo lo demás y que se concibe en las más diversas formas objetivas, entre ellas el psiquismo, el alma, el espíritu, la conciencia, la mente, la vida mental, el mundo interno, la cognición o los procesos cognitivos, la subjetividad o la esfera subjetiva, las facultades intelectuales, el intelecto y el afecto, la subjetividad, el carácter o la personalidad. Esta definición mínima, pese a su extrema vaguedad y generalidad, nos indica tres aspectos distintivos del objeto psicológico: tres aspectos que ya fueron cuestionados en la filosofía y que siguen siendo problematizados y rechazados en el psicoanálisis y en la psicología crítica. Me refiero a cierta objetividad, cierta individualidad y cierta dualidad.

En primer lugar, al tener un objeto y al concebirlo objetivamente, la psicología está objetivando lo único inobjetivable por definición, lo subjetivo e incluso el sujeto mismo, como ya lo constató Kant. En segundo lugar, al situar su objeto en el individuo humano, la psicología está individualizando algo que sólo existe de modo colectivo, relacional o transindividual a través de la sociedad, la cultura y la historia, como ya lo señalaron Feuerbach y Marx. En tercer lugar, al distinguir su objeto de todo lo demás y específicamente del cuerpo y del mundo, la psicología está separando partes inseparables de una misma unidad, como ya lo advirtieron Marx y Engels.

Dualismo, individualismo y objetivismo

El instrumental crítico marxista nos permite vislumbrar el trabajo de la ideología en la génesis de cada uno de los tres aspectos del objeto psicológico a los que acabo de referirme. Cada aspecto delata una de tres orientaciones ideológicas típicas de la modernidad capitalista. Estas ideologías son la objetivista, la individualista y la dualista. Permítanme detenerme un momento en cada una de ellas para mostrar brevemente cómo operan en la psicología. 

La separación psicológica entre lo psíquico y lo corporal-mundano exterioriza un dualismo en el que Marx y Engels han descubierto una consecuencia ideológica de la división entre el trabajo intelectual y el manual, una división que aparece, a su vez, como efecto de la división de clases. Todo comienza cuando la clase dominante acapara el trabajo intelectual y condena a la otra clase al trabajo manual. Esta disociación de lo intelectual y lo manual entre sujetos diferentes hace que el intelecto se aparte de las manos, la mente se distancie del cuerpo y del mundo material, el psiquismo se distinga de todo lo demás, dando así lugar a la separación dualista constitutiva del objeto de la psicología. Tal objeto y su abordaje psicológico surgen como privilegios de clase: como expresiones de clasismo subyacente al dualismo.

Además de ser dualista, la ideología fundante de la psicología tiene una orientación individualista. Esta orientación es la que mutila y contrae lo subjetivo de tal modo que pueda pasar por el estrecho embudo psicológico de la interioridad individual. Tenemos aquí el mismo proceso, ya descrito repetidamente en la tradición marxista, que se observa en el individualismo burgués liberal y neoliberal que logra quebrar a las potentes clases, comunidades y colectividades organizadas, triturándolas y pulverizándolas en sus elementos constitutivos, en los impotentes individuos, cada uno de ellos con sus miserables atributos, como su voto individual y sus derechos individuales. Como bien lo notara el surrealista y freudomarxista René Crevel, esta estrategia del divide y vencerás opera también a través del individualismo psicológico.

Además de ser individualista y dualista, la psicología es objetivista. Lo es en la medida en que procede ideológicamente como otras ciencias objetivas humanas al objetivar y así neutralizar o suprimir a un sujeto inobjetivable por definición. Este sujeto suprimido en la objetividad científica viene a confirmar la definición lacaniana de la ciencia como “ideología de la supresión del sujeto”. Al mismo tiempo, la conversión del mismo sujeto en objeto del conocimiento científico prepara y facilita su conversión en objeto del sistema capitalista, un sistema que tiende significativamente a subsumir la ciencia junto con el conjunto de la cultura. Erigiéndose como gran Otro, el capital se presenta cada vez más como el único sujeto, mientras que los sujetos humanos aparecen cada vez más como los objetos del capital y de sus diversas expresiones ideológicas, entre ellas las ciencias objetivas.

Concepciones mesoamericanas y marxistas de la subjetividad

Como hemos visto, el objetivismo, el individualismo y el dualismo delatan los vínculos ideológicos internos de la psicología con el sistema capitalista, con el mundo burgués y con la sociedad de clases. Esta realidad socioeconómica, propia de la modernidad occidental, es la que le da su forma particular a nuestra idea psicológica de la subjetividad humana. Las orientaciones ideológicas dualista, individualista y objetivista de nuestra psicología pertenecen a una tradición cultural específica y a un momento preciso en el desarrollo histórico de esa tradición cultural.

Si nos alejamos de la modernidad occidental, encontramos otros saberes acerca del sujeto en los que no hay ningún rastro de objetivismo, individualismo y dualismo. Es el caso de las concepciones indígenas mesoamericanas de la subjetividad a las que les he dedicado una investigación que dura ya varios años. Al analizar las formas en que los pueblos originarios de México y Centroamérica se representan al ser humano, descubrimos una subjetividad inobjetivable, una comunidad irreductible a sus elementos individuales y una totalidad indivisible que no se deja fraccionar de forma dualista entre lo psíquico y lo somático.

Al no caer ni en el dualismo ni en el individualismo ni en el objetivismo de nuestra psicología, los saberes ancestrales de Mesoamérica nos ofrecen unas concepciones de la subjetividad que son radicalmente diferentes de la occidental moderna psicológica y que pueden servir por ello como punto de apoyo para criticarla. Es así como saberes provenientes de otras culturas pueden convertirse en recursos de la psicología crítica, lo que ha sucedido efectivamente en corrientes emergentes como la indígena, la africana y la decolonial. Sin embargo, estas corrientes son relativamente recientes y constituyen la regla más que la excepción, pues lo habitual ha sido que la psicología crítica extraiga sus recursos de la propia modernidad occidental, donde también se encuentran concepciones de la subjetividad que difieren de la psicológica y que no caen en sus orientaciones ideológicas.

Pensemos, por ejemplo, en la perspectiva marxista, que ha sido sin lugar a dudas la más importante e influyente en la historia de la psicología crítica. El marxismo concibe la subjetividad: en primer lugar, de modo relacional y no individualista, como un anudamiento de relaciones sociales y no como un individuo aislado; en segundo lugar, de forma dialéctica y no objetivista, como un sujeto capaz de objetivarse y no como un objeto; en tercer lugar, en clave monista y no dualista, como una existencia corporal-mundana consciente y no como psiquismo separable del cuerpo y del mundo. El marxismo ha desarrollado así una concepción relacional, monista y dialéctica de la subjetividad que desafía respectivamente el individualismo, el dualismo y el objetivismo de la psicología, pero que además aporta potentes argumentos contra estas orientaciones ideológicas, mostrándonos cómo sirven a la dominación al dividir y neutralizar para vencer, es decir, al desgarrar las relaciones sociales en el individualismo, al escindir al sujeto en el dualismo y al reducirlo a objeto del capital en el objetivismo.

El psicoanálisis como punto de apoyo de la psicología crítica

Entendemos que el marxismo haya sido el más importante punto de apoyo de la psicología crítica en la modernidad occidental. Sin embargo, este punto de apoyo no ha sido el único y actualmente sólo es uno más entre muchos otros, entre ellos el anarquismo, el feminismo, la caja foucaultiana de herramientas, el socioconstruccionismo, el giro discursivo y el proyecto comunitario liberacionista latinoamericano. Ahora bien, si esta lista fuera exhaustiva, ¿deberíamos incluir en ella el psicoanálisis, el cual, entonces, constituiría otro punto de apoyo de la psicología crítica? He aquí la gran cuestión que ahora se nos plantea y que no resulta fácil responder.

Formulemos de otro modo la pregunta: ¿será que la psicología crítica puede apoyarse en la doctrina freudiana? En otras palabras, ¿el psicoanálisis ofrece una idea no-psicológica del sujeto que pueda servir para criticar la concepción psicológica? Esta pregunta puede recibir dos respuestas opuestas e igualmente válidas.

La primera de las respuestas es afirmativa: sí, el psicoanálisis puede servirle a la psicología crítica porque teoriza al sujeto en una forma que nada tiene que ver con la concepción psicológica dualista, individualista y objetivista. Para empezar, el objetivismo no tiene cabida en la doctrina freudiana porque el objeto del psicoanálisis no es el sujeto, sino eso tan paradójico y evasivo que Lacan ha conceptualizado como objeto (pequeño) a. En cuanto al sujeto, se presenta en el psicoanálisis como algo radicalmente inobjetivable, irrepresentable, inasimilable a todo lo que pueda saberse de él, irreductible a todo lo que sea posible predicar de él. Tenemos aquí, en el psicoanálisis, un enfoque anti-objetivista que se opone diametralmente al objetivismo de la psicología y que por ello puede servirle a la psicología crítica para cuestionarlo.

Además de anti-objetivista, el psicoanálisis es anti-individualista. El sujeto del psicoanálisis, a diferencia del de la psicología, no es un individuo, un “individuus”, que significa “indivisible” en latín. Por el contrario, el sujeto freudiano es divisible y está dividido entre identificaciones diferentes, entre posiciones opuestas, entre instancias en conflicto. El único individuo aquí es un reflejo en el espejo de la conciencia. En realidad, el sujeto freudiano es tan individual como transindividual. Es él y su objeto. Es Uno y Otro. Es alteridad y no sólo identidad. No sólo es un yo, sino también ello y superyó. Es al mismo tiempo cosas tan contradictorias como la especie, la cultura y el punto de contacto entre ambas. Todo esto está en contradicción con la idea psicológica individualista del sujeto.

El psicoanálisis no sólo contradice el individualismo y el objetivismo, sino también el dualismo constitutivo de la psicología. Mientras que la idea psicológica del sujeto es la de algo psíquico tajantemente diferenciado con respecto a lo físico y somático, el psicoanálisis reconoce la comunicación y continuidad entre lo uno y lo otro. El sujeto freudiano, por decirlo cartesianamente, es cosa extensa y no sólo pensante. No se agota en su yo ideal. Su fondo pulsional es tan mental como corporal. Sus conversiones histéricas son tan del cuerpo como del alma. No hay aquí dos esferas separadas, sino una sola. El monismo psicoanalítico discrepa de cualquier dualismo psicológico. 

La psicología psicoanalítica

Si consideramos cómo el psicoanálisis rompe con el dualismo, con el individualismo y con el objetivismo, será justo que respondamos afirmativamente a la pregunta sobre su utilidad como recurso teórico para la psicología crítica. Sin embargo, la misma pregunta podría también recibir de nosotros una respuesta negativa si consideráramos la tendencia irresistible del psicoanálisis a degenerar en una corriente psicológica entre otras. Esta psicologización resulta bastante evidente cuando vemos al psicoanálisis convertirse en psicología dinámica o del yo o del self, pero el mismo proceso puede operar también de modo soterrado incluso en las más anti-psicológicas de las corrientes freudianas. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando los psicoanalistas lacanianos presentan sus casos clínicos y les aplican su recetario lacanés, arrebatando cualquier voz a los sujetos, apartándolos dualistamente de su exterioridad material transindividual y reduciéndolos a una simple ilustración individual objetiva de lo elaborado por Lacan.

Las derivas psicológicas del psicoanálisis resultan comprensibles en una época de reinado absoluto de la psicología. Si los sujetos mismos se ven cada vez más a sí mismos como objetos psicológicos encerrados en su individualidad y separados irremediablemente de su cuerpo y del mundo, ¿por qué los psicoanalistas habrían de mirarlos de otro modo y escuchar lo que a veces ni siquiera tienen que decir? El hombre sin inconsciente, como lo llama Recalcati, es el fundamento de la psicología psicoanalítica.

La progresiva psicologización de la herencia freudiana se fundamenta en una mutación histórica decisiva por la que los sujetos se ven cada vez más virtualizados, apartados de la materialidad corporal y mundana, recluidos en su interioridad ideal individual y reducidos a la condición de objetos del capital y de sus diversos dispositivos tecnológicos, disciplinarios e ideológicos, entre ellos la psicología.  El gran Otro de la cultura, cada vez más subsumido en el capital, deja un margen cada vez menor para la existencia transindividual y material del sujeto. Esta historia del mundo es la que determina el trágico destino psicológico de la herencia freudiana.

Historia

Una vez que se ha psicologizado, el psicoanálisis deja de ser un recurso teórico útil para la psicología crítica y se transmuta en un objetivo para ella, en un objeto que debe ser criticado, en un blanco para tirar sobre él. Este blanco reproduce el dualismo, el objetivismo y el individualismo, pero también otras orientaciones ideológicas de la óptica psicológica, entre ellas el universalismo, el abstraccionismo, el idealismo, el adaptacionismo, el familiarismo y el apolitismo. Es como si toda la ideología subyacente a la psicología reabsorbiera el psicoanálisis y anulara aquello que lo distingue de la psicología y que le permite cuestionarla.

Uno de los principales dilemas de lo psicoanalítico es el que lo hace dividirse entre ser y no ser algo simplemente psicológico, entre ceder y no ceder a su reabsorción en la psicología, entre dejarse asimilar a ella y obstinarse en preservarse de ella y criticarla. Podemos discernir aquí dos formas de aparición del psicoanálisis, como objeto criticable y como recurso utilizable, que jalonean toda la historia de la relación entre la psicología crítica y la herencia freudiana. Tal historia, como veremos ahora, se desenvuelve como una serie de escisiones o disociaciones del psicoanálisis entre lo que se utiliza y lo que se critica de él en la sucesión de propuestas de psicología crítica.

Los pioneros Georges Politzer y Lev Vygotsky utilizaron la casuística de Freud, pero criticaron sus generalizaciones metapsicológicas, juzgándolas injustificadas, abstractas e ideológicas. Valentín Volóshinov descubrió también una ideología criticable en el psicoanálisis, aunque sin dejar de apreciar el potencial de la idea freudiana de los conflictos psíquicos para criticar las visiones psicológicas homeostáticas y adaptativas. El potencial crítico del psicoanálisis, tal como lo piensa el freudomarxista Wilhelm Reich, permite cuestionar el idealismo burgués de la psicología: el mismo idealismo que será también reproducido por algunas derivas psicoanalíticas aburguesadas.

Los surrealistas André Breton y René Crevel deploran que el psicoanálisis recaiga en la misma psicología dualista que permite criticar. Por su parte, los frankfurtianos Max Horkheimer y Theodor Adorno emplean del psicoanálisis lo mismo que los hace impugnarlo: su revelación de la irracionalidad en la racionalidad psicológica. Esta irracionalidad está en el mismo lugar que la conflictividad y la negatividad por las que el joven Michel Foucault y algunos de sus epígonos, como el grupo de Julian Henriques, Wendy Hollway y Valerie Walkerdine, aprecian positivamente el psicoanálisis al que también dirigen su cuestionamiento.

Entretanto, Louis Althusser y sus seguidores franceses y argentinos, entre ellos Michel Pêcheux, Didier Deleule, Carlos Sastre y Néstor Braunstein con sus colaboradores, utilizan el psicoanálisis para cortar o romper epistemológicamente con la ideología psicológica, pero también critican la ideologización de la doctrina freudiana y su recuperación por la psicología. El doble vínculo con el psicoanálisis vuelve a encontrarse en el trabajo del alemán Klaus Holzkamp y del británico Ian Parker, tal vez las dos figuras más importantes de la psicología crítica en el último medio siglo. En lo que se refiere a la psicología crítica holzkampiana, por un lado valora el psicoanálisis porque se pone en manos de los sujetos en lugar de proceder como la psicología y aplicarse a ellos como a objetos, pero por otro lado lo cuestiona porque universaliza lo particular histórico, familiariza lo social, desacredita lo colectivo y deslegitima o reprime lo político. En cuanto a Parker, traza una distinción en el campo psicoanalítico entre corrientes que él juzga criticables por su alto nivel de psicologización, como la kleiniana o la relacional, y perspectivas utilizables por su carácter claramente anti-psicológico, entre ellas principalmente la propuesta lacaniana. 

Por mi parte, en consonancia con la tradición marxista freudiana, me gusta ver en el psicoanálisis un producto ideológico-psicológico de la modernidad capitalista, pero también algo radicalmente diferente de la psicología: una expresión crítica sintomática de la crisis de esta modernidad, de sus tensiones y contradicciones, tal como desgarran de forma singular a cada sujeto. De modo análogo, como ya lo hicieran Lacan y Juliet Mitchell y otras feministas, veo el psicoanálisis como el síntoma de una crisis del patriarcado: como algo en lo que simultáneamente se reproduce y se denuncia y subvierte un sistema patriarcal generalmente disimulado y silenciado por la psicología. Por último, en el mismo sentido, admito que el psicoanálisis tiene un estatuto colonial como el de cualquier otro paradigma psicológico europeo-estadounidense que haya sido exportado y universalizado, pero al mismo tiempo considero que revela una crisis de la absolutización del saber occidental que subyace a la colonialidad y pienso que por ello representa un instrumento imprescindible para la crítica de todos los productos coloniales, entre ellos la psicología. Además, por si fuera poco, apuesto por la escucha psicoanalítica para establecer una relación diferente con la otredad fuera y dentro de nosotros: una relación diferente de la mirada colonial que es también a menudo una mirada psicológica.  

A manera de conclusión

La historia que acabo de esbozar nos muestra una incesante disociación del psicoanálisis entre sus apariciones como objeto criticable y como recurso utilizable de la psicología crítica. Lo que aquí falta es una tercera posible intervención del psicoanálisis que no se ha realizado plenamente hasta ahora. Me refiero a su intervención disruptiva y subversiva como enfoque irreductible a su utilización en el retorno reflexivo de lo psicológico sobre sí mismo y sobre aquello de lo que forma parte.

Al no dejarse reducir a la psicología crítica, el psicoanálisis nos permite interpelarla, llevando su gesto crítico hasta sus últimas consecuencias, hasta rizar el rizo, hasta permitirle autocriticarse como psicología y no sólo criticar el terreno psicológico en general. No hay que olvidar que la psicología crítica, lo mismo que el psicoanálisis, tiene una posición contradictoria en los bordes o fronteras del terreno psicológico, tan dentro como fuera de él, siendo y no siendo psicología. Esto hace que la psicología crítica sea también, al igual que la perspectiva psicoanalítica, susceptible de crítica en sus derivas psicológicas.

Para cuestionar la psicología crítica, el psicoanálisis constituye un recurso potente y quizás inigualable. Un cuestionamiento freudiano fundamental de la psicología crítica debería dirigirse a la crítica misma. ¿Por qué obstinarnos y afanarnos en criticar la psicología? ¿Por qué no simplemente intentar abandonarla? ¿Qué deseo nos mantiene adheridos a ella al convertirla en el objeto de nuestros cuestionamientos?

El cuestionamiento freudiano, por dar únicamente otro ejemplo, debería dirigirse a la idea misma del retorno reflexivo de la psicología sobre sí misma, y, de modo más preciso, a la confianza ingenua en la reflexividad. ¿Qué nos hace confiar en la transparencia de la reflexividad? ¿Acaso esta confianza en lo reflexivo no es típicamente psicológica? ¿Acaso la reflexividad no reproduce la misma opacidad imaginaria especular a la que apunta nuestro cuestionamiento de la psicología?

Salud mental y economía libidinal

Salud mental y economía libidinal

Conferencia organizada por el Foro del Campo Lacaniano de México en el Auditorio Fernando Díaz Ramírez de la Universidad Autónoma de Querétaro, el 13 de mayo de 2022

David Pavón-Cuéllar

Alcmeón, Hipócrates, Erixímaco: salud como equilibrio

Es común que la salud se conciba como una forma de armonía, conformidad o equilibrio. Esta concepción es muy antigua y se encuentra bastante difundida en diversas culturas. En el mundo occidental, sus orígenes pueden rastrearse hasta la antigüedad griega.

El médico y filósofo presocrático Alcmeón de Crotona, quien vivió aproximadamente entre los años 500 y 450 antes de nuestra era, ya definía la salud como un “equilibrio de fuerzas” (dynámeis), como una “mezcla bien proporcionada”, como una relación balanceada entre lo húmedo y lo seco, entre lo frío y lo caliente, entre lo amargo y lo dulce.[1] El “predominio” de una de estas fuerzas sobre su opuesta era “destructivo” y provocaba la enfermedad, la cual sobrevenía a causa de un “exceso”, a causa de “abundancia o carencia”.[2] Curar consistía, entonces, en compensar, contrabalancear, equilibrar.

La concepción de la salud como estado equilibrado reaparece en la teoría de los cuatro humores de Hipócrates. Los Tratados Hipocráticos postulan que “el estado más saludable del hombre es aquel en que todos los elementos están cocidos y en equilibrio, sin que ninguno deje que se destaque su principio activo particular”.[3] Cuando un humor se destaca sobre los demás, tenemos la enfermedad, que es causada por la “intemperancia” (akrasie), por la “exacerbación” de ciertos humores.[4] El exceso debe ser entonces temperado para curar al enfermo. Es así como se restablece una salud que Hipócrates concibe como templanza o temperancia, como buena proporción, como una mezcla bien proporcionada.

La misma concepción de la salud es expuesta por el médico Erixímaco en el Banquete de Platón. Al intervenir en este famoso diálogo sobre el amor, Erixímaco describe el equilibrio saludable como “justicia y templanza”, pero también como “amor y concordia entre elementos contrarios”, y además, a través de una metáfora musical, como “armonía y consonancia”, como “acuerdo entre cosas opuestas”.[5] Aunque estos aspectos definitorios de la salud vayan más allá del equilibrio, parecen derivar de él y presuponerlo bajo formas como la moderación en el goce o la “debida y templada armonía” entre opuestos.[6] El exceso de uno de los opuestos y el resultante desequilibrio entre los dos es aquí también la causa de la enfermedad.

Lacan: oposición en el equilibrio

Las palabras de Erixímaco atrajeron la atención de Jacques Lacan en su octavo seminario sobre La transferencia. En la sesión del 14 de diciembre de 1960, Lacan elogió a Erixímaco por ir al meollo de un problema que sigue siendo el nuestro. Mientras que nosotros nos extraviaríamos al intentar definir la salud y la enfermedad, Erixímaco y la gente de su tiempo irían “derecho a la antinomia esencial”.[7] Esta antinomia es la que subyace precisamente a la concepción de la salud como equilibrio y a su contraposición al desequilibrio.

Lacan observa que el equilibrio permanece en el centro de nuestra concepción de la salud. Estaríamos, entonces, en el mismo punto en el que se encontraban Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco hace casi dos mil quinientos años. Al igual que ellos, concebimos la salud como equilibrio, como acuerdo, consonancia o armonía. El problema para Lacan es que estas ideas, ahora como en la antigüedad, no han sido examinadas y criticadas.

Todavía no tenemos claro lo que significa exactamente afirmar que lo saludable está equilibrado o en armonía. Sin embargo, como sabemos, esta afirmación tan enigmática, más intuitiva que científica, sigue operando entre los médicos. Hay aquí, según Lacan, algo fundamental que “no se ha elucidado” para la medicina moderna con sus “debilidades” que se delatan en sus pretensiones mismas de cientificidad.[8] En esto, nos dice también Lacan, “no estamos muy avanzados con respecto a la posición de Erixímaco”.[9] Tal vez ese médico griego estuviera incluso más avanzado que nosotros, pues recordemos que él, a diferencia de nosotros, sí iba al meollo del asunto.

Lacan sitúa el meollo del asunto en el seno de la armonía, en su relación con ella misma, en la “medida” o la “proporción” como esencia del equilibrio[10]. Aquí Erixímaco difiere de Heráclito y lo critica, diciéndonos literalmente, en El Banquete, que “es absurdo decir que la armonía es una oposición, o que consiste en elementos opuestos”, porque “la armonía es una consonancia, la consonancia es un acuerdo, y no puede haber acuerdo entre cosas opuestas que no concuerdan, que no producen armonía”.[11] En este punto, Lacan toma partido por Heráclito y lo defiende contra Erixímaco, objetando que  “toda suerte de modelos de la física nos han aportado la idea de una fecundidad de los contrarios, de los contrastes, de las oposiciones, y de una no-contradicción absoluta del fenómeno con respecto a su principio conflictivo”.[12] En otras palabras, el conflicto es productivo, pero no es resuelto ni superado ni trascendido por sus productos. Los efectos del conflicto no contradicen el conflicto, siguen siendo tan conflictivos como el conflicto mismo. Por lo tanto, si la salud surge de la oposición entre fuerzas o humores, entonces esta oposición persiste en la salud.

El estado saludable, tal como lo concibe Lacan, es oposicional, conflictivo, contradictorio, por más armonioso que sea. Por más equilibro que haya en un estado saludable, se trata de un equilibrio habitado por la oposición, un equilibrio entre elementos opuestos, contradictorios. Son estos elementos los que se equilibran en la salud, pero su equilibro es invariablemente frágil, precario, momentáneo.

Irremediable patología

La objeción de Lacan puede aplicarse a Erixímaco lo mismo que a Hipócrates y a Alcmeón. Los tres médicos antiguos conciben la salud como un equilibrio entre fuerzas opuestas, pero Lacan les objeta que el equilibrio no puede trascender ni superar la oposición entre las fuerzas equilibradas. Esta oposición persiste siempre en el organismo y especialmente en el plano anímico o psíquico, desgarrando la existencia y la experiencia, dividiendo al sujeto. La división del sujeto no se cura ni se remedia en un supuesto estado armonioso de salud mental.

El saludable yo sintético de la psicología es puramente imaginario. Lo cierto es que no hay síntesis posible entre los elementos contradictorios constitutivos de la subjetividad. Los elementos no dejan de contradecirse al armonizarse o equilibrarse.

La contradicción es irreparable. En términos filosóficos frankfurtianos, la dialéctica es irreparablemente negativa. En términos psicoanalíticos, la existencia es irremediablemente patológica.

La patología es inherente a la condición del sujeto. Como decía Norman O. Brown, el ser humano es un “animal neurótico”.[13] Esta neurosis definitoria de la humanidad sería un descubrimiento fundamental de Sigmund Freud. Lo que el médico vienés habría descubierto, como lo nota Attila József, es que no hay más sujetos que los “enfermos”.[14] Digamos que no hay más sujetos que los divididos por fuerzas opuestas como aquellas a las que se referían Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Aunque las fuerzas se equilibren unas a otras en la salud mental, no dejan de oponerse y así desgarrar la existencia y experiencia del sujeto, una experiencia necesariamente patológica.

Freud: lo enfermo en lo sano

En 1914, al recapitular la historia del psicoanálisis, Freud recordaba cómo el análisis de los “hechos patológicos” le había mostrado “su trabazón con la vida anímica normal”[15]. El psicoanálisis descubre, en efecto, cómo la normalidad se traba, se anuda, se vincula internamente con la patología. La vinculación es tan profunda, tan esencial, que Freud no duda en reconocer años después, en sus Nuevas lecciones de 1932, que “estrechos nexos, y aun íntima identidad, entre los procesos patológicos y los normales”[16].

Difícil decidir, entonces, dónde termina lo sano y dónde comienza lo enfermo. Si hay una diferencia, es más gradual que tajante y más práctica o experiencial que teórica o esencial. Freud ya decía desde 1904, en la exposición de su método, que “la salud y la enfermedad no se diferencian por principio, sino que sólo están separadas por umbrales de sumación determinables en la práctica”.[17] De acuerdo a la práctica, podemos aceptar a un sujeto como sano, según lo que Freud nos dice, cuando tiene “capacidad de rendimiento y de goce”.[18] Mientras un sujeto disfrute y trabaje, Freud lo considera prácticamente sano, pero esto no es un juicio ni diagnóstico sobre una supuesta condición esencial del sujeto. Más allá de lo que el sujeto siente y rinde, el método psicoanalítico no permite distinguir lo sano y lo enfermo.

El psicoanálisis no sólo borra la frontera entre la enfermedad y la salud mental, sino que de cierta forma reabsorbe lo sano en lo enfermo, revelándonos como lo enfermo subyace a lo sano, lo habita y lo fundamenta, conteniendo su verdad. Es por esto que Freud considera, como lo dice ya desde 1890 en Tratamiento psíquico o del alma, que “sólo tras estudiar lo patológico se aprende a comprender lo normal”.[19] Debe resaltarse que Freud no está diciendo aquí simplemente que la normalidad y la patología puedan comprenderse una a partir de la otra. Freud no está diciendo que lo sano posibilite la comprensión de lo enfermo, sino sólo que lo enfermo permite comprender lo sano. Esto es así porque la enfermedad es la reveladora, porque ella es de algún modo más verdadera que la salud, porque en lo enfermo se descubre lo que se encubre en lo sano, porque es en la patología en la que radica la verdad de la supuesta normalidad.

Como lo observa Freud en Un caso de curación por hipnosis en 1892, la verdad que se “inhibe y rechaza” en el comportamiento normal es la que “sale a la luz” en la histeria.[20] El cuadro histérico, patológico, pone al descubierto la verdad oculta de la salud mental. Sabemos que en Freud esta verdad es la verdad de los conflictos psíquicos, de aquellas oposiciones que Lacan juzga insuperables, no pudiendo superarse en el sano equilibro al que se refieren Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco.

Concepción adaptativa y productiva de la salud mental

Debe reiterarse que el equilibrio entre fuerzas está siempre habitado por la oposición entre las fuerzas equilibradas. La clave misma del equilibrio estriba en la oposición. Es la oposición la que se resuelve de un modo u otro en el equilibrio. Es también porque las fuerzas se oponen de cierto modo, porque son las que son en virtud de su oposición, que luego pueden equilibrarse de cierta forma en la salud mental. Es por esto que Freud busca desentrañar la verdad de lo normal en lo patológico, en la tensión y la contradicción, en el conflicto psíquico y en el resultante desgarramiento de la experiencia del sujeto.

Lacan está de acuerdo con Freud y es por este acuerdo que discrepa de Erixímaco. Mientras que el médico griego sitúa la esencia de la salud en el equilibrio entre fuerzas opuestas que superan su oposición al equilibrarse, Lacan descubre el meollo de la salud en la oposición entre las fuerzas equilibradas que pueden equilibrarse precisamente porque no superan su oposición al equilibrarse. La oposición persiste y por lo tanto la salud no es el estado ideal, imaginario, de un yo que supera su división y que se reconcilia consigo mismo, armonizándose y acordándose con lo que es, como creían Erixímaco, Hipócrates y Alcmeón, y como aún lo creen ciertos psicoanalistas y muchos psicólogos.

No pudiendo superar el desgarramiento de su experiencia, no pudiendo adaptarse a su propio ser, el sujeto es mucho menos capaz de adaptarse a lo que le rodea. La idea psicológica de la salud mental como condición adaptada será también categóricamente rechazada por Lacan. El psicoanalista francés encuentra en esta idea el correlato de la anterior: el yo adaptado a sí mismo es el yo adaptado al otro, a la imagen especular del otro, a la imagen de sí mismo en el espejo. Este otro yo, tan otro como yo, permite superar en lo imaginario la división del sujeto con respecto a sí mismo y con respecto al mundo que se abre en el vacío del propio ser, del objeto del que estoy dividido.

En 1955, en La cosa freudiana, Lacan rechaza la noción adaptativa de salud por ver en ella la imposición al sujeto de una “medida” que no es la suya.[21] Años después, en 1966, en un violento debate con médicos en La Salpetrière, Lacan explica esta imposición de la medida normativa de salud a la “empresa universal de productividad” en relación con “el goce del cuerpo”[22]. El goce productivo del cuerpo aparece entonces como el sentido fundamental de la salud adaptativa del sujeto. El sujeto debe estar sano al adaptarse al sistema económico para que así el sistema pueda gozar de su cuerpo en la producción.

Digamos que es para explotar, para gozar productivamente de los cuerpos, que el Otro, un Otro cada vez más subsumido en el capitalismo, necesita de sujetos sanos, bien adaptados. La salud es aquí la adaptación a los fines productivos del sistema simbólico de la cultura que va quedando totalmente subsumido en el sistema económico del capitalismo. El sujeto adaptado al goce del capital, a la producción capitalista de más y más plusvalor, es cada vez más el sujeto saludable de la medicina y la psicología dominante.

Descartando la noción adaptativa y productiva de la salud, Lacan ya nos planteaba en 1953, en su conferencia Simbólico, imaginario y real, que “el propósito de toda salud no debería ser, como se cree, adaptarse a un real más o menos bien definido, bien organizado, sino hacer que se reconozca la propia realidad, el propio deseo”, lo que sólo se consigue al “simbolizarlo”.[23] Sobra decir que la simbolización y el resultante reconocimiento del propio deseo, lejos de ser un gesto adaptativo, tiende a ser un acto sintomático disruptivo, subversivo, incluso revolucionario. Lo seguro es que esta idea lacaniana subversiva de la salud como conquista del reconocimiento de nuestro deseo, de la escucha de nuestro síntoma, es diametralmente opuesta a la idea psicológica adaptativa de la salud como aceptación del goce del Otro y ahora cada vez más del capital.

Además de entrar en contradicción con la psicología, Lacan también difiere aquí de la idea práctica freudiana de la salud como goce y rendimiento. Freud se revela tan perspicaz y agudo como siempre al descubrir goce y rendimiento en la noción de salud, pero habría que preguntarle de qué o de quién es el goce, para qué o para quién es el rendimiento y a qué o a quién le conviene y debe atribuirse esa noción de salud. Freud no puede ya darnos respuestas para estas preguntas, pero nosotros aún podemos responder con lo elaborado por Lacan: en primer lugar, el goce es del Otro, cada vez más del capital; en segundo lugar, el rendimiento, la productividad, es para la producción en la que radica el goce del mismo Otro; en tercer lugar, la noción de salud como goce y rendimiento sólo puede ser adoptada por un dispositivo al servicio del Otro, al servicio del capital y a costa del sujeto, y no por el psicoanálisis que debería más bien apostar por el sujeto, por su propia medida, por su propio deseo y por el reconocimiento de este deseo.

La medicina y la termodinámica en Freud

Apostar por el sujeto y por el reconocimiento de su deseo es también, para Lacan, apostar por la división del sujeto, por el desgarramiento de su experiencia, por su desadaptación con respecto a sí mismo y no sólo en relación con el mundo. El sujeto que asume su división es el mismo que acepta su deseo y que puede esforzarse en simbolizarlo y en que sea reconocido. Este sujeto, el que nos hace escuchar la palabra sintomática de su verdad, sería el más próximo a la salud mental, si es que en Lacan aún tuviera sentido hablar de salud mental. En realidad, no parece tener mucho sentido, pues vemos que la salud se encuentra en lo tradicionalmente considerado patológico, en el síntoma y en su escucha, en el reconocimiento disruptivo y subversivo del propio deseo, así como en la correlativa división del sujeto y en su experiencia desgarrada por oposiciones irreductibles.

Ahora bien, al aceptar la irreductibilidad de las oposiciones, así como el carácter irremediable del desgarramiento y la división del sujeto, Lacan también discrepa, si no de Freud, sí al menos de cierto Freud. La discrepancia de Lacan es con respecto al joven Freud que se mantiene aún aferrado a la noción médica de salud como equilibrio y armonía que atraviesa toda la historia de la medicina y que ya encontrábamos en Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Al igual que ellos, Freud llegó a vislumbrar en su juventud un estado equilibrado, armónico, en el que habría un relativo apaciguamiento de los conflictos que él mismo estaba descubriendo.

Hay que decir que los conflictos descubiertos por Freud no son totalmente ajenos a los que ya eran presentidos por los médicos antiguos. El mismo Erixímaco ya situaba esos conflictos, al igual que Freud, en el terreno de lo erótico, de lo sexual o libidinal, e incluso definía la medicina como “la ciencia del amor corporal”.[24] Traduciendo esta definición como “ciencia de las eróticas del cuerpo”, Lacan ve en ella, por cierto, “la mejor definición del psicoanálisis”.[25] Lo importante aquí es que aquello corporal y erótico-amoroso de lo que se ocuparían el psicoanálisis de Freud y la medicina de Erixímaco estaría constituido por conflictos que podrían superarse en la salud lo mismo para el médico griego antiguo que para el vienés del siglo XIX.

Aunque Freud aceptara que el psiquismo estaba siempre atravesado por tensiones, esto no le impidió representarse un sano equilibrio en el que se relajarían y se calmarían estas mismas tensiones. La representación freudiana de este equilibrio es la representación de una economía sexual o libidinal perfectamente consonante con la termodinámica: una representación económica en la que el equilibrio aparece como distensión y como descarga de energía, mientras que el desequilibrio se presenta como tensión acumulada y como dificultad o imposibilidad para la descarga.

En la economía sexual de Freud, la tensión puede manifestarse como una dimensión energética física, exactamente como en la termodinámica, pero también puede manifestarse ya como algo psíquico. La distinción entre estas dos manifestaciones puede ser explícita. En el Manuscrito E de 1894, por ejemplo, Freud explica hipotéticamente la melancolía por una acumulación de “tensión sexual psíquica” insatisfecha y la neurosis de angustia por una “acumulación de tensión sexual física” resultante de una “descarga estorbada”.[26] La distinción entre las variantes física y psíquica de la tensión tiende a desvanecerse para desembocar al final en el concepto radicalmente monista de una pulsión que está entre lo físico y lo psíquico.

Aun antes de llegar a la pulsión, en el Manuscrito K de 1896, Freud ya no distingue de modo tajante lo físico y lo psíquico, pero aún mantiene un discurso económico, flagrantemente heredero de la termodinámica, en el que se refiere a “montos” de tensión libidinal, asocia la neurosis obsesiva con una tensión insatisfecha y establece el carácter “inocuo” de “una tensión sexual que no tiene tiempo para devenir displacer porque es satisfecha”.[27] La satisfacción aparece aquí ya claramente como un sano equilibrio que se contrapone al desequilibrio patológico. Es lo mismo que ya encontrábamos en Erixímaco, Hipócrates y Alcmeón. La única diferencia es que, en lugar de fuerzas o humores, lo que tenemos en Freud es una tensión sexual, pero una tensión que opera igual que cualquier humor hipocrático, enfermándonos cuando aumenta, cuando es excesiva, cuando nos desequilibra porque no se satisface.

La patología se explicaría por el aumento de tensión a causa de una sexualidad insatisfecha, mientras que la satisfacción sexual disminuiría la tensión y así evitaría el estado patológico. Sabemos que esta economía sexual freudiana, que tanto influirá posteriormente en la propuesta freudomarxista de Wilhelm Reich, se impone sobre todo en los Tres ensayos de teoría sexual de 1905, donde encontramos una representación económica del “coito”, de la “unión de los genitales”, como paradigma del “alivio de la tensión sexual”.[28] Hay aquí no sólo una propuesta subversiva que desembocó a través de Reich en los movimientos de liberación sexual, sino también una justificación para el concepto normativo de la genitalidad como criterio de salud mental.

El caso es que la satisfacción genital, en los términos de Freud, nos ofrece la “extinción temporal” de una “pulsión sexual” que nos enferma si no se satisface.[29] Aunque ya estemos en el campo de lo pulsional, Freud sigue proponiendo en 1905 un discurso económico emparentado con la termodinámica. Este parentesco puede apreciarse claramente en el tercer ensayo, en el que se propone una teoría de la libido que describiría y explicaría todas las perturbaciones psicóticas y neuróticas en los términos de la “economía libidinal”, pero concibiendo la libido como “una fuerza susceptible de variaciones cuantitativas”, de “aumento y disminución”, así como también de “desplazamientos”.[30]

Aún en 1905, la concepción económica freudiana de la libido es la de una energía que se desplaza, que aumenta y disminuye, que se libera o se retiene, que se desequilibra o se equilibra. Estamos en la termodinámica, en la rama de la física que estudia las variaciones de la energía, sus estados de equilibrio o desequilibrio. Lo que Freud agrega es lo que le viene de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco, a saber, la connotación médica de lo equilibrado como sano y de lo desequilibrado como potencialmente patológico, pero lo demás corresponde a la termodinámica.

Es en el modelo científico de la termodinámica, de la física, en el que se inspira Freud hasta 1905 para proponer su modelo de economía sexual o libidinal para entender la diferencia entre lo sano y lo patológico. Esto no sólo es comprensible por el estatuto epistemológico de la física y de la termodinámica, por su prestigio como ideal clásico de rigurosidad científica y efectividad tecnológica, sino también porque una teoría del equilibrio y del desequilibrio de la energía parecía la más adecuada para asociar la idea freudiana de la tensión o pulsión sexual con la concepción médica tradicional de la salud como equilibrio y de la patología como desequilibrio. La medicina de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco encontraba en la termodinámica una garantía de modernidad y cientificidad.

De la termodinámica a la economía política

Gracias a la termodinámica, la economía sexual de Freud puede parecer moderna y científica sin dejar de perpetuar el viejo prejuicio médico ideológico de la distinción tajante entre el sano equilibrio y el desequilibrio patológico. Ahora necesitamos abandonar este prejuicio normativo, como ya vimos que lo recomienda Lacan. Sin embargo, como Lacan también lo recomienda, tenemos igualmente necesidad de liberar la visión económica libidinal freudiana del lastre de la termodinámica, remplazándolo por otro concepto de la economía, otro concepto más adecuado al psicoanálisis, como es el que nos ofrece la tradición marxista. En los términos del propio Lacan,  “las referencias y configuraciones económicas” de Marx son “más propicias” que las “provenientes de la termodinámica” para el análisis freudiano[31].

El discurso económico de Freud necesita distanciarse del modelo físico de la termodinámica para aproximarse a la crítica marxiana de la economía política. Esto supone cambiar el arsenal terminológico, pero también el modelo epistemológico del psicoanálisis. En lugar de seguir atrapados en la órbita positivista de la energía, la tensión, la distensión, el equilibrio, el desequilibrio y la descarga, necesitamos empezar a pensar en los términos críticos del valor, el trabajo, la transformación, el tiempo, la técnica, la satisfacción y el conflicto.

Sabemos que Lacan ya comenzó a pensar la economía sexual en los términos de la economía política. Sin embargo, antes de Lacan, Freud ya lo había hecho, lo que no deja de ser olvidado por quienes tienden a encerrar el discurso económico freudiano en la clave de la termodinámica. Lo cierto es que esta clave fue desapareciendo, especialmente después de 1905, y cedió su lugar al referente político, el cual, desde antes de 1905, ya venía ganando terreno.

Entre 1890 y 1905, el discurso económico freudiano se desplaza de unos términos físicos realistas a otros metafóricos o simbólicos y a veces potencialmente políticos: de la descarga a la satisfacción, de la tensión al conflicto, de la fuerza a la pulsión. Ya en este mismo período y de modo más notorio en los años subsiguientes, vemos que la energía no se presenta sólo como un monto físico objetivo, sino como la fuerza de trabajo de un sujeto que participa en un proceso cultural. Esto resulta evidente cuando Freud aborda sucesivamente los trabajos de sueño en 1900, de chiste en 1905 y de duelo en 1917, y considera en cada uno de ellos, según sus propios términos, primero el “material” y su transformación, el “valor psíquico” de lo transformado[32], luego los “recursos técnicos”, los “productos psíquicos”[33] y finalmente el “gasto de tiempo” y no sólo de “energía”[34].

Como vemos, Freud piensa en el trabajo con varios de los conceptos fundamentales de la economía política: el material, su transformación, la técnica y el tiempo. Incluyendo estos elementos, el trabajo es en Freud algo muy diferente de lo que es en la termodinámica. Es más bien lo que el trabajo es en la economía política: una actividad compleja a la que se le dedica tiempo, en la que se invierte energía y en la que se utiliza una técnica para transformar una materia prima y para producir así un valor con el que pueden satisfacerse necesidades, pulsiones o deseos.

El discurso económico político termina suplantando el de la termodinámica y sirviéndole a Freud para definir formalmente el campo de la economía sexual o libidinal. En 1929, en El malestar en la cultura, Freud asocia la “economía libidinal” con la satisfacción de necesidades y pulsiones, con la realización de un “trabajo psíquico e intelectual” y con el propósito de “lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria”[35]. Todos estos componentes implican factores políticos, necesariamente simbólicos, irreductibles a la representación imaginaria de lo real de la energía en la termodinámica.

A manera de conclusión

Freud fue distanciándose de la representación física-energética de la economía y se encontró de pronto demasiado cerca de la crítica marxista de la economía política. Es verdad que esta crítica no fue profesada ni respaldada y ni siquiera bien conocida por Freud. Sin embargo, como hemos podido apreciarlo, el discurso económico freudiano sí adoptó algunos de los conceptos de la economía política y de su crítica, lo que puede explicarse, quizás, por la difusión de estos conceptos desde finales del siglo XIX en la cultura europea. De cualquier modo, aunque tal difusión cultural histórica fuera determinante, seguramente Freud tuvo muy buenas razones para emplear esos conceptos que revolucionaban su concepción de la vida psíquica y de la salud mental. Que Freud tuviera buenas razones no significa, desde luego, que su acto no fuera fallido, es decir, acertado, tan acertado como sólo puede ser un acto fallido.

Es divertido apreciar cómo el discurso económico político de Freud lo acercaba tanto al marxismo del que él mismo intentaba apartarse. Este acto fallido es aún más divertido cuando se compara con otro acto fallido simétrico e inverso, el de Wilhelm Reich, cuyo discurso económico físico, siempre atrapado en la termodinámica, se alejaba irresistiblemente del marxismo al que intentaba aproximarse. El problema de la opción reichiana fue su materialismo realista, físico y fisicalista, mecanicista y objetivista, heredero de la referencia de Freud a la termodinámica. Es por este materialismo por el que Reich sólo pudo pensar la libido como una energía más o menos acumulada o descargada, más o menos desequilibrada o reequilibrada, mientras que Freud, marxista malgré lui, supo ir más allá de esta visión energética y alcanzó a concebir una materialidad metafórica, simbólica y política, del valor en lugar de la carga o el monto, del conflicto en lugar de la tensión y el desequilibrio, de la división del sujeto en lugar de la distinción entre la salud y la enfermedad.

El caso es que el equilibrio sano y el desequilibrio patológico dejaron de tener cabida en el discurso económico político freudiano. Este discurso debió romper, ahora sí de forma definitiva, con la idea normativa, adaptativa y productiva de salud que sigue reinando en la sociedad moderna, justificando la existencia de la medicina y de la psicología en el sistema capitalista, pero que sabemos que tiene sus orígenes en ideas tan antiguas como las de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Las ideas de los primeros médicos, de sus sucesores y de los psicólogos, fueron las de Freud, pero Freud tuvo también otras ideas que lo sitúan en una tradición dialéctica de pensamiento que se inaugura con Heráclito para llegar hasta nosotros a través de Marx.

Al igual que Marx, el fundador del psicoanálisis nos enseñó a desconfiar de una concepción de la salud como equilibrio, como consonancia y armonía en uno mismo, con uno mismo y con el mundo. Hemos visto cómo esta concepción ideológica de la salud puede servir para suprimir la disonante verdad del sujeto, la de su desequilibrio constitutivo, la de su deseo, la de su división, la del desgarramiento de su experiencia. La supresión es política, ideológica, y no deja de serlo cuando se legitima epistemológicamente como científica gracias al auxilio de la termodinámica.

No es con la ciencia, con la ideología de la supresión del sujeto, con la que podremos liberarnos del goce del capital, de su posesión por la posesión, de su explotación y devastación de todo lo que existe. Este goce no puede ser denunciado ni con el discurso médico ni con su refinamiento económico en la termodinámica, sino que requiere de una crítica de la economía política. La tenemos ya esbozada en Freud y luego en Lacan, pero sobre todo en Marx y en la tradición marxista.


[1] Alcmeón de Crotona, en Los filósofos presocráticos I, Madrid, Gredos, 1981, 396, pp. 251-253

[2] Ibid.

[3] Hipócrates, Sobre la medicina antigua, en Tratados Hipocráticos, Madrid, Gredos, 1983, 19, p. 160

[4] Ibid., 18, p. 157.

[5] Platón, Banquete, en Diálogos, Ciudad de México, Porrúa, 2009, p. 506.

[6] Ibid., p. 507.

[7] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, París, Seuil, 14.12.60, p. 91.

[8] Ibid., pp. 88-89.

[9] Ibid., p. 89.

[10] Ibid., p. 91-94.

[11] Platón, Banquete, op. cit., p. 506.

[12] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, op. cit., p. 93.

[13] Norman O. Brown, Life Against Death. The Psychoanalytical Meaning of History (1959), Midldletown, Wesleyan University Press, 1985, p. 10.

[14] Attila József, Hegel, Marx, Freud (1934), Action Poétique 49, 1972, p. 75.

[15] Freud, Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, en Obras completas, volumen XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 1998, p. 35.

[16] Freud, S. (1932). Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1932), en Obras completas XXII, Buenos Aires: Amorrortu, 1998, p. 134.

[17] Freud, El método psicoanalítico de Freud (1904), en Obras completas VII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 240-241

[18] Ibid.

[19] Freud, Tratamiento psíquico (tratamiento del alma) (1890), en Obras completas I (pp. 111-132). Buenos Aires, Amorrortu, 1998, p. 118.

[20] Freud, Un caso de curación por hipnosis (1892-1893), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 159-160.

[21] Lacan, La chose freudienne, en Écrits I, París Poche, Seuil, 1999, p. 422.

[22] Lacan, Conférence et débat du Collège de médecine à La Salpetrière, Cahiers du collège de Médecine 1966,p. 769.

[23] Lacan, Symbolique, imaginaire et réel, en Des noms-du-Père, París, Seuil, 2005, p. 48.

[24] Platón, Banquete, op. cit., p. 505.

[25] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, op. cit., p. 91.

[26] Freud, Manuscrito E (1894), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 230-231.

[27] Freud, Manuscrito K (1896), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 265-266.

[28] Freud, Tres ensayos de teoría sexual (1905), en Obras completas VII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, p. 136.

[29] Ibid.

[30] Ibid., 198.

[31] Jacques Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre (1968-1969), Paris, Seuil, 2006, p. 21

[32] Freud, La interpretación de los sueños (primera parte) (1900), en Obras completas IV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 285-343.

[33] Freud, El chiste y su relación con lo inconsciente (1905), en Obras completas VIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 83-84.

[34] Freud, Duelo y melancolía (1917), en Obras completas XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 242-243.

[35] Freud, El malestar en la cultura (1929), en Obras completas XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 78-79.

Cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis contra el encerramiento individualista psicológico

Palabras para la presentación de Psicoanálisis y revolución: psicología crítica para movimientos de liberación (Santiago de Chile, Pólvora, 2021), en La Cafebrería de Santiago de Chile, el sábado 18 de diciembre de 2021, con la participación de Mónica Peña y Cristián Solar

David Pavón-Cuéllar

Ian Parker y yo escribimos nuestro libro no para psicoanalistas o psicólogos, no para intelectuales o académicos, sino para compañeras y compañeros que participan como nosotros en movimientos de liberación. Estos movimientos de liberación, tal como los vemos Ian y yo, son algo muy simple que la mayoría de nosotras y nosotros conocemos de primera mano: son lo que hacemos cuando nos movemos colectivamente para liberarnos de lo que nos oprime como clase, como grupo, como sociedad o como comunidad. Un gran movimiento de liberación de nuestra época, por ejemplo, es el de las diversas protestas del pueblo chileno que intenta sacudirse desde hace varios años la herencia pinochetista de capitalismo neoliberal, de opresión y explotación, de privilegio y desprecio, de injusticia y desigualdad.

El pinochetismo chileno condensa mucho de aquello contra lo que luchamos en los movimientos de liberación de todo el mundo. En todos lados intentamos liberarnos del sistema capitalista neoliberal que adopta hoy en día tintes neofascistas y que nos revela también a menudo sus aspectos racistas y sexistas, coloniales y heteropatriarcales, ecocidas y necrófilos. El sistema se vale de los más diversos dispositivos económicos, políticos, ideológicos y psicológicos para neutralizar nuestras luchas al separarnos a unos de otros y al ponernos a competir entre nosotros. Fue algo que los chilenos y las chilenas conocieron muy bien durante la dictadura, cuando Hernán Tuane Escaff y otros idearon estrategias para neutralizar a la sociedad al atomizarla y al encerrar a cada individuo en su interior.

El mejor medio para evitar y revertir el encerramiento individualista dentro de cada uno es precisamente la participación en colectivos, en militancias políticas, en proyectos comunitarios y en otras expresiones de los movimientos de liberación. Al participar en estos movimientos, cada uno de nosotros comprueba que no está dentro de sí mismo, que ya está fuera, que es nosotros, nunca uno solo, siempre mucho más que uno y desde luego “mucho más que dos”, como decía Mario Benedetti. Reencontrarse con los demás al salir de uno mismo, al escaparse del interior individual psicológico en el que se nos ha encerrado, es también lo que Ian y yo buscamos a través de nuestra lectura del psicoanálisis entendido como psicología crítica, psicología volviéndose críticamente contra sí misma y contra sus efectos subjetivos, entre ellos el encerramiento del individuo en su interior.

Cada concepto fundamental del psicoanálisis nos ha servido a Ian y a mí para sacar al sujeto de su encerramiento psicológico. El inconsciente se despliega en el mundo exterior, es transindividual, se confunde con la política y con la historia que hacemos con los demás. Es verdad que la misma historia concierne y afecta de modo absolutamente diferente a cada sujeto y es por esto que no hay un inconsciente colectivo, pero sí que hay una colectividad en el inconsciente. Aquí estamos nosotros con los demás. Aquí están igualmente, como eternizados, muchos de los acontecimientos históricos por los que somos lo que somos, entre ellos incluso aquellos que nos preceden, como la Conquista de América, la Guerra del Pacífico, la Matanza de Iquique o el gobierno de la Unidad Popular.

Una de las formas en que la historia se eterniza es la repetición. Esta repetición tampoco es únicamente individual. Nuestra izquierda, por ejemplo, repite sus divisiones, sus concesiones, sus claudicaciones, sus titubeos, sus derrotas. A veces repetir es una manera de recordarse, de recordar lo que no puede recordarse de otro modo. En Latinoamérica, por ejemplo, nuestra colonización puede reaparecer bajo innumerables formas, entre ellas el racismo hacia los indígenas, las clases raciales, el blanqueamiento de las élites, el apoyo al imperialismo, el Plan Cóndor, el saqueo de los recursos naturales, el extractivismo o un simple voto por las nuevas derechas neoliberales y neofascistas.

La repetición puede llevar a los movimientos de liberación a repetir compulsivamente errores inexplicables, repitiéndolos tan sólo por el inefable goce del fracaso. También puede ocurrir que sea el goce del capital el que nos haga fracasar una y otra vez por anteponer sus intereses a los nuestros. En ambos casos, tenemos satisfacciones autodestructivas de la pulsión de muerte estudiada por el psicoanálisis.

Lo pulsional puede también dirigirse a liderazgos o a colectivos, transferirse a ellos, como en la transferencia de la clínica psicoanalítica. Cierto vínculo transferencial con un líder puede comprometer la horizontalidad y la democracia, contribuyendo a la estratificación, la jerarquización y la derechización de las organizaciones de izquierda. En este caso como en los demás, no hay una diferencia clara entre el mundo interno del militante y el mundo externo de la sociedad y de los movimientos de liberación.

Los conflictos exteriores son también interiores. Transcurren también en el mundo interno cavado por la ideología y la psicología para encerrarnos dentro de él. En realidad, el interior no deja de ser exterior y es por esto que los conflictos exteriores nos desgarran a cada uno de nosotros. Es así, gracias a su desgarramiento interno, como cada militante descubre que forma parte del problema. Se descubre como enemigo, como alguien que no sólo forma parte de nuestros movimientos de liberación, sino también de aquello de lo que buscamos liberarnos a través de ellos.

Nuestra liberación exige liberarnos de mucho de lo que somos al ser constituidos por el sistema capitalista con sus aspectos coloniales y heteropatriarcales. Es para esto que puede servirnos el psicoanálisis, pero no como psicología, sino como psicología crítica, pues la psicología también forma parte del problema. Nuestra constitución psicológica es una de las mejores expresiones de aquello contra lo que luchamos.

La psicologización de nuestra lucha puede significar igualmente la neutralización de esta misma lucha, pues toda psicologización comporta una despolitización. Es por esto que nuestro manifiesto no es un texto de psicología. Es incluso lo contrario: es un texto contrapsicológico. Si recurrimos en él al psicoanálisis, es principalmente como arma revolucionaria contra una psicología cada vez más utilizada por el sistema que nos oprime.

Jacques-Alain Miller, su goce y el deseo del psicoanálisis

Versión en español de la intervención en el simposio sobre el libro de Gabriel Tupinambá The Desire of Psychoanalysis, realizada el viernes 7 de mayo de 2021 en una mesa compartida con Dennis Yao y Samo Tomšič

David Pavón Cuéllar

Una idea sirve para pensar. La idea del deseo del psicoanálisis, tal como ha sido concebida por Gabriel Tupinambá[1], permite pensar en algo que resultaría impensable sin esa idea. Gracias a Tupinambá, podemos pensar ahora en un deseo que opera en el psicoanálisis y que no corresponde a los deseos singulares del analista y del analizante. Además de estos deseos diferentes y de algún modo contrapuestos entre sí, hay un tercer deseo que es de algún modo compartido por el analista y el analizante.

Como lo dice Tupinambá, hay un deseo de “participar en la idea del inconsciente” [2]. Hay un deseo en el que se funda el “compromiso con la hipótesis del inconsciente”[3]. Este deseo, como también lo advierte Tupinambá, se refiere no a “algún ideal que los analistas deberían esforzarse por aplicar en su práctica, sino a lo que en psicoanálisis es ajeno al estado actual del pensamiento psicoanalítico”[4].

El deseo del psicoanálisis apunta a lo ajeno, a lo otro, a lo que está más allá, a lo que falta y no a lo que hay en el campo freudiano. El deseo del psicoanálisis es de su exterior y no de su interior. Se dirige a los bordes y no al centro del mundo psicoanalítico, a lo desconocido y no a lo conocido, a lo que excede al objeto del psicoanálisis y no a lo contenido en él. Tenemos aquí un deseo en el sentido más radical del término: un deseo del deseo, deseo de la condición del deseo, deseo del exterior y no sólo de lo que hay en el exterior, deseo del mundo en su exterioridad y no deseo de absorberlo y así volverlo interior.

Tupinambá explica lúcidamente que el deseo del psicoanálisis, “el deseo de participar en la inscripción histórica del psicoanálisis en el mundo, tiene que sustraerse del mandato superyóico de inscribir estructuralmente al mundo entero en el psicoanálisis” [5]. En otras palabras, el deseo del psicoanálisis en el mundo no es un imperativo de tragarse al mundo, abarcándolo con el psicoanálisis, reduciéndolo a los conceptos psicoanalíticos. Esta incorporación excluye lo mismo el mundo que el deseo.

El deseo del psicoanálisis en el mundo no es el mandato de comprender psicoanalíticamente el mundo. Este mandato superyóico existe en el psicoanálisis, pero no es ni siquiera un mandato de deseo. Es más bien un mandato de goce, del goce entendido como posesión, tal como lo entiende Lacan en el seminario 14 sobre La lógica del fantasma[6].

El psicoanálisis quiere poseer el mundo, gozar de él, cuando se impone el mandato superyóico de abarcarlo, contenerlo, comprenderlo con los conceptos psicoanalíticos y ejercer poder sobre él, poder teórico, pero también poder institucional, económico, y poder propiamente dicho, poder político. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando la teoría psicoanalítica ofrece respuestas y explicaciones para todo, sirve para cualquier tarea que se le asigne y permite adoptar posiciones en todos los campos. El psicoanálisis usurpa entonces el lugar de la economía, de la política y de otros saberes y prácticas, y se convierte por ello en ideología, como ya lo había observado Vygotsky en La significación histórica de la crisis en psicología de 1927, y como vuelve a verlo ahora Tupinambá, casi un siglo después.

Al ir más allá de su esfera, la teoría psicoanalítica se vuelve ideología. Esta ideología no tiene nada que ver con el deseo del psicoanálisis. Es incluso lo contrario. Se trata más bien de un goce del psicoanálisis, un goce psicoanalítico del mundo en el que falta el deseo del psicoanálisis, el deseo que opera como “una defensa que mantiene al goce en su horizonte de imposibilidad”, según la expresión de Néstor Braunstein[7].

Podemos aplicar al psicoanálisis, entonces, la distinción tajante goce/deseo que ha sido tan enfatizada por Jacques-Alain Miller y sus seguidores. Podemos incluso adoptar el desagradable carácter normativo de esta distinción y afirmar que hay un goce patológico del psicoanálisis que se opone diametralmente a un salubre deseo del psicoanálisis. Podemos concluir diagnosticando a la corriente milleriana como el mejor ejemplo histórico del goce patológico del psicoanálisis, aunque reconociendo simultáneamente que este goce no constituye una traición a Jacques Lacan, sino que tiene su origen en algo que Tupinambá nos descubre dentro de la teoría lacaniana.

Es de Lacan de quien Miller ha heredado su goce del psicoanálisis. Lo heredó mediante su atenta y certera lectura de la teoría lacaniana, pero quizás también a través de lo que el propio Miller nos ha confesado recientemente al parodiar el Me Too. Me refiero a lo que Miller sufrió, los “indescriptibles e incesantes abusos de autoridad” por parte de Lacan, esa “verdadera ofensa de incesto moral y espiritual” donde la víctima “sintió cierto placer” y “permaneció dividida para siempre”[8].

La división de Miller, división entre el deseo y el goce del psicoanálisis, debe servirnos al menos como enseñanza de que el goce no excluye absolutamente el deseo. Hay que dialectizar la relación entre ambos. No hay que olvidar lo que Lacan nos explica en el seminario X sobre La angustia: que el deseo aparece entre el sujeto y el goce, “más acá” del goce, en su “anticipación” por el sujeto[9]. No hay que olvidar tampoco lo que Lacan plantea en el seminario V, Las formaciones del inconsciente, sobre el “goce del deseo”[10].

Miller no sólo goza del psicoanálisis, sino que goza del deseo del psicoanálisis. Esto hace peligrar el deseo, pero no importa, mientras pueda gozarse de él, mientras pueda poseerse, monopolizarse jurídicamente, rentabilizarse, lucrarse con él, ejercerse poder sobre él. Gozar del deseo del psicoanálisis es gozar del psicoanálisis al gozar psicoanalíticamente del mundo. No hay aquí distinciones claras entre el mundo, el psicoanálisis y el deseo del psicoanálisis, porque el goce anula estas diferencias. Es también por esto que anula el deseo, un deseo del psicoanálisis condicionado por la diferencia del psicoanálisis con respecto a lo demás.

En lugar de la diferencia y el deseo, lo que hay es el goce en la indiferenciación. Es la indiferenciación primero entre la esfera psicoanalítica y el mundo como tal, pero luego también entre el concepto y el sujeto, entre lo teórico y lo clínico, entre lo que se piensa y quien piensa, entre lo planteado por el suegro y el yerno que lo transmite. Es así también la confusión incestuosa entre Lacan y Miller y los millerianos. Es el incesto moral y espiritual con el que prefiere bromear el propio Miller.

Las confusiones a las que me refiero pueden vislumbrarse a través de las experiencias narradas por Slavoj Žižek en el prefacio del libro de Tupinambá. Estoy pensando en los millerianos que sólo pueden pensar y hacer lo que Miller piensa y hace, y que tratan clínicamente, como un síntoma, cualquier discrepancia teórica o política en relación con Lacan y Miller. Son los mismos que sólo se permiten parafrasear a Lacan, que sólo saben hablar en lacanés y que sólo se permiten ver el mundo a través de sus anteojos lacano-millerianos. Lo que tenemos aquí no es tan sólo una secta, un fenómeno de masas, un renacimiento de la horda primordial, sino una pura y simple anulación de las diferencias entre los sujetos singulares, entre lo teórico y lo clínico, entre el interior y el exterior del psicoanálisis.

El millerismo es la anulación de la diferencia y de la otredad. Es el reino de la confusión, de la unidad y la mismidad, que es el dominio del goce. Los millerianos gozan de la única versión oficial y legítima de los seminarios de Lacan, la de Miller, así como gozan de la única lectura aceptable de la teoría lacaniana, la milleriana, y así como gozan también del único psicoanálisis adecuado, el lacano-milleriano, que les permite gozar de la única interpretación correcta del mundo, ya sea el mundo social o el cultural o el político o hasta el natural. Todo este goce de los millerianos es por supuesto el de Miller, el prototipo del líder, la matriz del ideal y del superyó del millerismo, el padre primitivo, le grand fouteur, el gran copulador, que al igual que muchos personajes de Sade, necesita del goce de los demás para poder gozar.

Al igual que el deseo, el goce del psicoanálisis es compartido por los millerianos. Lo que comparten es aquello de lo que gozan, especialmente su ideología, tal como se despliega en su interpretación del mundo. Esta interpretación es ideológica y tiene un sentido religioso, trascendente, sólo inteligible para los iniciados. Es algo que parece venir de fuera del mundo y es por eso que permite abarcar el mundo entero. Se trata de un metalenguaje. Aunque fuera por su adhesión a Lacan, los millerianos deberían negarlo, pero prefieren gozar de él.

Tupinambá rastrea el origen del metalenguaje milleriano. Este metalenguaje hunde sus raíces en Lacan y en su adopción irrestricta del modelo de la lingüística estructural para el psicoanálisis en 1953. El modelo saussureano debía servir originalmente para pensar, elucidar e ilustrar algunos aspectos del campo freudiano, pero finalmente le permitió a Lacan asimilar el habla al significante, el inconsciente al lenguaje y el sujeto del inconsciente al sujeto del significante. El resultado fue que el modelo pareció ya no ser un simple modelo. Remplazó el mundo material, codificándolo formalmente de tal modo que pudiera ser poseído, gozado por quienes conocían el código, por los lacanianos.

El mundo material fue reducido a un modelo para gozar, en el sentido preciso del modelo para armar de Julio Cortázar, modelo sometido a la opción de su lector, a su montaje personal, a su interpretación[11]. La absolutización del modelo en Lacan y luego en Miller, como lo muestra muy bien Tupinambá a partir de Badiou, “borró sus propias condiciones materiales de posibilidad”[12]. El sujeto, el habla y el inconsciente desaparecieron tras su codificación formal en el modelo ideal del significante, el cual, a su vez, fue fetichizado y así de algún modo materializado.

El significante se hace pasar por el mundo material, pero no es más que una materialización fetichista de un modelo ideal empleado para pensar el mundo material. Esta operación típicamente idealista es bien conocida por los marxistas y habría podido ser corregida y revertida cuando la teoría lacaniana entró en contacto con el marxismo, como sucedió, por ejemplo, en los años 1960 en la Escuela Normal Superior. Era el mejor momento para poner límites al goce del psicoanálisis, para preservar el deseo del psicoanálisis, y fue lo que ocurrió, pero sólo al principio, en parte gracias a Jacques-Alain Miller.

En un primer momento, en 1964, en su texto “Acción de la estructura”, Miller aún reconoce una otredad por la que se ve limitado el psicoanálisis.[13] Esta otredad es la del marxismo. Para el Miller de 1964, el discurso marxista y el freudiano, depurados respectivamente por Althusser y por Lacan, son los dos discursos de la sobredeterminación que se limitan recíprocamente y que articulan uno con el otro al exterior de la ciencia.

Al tener su campo en la exterioridad forcluida por la ciencia, el marxismo y el psicoanálisis están ciertamente más allá de los límites del “cercado” científico y de su “campo cerrado”.[14]  La ciencia está limitada, mientras que los discursos marxista y freudiano, althusseriano y lacaniano, se refieren a lo que hay más allá de los límites. Ambos discursos parecen ilimitados, pero en realidad se limitan uno al otro, lo que no les impide, como dice Miller al final de su texto de 1964, “comunicarse por medio de transformaciones regladas, y reflejarse en un discurso teórico unitario”[15]. Este discurso marxista-freudiano queda en suspenso en 1964. Sólo es mencionado. Miller no lo precisa ni lo explica. Tampoco aclara cómo se articularán el marxismo y el psicoanálisis en un solo discurso.

El discurso teórico unitario al que se refiere Miller en el texto “Acción de la estructura” queda en suspenso, pero acaba convirtiéndose, dos años después, en la “lógica del significante” propuesta en el texto “La sutura”.[16] Es como si el texto de 1966 diera una respuesta al de 1964. Sin embargo, a diferencia del discurso unitario de 1964, la lógica del significante de 1966 no articula el discurso del marxismo con el del psicoanálisis ni tampoco los limita el uno con el otro.

En 1964, Miller aún percibe los límites del psicoanálisis y quiere superarlos al conjugar el psicoanálisis con el marxismo. Estamos aquí en una lógica de no Freud sin Marx, no Lacan sin Althusser, no al psicoanálisis sin el marxismo. Por el contrario, en 1966, como lo muestra muy bien Tupinambá, Miller absolutiza el psicoanálisis a través del modelo de la lingüística estructural.

La lógica del significante deriva únicamente del discurso del psicoanálisis, que así puede bastarse a sí mismo para abarcar todos los demás campos, poseyéndolos y así reduciendo el mundo a su campo de goce. A partir de 1966, la teoría lacaniana le permite a Miller y al millerismo gozar de todo lo demás, primero a través de la lógica del significante y luego a través de otros dispositivos teóricos igualmente invasivos, absolutistas e imperialistas. Estos dispositivos le sirven a Miller para conquistar y dominar todos los campos del saber y de la experiencia humana.

La extralimitación ideológica de la empresa de Miller ha llegado recientemente a un punto sintomático al abarcar también la política. De pronto, con el movimiento Zadig y con otras iniciativas, descubrimos una política milleriana que no deja de justificarse unilateralmente con cierta versión del psicoanálisis. El discurso freudiano-lacaniano ya no se articula con el discurso marxista como en 1964, sino que se enreda consigo mismo, dando lugar a una alambicada traducción de las tendencias derechistas dominantes.

Cualquier proyecto político se deja llevar por la corriente cuando carece de un anclaje alternativo radical sólido, bien fundado y establecido, como el del marxismo. A falta del discurso marxista con el que debía articularse en 1964, el proyecto de Miller se ha dejado arrastrar por la sugestión mediática, por el pensamiento único, por las banalidades de la democracia neoliberal y su estado de derecho. Todo esto se disimula con la jerga lacaniana, pero Miller es cada vez más claro en sus posiciones políticas. En Francia, en las últimas elecciones presidenciales, tomó posición contra la izquierda de Mélenchon y llamó a votar desde la primera vuelta por la derecha de Macron, admitiendo abiertamente que su opción por Macron era una opción por el “candidato del dinero”, de “los medios financieros”, del “gran capital”[17]. Mientras tanto, en América Latina, Miller ignoró sistemáticamente la represión y el autoritarismo antidemocrático de los regímenes neoliberales, pero no de los gobiernos populistas de izquierda.

Es verdad que Miller ha dicho que se considera de izquierda e incluso marxista. Lo seguro es que habla de la izquierda como si no formara parte de ella, deslindándose de ella, condenándola en su conjunto por su “narcisismo de la causa perdida”[18] o por su “gnosticismo” que le hace considerar que “el mundo es malo” y “darle la espalda”.[19] Aparentemente Miller ya no entiende el combate de la izquierda contra la realidad existente y por la transformación del mundo. Al mismo tiempo, Miller muestra cierta debilidad hacia la derecha, lo que no le impide repudiar a la ultraderecha, como cualquier persona bien pensante, políticamente correcta, conforme con la ideología dominante, la política de la clase dominante.

Miller acepta que es un burgués. Reconoce también que su opción es la del capital que ganó las últimas elecciones. La política milleriana es la de Macron. Es la política neoliberal contra la que protestaron los movimientos de Nuit Debout y de los Gilets Jaunes. Es la política de los medios convencionales de comunicación masiva.

La política de Miller es bastante ordinaria. Carece de interés. Lo interesante está en otro lugar, en el goce de Miller, en su goce de la política, de la palabra y del poder, del psicoanálisis y del mundo.

Lo interesante es la forma en que Miller convierte su jerga lacaniana en un metalenguaje que le permite gozar del mundo, burlarse de todo y situarse por encima de la izquierda y de la derecha, juzgándolas desde afuera y desde arriba, tal como lo hace cualquier ultraderechista. Miller se ha ofrecido así varios goces de la extrema derecha. Hace tres o cuatro años gozaba de ser europeo y describir Argentina como el “culo del mundo” [20]. Ahora goza al hablar de la teoría de género como de una “ideología” [21] y al burlarse de las feministas, los transexuales y los decoloniales.[22] Miller puede conocer así el goce de la ultraderecha, el goce del antifeminismo y de la transfobia y de la colonialidad, sin ser de ultraderecha. ¿Y cómo lo consigue? Muy sencillo: dice que no es de ultraderecha y habla con un metalenguaje que pretende ser exterior al único lenguaje de la política.

La política milleriana pretende ser una suerte de metapolítica. Ésta es la política de Zadig. Es una política en la que se incluye la política y todo lo demás. Es perfectamente fascista, pero inofensivo, gracias a su insignificancia. Es una suerte de microfascismo teórico. Su impacto político es mínimo, pero existe, como se pudo apreciar en las últimas elecciones francesas, en las que Miller proporcionó algunos votos a la derecha.

El metalenguaje también le sirve a Miller para dar una justificación trascendente a su política e imponérsela a sus fieles seguidores, decidiendo qué piensan y por quién votan, siempre en nombre de Lacan. Es así como los millerianos quedan atrapados en el goce de Miller, poseídos por él, hechizados por su palabra. Cuando uno se resiste, como Jorge Alemán, es inmediatamente desautorizado y descalificado.

Nada puede escapar al goce de Miller. Cuando algo escapa de él, es paradójicamente condenado como una forma de goce. La conclusión es clara: en la horda sólo hay lugar para el goce del padre. Esto puedo apreciarse claramente en un texto escrito por Éric Laurent, un milleriano intachable, en el contexto de las elecciones presidenciales francesas de 2017. Laurent distingue tajantemente: por un lado, el voto salubre del deseo, el voto útil por Macron, que es el voto prescrito por Miller; por otro lado, cualquier otro voto, que sería el voto patológico del goce, pues “lo contrario de la utilidad es siempre el goce”[23].

En la normatividad milleriana, en la que el goce es patologizado, la única manera de no gozar es obedecer a Miller, someterse a su goce, que es también el único goce secretamente autorizado para los millerianos. Este goce debe ser autorizado porque abre la vía para el deseo. Laurent encuentra entonces el deseo en el goce milleriano del psicoanálisis, en la ideología lacaniana llena de sí misma y excluyendo cualquier exterioridad.

Sobra decir que el deseo de Laurent, aun cuando pueda ser un deseo del psicoanálisis, no es el de Tupinambá. No apunta al exterior del campo freudiano, sino a su interior. Es un deseo del que también se puede gozar a través del psicoanálisis. Todo es aquí una ocasión para el goce.


[1] Gabriel Tupinambá, The Desire of Psychoanalysis: Exercises in Lacanian Thinking, Evanston, Northwestern University Press, 2021.

[2] Ibid., p. 93.

[3] Ibid., p. 112.

[4] Ibid., p. 4.

[5] Ibid., p. 15.

[6] Jacques Lacan, Le séminaire, livre XIV, La logique du fantasme (1966-1967). Inédito. Sesión del 19 de abril de 1967

[7] Néstor Braunstein, El goce, un concepto psicoanalítico, Ciudad de México, Siglo XXI, 2005, p. 101.

[8] Jacques-Alain Miller, Docile au trans, Lacan Quotidien 928, 25 de abril 2021, p. 5.

[9] Lacan, Le séminaire, livre X, L’angoisse (1962-1963), París, Seuil, 2004, p. 204.

[10] Lacan, Le séminaire, livre V, Les formations de l’inconscient (1957-1958), París, Seuil, 1998, p. 313.

[11] Julio Cortázar, 62 / Modelo para armar (1968), Barcelona, Ediciones B, 1988.

[12] Tupinambá, op. cit., p. 49.

[13] Jacques Alain Miller, Action de la structure, Cahiers pour l’Analyse 9 (1968), pp. 93-105.

[14] Ibid., p. 102.

[15] Ibid., p. 103.

[16] Miller, La suture (éléments de la logique du significant), Cahiers pour l’Analyse, 1 (1966), pp. 37-49.

[17] Miller, Le bal des lepénotrotskistes, Lacan Quotidien 673, April 27th 2017, p. 10. Retrieved from http://www.lacanquotidien.fr/blog/wp-content/uploads/2017/04/LQ-673.pdf

[18] Miller, A gauche, le narcissisme de la cause perdue, Lacan Quotidien 634, 16 de marzo 2017, recuperado de http://www.lacanquotidien.fr/blog/wp-content/uploads/2017/03/LQ-634.pdf

[19] Miller, Contra la izquierda gnóstica, 15 de marzo 2017, recuperado de https://www.abc.es/internacional/abci-jacques-alain-millercontra-izquierda-gnostica-201705151705_noticia.html

[20] Jacques-Alain Miller, Conferencia de Madrid, Lacan Quotidien 703, 20 de mayo 2017, p. 9, recuperado de http://www.lacanquotidien.fr/blog/wp-content/uploads/2017/05/LQ-694.pdf

[21] Éric Marty et Jacques-Alain Miller, Entretien sur « Le sexe des modernes », Lacan Quotidien 927, 19 de marzo 2021, recuperado de https://lacanquotidien.fr/blog/wp-content/uploads/2021/03/LQ-927-A.pdf

[22] Miller, Docile au trans, Lacan Quotidien 928, 25 de abril 2021, recuperado de https://lacanquotidien.fr/blog/wp-content/uploads/2021/04/LQ-928.pdf

[23] Eric Laurent, Populismo e acontecimiento del cuerpo. Lacan Quotidien 694, May 12 2017, retrieved from http://www.lacanquotidien.fr/blog/wp-content/uploads/2017/05/LQ-694-1.pdf