Raza y racismo del capital: una breve reflexión en clave marxista y lacaniana

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Artículo publicado el 19 de junio de 2025 en la revista La Tizza de Cuba y elaborado a partir de una intervención del 9 de mayo del mismo año en las Jornadas Autoconvocadas «El psicoanálisis en los márgenes«, en Córdoba, Argentina

David Pavón-Cuéllar

Determinación racial en Marx

La tradición marxista nos ha enseñado a concebir la raza como algo ideológicamente producido por un proceso de racialización que suele ser de índole racista. Como producto ideológico del racismo, la raza es generalmente cuestionada por el marxismo, a través de una crítica de la ideología, con el propósito de revelar su verdad, la verdad subyacente a la ideología racista. Esa verdad, para Marx y quienes lo siguen, ha radicado a menudo en la clase, lo que no quiere decir que la raza, en relación con la clase, deba ser vista como una suerte de epifenómeno, como una cuestión superflua o secundaria, derivada y determinada, no determinante.

Reconociendo la importancia de la determinación racial, Marx ya notaba en El capital cómo «el trabajo de los blancos no puede emanciparse ahí donde esté esclavizado el trabajo de los negros».[1] La convicción de Marx es que la opresión de una raza favorece e incluso posibilita la explotación de clase. En otras palabras, el clasismo se reproduce con el apoyo del racismo.

Las divisiones raciales, como las nacionales y culturales, funcionan para Marx como recursos ideológicos útiles e incluso a veces necesarios para proteger y así perpetuar la división de clases y el sistema capitalista. Como tales, tienen un carácter determinante. De ahí que un «antagonismo» como el que había entre irlandeses e ingleses en el siglo XIX «se alimentara artificialmente y se estimulara con la prensa, los sermones, las revistas humorísticas, en suma, con todos los medios de los que disponían las clases dominantes», las cuales comprendían que dicho antagonismo «era el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa».[2] La clase explotada se debilitaba y subyugaba eficazmente al ser dividida por un antagonismo racial-nacional de naturaleza ideológica.

Raza y racismo en la tradición marxista

El marxismo ha reconocido el carácter determinante del racismo. Ese reconocimiento, empero, no ha llevado a soslayar la determinación económica de clase. Por ejemplo, en su famoso libro Los jacobinos negros, Cyril Lionel Robert James tiene claro que «la cuestión racial es subsidiaria de la cuestión clasista», pero no por ello deja de advertir que la consideración del «factor racial como algo meramente incidental no es un error menos grave que entenderlo como fundamental».[3] Aunque no sea el fundamento del sistema, la raza juega un papel decisivo en él, como bien lo demuestra James en la relación entre blancos y negros en Haití.

Incluso los marxistas más economicistas, los más propensos a reducir o subordinar la cuestión racial a la de clase, han reconocido la importancia del mecanismo ideológico racial. Es con este mecanismo con el que se «racionaliza» la opresión y explotación de los negros para Oliver Cromwell Cox[4] y luego para Walter Rodney.[5] Es también con el mecanismo ideológico racial con el que se «legitima» la misma explotación de los negros y se «compensa» a los explotados blancos para Michael Reich.[6] El racismo sirve finalmente para «dividir» a los explotados y «justificar» su explotación en diversos autores marxistas como Howard Sherman[7] y Alex Callinicos.[8]

A medida que nos alejamos del economicismo, el racismo va tornándose cada vez más determinante. El marxista peruano José Carlos Mariátegui ya observaba cómo las jerarquías raciales coloniales determinaban las posiciones de clase en la sociedad latinoamericana poscolonial, determinándolas estructuralmente a través de la materialidad histórica de la propiedad de la tierra.[9] Esa determinación material y estructural por la raza reaparecerá en la órbita del marxismo estadounidense: primero en Robert Blauner, quien demuestra cómo la formación racial ha organizado la división de clases en los Estados Unidos, haciendo que los sujetos de color sean oprimidos como colonizados por el mismo proceso por el que son explotados como trabajadores,[10] y luego en Cédric Robinson, quien argumenta que aquello que él llama «racialismo» es una «fuerza material» que estructura el capitalismo, el cual, por ende, sería siempre un «capitalismo racial».[11] De modo análogo, en Álvaro García Linera, el racismo sirve no sólo para «etnificar» la explotación capitalista y para naturalizar «condiciones socioeconómicas de exclusión y dominación» en la región andina, sino para «construir objetivamente» esas condiciones materiales, creando su “«base estructural».[12] Tanto en García Linera como en Robinson, Blauner y Mariátegui, la cuestión racial está situada en el nivel determinante de la estructura y de su materialidad.

Que la raza y el racismo operen como factores materiales y estructurales determinantes en los autores mencionados no supone, a mi juicio, que se trate de factores ajenos o exteriores a la esfera ideológica. Lo que aquí se está demostrando es más bien que las ideologías raciales y racistas, como cualesquiera otras, poseen aquello que Louis Althusser habría descrito como un «índice de eficacia» estructural por el que pueden sobredeterminar materialmente cada cosa que ocurre en la estructura, incluso las relaciones de clases.[13] Esa eficacia podría explicarse por una suerte de fetichización por la cual el efecto fetichizado puede tornarse causa incluso de su propia causa.

Racismo determinante y determinado, básico y derivado, infraestructural y superestructural

La eficacia estructural de la raza es confirmada por Frantz Fanon cuando se refiere a la situación colonial en la que «uno es rico porque es blanco, así como uno es blanco porque es rico».[14] Lo que hay aquí es una sobredeterminación recíproca entre las posiciones económica de clase e ideológica racial. En los términos de Fanon, «la infraestructura es igualmente una superestructura».[15] Por eso podemos concluir, siempre con Fanon, que «los análisis marxistas deben distenderse ligeramente» ante la situación colonial.[16] En realidad, más que distenderse, deben dialectizarse e historizarse, con lo que serán auténticamente marxistas, pues el análisis marxista es necesariamente dialéctico e histórico.

Historizar el análisis marxista de la raza es remontarse del producto racial a su producción ideológica en la historia, del estado final de la raza al proceso de racialización, pero es también reconocer, como lo hace Stuart Hall, que la raza y el racismo son prácticas sociales concretas que sólo pueden entenderse en coyunturas históricas específicas.[17] Es lo mismo que reconocen Michael Omi y Howard Winant, quienes observan cómo las significaciones raciales cambian constantemente en la historia, siempre determinadas por fuerzas sociales, económicas y políticas[18]. Las significaciones resultantes son entonces determinadas, pero también determinantes de las mismas fuerzas, indirectamente sobredeterminantes por delegación o representación.

Es por la sobredeterminación racial por la que nuestro análisis, además de historizado, tiene que ser dialectizado. Un análisis dialéctico inspirado por Althusser, con su tan incomprendida sensibilidad marxista y psicoanalítica, reconocerá que la raza fetichizada puede ser tan sobredeterminante como determinada, tan infraestructural como superestructural. Es por esto que la raza, gracias a su fetichización, puede ser tanto una condición ideológica estructurante de la clase como una ideología mistificadora que tiene su verdad en la clase.  

Con todo, por más que se dialectice, un análisis auténticamente marxista no puede ser él mismo racista al aceptar la raza como una realidad originaria, biológica, natural, perceptible, material y objetiva. La raza es todo lo contrario: es el producto ideológico de un proceso de racialización; un producto cambiante y contingente, artificial y engañoso, que tiene su verdad en otra escena y que por ello debe ser interpretado, así como criticado por quienes adoptamos una perspectiva marxista. Para nosotros, la raza debe ser objeto de una crítica de la ideología, tanto cuando procede como un mecanismo que ideológicamente protege, legitima, justifica, naturaliza y racionaliza la explotación de clase, como cuando interviene como una dimensión colonial ideológica determinante, organizadora y estructurante del capitalismo.

Raza y racismo como ideología

La raza es entonces algo criticable para nosotros los marxistas. De hecho, para muchos de nosotros, ni siquiera sería correcto decir que existe la «raza». La palabra no designaría nada en la realidad; carecería de referentes reales, apuntando a un significado ideológico producido por un discurso racista que rige un proceso histórico de racialización. 

Es verdad que el racismo parece referirse a diferencias raciales ya existentes, pero esas diferencias no significan prácticamente nada por sí mismas. ¿Qué podría significar tener tez más oscura, nariz más chata, labios más gruesos o cabello más rizado? Alguien dirá que esas diferencias tienen significados biológicos evolutivos, pero esto no es lo que significan, sino lo que las causa y lo que son, rastros del ambiente en lo que son, marcas de su adaptación a un ambiente que deja huellas que suscitan diferencias.

Diferenciarse racialmente no significa nada más allá de las propias diferencias raciales con sus marcas biológicas perceptibles. En lo que se percibe, no hay más que aquello que se percibe: las diferencias físicas opacas y enigmáticas, tal vez perceptibles, mas no inteligibles. Estas diferencias no son significativas en la realidad, fuera de su interpretación ideológica racista, más allá del significado que se les asigna.

Existencia retroactiva de la raza

Las diferencias raciales no tienen otro significado que el asignado por la ideología racista. Sin embargo, una vez que reciben este significado, las diferencias raciales tienen efectos reales, en cuanto permiten racionalizar, legitimar, justificar, proteger y sostener ciertas relaciones de clase, como en Marx, Cox, Rodney, Reich, Sherman y Callinicos, o bien determinar y estructurar el sistema capitalista, como en Robinson, Blauner, Mariátegui y García Linera. Estos marxistas han apreciado todo lo que puede hacer la raza, pero tan sólo puede hacerlo una vez que ha sido producida por el racismo en el que se realiza el proceso de racialización.

Es en el discurso racista donde se produce la raza como algo sólo significativo en el reino ideológico, pero no por ello menos eficaz, en parte porque se produce en una lógica retroactiva elucidada por Jacques Lacan.[19] Esta lógica es aquella por la que un sujeto cree tener ciertos rasgos antes de recibirlos del discurso que los produce retroactivamente. ¿Acaso no es la misma lógica retroactiva por la que tenemos la impresión de que la raza es anterior al racismo?

La impresión retroactiva de anterioridad, como lo ha notado Lacan, termina materializándose, convirtiéndose en una realidad concreta, cuando actuamos en función de la raza que nos atribuimos retroactivamente. La retroactividad puede expresarse aquí a través de una conjugación en futuro perfecto, donde las diferencias raciales habrán significado algo, haciéndonos actuar de cierto modo, en virtud del significado que reciben del discurso racista. Es así, determinando retroactivamente nuestra actividad, como el racismo consigue que la raza opere como base determinante, como infraestructura y no como superestructura, tal como lo había constatado Fanon. 

Sin discrepar de la hipótesis fanoniana, debemos resaltar que es el mismo racismo, inherente al orden colonial y neocolonial, el que se fundamenta retroactivamente a sí mismo al producir la raza como algo significativo en lo ideológico. Luego, al negar la existencia de esta raza, nosotros los marxistas intentamos socavar el racismo, dejarlo sin fundamento. El intento es honesto, necesario y está más que justificado en la teoría, pero fracasa en la práctica, pues el racismo es autosuficiente, por así decirlo, en la medida en que puede producir cuanta raza necesita para fundamentarse y sostenerse.

Dimensiones real, simbólica e imaginaria de la raza

La existencia de la raza es constantemente asegurada por el proceso de racialización llevado a cabo por el discurso racista. Este discurso procede a través de palabras, de significantes racistas, para producir un significado racial. No hay aquí nada real, excepto las ya mencionadas características en los rasgos faciales o en el color de la piel.

Tenemos entonces tres dimensiones de la raza: una real, otra simbólica y otra más imaginaria, las cuales corresponden aproximadamente a los registros que Lacan ha descrito en los mismos términos[20]. Como en Lacan, las tres dimensiones resultan indisociables entre sí. La dimensión real consiste no en la raza propiamente dicha, sino en genes, aspectos fenotípicos, pigmentos en la piel y otras determinaciones biológicas oscuras, insignificantes e ininteligibles. Estas determinaciones se vuelven significantes en lo simbólico del discurso racista y es así también como se tornan significativas, como adquieren un significado, en lo imaginario de la raza, de la inferioridad o la superioridad racial. Digamos que lo real del cuerpo es racializado por lo simbólico del racismo y es así como aparecen las significaciones raciales en lo imaginario.

Lo imaginario de la raza estriba en la realidad ilusoria que atribuimos a la raza, en la forma en que nos la representamos, en lo que nos imaginamos de ella, en lo que nuestros deseos y angustias proyectan sobre ella, como lo que se pinta en las imágenes del negro brutal e hipersexualizado, el árabe fanático y terrorista, el amarillo sucio y tramposo, el indígena torpe y salvaje, el judío mezquino, avaro y conspirador. Lo simbólico de la raza radica en estas palabras con las que describimos las imágenes, en los significantes y discursos racistas que subyacen a lo imaginario, pero también en sus complejas relaciones históricas inconscientes con otros discursos y significantes en el sistema simbólico de la cultura, como las relaciones entre el judaísmo y el origen, entre el árabe y la violencia, entre el indígena y la naturaleza, entre el blanco y la civilización o la modernidad. Finalmente, lo real de la raza, lo imposible por lo que la raza no puede ser más que ideológica, es el vacío en el que todo lo anterior está desplegado y suspendido, lo que falta y sobra en lo simbólico y lo imaginario, aquello del cuerpo que no significa nada por sí mismo, pero padece todo lo que se hace que signifique.

Blancura y blanquitud

Podemos utilizar palabras distintas para designar lo real, lo simbólico y lo imaginario de la raza. Tratándose de lo blanco, por ejemplo, el término de «blancura» suele referirse a lo real de la coloración genética o fenotípica de la piel, mientras que el concepto de «blanquitud» ha sido empleado por autores como el marxista ecuatoriano Bolívar Echeverría para nombrar algo que yo describiría como un complejo simbólico-imaginario de significantes y significados vinculados con la blancura. El color blanco de la piel, históricamente asociado con el poder político y económico, terminaría significando ese poder y luego siendo significado por él, de tal modo que lo blanco empoderaría tanto como el poder blanquearía.

El blanqueamiento por el poder político y económico produce un color blanco o blanquecino que no es real, sino simbólico e imaginario. Un millonario nigeriano educado en Harvard se blanquea por su educación y sus millones, por la forma en que esto se manifiesta en su lenguaje o en su vestimenta, y no forzosamente por su menor pigmentación cutánea, lo que no excluye, desde luego, que el mismo nigeriano consiga reducir esta pigmentación a través de cremas blanqueadoras. Las cremas pueden servir para dar un aparente sustento real a lo simbólico e imaginario de la blanquitud, pero no son lo decisivo. Aunque nuestro millonario de Nigeria no use tales cremas y el color de su piel sea realmente muy negro, será blanqueado, parecerá más blanco gracias al reflejo imaginario del valor simbólico de su educación y de sus millones, pero gracias también a las conexiones igualmente simbólicas de esa educación y esos millones con la historia y con la cultura, particularmente con el capitalismo y con el colonialismo y el neocolonialismo en el mundo moderno. Es en estas conexiones en las que se concentra Echeverría cuando elabora su concepto de blanquitud.

En su conceptualización por Echeverría, la blanquitud se distingue de la blancura por no ser «étnica», sino «ética» e «identitaria».[21] La blanquitud, en efecto, corresponde a lo que Max Weber concibió como la ética protestante en el espíritu del capitalismo.[22] Es dicha «ética encarnada», la ética del «autosacrificio» en el altar del sistema capitalista, una «pura funcionalidad ética o civilizatoria» de los individuos en la acumulación del capital[23].  Someterse al capital de modo ético, voluntario y voluntarioso, reflexivo y disciplinado, no es ni más ni menos que blanquearse de modo simbólico e imaginario, alcanzando así la blanquitud a la que se refiere Echeverría.

La raza blanca del capital

Podemos ir más allá de Echeverría y afirmar que la blanquitud es el color simbólico e imaginario del capital. Cuando el capital adquiere visibilidad, se nos muestra blanco, no de blancura, sino de blanquitud. Es por esta blanquitud que el capital puede blanquear a los capitalistas que lo personifican, a los intelectuales que lo interpretan y a los políticos y gobernantes que lo representan. Estas diversas formas de subjetivación del capital intentan y frecuentemente consiguen ser blancas, en la medida en que hacen aparecer al capital en su blanquitud, la del sujeto de la psicología dominante, el sujeto distintivamente blanco, el descorporizado, el aislado y atomizado, individualizado y disciplinado, asertivo y agresivo, posesivo y acumulativo, ahorrativo y consumista, voraz e insaciable, conquistador y expansionista.

Si la blanquitud comprende todas las disposiciones subjetivas funcionales para el capitalismo, es porque ella misma constituye la identidad ideológica racial del sistema capitalista. Podemos decir entonces que el capital es de raza blanca, no sólo por ser originariamente europeo, no sólo por haber sido históricamente engendrado y formado por la matriz cultural de Europa, sino por ser él mismo constitutivamente blanco en su particularidad cultural, culturalmente blanco en su complexión ideológica, ideológicamente blanco incluso en su funcionamiento económico. Es por esto que la ideología racista no es algo derivado ni secundario para el capitalismo, no limitándose a legitimarlo, justificarlo, naturalizarlo y racionalizarlo, sino sosteniéndolo, determinándolo, organizándolo y estructurándolo.

El capital necesita del racismo no sólo para todo lo que se ha dicho, sino para preservarse al preservar su blanquitud, su forma ideológicamente blanca de subjetividad siempre amenazada por otras culturas con otras formas éticas-políticas de subjetivación. Mientras el sistema económico del capitalismo va subsumiendo y así degradando los sistemas simbólicos de otras culturas, su ideología racista y colonial protege al capital contra esas otras culturas. Es aquí, a mi parecer, donde radica la clave de la concepción marxiana del racismo como un mecanismo ideológico protector.

La ideología racista, en términos lacanianos, es una suerte de barrera que protege no exactamente al Gran Otro de una civilización europea que siempre se ha enriquecido por el contacto con otras culturas, sino al Capital en el que va convirtiéndose el Gran Otro a medida que el sistema simbólico de la cultura europea o de cualquier otra va quedando realmente subsumido en el sistema capitalista. Es el goce del capital el que se protege con el racismo.[24] Es la acumulación capitalista la que debe defenderse contra quienes la desafían, contra los sujetos que no quieren o no pueden adaptarse y sacrificarse ante el capital gozoso al subjetivarlo, al aislarse e individualizarse, al disciplinarse y capitalizarse, al blanquearse y al asumir la blanquitud.


[1] Karl Marx, El capital I (1867), Ciudad de México, FCE, 2008, p. 239.

[2] Marx, «Carlos Marx a Sigfrido Meyer y a Augusto Vogt» (1870), en Marx y Engels, Acerca del colonialismo, Moscú, Progreso, 1970, p. 146.

[3] Cyril Lionel Robert James, Los jacobinos negros: Toussaint L´Ouverture y la revolución de Saint-Domingue (1938), La Habana, Casa de las Américas, 2010, p. 213.

[4] Oliver Cromwell Cox, Caste, Class and Race, Nueva York, Monthly Review Press, 1948, p. 528.

[5] Walter Rodney, The groundings with my brothers (1969), Kingston, Miguel Lorne, 2001, p. 25.

[6] Michael Reich, «The Economics of Racism», en Political Economy, Lexington, Heath, 1971, p. 320.

[7] Howard Sherman, Radical Political Economy, Nueva York, Basic Books, 1972, pp. 180-181.

[8] Alex Callinicos, «Race and class», International Socialism 2.55 (1992), pp. 3-39

[9] José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), Lima, Amauta, 1989.

[10] Robert Blauner, Racial Oppression in America, Nueva York, Harper and Row, 1972.

[11] Cedric Robinson, Black Marxism: The Making of the Black Radical Tradition (1983), Durham, University of North Carolina, 2000, pp. 9, 317.

[12] Álvaro García Linera, La potencia plebeya, La Habana, Casa de las Américas, 2011, pp. 179-186.

[13] Louis Althusser, «L’objet de Capital» (1965), en Lire le Capital (1965), París, PUF, 1996, p. 283.

[14] Frantz Fanon, Les damnés de la terre (1961), París, La Découverte, 2012, p. 43.

[15] Ibid.

[16] Ibid.

[17] Stuart Hall, «Race, articulation and societies structured in dominance», en Sociological Theories: Race and Colonialism, París, UNESCO, 1980, pp. 305-345.

[18] Michael Omi y Howard Winant, Racial Formation in the United States from the 1960s to the 1980s, Nueva York, Routledge y Kegan Paul, 1986.

[19] Jacques Lacan, Le séminaire, livre XVI, D’un Autre à l’autre (1968-1969), París, Seuil, 2006, pp. 50-53.

[20] Lacan, “Le symbolique, l’imaginaire et le réel”, en Des Noms-du-Père, París, Seuil, 2005, pp. 65-104.

[21] Bolívar Echeverría, Modernidad y blanquitud (2010), Ciudad de México, Era Bolsillo, 2016, pp. 61, 67.

[22] Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904),Ciudad deMéxico: FCE, 1984. 

[23] Bolívar Echeverría, Modernidad y blanquitud, op. cit., pp. 57-60, 86.

[24] David Pavón-Cuéllar, «Ontología del capitalismo: violencia estructural y reducción del ser al goce del capital», Castalia 39 (2022), pp. 9-18.

Nosotros, nuestra prisión colonial y nuestro complejo edípico racializado

Presentación de Psicoanálisis y colonialidad: hacia una inflexión anticolonial de la herencia freudiana (Ciudad de México, Fontamara, 2024), el miércoles 30 de abril de 2025 en la Universidad del Claustro de Sor Juana, Ciudad de México

David Pavón-Cuéllar

Ausencia del yo

El último lunes volví a desconcertarme ante una situación en la que me encuentro constantemente en mis frecuentes interacciones con personas provenientes de comunidades indígenas. Charlando con un colega purépecha, no lo escuché identificarse una sola vez con él mismo como individuo, sino siempre con su pueblo, con su comunidad, con su familia y con su pareja. Se expresaba entonces únicamente en la primera persona del plural. Mientras que el “nosotros” aparecía una y otra vez en su palabra, no recuerdo que pronunciara el “yo” una sola vez durante la hora que duró nuestra charla.

El yo ausente en la palabra de mi colega remite al sujeto individualizado, el sujeto identificado con el individuo, que es el único sujeto existente para la psicología individualista dominante, la moderna europea-estadounidense, la generalmente estudiada en todo el mundo. Habría entonces que sospechar, al menos sospechar, que esta psicología no es aplicable a mi colega indígena, al menos en el momento en que este colega está designándose y presentándose como “nosotros” y no como “yo”.

La ausencia del yo como sujeto de la psicología dominante podría confirmar lo que afirmamos y reafirmamos insistentemente en el psicoanálisis: que el yo psicológico no abarca todo lo que es el sujeto, que el sujeto resulta irreductible a su yo, que el yo es la objetivación de un sujeto que lo desafía, lo trasciende y lo contradice.  ¿Deberíamos concluir entonces que el saber teórico metapsicológico psicoanalítico, a diferencia del psicológico dominante, sí puede aplicarse al “nosotros” de mi colega indígena? Quienes más confíen en la herencia freudiana dirán que sí: que el “nosotros” puede concebirse con la teoría social de Freud, con su psicología de las masas, en la que aparecería como una fraternidad resultante reactivamente de la rivalidad y como una suma de sujetos que se identifican en su yo porque han puesto a un líder en la posición de su ideal. Sin embargo, si pensamos así el nosotros, lo estaremos reduciendo metapsicológicamente a su constitución yoica individual o en el mejor de los casos transindividual, tal como lo hace la psicología individualista dominante cuando intenta en vano ser una psicología social.

Colonización del nosotros

Mi convicción es que ni la psicología ni la metapsicología freudiana permiten sondear lo que está en juego en el “nosotros” de mi colega indígena. Este nosotros, a mi juicio, no puede elucidarse a través de un análisis del yo como el psicológico o el metapsicológico freudiano. Al elucidarlo así, lo estamos colonizando, impidiéndonos pensar mucho de aquello que designa.

Lo designado por el nosotros de mi colega incluye todo lo que atañe a un sujeto comunitario, no individualizable, y a sus diversas experiencias, entre ellas la experiencia histórica de la colonialidad. Aunque esta experiencia pueda ser también mía o de usted, es fundamentalmente nuestra, de nosotros. Aquí el problema es que el nosotros de nuestra experiencia colonial puede ser disuelto por efecto de la misma experiencia. Esto explica en parte, sólo en parte, que para muchos de nosotros, para casi todos nosotros, no sea nada fácil tomar conciencia de lo que el colonialismo nos ha hecho colectivamente.

Algo que nos distingue a los no-indígenas de los indígenas es que nosotros, los no-indígenas, tendemos a ser borrados por la misma experiencia colonial que nos da origen y en la que deberíamos pensar para comprendernos al comprender nuestro origen. Deberíamos pensar en ella, pero no podemos hacerlo precisamente a causa de ella, pues ella nos impide ser lo que podría pensar en ella. Caemos así en el abismo de un cogito materialista histórico negativo en el que no somos, luego no pensamos, no podemos pensar.

Pensar en lo que ha sido nuestra experiencia colonial exige de nosotros que encontremos la forma de recobrarnos al recobrar a un sujeto de pensamiento, el nosotros, que no tiene cabida ni en la psicología ni en el psicoanálisis. Este sujeto es el que anteayer hablaba por la boca de mi colega purépecha. Reflexionando sobre él después de nuestra charla, decidí que intentaría darle voz al abordar hoy, durante esta presentación, la colonialidad y su relación con el psicoanálisis. El giro anticolonial de la herencia freudiana exige considerar a ese nosotros, contar con él, escucharlo al escuchar como el psicoanálisis nos ha enseñado a escuchar, escuchando al sujeto de nuestra enunciación y no sólo al enunciado.

Escuchar el mestizaje simbólico

Escucharnos como sujetos de la enunciación es escuchar nuestro mestizaje. Escuchándolo, ¿qué escuchamos? Escuchamos a un ser mestizo que radica en lo audible y no en lo visible, no en el color de la piel, no en los rasgos del rostro ni en los demás aspectos de lo racialmente mezclado que pueda ser cada organismo. Lo que nos habla cuando nos escuchamos no es entonces lo real imaginarizado, lo fenotípicamente híbrido, sino lo culturalmente compuesto, lo simbólicamente mestizo. 

Es en los símbolos, en los significantes, en los que resuena lo que somos en tanto que mestizos. Lo importante aquí es que nuestro mestizaje simbólico, a diferencia de la imaginarización de lo real de la mezcla biológica, se distingue por ser como en Guillermo Bonfil Batalla y no como en José Vasconcelos: no agregativo ni sintético, sino contradictorio y conflictivo, divisivo y desgarrador.

No es tan sólo que simultáneamente despreciemos y admiremos a los pueblos originarios tal como desdeñamos y enaltecemos a los europeos, menospreciándolos y envidiándolos, odiándolos y amándolos. No se trata únicamente de ambivalencia. El asunto es no sólo afectivo, experiencial y psicológico, sino existencial y ontológico. El asunto, en otras palabras, es que somos y no somos europeos. El asunto es que, aunque hayamos dejado ya de ser indígenas, de algún modo seguimos todavía siendo indígenas.

Tenemos aún algo de indígenas. Ellos viven aún a través de nosotros, como lo que somos al ser nosotros, en lo que decimos al darnos voz. Hay algo que sigue hablando en lo que hablamos, insistiendo en expresarse a través de nuestra palabra, que es lo indígena que somos. Por más indígena que sea, esto que somos no deja por ello de presuponer la irreversible colonización, ya que es como indígenas que estamos colonizados, que somos los colonizados y no solamente los colonizadores, que padecemos la colonización y no sólo nos desempeñamos como sus agentes.

Colonización como psicologización

Como indígenas que aún somos, la colonialidad es algo que nos aprisiona desde el siglo XVI. Primero fue una prisión a la que se nos condenó, en la que se nos encerró a pesar de nosotros mismos, en la que se nos obligó a entrar contra nuestro deseo, pero luego nuestro deseo fue alienado cuando la prisión pasó a ser la matriz en la que nos engendramos y por la que hemos sido moldeados, adquiriendo su forma. Con el paso de los siglos, los barrotes de la prisión fueron hundiéndose dentro de nuestro ser, deformándolo, reformándolo, reconformándolo, pero también torciéndose y anudándose en lo que somos.

Nos hemos ido convirtiendo en la cárcel colonial. Esta cárcel es el alma de cada uno, la prisión de su cuerpo, como en Michel Foucault. Sin embargo, en la experiencia colonial, se trata de un alma individual ideológica europea que se abstrae de la totalidad material indígena, del cuerpo y del mundo, con el fin de aprisionarla en la experiencia de un individuo psicológico. Este individuo es un producto del colonialismo.

La colonización es también una psicologización, la cual, a su vez, nos fragmenta en las partículas individuales recluidas en el yo de cada uno. El psiquismo individualizado, el alma o ánima de los clérigos del siglo XVI, viene a sustituir entidades indígenas anímicas y corporales, comunitarias y mundanas, como el teyolia nahua en el que se condensa todo lo espiritual, animal, vegetal y mineral que existe en el universo. Este poderoso ente, conjugado como nosotros, estalla para dar lugar a cada yo, a cada trozo individual impotente ante los colonizadores.

Edipo colonial

La colonización comienza por la constitución de un objeto colonizable, el objeto de la psicología, el yo. Siendo ese yo, somos fruto y evidencia del éxito de la colonización, pero no dejamos por ello de ser también un resto del nosotros que fuimos, un rastro del nosotros que añoramos, una suerte de residuo reprimido que suele exteriorizarse de forma sintomática. Podemos remontarnos a ese nosotros al recordarnos como aún lo hacíamos en ese genial retorno de lo reprimido que fue el psicoanálisis del mexicano de Jorge Carrión, Santiago Ramírez y Francisco González Pineda, entre muchos otros.

Recordemos al menos algo de lo que aquellos psicoanalistas nos recordaban al recordarnos, al recordarnos como nosotros, como los sujetos colonizados que somos. Como tales, en el revelador mito de nuestro origen, seríamos hijos de una madre indígena violada por el conquistador, por nuestro padre español, europeo. Las figuras paterna y materna de la triada edípica estarían aquí sobredeterminadas por sus posiciones culturales e históricas.

Lo conquistador, europeo y blanco, habitaría inconscientemente en lo masculino y lo paterno, mientras que lo conquistado, indígena y mesoamericano, constituiría también de modo inconsciente lo femenino y lo materno. Tendríamos aquí una ecuación interseccional con la que se agravarían exponencialmente las opresiones colonial y patriarcal: una mujer sería oprimida no sólo patriarcalmente en tanto que mujer y por su vínculo con lo materno, sino colonialmente en tanto que reminiscencia de la madre indígena y en virtud de su vínculo esencial con las culturas mesoamericanas colonizadas; de modo correlativo, un indígena sufriría una opresión resultante no sólo del sistema colonial, sino del patriarcal, ya que sería de alguna forma feminizado por su relación interna con la madre violada en la conquista. 

En cuanto a nuestro deseo como hijos mestizos, tendría su insoportable expresión incestuosa en el vínculo no sólo con la madre, sino con la madre indígena, la madre tierra, la naturaleza y las culturas originarias, lo cual podría explicar en parte nuestro malinchismo y nuestra actitud fóbica y a veces profundamente destructiva, autodestructiva, ante nuestro ambiente natural y cultural autóctono. Todo esto sería correlativo de una castración que no sería sólo por el padre, sino por el conquistador, el colonizador, lo colonizador. Lo europeo sería nuestro ideal paterno y nuestra ley del padre a la que nos someteríamos, intentando en vano deslindarnos de lo indígena reprimido que insistiría, que no dejaría de insistir, que retornaría una y otra vez a través de nuestros síntomas.

Tendríamos, en pocas palabras, un complejo edípico racializado por nuestra historia colonial. Esta historia no sólo indigenizaría lo femenino y blanquearía lo masculino, sino que habría engendrado también otras dos figuras oscuras, negadas, fantasmáticas: la madre patria, la española traicionada o simplemente abandonada por el conquistador, y el padre indígena, el que se ocupa del niño engendrado tras la violación de su mujer por el español. Todo esto crea una trama que es evidentemente mítica, teniendo una estructura de ficción, pero que por ello mismo puede revelar algo de nuestra verdad.

Del psicoanálisis a la psicología

Es quizás por su aspecto revelador que el mito de nuestro Complejo de Edipo fascinó a los psicoanalistas mexicanos de hace ochenta años. Luego se olvidó sospechosamente, como si debiera olvidarse, como si aquello reprimido que retornó en él de modo sintomático tuviera que reprimirse una vez más. En lugar de escuchar nuestro síntoma, nos dedicamos a curarlo, acallarlo, aplicándole un método no psicoanalítico, no basado en la verdad como revelación, como aletheia, sino psicológico, fundado en la verdad como adequatio, como adecuación o conformidad empirista o positivista con una supuesta realidad.

Un sensato y tedioso compuesto de realismo, de empirismo y positivismo, es aquello por lo que se distinguen, en efecto, las investigaciones de Rogelio Díaz Guerrero y los demás que dejaron de escuchar nuestra subjetividad para limitarse a mirarnos y objetivarnos. Además de ser psicológicas y psicologizantes, estas investigaciones son profundamente coloniales y colonizadoras, considerando exclusivamente la variabilidad interna de categorías europeas-estadounidenses y reprimiendo nuevamente lo que proviene de las culturas originarias mesoamericanas. Es así como lo colonizado, lo indígena de nosotros, vuelve a reprimirse en un episodio nuevo de la psicologización como forma de colonización.

Volvemos a ser colonizados al ser psicologizados. Para evitar esto, necesitamos de otros métodos, métodos como el psicoanalítico en los que se nos escuche y se nos recuerde, aunque sea mediante mitos. Las construcciones míticas no son prescindibles cuando se trata de lidiar con la verdad que nos concierne colectivamente como nosotros, una verdad sólo accesible a través de “mitos científicos” o “verdaderos”, como fueron denominados respectivamente por Marx y por Freud.

Tanto el método marxista como el freudiano han sido y pueden seguir siendo recursos metodológicos efectivos ante la colonialidad. Es lo que intento demostrar en mi libro al proponer un uso del psicoanálisis en el plano metodológico, aunque no en el teórico metapsicológico, excepto si es con suma prudencia y en clave mítica. De cualquier modo, como intenté demostrarlo ahora, el mito es él mismo parte del método psicoanalítico y no puede prescindirse de él cuando se trata de expresarnos como los indígenas que también somos a pesar de todo aquello colonial que nos ha fragmentado y pulverizado.