Raza y racismo del capital: una breve reflexión en clave marxista y lacaniana

Foto: Viktor Forgacs / Unsplash

Artículo publicado el 19 de junio de 2025 en la revista La Tizza de Cuba y elaborado a partir de una intervención del 9 de mayo del mismo año en las Jornadas Autoconvocadas «El psicoanálisis en los márgenes«, en Córdoba, Argentina

David Pavón-Cuéllar

Determinación racial en Marx

La tradición marxista nos ha enseñado a concebir la raza como algo ideológicamente producido por un proceso de racialización que suele ser de índole racista. Como producto ideológico del racismo, la raza es generalmente cuestionada por el marxismo, a través de una crítica de la ideología, con el propósito de revelar su verdad, la verdad subyacente a la ideología racista. Esa verdad, para Marx y quienes lo siguen, ha radicado a menudo en la clase, lo que no quiere decir que la raza, en relación con la clase, deba ser vista como una suerte de epifenómeno, como una cuestión superflua o secundaria, derivada y determinada, no determinante.

Reconociendo la importancia de la determinación racial, Marx ya notaba en El capital cómo «el trabajo de los blancos no puede emanciparse ahí donde esté esclavizado el trabajo de los negros».[1] La convicción de Marx es que la opresión de una raza favorece e incluso posibilita la explotación de clase. En otras palabras, el clasismo se reproduce con el apoyo del racismo.

Las divisiones raciales, como las nacionales y culturales, funcionan para Marx como recursos ideológicos útiles e incluso a veces necesarios para proteger y así perpetuar la división de clases y el sistema capitalista. Como tales, tienen un carácter determinante. De ahí que un «antagonismo» como el que había entre irlandeses e ingleses en el siglo XIX «se alimentara artificialmente y se estimulara con la prensa, los sermones, las revistas humorísticas, en suma, con todos los medios de los que disponían las clases dominantes», las cuales comprendían que dicho antagonismo «era el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa».[2] La clase explotada se debilitaba y subyugaba eficazmente al ser dividida por un antagonismo racial-nacional de naturaleza ideológica.

Raza y racismo en la tradición marxista

El marxismo ha reconocido el carácter determinante del racismo. Ese reconocimiento, empero, no ha llevado a soslayar la determinación económica de clase. Por ejemplo, en su famoso libro Los jacobinos negros, Cyril Lionel Robert James tiene claro que «la cuestión racial es subsidiaria de la cuestión clasista», pero no por ello deja de advertir que la consideración del «factor racial como algo meramente incidental no es un error menos grave que entenderlo como fundamental».[3] Aunque no sea el fundamento del sistema, la raza juega un papel decisivo en él, como bien lo demuestra James en la relación entre blancos y negros en Haití.

Incluso los marxistas más economicistas, los más propensos a reducir o subordinar la cuestión racial a la de clase, han reconocido la importancia del mecanismo ideológico racial. Es con este mecanismo con el que se «racionaliza» la opresión y explotación de los negros para Oliver Cromwell Cox[4] y luego para Walter Rodney.[5] Es también con el mecanismo ideológico racial con el que se «legitima» la misma explotación de los negros y se «compensa» a los explotados blancos para Michael Reich.[6] El racismo sirve finalmente para «dividir» a los explotados y «justificar» su explotación en diversos autores marxistas como Howard Sherman[7] y Alex Callinicos.[8]

A medida que nos alejamos del economicismo, el racismo va tornándose cada vez más determinante. El marxista peruano José Carlos Mariátegui ya observaba cómo las jerarquías raciales coloniales determinaban las posiciones de clase en la sociedad latinoamericana poscolonial, determinándolas estructuralmente a través de la materialidad histórica de la propiedad de la tierra.[9] Esa determinación material y estructural por la raza reaparecerá en la órbita del marxismo estadounidense: primero en Robert Blauner, quien demuestra cómo la formación racial ha organizado la división de clases en los Estados Unidos, haciendo que los sujetos de color sean oprimidos como colonizados por el mismo proceso por el que son explotados como trabajadores,[10] y luego en Cédric Robinson, quien argumenta que aquello que él llama «racialismo» es una «fuerza material» que estructura el capitalismo, el cual, por ende, sería siempre un «capitalismo racial».[11] De modo análogo, en Álvaro García Linera, el racismo sirve no sólo para «etnificar» la explotación capitalista y para naturalizar «condiciones socioeconómicas de exclusión y dominación» en la región andina, sino para «construir objetivamente» esas condiciones materiales, creando su “«base estructural».[12] Tanto en García Linera como en Robinson, Blauner y Mariátegui, la cuestión racial está situada en el nivel determinante de la estructura y de su materialidad.

Que la raza y el racismo operen como factores materiales y estructurales determinantes en los autores mencionados no supone, a mi juicio, que se trate de factores ajenos o exteriores a la esfera ideológica. Lo que aquí se está demostrando es más bien que las ideologías raciales y racistas, como cualesquiera otras, poseen aquello que Louis Althusser habría descrito como un «índice de eficacia» estructural por el que pueden sobredeterminar materialmente cada cosa que ocurre en la estructura, incluso las relaciones de clases.[13] Esa eficacia podría explicarse por una suerte de fetichización por la cual el efecto fetichizado puede tornarse causa incluso de su propia causa.

Racismo determinante y determinado, básico y derivado, infraestructural y superestructural

La eficacia estructural de la raza es confirmada por Frantz Fanon cuando se refiere a la situación colonial en la que «uno es rico porque es blanco, así como uno es blanco porque es rico».[14] Lo que hay aquí es una sobredeterminación recíproca entre las posiciones económica de clase e ideológica racial. En los términos de Fanon, «la infraestructura es igualmente una superestructura».[15] Por eso podemos concluir, siempre con Fanon, que «los análisis marxistas deben distenderse ligeramente» ante la situación colonial.[16] En realidad, más que distenderse, deben dialectizarse e historizarse, con lo que serán auténticamente marxistas, pues el análisis marxista es necesariamente dialéctico e histórico.

Historizar el análisis marxista de la raza es remontarse del producto racial a su producción ideológica en la historia, del estado final de la raza al proceso de racialización, pero es también reconocer, como lo hace Stuart Hall, que la raza y el racismo son prácticas sociales concretas que sólo pueden entenderse en coyunturas históricas específicas.[17] Es lo mismo que reconocen Michael Omi y Howard Winant, quienes observan cómo las significaciones raciales cambian constantemente en la historia, siempre determinadas por fuerzas sociales, económicas y políticas[18]. Las significaciones resultantes son entonces determinadas, pero también determinantes de las mismas fuerzas, indirectamente sobredeterminantes por delegación o representación.

Es por la sobredeterminación racial por la que nuestro análisis, además de historizado, tiene que ser dialectizado. Un análisis dialéctico inspirado por Althusser, con su tan incomprendida sensibilidad marxista y psicoanalítica, reconocerá que la raza fetichizada puede ser tan sobredeterminante como determinada, tan infraestructural como superestructural. Es por esto que la raza, gracias a su fetichización, puede ser tanto una condición ideológica estructurante de la clase como una ideología mistificadora que tiene su verdad en la clase.  

Con todo, por más que se dialectice, un análisis auténticamente marxista no puede ser él mismo racista al aceptar la raza como una realidad originaria, biológica, natural, perceptible, material y objetiva. La raza es todo lo contrario: es el producto ideológico de un proceso de racialización; un producto cambiante y contingente, artificial y engañoso, que tiene su verdad en otra escena y que por ello debe ser interpretado, así como criticado por quienes adoptamos una perspectiva marxista. Para nosotros, la raza debe ser objeto de una crítica de la ideología, tanto cuando procede como un mecanismo que ideológicamente protege, legitima, justifica, naturaliza y racionaliza la explotación de clase, como cuando interviene como una dimensión colonial ideológica determinante, organizadora y estructurante del capitalismo.

Raza y racismo como ideología

La raza es entonces algo criticable para nosotros los marxistas. De hecho, para muchos de nosotros, ni siquiera sería correcto decir que existe la «raza». La palabra no designaría nada en la realidad; carecería de referentes reales, apuntando a un significado ideológico producido por un discurso racista que rige un proceso histórico de racialización. 

Es verdad que el racismo parece referirse a diferencias raciales ya existentes, pero esas diferencias no significan prácticamente nada por sí mismas. ¿Qué podría significar tener tez más oscura, nariz más chata, labios más gruesos o cabello más rizado? Alguien dirá que esas diferencias tienen significados biológicos evolutivos, pero esto no es lo que significan, sino lo que las causa y lo que son, rastros del ambiente en lo que son, marcas de su adaptación a un ambiente que deja huellas que suscitan diferencias.

Diferenciarse racialmente no significa nada más allá de las propias diferencias raciales con sus marcas biológicas perceptibles. En lo que se percibe, no hay más que aquello que se percibe: las diferencias físicas opacas y enigmáticas, tal vez perceptibles, mas no inteligibles. Estas diferencias no son significativas en la realidad, fuera de su interpretación ideológica racista, más allá del significado que se les asigna.

Existencia retroactiva de la raza

Las diferencias raciales no tienen otro significado que el asignado por la ideología racista. Sin embargo, una vez que reciben este significado, las diferencias raciales tienen efectos reales, en cuanto permiten racionalizar, legitimar, justificar, proteger y sostener ciertas relaciones de clase, como en Marx, Cox, Rodney, Reich, Sherman y Callinicos, o bien determinar y estructurar el sistema capitalista, como en Robinson, Blauner, Mariátegui y García Linera. Estos marxistas han apreciado todo lo que puede hacer la raza, pero tan sólo puede hacerlo una vez que ha sido producida por el racismo en el que se realiza el proceso de racialización.

Es en el discurso racista donde se produce la raza como algo sólo significativo en el reino ideológico, pero no por ello menos eficaz, en parte porque se produce en una lógica retroactiva elucidada por Jacques Lacan.[19] Esta lógica es aquella por la que un sujeto cree tener ciertos rasgos antes de recibirlos del discurso que los produce retroactivamente. ¿Acaso no es la misma lógica retroactiva por la que tenemos la impresión de que la raza es anterior al racismo?

La impresión retroactiva de anterioridad, como lo ha notado Lacan, termina materializándose, convirtiéndose en una realidad concreta, cuando actuamos en función de la raza que nos atribuimos retroactivamente. La retroactividad puede expresarse aquí a través de una conjugación en futuro perfecto, donde las diferencias raciales habrán significado algo, haciéndonos actuar de cierto modo, en virtud del significado que reciben del discurso racista. Es así, determinando retroactivamente nuestra actividad, como el racismo consigue que la raza opere como base determinante, como infraestructura y no como superestructura, tal como lo había constatado Fanon. 

Sin discrepar de la hipótesis fanoniana, debemos resaltar que es el mismo racismo, inherente al orden colonial y neocolonial, el que se fundamenta retroactivamente a sí mismo al producir la raza como algo significativo en lo ideológico. Luego, al negar la existencia de esta raza, nosotros los marxistas intentamos socavar el racismo, dejarlo sin fundamento. El intento es honesto, necesario y está más que justificado en la teoría, pero fracasa en la práctica, pues el racismo es autosuficiente, por así decirlo, en la medida en que puede producir cuanta raza necesita para fundamentarse y sostenerse.

Dimensiones real, simbólica e imaginaria de la raza

La existencia de la raza es constantemente asegurada por el proceso de racialización llevado a cabo por el discurso racista. Este discurso procede a través de palabras, de significantes racistas, para producir un significado racial. No hay aquí nada real, excepto las ya mencionadas características en los rasgos faciales o en el color de la piel.

Tenemos entonces tres dimensiones de la raza: una real, otra simbólica y otra más imaginaria, las cuales corresponden aproximadamente a los registros que Lacan ha descrito en los mismos términos[20]. Como en Lacan, las tres dimensiones resultan indisociables entre sí. La dimensión real consiste no en la raza propiamente dicha, sino en genes, aspectos fenotípicos, pigmentos en la piel y otras determinaciones biológicas oscuras, insignificantes e ininteligibles. Estas determinaciones se vuelven significantes en lo simbólico del discurso racista y es así también como se tornan significativas, como adquieren un significado, en lo imaginario de la raza, de la inferioridad o la superioridad racial. Digamos que lo real del cuerpo es racializado por lo simbólico del racismo y es así como aparecen las significaciones raciales en lo imaginario.

Lo imaginario de la raza estriba en la realidad ilusoria que atribuimos a la raza, en la forma en que nos la representamos, en lo que nos imaginamos de ella, en lo que nuestros deseos y angustias proyectan sobre ella, como lo que se pinta en las imágenes del negro brutal e hipersexualizado, el árabe fanático y terrorista, el amarillo sucio y tramposo, el indígena torpe y salvaje, el judío mezquino, avaro y conspirador. Lo simbólico de la raza radica en estas palabras con las que describimos las imágenes, en los significantes y discursos racistas que subyacen a lo imaginario, pero también en sus complejas relaciones históricas inconscientes con otros discursos y significantes en el sistema simbólico de la cultura, como las relaciones entre el judaísmo y el origen, entre el árabe y la violencia, entre el indígena y la naturaleza, entre el blanco y la civilización o la modernidad. Finalmente, lo real de la raza, lo imposible por lo que la raza no puede ser más que ideológica, es el vacío en el que todo lo anterior está desplegado y suspendido, lo que falta y sobra en lo simbólico y lo imaginario, aquello del cuerpo que no significa nada por sí mismo, pero padece todo lo que se hace que signifique.

Blancura y blanquitud

Podemos utilizar palabras distintas para designar lo real, lo simbólico y lo imaginario de la raza. Tratándose de lo blanco, por ejemplo, el término de «blancura» suele referirse a lo real de la coloración genética o fenotípica de la piel, mientras que el concepto de «blanquitud» ha sido empleado por autores como el marxista ecuatoriano Bolívar Echeverría para nombrar algo que yo describiría como un complejo simbólico-imaginario de significantes y significados vinculados con la blancura. El color blanco de la piel, históricamente asociado con el poder político y económico, terminaría significando ese poder y luego siendo significado por él, de tal modo que lo blanco empoderaría tanto como el poder blanquearía.

El blanqueamiento por el poder político y económico produce un color blanco o blanquecino que no es real, sino simbólico e imaginario. Un millonario nigeriano educado en Harvard se blanquea por su educación y sus millones, por la forma en que esto se manifiesta en su lenguaje o en su vestimenta, y no forzosamente por su menor pigmentación cutánea, lo que no excluye, desde luego, que el mismo nigeriano consiga reducir esta pigmentación a través de cremas blanqueadoras. Las cremas pueden servir para dar un aparente sustento real a lo simbólico e imaginario de la blanquitud, pero no son lo decisivo. Aunque nuestro millonario de Nigeria no use tales cremas y el color de su piel sea realmente muy negro, será blanqueado, parecerá más blanco gracias al reflejo imaginario del valor simbólico de su educación y de sus millones, pero gracias también a las conexiones igualmente simbólicas de esa educación y esos millones con la historia y con la cultura, particularmente con el capitalismo y con el colonialismo y el neocolonialismo en el mundo moderno. Es en estas conexiones en las que se concentra Echeverría cuando elabora su concepto de blanquitud.

En su conceptualización por Echeverría, la blanquitud se distingue de la blancura por no ser «étnica», sino «ética» e «identitaria».[21] La blanquitud, en efecto, corresponde a lo que Max Weber concibió como la ética protestante en el espíritu del capitalismo.[22] Es dicha «ética encarnada», la ética del «autosacrificio» en el altar del sistema capitalista, una «pura funcionalidad ética o civilizatoria» de los individuos en la acumulación del capital[23].  Someterse al capital de modo ético, voluntario y voluntarioso, reflexivo y disciplinado, no es ni más ni menos que blanquearse de modo simbólico e imaginario, alcanzando así la blanquitud a la que se refiere Echeverría.

La raza blanca del capital

Podemos ir más allá de Echeverría y afirmar que la blanquitud es el color simbólico e imaginario del capital. Cuando el capital adquiere visibilidad, se nos muestra blanco, no de blancura, sino de blanquitud. Es por esta blanquitud que el capital puede blanquear a los capitalistas que lo personifican, a los intelectuales que lo interpretan y a los políticos y gobernantes que lo representan. Estas diversas formas de subjetivación del capital intentan y frecuentemente consiguen ser blancas, en la medida en que hacen aparecer al capital en su blanquitud, la del sujeto de la psicología dominante, el sujeto distintivamente blanco, el descorporizado, el aislado y atomizado, individualizado y disciplinado, asertivo y agresivo, posesivo y acumulativo, ahorrativo y consumista, voraz e insaciable, conquistador y expansionista.

Si la blanquitud comprende todas las disposiciones subjetivas funcionales para el capitalismo, es porque ella misma constituye la identidad ideológica racial del sistema capitalista. Podemos decir entonces que el capital es de raza blanca, no sólo por ser originariamente europeo, no sólo por haber sido históricamente engendrado y formado por la matriz cultural de Europa, sino por ser él mismo constitutivamente blanco en su particularidad cultural, culturalmente blanco en su complexión ideológica, ideológicamente blanco incluso en su funcionamiento económico. Es por esto que la ideología racista no es algo derivado ni secundario para el capitalismo, no limitándose a legitimarlo, justificarlo, naturalizarlo y racionalizarlo, sino sosteniéndolo, determinándolo, organizándolo y estructurándolo.

El capital necesita del racismo no sólo para todo lo que se ha dicho, sino para preservarse al preservar su blanquitud, su forma ideológicamente blanca de subjetividad siempre amenazada por otras culturas con otras formas éticas-políticas de subjetivación. Mientras el sistema económico del capitalismo va subsumiendo y así degradando los sistemas simbólicos de otras culturas, su ideología racista y colonial protege al capital contra esas otras culturas. Es aquí, a mi parecer, donde radica la clave de la concepción marxiana del racismo como un mecanismo ideológico protector.

La ideología racista, en términos lacanianos, es una suerte de barrera que protege no exactamente al Gran Otro de una civilización europea que siempre se ha enriquecido por el contacto con otras culturas, sino al Capital en el que va convirtiéndose el Gran Otro a medida que el sistema simbólico de la cultura europea o de cualquier otra va quedando realmente subsumido en el sistema capitalista. Es el goce del capital el que se protege con el racismo.[24] Es la acumulación capitalista la que debe defenderse contra quienes la desafían, contra los sujetos que no quieren o no pueden adaptarse y sacrificarse ante el capital gozoso al subjetivarlo, al aislarse e individualizarse, al disciplinarse y capitalizarse, al blanquearse y al asumir la blanquitud.


[1] Karl Marx, El capital I (1867), Ciudad de México, FCE, 2008, p. 239.

[2] Marx, «Carlos Marx a Sigfrido Meyer y a Augusto Vogt» (1870), en Marx y Engels, Acerca del colonialismo, Moscú, Progreso, 1970, p. 146.

[3] Cyril Lionel Robert James, Los jacobinos negros: Toussaint L´Ouverture y la revolución de Saint-Domingue (1938), La Habana, Casa de las Américas, 2010, p. 213.

[4] Oliver Cromwell Cox, Caste, Class and Race, Nueva York, Monthly Review Press, 1948, p. 528.

[5] Walter Rodney, The groundings with my brothers (1969), Kingston, Miguel Lorne, 2001, p. 25.

[6] Michael Reich, «The Economics of Racism», en Political Economy, Lexington, Heath, 1971, p. 320.

[7] Howard Sherman, Radical Political Economy, Nueva York, Basic Books, 1972, pp. 180-181.

[8] Alex Callinicos, «Race and class», International Socialism 2.55 (1992), pp. 3-39

[9] José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), Lima, Amauta, 1989.

[10] Robert Blauner, Racial Oppression in America, Nueva York, Harper and Row, 1972.

[11] Cedric Robinson, Black Marxism: The Making of the Black Radical Tradition (1983), Durham, University of North Carolina, 2000, pp. 9, 317.

[12] Álvaro García Linera, La potencia plebeya, La Habana, Casa de las Américas, 2011, pp. 179-186.

[13] Louis Althusser, «L’objet de Capital» (1965), en Lire le Capital (1965), París, PUF, 1996, p. 283.

[14] Frantz Fanon, Les damnés de la terre (1961), París, La Découverte, 2012, p. 43.

[15] Ibid.

[16] Ibid.

[17] Stuart Hall, «Race, articulation and societies structured in dominance», en Sociological Theories: Race and Colonialism, París, UNESCO, 1980, pp. 305-345.

[18] Michael Omi y Howard Winant, Racial Formation in the United States from the 1960s to the 1980s, Nueva York, Routledge y Kegan Paul, 1986.

[19] Jacques Lacan, Le séminaire, livre XVI, D’un Autre à l’autre (1968-1969), París, Seuil, 2006, pp. 50-53.

[20] Lacan, “Le symbolique, l’imaginaire et le réel”, en Des Noms-du-Père, París, Seuil, 2005, pp. 65-104.

[21] Bolívar Echeverría, Modernidad y blanquitud (2010), Ciudad de México, Era Bolsillo, 2016, pp. 61, 67.

[22] Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904),Ciudad deMéxico: FCE, 1984. 

[23] Bolívar Echeverría, Modernidad y blanquitud, op. cit., pp. 57-60, 86.

[24] David Pavón-Cuéllar, «Ontología del capitalismo: violencia estructural y reducción del ser al goce del capital», Castalia 39 (2022), pp. 9-18.

¿Hay un Lacan de Marx además del Marx de Lacan?

Presentación del Vocabulario Marx avec Lacan (París, Stilus, 2024) en la Maison de l’Amérique latine, en París, el miércoles 12 de febrero de 2025

David Pavón-Cuéllar

Quiero dar las gracias a Diana Kamienny Boczkowski por organizar esta presentación. Gracias también a Jean-Pierre Cléro y Juan-Pablo Lucchelli por honrarnos con su presencia. Por último, gracias a Carlos Gómez Camarena por su esfuerzo y sus viajes para promocionar nuestro vocabulario.

He dedicado los últimos veinticinco años, diez de ellos con el valioso acompañamiento de Jean-Pierre Cléro, a estudiar cómo Jacques Lacan leyó a Karl Marx. Este estudio terminó colectivizándose y está en el origen del vocabulario que hoy estamos presentando en esta Casa de América Latina en París. Al igual que otros participantes en el Vocabulario, no dejo de sentirme fascinado por la lectura de Marx por Lacan. Sigo sorprendiéndome ante la originalidad y agudeza de esta lectura, ante su diferencia con respecto a cualquier otra lectura de Marx, ante las facetas cruciales de Marx que nos descubre y que las demás lecturas no habían siquiera sospechado.

La primera etapa de mi investigación estuvo centrada precisamente en aquello que sólo podemos conocer en Marx a través de su lectura por Lacan. Fue así como llegué al Marx al que ahora doy el nombre de “Marx de Lacan”. Si terminé llamándolo así, es porque muy pronto me percaté de que no sólo era el Marx de siempre en el que aparecían algunos aspectos revelados por Lacan, sino que era también otra cosa, otro Marx que era algo de Lacan. Lo que entendí es que se trataba de un Marx que sólo podía existir y revelarse a través de todo aquello que Lacan depositaba o proyectaba en él, es decir, todo aquello que había de Lacan en él. De ahí el nombre de Marx de Lacan.

El Marx de Lacan no puede comprenderse, ni siquiera vislumbrarse, más que a través de una inmersión en la teoría lacaniana. Tal inmersión ha sido la segunda fase de mi investigación. Sin embargo, avanzando en esta segunda fase, hubo algo que ocurrió y que me llevó a una tercera fase de la que hablaré ahora. Lo que sucedió es que me encontré con Marx en Lacan, así como antes me había encontrado con Lacan en su Marx.

Así como hay mucho de la teoría lacaniana en el Marx leído por Lacan, de igual modo hay mucho del pensamiento de Marx en la teoría lacaniana, lo cual, por lo demás, parece lógico, puesto que Lacan leyó mucho a Marx. Los textos de Marx han dejado una impronta profunda en Lacan, una impronta estructural y estructurante para la teoría lacaniana, lo que plantea la pregunta de si es correcto aceptar la existencia de un Lacan de Marx tal como se reconoce la existencia del Marx de Lacan.

Marx de Lacan

Para llegar a la cuestión del Lacan de Marx, permítanme primero volver al Marx de Lacan. Este Marx es el que tan sólo podemos descubrir a través de su lectura por Lacan. Se trata de un Marx de Lacan porque no existe por sí mismo, porque requiere ser leído por Lacan para existir al revelarse, porque su revelación y su existencia tienen lugar en su lectura por Lacan y a través de la teoría que la rige. Esta lectura de Marx por Lacan es reveladora, de hecho, no por ser transparente, no por mostrarnos a Marx detrás de ella, sino por su opacidad teórica en la que Marx aparece a través de su misma teorización por Lacan.

Lacan hace aparecer a su Marx al teorizarlo, al traducirlo teóricamente, y así, al traducirlo, traicionándolo. Por ejemplo, aunque Marx jamás dijera que su propósito era devolverle al esclavo el saber sustraído por el amo, nos enteramos de que fue así, de que de algún modo fue así en los términos de la teoría lacaniana, gracias la reveladora lectura de Marx por Lacan.

Lo que Lacan hace es leer con su teoría lo que sólo a través de ella puede revelarse, delatarse, traicionarse. Esta lectura procede así como una suerte de lapsus, de sueño, de síntoma. Digamos, en términos althusserianos, que es una lectura sintomática y no sólo una lectura sintomal, pues no sólo interpreta síntomas de Marx, sino que ella misma es como un síntoma, como un gran despliegue sintomático en el que retorna mucho de lo reprimido en Marx.

Lo que tenemos en el Marx de Lacan es el retorno de un Marx reprimido no exactamente por Marx, sino por lo que podríamos llamar su gran Otro, el sistema simbólico de su cultura y de su tiempo, con su discursividad moderna científica. El discurso universitario, por ejemplo, tan sólo podía conceptualizar el plus-de-gozar como plusvalor, como algo ya reprimido, algo ya simbolizado y valorizado, enunciable y mensurable, cuantificable y calculable. Sin embargo, Marx supo que había aquí algo más, lo supo de algún modo sin saberlo.

El no-sabido saber de Marx es lo que retorna sintomáticamente a través de la teoría lacaniana. Dejándolo retornar, Lacan logra mostrar algo insospechado en el pensamiento de Marx, tal como lo hace también con otros grandes pensadores a los que lee: Platón entreviendo la estructura del deseo, Pascal inaugurando el capitalismo, Descartes reconociendo la división del sujeto de la ciencia y el más sublime de los histéricos, Hegel, aclarando la operación de lo imaginario, del significante y del lenguaje. Estos filósofos habrían estado sin duda más que desconcertados al enterarse del saber que Lacan desentraña en ellos.

Marx también se habría sorprendido al conocer los mayores méritos que tiene para Lacan: llevar el análisis al nivel del significante, ser el primer estructuralista, demostrar que no hay metalenguaje, detectar la función del objeto a en su análisis del plusvalor, permitir que la verdad retorne en la falla del saber hegeliano, conocer ya el síntoma en el sentido psicoanalítico del término y ser un poeta que abrió un espacio para la relación sexual en la relación significante. Es muy significativo que estos méritos de Marx fueran también méritos de Lacan, méritos que Lacan se atribuyó a sí mismo. Es el caso de la poesía y el estructuralismo, el conocimiento del síntoma y el retorno de la verdad, la detección del objeto a y el reconocimiento de la falta de metalenguaje.

Lacan se parece demasiado a su Marx. Confirmamos así que se trata de su Marx, en el cual, recordemos, hay mucho de Lacan. Digamos que se trata de un Marx lacaniano.

Hacia el Lacan de Marx

Por más lacaniano que sea, el Marx de Lacan es Marx y nos revela aspectos insondables de Marx que no podemos conocer más que a través de él. A veces tuve incluso la impresión disparatada de que el Marx de Lacan es aún más Marx que el propio Marx. Es algo que me ha sucedido con otros autores de Lacan, entre ellos los ya mencionados Platón, Pascal, Descartes y Hegel. Es curiosamente lo mismo que me ocurre con autores leídos por Marx, los cuales, en su interpretación por Marx, me parecen más ellos mismos que sus propios textos.

Entre las coincidencias más interesantes entre Marx y Lacan, se encuentra esa fuerza de su lectura de otros autores a los que transfiguran por el mismo gesto por el que los devuelven a sí mismos. Las lecturas efectuadas por Marx y por Lacan son las más literales y rigurosas, las más fieles y simultáneamente las menos fieles a los autores leídos, lo que puede resumirse con el doble sentido que tiene la palabra “traicionar”, como ser desleal y delatar o revelar. Así como Lacan traicionó en ese doble sentido a Marx y a sus demás autores al leerlos, de igual modo Marx traicionó a muchas de sus referencias, desenmascarando a Smith como un genial científico-ideólogo burgués, a Hegel como el maestro del contorsionismo filosófico moderno al servicio del Estado, a Feuerbach como un materialista contemplativo, a Stirner y a Proudhon como portavoces del drama existencial de la pequeña burguesía, y así sucesivamente. Si estas caracterizaciones han dejado ya de sorprendernos, es porque han pasado al sentido común, pero nos permiten conocer mucho mejor a los autores a los que se aplican, descubriéndonos algo que no era patente ni siquiera para ellos y así transfigurándolos ante nosotros, convirtiéndolos en los autores de Marx.

Al igual que Lacan, Marx se apropió y transfiguró a cada autor al que leyó. Si hubiera leído a Lacan, seguramente lo habría convertido en otro Lacan, en su Lacan, en el Lacan de Marx, pero esto no sucedió. ¿Para qué hablar entonces de un Lacan de Marx?

Podríamos hablar de un Lacan de Marx primeramente para imaginar lo que habría sido si hubiera existido. Si Marx hubiera leído a Lacan, ¿de qué modo lo habría interpretado y qué habría pensado sobre él? ¿Cómo se lo habría apropiado y cómo lo habría transfigurado? ¿En qué lo habría convertido?

Para ir más allá de situaciones imaginarias hipotéticas, habría que pensar tal vez en la forma en que Lacan fue interpretado por aquellos de sus lectores que estaban, por así decir, poseídos por Marx. Pensemos, por ejemplo, en los casos contrastantes de Louis Althusser, Jacques-Alain Miller y Jean-Joseph Goux en la época de Lacan. Entre los años 1960 y 1970, estos autores adoptan claves interpretativas de Marx para leer a Lacan y es así como lo convierten de algún modo en un Lacan de Marx.

En otras palabras, Althusser, Miller y Goux subsumen a Lacan en Marx al emplear ideas marxianas para dar sentido a conceptos lacanianos. Althusser piensa en la relación con la ideología en Marx para entender lo imaginario en Lacan. Para situar lo real de Lacan, Miller deduce lo que sería la acción de la estructura en Marx. Goux recurre al dinero en Marx para conceptualizar lo simbólico en Lacan.

Al contrario de lo que suele imaginarse, Althusser, Miller y Goux no parten de Lacan para interpretar a Marx, sino que parten de Marx para interpretar a Lacan. Proceden así porque Lacan es la incógnita de su ecuación, mientras que Marx es una función ya conocida. Los tres, en efecto, ya han estudiado a Marx, lo comprenden, piensan con sus categorías y por ello lo utilizan para entender a Lacan.

En Althusser, Miller y Goux, Marx precede a Lacan y participa en su lectura y la predetermina. Digamos que Lacan es leído por Marx en la medida en que el saber de Marx opera a través de Althusser, Miller y Goux. Si hay un Lacan de estos autores, es también un Lacan de Marx, un Lacan de lo que hay de Marx en ellos.

Lacan de Marx

La noción de un Lacan de Marx deja de ser puramente imaginaria en autores como Althusser, Miller y Goux, y posteriormente Alain Badiou, Slavoj Žižek y muchos otros. En estos autores, la teoría marxiana sobredetermina los conceptos lacanianos, los cuales, por lo tanto, son de Marx y no sólo de Lacan. Ahora bien, ¿acaso no sucede ya lo mismo en Lacan aún antes de ser leído por autores provenientes de la tradición marxista?

Al igual que Althusser, Miller y Goux, Lacan parte de conceptos marxianos para dar sentido a sus propios conceptos lacanianos. Lacan recurre así, por ejemplo, al materialismo dialéctico para entender la materialidad del significante, al plusvalor para entender el objeto a y a la economía política para entender la economía libidinal, disociándola de la termodinámica freudiana. En los tres casos, los significantes lacanianos están siendo internamente sobredeterminados por significantes marxianos que Lacan asimiló desde que empezó a leer a Marx, muy pronto, ya en su época de estudiante.

Leyendo a Marx, Lacan asimila sus significantes y con ellos incorpora su lógica. También adopta sus estilos argumentativos y de alguna manera cae bajo su influencia. Entre los frutos de esta influencia, están los ya mencionados, el significante, el plus-de-gozar y cierta comprensión de la economía libidinal, pero también una concepción peculiar del síntoma, el principio de inexistencia del metalenguaje y los cuatro discursos junto con el discurso capitalista. Estos conceptos son de Lacan, pero también de Marx, pues no existirían sin Marx, habiendo sido conceptualizados con lo que Marx heredó a la teoría lacaniana, con lo que hay de Marx en Lacan.

Hay mucho de Marx en Lacan tal como también hay mucho de Lacan en su Marx. Por lo tanto, así como tenemos derecho de hablar de un Marx de Lacan, de igual modo tenemos derecho de hablar de un Lacan de Marx. Este Lacan se despliega en la teoría lacaniana después de haberse constituido en su lectura de Marx.

Leyendo a Marx, Lacan no sólo se lo apropia y lo transfigura, sino que también se deja poseer y transformar por él. Digamos que Lacan no sale indemne de su lectura de Marx. Esta lectura engendra no sólo a un Marx de Lacan, sino a un Lacan de Marx, un Lacan heredero de Marx, un Lacan habitado por Marx, un Lacan a través del cual Marx puede seguir viviendo simbólicamente.

Lo que llamo “Lacan de Marx” es Lacan poseído por Marx, vehiculando a Marx, bajo la influencia de Marx. Se trata de un Lacan modificado por Marx, convertido en otro Lacan, uno que no habría existido si no hubiera leído a Marx. Este Lacan de Marx es lo que resulta del impacto de Marx en Lacan. Es el efecto de la incidencia de las ideas marxianas en el desarrollo de la teoría lacaniana, una influencia generalmente desconocida por los actuales psicoanalistas seguidores de Lacan, pero no por la mayor parte de los participantes en el vocabulario que nos convoca el día de hoy.

Y a-t-il un Lacan de Marx en plus du Marx de Lacan ?

Présentation du vocabulaire Marx avec Lacan (Paris, Stilus, 2024) à la Maison de l’Amérique latine, à Paris, le mercredi 12 février 2025

David Pavón-Cuéllar

Je tiens à remercier Diana Kamienny Boczkowski pour avoir organisé cette présentation. Merci également à Jean-Pierre Cléro et Juan-Pablo Lucchelli de nous honorer de leur présence. Enfin, merci à Carlos Gómez Camarena pour son effort et ses voyages pour la promotion de notre vocabulaire.

J’ai consacré les vingt-cinq dernières années, dont dix avec le précieux accompagnement de Jean-Pierre Cléro, à étudier la manière dont Jacques Lacan a lu Karl Marx. Cette étude a fini par être collectivisée et est à l’origine du Vocabulaire que nous présentons aujourd’hui dans cette Maison de l’Amérique Latine à Paris. Comme d’autres auteurs de notre vocabulaire, je ne peux m’empêcher d’être fasciné par la lecture de Marx par Lacan. Je continue d’être séduit par l’originalité et l’acuité de cette lecture, par sa différence avec toute autre lecture de Marx, par les facettes cruciales de Marx qu’elle nous révèle et que d’autres lectures ne soupçonnent même pas.

La première étape de ma recherche a porté sur ce que nous ne pouvons connaître de Marx qu’à travers sa lecture par Lacan. C’est ainsi que je suis arrivé à ce Marx que j’appelle désormais « le Marx de Lacan ». Si j’ai fini par l’appeler ainsi, c’est parce que je me suis vite rendu compte qu’il n’était pas seulement le Marx de toujours, mais qu’il était aussi autre chose. Ce que j’ai compris, c’est qu’il s’agissait d’un Marx qui ne pouvait exister et se révéler qu’à travers tout ce que Lacan déposait ou projetait en lui. D’où le nom de Marx de Lacan.

Le Marx de Lacan ne peut être entrevu qu’à travers une immersion dans la théorie lacanienne. Cette immersion a constitué la deuxième étape de ma recherche. Cependant, à mesure que j’avançais dans cette deuxième étape, quelque chose s’est produit qui m’a conduit à une troisième étape dont je vais parler maintenant. Ce qui s’est passé, c’est que j’ai rencontré Marx chez Lacan, tout comme j’avais rencontré Lacan auparavant chez son Marx.

De même qu’il y a beaucoup de théorie lacanienne dans le Marx lu par Lacan, il y a aussi beaucoup de pensée de Marx dans la théorie lacanienne, ce qui, d’ailleurs, semble logique, puisque Lacan a beaucoup lu Marx. Les textes de Marx ont laissé une empreinte profonde sur Lacan, une empreinte structurale et structurante pour la théorie lacanienne, ce qui pose la question de savoir s’il est correct d’accepter l’existence d’un Lacan de Marx.

Marx de Lacan

Pour en venir à la question du Lacan de Marx, permettez-moi d’abord de revenir au Marx de Lacan. Ce Marx est celui que nous ne pouvons découvrir qu’à travers sa lecture de Lacan. Il est de Lacan parce qu’il n’existe pas par lui-même, parce qu’il a besoin d’être lu par Lacan pour exister, parce que son existence a lieu et se révèle dans sa lecture par Lacan et à travers la théorie qui la régit. Cette lecture est révélatrice non pas parce qu’elle est transparente et nous montre Marx derrière elle, mais à cause de son opacité théorique dans laquelle Marx apparaît comme quelque chose composé de théorie.

Lacan fait apparaître son Marx en le théorisant, en le traduisant théoriquement, en le trahissant dans les termes d’une théorie qui n’est pas la sienne. Par exemple, bien que Marx n’ait jamais dit que son but était de rendre à l’esclave le savoir pris par le maître, nous apprenons qu’il en était ainsi, que d’une certaine manière il en était ainsi dans les termes de la théorie lacanienne, grâce à la lecture révélatrice de Marx par Lacan.

Ce que fait Lacan, c’est lire avec sa théorie ce qui ne peut être révélé, trahi, qu’à travers elle. Cette lecture se déroule donc comme une sorte de lapsus, de rêve, de symptôme. Disons, en termes althussériens, qu’il s’agit d’une lecture symptomatique et pas seulement symptomale, puisqu’elle n’interprète pas seulement les symptômes de Marx, mais elle est elle-même comme un symptôme, comme un grand déploiement symptomatique dans lequel revient beaucoup de ce qui est refoulé chez Marx.

Ce que nous avons dans le Marx de Lacan, c’est le retour de quelque chose de refoulé non pas exactement par Marx, mais par ce que nous pourrions appeler « son grand Autre », le système symbolique de sa culture et de son temps, avec sa discursivité scientifique moderne. Le discours universitaire, par exemple, ne pouvait conceptualiser le plus-de-jouir que sous la forme symbolique de la plus-value, comme quelque chose de déjà refoulé, déjà symbolisé et valorisé, énonçable et mesurable, quantifiable et calculable. Pourtant, Marx savait qu’il y avait quelque chose de plus ici, il le savait d’une certaine manière, le sachant sans le savoir.

Le savoir insu de Marx est ce qui revient symptomatiquement à travers la théorie lacanienne. En le laissant revenir, Lacan parvient à montrer quelque chose d’insoupçonné dans la pensée de Marx, comme il le fait avec d’autres grands penseurs qu’il lit : Platon entrevoyant la structure du désir, Pascal inaugurant le capitalisme, Descartes reconnaissant la division du sujet de la science, et Hegel, le plus sublime des hystériques, éclairant le fonctionnement de l’imaginaire, du signifiant et du langage. Ces philosophes auraient sans doute été plus que déconcertés d’apprendre le savoir que Lacan découvre chez eux !

Marx aurait aussi été surpris de savoir les plus grands mérites que Lacan lui attribue : porter l’analyse au niveau du signifiant, être le premier structuraliste, démontrer qu’il n’y a pas de métalangage, détecter la fonction de l’objet a dans son analyse de la plus-value, permettre à la vérité de revenir dans les failles du savoir hégélien, connaître déjà le symptôme au sens psychanalytique du terme et être un poète qui a ouvert un espace pour le rapport sexuel dans le rapport signifiant. Il est frappant que ces mérites de Marx soient aussi des mérites que Lacan s’attribue lui-même. En effet, il y a aussi chez Lacan, d’après lui-même, de la poésie et du structuralisme, de la connaissance du symptôme et du retour de la vérité, de la détection de l’objet a et de la reconnaissance du manque de métalangage.

Lacan ressemble trop à son Marx. Nous confirmons ainsi qu’il s’agit bien de son Marx. Disons que c’est un Marx lacanien.

Vers le Lacan de Marx

Si lacanien qu’il soit, le Marx de Lacan ne cesse pas pour autant d’être Marx. Comme si cela ne suffisait pas, il révèle des aspects insondables de Marx que nous ne pouvons connaître qu’à travers lui. Parfois, j’ai même eu l’impression farfelue que le Marx de Lacan était encore plus Marx que Marx lui-même. C’est quelque chose qui m’est arrivé aussi avec d’autres auteurs de Lacan, parmi lesquels Platon, Pascal, Descartes et Hegel, déjà mentionnés. Et curieusement, c’est la même chose qui m’arrive avec les auteurs lus par Marx, lesquels, dans leur interprétation par Marx, me semblent plus proches d’eux-mêmes que dans leurs propres textes.

Parmi les coïncidences les plus remarquables entre Marx et Lacan, il y a la force de leur lecture d’autres auteurs qu’ils transfigurent par le geste même par lequel ils les renvoient à eux-mêmes. Les lectures faites par Marx et par Lacan sont les plus littérales et les plus rigoureuses, les plus fidèles et en même temps les moins fidèles aux auteurs lus, ce qui peut se résumer avec le double sens du mot « trahir », comme être déloyal et révéler. De même que Lacan a trahi Marx et ses autres auteurs dans ce double sens, Marx a aussi trahi nombre de ses références, démasquant Smith comme un brillant savant-idéologue bourgeois, Hegel comme le maître du contorsionnisme philosophique moderne au service de l’État, Feuerbach comme un matérialiste contemplatif ou Stirner et Proudhon comme les porte-paroles du drame existentiel de la petite bourgeoisie. Si ces caractérisations ont cessé de nous surprendre, c’est parce qu’elles sont passées dans le sens commun, mais elles nous permettent de mieux connaître les auteurs auxquels elles s’appliquent, révélant quelque chose qui n’était pas évident même pour eux et les transfigurant ainsi devant nous, les transformant en auteurs de Marx.

Comme Lacan, Marx s’est approprié et a transfiguré chaque auteur qu’il a lu. S’il avait lu Lacan, il en aurait sûrement fait un autre Lacan, son Lacan, mais cela n’a pas eu lieu. Pourquoi alors parler d’un Lacan de Marx ?

On pourrait parler d’un Lacan de Marx pour imaginer ce qu’il aurait été s’il avait existé. Si Marx avait lu Lacan, comment l’aurait-il interprété et qu’aurait-il pensé de lui ? Comment se le serait-il approprié et comment l’aurait-il transfiguré ?

Pour aller au-delà des situations imaginaires hypothétiques, il faudrait peut-être réfléchir à la manière dont Lacan était interprété par ceux de ses lecteurs qui étaient, pour ainsi dire, possédés par Marx. Pensons par exemple aux cas contrastés de Louis Althusser, Jacques-Alain Miller et Jean-Joseph Goux au temps de Lacan. Dans les années 1960 et 1970, ces auteurs adoptent en effet les clés d’interprétation de Marx pour lire Lacan et c’est ainsi qu’ils le transforment en quelque sorte en un Lacan de Marx.

En d’autres termes, Althusser, Miller et Goux rapportent Lacan à Marx en employant des idées marxiennes pour donner un sens aux concepts lacaniens. Pour comprendre l’imaginaire chez Lacan, Althusser pense à la relation avec l’idéologie chez Marx. Miller déduit quelle serait l’action de la structure chez Marx pour situer le réel chez Lacan. Goux utilise l’argent chez Marx pour conceptualiser le symbolique chez Lacan.

Contrairement à ce qu’on imagine souvent, Althusser, Miller et Goux ne partent pas de Lacan pour interpréter Marx, mais ils partent de Marx pour interpréter Lacan. Ils procèdent ainsi parce que Lacan est l’inconnue de leur équation, tandis que Marx est une fonction déjà connue. Tous les trois, en fait, ont déjà étudié Marx, ils le comprennent, ils pensent avec ses catégories et donc ils l’utilisent pour comprendre une théorie lacanienne avec laquelle ils ne sont pas encore suffisamment familiarisés.

Chez Althusser et chez les jeunes Miller et Goux, Marx précède Lacan et participe à sa lecture. Disons que Lacan est lu par Marx à travers Althusser, Miller et Goux. S’il y a un Lacan de ces auteurs, c’est aussi un Lacan de Marx, un Lacan de ce qu’il y a de Marx en eux.

Lacan de Marx

La notion d’un Lacan de Marx cesse d’être purement imaginaire chez des auteurs comme Althusser, Miller et Goux, et plus tard Alain Badiou, Slavoj Žižek et bien d’autres. Chez ces auteurs, la théorie marxienne surdétermine les concepts lacaniens, qui sont donc ceux de Marx et non seulement ceux de Lacan. Or, la même chose ne se produit-elle pas déjà chez Lacan avant même d’être lu par les auteurs de la tradition marxiste ?

Comme Althusser et les autres, Lacan part de concepts marxiens pour donner sens à ses propres concepts lacaniens. Lacan recourt ainsi, par exemple, au matérialisme dialectique pour comprendre la matérialité du signifiant, à la plus-value pour comprendre l’objet petit a, et à l’économie politique pour comprendre l’économie libidinale, la dissociant de la thermodynamique freudienne. Dans les trois cas, les signifiants lacaniens sont surdéterminés par des signifiants marxiens que Lacan a assimilés dès le moment où il a commencé à lire Marx, très tôt, déjà pendant ses années d’étudiant.

En lisant Marx, Lacan assimile ses signifiants et il incorpore sa logique avec eux. Il adopte également le style argumentatif de Marx et tombe en quelque sorte sous son influence. Parmi les fruits de cette influence, on trouve ceux déjà mentionnés, le signifiant, le plus-de-jouir et une certaine compréhension de l’économie libidinale, mais aussi une conception particulière du symptôme, le principe de l’inexistence du métalangage et les quatre discours avec le discours capitaliste. Ces concepts viennent de Lacan, mais aussi de Marx, puisqu’ils n’existeraient pas sans Marx, ayant été conceptualisés avec ce qu’il y a de Marx chez Lacan.

Il y a beaucoup de Marx chez Lacan, comme il y a beaucoup de Lacan chez son Marx. Donc, de même que nous parlons d’un Marx de Lacan, nous avons aussi le droit de parler d’un Lacan de Marx. Ce Lacan se déploie dans la théorie lacanienne après s’être constitué dans sa lecture de Marx.

En lisant Marx, Lacan non seulement se l’approprie et le transfigure, mais il se laisse aussi posséder et transformer par lui. Disons que Lacan ne sort pas indemne de sa lecture de Marx. Cette lecture engendre non seulement le Marx de Lacan, mais un Lacan de Marx, un Lacan héritier de Marx, habité par Marx, à travers lequel Marx peut continuer à vivre symboliquement.

Ce que j’appelle le « Lacan de Marx », c’est un Lacan possédé par Marx, véhiculant Marx, sous l’influence de Marx. C’est un Lacan modifié par Marx, transformé en un autre Lacan qui n’aurait pas existé s’il n’avait pas lu Marx. Ce Lacan de Marx, c’est l’effet de l’incidence des idées marxiennes sur le développement de la théorie lacanienne, une incidence généralement inconnue des psychanalystes actuels qui suivent Lacan, mais pas des participants au vocabulaire qui nous réunit aujourd’hui.

La inteligencia artificial en el cruce entre Marx y Freud: proletarización generalizada en el Gran Otro digitalizado

Conferencia inaugural dictada el 16 de octubre de 2024 por el autor para abrir el Primer Encuentro Latinoamericano de Psicoanálisis, Psicología Crítica y Marxismo, y el XVII Encuentro Nacional Colombiano y V Encuentro Internacional de Semilleros de Investigación desde el Psicoanálisis, realizado en Joinville (Brasil)

David Pavón-Cuéllar

¿Las manos o las herramientas?

Permítanme comenzar con un recuerdo personal. Una de mis grandes aficiones infantiles y juveniles fue la talla de madera. Para satisfacer esta afición, tenía la fortuna de contar con la amplia colección de gubias profesionales de mi padre. Contaba entonces con el mejor instrumental, el más diverso y sofisticado, pero mis creaciones eran simplonas, toscas e imperfectas, especialmente cuando las comparaba con algunas prodigiosas artesanías de madera que fabricaban y siguen fabricando los creadores indígenas mexicanos.

Entre los pueblos originarios que destacan por sus artesanías de madera, están los purépechas de Michoacán, la región en la que ahora vivo. Antes de instalarme aquí, en la época de mi afición de la talla de madera, viajé por esta región y visité el taller en el que se producían unas piezas de ebanistería particularmente asombrosas por su nivel de perfección y de complejidad. Mi asombro fue aún mayor al conocer la única herramienta con la que se tallaban esas piezas: una vieja gubia plana, mellada y oxidada.

¿Cómo era posible que un medio tan simple y rudimentario permitiera crear obras tan perfectas y tan complejas? Había que ver las hábiles manos del ebanista para comprenderlo. Era en las manos en las que se operaba el prodigio que luego se plasmaba en la madera.

Después de conocer el taller michoacano, renuncié a las múltiples gubias de mi padre y me quedé con una sola de ellas, la más elemental, que aprendí a manejar con una destreza cada vez mayor, aunque jamás comparable a la del artesano purépecha que había conocido. Nunca tuve manos prodigiosas como él, pero sí descubrí atónito que mi habilidad manual se desarrollaba mejor cuando no tenía las herramientas más sofisticadas. A falta de estas herramientas, las manos debían arreglárselas para hacer con una sola gubia las diferentes incisiones para las que existían las diversas gubias de la colección de mi padre. El mismo resultado podía obtenerse entonces tanto con el perfeccionamiento de las gubias como con la destreza del carpintero.

En otras palabras, una técnica puede radicar ya sea en las manos o bien en las herramientas, ya sea en el trabajador o bien en sus instrumentos de trabajo. La técnica puede manifestarse así ya sea como una habilidad subjetiva o bien como una tecnología objetiva. Estas dos manifestaciones tienen un carácter fundamental y estructuralmente contradictorio que puede pasar desapercibido a simple vista.

Más allá del cíborg: de la compensación a la contradicción

La primera impresión que tenemos es que la mano se prolonga, supera sus límites y adquiere más capacidades a través de una herramienta que no es nada sin la mano. Tenemos aquí la imagen del cíborg en la que el cuerpo se dota de prótesis tecnológicas, de modo que la tecnología objetiva simplemente compensa las carencias de la habilidad subjetiva, complementándola y perfeccionándola. Sin embargo, como hemos visto con mi ejemplo de carpintería, la relación entre las manos y las herramientas es más compleja e implica una contradicción estructural por la cual es posible que la perfección de la herramienta y la destreza de la mano se excluyan mutuamente.

Sabemos, en efecto, que las prótesis pueden atrofiar los miembros. También sabemos que la tecnología objetiva se ha desarrollado constantemente a costa de la habilidad subjetiva. Es como si la técnica, el saber práctico, el saber-hacer, se fueran desplazando poco a poco de los sujetos a sus instrumentos, a sus máquinas y hoy en día especialmente a sus dispositivos electrónicos.

Por así decir, la tecnología objetiva sería cada vez más inteligente, ganando la inteligencia que los sujetos perderían, perdiéndola al objetivarla, al convertir la habilidad subjetiva en tecnología objetiva. Los sujetos serían así cada vez menos hábiles, menos inteligentes, mientras que sus instrumentos serían cada vez más avanzados, más complejos, más poderosos, más inteligentes. Este fenómeno fue bien estudiado por Marx.

Enajenación y fetichización

Ya en su juventud, Marx se percató de que el desarrollo tecnológico moderno había enajenado la inteligencia del ser humano. Esta inteligencia dejaba de ser de los trabajadores para ser de las máquinas cada vez más complejas, cada vez más inteligentes, y aparecer como algo ajeno, enajenado, ante los trabajadores manuales proletarizados. Los proletarios son precisamente aquellos a los que se les ha despojado no sólo de su propiedad, sino de su inteligencia y de sus demás habilidades, viéndose reducidos a la condición de pura fuerza de trabajo. Esta fuerza no requiere ser muy inteligente, a diferencia de las máquinas que se utilizan en la gran industria, las cuales, de algún modo, se han quedado con la inteligencia que antes era de los artesanos y que ahora brilla por su ausencia en el proletariado.

El proletario es el trabajador al que se le ha arrebatado una inteligencia como la del artesano calificado. A diferencia de este artesano, el proletario no tiene la inteligencia en sí mismo bajo la forma de una habilidad subjetiva, sino que se relaciona externamente con la inteligencia humana que se encuentra enajenada en la tecnología objetiva. Esta enajenación es correlativa de una fetichización que podemos deducir de la reflexión del viejo Marx. En los Grundrisse, en El capital y en manuscritos de la misma época, la inteligencia enajenada, objetivada, contribuye a fetichizar los objetos a los que se ha transferido. Estos objetos parecen ser inteligentes por sí mismos, parecen tener su propia inteligencia, como si esta inteligencia fuera de ellos y no de la humanidad que se las ha transferido.

El fetichismo hace que la inteligencia humana, una vez enajenada, se presente como una inteligencia de los objetos y no de los sujetos. La apariencia fetichista resultante es la de una humanidad menos inteligente que su tecnología. El mismo fetichismo hace que entidades objetivas como las mercancías, el dinero y el capital parezcan más vivas que los sujetos, más sujetos que los sujetos mismos. Finalmente, el capital se impone como el sujeto por excelencia en el mundo capitalista, el único sujeto en el que se conservan todos los rasgos distintivos que las diversas doctrinas filosóficas han atribuido al sujeto, entre ellos la voluntad, la decisión, la racionalidad y la autonomía con respecto al mundo objetivo.

El capital en la tecnología fetichizada

En su fracción constante, el capital se despliega como tecnología y hoy en día como inteligencia artificial. No hay que olvidar que la inteligencia artificial no es pública, sino privada, siendo ella misma el capital de grandes empresas capitalistas como OpenAI, Anthropic, Databricks y DeepMind, subsidiaria de Google. El capital de estas empresas es el mejor ejemplo de ciertas cosas que Marx pensaba en el siglo XIX. En aquellos tiempos, algunas intuiciones geniales de Marx carecían de un correlato claro en la realidad material, pero ahora sí lo han adquirido con la inteligencia artificial, con otros avances tecnológicos y con diversos fenómenos culturales y socioeconómicos.

La inteligencia artificial ilustra elocuentemente los conceptos marxianos de enajenación y de fetichismo. En lo que se refiere a la enajenación, la inteligencia artificial es una inteligencia humana enajenada, una inteligencia humana que se nos aparece como ajena a la humanidad, como propia de los programas y aplicaciones de inteligencia artificial como ChatGPT o Gemini, cuando en realidad no es más que una operativización de un cúmulo enorme de informaciones y datos obtenidos y reunidos por la humanidad a lo largo de su historia. Este saber humano acumulado es público y tendría que seguir siéndolo, pero se ve enajenado, es decir, privatizado y subsumido por las grandes corporaciones de inteligencia artificial que lo explotan, lucrando con él como si les perteneciera, como si no fuera patrimonio de todos los seres humanos.

En lo que se refiere al fetichismo, la idea misma de inteligencia artificial es una idea fetichista, un fetiche, pues nos hace imaginar que se trata de una inteligencia que existe por sí misma y que es diferente de la inteligencia natural de la humanidad. En realidad, ni esta inteligencia humana es natural, siendo una creación cultural y por tanto artificial, ni la inteligencia artificial es diferente de ella, siendo tan sólo su implementación o su operativización, como lo dijimos hace un momento. Sin embargo, todo esto suele perderse de vista cuando fetichizamos la inteligencia artificial y nos la representamos como una inteligencia más poderosa que la nuestra, como algo más inteligente que nosotros, como una rival de la humanidad, como si no emanara de la humanidad inteligente, como si no fuera una de tantas expresiones de la inteligencia humana.

El fetichismo nos hace fantasear incluso con una lucha terminal entre la humanidad y la tecnología, entre los humanos y los robots, entre la inteligencia humana y la artificial. Esta fantasía puede apreciarse en películas como The Creator o Resistencia de Gareth Edwards, Matrix de las hermanas Wachowski o Yo Robot de Alex Proyas, entre otras. En todos los casos, tenemos una trama fantasmática ideológica en la que vemos a la tecnología fetichizada sublevarse contra la humanidad, como si no fuera una expresión de la humanidad. En esta fantasía, como siempre sucede con la ideología, presenciamos no sólo una distorsión y mistificación de la realidad, sino la revelación de una verdad bajo una forma distorsionada y mistificada. La verdad que se revela es la lucha de clases, el conflicto entre la vida humana y lo mortífero del capital desplegado en la tecnología, pero esta verdad solamente se revela al distorsionarse y mistificarse como un simple conflicto entre humanos y robots.

En la imagen cinematográfica del conflicto entre la humanidad y la tecnología robotizada, el robot suele ser más inteligente que los humanos, los cuales, empero, tienen algo que los robots no tienen. Hay aquí también algo que se está revelando. Lo que se revela es una inteligencia compuesta de saber, datos e informaciones, pero en la que falta la verdad singular de cada sujeto en la que se especializa el psicoanálisis.

La proletarización y su generalización

Como lo demuestran en los mismos años Lenin y las histéricas de Freud, una verdad singular como la del deseo puede ser todopoderosa cuando se trata de enfrentarse al saber, desafiándolo, interpelándolo y cuestionándolo. Sin embargo, el saber ilimitado y absolutizado, no limitado ni relativizado por la verdad, tiene también un poder abrumador que se revela igualmente en las películas de ciencia ficción a las que nos hemos referido. Este saber, a fin de cuentas, es la acumulación de miles de años del saber-poder al que ya se refería Francis Bacon.

El célebre aforismo baconiano Scientia potentia est, con sus precedentes en Thomas Hobbes e incluso en el poeta persa Ferdousí, designa la fuerza del torrente cultural inteligente que terminó desembocando en la inteligencia artificial. Esta inteligencia, en efecto, es una condensación de la inteligencia humana perfeccionada y desarrollada a lo largo de la historia de la cultura. Si la inteligencia humana radica hoy en las herramientas objetivas y no en las habilidades subjetivas, esto es porque se ha enajenado, pero su enajenación puede explicarse a su vez por la división del trabajo correlativa de la división de clases. Podemos distinguir aquí, siguiendo a Marx y a Engels, dos fases claramente diferenciadas.

En una primera fase, la clase dominante acapara el trabajo intelectual, el de planear, administrar y decidir, y condena a la clase dominada al trabajo manual consistente en ejecutar lo que se decide. En una segunda fase, al contrario de lo que esperaban teóricos de la sociedad del conocimiento como Bell, Drucker y otros, la progresiva tecnificación del proceso productivo hace que el trabajo intelectual sea realizado por máquinas cada vez más inteligentes, mientras que los sujetos humanos quedan reducidos a la condición de proletarios, de trabajadores manuales, en tanto que simples ejecutores de lo concebido tecnológicamente por la inteligencia artificial. En esta proletarización generalizada, la humanidad entera se transforma en la fuerza de trabajo del capital inteligente, del capital desplegado en la inteligencia artificial y en el conjunto de la tecnología digital de los capitales que se concentran en Silicon Valley. Estos capitales, en efecto, deciden cada vez más lo que hacemos y cómo lo hacemos, lo que decimos y cómo lo decimos, incluso lo que pensamos y cómo lo pensamos.

El mes pasado, en mi universidad, una profesora nos ofreció a sus colegas una conferencia magistral sobre práctica docente cuyo contenido fue enteramente decidido por la inteligencia artificial. El ChatGPT apareció como única referencia al pie de cada una de las diapositivas que se nos presentaron. El trabajo manual de la profesora consistió en ejecutar, expresar y a veces explicar lo decidido, concebido y articulado por el trabajo intelectual de la inteligencia artificial. ChatGPT fue el amo y mi colega fue su esclava. Peor aún: la profesora dejó de ser una trabajadora intelectual para convertirse en una trabajadora manual proletarizada, subordinada completamente al intelecto del capital inteligente de ChatGPT, el de la empresa OpenAI con sus accionistas y sus intereses.

Capital inteligente: Big Data como Gran Otro Digitalizado

El capital inteligente, el que posee la inteligencia artificial, tiende a convertirse en el gran amo de nuestra época. Este amo posee aquello de lo que nos ha despojado: lo que Marx describía como el “cerebro social” de la humanidad. Nuestro órgano inteligente, materializado tecnológicamente, dejó de ser nuestro al ser privatizado y subsumido por el capital. Este capital retiene así lo más humano de lo humano: la inteligencia, la cultura, el saber. Nuestro cúmulo de saber, acumulado por varios siglos de progreso cultural, es cada vez menos de nosotros y cada vez más del capital inteligente.

Al ser del capital y ya no de nosotros, el saber pierde su verdad y se convierte en datos e informaciones. Tenemos entonces el Big Data que podemos concebir como un Gran Otro de nuestra época: el Gran Otro Digitalizado, el Gran Otro subsumido en el capital, convertido en capital inteligente que posee la inteligencia artificial. Con esta inteligencia compuesta de lo que alguna vez fue nuestro, el capital se torna una exterioridad en la que habitamos cada vez más al habitar cada vez más en el espacio virtual, un espacio predominantemente privado, apropiado por las grandes empresas y corporaciones como Google.

El lugar del Otro, como tesoro del saber, es cada vez menos un lugar público de la cultura o de la naturaleza y cada vez más un lugar privado, un lugar del capital como las viejas galerías de Walter Benjamin y como los actuales centros comerciales. El mundo interno del capital al que se refería Sloterdijk tiende a globalizarse y abarcar el mundo entero, pero sólo puede cerrarse y absolutizarse de verdad al virtualizarse, al digitalizarse, al convertirse en un espacio virtual cibernético sin otra consistencia que no sea la informacional. Este espacio de los datos y las informaciones, de todo lo que resta del saber cuando se nos despoja de él, es el reino casi absoluto del capital que sólo puede reinar así al volverse inteligente, al poseer nuestra inteligencia, nuestro saber convertido en datos e informaciones.

De la expoliación de saber a la inteligencia artificial

El capital inteligente, el que posee la inteligencia artificial, es el punto en el que ha culminado el proceso que Lacan ha leído en Marx y ha descrito como una expoliación del saber del esclavo para convertirlo en un saber de amo. En este proceso, tal como lo describe Lacan, el saber de los trabajadores, de los antiguos esclavos y artesanos, pasa a ser un saber universitario, científico y profesional, al ser legitimado epistemológicamente, al ser puesto así en la buena posición, que es la posición del amo y del poder, aquella en la que se encuentra actualmente el capital. El capital que se torna inteligente es el que ha expoliado el saber que originalmente fue de los trabajadores manuales, esclavos y artesanos, y que sólo pasó por las mentes de los trabajadores intelectuales, científicos y profesionistas, para terminar en un programa de inteligencia artificial en el que se despliega el capital constante.

En una primera etapa, el saber es de los trabajadores manuales que también son trabajadores intelectuales, esclavos o siervos que saben todo lo que ignoran sus amos, artesanos que deciden por sí mismos lo que hacen y cómo lo hacen. En una segunda etapa, el saber se transfiere de los trabajadores manuales a los trabajadores intelectuales de la clase dominante, quienes acaparan todo el saber por el mismo gesto por el que se apartan de los trabajadores de la clase dominada, condenándolos a no ser más que trabajadores manuales. En una tercera etapa, el saber se transfiere de los trabajadores intelectuales a sus creaciones tecnológicas, las cuales condensan un saber cada vez mayor, acumulándolo bajo la forma de los datos y de las informaciones que subyacen a la inteligencia artificial.

Con la inteligencia artificial de la tercera etapa, de pronto se nos revela algo crucial que se mantenía velado en el desarrollo anterior del capitalismo. De pronto comprendemos que la división de clases y de trabajo, tal como se manifestaba en la división entre el trabajo manual y el intelectual, no era más que aparentemente el conflicto empírico personal entre la burguesía y el proletariado. Tras esta apariencia que reina en la segunda etapa, la tercera etapa nos enseña que la verdadera división de clases y del trabajo radica en la contradicción estructural impersonal entre el sistema capitalista y la humanidad proletarizada. Esta contradicción es la que vislumbramos hoy en día en la contradicción entre la inteligencia artificial del capital inteligente y el trabajo manual de una humanidad cada vez menos inteligente.

La ciencia y la universidad

La humanidad cada vez menos inteligente es paradójicamente aquella que se forma en las universidades. Es aquello que Lacan formalizó a través de su discurso universitario. Es el proletario generalizado, el sujeto barrado en el lugar de la producción, el sujeto supuesto saber sin un saber anclado en su verdad, el profesionista o académico sin otra inteligencia que no sea la que puede convertirse en inteligencia artificial.

Antes de pertenecer directamente al capital inteligente con sus dispositivos electrónicos, la inteligencia artificial es generada por las universidades. La inteligencia artificial existe gracias a la ciencia universitaria que Lacan supo definir como la ideología de la supresión del sujeto. Una vez que se depura ideológicamente del sujeto y de su verdad, el saber puede ya no ser de un sujeto, pudiendo ser un enunciado sin enunciación y así convertirse en los datos y las informaciones que están en el fundamento de la inteligencia artificial.

Nótese que la inteligencia artificial, con su falta de sujeto, nos demuestra negativamente que no es la inteligencia la que nos distingue como sujetos humanos. Como sujetos que forman parte de la humanidad, no nos distinguimos por ser inteligentes, pues cosas como el capital y sus dispositivos electrónicos pueden poseer nuestra inteligencia, volviéndose tan inteligentes como nosotros, y pueden también privarnos de ella, sin por ello privarnos de nuestra condición de sujetos humanos. Lo que nos confiere esta condición no es la inteligencia ni el saber transformable en datos e informaciones, como lo imaginan muchos psicólogos cognitivos, quienes por ello pueden compararnos con computadoras.

Lo que nos distingue de las computadoras, lo que nos distingue como humanos, es no lo inteligentes que somos o lo informados que estamos, sino la verdad singular de nuestro deseo, una verdad inconsciente no inteligible ni mucho menos informable. A diferencia de la inteligencia y de la información, esta verdad no puede transmitirse ni replicarse ni reproducirse por ningún programa ni dispositivo electrónico. Los avances tecnológicos del capital, el capital inteligente con su inteligencia artificial, pueden sustituirse a los académicos y profesionistas producidos por la universidad, los de la psicología y las demás ciencias humanas, pero no al sujeto del psicoanálisis, no al sujeto del deseo, no al sujeto con su verdad que subyace a cada profesionista o académico.

El producto del discurso universitario no es el sujeto del inconsciente, pero sí lo implica por el hecho mismo de implicar la ciencia que lo suprime. Aunque suprimido, el sujeto existe, resistiendo siempre a su asimilación al saber y especialmente al saber sin verdad, al saber asimilable a los datos y a las informaciones. Este saber universitario, finalmente asimilable al Big Data, presupone al mismo sujeto al que excluye, el sujeto que irrumpe a través de los movimientos estudiantiles y otras provocaciones de los estudiantes.

El retorno sintomático de lo reprimido

El sujeto que retorna con los movimientos estudiantiles es precisamente el del psicoanálisis. Es el sujeto del deseo y del inconsciente, el sujeto suprimido por la ciencia, el sujeto cuya verdad falta en el saber criticado por Paulo Freire: el saber de la educación bancaria, el que se reduce a puros datos e informaciones y que por ello puede convertirse en la base de la inteligencia artificial. Irreductible a esta inteligencia, el sujeto de los movimientos estudiantiles tiene un cuerpo sexuado como el que le reconoce la doctrina freudiana.

El psicoanálisis puede concebirse él mismo, al igual que los movimientos estudiantiles, como un retorno sintomático del cuerpo sexuado reprimido. La represión de este cuerpo es un fenómeno característico no sólo de los estudiantes destinados al trabajo intelectual, sino de los miembros de la clase dominante que suelen acaparar el mismo trabajo intelectual y condenar a los dominados al trabajo manual. Esta división del trabajo, como se ha mostrado en la tradición marxista, se traduce en una reducción de los dominados a sus cuerpos correlativa de una identificación de quienes dominan a sus almas. Así, en el capitalismo, hay una espiritualización y desexualización de los burgueses, así como también una corporización y sexualización de los obreros proletarizados.

El proletariado se ve condenado a no ser más que puro cuerpo, así como la burguesía pretende ser pura alma, puro espíritu, sufriendo una represión de su corporeidad sexuada que fue denunciada por Freud en su tiempo. Así como Freud constituye el retorno sintomático de la sexualidad corporal inconsciente reprimida en los burgueses, de igual modo Marx irrumpe como el retorno igualmente sintomático de la conciencia reprimida en los proletarios. Ambos síntomas, el de Marx y el de Freud, son igualmente subversivos y potencialmente revolucionarios, pero no pueden manifestarse de la misma forma en la etapa del capitalismo inteligente y de su inteligencia artificial.

Ante la perspectiva idealista de la inteligencia artificial con su fundamento en los datos y las informaciones, el materialista Freud nos recordaría la verdad ininteligible del sujeto, la verdad inconsciente singular de su deseo y de su cuerpo sexuado, una verdad que solamente puede plasmarse materialmente a través de los matices literales del síntoma y de la palabra. El materialista Marx podría también ciertamente recordarnos aquí la verdad material del sujeto particular, de su deseo y de sus intereses, de su lugar en la trama histórica y socioeconómica, todo lo cual resulta igualmente inasimilable a la inteligencia artificial con su base ideal informacional. Sin embargo, antes que todo esto, lo primero que Marx nos recordaría es lo que he intentado exponer en estos minutos: la enajenación de nuestra inteligencia en la inteligencia artificial fetichizada, el origen cultural colectivo de esta inteligencia en el cerebro social de la humanidad, su apropiación y subsunción en el capital inteligente y su filiación con el trabajo intelectual acaparado por la clase dominante. En el mismo sentido, quizás Marx emprendiera también una crítica tanto del rastro ideológico de la filiación burguesa de la inteligencia artificial como de la noción idealista de una inteligencia carente de un cuerpo y de un lugar en el mundo material de la historia y del sistema socioeconómico.

Tanto Marx como Freud, tan materialista el uno como el otro, nos harían pensar en aquello material que se pierde a cambio de todo lo ideal que se gana con la inteligencia artificial. Atraerían así nuestra atención hacia el precio del avance tecnológico, hacia lo que debemos pagar por los datos y las informaciones, hacia lo que nos convierte en explotados por el capital inteligente. Quizás concluyamos entonces que a veces conviene más tener la inteligencia en las manos, en el cuerpo, que en herramientas como las gubias y los dispositivos electrónicos. 

El mundo mental a costa del mundo material: aburguesamiento generalizado y psicologización de la subjetividad ante la devastación del planeta

Conferencia dictada el viernes 13 de septiembre de 2024 en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) en el marco del Coloquio “Lecturas críticas y miradas sociales de la salud mental y la psicología”

David Pavón-Cuéllar

Introducción

Se me ha pedido que hable hoy sobre los temas de psicología y de salud mental. Es lo que haré, no como un experto, que no lo soy ni quiero serlo, sino como alguien preocupado por la importancia que dichos temas han cobrado en la actualidad, por el enorme interés que despiertan, por el modo en que están literalmente obsesionando a amplios sectores de la sociedad. Si esta obsesión me preocupa, es por lo que me parece que está revelando: algo que me atrevo a describir aproximativamente como un avance ideológico del mundo interno mental sobre el mundo externo material, un avance correlativo del aburguesamiento generalizado y de la resultante psicologización de la subjetividad, una psicologización por la que nos retraemos y replegamos dentro de nosotros mismos ante los conflictos políticos y ante la imparable devastación del planeta. Me explicaré mejor en los siguientes minutos.

Para empezar, permítanme resaltar que tanto la psicología como la salud mental presuponen la existencia de algo, la psique o la mente, que se distingue al diferenciarse de todo lo demás, particularmente el cuerpo y el mundo. Esta diferenciación dualista es un fenómeno cultural e histórico, no encontrándose ni en todas las culturas ni en todos los momentos de la historia. Sabemos que hay antiguas concepciones monistas occidentales, entre ellas la de los atomistas y la de Aristóteles, que no separaban sustancialmente lo mental de lo corporal. Sabemos también que esta separación es inexistente en otras culturas, como lo demuestran las representaciones indígenas mesoamericanas de las almas corporales, entre ellas la mintsita de los purépechas de Michoacán y el itonal de los nahuas de Puebla. 

Si lo mental y lo corporal se presentan como una unidad para muchos pueblos del mundo, ¿por qué nosotros los occidentales modernos los concebimos como entes separados? La única explicación convincente sigue siendo, a mi juicio, la explicación histórica materialista que recibimos de Marx y Engels, quienes historizan la oposición entre el monismo y el dualismo, fundándola en una historia material de la producción económica y de la organización de la sociedad. Recordemos esta historia, deteniéndonos en cada uno de sus actos sucesivos, pero teniendo en mente que lo que hay aquí es una sucesión lógica y no cronológica, una concatenación estructural y no empírica, una serie de actos que sólo puede aprehenderse a través del microscopio marxiano de la abstracción y no mediante observaciones antropológicas, históricas o sociológicas.

El dualismo en cinco actos

El primer acto es el de un proceso tradicional de trabajo en el que lo mental y lo corporal se encuentran inextricablemente unidos, haciéndose lo que se piensa y pensándolo al hacerlo, haciéndolo también para pensarlo, pensándolo de algún modo con el cuerpo, con los movimientos de las manos en el mundo externo, y no sólo con la mente, no sólo con los movimientos de las ideas en el mundo interno. El trabajo mental es entonces también manual, corporal, material y mundano, siendo imposible separar la mente de las manos, del cuerpo y del mundo. La indistinción monista entre lo mental y lo demás es la concepción que se impone espontáneamente en este primer acto de la historia, un acto que aún ha sabido preservarse, a veces intacto, entre artesanos y campesinos de comunidades en las que no hay ni división de clases ni división del trabajo. 

En un segundo acto, vemos aparecer la división de clases entre los poseedores y los no-poseedores, los no-poseedores que inmediatamente se convierten en desposeídos. Por un lado, tenemos la clase dominante, la de quienes poseen riqueza: quienes pueden, con esa riqueza, poner a trabajar a otros para ellos. Por otro lado, tenemos a los otros, los de la clase dominada, quienes carecen de riqueza, no poseyendo otra cosa que su vida y debiendo venderla como fuerza de trabajo para mantenerla, para mantenerse con vida, para sobrevivir. Esta división de clases existe ya en sociedades precapitalistas o no-capitalistas, pero es en el capitalismo en el que se consuma, llevándose hasta sus últimas consecuencias. 

En un tercer acto, la división de clases da lugar a una división del trabajo, a una división entre el trabajo intelectual y el manual. Esta división ocurre cuando quienes pertenecen a la clase dominante se percatan de algo demasiado evidente: que es menos trabajoso, menos duro y cansado, hacer algo con la mente, con las ideas, imaginando que se hace, que hacerlo efectivamente, haciéndolo con las manos, con las cosas. Entonces los poseedores dejan de trabajar manualmente para dedicarse a trabajar intelectualmente. Acaparan el trabajo intelectual y condenan a los desposeídos al trabajo manual. Es el momento en que los de abajo comienzan a realizar corporalmente lo figurado mentalmente por los de arriba. Por ejemplo, el amo, señor o terrateniente decide con su mente qué sembrar y planea cómo sembrarlo, mientras que a sus esclavos, siervos o jornaleros les toca realizar la siembra y otras faenas con sus cuerpos y sus manos.

En un cuarto acto, la división del trabajo se traduce en las concepciones dualistas del ser humano, en el homo dúplex, el hombre que es dos seres diferentes a la vez, mente y cuerpo al mismo tiempo. Este dualismo aparece cuando la división entre el trabajo manual y el intelectual nos hacen imaginar que, más allá del trabajo dividido, lo manual y lo intelectual son dos esferas sustancialmente diferentes y separadas. ¿Cómo no imaginarlo cuando vemos que la mente y el cuerpo se disocian hasta el punto de repartirse entre diferentes personas? Cuando miramos hacia arriba, divisamos las mentes de quienes pertenecen a la clase dominante, quienes monopolizan el trabajo intelectual, y cuando volvemos nuestras miradas hacia abajo, descubrimos las manos y el cuerpo de quienes forman parte de la clase dominada, quienes están forzados al trabajo manual y corporal. Viendo lo mental en un lugar de la sociedad y lo manual y corporal en otro lugar, ¿cómo no convencernos de que son dos cosas sustancialmente diferentes?

En un quinto acto, la convicción dualista de que lo psíquico y lo físico son dos cosas diferentes nos hace distinguir lógicamente la salud propia de lo primero y la de lo segundo, así como también ciencias específicas de lo uno y de lo otro. Es así como se disocian la salud física y la salud mental por el mismo proceso por el que se distinguen la psicología y la fisiología. Tenemos así dos esferas diferentes que se vinculan cada una esencialmente con una de las dos grandes clases dominante y dominada.

Nuestro delirio compartido

La clase dominada se ha percibido tradicionalmente como una clase más física y fisiológica, más manual y corporal, más material que la clase dominante, la cual, de modo correlativo, se ha presentado por lo general como una clase más ideal o espiritual, más mental y psicológica. Mientras que los aristócratas y los burgueses han dedicado su tiempo a obrar con sus almas, a estudiar, meditar, calcular, deliberar, juzgar y decidir, sus siervos y obreros han debido gastar sus vidas laborando con sus músculos, con sus manos, brazos y hombros, al arar, sembrar, cosechar, ordeñar, desplumar, cargar, atornillar, desatornillar y mover poleas y palancas. Los desposeídos han sido como cuerpos gobernados por las mentes de los poseedores.

Desde luego que los poseedores han tenido siempre un cuerpo, así como los desposeídos han tenido una mente, pero los desposeídos han sido reducidos por lo general a sus existencias corporales, mientras que los poseedores han intervenido como seres predominantemente mentales, espirituales o anímicos. Las mismas tendencias pueden apreciarse en la historia de la salud y la patología. Cuando nos asomamos a esta historia, vemos que los miembros de la clase dominante han sufrido manía, melancolía, hipocondría, neurastenia, histeria, anorexia, bulimia y otros males nerviosos o mentales muy poco frecuentes en la clase dominada, la cual, por su parte, ha padecido más bien enfermedades corporales que terminan inhabilitándola o matándola prematuramente. 

Aquí en México, alguien podría objetarme con razón que muchos indígenas de comunidad, aunque sin pertenecer a la clase dominante, viven tan acechados por los trastornos del alma como por los del cuerpo. Sin embargo, si esto es así, es precisamente porque no hay en los pueblos originarios una división del trabajo y una concepción dualista que sean tan marcadas como para suscitar las tendencias correlativas a la corporeización de los desposeídos y la espiritualización de los poseedores. De hecho, si diagnosticáramos las experiencias de los asustados y embrujados como casos de locura o de trastorno psiquiátrico, nos estaríamos equivocando en el diagnóstico, pues el susto y el embrujo no son males puramente mentales, así como tampoco son males exclusivamente corporales, constituyendo más bien ejemplos elocuentes de una visión monista donde el cuerpo resulta indiscernible de la mente. 

La unidad esencial de la mente y del cuerpo es precisamente lo amenazado por males como el susto y el embrujo. Estos males, por lo tanto, no tienen por qué existir entre quienes vivimos en la modernidad capitalista occidental y desconocemos esa unidad esencial entre el cuerpo y la mente. Al desconocer nuestra unidad, no puede ser amenazada, y al no poder ser amenazada, no es posible que suframos ni sustos ni embrujos.

Quizás en realidad fuera más exacto decir, como yo lo digo a menudo, que aquí, fuera de las comunidades indígenas, todos estamos de algún modo embrujados y asustados. Tan embrujados y asustados estamos que nos concebimos cada uno de forma dualista, como homo dúplex, como homo psychologicus y como homo physiologicus. Tal vez no sea descabellado afirmar que estas concepciones psicológicas y fisiológicas de nuestro ser constituyen formaciones sintomáticas en las que se revela el modo histórico en que hemos sido embrujados y asustados por la sociedad de clases y específicamente por la sociedad capitalista, enloqueciendo hasta el extremo de asumir que nuestra alma no es nuestro cuerpo, que podemos padecer enfermedades únicamente mentales o corporales y que estas enfermedades se distribuyen de forma diferente en las clases de la sociedad. 

Quizás el dualismo no sea entonces más que nuestro delirio compartido. Se trataría de un delirio ideológico absurdo contra el que otros estarían inmunizados gracias a saberes ancestrales como los mesoamericanos. Con todo, por más delirante que sea, nuestro dualismo debe ser tomado en serio porque no deja de escindirnos y de organizar la realidad material en la que nos encontramos, realizándose aquí de forma concreta, evidente y efectiva.

Las clases mental y corporal

Una vez que estamos en el contexto urbano y moderno de la sociedad occidental capitalista, lo que observamos es que la preocupación principal de los de abajo ha sido generalmente la salud física, mientras que los de arriba se han mostrado más propensos a obsesionarse con la salud mental. Es por esta obsesión, y en general por la obsesión con la mente, que vemos nacer, entre el siglo XIX y el XX, la higiene mental con su conceptualización de la salud mental, pero también simultáneamente la psicología como especialidad científica, académica y profesional, y, además, al mismo tiempo, el psicoanálisis fundado por Sigmund Freud. La simultaneidad en los tres nacimientos del psicoanálisis, de la psicología moderna y de la higiene mental no es casual, confirmándonos algo que ya fue vislumbrado por el clásico marxista Gueorgui Plejánov justamente en aquella misma época, lo cual, desde luego, tampoco es casualidad.

Lo que vislumbra Plejánov en 1907 es que el factor psicológico puede volverse el más determinante dentro de la clase dominante. Sin embargo, para Plejánov, esto sólo es posible por la dominación material de la misma clase en la esfera de la economía. Es la dominación económica, en efecto, lo que les permite a los poseedores despreocuparse de la economía y obsesionarse con asuntos más elevados y etéreos como el psiquismo, la mente, la personalidad, las ideas y las emociones, la enfermedad y la salud mental. De ahí que estos asuntos acabaran siendo aparentemente los más importantes para los burgueses justo en el momento en que los burgueses llegaron al apogeo de su poderío histórico en los siglos XIX y XX.

Una vez que afianzaron y consolidaron su dominación económica sobre el mundo en su materialidad, los burgueses pudieron desatender lo material y volcarse a lo mental, dedicándose a producir y consumir de modo apasionado y frenético, masivo e intensivo, todo tipo de expresiones del factor psicológico. Encontramos aquí la psicología, el psicoanálisis y la higiene mental, pero también la superación personal y el desarrollo humano, la autoayuda y el autocuidado, el coaching y el pastoreo evangélico. Paralelamente, vemos proliferar novelillas, luego películas y ahora series donde todo gira en torno a motivos individuales psíquicos o mentales como el deseo y el amor, los celos y el despecho, la esperanza y la desesperanza, el temor y el dolor, el orgullo y la envidia, la ambición y la avidez insaciable, el cálculo y la manipulación, la seducción y el afán de aventura. 

Lo que hay que entender aquí es que lo ideal, mental y emocional ha llegado a reinar en la burguesía gracias al poder material de la burguesía en la sociedad. Sin determinación económica, no habría sobredeterminación ideológica por la mente con sus ideas, con sus cogniciones y sus emociones. El factor psicológico superestructural se impone como factor sobredeterminante con la fuerza determinante del factor económico infraestructural, como bien lo comprendió Plejánov en su tiempo, avanzando por una vía que fue abierta por Marx y Engels, ya desde la Ideología alemana, y que habría de ser también la vía de Louis Althusser y del althusserianismo. 

Lo que acabo de explicar se puede inferir a partir de un par de libros de Plejánov, El materialismo militante y Las cuestiones fundamentales del marxismo, ambos publicados en 1907. Justo en este año, como por casualidad, Clifford Whittingham Beers estaba preparando su texto del año siguiente, de 1908, A Mind That Found Itself, con el que se inaugura el movimiento de higiene mental en el que se conceptualiza la salud mental. Es también como por casualidad que Freud publica en el mismo año de 1908 un ensayo clave, “La moral sexual ‘cultural’ y la nerviosidad moderna”, en el que llega por otro camino al meollo de la tesis de Plejánov.

Freud nos demuestra en 1908 que el psicoanálisis es algo diferente de la psicología y de la higiene mental, aunque sea tan sólo por su autoconciencia, por su conciencia de la idealización y psicologización que están en la raíz del árbol de la cultura burguesa dominante y de sus frutos, entre ellos el psicoanalítico. Sin embargo, en la raíz del árbol, Freud nos descubre algo más. Lo que nos descubre es el precio de la idealización y la psicologización, que es la mutilación, la descorporeización, la desexualización, la represión.

Obsesión por la psicología y represión de la economía

La burguesía tan sólo puede psicologizarse al reprimir tanto la economía política-sexual en la que se interesa Freud como la economía sociopolítica de la que se ocupan Marx, Engels y Plejánov. Esta doble represión del factor económico está en la raíz de la dominación cultural del factor psicológico. Si la psicología y la ideología en general pueden reinar, lo hacen a costa de la economía política social y sexual, a expensas de la fuerza de trabajo y de las pulsiones, una fuerza reprimida, sublimada y explotada, como lo sabemos por Marx y Freud. 

Marx nos ha enseñado que el poder superestructural de la ideología descansa en la base material de explotación de la fuerza de trabajo. De forma homóloga, sabemos por Freud que el reino cultural ideológico de la psicología se basa en el fundamento material de renuncia a la satisfacción pulsional, de renunciación al goce, como decía Lacan. Tanto en el materialismo freudiano-lacaniano como en el marxiano-marxista, se comprende que la obsesión burguesa por lo psicológico, por lo mental en todas sus formas, entre ellas la salud mental, no tiene su verdad en sí misma, sino en otro nivel más fundamental, que es el nivel material de la economía sociopolítica y política sexual o libidinal. Es en este nivel en el que la dominación económica de una clase, una clase identificada hegemónicamente con la cultura, le permite a esta clase obsesionarse con el factor ideológico y específicamente psicológico.

La obsesión burguesa por la ideología y por la psicología es correlativa de la represión de la economía sociopolítica y política-sexual. El mundo externo y el cuerpo sexuado se reprimen en una burguesía tan ideologizada como psicologizada. El ideólogo burgués criticado por Marx, ya sea el filósofo alemán o el economista inglés, evade el mundo material económico. Su evasión es como la del neurótico burgués, el atendido por Freud, cuando escapa de su propio cuerpo material sexuado. 

El burgués de Freud está fuera de su cuerpo como el de Marx está fuera del mundo, “sin mundo”, como diría Klaus Holzkamp con respecto al sujeto de la psicología. Este sujeto de la psicología subvertido por Freud es el mismo sujeto de la ideología subvertido por Marx, lo cual, por cierto, fue bien comprendido por Louis Althusser cuando equiparó la crítica freudiana-lacaniana del homo psychologicus con la crítica marxiana-marxista del homo oeconomicus, o más bien del homo ideologicus, definido precisamente no por la economía, sino por una ideologización y represión ideológica de lo real de la economía. 

Tanto el homo ideologicus refutado por Marx como el homo psychologicus impugnado por Freud representan facetas de un mismo burgués que sólo es capaz de verse a sí mismo, en el espejo de su autoconciencia, de modo puramente ideológico y psicológico, reprimiendo su materialidad, su lugar político económico material en el mundo social y en su cuerpo sexuado. Este burgués es como un ángel, como una pura alma incorpórea y asexuada volando en el cielo, como una mente sin cuerpo y sin pies en la tierra. ¿No es acaso así como se concibe al ser humano en la filosofía idealista y en la psicología científica-académica hegemónica?

El marxismo y el psicoanálisis como retornos sintomáticos de lo reprimido

Si el materialismo de Marx ha subvertido el idealismo filosófico, es porque ha bajado al ángel del cielo y ha puesto sus pies en la tierra. De forma homóloga, si el materialismo de Freud ha subvertido el animismo psicológico, es porque le ha devuelto el cuerpo sexuado al ángel incorpóreo y asexuado. El psicoanálisis representa un retorno sintomático del cuerpo sexuado reprimido por la psicología tal como el marxismo constituye un retorno igualmente sintomático del mundo socioeconómico reprimido la ideología.

Marx y Freud son como síntomas en los que retorna lo reprimido, en los que se revierte la represión de lo material, una represión que Freud asocia con la neurosis y que en Marx opera en cierto saber filosófico y económico-político marcadamente neurótico. Este saber, el más difundido entre los actuales académicos, dispone de mecanismos defensivos capaces de prevenir cualquier sintomatología como la marxiana o la freudiana. Sin embargo, hay otro saber, otro saber que Lacan describe como un saber con fallas por las que retorna la verdad, otro saber que me atrevo a calificar de “histérico” por las resonancias de este concepto en Freud. 

El otro saber al que me refiero es el de Hegel y el de Adam Smith y David Ricardo por el que vemos retornar sintomáticamente el mundo material. Es también el saber del síntoma por el que retorna el cuerpo sexuado. Es el saber de Anna O., Emmy von N., Miss Lucy R. y las demás histéricas de Freud. 

Notemos que la histeria freudiana es un retorno de la materialidad económica sexual reprimida en la burguesía: un retorno sintomático perfectamente homólogo al retorno sintomático marxiano de la materialidad económica política reprimida en la misma burguesía. Marx percibe lo material que retorna gracias a su lectura sintomal de lo sintomático en los textos de economistas ingleses y filósofos alemanes, tal como Freud capta igualmente lo que retorna gracias a su escucha sintomal de la palabra de las histéricas vienesas. Althusser describió muy bien lo que significa esta forma sintomal de leer y escuchar, mostrándonos como le permitió a Marx descubrir su materialismo.  

Intentando ir más allá de Althusser por el camino que él nos indica, nos percatamos de que Marx, al igual que Freud, revierte la represión de lo material en los burgueses ideológicamente representados como almas puras desmaterializadas y descorporeizadas, carentes de cuerpo y de mundo. Sin embargo, en el mismo sentido, Marx y sus seguidores hacen algo más, algo quizás aún más importante. Lo que hacen es revertir la represión de lo ideal e intelectual, de lo mental y espiritual, en unos obreros proletarizados y pauperizados, reducidos a sus cuerpos, asimilados a sus brazos y a sus manos, privados así de su alma, de su mente, de su intelecto, de su conciencia. Esto fue conseguido por el marxismo al contribuir a que cierto proletariado recobrara el saber, que adquiriera una conciencia de clase, que ya no fuera simple fuerza de trabajo, que ya no fuera sólo un sujeto en sí, an sich, sino para sí, für sich, como lo ha constatado Lacan. 

Aburguesamiento generalizado

El problema detectado por el mismo Lacan es que el proletario para sí, el que recupera un saber a través de su autoconciencia, ya no puede ser exactamente lo que era, el proletario que era, la encarnación de la verdad más íntima del capitalismo, así como la presencia de un horizonte subjetivo post-capitalista, la promesa de un hombre nuevo y de una mujer nueva. Todo esto es imposible porque el saber que recobra el proletariado no es ni el suyo propio ni tampoco un saber neutro, sino que es el saber prevaleciente y a veces el único disponible en la sociedad burguesa, un saber ideológico burgués, correspondiente a lo que Marx y Engels describían como la ideología de la clase dominante que es la ideología dominante en la sociedad. La consecuencia es que la conciencia de clase del proletariado es una conciencia de clase burguesa.

La autoconciencia del proletario se convierte en la del burgués. Esto le sucede al trabajador no sólo al adquirir una conciencia de clase en el partido, el sindicato o el movimiento colectivo, sino también y sobre todo cuando se educa en escuelas y universidades o bien en la radio, en la televisión, en el internet, en la esfera mediática, en la cultura de masas y en el consumo en general, pues al tener un consumo burgués, el trabajador se aburguesa, dejándose poseer por lo burgués al que se vende al precio de todo lo que compra. Una vez que se disfraza de burgués, el obrero puede corroborar su identidad ideológica en cualquier espejo, en cualquier foto compartida en redes sociales, en cualquier pantalla o vitrina.

Los espejos del sujeto le devuelven la imagen de quienes lo explotan. Es así como el explotado termina profesando las opiniones de sus explotadores y votando por los partidos que sirven los intereses de los mismos explotadores. Es así también como el trabajador termina creyéndose un empresario, a veces un empresario de sí mismo como el sujeto neoliberal evocado por Foucault: un sujeto que no se percata de que él en realidad sólo es la empresa, mientras que su identidad empresarial es aquello en lo que se aliena, su imagen en el espejo, una personificación ideológica imaginaria del capital.

Es verdad que el trabajador no sólo se aliena en la ideología, en lo imaginario del capitalismo, sino también en lo real de la economía capitalista, no siendo sino capital humano, capital variable, y asumiéndose a sí mismo como tal, como cuando se asume como su propia empresa. Esta empresa, por lo demás, puede ser bastante lucrativa, aportando un poder adquisitivo con el que el trabajador se termina de convencer de que es un empresario. El mismo convencimiento puede obtenerse a través de mejoras salariales como las que se tienen en países desarrollados y emergentes. En todos los casos, constatamos que el aburguesamiento de los trabajadores es un fenómeno económico y no sólo ideológico, pero también siempre ideológico, desde luego. 

El caso es que el proletariado viene a engrosar las filas de la burguesía. Este aburguesamiento generalizado se refleja en la obsesión burguesa generalizada que aquí nos interesa, la obsesión por la psicología y por la salud mental, que antes era distintiva de la burguesía y que se ha convertido en una obsesión de toda la sociedad. Mientras que los poseedores escapan a sus retiros espirituales y alternan sesiones de psicoanálisis y de meditación, los desposeídos cuentan con el coaching laboral y con la sugestión de las iglesias cristianas evangélicas, pero todos consumen también lo mental y psicológico por otras vías, como la psicología profesional y popularizada, las publicaciones y emisiones de autoayuda y autocuidado, la consejería sentimental y las interpretaciones psicológicas de los periodistas y un largo etcétera. 

Psicologización

La creciente obsesión por lo mental y lo psicológico se ha ido traduciendo en la psicologización denunciada por Ian Parker, Jan De Vos y otros. Como estos autores lo han mostrado, la psicologización implica una despolitización de la sociedad y de la política misma. Los sujetos y sus relaciones tienden a perder su aspecto político, su carácter estructurante social y su vínculo esencial con el poder, a medida que se perciben tan sólo en su lado psicológico, personal y emocional. 

El triunfo de la psicología sobre la política se pone en evidencia cada vez que hablamos de motivaciones por no hablar de reivindicaciones, o de actitudes en vez de posicionamientos, o de rasgos de personalidad en lugar de principios o puntos de programas. La psicologización y despolitización resultan igualmente evidentes en sociedades en las que votamos cada vez más por la personalidad, la inteligencia, los valores o la sinceridad que atribuimos a los actores políticos, en lugar de considerar sus partidos y banderas, los intereses y sectores que representan, las tradiciones de lucha de las que forman parte y sus proyectos de reproducción o transformación del sistema. Sobra decir que todo esto favorece lo mismo a los candidatos independientes que a los charlatanes carismáticos y a los dirigentes neofascistas de nuevo tipo en los que la psicologización, el maquillaje psicológico, resulta indisociable de la estetización de la política de la que hablaba Walter Benjamin. Tal como la entendía Benjamin, esta estetización podía ser despolitizadora por lo mismo que la psicologización produce también una despolitización de la sociedad.

Al igual que la vieja estetización, la nueva psicologización de la política se ha ido convirtiendo en un peligro para los regímenes democráticos liberales. Esto es bastante paradójico, pues la democracia liberal ha contribuido a la psicologización al poner el factor psicológico en su fundamento, como ya lo constataron, desde hace casi un siglo, José Carlos Mariátegui y Max Horkheimer. Ambos autores observaron cómo el moderno liberalismo democrático sitúa el poder en la esfera de los votantes, en su esfera mental y psicológica, pues necesita contar con su consentimiento, con sus votos, con sus preferencias electorales, y ahora también con sus opiniones y con su nivel de satisfacción para las encuestas. 

Digitalización

El caso es que la seducción y manipulación, como tareas mentales y psicológicas, van ganando terreno sobre la coerción y la dominación en el terreno político-económico. Esto implica también un retroceso de lo material y un avance de lo ideal que se ven favorecidos a su vez por la digitalización tecnológica de los sujetos y de sus relaciones. Los actores que interactúan en las redes sociales, por ejemplo, no ponen el cuerpo y se encuentran fuera del mundo material, en una situación desmaterializada en la que realizan el sueño burgués de ser como ángeles, como almas descorporeizadas, como perfectos ejemplares del homo psychologicus.   

La digitalización puede contribuir entonces a la psicologización, pero no sólo al privarnos de nuestro cuerpo y de nuestro mundo material, sino también, como lo ha notado Jan De Vos, al realizar digitalmente el modelo psicológico de subjetividad, permitiéndole al fin desplegarse y expandirse a través de likes, emoticones, emojis, kaoanis, memes y otras imágenes y pautas de comunicación en un mundo paralelo. Aunque sólo sea virtual, este mundo tiende a parecer más real que lo real, como lo hiperreal de Jean Baudrillard. La hiperrealidad inherente a lo digital refuerza las formas psicológicas de subjetividad a costa de las formas no-psicológicas. 

Los rostros de los sujetos van tornándose máscaras de emoticones en un perfecto ejemplo de transposición fetichista en el sentido marxiano del término. Así como en Marx las cosas y las personas terminan representando los valores económicos fetichizados que tendrían que representarlas, de igual modo vemos ahora cómo las representaciones digitales de lo real se convierten en lo hiperreal que es representado por lo real. Es así como lo real de la subjetividad se ve cada vez más reducido a una representación imaginaria de lo mental y psicológico digitalizado.

En lugar de que las pantallas nos reflejen, somos cada vez más reflejos de las pantallas. Las pantallas de televisores, computadoras y teléfonos celulares inteligentes no deberían ser más que espejos de nuestra subjetividad, pero tienden a convertirse en matrices especulares de las imágenes mentales y psicológicas en las que nos convierten. Es previsible que estas imágenes que somos queden recluidas en la profundidad imaginaria de las pantallas, como realización virtual del mundo interno mental de la psicología, después de haber abandonado el mundo externo, el planeta material cada vez más devastado, la realidad natural cada vez más desertificada, transformada en el desierto de lo real, como decía Baudrillard y como lo repite Morfeo en Matrix

Cuando más habría que estar mirando afuera, más estamos ensimismados, mirando en el interior imaginario de nosotros y de las pantallas. Más estamos pensando en psicología y en salud mental cuando más deberíamos estar pensando en la preservación material de los universos naturales y culturales arrasados por el capitalismo. Cuando más deberíamos estar luchando en el mundo externo, más estamos encerrados en el reconfortante mundo interno burgués de lo mental y de lo psicológico, de lo experiencial y de lo empírico, de lo ideal y de lo ideológico. 

Capitalismo y proletarización generalizada

Estamos presenciando una extraña victoria histórica del idealismo, pero no en el sentido hegeliano de absolutización del saber como realización final del espíritu, ni mucho menos en el sentido marxista de emancipación comunista con respecto a las restricciones materiales, como en Pavel Axelrod y de algún modo en Rosa Luxemburgo. La victoria del idealismo que presenciamos es más bien la contraria del comunismo: es una consecuencia del capital que privatiza, que acapara, que subsume realmente el mundo exterior con su materialidad natural y cultural, y que debe asegurarse de que no lo estorbemos, lo que sólo puede conseguir al exiliarnos en el mundo interior de las pantallas y de la ideología, de nuestras mentes y de la psicología. 

Nuestro exilio es el peor imaginable, ya que se trata de un destierro a ninguna parte, a un remoto lugar sólo ideológico, extramundano, hasta cierto punto inexistente. Sin embargo, como lo advertía André Breton con respecto a la existencia onírica, la existencia mental o digital, ideológica y psicológica, forma parte del mundo externo material subsumido realmente en el capital. No hay metalenguaje, como diría Lacan. 

Estamos en un lenguaje y permanecemos en él aun cuando creemos escapar de él al meternos dentro de nosotros mismos. Nuestro interior consciente no es más que un rincón del exterior inconsciente. No es posible salir del universo que es el sistema simbólico de la cultura: un sistema que tiende a quedar subsumido en el capital. 

No dejamos de estar en el sistema capitalista, sirviendo su lógica de producción y reproducción, cuando estamos dentro de nosotros mismos o dentro de las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos. Por un lado, el interior de las pantallas es un espacio en su mayor parte ya poseído, organizado, administrado y explotado por el capital, por capitales como los de Silicon Valley. Por otro lado, al reflejar cada vez más este espacio digital del capital y cada vez menos el espacio público de la sociedad y la cultura, nuestro interior va siendo privatizado y subsumido por el capitalismo. 

No dejamos de estar en el sistema capitalista, pero lo importante para el capital es que esto nos pase desapercibido. Y nos pasa desapercibido. Esta falta de percepción es el meollo de nuestra fantasía de ser libres y obedecer únicamente a nosotros mismos cada vez que generamos dividendos para el capital a través de lo que tecleamos, vemos, escuchamos, pensamos y sentimos al estar atrapados en el interior de nuestra mente que se confunde con el interior de la pantalla.

Nuestra ilusión de libertad es la misma del capitalista de Marx que imagina servir libremente sus intereses cuando solamente sirve los del capital. Esta ilusión era un lujo, un privilegio que se ha convertido en derecho, que se ha democratizado con el aburguesamiento generalizado en el capitalismo neoliberal. Ahora, por debajo de la burguesía propiamente dicha, somos cada vez más los aburguesados en el mundo interno de la mente y de la psicología, lo que sólo ha sido posible al proletarizarnos en el mundo externo de la materialidad económica de la cultura subsumida en el capitalismo. 

Conclusión

La proletarización generalizada, correlativa del aburguesamiento generalizado, produce innumerables síntomas que nos dedicamos a curar a través de la psicología, la psicoterapia, la psiquiatría y otros medios análogos. En lugar de precipitarnos a curarlos, mejor habría que darnos tiempo de percibir lo que revelan. Habría que someter las expresiones sintomáticas de lo que sufrimos a una lectura sintomal como la enseñada por Marx o a una escucha sintomal como la que Freud nos ha legado. 

Percibiendo sintomalmente nuestros síntomas, nos percataríamos de que no somos tan burgueses como creemos. Caeríamos en la cuenta de que no somos el empresario de sí mismo, sino su empresa poseída y explotada por el capital que personificamos. El capital, en efecto, nos posee como un demonio y nos hace verlo al ver al empresario en el espejo mágico de la ideología.

Que no seamos el reflejo consciente de lo que somos es una de las mayores lecciones del marxismo y del psicoanálisis. Es una lección que puede ser liberadora en unos tiempos, como los nuestros, en los que imaginamos, con la garantía de la psicología, que podemos dejarnos reabsorber totalmente por el espejo. Esto es imposible, pero aun si fuera posible, sería lo más contrario a la salud mental, a pesar de lo que imaginen muchos psicólogos.

Raúl Páramo-Ortega y su historización del psicoanálisis en México: la escucha, el materialismo, la única historia y el rechazo del metalenguaje  

Presentación del libro Freud en México de Raúl Páramo-Ortega (Ciudad de México, Paradiso, 2023) en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, Guadalajara, Jalisco, el viernes 9 de febrero de 2024.

David Pavón-Cuéllar

Me honra y me emociona estar aquí entre ustedes para presentar el maravilloso libro Freud en México, de mi admirado maestro, colega y amigo Raúl Páramo-Ortega. Antes de incursionar en el texto, me gustaría detenerme unos pocos minutos en un problema que suele presentarse tanto en el psicoanálisis como en los relatos de su historia. La ausencia de este problema en el texto de Páramo-Ortega es para mí uno de los aspectos fundamentales en los que radica su valor.

El problema al que me refiero tiene que ver con la discursividad. Un discurso como el psicoanalítico requiere lógicamente su propia terminología. Cada término propio le permite decir algo que antes era inexpresable, algo para lo que no había nombre en el vocabulario común, algo como el hallazgo resultante de una larga investigación de Freud o como el producto de una compleja elaboración conceptual de la teoría psicoanalítica. Necesitaríamos demasiadas palabras en español para explicar lo que puede expresarse con un solo concepto freudiano, el de pulsión o el de represión, el de ello o el de superyó, el de transferencia o el de abstinencia.

Que el psicoanálisis tenga sus propios términos es comprensible, incluso inevitable, y no debería considerarse un problema. Lo problemático es que la terminología psicoanalítica pierda precisión, designe cada vez más cosas ajenas a su esfera y expanda su espacio referencial hasta el punto de suplantar el vocabulario común y suministrar los componentes de una jerga con la que sus hablantes comunican ya no sólo su práctica y su teoría, sino su vida cotidiana, sus creencias y prejuicios o la actualidad política. Lo que ocurre, entonces, es que la comunidad de hablantes va aislándose de la sociedad y convirtiéndose en una subcultura, una subcultura más tribal que gremial, que sólo puede ver el mundo cuando se refracta en los términos del psicoanálisis. Es así como el psicoanálisis termina siendo lo que no debería ser, una visión del mundo, mientras que sus hablantes, practicantes y adherentes, van constituyendo lo que no deberían constituir, una suerte de secta, iglesia o congregación religiosa, horda reunida por amor a su padre Freud o a su profeta Lacan.

Aquello a lo que me refiero es particularmente patente entre los hablantes de lacanés. Esta lengua termina convirtiéndose en un dispositivo automático productor de palabras vacías, combinaciones previsibles que siempre dicen lo mismo, la misma pedacería de lo ya dicho por Lacan. Entre lo que Lacan ya dijo, por cierto, está el famoso postulado materialista “no hay metalenguaje”, que traigo a colación porque, paradójicamente, un muy buen ejemplo del inexistente metalenguaje es ese lacanés tal como suele ser usado, como un lenguaje que pretende situarse por fuera del lenguaje transindividual tal como se despliega en la política y de modo único a través del inconsciente que atañe a cada sujeto.

Los casos expuestos en lacanés pierden su carácter singular para convertirse en simples ilustraciones del metalenguaje lacaniano. Este metalenguaje es un poderoso disolvente no sólo de la singularidad propia de la casuística, sino también de la particularidad inherente al entramado material cultural, socioeconómico e histórico. El mundo en su materialidad se disipa entre las elípticas frases en lacanés, convirtiéndose en una humareda idealista consistente en fantasmas, grafos y sujetos barrados, forclusiones y obturaciones. Es lo mismo que se observa en otras corrientes del psicoanálisis donde el mundo material se volatiliza en ideas tales como objetos internos o transicionales, pechos malos o buenos, mecanismos defensivos o proyectivos y toda clase de conflictos edípicos.

El idealismo de los psicoanalistas puede llegar a delatarse incluso cuando les da por historiar la herencia freudiana. Hemos tenido recientemente en México, por ejemplo, historias psicoanalíticas del psicoanálisis en las que se reinterpretan freudianamente los sueños de Freud o se aplican las categorías de Lacan para entender las dinámicas de las instituciones lacanianas. Prefiero no mencionar los nombres de los autores. Tampoco me gustaría devaluar su arduo trabajo que ha dado resultados convincentes y fascinantes. Únicamente me permitiré poner de relieve que se ha llegado a estos resultados a costa de la volatilización del mundo cultural, socioeconómico e histórico en el que transcurre la historia del psicoanálisis. Es como si esta historia fuera celestial o extra-mundana, como si en ella no incidieran de ningún modo ni la situación periférica y dependiente de México, ni su estructura social clasista y racista, ni el desarrollo del capitalismo hasta sus actuales fases neoliberal y neocolonial.

El mundo se disipa en el vacío porque no hay lugar para él en las historias psicoanalíticas del psicoanálisis. Desde luego que estas historias no pueden evitar las referencias al mundo, pero estas referencias son como ecos vagos y fragmentarios, atenuados por la distancia y desmaterializados a menudo al ser codificados en clave freudiana o lacaniana. Los relatos psicoanalíticos de la historia del psicoanálisis tienden a quedar así encerrados en el horizonte mismo del psicoanálisis del que relatan la historia. Esto hace que sean relatos limitados que abstraen lo que relatan, lo deshistorizan y despolitizan, lo descontextualizan y desmaterializan, lo idealizan y psicologizan al refractarlo en ideas como las freudianas o lacanianas.

Tan sólo estoy refiriéndome a los vicios de los relatos psicoanalíticos del psicoanálisis para destacar ahora la importancia de que estos vicios no se encuentren en el libro Freud en México de Raúl Páramo-Ortega, publicado primero en 1992 en alemán y luego el año pasado en español por la editorial Paradiso. Este libro narra la historia del psicoanálisis en México desde 1922, fecha de la publicación de un trabajo del pionero moreliano José Torres Orozco, hasta los años 1980 y 1990, los años de Marie Langer y Néstor Braunstein, de Fernando Césarman y José Cueli, de Avelino González y Enrique Guinsberg, entre muchos otros. El recorrido histórico es extenso y profundo, ilumina territorios desconocidos en la historiografía del psicoanálisis en México, está muy bien documentado y es tan riguroso y minucioso como ágil y ameno, pero lo que ahora deseo resaltar en él es que no cae en los mencionados vicios de los relatos psicoanalíticos del psicoanálisis.

Páramo-Ortega no idealiza ni psicologiza lo que relata. Su relato es plenamente histórico y materialista. Nunca olvida ni la trama histórica ni la escena cultural y socioeconómica en la que aparece y se desarrolla el psicoanálisis en México.

El contexto siempre está considerado en el relato de Páramo Ortega. Leyendo su libro, tropezamos una y otra vez con el mundo material, con la cultura y la historia, con la sociedad y la economía. Tenemos referencias explícitas, por ejemplo, a la historia política de México en los siglos XIX y XX, a su condición de subdesarrollo, a sus crisis económicas y sociales, a la marginación de los pueblos originarios, al peso ideológico del catolicismo o a las influencias culturales francesa y estadounidense.

Cuando se juzga relevante, se mencionan las convicciones intelectuales, religiosas y políticas de los autores expuestos, como el positivismo ateo de José Torres Orozco o el conservadurismo católico de Oswaldo Robles. También hay numerosas menciones a acontecimientos históricos precisos, entre ellos la Revolución Mexicana y el movimiento revolucionario socialista yucateco encabezado por Felipe Carrillo Puerto. Refiriéndose a este movimiento en un libro de historia de la herencia freudiana en México, es como si Páramo-Ortega presintiera un detalle que todavía se ignoraba en 1992. Estoy pensando en el papel del régimen de Alvarado y Carrillo Puerto, de los docentes revolucionarios de Yucatán y particularmente del psiquiatra cubano-yucateco Eduardo Urzaiz en la introducción del psicoanálisis en México.

Al narrar la historia del psicoanálisis en México, Páramo-Ortega no olvida nunca la historia del mundo. Es así como nos demuestra que tiene bien claro lo que Marx y Engels nos enseñaban en la Ideología Alemana: que las ciencias y las ideologías no tienen una historia propia independiente, que su historia es la historia, no pudiendo separarse de ella. La historia del psicoanálisis en México, en efecto, es parte de la historia de México.

Sin conocer la historia socioeconómica y política de México, sería imposible comprender algo de la historia del psicoanálisis en el país. Esto lo sabe muy bien Páramo-Ortega, quizás gracias a su conocimiento de Marx y del marxismo, quizás también simplemente por su buen sentido. Sea cual sea la razón, Páramo-Ortega tiene los pies en la tierra, es materialista y por ello entiende que, al ocuparnos del psicoanálisis, no podemos hacer abstracción de la historia y de la cultura. Es por lo mismo que les reprocha explícitamente a los psicoanalistas de México aquello en lo que él no incurre, a saber, la “deficitaria reflexión sobre la realidad histórica y cultural, en la que estamos envueltos todos, tanto psicoanalistas como psicoanalizados”.

Todos en el psicoanálisis estamos involucrados en una sola historia que no es únicamente la del psicoanálisis. No hay una historia del psicoanálisis diferente de la historia por la misma razón por la que no hay forma de salir de la historia política y socioeconómica, no hay un exterior de esa historia, no hay metalenguaje, sino tan sólo un lenguaje transindividual. Es con este lenguaje de la economía y de la cultura, de la política y de la sociedad, con el que está escrito el libro de Páramo-Ortega, el cual, también por esto, se distingue de otras historias del psicoanálisis que están escritas en supuestos metalenguajes como el kleinés o el lacanés.

Páramo-Ortega tiene un perfecto dominio de la terminología freudiana, pero ha sabido acotarla y dejarla de lado cuando se trata de narrar la historia del psicoanálisis en México. Su narración es clara y transparente, pero también polifacética y compleja, dando voz a diversos discursos que resultan inasimilables a la jerga psicoanalítica. No recluyéndose en esta jerga y abriéndose a diversos discursos, el relato de Páramo-Ortega es auténticamente psicoanalítico. Lo es por saber escuchar, por no formularse tan sólo en la terminología freudiana, por no transmutarla en el ilusorio léxico de un metalenguaje, por dejarse atravesar por múltiples registros discursivos y convertirse en su caja de resonancia.

El estilo de Páramo-Ortega combina y articula discursos culturales, políticos, psicoanalíticos y otros. El conjunto refleja la historia de la que forma parte el psicoanálisis. No hay una pretensión idealista de situarse por fuera de tal historia, en un metalenguaje, en una perspectiva psicoanalítica transhistórica. Por el contrario, Páramo-Ortega se ubica de modo materialista en el único lenguaje sin metalenguaje, en la única historia con sus tensiones y contradicciones, y no hace nada por disimular su posicionamiento político ateo y a la izquierda.

Páramo-Ortega tampoco nos oculta sus posiciones en el ámbito psicoanalítico. En este ámbito, él es una de las figuras mexicanas más originales y prominentes, así como una de las que se posicionan de modo más claro, firme y consecuente. Su aversión hacia el campo lacaniano, por cierto, resulta evidente y me hace temer su inconformidad ante algunos de los términos utilizados ahora para presentar su libro Freud en México. Espero contar con su indulgencia, pero me temo que no la tendré.

Páramo-Ortega no se ha caracterizado por ser indulgente. Más bien se nos presenta como alguien severo y a veces despiadado, pero siempre de modo bien fundado y argumentado. Es también por esto que hay quienes lo apreciamos y admiramos tanto como yo.

Yo, ello y superyó en el capitalismo: hacia una interpretación materialista histórica de la segunda tópica freudiana

Intervención en línea para un encuentro organizado el 24 de noviembre de 2023 por el Círculo de Psicoanálisis y Marxismo de Monterrey, Nuevo León, México, para conmemorar los 100 años de publicación de El yo y el ello de Sigmund Freud

David Pavón-Cuéllar

Las ideologías del superyó

En 1932, en las Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, Freud le reprochó al marxismo un desconocimiento de que “las ideologías del superyó” son determinantes “independientemente de las relaciones económicas” (Freud, 1932, p. 63). El peso de la economía sería exagerado y absolutizado en la perspectiva materialista marxista, en la cual, por lo tanto, no se apreciaría la importancia de la determinación ideológica superyóica. Este juicio de Freud es crucial porque utiliza la terminología marxista de economía e ideología, porque se enfrenta así al marxismo en su propio terreno, porque admite la constitución ideológica del superyó y porque traza nítidamente una línea de demarcación entre la perspectiva marxista y la psicoanalítica.

El psicoanálisis reconocería entonces la determinación ideológica superyóica y así contrastaría con el marxismo que la ignoraría o la subestimaría. Es al menos lo que Freud pensaba en 1932. Sin embargo, tres años después, en una carta de 1935 a Ralph Worrall a la que se refiere Ernest Jones, Freud rectificó esta idea y admitió que Marx y Engels “no negaron de ningún modo la influencia de las ideas y las estructuras del superyó”, lo que “invalidaba el principal contraste entre marxismo y psicoanálisis” que antes él “creía que existía” (citado por Jones, 1957, pp. 344-345). Es como si Freud aceptara una reconciliación entre su perspectiva y la marxista sobre la base de la coincidencia de ambas en el reconocimiento de la poderosa determinación ideológica superyóica.

La ideología del superyó debería estar en el centro de cualquier pensamiento que se guiara por el propio juicio de Freud al tratar de integrar, articular o simplemente aproximar el marxismo y el psicoanálisis. Es el caso, en México, de la clarividente reflexión de Raúl Páramo-Ortega (2013), quien equipara lo superyóico freudiano a lo ideológico marxista, viendo en ambos la misma “racionalización” y la misma justificación de la opresión por el “sistema social”, y oponiéndolos tanto al “ejercicio más libre y racional del yo” como al ello con “sus exigencias de placer” (pp. 358-359). La segunda tópica freudiana, tal como Freud la delinea en El yo y el ello, se reinterpreta de modo freudomarxista en Páramo-Ortega, reapareciendo entonces como una dialéctica en la que se oponen un ello pulsional e irracional, un superyó opresivo, ideológico y racionalizador, y un yo verdaderamente racional y liberador.

Es como si el yo, por un lado, enfrentara críticamente su principio yoico de racionalidad a las racionalizaciones de la ideología superyóica, y, por otro lado, nos liberara políticamente de la opresión del sistema social representado por el superyó. Los dos objetivos marxistas de la crítica racional y de la liberación política se condensarían en la instancia freudiana del yo. Este yo se presenta como un bastión de lucha teórica y práctica para el freudomarxismo de Páramo Ortega.

Yo ideológico

La reinterpretación freudomarxista de la segunda tópica freudiana en Páramo-Ortega no sólo es rigurosamente consistente con Freud, sino que resulta reveladora, esclarecedora y orientadora para quienes trabajamos en la relación entre el marxismo y el psicoanálisis. Quizás el único detalle que uno tendría que reconsiderar es el relativo al doble aspecto racional y libre, incluso potencialmente liberador, atribuido a la instancia del yo. Suponiendo que las palabras de Páramo-Ortega no estén siendo sobredimensionadas, la atribución de libertad y racionalidad al yo parece obedecer más a una idealización de esta instancia que a su constitución misma tal como es descrita por Freud.

En una clara discrepancia con respecto a la representación de un yo libre y liberador, Freud (1923) caracteriza alyo como una “pobre cosa sometida a tres servidumbres” y a “tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó” (p. 56). Al mismo tiempo, con respecto a la noción de un yo racional, es verdad que Freud considera que “el yo es el representante de lo que puede llamarse razón” (p. 27), pero esto no le impide ser “adulador, oportunista y mentiroso” (p. 57). El engaño es constitutivo de la idea freudiana del yo como fachada, como simple apariencia, como algo puramente superficial, como superficie y como “la proyección de una superficie” que da una falsa profundidad a la superficie (p. 27). Todo esto justifica sobradamente que Jacques Lacan asimile el yo a la ilusión y a la imagen, a la imagen proyectada en el espejo, a la superficie especular de lo imaginario, de lo ilusorio, de lo ideal y de lo ideológico.

El elemento de idealidad y de ideología es tan definitorio del yo como del superyó. Si el superyó es heredero del ideal del yo o Ichideal freudiano, el yo no deja nunca de ser para Freud un Idealich, un yo ideal, un yo ideológico. Su carácter ideológico se confirma en su aspecto realmente superficial, pero imaginariamente profundo, en tanto que espacio ideológico imaginario proyectado en un plano superficial. En este espacio, gracias a la ideología, se puede penetrar sin penetrar, sin atravesar la superficie, quedándose en ella.

Tras la superficie, está el sujeto propiamente dicho. Está lo que Freud (1923) asocia con “un ello psíquico, no conocido (no discernido) e inconsciente, sobre el cual, como una superficie, se asienta el yo” (pp. 25-26). Este yo es la imagen superficial en la que se disimula el ello profundo.

El ello es el fondo real del yo, mientras que el yo es la máscara ideológica, ilusoria, imaginaria. Sin embargo, aunque imaginariamente constituido, el yo tiene un poder y lo ejerce realmente sobre el sujeto, gobernando sus “accesos a la motilidad”, como lo señala Freud (1923, p. 27). La concepción freudiana de este poder ejercido por el yo corresponde también al del poder de la ideología en la teoría marxista.

En el marxismo, la superestructura ideológica no posee un poder propio, sino que sólo tiene el poder que extrae de la base, de la infraestructura socioeconómica en la que se apoya. De igual modo, como lo explica Freud, el yo no dispone de “fuerzas propias”, sino de “fuerzas prestadas” que obtiene del ello (p. 27). La economía sexual del ello, como fuente de las pulsiones, le da su poder a la ideología del yo. Este yo es efectivamente algo ideológico superestructural animado y sostenido por aquello mismo pulsional e infraestructural a lo que se opone, por el ello que Lacan tiene razón de representarse como gran Otro, como estructura en la que se generan las pulsiones.

Las mociones pulsionales del ello son la fuerza no sólo de la ideología del yo, sino también de la del superyó, el cual, al igual que el yo, también se opone al ello con su propia fuerza. Esta recuperación y explotación de la fuerza pulsional del ello para combatirlo es un ejemplo elocuente de la enajenación en el sentido marxista del término. Tiene también el mismo origen en un sistema simbólico de la cultura cada vez más confundido con el sistema económico del capitalismo al que va quedando subordinado y asimilado.

Así como el sistema enajena la fuerza vital de trabajo de los obreros al volverla exteriormente contra ellos bajo la forma del poder económico del capital, de igual modo el mismo sistema enajena la fuerza pulsional del ello de los mismos sujetos al volverla interiormente contra ellos bajo la forma del poder ideológico del yo burgués y del superyó no menos burgués. Todo esto fue vislumbrado por el freudomarxista Otto Fenichel (1934) cuando observó cómo las “condiciones económicas” actúan sobre el sujeto y “modifican su estructura psíquica” mediante ideologías que logran que “las energías sustraídas a los impulsos instintivos originales actúen ahora en contra de éstos” (Fenichel, 1934, pp. 168-169. Las configuraciones ideológicas del yo y del superyó se apoderan así de la energía pulsional del ello y la enajenan, la tornan ajena al ello al volverla contra él mismo, reprimiéndolo para continuar explotándolo, bajo la determinación en última instancia de un sistema simbólico de la cultura progresivamente subsumido en el sistema económico del capitalismo.

Escisiones

La subsunción de la cultura en el capitalismo es el proceso histórico por el cual, de modo cada vez más acelerado, el sistema simbólico por el que se rige el mundo humano va subordinándose y asimilándose al sistema capitalista, operando cada vez más en función de su lógica de mercantilización, explotación, producción de plusvalor y acumulación de capital. A medida que el Gran Otro queda subsumido en el Gran Capital, sus expresiones ideológicas yoícas y superyóicas adoptan rasgos típicamente capitalistas y comienzan a servir los intereses del capital y no los de la cultura humana en general. Hay que insistir en que este cambio de amo no acontece de un momento a otro, sino de modo paulatino, en un largo proceso que se dilata durante varios siglos en los que el yo y el superyó están escindidos entre la cultura y el capital, entre la cultura que retrocede y el capital que avanza incesantemente a costa de la cultura, devorándola, transmutándola en él mismo. Esta escisión es una condición del sujeto distintiva de la modernidad.

Además de escindir internamente las instancias ideológicas del yo y del superyó, la contradicción moderna entre la cultura y el capital divide también por dentro la instancia económica pulsional del ello. Esta división del ello, de hecho, es ella misma la forma real histórica de existencia del ello y se expresa ideológicamente a través de la escisión del yo y del superyó. Podemos decir entonces que todas las instancias de la segunda tópica freudiana están históricamente divididas entre el capital y la cultura, entre el dinero y los demás significantes, entre el sistema económico del capitalismo y el sistema simbólico de la civilización humana.

La división a la que me refiero es una manifestación histórica particular de la oposición pulsional que Freud establece entre lo erótico y lo tanático. Antes de complicarse y embrollarse ideológicamente en el yo y en el superyó, la contradicción aparece nítidamente plasmada en la división del ello, el cual, para Freud, está desgarrado por “Eros y la pulsión de muerte” que “luchan en el ello” (p. 59). Este desgarramiento se manifiesta históricamente en la división del ello moderno entre, por un lado, lo vital y vivificante de la cultura, y, por otro lado, lo destructor y mortífero del capital que Marx (1867) compara con un vampiro que succiona lo vivo para transmutarlo en más y más dinero muerto.  

Goce del capital

La masiva transmutación capitalista de lo vivo en lo muerto es la que hace que la vida humana, animal y vegetal vaya cediendo su lugar a la existencia inerte mineral de las tierras erosionadas, los continentes de basura y las montañas de mercancías y dinero. Este resultado final del capitalismo es la más clara manifestación histórica de lo que Freud concibió como pulsión de retorno a lo inerte o inanimado. El retorno a un mundo sin vida se ha puesto en evidencia en el cataclismo ambiental de los últimos cincuenta años, en los que hemos asistido a la mayor extinción de seres vivos desde el final del cretácico, la mayor deforestación de la historia de la humanidad y la desaparición de más de la mitad de las poblaciones animales del planeta.

El ecocidio generalizado es un rasgo saliente del capitaloceno, de la era del dominio del capital, cuando la vida se ha destruido más en sólo cincuenta años que en 15,000 años de existencia de la cultura humana o en 200,000 años de existencia de la humanidad.  Hay que tener claro entonces que no es ni la humanidad ni la cultura humana las que destruyen la vida. El cataclismo vital no es consecuencia del antropoceno, sino del capitaloceno, del reino del capitalismo que nos impulsa frenéticamente a la producción y al consumo para mantener sus tasas de ganancia y para asegurar la acumulación del capital. Es el capital el que ha devastado y sigue devastando todo lo vivo en la tierra.

La devastación capitalista, como retorno a lo inanimado, puede ser concebida psicoanalíticamente como un goce del capital, dándole al goce el sentido lacaniano de posesión por la posesión y de mortífera satisfacción pulsional. Es la pulsión de muerte, en efecto, la que logra satisfacerse a través del goce del capital, del goce de la acumulación capitalista, del goce de la posesión por la posesión de más y más capital a costa de la vida humana y de todo lo vivo en la tierra. Este goce del capital se presenta como una satisfacción de la pulsión de muerte no sólo por su aspecto posesivo-acumulativo y mortífero-destructivo, sino también por su propensión a buscar la satisfacción pulsional del modo más económico, por la vía más corta, en corto-circuito, en línea recta. 

División del ello

Conviene recordar que Freud asocia la recta con la pulsión de muerte, mientras que la pulsión de vida preferiría las vueltas y los rodeos. Eros nos extravía en la vida, mientras que Tánatos nos hace ir por el camino más corto a la muerte, a nuestra muerte, que es el destino al que todos nos dirigimos. Para llegar de modo rápido y económico a la muerte, nada mejor que el capitalismo que exalta la rapidez y que por ello acorta los tiempos y las distancias, repudiando las demoras, las esperas y los rodeos.

Mientras que los rodeos constituyen la trama erótica vital de la cultura humana, las rectas corresponden a la geometría tanática del capitalismo. El goce del capital satisface así la pulsión de muerte de forma directa, inmediata, mientras que la cultura la satisface de modo mediato, indirecto, desviado, manteniendo así la pulsión en suspenso, haciéndola girar y extraviarse como pulsión de vida. Los extravíos de Eros dejan margen para el deseo, mientras que el goce del capital cierra y colmata el espacio para el deseo, impidiendo incluso que emerja. 

No hay lugar para el deseo en la satisfacción pulsional económica directa e inmediata del goce del capital, pero sí en los extravíos culturales de la pulsión de vida en la trama simbólica de la civilización humana. Tenemos aquí dos configuraciones libidinales diferentes que vemos coexistir en el ello característico de la modernidad. Este ello está dividido entre la cultura y el capitalismo, entre el espacio cultural para el deseo y el dominio económico del goce del capital, entre los tortuosos caminos de la pulsión de vida y los eficientes atajos de la pulsión de muerte.

La división moderna del ello desgarra irremediablemente al sujeto entre el goce mortífero del capital y el deseo vivificante del Gran Otro de la civilización humana. Cualquiera de nosotros conoce la experiencia desgarradora en la que nuestro impulso erótico civilizatorio a unirnos, a solidarizarnos unos con otros y a crear comunidad, se enfrenta con el goce capitalista que nos aísla en una inercia posesiva y acumulativa, agresiva y competitiva, que nos hace ver al otro como un rival o como un medio para gozar, como algo apropiable, intercambiable, utilizable y explotable. Este goce del capital suele también desgarrarnos al oponerse a nuestro deseo de otra cosa, de algo absolutamente diferente, de un más allá del horizonte del gran mercado en el que se ha convertido el mundo. Tanto el deseo como el goce y las pulsiones provienen del mismo ello, pero de un ello dividido entre el capital y la cultura. 

Superyó escindido

La división del ello se transmite al superyó, pues el superyó, tal como lo describe Freud (1923), es el “abogado del mundo interior, del ello” (p. 37). El ello dividido entre lo deseante y lo gozoso, entre lo cultural erótico y lo tanático del capital, requiere lógicamente un representante superyóico disociado que abogue simultáneamente por el sistema simbólico de la cultura y por el sistema económico del capitalismo. Dado que estos dos sistemas se contradicen diametralmente, el superyó que los represente a ambos estará necesariamente escindido entre uno y el otro, cada uno con sus respectivas lógicas, normas, reglas, intereses, aspiraciones e ideales.

El polo capitalista del superyó nos insta imperativamente a gozar, acumular, enriquecernos, consumir y consumirnos, poseernos y vendernos, competir con los otros, explotarlos y explotarnos. Por el contrario, el polo cultural puede prohibirnos gozar y exigirnos respetar a los demás, no hacerles daño, compartir y fraternizar con ellos, constituir comunidad y enriquecer a la civilización. Esta contradicción entre el imperativo superyóico civilizatorio y el capitalista es flagrante y profundiza e intensifica nuestro sentimiento de culpa.

El sujeto no puede sino sentirse culpable ante los valores más altos de la civilización por someterse a las reglas del juego capitalista y así actuar inmoralmente, de modo bajo y mezquino, al publicitarse, prostituirse, venderse y vender a los amigos, instrumentalizar al otro, enriquecerse a costa de él, desposeerlo y explotarlo. Sin embargo, si el sujeto se mantiene fiel a la elevada ley de la cultura, entonces habrá de sentirse culpable por desobedecer la despiadada ley de la selva del capitalismo y por condenarse así a ser alguien débil, un ingenuo, un paria, un improductivo, un fracasado, un explotado, un marginado.

Quizás podamos decir que el sujeto es denigrado, criticado y atormentado tanto por el capital que lo posee por dentro como por la figura paterna interiorizada como ideal del yo. Aquí hay que recordar que Freud (1923) se representa el superyó como una “formación sustitutiva de la añoranza del padre” (p. 38), lo considera “generado precisamente por aquellas vivencias que llevaron al totemismo” (p. 39) y lo explica por una “identificación inicial cuando el yo era todavía endeble, heredero del Complejo de Edipo, conservando su carácter de origen” y presentándose como un “monumento recordatorio de la endeblez y dependencia” ante el padre (p. 49). Todos estos aspectos paternos del superyó van transfiriéndose al capital a medida que el capitalismo subsume una cultura intrínsecamente patriarcal.

Sabemos por Durkheim, Federn, Lacan y otros que el patriarcado y la entidad simbólica paterna han ido perdiendo terreno, poder y autoridad en favor del capital. Es cada vez más ante el capital ante el que nos sentimos endebles y dependientes, débiles e impotentes, incapaces y fracasados. Nuestro consuelo puede ser a veces que obedecemos la más alta ley paterna de la moral y la civilización, pero este consuelo es cada vez más insuficiente para calmar nuestra culpabilidad ante un capitalismo cada vez más moralizador, cada vez más voraz y poderoso, más exigente y severo, más competitivo y segregativo.  Este capitalismo lleva cotidianamente a millones de sujetos a deprimirse, angustiarse y hasta suicidarse por no poder satisfacer el goce del capital, el goce de la posesión por la posesión, el goce de poseer dólares, líneas de crédito, marcas, seguidores o visualizaciones de videos.

Ahora bien, el polo capitalista ascendente del superyó, al igual que su menguante polo paterno, implica el doble imperativo contradictorio de ser y no ser como el ideal. En el caso del padre, Freud (1923) resume este doble imperativo con las dos fórmulas “así como el padre debes ser” y “así como el padre no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están reservadas” (p. 36). Lo prohibido es todo aquello que, en el triángulo edípico, nos haría usurpar de modo incestuoso la posición de nuestro padre en su relación con la madre como objeto último de nuestro deseo.

Así como el polo superyóico paterno puede hacernos fracasar al proscribirnos el éxito de nuestro padre, de igual modo el polo capitalista del superyó habrá de rebajarnos y someternos ante el capital, prohibiéndonos una victoria que siempre será del capitalismo y nunca de nosotros. El polo capitalista del superyó hará entonces que nunca lleguemos a ser tan poderosos como el capital que nos posee por dentro. Esto podrá tener como consecuencia tanto nuestro sometimiento y nuestro empobrecimiento como nuestra sensación de ser insuficientemente opulentos por más opulentos que seamos.

Al menos las aberraciones superyóicas ideológicas del capitalismo pueden aún ser criticadas, tal como las estamos criticando ahora mismo y tal como se les ha criticado muchas veces en más de un siglo de tradición marxista de crítica de la ideología. Esta crítica evidencia y confirma la escisión del superyó en el que Freud (1923) sitúa la función fundamental de la “crítica” (p. 53). Lo que denominamos “crítica de la ideología” en el marxismo puede concebirse, en clave freudiana, como una ofensiva del reducto cultural del superyó contra aquello que en él ha cedido al capitalismo y lo sirve ideológicamente a través de la adopción de sus ideales e imperativos.

Yo escindido

Además de ser la ofensiva ideológica del polo cultural contra el polo capitalista del superyó, la crítica marxista de la ideología puede ser también indudablemente un cuestionamiento yoico racional de la ideología superyóica irracional y racionalizadora. Este cuestionamiento, que podemos inferir del pasaje de Páramo-Ortega al que me referí al principio, es la forma canónica de crítica de la ideología que encontramos tanto en el estructuralismo althusseriano de los años 1960 como en el positivismo del marxismo dogmático de las academias de la Unión Soviética. Estamos aquí ante una forma de crítica racionalista y cientificista sin duda efectiva e imprescindible, pero también insuficiente, debiendo completarse con otra crítica de la ideología que se realice en el nombre de nuestros ideales y no en función de lo real y racional, desde la trinchera ético-política y no desde el puesto científico de observación, desde un reducto interior militante del mismo superyó y no desde la posición exterior y pretendidamente neutra del yo.

Además de completarse con la potencia de lo superyóico, la noción de la crítica yoica de la ideología necesita matizarse y reformularse en una época en la que resulta cada vez más difícil deslindar la racionalidad científica de la racionalización ideológica. No podemos ya simplemente argumentar que una crítica proveniente del yo es infalible porque se guía, como lo planteaba Freud (1923), por el “principio de realidad” (p. 27). Es preciso rendirnos a la evidencia de que el principio de realidad por el que se guía el yo es también siempre aquello que Herbert Marcuse (1953) llamaba “principio de actuación”, definiéndolo como una “forma histórica prevaleciente del principio de realidad”, una forma determinada por cierta organización de la sociedad que estaría determinada por “modos de dominación del hombre y de la naturaleza” (pp. 48-49). Es la dominación capitalista la que gobierna internamente el principio de actuación por el que se guía el yo al creer guiarse únicamente por el principio de realidad.

Al atenerse a la realidad, el yo está sometiéndose imperceptiblemente al sistema capitalista que, al menos en parte, domina y organiza la realidad. Esto puede corroborarse con facilidad al apreciar cuán funcionales son para el capitalismo los sujetos perfectamente adaptados a la realidad que les rodea. Su realidad es también la del capitalismo y adaptarse a ella es aceptar el capitalismo y reforzarlo con esta aceptación.

Al hacer que aceptemos el capitalismo al adaptarnos a la realidad, el yo estará claramente al servicio del capital, impidiendo que nos sublevemos contra él no sólo al seguir los deseos del ello, sino también quizás al obedecer imperativos superyóicos de solidaridad, justicia o realización comunitaria. De igual modo, al criticar la ideología del superyó en el nombre de la realidad, el yo quizás termine criticando el ideal político ideológico de otro mundo no-capitalista, criticándolo en el nombre del mundo existente, en el nombre de la realidad y en favor del capitalismo que rige esa realidad. La crítica yoica de la ideología será entonces una crítica del comunismo y de otros mundos posibles en lugar del mundo capitalista.

Debemos entender que el mundo capitalista es el mundo exterior en el que está pensando Freud (1923) cuando nos dice que el yo es la “parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior” que “se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior” (p. 27). Al representar este mundo exterior, el yo no solamente lo hace valer contra el mundo interior del ello, sino también, para Freud, contra el representante de este mundo interior, contra el superyó que puede abogar por los deseos más íntimos del sujeto a través de ideales como el comunista. El movimiento hacia el comunismo no puede ser sino un movimiento mediado por el superyó, por el polo cultural del superyó y por su orientación anticapitalista, por su tensión y contradicción con respecto al polo capitalista.

El superyó es necesario para luchas como la comunista, lo que no excluye, desde luego, que estas luchas también requieran del yo, al menos de la parte del yo no subsumida en el capitalismo, pues no hay que olvidar que hay también una escisión política del yo. El yo está escindido porque la realidad a la que se atiene también está disociada, porque no sólo es la realidad creada por el sistema económico del capitalismo, sino también la realidad internamente constituida y organizada por el sistema simbólico de la cultura. Es también en el nombre de la cultura que nos rodea que podemos combatir al capitalismo, combatiéndolo por su degradación de la cultura y no sólo por su devastación de la naturaleza. Tanto al hacer valer la realidad natural como la realidad cultural, el yo deberá oponerse al polo capitalista del superyó con sus imperativos ideológicos insostenibles e irrealistas de goce del capital, de acumulación, de sobreproducción y de consumo desenfrenado.   

Referencias

Adorno, T. W. (1955). Acerca de la relación entre sociología y psicología. En H. Jensen (comp.), Teoría crítica del sujeto: ensayos sobre psicoanálisis y materialismo dialéctico (pp. 36-76). México: Siglo XXI, 1986.

Fenichel, O. (1934). Sobre el psicoanálisis como embrión de una futura psicología dialéctico materialista. En J.-P. Gente (Comp.), Marxismo, psicoanálisis y Sexpol I (pp. 160-183). Buenos Aires, Argentina: Granica, 1972.

Freud, S. (1923). El yo y el ello. En Obras completas, volumen XIX (pp. 1-66). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1927). El porvenir de una ilusión. En Obras completas, volumen XXI (pp. 1-56). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1932). Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. En Obras completas, volumen XXII (pp. 1-168). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Jones, E. (1957). The life and work of Sigmund Freud, Volume 3. Nueva York: Basic Books.

Marcuse, H. (1953). Eros y civilización. Madrid: Sarpe, 1983.

Marx, K. (1867). El Capital I. México: FCE, 2008.

Osborn, R. (1937). Marxisme et psychanalyse. Paris: Payot, 1967.

Páramo-Ortega, R. (2013). Marxismo y Psicoanálisis – un intento de una breve mirada ante un viejo problema. Teoría y crítica de la psicología 3, 344–372

Pavón-Cuéllar, D. (2016). Sigmund Freud y las dieciocho psicologías de Karl Marx.Teoría y Crítica de la Psicología 8 (2016), 92-124

Traición como liberación: marxismo, psicoanálisis y luchas irlandesas en la historia mexicana

Joven capitán, posible retrato de Guillén de Lampart, por Peter Paul Rubens

Versión en español de la intervención en el simposio Psychoanalysis and Revolution in Ireland, Dublin, Irlanda, 6 de julio de 2023

David Pavón-Cuéllar

Hay un pasaje de nuestro manifiesto Psicoanálisis & revolución. Psicología crítica para movimientos de liberación en el que Ian Parker y yo nos referimos a cómo nuestro yo nos domina, cómo nos traiciona al dominarnos y cómo podemos liberarnos de él gracias a los movimientos de liberación. Liberarnos es aquí liberarnos de nuestro yo que aparece como nuestro amo que nos traiciona y a través del cual nos traicionamos. Como siempre con los amos, debemos elegir entre ellos y nosotros: o nos traicionan o los traicionamos; o nos traicionamos al someternos a ellos, o nos liberamos de ellos al traicionarlos.

Debemos traicionar a nuestros amos para liberarnos de ellos. Una de las razones por las que nuestra liberación es tan difícil es porque implica una traición, una traición hacia el amo y hacia lo que hay del amo dentro de nosotros, precisamente bajo la forma del yo. Traicionar y traicionarse no es fácil, por más liberador que sea.

Le daré aquí un sentido positivo y no sólo negativo a la traición, cuando lo habitual es que le demos un sentido sólo negativo, como cuando sentimos que hemos sido traicionados por alguien. Me imagino que este sentimiento es conocido por todos nosotros. Yo lo sentí, por ejemplo, cuando tenía aproximadamente veinte años de edad y leí a Marx y especialmente a Engels celebrando a Estados Unidos cuando invadió mi país, México, entre 1846 y 1847, robándonos la mitad de nuestro territorio. Engels se alegraba de que “la espléndida California les fuera arrebatada a los perezosos mexicanos” y consideraba sin ambages que lo mejor para México sería “colocarse bajo la tutela de los Estados Unidos”.

Las frases de Engels que acabo de citar han sido evocadas recientemente por los nacionalistas derechistas de México para explicar por qué no son marxistas, pero todos sabemos que su nacionalismo sólo es una máscara ideológica para ocultar su complicidad con el neocolonialismo, con el nuevo imperialismo y con el capitalismo extractivista globalizado. En países del Sur Global como el mío, el único auténtico nacionalismo es el de izquierda radical, el anticolonial, el antiimperialista, el anticapitalista, el paradójicamente internacionalista. Esto es algo que ustedes seguramente entienden muy bien en Irlanda.

Estoy seguro de que también entenderán por qué, siendo un joven marxista mexicano, sentí que Marx y Engels me traicionaban al celebrar a Estados Unidos en su intervención en México. Esta primera intervención imperialista estadounidense en América Latina estaba siendo apoyada por los referentes de nuestro antiimperialismo latinoamericano. Y lo peor de todo: el apoyo a Estados Unidos era en el nombre de la expansión y el desarrollo de la economía capitalista en ese país.

El capitalismo y el imperialismo de Estados Unidos eran apoyados por Marx y Engels en el contexto latinoamericano. ¿Cómo alguien como yo, un joven marxista de Latinoamérica, no habría de sentirse decepcionado, traicionado en su anticapitalismo y antiimperialismo, traicionado en su deseo de libertad e igualdad real socioeconómica para todos, traicionado en el deseo atribuido a Marx y Engels, que imagina compartido con ellos, transmitido a través de ellos? Recuerdo que acusé a Marx y Engels de lo único por lo que uno puede ser culpable para Jacques Lacan. Marx y Engels habían sido culpables de ceder sobre su deseo que era igualmente mío, habrían claudicado en él, y así habrían traicionado a los marxistas latinoamericanos. Lacan observa que siempre hay algún tipo de traición en el hecho de ceder sobre su deseo. Ésta era la traición que les imputaba cuando era un joven marxista de 20 años.

Estoy seguro de que los marxistas irlandeses me entenderían. Es como si Marx y Engels hubieran apoyado el colonialismo británico en Irlanda. Sin embargo, como sabemos, ustedes corrieron con mejor suerte que los mexicanos. Marx y Engels apoyaron decididamente la independencia irlandesa desde la década de los 1850.

¿Por qué ustedes no fueron traicionados como nosotros por Marx y Engels? Pienso que una de las razones fue el momento en que Marx y Engels se manifestaron sobre cada caso. Como lo ha mostrado Pedro Scaron, hay un desarrollo en las posiciones de Marx y Engels sobre el colonialismo, desde la mayor insensibilidad ante el caso mexicano hasta las posiciones abiertamente anticoloniales a partir del caso irlandés. Es casi como si Irlanda le hubiera enseñado a Marx y a Engels ese anticolonialismo que luego será tan importante para nuestro Sur Global.

Lo seguro es que los irlandeses se adelantaron a Marx y a Engels en la conciencia de lo que estaba en juego en el colonialismo. Esto se puede comprobar en la misma intervención de Estados Unidos a México entre 1846 y 1847, cuando centenares de soldados irlandeses desertaron el Ejército de Estados Unidos y se alistaron en el Batallón de San Patricio para defender a los mexicanos con los que se identificaban, a la vez que asociaban a los invasores estadounidenses con los opresores ingleses en Irlanda. Muchos irlandeses perdieron su vida peleando por México en el Batallón de San Patricio que también incluía a alemanes, escoceses e ingleses en un hermoso espíritu que hoy describiríamos como “internacionalista”. De los pocos supervivientes, cincuenta irlandeses serán colgados por el Ejército de Estados Unidos. La horca era la pena que les correspondía como culpables de traición, sí, traición, pero una traición que no tiene nada que ver con la traición que yo imputaba a Marx y a Engels cuando era joven.

Hace treinta años, yo sentí que Marx y Engels me traicionaban porque cedían sobre nuestro deseo, porque traicionaban este deseo. Por el contrario, los irlandeses eran considerados traidores porque habían seguido su propio deseo, porque no habían cedido sobre él, lo que los llevó a traicionar a los Estados Unidos, al Ejército de Estados Unidos, a los generales del Ejército de los Estados Unidos. Los irlandeses en México traicionaron a su amo para seguir su deseo, para no ceder sobre él, para no traicionarse a sí mismos.

Fue para luchar por su deseo de libertad que los irlandeses debieron traicionar al opresor entre 1846 y 1847. No es la primera vez que lo hacían en México. Veinticinco años antes, México obtenía su independencia de España en parte gracias al último jefe político español, Juan O’Donojú, hijo de los nobles irlandeses Richard Dunphy O’Donnohue, procedente del condado de Limerick, y Alicia O’Ryan, originaria del condado de Kerry, quienes tuvieron que refugiarse en España al huir de la persecución contra los católicos de los reyes Jorge I y Jorge II de Gran Bretaña.

Quizás la herencia de persecución fuera lo que hizo que Juan O’Donojú luchara por la libertad primero contra los invasores franceses en España y luego contra el absolutismo de la corona española. Esto hizo que fuera encarcelado y torturado en dos ocasiones. Luego, como máxima autoridad española en México, supo escuchar diez años de luchas de los mexicanos contra España y firmó el acta de independencia de México justo antes de morir. Él también fue considerado un traidor en España.

La traición contra España era la única forma en que Juan O’Donojú podía estar del buen lado de la historia. Este lado el siempre el del deseo, pero también el de la libertad. Es por ello el lado de quienes quieren ser libres, de los oprimidos, ya sean los colonizados por España, los judíos en el régimen nazi, los palestinos en Israel o los inmigrantes africanos en Francia o en cualquier otro país europeo. El lado de estos oprimidos no puede ser sino una trinchera contra sus opresores. Vencer al opresor español exigía traicionarlo.

La traición de Juan O’Donojú contra la Corona de España fue la misma traición liberadora en la que incurrió otro irlandés en México, William Lamport o Guillén de Lampart, nacido en Wexford a principios del siglo XVII, en el seno de una familia católica noble abiertamente hostil a la ocupación inglesa de Irlanda. Primero William, como estudiante en Londres, fue condenado a muerte por escribir un texto contra Inglaterra, pero consiguió huir a España. Luego llegará a México y urdirá el plan de hacerse pasar por hijo del rey de España para gobernar la colonia española y así poder liberar a indígenas, negros y mestizos. Su plan será descubierto y morirá quemado en la hoguera.

Como los 50 soldados irlandeses colgados en 1847, el noble irlandés William Lamport murió quemado en México en 1659. Fue así cómo perdió su yo, su individualidad, por mantenerse fiel a nosotros. Por no traicionarnos, traicionó a su amo, a España.

El delito de Lamport fue también traicionar al opresor, aliarse con los oprimidos, luchar por su deseo de libertad. Su culpa fue paradójicamente no ser culpable de ceder sobre su deseo. Fue por no ser culpable a los ojos del psicoanálisis que William Lamport fue culpable para el poder.  

El programa político de Lamport se pone en evidencia en sus escritos en los que se presenta como un sorprendente precursor de nuestras luchas antirracistas, anticoloniales y antiimperialistas. El deseo de libertad e igualdad se manifiesta de forma elocuente en su Salmo número 632. Ahí recuerda que los africanos “nacieron libres” como los demás seres humanos, que “no es lícito” reducirlos a “cruel servidumbre” como tampoco sería lícito que ellos nos hicieran “cautivos” a nosotros, y les pregunta a los mexicanos por qué compran etíopes cuando no quieren ser “comprados por ellos”.

Defendiendo una libertad igual para todos, una libertad en la igualdad, William Lamport se dirige a los mexicanos, a los sujetos que se identifican con el amo, y los pone en su lugar, en el lugar de sujetos. Lo que hace no es simplemente decirles que no hagan a otros lo que no quieren que les hagan a ellos. No es tampoco pedirles que se pongan en el lugar de los otros. Es algo más radical: es decirles que su lugar es el de los otros, el de los sujetos, y no el de los amos. Es como si le dijéramos a un nazi que su lugar es el del judío, o a un soldado israelí que su lugar es el del palestino al que asesina, o a un policía francés que su lugar es el del inmigrante al que dispara.

Nuestro verdadero lugar, el lugar de nuestra verdad, siempre es el que nos ha enseñado Lacan y el que los marxistas deberíamos conocer bien: el lugar del sujeto y no el del amo, el del deseo y no el del goce del gran Otro, el de la impotencia y no el del poder, el de los pueblos oprimidos y no el de los pueblos opresores. Este lugar de la verdad es aquel desde el cual hablaba William Lamport. Era un lugar que él conocía muy bien, quizás por haber sido un irlandés perseguido por la corona inglesa, o tal vez por estar loco, pues hay que decir que Lamport era eso que hoy describiríamos como un psicótico, tenía eso que llamamos delirios y alucinaciones.

A veces debemos estar locos para estar en la verdad. A veces la verdad es la que nos enloquece. No sabemos exactamente si esto fue lo que le ocurrió a Lamport. Lo que sí sabemos es que su locura le hizo hablar con la verdad, con la verdad de su deseo de igualdad y libertad, al traducir y traicionar el discurso del amo, el discurso del poder y el saber, el discurso de la monarquía, del cristianismo y catolicismo. Su ferviente religiosidad y su aspiración a ser emperador mexicano eran la escenificación teatral en la que él podía articular su deseo, eran el saber que él podía subvertir al expresar su verdad, eran el discurso en el que él podía tomar la palabra, eran lo que debía ser traducido y podía ser traicionado al ser traducido.

La traducción y traición de Lamport fue detenidamente analizada por la Inquisición. Los inquisidores escucharon a Lamport, escucharon la verdad de su deseo, y por eso lo condenaron a la hoguera. Hoy sus delirios habrían sido escuchados por un psicólogo o un psiquiatra que lo habrían condenado al internamiento psiquiátrico. La verdad siempre tiene que ser acallada. Es algo propio de la modernidad, ya desde la época clásica, especialmente desde el siglo XVII, como nos los enseña Foucault al detenerse precisamente en ese siglo de Lamport.

En el mismo siglo XVII, en un pasaje que atrajo la atención de Lacan, el escritor jesuita español Baltasar Gracián cuenta cómo la verdad aterra y hace escapar a los sujetos de su tiempo que sigue siendo el nuestro. No soportamos la verdad y ahora la perseguimos con la psicología o la psiquiatría como antes con la Inquisición. Esto también lo comprendió muy bien Foucault, quien también comprendió que el psicoanálisis debería ser otra cosa. Debería permitirnos escuchar la verdad, la verdad del deseo, del síntoma, de la palabra de los sujetos que traicionan el discurso del amo al tratar de traducirlo.

Al traicionar el discurso del amo, estamos en lo que Lacan llamó el discurso de la histérica. Este discurso de la subversión está en el origen de cualquier movimiento revolucionario. La revolución comienza por la expresión y la escucha de un deseo. Luego este deseo es lo que permite que la revolución se mantenga abierta, que describa un movimiento en espiral, que se vuelva una revolución permanente en lugar de volver a su punto de partida y reconstituir el discurso del amo. Todo esto es lo que nos dice Lacan al explicarnos lo que él mismo describe como interés del psicoanálisis para la revolución: un interés consistente en permitir la expresión y la escucha del deseo que mantiene abierto el círculo revolucionario.

Lo que hace el psicoanálisis es histerizarnos y sostener el discurso de la histérica. En este discurso de la histérica, somos nosotros, como sujetos, quienes hablamos en lugar del amo, en lugar del yo, al usurpar su posición de amo, como Lamport intentó usurpar el lugar del rey. Sólo así podemos expresarnos como sujetos al expresar nuestro deseo, expresándonos como sujetos deseantes, pero también como sujetos divididos, atravesados por el poder.

La división es flagrante en el caso de Lamport. Es como hijo del rey de España que Lamport quiere liberar a los mexicanos de España. Su creencia en la libertad es tan sólida como su creencia en la monarquía. Su catolicismo es el de un hereje.

Lamport es un sujeto dividido porque sólo puede hablar de libertad e igualdad en el discurso del amo, el discurso de la política de su tiempo, el discurso de la monarquía, el discurso del catolicismo y el colonialismo. Es lo mismo que sucedía con Marx y Engels al referirse a la invasión estadounidense a México entre 1845 y 1847. Marx y Engels también requirieron del discurso del amo, el del colonialismo y el imperialismo, para poder expresar su deseo que terminará convirtiéndose en un deseo anticolonialista y antimperialista.

Podemos decir que Marx y Engels, al igual que Lamport, debieron ceder sobre su deseo para no ceder sobre su deseo, debieron traicionarse para no traicionarse, debieron hacer concesiones para no hacer concesiones. Esta ética paradójica será pensada por Lacan en su seminario ocho sobre La Transferencia, donde la considerará la ética moderna por excelencia, por contraste con la ética antigua de la inflexible Antígona que no cede nada sobre su deseo. La nueva figura ética ya no es Antígona, sino un personaje de Claudel, Sygne de Coufontaine, que acepta casarse con el peor enemigo de su familia para preservar el patrimonio familiar.

Sygne deber ceder sobre su deseo para no ceder sobre su deseo de preservar el patrimonio familiar. ¿Acaso no tenemos aquí la ética realista, la ética de la política real, de los revolucionarios que deben hacer concesiones para avanzar en la revolución, que deben traicionarse para no traicionarse, que deben desviarse del camino hacia el comunismo al dirigirse al horizonte comunista en un terreno tan montañoso y accidentado como el de la realidad? Estoy parafraseando a Lenin porque él comprendió muy bien esta nueva ética. La comprendió en su estrategia revolucionaria y la explicitó en su crítica del infantilismo izquierdista.

Lenin comprendió que el texto mismo de Marx debía traicionarse al traducirse en la política real. Vislumbró que había opresión en el camino hacia cualquier liberación. Por esto y por más, Lenin habló desde la división del sujeto. Aceptó esta división y la asumió como una contradicción en su dialéctica materialista. Es lo mismo que hicieron Marx y Engels. Es por esto y por más que hoy deberíamos escucharlos en el psicoanálisis. Esta escucha está en la base de nuestro manifiesto.

Marx / Lacan: el abismo, la homología, la compatibilidad y el reverso

Versión en español de la conferencia dictada en el coloquio En finir avec la psychanalyse?, organizado por la asociación Le Pari de Lacan en el auditorio del IRIS, París, 12 de junio de 2022.

David Pavón-Cuéllar

El tema de mi conferencia me fue propuesto por Pierre Bruno bajo la forma de una diagonal entre los nombres de “Marx” y de “Lacan”. Mi interpretación de esta diagonal es aquello de lo que hablaré ahora. Examinaré lo que hay entre los campos designados por los nombres de “Marx” y “Lacan” desde el punto de vista del propio Lacan.

Me ocuparé de lo que Lacan descubre entre él y Marx, entre sus respectivos campos, entre el psicoanálisis y el marxismo. Las indicaciones de Lacan al respecto son muy variadas, pero pueden reagruparse bajo las rúbricas de cuatro expresiones del propio Lacan: el abismo, la homología, la compatibilidad y el reverso. Comencemos por el abismo.

Abismo

En el Acta de fundación de la Escuela Freudiana de París, Lacan descubre un “abismo incolmable” entre Marx y Freud[1]. Este abismo excluye no sólo el intento freudomarxista de aproximar e integrar los campos marxista y freudiano, sino también la propensión a enfrentar los dos campos de tal modo que uno comprendería, cuestionaría y eventualmente refutaría al otro. Los campos no pueden comunicar así entre ellos porque están separados por un abismo que los vuelve inalcanzables el uno para el otro.

El abismo debería detener a marxistas y freudianos a la hora de intentar descalificarse unos a otros. Por un lado, como lo advierte Lacan en su misma Acta de Fundación, la “sospecha no disipada” en el campo de Marx no puede nada contra la “esperanza de la verdad” en el campo freudiano[2]. Por otro lado, como lo reconoce Lacan en sus Respuestas a estudiantes de filosofía, “el psicoanálisis no tiene el más mínimo derecho a interpretar la práctica revolucionaria” del marxismo[3].

Los marxistas no deberían dejarse afectar por las interpretaciones psicoanalíticas de la revolución en términos de Edipo no resuelto y revuelta contra el padre, así como el psicoanálisis no tendría que preocuparse por su caracterización marxista como pseudociencia burguesa decadente. Los reproches de un campo no tienen mucho sentido para el otro campo, lo que no supone que los campos deban abstenerse de referirse el uno al otro. Lacan vislumbra incluso una mutua interpelación: él mismo cuestionó a Marx y al marxismo, pero también fue receptivo a críticas marxistas del psicoanálisis.

Por ejemplo, en Posición del inconsciente, Lacan “encuentra justificada la prevención con que el psicoanálisis tropieza en el Este”, considerando que al psicoanálisis “le tocaba no merecerla”, no sometiéndose a “la clase de interés que la psicología viene a servir en nuestra sociedad presente”[4]. De modo análogo, en Radiofonía, Lacan se alía con los marxistas al reprocharles a los psicoanalistas que “hagan profesión” de política por más que “no quieran saber nada” sobre ella[5]. En ambos casos, Lacan está de acuerdo con los marxistas que denuncian las implicaciones políticas de la práctica psicoanalítica y su complicidad con el sistema capitalista. Esta complicidad es evidente para Lacan, al menos en lo que se refiere a cierto psicoanálisis americanizado y psicologizado.

Homología

Lacan recurre al discurso marxista para criticar el psicoanálisis en lugar de limitarse a emplear ideas freudianas para cuestionar el marxismo. Puede así desplazarse entre las dos perspectivas porque parece asumir entre ellas una profunda continuidad y no sólo un abismo incolmable. De hecho, hay múltiples aserciones en las que Lacan acentúa simultáneamente la irreductible diferencia y la total coincidencia entre Marx y Freud.

En una conferencia de 1967 en Estrasburgo, Lacan observa que Freud tiene “un prestigio del mismo orden” que el de Marx, pero sin sus “consecuencias cataclísmicas”[6]. La diferencia reside aquí solamente en que el psicoanálisis no trastornara el mundo como lo hizo el marxismo. Sin embargo, aunque los efectos fueran diferentes, la causa marxiana y la freudiana coinciden en aquello por lo que son descritas de las mismas formas, como propuestas inmorales o subversivas, como factores disolventes de la sociedad burguesa, como síntomas de una crisis de la modernidad, como expresiones de una escuela de la sospecha y como muchas otras cosas. 

En el mismo año de 1967, en el seminario de la Lógica del fantasma, Lacan aclara lo que entiende por el prestigio del mismo orden. Marx y Freud coinciden en enseñarnos que “el sujeto es perfectamente cósico”, una “burbuja” que “puede reventarse”, pero difieren otra vez porque el triunfo de Freud es menos evidente, quizás paradójicamente porque “fue más lejos”[7]. Ahora entendemos por qué Freud no produce cataclismos como las revoluciones de los marxistas: no los produce porque va más lejos que Marx, pero va más lejos que él en la misma dirección marcada por él, hacia la misma concepción materialista del sujeto como cosa que puede reventarse, lo que explica por qué Marx y Freud tienen un prestigio del mismo orden.

El marxismo y el psicoanálisis pueden tener las mismas resonancias porque Freud va en la misma dirección que Marx. Es por esto que Lacan ya detectaba desde 1960, desde el seminario sobre La ética del psicoanálisis, un “lado marxista del sentido en el que se articula la experiencia indicada por Freud”[8]. Lacan sabía desde luego que Freud no profesaba el marxismo, pero discernía el aspecto marxista de una investigación freudiana que se cruzaba constantemente con la de Marx.

Como lo observa Lacan en 1968 durante su seminario De un Otro al otro, el marxismo y el psicoanálisis “pasan por los mismos puntos radicales”, aunque “no se desarrollan absolutamente, desde luego, sobre el mismo campo”[9]. Hay aquí dos campos con un abismo incolmable entre ellos, pero podemos tropezar con lo mismo en los dos. El discurso marxiano y el freudiano convergen, intersectan, ya que llegan hasta los mismos lugares, como el del sujeto perfectamente cósico.

El marxismo y el psicoanálisis, en suma, son homólogos. En los términos de Lacan, la homología no es la analogía, sino que “se trata de lo mismo”, de “la misma cosa”[10]. Ya vimos cómo tropezamos con las mismas cosas, no sólo con cosas semejantes, en los campos de Marx y de Freud y Lacan. Los dos campos nos ofrecen manifestaciones o versiones homólogas de lo mismo y es por esto que hay una homología entre ellos.

La homología implica lo que Lacan describe como una “identidad” en la referencia[11]. Lo idéntico son los puntos radicales de cruce entre el marxismo y el psicoanálisis. Varios de estos puntos fueron identificados por Lacan. Ya nos referimos al sujeto cósico, pero conviene recordar también el síntoma, el inconsciente, el sujeto y el objeto pequeño a. Conociendo todo esto, Marx se adelantó a una parte fundamental de lo que Lacan teorizó un siglo después.

¿Qué nos quedaría de la teoría lacaniana sin lo anticipado por Marx, sin el objeto a, el sujeto, el inconsciente y el síntoma? Es revelador que Lacan haya puesto estos conceptos, no sólo en el centro de su teoría, sino en el centro de la relación homológica entre él y Marx. Comprobamos que esta homología es central en la teoría lacaniana, lo que justifica sobradamente que nos detengamos al menos un instante en cada uno de los conceptos que tienen manifestaciones homológicas en Marx y en Lacan.

El primero de los conceptos aparece ya desde 1946 en Acerca de la causalidad psíquica. Es la verdad como objeto de la “pasión de revelar” de Marx, Freud y otros[12]. Esta verdad se asocia en 1966, en los Escritos, con la idea freudiana del síntoma como retorno de lo reprimido, como “retorno de la verdad como tal en la falla de un saber”[13]. Lacan insiste en que tal idea no fue inventada por Freud, sino por Marx, quien supo desentrañar una verdad como la del capitalismo en la sintomatología de sus crisis, sus contradicciones y el sufrimiento de los sujetos.

Los dos siguientes puntos de cruce entre el marxismo y el psicoanálisis lacaniano, ambos enunciados en 1967 en el seminario sobre La lógica del fantasma, son el ya mencionado reconocimiento del sujeto cósico y la consideración de la “estructura”, de lo “latente”, que Lacan atribuye a Marx[14]. Un año después, en el seminario De un Otro al otro, la consideración de esta estructura convierte a Marx en el primer “estructuralista”[15]: el primero que refuta la posibilidad lógica de un “metalenguaje”[16]. Al evidenciar que no puede pensarse al exterior de la estructura económica y del horizonte de la historia, Marx efectúa ya el gesto que repiten Freud y Lacan al mostrarnos que no hay Otro del Otro, sino sólo el lugar del Otro, el inconsciente como discurso del Otro, los significantes que remiten a otros significantes y no a cosas ni a significados, no a la realidad ni a la conciencia.

Finalmente, en 1968, Lacan sitúa su homología con Marx en “la función del objeto pequeño a” que emerge con la interpretación marxiana de la “plusvalía” y se “aísla” en la noción lacaniana de “plus-de-gozar” [17]. El único problema de Marx fue simbolizar y contabilizar este objeto como plusvalor, pero siempre supo que había ahí un objeto perdido y sin sentido que resistía a cualquier simbolización, valorización y contabilización. Este objeto del psicoanálisis fue también atribuido por Lacan a Marx, en 1972, bajo dos otras formas: en El atolondradicho, como una “pérdida” implicada en el “progreso” de los progresistas[18]; en el seminario Ou Pire, como un sinsentido que “decolora” el idealismo filosófico hegeliano[19]. Si Marx es materialista y no idealista ni progresista, es precisamente, para Lacan, porque ha descubierto el objeto que luego será el del psicoanálisis.

Al llegar a manifestaciones homólogas de cosas idénticas, los discursos marxista y freudiano-lacaniano son también homólogos entre sí. La homología es aquí una coincidencia de esos discursos en el materialismo, en el estructuralismo y en la pasión por la verdad, pero también en la poesía. En 1977, en el seminario El momento de concluir, Lacan describe a Marx y a Freud, en efecto, como poetas porque logran hacer pasar la “relación sexual” en sus discursos, lo que explicaría quizás los flujos transferenciales a través de instituciones psicoanalíticas y movimientos comunistas[20].

Compatibilidad

Los marxistas y freudianos viven a su modo la homología entre Marx y Freud. Se relacionan de formas homólogas con sus maestros no sólo en el amor, sino en una traición que adopta diferentes formas en Lacan: en 1959, marxistas y freudianos traicionan a sus maestros al idealizar el pasado en una “ficción pastoral”[21] ; en 1960, al profesar el “prejuicio burgués” del progresismo[22]; en 1964, al aceptar las “falsas evidencias” del yo y el sentido común de la koiné[23]; en 1966, al dejarse llevar por el “humanismo”[24]; y en 1972 y 1973, al confundir sus legados con “concepciones del mundo”[25]. Si los marxistas y los freudianos pueden coincidir así en sus traiciones, es porque hay también una coincidencia en lo que traicionan. Marx y Freud coinciden en algo que puede ya definirse negativamente como una posición incompatible con la Weltanschauung, con el humanismo, con el sentido común, con el progresismo y con las ficciones pastorales.

Resulta, curiosamente, que para Lacan la incompatibilidad de los marxistas y los freudianos con sus respectivos maestros es mayor que la que existe entre Marx y Freud. Entre Marx y Freud, de hecho, no hay ninguna incompatibilidad para Lacan. En el seminario …o peor, en efecto, Lacan afirma sin ambages que Marx y Freud “son perfectamente compatibles” y que por lo tanto no tiene sentido ni “acordarlos” ni mucho menos hacer una “mezcla” entre ellos[26].

Como intento de mezcla, el freudomarxismo no fue para Lacan sino un “embrollo inextricable”, como lo dice en 1973 en su Introducción a la edición alemana de los Escritos[27]. ¿Cómo no embrollar los términos homólogos con sus referencias idénticas al intentar acordar y mezclar todo esto consigo mismo? Es verdad que el marxismo y el psicoanálisis resultan compatibles entre sí, pero esto sólo implica, según la etimología, compatior, sufrirse o tolerarse juntos, pero sólo juntos, el uno con el otro, sin pretender superar el abismo entre ellos.

Reverso

Ahora que recordamos el abismo, quizás nos preguntemos cómo puede abrirse entre dos manifestaciones de lo mismo, entre dos cosas que son compatibles e incluso homólogas entre sí. Pienso que la respuesta lacaniana se encuentra en la topología del reverso. Freud y Lacan están del otro lado de Marx. El anverso y el reverso están separados por un abismo, pero no por ello dejan de ser los dos lados de lo mismo, dos lados complementarios, homólogos, que remiten a una identidad.

Lacan sitúa su campo más de una vez al reverso del de Marx y del marxismo. Primero, en el seminario De un Otro al otro, invoca el concepto marxiano de plusvalor y “cuelga, superpone, reviste en su reverso la noción de plus-de-gozar”[28]. Luego, en el seminario intitulado precisamente El reverso del psicoanálisis, identifica este reverso con un discurso del amo cuyo “mantenimiento” es asegurado por Marx[29] y que “puede aclararse en una especie de pureza” en la política, la revolución y el marxismo[30]. Finalmente, en el mismo seminario, nos dice que podremos haber leído Marx y no “comprenderemos nada” si no leemos El reverso de la historia contemporánea de Balzac[31]. Lo que encontramos en esta novela de 1848, al reverso de las revoluciones y las luchas de clases de las que se ocupaba Marx, es un grupo secreto de caridad “sabia” y “razonada” que intenta elucidar los resortes más íntimos de la miseria única de cada sujeto singular, en una suerte de prefiguración del psicoanálisis[32]

El campo lacaniano del síntoma singular y del plus-de-gozar aparece al reverso del campo marxiano de la plusvalía y de la trama sintomática de la historia. Cada campo nos dice mucho sobre el otro. Nos dice su verdad, lo que oculta en su reverso, un reverso que “es consonante con verdad”, como nos dice Lacan[33].

Según lo que Lacan también observa en La ciencia y la verdad, el psicoanálisis nos revela una “dimensión de la verdad”, la del “drama subjetivo”, que está en la base de la base del marxismo[34]. Esta idea, central para la teoría lacaniana y su relación con Marx, podría provenir de una lectura que impresionó al joven Lacan, la del Carácter materialista del psicoanálisis de Jean Audard, quien planteaba en 1933 que el marxismo, para ser auténticamente materialista, debería profundizar hasta la base material inconsciente “primitivamente sexual” de la base consciente científica-tecnológica de las fuerzas productivas, es decir, hasta el nivel del sujeto del que se ocupa el psicoanálisis[35]. Audard intuye que profundizar en el discurso marxista significa atravesarlo y llegar hasta su verdad, hasta su reverso, hasta el psicoanálisis.

A manera de conclusión

La intuición de Audard fue compartida por Siegfried Bernfeld, quien también entrevió el reverso freudiano del marxismo al sondear ya desde los años 1920 las “pulsiones humanas” en el fondo inconsciente de la economía[36]. Esto le hizo merecer la crítica de Wilhelm Reich, quien prefería penetrar hasta el fondo socioeconómico del inconsciente, viendo en él una suerte de extimidad lacaniana, lo que le permitió llegar entre 1933 y 1934 al reverso marxista del psicoanálisis[37]. Reconciliando a Reich con Bernfeld, Otto Fenichel planteó en el mismo año de 1934 que en el mundo exterior la economía es la base del psiquismo, mientras que en el mundo interior “la base material se torna superestructura”[38].

En Fenichel el mundo externo y el interno son el mismo, pero al revés, como en la cinta de Moebio o en la Botella de Klein. Si los freudomarxistas hubieran conocido la topología lacaniana, tal vez le habrían parecido menos embrollados a Lacan. Yo pienso que algunos de ellos iban por el buen camino al atravesar fantasías usuales del marxismo y del psicoanálisis.

Audard y Bernfeld atravesaron cierto economicismo marxista para llegar a su verdad, a su reverso freudiano, el de las pulsiones y otros factores que rigen el sistema capitalista. Reich supo atravesar cierto psicologismo psicoanalítico para llegar a su verdad, a su reverso marxista, el de un sistema capitalista que subsume cada vez más el sistema simbólico de lenguaje, convirtiendo el discurso y el goce del Otro en discurso y goce del capital. Fenichel supo cómo hacer ambas cosas al afrontar el mismo abismo.

Los freudomarxistas afrontan el abismo, no para colmarlo, sino para cruzarlo. Audard, Bernfeld y Reich profundizan en cada lado hasta llegar a su reverso. Fenichel avanza por la superficie hasta que el mismo lado se convierta en su reverso a través de su torsión moebiana. Por su parte, Lacan intenta desembrollar todo esto al enunciar lo que hay entre los dos lados: el reverso, la compatibilidad, la homología y el abismo.


[1] Jacques Lacan, « Acte de fondation », in Autres écrits, , París, Seuil, 2001, p. 237.

[2] Ibid.

[3] Lacan, « Réponses à des étudiants en philosophie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 208.

[4] Lacan, « Position de l’inconscient », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, p. 313.

[5] Lacan, « Radiophonie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 438.

[6] Lacan, « Conférence à la Faculté de Médecine de Strasbourg ». Inédito.

[7] Lacan, Le séminaire, Livre XIV, La logique du Fantasme, 22.02.67. Inédito.

[8] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse, París, Seuil, 1986, 04.05.60, p. 246.

[9] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 12.02.69, p. 172

[10] Ibid., 27.11.68, pp. 45-46

[11] Ibid.

[12] Lacan, « Propos sur la causalité psychique », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, p. 192.

[13] Lacan, « Du sujet enfin mis en question », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, pp. 231-232

[14] Lacan, Le séminaire, Livre XIV, La logique du fantasme, 12.04.67. Inédito.

[15] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 13.11.68, pp. 16-17.

[16] Lacan, « Radiophonie », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 434.

[17] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, op. cit., 13.11.68, pp. 16-18.

[18] Lacan, « L’étourdit », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 494.

[19] Lacan, Le séminaire, Livre XIX, …ou pire, París, Seuil, 2011, 08.03.72, p. 118.

[20] Lacan, Le séminaire, Livre XXV, Le moment de conclure. Inédito.

[21] Lacan, « À la mémoire d’Ernest Jones : sur sa théorie du symbolisme », in Écrits I, París, Seuil (poche), 1999, pp. 190-191.

[22] Lacan, Le séminaire, Livre VII, L’éthique de la psychanalyse, París, Seuil, 1986, 04.05.60, p. 246.

[23] Lacan, « Position de l’inconscient », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, pp. 316-317.

[24] Lacan, « Note à ‘Subversion du sujet et dialectique du désir’ », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, p. 308.

[25] Lacan, « Séance extraordinaire de l’École belge de psychanalyse », Quarto, n° 5, 1981, p. 12. Ver también: Le séminaire, Livre XX, Encore, París, Seuil (poche), 1999, 09.01.73, p. 42.

[26] Lacan, Le séminaire, Livre XIX, …ou pire, París, Seuil, 2011, 21.06.72, p. 224.

[27] Lacan, « Introduction à l’édition allemande des Écrits », in Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 555.

[28] Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre, París, Seuil, 2006, 20.11.68, p. 29.

[29] Lacan, Le séminaire, Livre XVII, L’envers de la psychanalyse, París, Seuil, 1991, 17.12.69, pp. 33-35.

[30] Ibid., 18.02.70, p. 99

[31] Ibid., 17.06.70, p. 219

[32] Balzac, L’envers de l’histoire contemporaine (1848), París, Librairie Nouvelle, 1860, pp. 84-85, 148.

[33] Lacan, Le séminaire, Livre XVII, L’envers de la psychanalyse, op. cit., 21.01.70, p. 61.

[34] Lacan, « La science et la vérité », in Écrits II, París, Seuil (poche), 1999, pp. 349-350.

[35] Jean Audard, Du caractère matérialiste de la psychanalyse (1933), Littoral 27/28 (1989), p. 208.

[36] Siegfried Bernfeld, Sisyphus or The Limits of Education (1925), Berkeley, University of California Press, 1973, p. 64.

[37] Wilhelm Reich, La psicología de masas del fascismo (1933), Ciudad de México, Roca, 1973, p. 27. Materialismo dialéctico y psicoanálisis (1934), Ciudad de México, Siglo XXI, 1989, pp. 10-15.

[38] Otto Fenichel, Sobre el psicoanálisis como embrión de una futura psicología dialéctico materialista (1934), en Ian Parker y David Pavón-Cuéllar (coord.), Marxismo, psicología y psicoanálisis, Ciudad de México, Paradiso, p. 229.

Salud mental y economía libidinal

Salud mental y economía libidinal

Conferencia organizada por el Foro del Campo Lacaniano de México en el Auditorio Fernando Díaz Ramírez de la Universidad Autónoma de Querétaro, el 13 de mayo de 2022

David Pavón-Cuéllar

Alcmeón, Hipócrates, Erixímaco: salud como equilibrio

Es común que la salud se conciba como una forma de armonía, conformidad o equilibrio. Esta concepción es muy antigua y se encuentra bastante difundida en diversas culturas. En el mundo occidental, sus orígenes pueden rastrearse hasta la antigüedad griega.

El médico y filósofo presocrático Alcmeón de Crotona, quien vivió aproximadamente entre los años 500 y 450 antes de nuestra era, ya definía la salud como un “equilibrio de fuerzas” (dynámeis), como una “mezcla bien proporcionada”, como una relación balanceada entre lo húmedo y lo seco, entre lo frío y lo caliente, entre lo amargo y lo dulce.[1] El “predominio” de una de estas fuerzas sobre su opuesta era “destructivo” y provocaba la enfermedad, la cual sobrevenía a causa de un “exceso”, a causa de “abundancia o carencia”.[2] Curar consistía, entonces, en compensar, contrabalancear, equilibrar.

La concepción de la salud como estado equilibrado reaparece en la teoría de los cuatro humores de Hipócrates. Los Tratados Hipocráticos postulan que “el estado más saludable del hombre es aquel en que todos los elementos están cocidos y en equilibrio, sin que ninguno deje que se destaque su principio activo particular”.[3] Cuando un humor se destaca sobre los demás, tenemos la enfermedad, que es causada por la “intemperancia” (akrasie), por la “exacerbación” de ciertos humores.[4] El exceso debe ser entonces temperado para curar al enfermo. Es así como se restablece una salud que Hipócrates concibe como templanza o temperancia, como buena proporción, como una mezcla bien proporcionada.

La misma concepción de la salud es expuesta por el médico Erixímaco en el Banquete de Platón. Al intervenir en este famoso diálogo sobre el amor, Erixímaco describe el equilibrio saludable como “justicia y templanza”, pero también como “amor y concordia entre elementos contrarios”, y además, a través de una metáfora musical, como “armonía y consonancia”, como “acuerdo entre cosas opuestas”.[5] Aunque estos aspectos definitorios de la salud vayan más allá del equilibrio, parecen derivar de él y presuponerlo bajo formas como la moderación en el goce o la “debida y templada armonía” entre opuestos.[6] El exceso de uno de los opuestos y el resultante desequilibrio entre los dos es aquí también la causa de la enfermedad.

Lacan: oposición en el equilibrio

Las palabras de Erixímaco atrajeron la atención de Jacques Lacan en su octavo seminario sobre La transferencia. En la sesión del 14 de diciembre de 1960, Lacan elogió a Erixímaco por ir al meollo de un problema que sigue siendo el nuestro. Mientras que nosotros nos extraviaríamos al intentar definir la salud y la enfermedad, Erixímaco y la gente de su tiempo irían “derecho a la antinomia esencial”.[7] Esta antinomia es la que subyace precisamente a la concepción de la salud como equilibrio y a su contraposición al desequilibrio.

Lacan observa que el equilibrio permanece en el centro de nuestra concepción de la salud. Estaríamos, entonces, en el mismo punto en el que se encontraban Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco hace casi dos mil quinientos años. Al igual que ellos, concebimos la salud como equilibrio, como acuerdo, consonancia o armonía. El problema para Lacan es que estas ideas, ahora como en la antigüedad, no han sido examinadas y criticadas.

Todavía no tenemos claro lo que significa exactamente afirmar que lo saludable está equilibrado o en armonía. Sin embargo, como sabemos, esta afirmación tan enigmática, más intuitiva que científica, sigue operando entre los médicos. Hay aquí, según Lacan, algo fundamental que “no se ha elucidado” para la medicina moderna con sus “debilidades” que se delatan en sus pretensiones mismas de cientificidad.[8] En esto, nos dice también Lacan, “no estamos muy avanzados con respecto a la posición de Erixímaco”.[9] Tal vez ese médico griego estuviera incluso más avanzado que nosotros, pues recordemos que él, a diferencia de nosotros, sí iba al meollo del asunto.

Lacan sitúa el meollo del asunto en el seno de la armonía, en su relación con ella misma, en la “medida” o la “proporción” como esencia del equilibrio[10]. Aquí Erixímaco difiere de Heráclito y lo critica, diciéndonos literalmente, en El Banquete, que “es absurdo decir que la armonía es una oposición, o que consiste en elementos opuestos”, porque “la armonía es una consonancia, la consonancia es un acuerdo, y no puede haber acuerdo entre cosas opuestas que no concuerdan, que no producen armonía”.[11] En este punto, Lacan toma partido por Heráclito y lo defiende contra Erixímaco, objetando que  “toda suerte de modelos de la física nos han aportado la idea de una fecundidad de los contrarios, de los contrastes, de las oposiciones, y de una no-contradicción absoluta del fenómeno con respecto a su principio conflictivo”.[12] En otras palabras, el conflicto es productivo, pero no es resuelto ni superado ni trascendido por sus productos. Los efectos del conflicto no contradicen el conflicto, siguen siendo tan conflictivos como el conflicto mismo. Por lo tanto, si la salud surge de la oposición entre fuerzas o humores, entonces esta oposición persiste en la salud.

El estado saludable, tal como lo concibe Lacan, es oposicional, conflictivo, contradictorio, por más armonioso que sea. Por más equilibro que haya en un estado saludable, se trata de un equilibrio habitado por la oposición, un equilibrio entre elementos opuestos, contradictorios. Son estos elementos los que se equilibran en la salud, pero su equilibro es invariablemente frágil, precario, momentáneo.

Irremediable patología

La objeción de Lacan puede aplicarse a Erixímaco lo mismo que a Hipócrates y a Alcmeón. Los tres médicos antiguos conciben la salud como un equilibrio entre fuerzas opuestas, pero Lacan les objeta que el equilibrio no puede trascender ni superar la oposición entre las fuerzas equilibradas. Esta oposición persiste siempre en el organismo y especialmente en el plano anímico o psíquico, desgarrando la existencia y la experiencia, dividiendo al sujeto. La división del sujeto no se cura ni se remedia en un supuesto estado armonioso de salud mental.

El saludable yo sintético de la psicología es puramente imaginario. Lo cierto es que no hay síntesis posible entre los elementos contradictorios constitutivos de la subjetividad. Los elementos no dejan de contradecirse al armonizarse o equilibrarse.

La contradicción es irreparable. En términos filosóficos frankfurtianos, la dialéctica es irreparablemente negativa. En términos psicoanalíticos, la existencia es irremediablemente patológica.

La patología es inherente a la condición del sujeto. Como decía Norman O. Brown, el ser humano es un “animal neurótico”.[13] Esta neurosis definitoria de la humanidad sería un descubrimiento fundamental de Sigmund Freud. Lo que el médico vienés habría descubierto, como lo nota Attila József, es que no hay más sujetos que los “enfermos”.[14] Digamos que no hay más sujetos que los divididos por fuerzas opuestas como aquellas a las que se referían Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Aunque las fuerzas se equilibren unas a otras en la salud mental, no dejan de oponerse y así desgarrar la existencia y experiencia del sujeto, una experiencia necesariamente patológica.

Freud: lo enfermo en lo sano

En 1914, al recapitular la historia del psicoanálisis, Freud recordaba cómo el análisis de los “hechos patológicos” le había mostrado “su trabazón con la vida anímica normal”[15]. El psicoanálisis descubre, en efecto, cómo la normalidad se traba, se anuda, se vincula internamente con la patología. La vinculación es tan profunda, tan esencial, que Freud no duda en reconocer años después, en sus Nuevas lecciones de 1932, que “estrechos nexos, y aun íntima identidad, entre los procesos patológicos y los normales”[16].

Difícil decidir, entonces, dónde termina lo sano y dónde comienza lo enfermo. Si hay una diferencia, es más gradual que tajante y más práctica o experiencial que teórica o esencial. Freud ya decía desde 1904, en la exposición de su método, que “la salud y la enfermedad no se diferencian por principio, sino que sólo están separadas por umbrales de sumación determinables en la práctica”.[17] De acuerdo a la práctica, podemos aceptar a un sujeto como sano, según lo que Freud nos dice, cuando tiene “capacidad de rendimiento y de goce”.[18] Mientras un sujeto disfrute y trabaje, Freud lo considera prácticamente sano, pero esto no es un juicio ni diagnóstico sobre una supuesta condición esencial del sujeto. Más allá de lo que el sujeto siente y rinde, el método psicoanalítico no permite distinguir lo sano y lo enfermo.

El psicoanálisis no sólo borra la frontera entre la enfermedad y la salud mental, sino que de cierta forma reabsorbe lo sano en lo enfermo, revelándonos como lo enfermo subyace a lo sano, lo habita y lo fundamenta, conteniendo su verdad. Es por esto que Freud considera, como lo dice ya desde 1890 en Tratamiento psíquico o del alma, que “sólo tras estudiar lo patológico se aprende a comprender lo normal”.[19] Debe resaltarse que Freud no está diciendo aquí simplemente que la normalidad y la patología puedan comprenderse una a partir de la otra. Freud no está diciendo que lo sano posibilite la comprensión de lo enfermo, sino sólo que lo enfermo permite comprender lo sano. Esto es así porque la enfermedad es la reveladora, porque ella es de algún modo más verdadera que la salud, porque en lo enfermo se descubre lo que se encubre en lo sano, porque es en la patología en la que radica la verdad de la supuesta normalidad.

Como lo observa Freud en Un caso de curación por hipnosis en 1892, la verdad que se “inhibe y rechaza” en el comportamiento normal es la que “sale a la luz” en la histeria.[20] El cuadro histérico, patológico, pone al descubierto la verdad oculta de la salud mental. Sabemos que en Freud esta verdad es la verdad de los conflictos psíquicos, de aquellas oposiciones que Lacan juzga insuperables, no pudiendo superarse en el sano equilibro al que se refieren Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco.

Concepción adaptativa y productiva de la salud mental

Debe reiterarse que el equilibrio entre fuerzas está siempre habitado por la oposición entre las fuerzas equilibradas. La clave misma del equilibrio estriba en la oposición. Es la oposición la que se resuelve de un modo u otro en el equilibrio. Es también porque las fuerzas se oponen de cierto modo, porque son las que son en virtud de su oposición, que luego pueden equilibrarse de cierta forma en la salud mental. Es por esto que Freud busca desentrañar la verdad de lo normal en lo patológico, en la tensión y la contradicción, en el conflicto psíquico y en el resultante desgarramiento de la experiencia del sujeto.

Lacan está de acuerdo con Freud y es por este acuerdo que discrepa de Erixímaco. Mientras que el médico griego sitúa la esencia de la salud en el equilibrio entre fuerzas opuestas que superan su oposición al equilibrarse, Lacan descubre el meollo de la salud en la oposición entre las fuerzas equilibradas que pueden equilibrarse precisamente porque no superan su oposición al equilibrarse. La oposición persiste y por lo tanto la salud no es el estado ideal, imaginario, de un yo que supera su división y que se reconcilia consigo mismo, armonizándose y acordándose con lo que es, como creían Erixímaco, Hipócrates y Alcmeón, y como aún lo creen ciertos psicoanalistas y muchos psicólogos.

No pudiendo superar el desgarramiento de su experiencia, no pudiendo adaptarse a su propio ser, el sujeto es mucho menos capaz de adaptarse a lo que le rodea. La idea psicológica de la salud mental como condición adaptada será también categóricamente rechazada por Lacan. El psicoanalista francés encuentra en esta idea el correlato de la anterior: el yo adaptado a sí mismo es el yo adaptado al otro, a la imagen especular del otro, a la imagen de sí mismo en el espejo. Este otro yo, tan otro como yo, permite superar en lo imaginario la división del sujeto con respecto a sí mismo y con respecto al mundo que se abre en el vacío del propio ser, del objeto del que estoy dividido.

En 1955, en La cosa freudiana, Lacan rechaza la noción adaptativa de salud por ver en ella la imposición al sujeto de una “medida” que no es la suya.[21] Años después, en 1966, en un violento debate con médicos en La Salpetrière, Lacan explica esta imposición de la medida normativa de salud a la “empresa universal de productividad” en relación con “el goce del cuerpo”[22]. El goce productivo del cuerpo aparece entonces como el sentido fundamental de la salud adaptativa del sujeto. El sujeto debe estar sano al adaptarse al sistema económico para que así el sistema pueda gozar de su cuerpo en la producción.

Digamos que es para explotar, para gozar productivamente de los cuerpos, que el Otro, un Otro cada vez más subsumido en el capitalismo, necesita de sujetos sanos, bien adaptados. La salud es aquí la adaptación a los fines productivos del sistema simbólico de la cultura que va quedando totalmente subsumido en el sistema económico del capitalismo. El sujeto adaptado al goce del capital, a la producción capitalista de más y más plusvalor, es cada vez más el sujeto saludable de la medicina y la psicología dominante.

Descartando la noción adaptativa y productiva de la salud, Lacan ya nos planteaba en 1953, en su conferencia Simbólico, imaginario y real, que “el propósito de toda salud no debería ser, como se cree, adaptarse a un real más o menos bien definido, bien organizado, sino hacer que se reconozca la propia realidad, el propio deseo”, lo que sólo se consigue al “simbolizarlo”.[23] Sobra decir que la simbolización y el resultante reconocimiento del propio deseo, lejos de ser un gesto adaptativo, tiende a ser un acto sintomático disruptivo, subversivo, incluso revolucionario. Lo seguro es que esta idea lacaniana subversiva de la salud como conquista del reconocimiento de nuestro deseo, de la escucha de nuestro síntoma, es diametralmente opuesta a la idea psicológica adaptativa de la salud como aceptación del goce del Otro y ahora cada vez más del capital.

Además de entrar en contradicción con la psicología, Lacan también difiere aquí de la idea práctica freudiana de la salud como goce y rendimiento. Freud se revela tan perspicaz y agudo como siempre al descubrir goce y rendimiento en la noción de salud, pero habría que preguntarle de qué o de quién es el goce, para qué o para quién es el rendimiento y a qué o a quién le conviene y debe atribuirse esa noción de salud. Freud no puede ya darnos respuestas para estas preguntas, pero nosotros aún podemos responder con lo elaborado por Lacan: en primer lugar, el goce es del Otro, cada vez más del capital; en segundo lugar, el rendimiento, la productividad, es para la producción en la que radica el goce del mismo Otro; en tercer lugar, la noción de salud como goce y rendimiento sólo puede ser adoptada por un dispositivo al servicio del Otro, al servicio del capital y a costa del sujeto, y no por el psicoanálisis que debería más bien apostar por el sujeto, por su propia medida, por su propio deseo y por el reconocimiento de este deseo.

La medicina y la termodinámica en Freud

Apostar por el sujeto y por el reconocimiento de su deseo es también, para Lacan, apostar por la división del sujeto, por el desgarramiento de su experiencia, por su desadaptación con respecto a sí mismo y no sólo en relación con el mundo. El sujeto que asume su división es el mismo que acepta su deseo y que puede esforzarse en simbolizarlo y en que sea reconocido. Este sujeto, el que nos hace escuchar la palabra sintomática de su verdad, sería el más próximo a la salud mental, si es que en Lacan aún tuviera sentido hablar de salud mental. En realidad, no parece tener mucho sentido, pues vemos que la salud se encuentra en lo tradicionalmente considerado patológico, en el síntoma y en su escucha, en el reconocimiento disruptivo y subversivo del propio deseo, así como en la correlativa división del sujeto y en su experiencia desgarrada por oposiciones irreductibles.

Ahora bien, al aceptar la irreductibilidad de las oposiciones, así como el carácter irremediable del desgarramiento y la división del sujeto, Lacan también discrepa, si no de Freud, sí al menos de cierto Freud. La discrepancia de Lacan es con respecto al joven Freud que se mantiene aún aferrado a la noción médica de salud como equilibrio y armonía que atraviesa toda la historia de la medicina y que ya encontrábamos en Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Al igual que ellos, Freud llegó a vislumbrar en su juventud un estado equilibrado, armónico, en el que habría un relativo apaciguamiento de los conflictos que él mismo estaba descubriendo.

Hay que decir que los conflictos descubiertos por Freud no son totalmente ajenos a los que ya eran presentidos por los médicos antiguos. El mismo Erixímaco ya situaba esos conflictos, al igual que Freud, en el terreno de lo erótico, de lo sexual o libidinal, e incluso definía la medicina como “la ciencia del amor corporal”.[24] Traduciendo esta definición como “ciencia de las eróticas del cuerpo”, Lacan ve en ella, por cierto, “la mejor definición del psicoanálisis”.[25] Lo importante aquí es que aquello corporal y erótico-amoroso de lo que se ocuparían el psicoanálisis de Freud y la medicina de Erixímaco estaría constituido por conflictos que podrían superarse en la salud lo mismo para el médico griego antiguo que para el vienés del siglo XIX.

Aunque Freud aceptara que el psiquismo estaba siempre atravesado por tensiones, esto no le impidió representarse un sano equilibrio en el que se relajarían y se calmarían estas mismas tensiones. La representación freudiana de este equilibrio es la representación de una economía sexual o libidinal perfectamente consonante con la termodinámica: una representación económica en la que el equilibrio aparece como distensión y como descarga de energía, mientras que el desequilibrio se presenta como tensión acumulada y como dificultad o imposibilidad para la descarga.

En la economía sexual de Freud, la tensión puede manifestarse como una dimensión energética física, exactamente como en la termodinámica, pero también puede manifestarse ya como algo psíquico. La distinción entre estas dos manifestaciones puede ser explícita. En el Manuscrito E de 1894, por ejemplo, Freud explica hipotéticamente la melancolía por una acumulación de “tensión sexual psíquica” insatisfecha y la neurosis de angustia por una “acumulación de tensión sexual física” resultante de una “descarga estorbada”.[26] La distinción entre las variantes física y psíquica de la tensión tiende a desvanecerse para desembocar al final en el concepto radicalmente monista de una pulsión que está entre lo físico y lo psíquico.

Aun antes de llegar a la pulsión, en el Manuscrito K de 1896, Freud ya no distingue de modo tajante lo físico y lo psíquico, pero aún mantiene un discurso económico, flagrantemente heredero de la termodinámica, en el que se refiere a “montos” de tensión libidinal, asocia la neurosis obsesiva con una tensión insatisfecha y establece el carácter “inocuo” de “una tensión sexual que no tiene tiempo para devenir displacer porque es satisfecha”.[27] La satisfacción aparece aquí ya claramente como un sano equilibrio que se contrapone al desequilibrio patológico. Es lo mismo que ya encontrábamos en Erixímaco, Hipócrates y Alcmeón. La única diferencia es que, en lugar de fuerzas o humores, lo que tenemos en Freud es una tensión sexual, pero una tensión que opera igual que cualquier humor hipocrático, enfermándonos cuando aumenta, cuando es excesiva, cuando nos desequilibra porque no se satisface.

La patología se explicaría por el aumento de tensión a causa de una sexualidad insatisfecha, mientras que la satisfacción sexual disminuiría la tensión y así evitaría el estado patológico. Sabemos que esta economía sexual freudiana, que tanto influirá posteriormente en la propuesta freudomarxista de Wilhelm Reich, se impone sobre todo en los Tres ensayos de teoría sexual de 1905, donde encontramos una representación económica del “coito”, de la “unión de los genitales”, como paradigma del “alivio de la tensión sexual”.[28] Hay aquí no sólo una propuesta subversiva que desembocó a través de Reich en los movimientos de liberación sexual, sino también una justificación para el concepto normativo de la genitalidad como criterio de salud mental.

El caso es que la satisfacción genital, en los términos de Freud, nos ofrece la “extinción temporal” de una “pulsión sexual” que nos enferma si no se satisface.[29] Aunque ya estemos en el campo de lo pulsional, Freud sigue proponiendo en 1905 un discurso económico emparentado con la termodinámica. Este parentesco puede apreciarse claramente en el tercer ensayo, en el que se propone una teoría de la libido que describiría y explicaría todas las perturbaciones psicóticas y neuróticas en los términos de la “economía libidinal”, pero concibiendo la libido como “una fuerza susceptible de variaciones cuantitativas”, de “aumento y disminución”, así como también de “desplazamientos”.[30]

Aún en 1905, la concepción económica freudiana de la libido es la de una energía que se desplaza, que aumenta y disminuye, que se libera o se retiene, que se desequilibra o se equilibra. Estamos en la termodinámica, en la rama de la física que estudia las variaciones de la energía, sus estados de equilibrio o desequilibrio. Lo que Freud agrega es lo que le viene de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco, a saber, la connotación médica de lo equilibrado como sano y de lo desequilibrado como potencialmente patológico, pero lo demás corresponde a la termodinámica.

Es en el modelo científico de la termodinámica, de la física, en el que se inspira Freud hasta 1905 para proponer su modelo de economía sexual o libidinal para entender la diferencia entre lo sano y lo patológico. Esto no sólo es comprensible por el estatuto epistemológico de la física y de la termodinámica, por su prestigio como ideal clásico de rigurosidad científica y efectividad tecnológica, sino también porque una teoría del equilibrio y del desequilibrio de la energía parecía la más adecuada para asociar la idea freudiana de la tensión o pulsión sexual con la concepción médica tradicional de la salud como equilibrio y de la patología como desequilibrio. La medicina de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco encontraba en la termodinámica una garantía de modernidad y cientificidad.

De la termodinámica a la economía política

Gracias a la termodinámica, la economía sexual de Freud puede parecer moderna y científica sin dejar de perpetuar el viejo prejuicio médico ideológico de la distinción tajante entre el sano equilibrio y el desequilibrio patológico. Ahora necesitamos abandonar este prejuicio normativo, como ya vimos que lo recomienda Lacan. Sin embargo, como Lacan también lo recomienda, tenemos igualmente necesidad de liberar la visión económica libidinal freudiana del lastre de la termodinámica, remplazándolo por otro concepto de la economía, otro concepto más adecuado al psicoanálisis, como es el que nos ofrece la tradición marxista. En los términos del propio Lacan,  “las referencias y configuraciones económicas” de Marx son “más propicias” que las “provenientes de la termodinámica” para el análisis freudiano[31].

El discurso económico de Freud necesita distanciarse del modelo físico de la termodinámica para aproximarse a la crítica marxiana de la economía política. Esto supone cambiar el arsenal terminológico, pero también el modelo epistemológico del psicoanálisis. En lugar de seguir atrapados en la órbita positivista de la energía, la tensión, la distensión, el equilibrio, el desequilibrio y la descarga, necesitamos empezar a pensar en los términos críticos del valor, el trabajo, la transformación, el tiempo, la técnica, la satisfacción y el conflicto.

Sabemos que Lacan ya comenzó a pensar la economía sexual en los términos de la economía política. Sin embargo, antes de Lacan, Freud ya lo había hecho, lo que no deja de ser olvidado por quienes tienden a encerrar el discurso económico freudiano en la clave de la termodinámica. Lo cierto es que esta clave fue desapareciendo, especialmente después de 1905, y cedió su lugar al referente político, el cual, desde antes de 1905, ya venía ganando terreno.

Entre 1890 y 1905, el discurso económico freudiano se desplaza de unos términos físicos realistas a otros metafóricos o simbólicos y a veces potencialmente políticos: de la descarga a la satisfacción, de la tensión al conflicto, de la fuerza a la pulsión. Ya en este mismo período y de modo más notorio en los años subsiguientes, vemos que la energía no se presenta sólo como un monto físico objetivo, sino como la fuerza de trabajo de un sujeto que participa en un proceso cultural. Esto resulta evidente cuando Freud aborda sucesivamente los trabajos de sueño en 1900, de chiste en 1905 y de duelo en 1917, y considera en cada uno de ellos, según sus propios términos, primero el “material” y su transformación, el “valor psíquico” de lo transformado[32], luego los “recursos técnicos”, los “productos psíquicos”[33] y finalmente el “gasto de tiempo” y no sólo de “energía”[34].

Como vemos, Freud piensa en el trabajo con varios de los conceptos fundamentales de la economía política: el material, su transformación, la técnica y el tiempo. Incluyendo estos elementos, el trabajo es en Freud algo muy diferente de lo que es en la termodinámica. Es más bien lo que el trabajo es en la economía política: una actividad compleja a la que se le dedica tiempo, en la que se invierte energía y en la que se utiliza una técnica para transformar una materia prima y para producir así un valor con el que pueden satisfacerse necesidades, pulsiones o deseos.

El discurso económico político termina suplantando el de la termodinámica y sirviéndole a Freud para definir formalmente el campo de la economía sexual o libidinal. En 1929, en El malestar en la cultura, Freud asocia la “economía libidinal” con la satisfacción de necesidades y pulsiones, con la realización de un “trabajo psíquico e intelectual” y con el propósito de “lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria”[35]. Todos estos componentes implican factores políticos, necesariamente simbólicos, irreductibles a la representación imaginaria de lo real de la energía en la termodinámica.

A manera de conclusión

Freud fue distanciándose de la representación física-energética de la economía y se encontró de pronto demasiado cerca de la crítica marxista de la economía política. Es verdad que esta crítica no fue profesada ni respaldada y ni siquiera bien conocida por Freud. Sin embargo, como hemos podido apreciarlo, el discurso económico freudiano sí adoptó algunos de los conceptos de la economía política y de su crítica, lo que puede explicarse, quizás, por la difusión de estos conceptos desde finales del siglo XIX en la cultura europea. De cualquier modo, aunque tal difusión cultural histórica fuera determinante, seguramente Freud tuvo muy buenas razones para emplear esos conceptos que revolucionaban su concepción de la vida psíquica y de la salud mental. Que Freud tuviera buenas razones no significa, desde luego, que su acto no fuera fallido, es decir, acertado, tan acertado como sólo puede ser un acto fallido.

Es divertido apreciar cómo el discurso económico político de Freud lo acercaba tanto al marxismo del que él mismo intentaba apartarse. Este acto fallido es aún más divertido cuando se compara con otro acto fallido simétrico e inverso, el de Wilhelm Reich, cuyo discurso económico físico, siempre atrapado en la termodinámica, se alejaba irresistiblemente del marxismo al que intentaba aproximarse. El problema de la opción reichiana fue su materialismo realista, físico y fisicalista, mecanicista y objetivista, heredero de la referencia de Freud a la termodinámica. Es por este materialismo por el que Reich sólo pudo pensar la libido como una energía más o menos acumulada o descargada, más o menos desequilibrada o reequilibrada, mientras que Freud, marxista malgré lui, supo ir más allá de esta visión energética y alcanzó a concebir una materialidad metafórica, simbólica y política, del valor en lugar de la carga o el monto, del conflicto en lugar de la tensión y el desequilibrio, de la división del sujeto en lugar de la distinción entre la salud y la enfermedad.

El caso es que el equilibrio sano y el desequilibrio patológico dejaron de tener cabida en el discurso económico político freudiano. Este discurso debió romper, ahora sí de forma definitiva, con la idea normativa, adaptativa y productiva de salud que sigue reinando en la sociedad moderna, justificando la existencia de la medicina y de la psicología en el sistema capitalista, pero que sabemos que tiene sus orígenes en ideas tan antiguas como las de Alcmeón, Hipócrates y Erixímaco. Las ideas de los primeros médicos, de sus sucesores y de los psicólogos, fueron las de Freud, pero Freud tuvo también otras ideas que lo sitúan en una tradición dialéctica de pensamiento que se inaugura con Heráclito para llegar hasta nosotros a través de Marx.

Al igual que Marx, el fundador del psicoanálisis nos enseñó a desconfiar de una concepción de la salud como equilibrio, como consonancia y armonía en uno mismo, con uno mismo y con el mundo. Hemos visto cómo esta concepción ideológica de la salud puede servir para suprimir la disonante verdad del sujeto, la de su desequilibrio constitutivo, la de su deseo, la de su división, la del desgarramiento de su experiencia. La supresión es política, ideológica, y no deja de serlo cuando se legitima epistemológicamente como científica gracias al auxilio de la termodinámica.

No es con la ciencia, con la ideología de la supresión del sujeto, con la que podremos liberarnos del goce del capital, de su posesión por la posesión, de su explotación y devastación de todo lo que existe. Este goce no puede ser denunciado ni con el discurso médico ni con su refinamiento económico en la termodinámica, sino que requiere de una crítica de la economía política. La tenemos ya esbozada en Freud y luego en Lacan, pero sobre todo en Marx y en la tradición marxista.


[1] Alcmeón de Crotona, en Los filósofos presocráticos I, Madrid, Gredos, 1981, 396, pp. 251-253

[2] Ibid.

[3] Hipócrates, Sobre la medicina antigua, en Tratados Hipocráticos, Madrid, Gredos, 1983, 19, p. 160

[4] Ibid., 18, p. 157.

[5] Platón, Banquete, en Diálogos, Ciudad de México, Porrúa, 2009, p. 506.

[6] Ibid., p. 507.

[7] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, París, Seuil, 14.12.60, p. 91.

[8] Ibid., pp. 88-89.

[9] Ibid., p. 89.

[10] Ibid., p. 91-94.

[11] Platón, Banquete, op. cit., p. 506.

[12] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, op. cit., p. 93.

[13] Norman O. Brown, Life Against Death. The Psychoanalytical Meaning of History (1959), Midldletown, Wesleyan University Press, 1985, p. 10.

[14] Attila József, Hegel, Marx, Freud (1934), Action Poétique 49, 1972, p. 75.

[15] Freud, Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, en Obras completas, volumen XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 1998, p. 35.

[16] Freud, S. (1932). Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1932), en Obras completas XXII, Buenos Aires: Amorrortu, 1998, p. 134.

[17] Freud, El método psicoanalítico de Freud (1904), en Obras completas VII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 240-241

[18] Ibid.

[19] Freud, Tratamiento psíquico (tratamiento del alma) (1890), en Obras completas I (pp. 111-132). Buenos Aires, Amorrortu, 1998, p. 118.

[20] Freud, Un caso de curación por hipnosis (1892-1893), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 159-160.

[21] Lacan, La chose freudienne, en Écrits I, París Poche, Seuil, 1999, p. 422.

[22] Lacan, Conférence et débat du Collège de médecine à La Salpetrière, Cahiers du collège de Médecine 1966,p. 769.

[23] Lacan, Symbolique, imaginaire et réel, en Des noms-du-Père, París, Seuil, 2005, p. 48.

[24] Platón, Banquete, op. cit., p. 505.

[25] Lacan, Le séminaire, Livre VIII, Le transfert, op. cit., p. 91.

[26] Freud, Manuscrito E (1894), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 230-231.

[27] Freud, Manuscrito K (1896), en Obras completas I, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 265-266.

[28] Freud, Tres ensayos de teoría sexual (1905), en Obras completas VII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, p. 136.

[29] Ibid.

[30] Ibid., 198.

[31] Jacques Lacan, Le séminaire, Livre XVI, D’un Autre à l’autre (1968-1969), Paris, Seuil, 2006, p. 21

[32] Freud, La interpretación de los sueños (primera parte) (1900), en Obras completas IV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 285-343.

[33] Freud, El chiste y su relación con lo inconsciente (1905), en Obras completas VIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 83-84.

[34] Freud, Duelo y melancolía (1917), en Obras completas XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 242-243.

[35] Freud, El malestar en la cultura (1929), en Obras completas XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 78-79.